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miércoles, 4 de abril de 2018

Max Ernst, el hombre pájaro



Los sueños duran lo que dura un bostezo

                                  
I de II
Editado en la serie Los Especiales de A la orilla del viento del Fondo de Cultura Económica, con un tiraje de 5,500 ejemplares, en mayo de 2013 se terminó de imprimir y encuadernar el vistoso libro en cartoné: Max Ernst, el hombre pájaro (31.2 x 22 cm), escrito, ilustrado y maquetado por Daniela Iride Murgia (Italia, 1969), con el que en 2012 ganó el XVI Concurso de Álbum Ilustrado A la Orilla del Viento y en 2013 el Premio CANIEM (Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana) al arte editorial en la categoría “Álbumes ilustrados”. Se trata de un libro dirigido a los pequeños lectores que, como lo indica el título, tributa al artista alemán Max Ernst (1891-1976), cuya obra es parte intrínseca del movimiento surrealista que presidía el francés André Breton (1896-1966), y en cuya serie de femmes enfants, seducidas y conquistadas con sus inveteradas y legendarias dotes de donjuán, descuella la británica Leonora Carrington (1917-2011), quien también es homenajeada en el libro urdido por Daniela Iride Murgia.  
Detalle de la portada de Max Ernst, el hombre pájaro (FCE, 2013)
   Vale subrayar que el preciosismo gráfico se observa a todo lo largo y ancho de las páginas, incluyendo los forros y las guardas; y que las ilustraciones a color, concebidas como si fueran collages e híbridos, amén de parafrasear y tributar la vertiente dadaísta y surrealista de los collages sobre papel de Max Ernst, más su icónico cuadro Leonora en la luz de la mañana (1940) —y semejanzas por el estilo— y su totémico y arquetípico emblema de Loplop, el Pájaro Superior, están muy por encima de la fragmentaria y telegráfica narración que la misma Daniela Iride Murgia traza en breves fragmentos distribuidos a lo largo de las páginas, pese a que el cuento en sí lo narra al unísono con texto e imágenes. 



Leonora en la luz de la mañana (1940), de Max Ernst

Ilustración de Daniela Iride Murgia
    En el libro no se dice ni mu ni pío sobre el origen y el itinerario de la autora ni sobre las identidades y la obra de Max Ernst y Leonora Carrington y por ello se infiere que un adulto entenderá y disfrutará lo tácito e implícito. Pero un niño o una niña, para ahondar en los meollos, necesita el didáctico y somero abecé del adulto. Ahora que si para observar y regocijarse con las ilustraciones el pequeño lector puede prescindir del adulto, más aún en las lúdicas imágenes con su pizca de trampantojos, en la lectura puede que sí necesite del auxilio de un mayor experimentado o del tumbaburros, pues en algunos fragmentos no faltan las palabras “raras” o poco usuales en el habla.

Ilustración de Daniela Iride Murgia
  Se colige que el lector ideal de Max Ernst, el hombre pájaro es un niño o una niña con algo de poeta, de dibujante y pintor, de músico, cantante y bailarín, pues el arquetipo que encarna el personaje del libro es un niño rebelde e iconoclasta, soñador, lector, pintor, curioso, pensativo, imaginativo, creativo, viajero, con fantásticas posibilidades de convertirse en “hombre pájaro” y así conocer, por un corto tiempo, a una fémina que “soñaba con transformarse en caballo”. “Así que Max y Leonora se enamoraron, se desposaron con el viento y vivieron en el epicentro de un sueño raro, en una época afiebrada, simbólica y onírica.” Se narra en un fragmento y en otro: “Pero los sueños duran lo que dura un bostezo y Max comprendió que ni el pegamento más fuerte del mundo podía permitirles prolongar el suyo.”

Leonora Carrington y Max Ernst en Saint-Martin-d'Ardèche (Francia, 1939)
   Efectivamente, además de que Leonora Carrington signa el fin del sueño con su óleo sobre tela Portrait of Max Ernst (1940) y su breve cuento fantástico “The Bird Superior, Max Ernst”, ambos reproducidos en la neoyorquina revista View (marzo-abril, 1942), número “dedicado a Max Ernst, en coordinación con su muestra personal en la galería Valentine donde se exhibían alrededor de treinta de sus cuadros (de 1937-1942)”, su vínculo real fue muy breve y axial, más para ella, pues tenía 20 años y Max 46 cuando en el verano de 1937 se conocieron en Londres en torno a la muestra de él en la Galería Mayor y muy pronto se desató el recíproco y candente amour fou (amor loco). Así, Leonora, que aún estudiaba en la pequeña academia del pintor Amédée Ozenfant (1886-1966) y era hija de un riquísimo magnate (el principal accionista de la Imperial Chemical Industries) y no había escrito ni pintado nada relevante o que a la postre trascendiera, ese año lo siguió a París (“El arte de Londres no me parecía lo suficientemente moderno; yo quería estudiar en París donde los surrealistas estaban a toda vela”, dijo), pese a que Max Enrst aún estaba casado con Marie-Berthe Aurenche (1906-1960). En París vivieron en un departamento de la rue Jacob y Max Enrst la introdujo en el círculo surrealista de André Bretón, de modo que en 1938 participó en dos grandes exposiciones surrealistas, una en París y otra en Ámsterdam. Y en el verano de ese año, debido al agresivo acoso de Marie-Berthe y a cierta asfixia de Max en el mundillo parisino, se trasladaron al pueblo de Saint-Martin-d’Ardèche, cerca de Aviñón, donde vivieron, cultivaron, pintaron y esculpieron hasta que poco después de que el 3 de septiembre de 1939 Francia declaró la guerra a la Alemania nazi y Max Enrst, por ser “ciudadano de un país enemigo”, inició su periplo de entradas y salidas en varios campos de concentración franceses. Fue entonces cuando aún en Ardèche se empezó a suscitar el desequilibrio neurótico y mental de Leonora que induciría a Harold Carrington, su todopoderoso padre transnacional, a internarla, a través de representantes, en el manicomio de Santander, España. Allí estuvo tres meses de 1940, donde la torturaron atada de pies y manos con el cuerpo desnudo y le aplicaron tres dosis de Cardiazol, “una droga que inducía químicamente convulsiones semejantes a los espasmos de la terapia con electrochoques”, apunta e ilustra Susan L. Alberth en el volumen Leonora Carrington. Surrealismo, alquimia y arte (Turner/CONACULTA, 2004). En 1941, en Lisboa, logró huir de la custodia familiar que pretendía enviarla a Sudáfrica y recluirla en un sanatorio. Se refugió en la embajada de México y para protegerse del acoso paterno y facilitar la obtención de la visa, se casó con el poeta y periodista mexicano Renato Leduc (1897-1986), a quien había conocido en París a través del pintor español Pablo Picasso (1881-1973). Por casualidad, allí en Lisboa se reencontró con Max Ernst, quien ya iba rumbo a Nueva York, huyendo de la guerra, bajo la férula y el subsidio de la norteamericana Peggy Guggenheim (1898-1979), riquísima mecenas y coleccionista de arte. De nuevo se reencontraron en Nueva York; fueron amigos y coincidieron en publicaciones, en exposiciones y en círculos intelectuales, en particular en el que oscilaba en torno a Peggy Guggenheim y André Bretón; pero ya no fueron pareja porque ella no quiso, no obstante los paseos y las creativas jornadas que pasaron juntos. De modo que en 1943 Leonora Carrington viajó a México aún casada con Renato Leduc. Año en que en la embajada rusa, en la Ciudad de México, “por entonces abandonada, donde vivió temporalmente junto a otros refugiados surrealistas”, durante cinco días de agosto reescribió sus memorias sobre su estancia en el manicomio de Santander, cuya inédita primera versión en inglés, redactadas en Nueva York por sugerencia de André Bretón, se extraviaron en su viaje a México; pero lo hizo dictándoselas en francés a Jeanne Megnen, esposa de Pierre Mabille, quien las pulió y editó y en 1945 las hizo publicar en París, con el título En Bas, en el número 18 de la Collection l’age d’or, dirigida por Henri Parisot, de las Éditions Revue Fontaine. No obstante, la primera edición apareció en inglés, en Nueva York, traducidas del francés por Victor Llona, en el número 4 de la revista VVV —fundada y dirigida por André Breton— correspondiente a febrero de 1944. Tal librito es las Memorias de abajo, según el título en español fijado por la autora y el traductor Francisco Torres Oliver, publicado en México, en 1992, por Siglo XXI Editores, con el “Epílogo” de Leonora Carrington, “Según fue contado [en Nueva York] a Marina Warner” en “Julio de 1987”.



II de II
Vale puntualizar que tal edición de Siglo XXI de las Memorias de abajo, publicada en México el “29 de octubre de 1992”, con “dos mil ejemplares y sobrantes” y algunas erratas, está precedida por La casa del miedo y La dama oval (más el cuento largo “El pequeño Francis”), que son los dos primeros libritos que originalmente Leonora Carrington publicó en francés, en París, con ilustraciones de Max Ernst. Pero Francisco Torres Oliver no tradujo del francés, sino del inglés, precisamente del libro The house of fear, publicado en Nueva York, en 1988, por E.P. Dutton, cuyos textos “fueron establecidos [en inglés] por la autora, en colaboración con Marina Warner y Paul de Angelis, en 1987”; y pese a que se hicieron “todos los esfuerzos por mantenerlos fieles al espíritu y tono de su primera redacción de 1937-1943”, se añadieron “pequeñas modificaciones por mor de la precisión y la claridad”. El primero, cuyo título en francés es La maison de la peur, fue (y es) una plaquette editada por Henri Parisot, en 1938, en la Collection un Divertissement, con “120 ejemplares” y “sin corregir su ortografía francesa”; contiene un solo cuento: “La casa del miedo”, precedido por el cuentístico prólogo de Max Ernst: “Loplop presenta a la Desposada del Viento”, junto con tres ilustraciones de él y sus correspondiente pies: “Se asemejaba ligeramente a un caballo”, “Observé con sorpresa que el caballo” y “Pero...” Vale contrastar, entre paréntesis, que Pere Gimferrer, en Max Ernst. Escrituras. Con ciento cinco ilustraciones extraídas de la obra del autor (Polígrafa, Barcelona, 1982), tradujo del francés tal prólogo (de un volumen publicado en 1970, en París, por Gallimard) como “Loplop presenta La novia del viento” y el título de la plaquette como La casa del terror. El segundo librito de Leonora Carrington, La dame ovale, fue traducido del inglés al francés por Henri Parisot y publicado en París, en 1939, por Editions G.L.M, con un tiraje de “535 ejemplares”; comprende cinco cuentos: “La dama oval”, “La debutante”, “La orden real”, “El enamorado” y “Tío Sam Carrington”, ilustrados con siete collages de Max Ernst, según se anuncia en la portada (que se puede observar en páginas de la web); no obstante en las sucesivas ediciones en español sólo se reproducen seis. Ya sea la edición de 1965 editada en México por Ediciones Era, con prólogo y traducción de Agustí Bartra; o la de Ediciones Siruela, impresa en Madrid en “octubre de 1995”, con la misma traducción de Francisco Torres Oliver, más un prólogo del filósofo español Fernando Savater (donde revela que Claude Lévi-Strauss estuvo dolorosamente enamorado de Leonora) y una breve y deficiente iconografía en blanco y negro. 
Autorretrato: La posada del caballo del alba (1937-1938)
Óleo sobre tela (65 x 81 cm) de Leonora Carrington
     
Retrato de Max Ernst (1940)
Óleo sobre tela (50 x 26.5 cm) de Leonora Carrington
        Si el legendario e histórico vínculo de Max y Leonora remite a dos de los primeros óleos sobre tela de índole surrealista que hizo ella (rotulados en inglés): su Autorretrato: La posada del caballo del alba (1937-1938) y el Retrato de Max Ernst (1940) en un desolado entorno gélido y glacial, el acervo y la factura dadaísta y surrealista de los collages de Max Ernst subyace, por antonomasia y de un modo translúcido, en las sugestivas y magnéticas ilustraciones creadas por Daniela Iride Murgia —artista e ilustradora italiana residente en Venecia— para su libro Max Ernst, el pájaro superior (FCE, México, 2013).

Ilustración de Daniela Iride Murgia
   Quizá por caprichosa asociación y dado que tales ilustraciones de Daniela semejan collages, inextricablemente vinculadas el esmerado preciosismo del diseño del libro, evocan La tienda de animalhombres del señor Larsen (CIDCLI, Querétaro, 2010) —celebérrimo libro traducido al italiano y publicado en Italia—, con esmerados y lúdicos textos de Daniel Monedero y el diseño y maquetación de Aitana Carrasco, autora de las estampas y viñetas impresas a color, quien hizo los dibujos centrales en blanco y negro, varios como si fueran collages, y por ende evocan los collages de Max Ernst y ciertos cadáveres exquisitos de factura surrealista, hechos en grupo o en solitario con recortes de revistas sobre papel. Curiosamente, un dibujo de Daniela Iride Murgia ilustra una bestezuela voladora que hubiera cazado el señor Larsen para exhibirlo en su itinerante tienda de circo y feria: un espécimen híbrido con piernas de niño (parecidas a las del chiquillo Max Ernst), cuya parte superior es un libro que aletea y vuela a imagen y semejanza de un ave y por ende es una variedad de niño-pájaro y al unísono evoca el dibujo de Aitana Carrasco que ilustra a “El Colibrito de Versos”, cuyo espléndido texto, de Daniel Monedero, canta: 

Detalle de la ilustración de Daniela Iride Murgia donde el chiquillo Max Ernst
observa el híbrido espécimen de niño y lib ro-pájaro
     
El Colibrito de Versos
Ilustración de Aitana Carrasco
      “El Colibrito de Versos es el Animajeto más bello que existe. Vuela con sus versos por el cielo y si uno los lee, vuela con ellos. Hay Colibritos de Luis Cernuda, de Pablo Neruda y del resto de grandes poetas. El Colibrito de Versos tiene un plumaje de colores variados y brillantes, y se alimenta del néctar de las flores y del pegamento de los libros. Gracias a la rápida vibración de sus páginas puede estar suspendido en el aire durante mucho tiempo. De ese modo facilita que pueda uno cogerlo y leer algunos de los versos que contiene. Pero una vez leídas sus páginas, hay que volver a soltarlo para que se vaya volando, pues los versos tienen que ir corriendo de mano en mano, porque son de todos, pero no son de nadie. Yo mismo he sido testigo de cómo varios ejemplares en cautividad han ido marchitándose en sus jaulas: la tinta de sus versos se va secando, sus páginas-alas se olvidan de volar y pierden su maravilloso canto.
    “Los Colibritos de Versos sobrevuelan los tejados de las casas de los poetas, de los enamorados y de los locos. Cuando un poeta mira por su ventana y no ve ninguno, sabe que su inspiración se está acabando y por lo tanto entristece. En cambio, si ve bandadas de Colibritos volando cerca de su balcón, sabe que es una época de gran actividad creativa y su alegría es máxima. Cuanto mejores son los versos, más alto vuelan los Colibritos. En cambio, si son de baja calidad, no pueden alzar el cuerpo ni un centímetro del suelo.”
      Vale decir, también por curiosidad, que en La tienda de animalhombres del señor Larsen (29.8 x 21.6 cm) el dibujo de “El monociclo” (un mono que en vez de piernas tiene una rueda), de la española Aitana Carrasco, evoca los seres fantásticos, que en vez de piernas tienen una rueda, que pueblan varios cuadros y dibujos de la española Remedios Varo, la entrañable amiga de Leonora Carrington durante su exilio en México (hasta su muerte sucedida el 8 de octubre de 1963), quien le dio cobijo en su legendaria casa de la calle Gabino Barreda (que compartía con Benjamin Péret) cuando en 1946 dejó a Renato Leduc para vivir con el fotógrafo húngaro Emerico Chiki Weisz. Uno de esos seres es el Homo Rodans (1959), que es la estructura ósea de un supuesto homúnculo que en lugar de piernas tenía una rueda, construida con “huesos de pollo, pavo y espinas de pescado”, vinculada a su libro de artista: De Homo Rodans (1959), urdido con el auxilio del médico Jan Somolinos (quien en 1965, con el sello de Calli-Nova, prologó un limitado tiraje facsimilar del manuscrito que Remedios Varo redactó a mano con pseudolatinajos y dibujos, reeditado en 1970), donde parodia a un apócrifo científico y explorador alemán que lo descubre y firma: Hälickcio von Fuhrängschmidt. 
Homo Rodans (1959), de Remedios Varo
(Huesos de pollo y pavo y raspas de pescado y alambre)
  Quizá no es casualidad, pero el texto de Daniel Monedero sobre “El monociclo” revela que son oriundos de “las selvas de la Amazonia”, amplia región ubicada en la parte central y septentrional de Suramérica que comprende Venezuela, cuyas selvas, por lo menos una parte, Remedios Varo exploró. Pues separada de Benjamin Péret en 1947 y en amoríos con el piloto francés Jean Nicolle, “catorce años más joven que ella”, “La pintora estuvo en Venezuela desde finales de 1947 a principios de 1949, donde vivió principalmente en Caracas y en el cercano Maracay”. En Maracay, el doctor Rodrigo Varo Uranga, su hermano, era jefe de epidemiología del Ministerio de Salud Pública, “donde dirigía una campaña para controlar las fiebres palúdicas y la peste bubónica”. Y por ello Remedios, además de reencontrarse con su madre y con Jean Nicolle, “obtuvo un empleo que implicaba hacer trabajos técnicos para un estudio epidemiológico del Ministerio de Salud Pública. Como trabajaba en el departamento de control del paludismo, estudió con el microscopio insectos parasitarios portadores de enfermedades y realizó dibujos para uso de los estudiantes.” Apunta Janet A. Kaplan en Viajes inesperados. El arte y la vida de Remedios Varo (FBE/Era, Madrid, 1988), ilustrada biografía traducida del inglés al español por Amalia Martín-Gamero. Pero el caso es que Remedios también hizo “un viaje con Nicolle a los Llanos del Río Orinoco, una región aislada al sur de la zona central de Venezuela, donde él trabajaba con un equipo de científicos organizado por el Instituto Francés de México, en un estudio sobre el potencial agrícola de la región.” Y según resume Walter Gruen, su viudo, en la cronología biográfica de Remedios Varo que se lee en el Catálogo razonado (Era, 3ra. ed. corregida y aumentada, México, 2002), en Venezuela “hace estudios microscópicos de los mosquitos y realiza grandes dibujos de estos insectos para una campaña de salubridad antipalúdica [era una extraordinaria miniaturista]. También realiza muchos cuadros publicitarios para la casa Bayer y los manda a México. La calidad de estos trabajos llama la atención de los periódicos sobre estas obras, que firma con el nombre materno de ‘Uranga’ [el Catálogo razonado reproduce varios a color y en blanco y negro]. Pero su corazón ha quedado en México, adonde quiere regresar. Un intento de buscar oro en el río Orinoco, para pagarse el billete de regreso, no la acerca para nada a ese país soñado. Finalmente consigue el dinero necesario” y en 1949 “Regresa a México donde nuevamente realiza trabajos comerciales.” Postrero y decantado fruto de esa expedición (que evoca la legendaria búsqueda del mítico Dorado navegando en las aguas y en el cenagoso entorno del río Orinoco) es su fantástico y mítico óleo sobre tela: Exploración de las fuentes del río Orinoco (1959), donde la exploradora, a bordo de un fabuloso artilugio de navegación, ha llegado al pie de un bidimensional tronco de un árbol en cuyo interior se observa un largo y secreto pasillo, precedido por una solitaria y redonda mesilla de tres patas con un largo palo de soporte, donde descansa la fuente de la que brotan las aguas: una solitaria copa de vidrio que evoca el místico y arcano Grial, imagen que ilustra la portada de Viajes inesperados. El arte y la vida de Remedios Varo

(FBE/Era, Madrid, 1988)
     Para concluir la azarosa nota, vale leer el juguetón texto de Daniel Monedero sobre “El monociclo”:

 
El monociclo
Ilustración de Aitana Carrasco
“Los Monociclos viven en manada en las selvas de la Amazonia. Se asentaron allí hace cientos de años, cuando el carromato de circo en el que viajaba el primer Monociclo que existió tuvo un accidente y éste rodó hacia el interior de la jungla, donde vivió y se reprodujo. Hoy estos equilibristas de las ramas se cuentan por varios centenares, aunque comienzan a correr un serio peligro. Los cazadores furtivos capturan a muchos de ellos, porque la llanta de su rueda es muy apreciada por los fabricantes de neumáticos de coches de carreras.

      “Es habitual que en el ritual en el que los machos se disputan a una misma hembra se organicen carreras de Monociclos en las copas de los árboles. Evidentemente, el que antes llega es el elegido. Pero son tan olvidadizos, es tanta su falta de memoria, que a veces no recuerdan dónde está la meta y ruedan sin parar hasta que dan una vuelta completa a la tierra, lo que les cuesta exactamente una semana, superando con creces la marca de Phileas Fogg.
       “Existe algún caso excepcional de Monociclos gemelos, y se les conoce por el nombre de Biciclos o Simios. Pero hasta el momento no han conseguido ser fotografiados ni capturados... ¡que yo sepa, claro!”


Daniela Iride Murgia, Max Ernst, el hombre pájaro. Ilustraciones a color. Colección Los especiales de A la orilla del viento, FCE. México, 2013. S/n de p.


jueves, 21 de septiembre de 2017

Los hombres que dispersó la danza

Los mil y un senos y otras inagotables fuentes


                                               7 y 19 de septiembre de 2017
                                                                                        In memoriam 

I de III
Nacido en el pueblito oaxaqueño de Ixhuatán (Lugar junto a las hojas) el 30 de noviembre de 1906 y fallecido en la Ciudad de México, a los 101 años, el 10 de enero de 2008, el escritor Andrés Henestrosa es el autor de la letra del popular son istmeño “La Martiniana”. Susana Harp lo interpreta en su disco Xquenda (1997); los Hermanos Ríos en el misceláneo disco La tortuga (1998) y Lila Downs en su disco Border/La línea (2001). Pero Andrés Henestrosa también es el autor del legendario librito Los hombres que dispersó la danza. Su primera edición data de 1929 y fue financiada por Antonieta Rivas Mercado, la célebre mecenas que incidió en la organización del patronato de la primera orquesta sinfónica que tuvo el país mexicano, quien auspició la revista Ulises (1927-1928), el Teatro de Ulises (en una casa de su propiedad), y los libros Novela como nube (1928) de Gilberto Owen y Dama de corazones (1928) de Xavier Villaurrutia; y cuya vertiginosa vida y suicidio en la antigua Catedral de Notre-Dame, en París (el miércoles 11 de febrero de 1931, casi a sus 31 años, se dio allí un balazo con el revólver de José Vasconcelos, pero “falleció en el Hôtel-Dieu, un hospital de caridad cercano a la Catedral”), no dejan de conmover e interesar, como bien lo implican, por ejemplo, el acopio y edición de sus incompletas Obras completas que Luis Mario Schneider amplió y reeditó en 1987 en Lecturas mexicanas (segunda serie editada por la SEP); la breve semblanza sobre ella que Andrés Henestrosa firmó en “Ciudad de México, sábado 28 de febrero de 1981” (magramente reeditada en 1999 por Miguel Ángel Porrúa); la fallida Antonieta (1982), película dirigida por el español Carlos Saura (rodada bajo los nepotistas oficios de Margarita López Portillo, entonces directora de RTC); el libreto teatral El destierro (1981) de Juan Tovar; Fragua y gesta del teatro experimental en México (UNAM/Ediciones del Equilibrista, 1995), en cuya primera parte Schneider hace una crónica del Teatro de Ulises; A la sombra del Ángel (Nueva Imagen, 1995), voluminosa novela biográfica de la norteamericana (nacida en Cuba) Kathryn S. Blair, esposa de Donald Blair Rivas, el único hijo que tuvo la fugaz Antonieta Rivas Mercado con su fugaz y borroso esposo Albert Blair; Antonieta (FCE, 1991), biografía escrita por la crítica y narradora Fabienne Bradu, quien en Correspondencia (UV, 2005) revisó y anotó un conjunto de cartas de Antonieta que van de 1927 a 1931, junto con las páginas de su postrero Diario de Burdeos; del cual, en 2014, Siglo XXI y la UAEM publicaron una edición facsimilar junto a una transcripción crítica del mismo, con “Fijación del texto y notas de Cynthia Araceli Ramírez Peñaloza y Francisco Beltrán Cabrera”, precedida por varios prólogos e ilustrada con una rica iconografía en blanco y negro impresa con baja resolución.
José Vasconcelos y Antonieta Rivas Mercado
         En 1979, con un prefacio de Luis Cardoza y Aragón, se publicó una edición conmemorativa de los 50 años de Los hombres que dispersó la danza. En 1985 la UNAM hizo una reedición. En 1992 fue el principal título del volumen Los hombres que dispersó la danza y algunos recuerdos, andanzas y divagaciones, tomo de Andrés Henestrosa, reunido por Alí Chumacero y editado por el FCE en la serie letras mexicanas (reimpreso en 2006). Y en 1995 apareció una edición comentada por el propio Andrés Henestrosa, bilingüe y visual, que al unísono celebra al autor y a su libro, cuyo prólogo, edición y cuidado (con ciertos descuidos) se deben a Carla Zarebska. 

(Sacbé, 1995)
Detalle de la portada
        Detrás de la factura y edición de tal volumen hay un grupo de galerías, personas e instituciones. Roberto Tejeda tradujo a la lengua inglesa (cada página incluye las dos versiones: español e inglés). Antonieta Cruz redactó la ficha biográfica de Andrés Henestrosa y la del pintor Francisco Toledo, pero faltó la ficha biográfica de la fotógrafa Graciela Iturbide. Aunado al buen tamaño (31 x 23 cm), a la buena calidad de los papeles y a la aceptable reproducción de las imágenes (que en varios casos no es del todo óptima), el diseño gráfico de Ricardo Salas permite que éstas puedan apreciarse.

Andrés Henestrosa en 1995
Foto: Graciela Iturbide
        En primera instancia destaca la profusa reproducción a color de la obra de Francisco Toledo, visible desde las cubiertas, cuya totalidad exhibe un detalle de Mujer con avispas (técnica mixta sobre papel, 1977), la cual se observa completa en la página 77.

Mujer con avispas (técnica mixta sobre papel, 1977)
Francisco Toledo
         Los animales, insectos y bestezuelas antropomórficas que habitan las imágenes de Toledo se vinculan al hecho de que nació en Juchitán el 7 de julio de 1940, donde vivió de niño; y a los 13 años, dice Zarebska, se fue a vivir a Oaxaca. Es decir, devienen de la flora y fauna que rodeó su infancia y adolescencia; pero también de la que pueblan ciertas fábulas, cuentos populares, leyendas y mitos de tales latitudes, que también son las fuentes (sobre todo de Juchitán) que alimentaron los textos de Los hombres que dispersó la danza

(CONACULTA, 1998)
Ilustraciones de Francisco Toledo
         Al unísono, la obra de Francisco Toledo implica su papel de ilustrador de libros, narraciones y fábulas, como son, por ejemplo, las estampas que ilustran el relato Conejo y coyote (c. 1979), de las cuales el libro ofrece, en páginas completas y en color, varias reproducciones de las obras originales que él hizo con gouache, acuarela, tinta, pluma y lápiz sobre papel (propiedad de la Galería Arvil de la Ciudad de México, que debería publicar una edición facsimilar); láminas (con recuadros de historieta) que también se pueden apreciar (o más o menos apreciar) en la pequeña edición infantil del Cuento del Conejo y el Coyote que en 1998 hizo la Dirección General de Publicaciones del CONACULTA, con texto en zapoteco y en castellano adaptado por Gloria de la Cruz y Víctor de la Cruz; y en la homónima versión (también en zapoteco y español) escrita por la poeta Natalia Toledo (hija del pintor, quien de niña oyó en Juchitán el relato de tradición oral narrado por su padre), publicada en 2008 por el FCE en las colecciones Tezontle y Clásicos.

     
Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (1999)
Foto: Francisco Toledo
        Pero también Francisco Toledo —fundador del Pro-Oax (Patronato pro Defensa y Conservación del Patrimonio Cultural y Natural de Oaxaca)— ha sido un singular mecenas que impulsó, por ejemplo, la creación de la Casa de la Cultura de Juchitán, del Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, en Oaxaca, y del IAGO (Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca); y un célebre editor en cuyo haber se cuentan títulos como la publicación facsimilar (impresa en 1987 por Ediciones Toledo) de la edición que Nicolás León hizo en 1886 del libro Arte del idioma zapoteco (1578), de Fray Juan de Córdova; la edición facsimilar del Álbum de animales mexicanos (1991), con ilustraciones en color de Gabriel Fernández Ledesma, originalmente impreso en 1944 por la SEP con un formato de cuaderno escolar y papel reciclado, circunstancia “impuesta por la guerra” en Europa; y la revista El Alcaraván (impresa a través del IAGO), cuyo número 15 (octubre-diciembre de 1993) incidió en la confección del prólogo de Carla Zarebska.

Francisco Toledo con un perro xoloizcuintle
Foto: Graciela Iturbide
          Y desde luego, el legendario libro de la fotógrafa Graciela Iturbide tirado en 1989 por Ediciones Toledo: Juchitán de las mujeres, con prólogo de Elena Poniatowska; en cuya portada se observa a la Señora de las iguanas (1979), la imagen más famosa de la serie, luego rebautizada Nuestra Señora de las iguanas, lo cual la reviste de una impronta o cualidad sagrada o de culto milagroso. Imagen de la que Gabriela Iturbide dice en una entrevista de Claudi Carreras, reunida en Conversaciones con fotógrafos mexicanos (Gustavo Gili, 2007): “[...] En el mundo de los latinos que viven en Estados Unidos, esta última [Nuestra Señora de las iguanas] llegó a convertirse en icono. Se puede encontrar en altares, en tarjetas postales, en carteles. En Juchitán, donde la tomé (por cierto, acaba de morir la mujer que posó con las iguanas), cuando la Casa de la Cultura celebró su décimo aniversario, se mandó a imprimir esa foto en carteles grandes que luego fueron pegados a los muros de casi cada casa de la ciudad. Es una foto de la que se han hecho muchos carteles y reproducciones, y también ha viajado a muchos lugares del mundo. En Juchitán, alguien la apodó ‘La Medusa Juchiteca’ [...] Nuestra Señora de las iguanas es y no es una puesta en escena. Estaba yo en el mercado de Juchitán y de pronto vi llegar a esa mujer que llevaba iguanas sobre su cabeza. Ella venía llegando a su puesto en el mercado, donde vendería las iguanas para ser guisadas. Eso es muy común en Juchitán. La imagen me asombró tanto que en ese mismo instante le pedí que me permitiera tomarle una foto. A ella le causó mucha gracia el asunto y, muerta de risa, volvió a colocar sobre su cabeza el manojo de iguanas que ya había depositado sobre una mesa. Hice varias tomas porque no todas resultaron como yo quería. En Austin, Texas, está a punto de ser publicado un libro sobre mi fotografía y en él se va a incluir la hoja de contactos de esa serie. Al principio, todas las iguanas están como caídas y ella está muerta de risa. Entre todas, solamente hay una foto en la que todas las iguanas quedaron paraditas y en la que la mujer también sale bien. La toma fue hecha frente a su propio puesto en el mercado, sin buscar un lugar quizás más apropiado. Todo fue bastante apresurado. Por eso mismo te digo que es y no es una puesta en escena.”

       
Señora de las iguanas (Mercado de Juchitán, 1979)
Foto: Graciela Iturbide
        Según reporta Olivier Debroise en Fuga mexicana. Un recorrido por la fotografía en México (CONACULTA, 1994): “Juchitán de las mujeres es el resultado de diez años de trabajo, de innumerables viajes a Tehuantepec, de largos periodos de convivencia con la población del Istmo producto de un intento de comprensión, de la simpatía y amistad con los fotografiados. Graciela Iturbide no sólo estuvo en Juchitán, sino que vivió ahí. En el sentido más amplio: estar y ser, amar y odiar, penetrarse y ser penetrado por el lugar y sus habitantes.” Década: 1979-1989, datada en la portada de la edición de Juchitán de las mujeres que la Editorial RM hizo en 2010.

De tal legendaria y célebre serie, que no deja de vincularse con el hecho de que la primera muestra individual de Gabriela Iturbide se efectuó, en 1980, en la Casa de la Cultura de Juchitán, la presente edición de Los hombres que dispersó la danza reproduce varias fotos. 
Lagarto (Juchitán, 1986)
Foto: Graciela Iturbide
      Pero además hay tres curiosos retratos tomados por Graciela Iturbide. En uno, de 1995, se ve a Andrés Henestrosa, quien posó al pie de una escalera. En otro, de 1986, se observa a Na Lupe Pan (foto incluida en Juchitán de las mujeres), quien podría pasar por una juchiteca anónima entrada en años (con sus largas trenzas, su larga falda y su huipil tradicional), pero según Carla Zarebska era una tía de Francisco Toledo, ya fallecida, “llamada así en zapoteco porque dedicó toda su vida a hacer pan y venderlo”. 

Na Lupe Pan (Juchitán, 1986)
Foto: Graciela Iturbide
 
        Y en el tercer retrato, sin fecha, se ve a un sonriente Francisco Toledo, quien en una especie de lúdica parodia de malabarista callejero o doméstico, hace que un perro xoloizcuintle guarde equilibrio en su mano izquierda. Esta foto contrasta con la reproducción de un Autorretrato (técnica mixta sobre masonite, 1975) del propio pintor, en el que éste sostiene un perro de esa raza mexicana de origen precolombino. 

Autorretrato (técnica mixta sobre masonite, 1975)
Francisco Toledo
       Pero la parte iconográfica del libro también incluye otras imágenes; es el caso del Retrato de Alfa Ríos (óleo sobre tela, 1948), de Miguel Prieto, mujer juchiteca que era esposa de Andrés Henestrosa; el de varios dibujos a tinta sobre papel del prolífico y talentoso Miguel Covarrubias, tomados de su libro publicado en inglés México Sur. El Istmo de Tehuantepec (1947), quien bautizó como Rosa Rolando a su mujer Rose Cowan Ruelas. 

Retrato de Alfa Ríos de Henestrosa (óleo sobre tela, 1948)
Miguel Prieto
     
Alfa Ríos de Henestrosa
       Y entre otras imágenes, descuella la reproducción de un Retrato de Andrés Henestrosa (óleo sobre tela y masonite, 1924) pintado por Manuel Rodríguez Lozano —destinatario de un buen número de cartas de Antonieta Rivas Mercado, lo cual se hace patente en el libro: 87 cartas de amor y otros papeles. Correspondencia y escritos ordenados y revisados por Isaac Rojas Rosillo (UV, 1984); Retrato que, se dice, fue reproducido en la primera edición de Los hombres que dispersó la danza, junto con dos dibujos del mismo artista, quien además, no obstante su homosexualidad, fue el fugaz y controvertido marido de Nahui Olin (Carmen Mondragón), una de las mujeres más bellas y llamativas de los años veinte, modelo de Diego Rivera, de Edward Weston, del Dr. Atl (Gerardo Murillo) —quien la bautizó como Nahui Olin—, y de otros artistas y fotógrafos, cuyo legendario itinerario está bosquejado en Nahui Olin. La mujer del sol (Diana, 1993), libro con iconografía y ensayo biográfico de Adriana Malvido, y en Nahui Olin. Una mujer de los tiempos modernos, el vistoso libro-catálogo de la exposición montada en el Museo Estudio Diego Rivera, en San Ángel Inn, en la Ciudad de México, del 8 de diciembre de 1992 al 30 de marzo de 1993. 

Retrato de Andrés Henestrosa (óleo sobre tela y masonite, 1924)
Manuel Rodríguez Lozano



II de III
Dice Andrés Henestrosa que su “pequeño libro”, Los hombres que dispersó la danza (1929), “no fue escrito con intención erudita, sino meramente literaria”. De ahí que pudo no ser fiel a sus fuentes orales; que haya retocado y añadido de su cosecha a las versiones oídas en su infancia y adolescencia; incluso al reproducir el sonido y la articulación prosódica y semántica de ciertas palabras del zapoteco, cuyos intríngulis (y variantes dialectales) sólo los conocedores de esa lengua indígena y ancestral podrían discutir y disentir con el Andrés Henestrosa que, según el volumen, “fue hasta los quince años que aprendió la lengua castellana”. En ese sentido, con su chispa erótica le dijo a Carla Zarebska: “recibí el idioma zapoteco del seno derecho de mi madre, y del seno izquierdo el huave. Los demás idiomas de otros senos...”
(Miguel Ángel Porrúa, 3a ed., 2015)
En la portada: doña Martina Henestrosa Pineda,
madre del escritor Andrés Henestrosa.
        La escritura (y reescritura) de los fragmentarios y breves textos que conforman Los hombres que dispersó la danza deja entrever su origen popular, mítico y fabuloso. Buena parte se remontan a las fronteras del supuesto principio de los tiempos o al tiempo de los mitológicos primeros días de la creación. Y más que raíces precortesianas, translucen elementos del mestizaje engendrado con la conquista española, como son las abundantes alusiones al catolicismo, a la presencia de los Santos de esa religión, a Dios, a pasajes y personajes bíblicos. De ahí que en la “Confusión” el joven Henestrosa haya escrito: “Las fábulas indígenas, misteriosas y sutiles, se maridaron con los apólogos y los enxiemplos castellanos y fue como si el río de la imaginación ibérica se vaciara en el río de la imaginación zapoteca. Y mezcladas sus aguas, sus arenas y sus astros, no se puede ahora separarlas, y también porque tienen curso subterráneo. Las flores, los animales, los hombres, las aves, todos aprendieron español. Y al séptimo día de la llegada de los misioneros el indio complicó con el aprendizaje del nuevo idioma, sus ritos, su tradición, su mitología.”

Conejos (Mercado de Juchitán, 1986)
Foto: Graciela Iturbide
         En este sentido, Los hombres que dispersó la danza son los zapotecas cuya diáspora se suscitó al oír “la noticia de la llegada de los españoles”. Unos, “antes que la dominación, prefirieron morir”; “otros caminaron en distintas direcciones llevándose la tradición, la material y la impalpable”. Pero hubo quienes “se echaron de cabeza a las aguas religiosas del río Atoyac y de Tehuantepec; y los ríos ondularon con ellos hasta convertir en peces o en trastos a algunos; y otros se mantuvieron hombres y en el fondo de las aguas habitan hasta hoy...”. No obstante, no todos “se dispersaron, sino que hubo quienes se sujetaron al conquistador y edificaron la iglesia de Juchitán”. La parroquia y el pueblo que, según el texto “Fundación de Juchitán”, bajo mandato de Dios, lo gestó San Vicente Ferrer con los hombres que andaban dispersos.  

La iglesia de Juchitán antes del temblor del 7 de septiembre de 2017
     
La iglesia de Juchitán después del temblor del 7 de septiembre de 2017
       Pese a algunas erratas, la edición de Carla Zarebska muestra un gran aprecio por Los hombres que dispersó la danza, por la obra gráfica, pictórica, y fotográfica, y por las fuentes librescas y orales con que urdió su prólogo. En éste, sin duda, aporta anécdotas interesantes. Es el caso de las primeras andanzas en la Ciudad de México del ágrafo y adolescente indito Andrés Henestrosa (emigró de Juchitán a los 16 años, de huaraches y en burro). O el período vivido en casa de Antonieta Rivas Mercado: “desde fines de 1927 hasta principios del 29”, donde ella le leía libros que despertaron en él el deseo de escribir un compendio sobre las leyendas y mitos que había oído de niño en Juchitán. De ese seminal periodo se reproduce una poco legible fotografía en la que figuran: el Che Estrada Menocal (corredor de autos), Amelia Rivas Mercado, Manuel Rodríguez Lozano, Antonieta y su hijo Donald Blair Rivas, Julio Castellanos, Xavier Villaurrutia y Andrés Henestrosa.

El Che Estrada Menocal, Amelia Rivas Mercado, Manuel Rodríguez Lozano, Antonieta Rivas Mercado,
Xavier Villaurrutia, Andrés Henestrosa, Julio Castellanos (sentado) y el niño Donald Blair Rivas (c. 1927).
       Así, puesto que el joven Henestrosa aún no aprendía del todo el habla y la escritura del español, Antonieta le propuso que él le dictara las historias de lo que luego fue Los hombres que dispersó la danza; librito que le entregaron el día que cumplió 23 años; o sea: el 30 de noviembre de 1929. La edición, pagada por la filántropa Antonieta Rivas Mercado, fue “de 200 ejemplares que se vendieron a peso”. A la hora de imprimir, reza la leyenda, se extravió un prólogo de Julio Torri que nunca se recuperó. También se perdieron cuentos que luego reescribió Henestrosa y que fueron incluidos en la presente edición; tales son: “La sirena del mar”, “La flor del higo”, “La cigarra y La iguana”, “La milpa salva a Jesús”, “La langosta”, y “Los árboles y la sequía”.


III de III
No obstante lo dicho, en el prólogo que Carla Zarebska pergeñó para Los hombres que dispersó la danza hay algunos puntos que quizá no compartan ciertos lectores. Uno es la desmedida admiración que la editora y ensayista expresa por Andrés Henestrosa y Francisco Toledo, lo cual matiza y trasmina su visión de las obras y de las personalidades del escritor y del artista, al grado de situarlos (falazmente) a un mismo nivel: “ambos han trascendido la frontera de Oaxaca y de México con sus obras, Henestrosa en literatura y periodismo y Toledo en la plástica”. Asimismo, magnifica retóricamente la herencia zapoteca de ambos y las virtudes y cualidades de las mujeres nacidas en Juchitán; lo cual trae a colación las palabras de Henestrosa, quien las mira con ojo poético y chispa erótica: “caminan en verso, en sílabas contadas”.
Mujeres de Juchitán (1929)
Foto: Tina Modotti
          Aunado a ello un rasgo controversial es el hecho de que su prefacio adolece de una visión turística, light y aséptica sobre la geografía oaxaqueña, su pasado precolombino, y los vestigios étnicos y arquitectónicos relativos a 1995. En tal contexto cita a autores europeos atraídos por el dizque temple de Oaxaca: “apacible y muy sano”; entre ellos a Italo Calvino, quien es citado por el cuento homónimo incluido en su libro Bajo el sol jaguar (Tusquets, 1989), “en el que explora el sentido del gusto paladeando la comida oaxaqueña”. E incluso menciona las jipitecas y legendarias “figuras de la contracultura de los sesentas y setentas”, atraídas por los “hongos alucinógenos guiados por la intuición de María Sabina en la sierra Mixteca”. Mixtificadas así las cosas (de todo un poco, como en botica de minúsculo pueblo decimonónico), no asombra una “seria” alusión a la supuesta existencia del Dorado en tierras oaxaqueñas que se remite al aciago 1521 (año de la caída de Tenochtitlán): “antes de su saqueo, hubo parajes abundantísimos en oro”.

Por si fuera poco, descuellan minucias no muy precisas. Según Carla Zarebska, en febrero de 1923, Henestrosa, “en la capital, se dirigió al entonces rector de la Universidad Nacional, José Vasconcelos”, para reclamarle su apoyo. Pero en esa fecha José Vasconcelos (como ella misma lo acota en un pie de página) ya no era rector. Lo fue, según se lee entre la danza de las fechas, “del 9 de junio de 1920 al 12 de octubre de 1921”; y entre el “1 de octubre de 1921” y el “27 de julio de 1924” dirigió la SEP (Secretaría de Educación Pública).
Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos y Diego Rivera
durante una ceremonia en Chapultepec (c. 1921)
       Dice Carla Zarebska que José Vasconcelos fue quien llevó por primera vez a Diego Rivera al Istmo de Tehuantepec y que su impresión “dio como resultado uno de sus óleos más importantes y conocidos: Baile de Tehuantepec”. Pero según ciertos historiadores y memoriosos, el viaje que Rivera hizo con la comitiva que acompañó a Vasconcelos en diciembre de 1921 (apenas a mediados de ese año había regresado de Europa y de su período cubista), básicamente fue a Campeche y a Yucatán, donde conoció a Felipe Carrillo Puerto, notable por el sentido social, educativo y socialista de su gobierno confrontado a la oligarquía terrateniente.

Baile de Tehuantepec (óleo sobre tela, 1928)
Diego Rivera
       
Alfa y Beta Ríos, Rosa Rolando (Rose Cowan Ruelas), Diego Rivera, Miguel Covarrubias,
un perro xoloitzcuitle, Nickolas Muray y Frida Kahlo (San Ángel Inn, c. 1940).
      Y aunque en El renacimiento del muralismo mexicano 1920-1925 (Domés, 1985) —libro originalmente impreso en inglés en 1963—, Jean Charlot diga que en La Creación (1921-1923) —el mural que Diego Rivera pintó a la encáustica en el Anfiteatro Simón Bolívar de San Ildefonso y con el que propiamente se encarrila el inicio de tal movimiento pictórico—, dizque hay “una vista audazmente pintada de la flora y la fauna de la selva de Tehuantepec”, y pese a que Baile de Tehuantepec (óleo sobre tela) data de 1928 y a que se reproduce en la presente edición de Los hombres que dispersó la danza —lo cual contrasta con una foto (c. 1940) en la que se ve a Diego Rivera, a Miguel Covarrubias y a Nickolas Muray rodeados de cuatro féminas ataviadas de tehuanas: Alfa y Beta Ríos, Rosa Rolando (Rose Cowan Ruelas) y Frida Kahlo—, la impresión del muralista sobre el Istmo de Tehuantepec y sus singulares mujeres está plasmada en forma más significativa, axial y exuberante en varios tableros (y en una sobrepuerta) del Patio de las fiestas (incluso uno de ellos se llama La Sandunga, el baile de Tehuantepec por antonomasia), donde Diego Rivera pintó entre 1923 y 1924, y que son parte de los murales de la SEP realizados por él al fresco, entre 1923 y 1928, en los tres niveles de edificio inaugurado por el presidente Álvaro Obregón el 9 de julio de 1922.

La Creación (1921-1923)
Mural a la encáustica de Diego Rivera
Anfiteatro Simón Bolívar de San Ildefonso
Centro Histórico de la Ciudad de México 
       Al aludir el legendario viaje que el francés Henri Cartier-Bresson hizo a Juchitán en 1934, en el que Henestrosa, según el libro, figuró de guía, Zarebska dice, nada menos, que “fue el primer fotógrafo internacional en retratar a las juchitecas”. Tal aseveración tampoco es muy precisa. 

Juchiteca (1929)
Foto: Tina Modotti
       Nacido el 22 de agosto de 1908, Henri Cartier-Bresson, en 1934 era un joven de 25 y 26 años. Y sin bien, como reporta Raquel Tibol en Episodios fotográficos (Proceso, 1989), “comenzó a tomar fotografías sistemáticamente en 1931, pero hizo tomas desde mediados de los años 20”, en 1934 no era el gran fotógrafo internacional. En 1932, después de una aventura de un año en Costa de Marfil (donde hizo sus primeras fotos propiamente dichas), efectuó su primera exhibición individual en la Galería Julien Levy de Nueva York, además de que en tal año se publicó, en la parisina revista Vu, su primer fotorreportaje. Es decir, aún estaba en ciernes su intensa actividad fotográfica por todo el orbe y su consecutiva fama por todos los recovecos de la aldea global, y aún faltaba para que redactara la preceptiva del “instante decisivo”, misma que se puede leer en su misceláneo libro de artículos y textos: Fotografiar al natural (Gustavo Gili, 2003), en cuya portada se observa una pequeña y no muy clara reproducción de la arquetípica y célebre imagen del “instante decisivo”: Detrás de la estación de Saint-Lazare (París, 1932); y atisbar su trabajo en algún volumen, como puede ser el voluminoso Henri Cartier-Bresson. ¿De quién se trata? (Fundación Henri Cartier-Bresson/Lunwerg Editores, 2003), que es un bosquejo de su amplia obra: “Fotografías, películas, dibujos, libros y publicaciones”, donde no falta la foto tomada en la Ciudad de México y en Juchitán.

Juchitán (1934)
Foto: Henri Cartier-Bresson
       Si la leyenda no miente, en 1934, Manuel Álvarez Bravo, de 32 años, también estuvo en el Istmo, donde rodó el filme Tehuantepec, al parecer bajo la impronta de Paul Strand, quien entre 1933 y 1934, en el puerto de Alvarado, Veracruz, fue el camarógrafo de la película Redes (1936), célebre, también, por la música de Silvestre Revueltas; cuya legendaria controversia en torno al lento rodaje y complicada producción se lee en Paul Strand en México (Fundación Televisa/La Fábrica Editorial, 2010); volumen documental y colectivo que, además del acervo iconográfico de Paul Strand, incluye un DVD con la película restaurada, en 2009, por la World Cinema Foundation at Cineteca di Bologna.

DVD de la película Redes (1936)
       En la “Cronología” de Manuel Álvarez Bravo (MOMA/La vaca independiente, 1997), el catálogo en español de la retrospectiva curada por Susan Kismaric para el Museo de Arte Moderno de Nueva York, se afirma que en 1934 Manuel Álvarez Bravo “produce su primer y único largometraje, Tehuantepec, concentrándose en la región matriarcal del sur de México. Mientras trabaja en este proyecto crea una de sus imágenes más importantes, Trabajador en huelga asesinado”, y “conoce a Cartier-Bresson”.

Obrero en huelga asesinado (Oaxaca, 1934)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
       Pero para supuestamente realizar ese “largometraje” de sonoro título, Manuel Álvarez Bravo, quien conoció y retrató al cineasta ruso Serguei Eisenstein (e incluso retrató a Isabel Villaseñor, protagonista de Maguey), no pudo pasar por alto las imágenes (o el concepto) de lo que iba a ser la monumental ¡Que viva México!, que éste, justo con su asistente Gregori Alexandrov y el fotógrafo Eduard Tissé, rodaron, entre 1931 y 1932, en locaciones naturales del territorio mexicano, entre ellas las del Istmo de Tehuantepec; pero la filmación fue forzosamente interrumpida y las cintas confiscadas por Upton Sinclair y enlatadas en Hollywood.  

 
Serguei Eisenstein (c. 1931-2)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
     
Retrato de Isabel Villaseñor (s/f)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
       Como curioso runrún cabe apuntar que hay quienes dicen que Manuel Álvarez Bravo “trabajó como camarógrafo en el film ¡Que viva México!” Por lo menos tal cosa se afirma en Revelaciones (1990), catálogo de la muestra de imágenes de Manuel Álvarez Bravo organizada por The Museum of Photographic, en San Diego, y The Univsersity of New Mexico Press, en Albuquerque, la cual, entre 1990 y 1994, visitó doce ciudades norteamericanas y Vancouver, Canadá; cuya portada fue ilustrada con Retrato de lo eterno (1935), cuya modelo es Isabel Villaseñor, grabadora y mujer del pintor Gabriel Fernández Ledezma, también fotografiada por Eduard Tissé y Lola Álvarez Bravo. 
   
Retrato de lo eterno (1935)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
     
Isabel Villaseñor durante el rodaje de
¡Que viva México!
Foto: Eduard Tissé
     
El ensueño (1941)
Foto: Lola Álvarez Bravo
      No obstante, pese a que Serguei Eisenstein estuvo detrás de la planeación del rodaje y de la dirección de la cámara cinematográfica, a él y a Tissé —si prejuiciosa o machistamente se omite o menosprecia a Tina Modotti—, quizá y por retórico y mentiroso capricho antológico se les podría colgar en el cogote la rimbombante etiqueta de “primeros fotógrafos internacionales del siglo XX que retrataron a las juchitecas”.
 
Mujeres de Juchitán (1929)
Foto: Tina Modotti
       Si en la versión semidocumental de ¡Que viva México! que en 1979, en Moscú, editaron Gregori Alexandrov y Esfir Tobak predomina una mirada turística, mitificadora, idílica y folcloroide del entorno natural (casi selvático) y de la vida cotidiana en el Istmo de Tehuantepec (esto se observa en el primer episodio: La Sandunga), sus acentos trágicos sobre el territorio mexicano aún bajo la dictadura de Porfirio Díaz (esto se plantea en el episodio Maguey) están en consonancia con un fragmento de Serguei Eisenstein que se lee en el tomo uno de sus azarosas y fragmentarias memorias (las empezó a escribir el primero de mayo de 1946 y murió en Moscú el 11 de febrero de 1948): Yo. Memorias inmorales (Siglo XXI, 1988), donde habla del crónico “mal mexicano”, aún presente, trágicamente alcanzado por el temblor del jueves 11 de septiembre de 2017 que destrozó Juchitán: 

Dos tehuanas (1929)
Foto: Tina Modotti
        “Algo del jardín del Edén queda frente a los ojos cerrados de quienes han visto, alguna vez, las ilimitadas extensiones mexicanas. Y tenazmente te persigue la idea de que el Edén no estuvo en algún lugar entre el Tigris y el Éufrates, sino por supuesto, aquí, ¡en algún lugar entre el Golfo de México y Tehuantepec!

“Esto no lo pueden impedir ni la mugre de las ollas con comida que lamen los perros sarnosos que pululan alrededor, ni el soborno generalizado, ni la desesperante injusticia social, ni el desenfreno de la arbitrariedad policial, ni el atraso secular junto a las más avanzadas formas de la explotación social.”
Tina Modotti en la reconstrucción del asesinato del
líder cubano Julio Antonio Mella
        Y ya encarrerado el gato con las “citas citables”, vale recordar que la fotógrafa comunista-estalinista Tina Modotti, en 1929, tras el sonoro asesinato del líder cubano Julio Antonio Mella (fue baleado la noche del 10 de enero de ese año), de las sucias y amarillistas imputaciones periodísticas y policíacas que la incriminaron, y de la consecuente controversia judicial, viajó por el Istmo de Tehuantepec y fotografió a las tehuanas de Juchitán y de otros pueblos del entorno. Ese año, además, sin decirle el nombre del fotógrafo, le había enviado a Edward Weston varias fotos del joven Manuel Álvarez Bravo, cuya calidad le impresionó y por ende lo registró en una página de sus Diarios que cita Mildred Constantine en Tina Modotti. Una vida frágil (FCE, 2ª ed., 1993) y en una misiva que le envió a Manuel.

Mujer de Juchitán (1929)
Foto: Tina Modotti
        A fines de febrero de 1930, cuando Tina Modotti fue expulsada de México (hubo una cacería de comunistas tras el atentado del 5 de febrero que intentó asesinar al presidente Pascual Ortiz Rubio), Manuel Álvarez Bravo, además de quedarse con una cámara de ella, ocupó el puesto de fotógrafo que ésta realizaba (por encargos) para Mexican Folkways, la revista en inglés que en México dirigía Frances Toor. En 1931, Manuel ganó el concurso de La Tolteca (célebre por la homónima foto). Ese año, además, un tal Kaufman donó varias de sus fotos al Museo de Arte Moderno de Nueva York, según dijo el propio fotógrafo en una entrevista que Paul Hill y Thomas Cooper le hicieron en 1976 para Camera, revista europea, la cual se puede leer en el libro Diálogo con la fotografía (Gustavo Gili, 1980), donde, entre otros, también hablan Henri Cartier-Bresson y Paul Strand.

La primera individual de Manuel Álvarez Bravo se vio, en 1932, en la Galería Posada; pero en 1928 había participado en su primera colectiva: el Salón Mexicano de Fotografía, montado en lo que ahora es el Palacio de Bellas Artes. Allí, en 1933, en la Sala de Arte, observó las fotos que Paul Strand mostró en una individual. Y dos años después, en 1935, durante el mes de marzo, fue el sitio donde el joven fotógrafo Manuel Álvarez Bravo exhibió sus fotos junto a las del joven fotógrafo Henri Cartier-Bresson, las mismas que un mes después serían exhibidas en la Galería Julien Levy de Nueva York, signando así la paulatina proyección internacional de ambos.
Detrás de la estación de Saint-Lazre (París, 1932)
Foto: Henri Cartier-Bresson



Andrés Henestrosa, Los hombres que dispersó la danza. Edición y prólogo de Carla Zarebska. Textos en español e inglés. Iconografía en color y en blanco y negro de Francisco Toledo, Graciela Iturbide y otros. Grupo Serla/Litografía Turmex/Promotora Cultural Sacbé. México, 1995. 140 pp.