domingo, 1 de agosto de 2021

Hombre lento

 Apúntese al club de corazones solitarios

 

Hombre lento, novela del escritor sudafricano J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, enero 9 de 1940), apareció en inglés, en 2005, editada en Nueva York por Peter Lampack Agency, Inc. Y ese mismo año, traducida al español por Javier Calvo, fue editada en España por Random House Mondadori y al año siguiente en México, junto con un disco compacto (coeditado con Librerías Gandhi) que reproduce el discurso que Coetzee leyó al recibir el sonoro Premio Nobel de Literatura 2003.

           


          Dispuesta en 30 capítulos numerados, Hombre lento quizá no sea la novela más light y trivial de su abultada obra narrativa. El anciano Paul Rayment, un sesentón ex fotógrafo de origen francés y coleccionista de fotografía, un día del año 2000 pedalea su bicicleta por Magill Road —una calle de Adelaida, Australia— cuando un auto lo embiste y provoca la rápida e ineludible amputación de su pierna derecha (¡el muñón queda arriba de su rodilla!). Tal doloroso y traumático drama, narrado al inicio de la novela, hace suponer que el lector accederá a las menudencias y vericuetos psicológicos, circunstanciales e inmediatos de su nueva condición física, a todas luces residual (eso parece o en cierta medida es así). Pero lo que cobra mayor relevancia a largo de las páginas y del grueso de la narración, no es el dolor ni el calvario ni la angustia ni la desventura corporal y psíquica del protagonista adaptándose a sus nuevas condiciones físicas y mentales, sino la comedia de equívocos y enredos (y hasta de Perogrullo) en que su vida sentimental, íntima y cotidiana se ve inmersa. Y más aún: hay en ello un matiz fantástico y ficticio que trastoca y trasmina el realismo de la historia y la transforma en una alegoría de la vejez y de ciertas irremediables desventuras consubstanciales a ella.

           

Literatura Mondadori número 281
Primera edición mexicana
(México, enero de 2006)

           El perder la pierna no implica para Paul Rayment enfrentarse a deficiencias médicas y sanitarias ni a embrollos burocráticos ni a la necesidad de trabajar para confrontar sus gastos. Su seguro de vida y su solvencia pecuniaria de viejo jubilado le brindan los sustentos que requiere y por ende puede proveerse de una enfermera especializada que en su cómodo departamento (con aire acondicionado) le brinda terapia física y servicio doméstico. Es así que la narración discurre por ámbitos realistas hasta el final del capítulo 12, cuando Paul Rayment le ofrece a Marijana Jokić, su diestra y eficaz enfermera croata, pagar la educación de su hijo Drago (de 16 años), desde el oneroso internado y “hasta que se gradúe como oficial de la marina”. La razón (y se lo confiesa): se ha enamorado de ella. Pero la mujer, nada más oírlo, se marcha, ipso facto, con Ljuba, su pequeña hija.

            Al día siguiente, en el capítulo 13, Marijana no regresa a trabajar, ni contesta el teléfono ni le devuelve la llamada que hace a su casa en el distrito obrero de Munno Para. Pero quien ese mismo día llega a su departamento en Coniston Terrace, Adelaida Norte, es una tal Elizabeth Costello (protagonista de la novela homónima que J.M. Coetzee publicó en 2003), quien sin invitación y sin que Paul Rayment la conozca, se instala allí (como Petra en su casa) dispuesta dizque a guiar y a dizque corregir los retorcidos renglones de su cojuda infravida de diablo cojuelo. Y es con tal intrusa y su cometido donde el sentido realista se altera y se rompe. Y esto es así porque la Costello, que también es una anciana sesentona, conoce, en buena proporción, los íntimos secretos de Paul Rayment: los que no le ha contado a nadie (como es el caso de la erógena ciega que él vio y olió en un ascensor del hospital y que luego ella, sin que él se lo pida, le contrata como sexoservidora a domicilio), y porque observa una conducta omnisciente, absurda e imposible, tanto en ciertos intríngulis y antagonismos de sus conversaciones, como por el hecho de que, pese a que se supone que es una escritora con libros y fama y a que tiene una “bonita y antigua casa” en Melbourne, opte por subsistir en los parques públicos con los inconvenientes de una desvalida y pestilente vagabunda que carece de un centavo; mientras, a imagen y semejanza de una obsesa que no tiene otra cosa en qué ocuparse para castrar al diosecillo bajuno del alado Cronos, alterna y asedia la cotidianeidad y los propósitos íntimos, secretos y personales de Paul Rayment y los espacios domésticos de su cómodo departamento.

           

Debols!llo número 342/8
Primera edición mexicana
(México, 2006)

         En medio de la efímera visita de la hetaira ciega (él paga 450 dólares por el manoseo y el servicio y previamente tiene que ponerse “una hoja de limón sobre cada ojo” y vendarse los ojos con una media de nailon de la Costello), Paul Rayment, se pregunta: “¿por qué estamos dejando que alguien a quien apenas conocemos dicte nuestras vidas?” Y en la misma tesitura pusilánime en la que él es el títere que la Costello mueve a su antojo, más adelante divaga sobre la posibilidad de que la narradora lo esté utilizando para construir un personaje de un libro en ciernes. E incluso en que tal vez ella no exista y que él ya haya muerto sin mayor pena ni gloria. Sin embargo, tal ficticio tejemaneje implica y desvela lo relevante y trascendente de la prestidigitación: que la escritora Elizabeth Costello, con su desfachatez, locura y contradicciones, es alter ego del verdadero titiritero y ventrílocuo: el escritor sudafricano John Maxwell Coetzee; y que Hombre lento es sólo un artilugio literario donde el narrador, prestidigitador nato, hace y deshace a su antojo con el lelo lector del octavo día.

           

Coetzee y su alter ego

         Luego de un breve tiempo de hacerse la ofendida y desaparecida, Marijana regresa al departamento de Paul Rayment, pero no para trabajar de inmediato, sino para dejarle un folleto del Wellington Collage, el costoso internado que ha elegido su hijo Drago. Esto desencadena una tormenta doméstica en casa de los Jokić: Miroslav, el marido de Marijana, golpea a su mujer y ella se refugia en casa de su cuñada, que no la aprecia. Y Drago, con una mochila a cuestas, no tarde en pedirle refugio a Paul Rayment. Y el anciano solitario y cojo, que añora la paternidad que no procuró con nadie, le brinda cobijo en su estudio y pronto la estancia del adolescente altera el orden, la calma chicha y el sosiego budista del departamento, pues además de que a veces Marijana deja allí a la pequeña y alharaquienta Ljuba, Drago lleva a un compinche, y por ende sus charlas, pitorreos y ruidos se los tiene que soplar el vejete, aún en las horas del supuesto descanso y sueño.

            Miroslav, quien es obrero montador en una fábrica de autos, vigila, en su astrosa camioneta, en las inmediaciones del edificio donde vive Paul Rayment. Éste lo invita a hablar; y el dialogo desvela que el enojo del croata no es por ver humillado su honor de macho cabrío ante el préstamo a plazo indefinido y sin intereses que pagará el internado de su hijo Drago (el obrero Miroslav, incluso, conviene con el viejo Paul la creación bancaria de una cuenta de fideicomiso), sino los celos y la inseguridad (pese a sus 18 años de matrimonio) ante la creencia de que su mujer está “en proceso de ser embaucada, para alejarse de su corazón y de su hogar, por un cliente forrado de dinero y familiarizado con el mundo del arte y de los artistas” y que “el elegante entorno de Coniston Terrace le está enseñando a despreciar el mundo de la clase obrera de Munno”.

            Además de las abundantes digresiones y de las pinceladas y anécdotas biográficas sobre la idiosincrasia, el pasado y el presente de Paul Rayment (muy pocas sobre la Costello y los Jokić), la novela ilustra dos episodios donde el hecho de estar cojo, solo y viejo conlleva sus ineludibles inconvenientes. Una le ocurre cuando al ducharse con su andador Zimmer, éste se resbala y él “cae y se golpea en la cabeza contra la pared” y no puede levantarse. Por fortuna logra telefonear a Marijana, quien va, lo auxilia y apapacha. Él le pide que se quede toda la noche, pero ella le dice que su caída no es una urgencia médica. Y entre el debate en que el anciano cojo le reitera su amor, ella se va; pero antes le recomienda que se apoye en una amiga y que si tiene necesidades mayores que cogerle la mano, que se apunte en un “club de corazones solitarios”; y a imagen y semejanza de un vociferante y visceral escupitajo, le resume su triste y asfixiante rutina, para nada parecida a la de una curvilínea masajista de lujo diplomada en Cancún, especialista en los siete masajes para resucitar al muerto: “¿Cree que sabe cómo es ser enfermera, señor Rayment? Todos los días cuido de señoras mayores, ancianos, los lavo, les quito la porquería, mejor no digo detalles, cambio las sábanas y les cambio la ropa. Y siempre estoy oyendo ‘Haz esto, haz eso, trae esto, trae eso, no me encuentro bien, trae pastillas, trae vaso de agua, trae taza de té, trae manta, quita manta, abre ventana, cierra ventana, no me gusta esto, no me gusta eso’. Llego a casa cansada hasta los huesos, suena teléfono, a cualquier hora, mañana o noche: ‘Es urgencia, ¿puede venir...?’”

            El otro episodio le ocurre en la mañana del día siguiente. El anciano y cojuelo Paul Rayment, que no pudo dormir (la pasó “Angustiado, lleno de remordimientos, dolorido, incómodo”), al verse corroído por la necesidad de orinar y el dolor de espalda, “con medio cuerpo en la cama y medio cuerpo fuera”, “se rinde y se orina en el suelo”. Así enredado, vergonzante, húmedo y apestoso a pipí lo encuentra Drago, quien llega a recoger la bolsa con sus últimas cosas. El chaval lo auxilia con los menesteres inmediatos y Paul no puede reprimir “un acceso de llanto”, un patético y lastimoso “llanto de anciano”.

            Navegando en la solipsista burbuja de idealización amorosa y protectora que vive Paul Rayment, le escribe una carta al obrero Miroslav Jokić, donde le reitera su apoyo monetario para la educación del muchachito Drago y quizá también para sus dos hijas: la pequeña Ljuba y la adolescente Blanka. En su papel de filantrópico padrino de la familia croata, le solicita “una llave de la puerta de atrás”, pues, dice, “no albergo ningún plan para quitarle a su mujer y a sus hijos. Tan solo le pido poder rondar por ahí, abrir mi pecho, cuando esté usted ocupado en otro lugar, y derramar las bendiciones de mi corazón sobre su familia.”

           

Fotografía de Antoine Fauchery

          Pero también le solicita que el mozalbete Drago le devuelva una foto antigua de su valiosa colección (cuyo total donará, tras su muerte, a la Biblioteca Estatal de Adelaida), impresión decimonónica y original hecha por el propio Antoine Fauchery (1823-1861), nada menos, cuyo sustracción fue advertida por la fisgona Costello. Para Paul Rayment se trata de un robo, aunque no irá a la policía; mientras que la Costello colige la probabilidad de que se trate de una broma de adolescentes urdida entre Drago y su compinche. En el sitio donde estaba la impresión original, los chavales dejaron un fotomontaje, una copia manipulada en la computadora donde se aprecia el rostro de Miroslav Jokić “vestido con una camisa abierta y un sombrero, y además con bigote, codo con codo junto a aquellos mineros de Cornualles e Irlanda de cara adusta que vivieron en una época remota.”

   

Fotografía de Antoine Fauchery

         Incitado por la Costello, ella y Paul Rayment van en taxi a la casa de los Jokić a reclamar la incunable foto y a reiterar el padrinazgo de él. La actitud de Marijana, además de que vuelve a deducir con acierto las intenciones amorosas y humanas del vejete Paul, no es la de una fémina que supuestamente en Croacia estudió pintura y fue restauradora de arte, sino la estereotipada tozudez de una inculta y ramplona ama de casa que no puede distinguir entre una fotocopia y una invaluable e histórica impresión vintage; y más aún: se ofende, no por el latrocinio de Drago, sino porque según ella “aporrean la puerta como policía” y porque el padrino “ahora dice que le robamos”.  

           

Don Quijote y Sancho “volando” con Clavileño
Ilustración de Ricardo Balaca (siglo XIX)

          
A tal meollo se añaden dos corolarios. Uno es que al término de tal visita el viejo Paul Rayment descubre que Drago, con cierta ayuda de su padre, está por concluir la construcción de un triciclo (¡el auténtico velocípedo celeste!, ¡más veloz que Clavileño!), regalo y tributo para el anciano cojuelo, para que, moviéndolo con las manos, pueda desplazare en ese artefacto algo chusco y ridículo, en cuyo tubo tiene pintado “con unas letras que sugieren artísticamente el impulso del viento: ‘PR Exprés’”. La pequeña Ljuba pregunta por el significado. “PR, el Hombre Bala”, le responde Paul Rayment. Pero la niña, sonriéndole, le apostrofa la dramática e irrefutable verdad: “¡Usted no es el Hombre Bala, es el Hombre Lento!”

          

J.M. Coetzee

           
El otro corolario es que la anciana Elizabeth Costello, no sin patetismo (y sin los arquetípicos y consabidos tiempos del cólera), insiste en que ella y el anciano pueden vivir juntos, ya en Melbourne o en otro sitio, signados por “Los cuidados del amor”. Pero él se niega porque, dice, “esto no es amor. Es otra cosa. Es menos que amor.”

 

J.M. Coetzee, Hombre lento. Traducción del inglés al español de Javier Calvo. Literatura Mondadori número 281, Random House Mondadori. 1ª edición en México, 2006. 264 pp.

 

El librero Vollard



El ogro y la bella durmiente

En París, en 2002, en la prestigiosa Éditions Gallimard, el filósofo y narrador francés Pierre Péju (Lyon, 1946) publicó La petite Chartreuse, novela que, según canturrean Puzzle y Tropismos en una postrera página interior, “tuvo una excelente acogida por parte de la crítica”, además de convertirse “en un verdadero fenómeno de ventas en Francia, tras recibir uno de los más prestigiosos premios literarios de dicho país: el Prix du Livre Inter 2003”. Sonoro bombo y platillo al que se añade su homónima adaptación cinematográfica en el filme homónimo dirigido por Jean-Pierre Denis, estrenado en Francia en 2005.

Narrativa 156, Ediciones Témpora
(Barcelona, junio de 2006)

Impresa en Barcelona en “junio de 2006” por Ediciones Témpora, tal novela fue traducida al español por Cristina Zelich con el título El librero Vollard. Esto no es gratuito, pues Étienne Vollard, el protagonista, un hombre alto y gordísimo, es lector por antonomasia y librero de oficio (lo cual implica anécdotas y citas de libros), precisamente a través de El Verbo Ser, su menuda librería donde se expenden títulos antiguos y de segunda mano, ubicada en una pequeña ciudad no muy distante de París y rodeada de nevadas montañas, entre las que sobresale la Gran Chartreuse.

Pierre Péju con un ejemplar de su novela
La petite Chartreuse

En 1998, Étienne Vollard tiene 51 años y los hechos del presente de la obra se suceden entre el frío y nevoso noviembre de tal año y mediados de 1999. No sin espinas y vericuetos espinosos o no tan espinosos (como la estancia del adolescente Étienne Vollard en el liceo de Lyon o de joven en mítines de la primavera de mayo y junio de 1968), la novela embrolla una nostálgica e idealizada celebración del libro, de la literatura, de la lectura, del lector empedernido, de la memoria literaria y del oficio de librero de viejo. Pero el dramático meollo lo desencadena un inesperado y súbito accidente: cuando Étienne Vollard, al volante de su camioneta, atropella a la pequeña Eva, de diez años, hija natural de Teresa Blanchot, una solitaria joven todavía recién llegada a la ciudad, quien pese a su desempleo y como constantemente huyendo de sí misma (y de su hija) y hacia ninguna parte (o hacia la nadería de la nada), puede vagabundear sin ton ni son (hacia ninguna parte) manejando su auto por carreteras circunvecinas, yendo y viniendo en tranvías, o yendo y viniendo de París en el tren de alta velocidad.

La pequeña Eva (Bertille Noël-Bruneau) en La petite Chartreuse (2005),
filme dirigido por Jean-Pierre Denis, basado en la novela homónima de
Pierre Péju, originalmente publicada en Francia, el 9 de octubre de 2002,
por Éditions Gallimard
Tal desgracia trastoca la conciencia y la cotidianidad del librero Étienne Vollard, quien se siente culpable (no obstante que su responsabilidad fue un imprevisto accidente, involuntario e ineludible) y por ende la visita en el hospital, donde amén de las contusiones y quebraduras, la niña Eva sobrevive; pero queda en coma, como si hubiera sido dormida por una especie de maleficio brujeril, por un malvado encantamiento de una infame turba de nocturnas aves.
Es entonces cuando parece que el menjunje literario, a imagen y semejanza del intríngulis del consabido y antiguo cuento de hadas que urdiera Charles Perrault a fines del siglo XVII (que una y otra vez se reescribe sin cesar, y se reintenta cinematográficamente, en todas las ínfimas latitudes y catacumbas de la recalentada aldea global), ejercerá un ancestral y atávico poder mágico y curativo: “lo que impresionaba a Vollard, aquella vez, era su apariencia principesca, aquella tranquilidad impresionante fruto, sin duda, de la minerva y del vendaje en forma de turbante. La niña se había instalado en un letargo duradero, un sueño mágico de siete años, de cien años. Víctima de un sortilegio.”

Bertille Noël-Bruneau en el papel de Eva Blanchot
Fotograma de la película La petite Chartreuse (2005)
Es decir, parece que sólo falta recitarle al oído otro sortilegio infalible (una suerte de cantarín poema o de salmo maravilloso) para deshacer el malvado hechizo. Y parece que será así y con final feliz (y por los siglos de los siglos), pues una enfermera les recomienda, a él y a Teresa, hablarle a la niña: la bella durmiente. 
La niña Eva (Bertille Noël-Bruneau)
Fotograma del filme La petite Chartreuse (2005)
        Y dado que la madre casi es incapaz de platicarle y está marcada por su tendencia a huir de su hija (y de sí misma), es el librero Étienne Vollard quien se entrega a la tarea de hablarle día a día, recitándole un sin número de cuentos que habitan en su rara e indeleble memoria de insaciable lector, de descomunal ogro devorador de libros y bibliotecas enteras, en cuyo memorioso y laberíntico casillero quizá se hallen, palpitando y rutilantes, los versos o las palabras precisas que la rescaten por siempre jamás de ese onírico y pesadillesco dédalo.
“Viene usted mucho más a menudo que su señora —le señaló la enfermera que hacía las curas por la mañana [pues supone que él es el padre]—. He notado que no se atreve demasiado a hablar a la cría. Es una pena. Es necesario. Ya verá, un día se producirá un cambio. Nunca se sabe qué vocablo, qué palabra consigue despertarles. Una sola frase puede dispararlo todo. Entonces es como el extremo de un hilo del que hay que tirar para que todo lo demás vuelva. El coma es algo muy misterioso, sabe...”
Sin embargo, el ensalmo o la pócima de palabras mágicas no se encuentran en ningún libro o no llegan o no existen o se esfuman ante la inescrutable y fría lápida de la realidad, pues cuando la niña vuelve en sí, no puede hablar, apenas entiende lo que le dicen y su debilidad física es muy frágil. 
Su madre la interna en un montañoso sanatorio especializado. Prácticamente la abandona allí (y sale huyendo hacia un centro comercial de una población vecina a encadenarse en un mísero empleo) y le pide a Étienne Vollard que la visite los domingos y por ende lo autoriza en el hospital. 

El librero Étienne Vollard (Olivier Gourment) y
Teresa Blanchot (Marie-Josée Croze)
Fotograma de La petite Chartreuse  (2005)
Cuando el librero, con cierta incertidumbre, inicia tales visitas para pasearla por los linderos de la montaña, es notorio que en vez de mejorar, la niña empeora. 
Primero es la anorexia y luego un ataque epiléptico lo que anuncia y preludia el ineluctable e inminente final.
Mientras la pequeña Eva está moribunda en el sanatorio, un incipiente incendio suscita que los chorros de agua de los bomberos destruyan la entrañable librería de Étienne Vollard, pérdida que obviamente incide en su oscura y translúcida decisión de borrarse del mapa.
Pese a que la memoria de Étienne Vollard era casi tan extraordinaria e imborrable como la de Funes el memorioso (no obstante el vaciadero de basura que implica y por igual descubre y desentraña el ansioso y megalómano poseedor de la memoria de Shakespeare), el librero de la librería de viejo El Verbo Ser, no menos solitario, frágil, quebradizo, vulnerable, huérfano y desamorado que Teresa Blanchot y que la pequeña Eva, a través de la literatura y de la memoria de ésta, no pudo reconciliarse consigo mismo, con su destino y con el mundo; es decir, no pudo extinguir o amortiguar el desasosiego, la angustia, la depresión, el estrés, la neurosis y la suma de frustraciones, de modo que reencontrara la clave, el leitmotiv y el buen sabor de la evanescente e ingrata e impredecible vida, precisamente como sí ocurre en dos maravillosas y poéticas “historias de libros” que parecen denotar e implicar la ambrosía y la panacea universal, y que según la omnisciente y ubicua voz narrativa, Étienne Vollard evocaba con deleite, apoltronado “al fondo de su librería” (“araña gigantesca en el centro de su tela”):

El librero Étienne Vollard (Oliver Gourment)
Fotograma de La petite Chartreuse (2005)
“Al librero Vollard le gustaba explicar la historia de aquel hombre, retenido como rehén durante varios años, en Oriente Medio, por un grupo político-religioso y que, por una enorme casualidad, encuentra en un recoveco, el agujero apestoso de una cédula, el tomo II de Guerra y Paz, arrugado y mohoso, pero traducido a su propio idioma. Un libro en tan malas condiciones como él. Desde ese momento, para él, algo cambia. Todo cambia. De esos cientos de páginas, apenas encuadernadas unas con otras, le llega un alivio inmenso y, gracias a ellas, retoma el gusto por la vida.
“Vollard también explicaba la historia de aquella mujer, condenada a la oscuridad total de una celda soviética, que había memorizado una obra de Shakespeare, aprendida de memoria en su juventud. Al volverse ciega, obligada al aislamiento que vuelve loco, recita El rey Lear, en inglés, íntegramente. Lentamente, aparece una luz en la oscuridad. Ve el libro, ve el texto. Lo lee. Gira las páginas mentalmente. Ve tan bien ese libro que había comprado en una pequeña tienda cuando era estudiante, que decide traducir al ruso, en la oscuridad, para ella sola, para nada, para que algo humano subsista a pesar de todo. Hojea mentalmente su viejo ejemplar de estudiante, en una alucinación extremadamente precisa. Y buscando el término exacto, la música, el acorde, traduce, sin tinta ni papel, en espera de la muerte.”
       No extraña, entonces, que Borges el memorioso, prisionero en las perennes tinieblas de su ceguera, haya dicho que el libro, ese instrumento sin el cual no puedo imaginar mi vida [… no es menos íntimo que las manos y los ojos; que el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación,  que la literatura es también una forma de la alegría y la lectura una forma de felicidad”, y que toda lectura reescribe el texto”.


Pierre Péju, El librero Vollard. Traducción del francés al español de Cristina Zelich. Narrativa  núm. 156, Puzzle/Tropismos/Ediciones Témpora. Barcelona, junio de 2006. 160 pp.