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miércoles, 2 de octubre de 2019

La obligación de asesinar


Detrás de cada gran fortuna hay un crimen

Nacido en San Luis Potosí el 17 de junio de 1900 y fallecido en la Ciudad de México el 20 de diciembre de 1972, Antonio Helú, guionista y director de cine, es un nombre que recuerdan los sobrevivientes de la vieja guardia de autores y lectores del género negro y policial asentados en México. “En 1946 formó, junto con Enrique F. Gual y Rafael Bernal, el primer club del género policíaco en México, llamado Club de la Calle Morgue (En memoria de Poe. Tiempo. Vol. X, núm. 235, 1 de noviembre de 1946, p. 41).” Pero también ese año fundó la revista Selecciones Policiacas y de Misterio, que llegó, en 1957, a 159 números, y en la cual hacía que los narradores mexicanos (algunos exhibiendo sus pininos) se leyeran codo a codo entre los autores clásicos que él leía, tales como Edgar Allan Poe, Agatha Christie, Gilbert Keith Chesterton, William Irish, Georges Simenon, Ellery Queen, Arthur Conan Doyle y Maurice Leblanc, quien acuñó a Arsenio Lupin, el elegante ladrón de los mil y un disfraces que según Xavier Villaurrutia era “uno de los santos laicos de la devoción de Antonio Helú”.
Colección Lecturas Mexicanas/Tercera Serie núm. 38
DGP del CONACULTA
México, octubre de 1991
        La presente edición que la DGP del CONACULTA dio a conocer “en octubre de 1991” en la Tercera Serie de Lecturas Mexicanas con un tiraje de diez mil ejemplares, está precedida por un prólogo del poeta Xavier Villaurrutia (1903-1950), el mismo que se lee en el volumen Obras (FCE, 1ª reimpresión de la aumentada 2ª edición, 1974) con el título “Prólogo a un libro de cuentos” —recopilación de Alí Chumacero, Miguel Capistrán y Luis Mario Schneider—; no obstante, no fue registrado en la “Bibliografía de Xavier Villaurrutia” urdida por Luis Mario Schneider, pues en rigor debería figurar en la sección “Conferencias, prólogos, traducciones, ediciones”. 

Primera edición de la editorial Albatros impresa en 1946
       En la página legal de La obligación de asesinar se acredita, con el copyright, que la primera edición de Editorial Novaro es de 1957; es decir, se omite la primera edición de la editorial Albatros impresa en 1946. El “Prólogo” del poeta de la revista Contemporáneos (1928-1931) se distingue por la exultación y simpatía con que celebra los relatos de Antonio Helú, elogiando las supuestas características de su personaje Máximo Roldán: “resulta fácil decir que Máximo Roldán es ingenioso, agudo y, sobre todo, rápido; que Máximo Roldán es a un tiempo ladrón y policía, a su modo; que tiene un particular sentido de la justicia, y que procede por aparentes intuiciones fulminantes que, en el momento de la explicación, descubrimos que no son tales intuiciones, sino reflexiones, deducciones, inducciones de una rapidez extraordinaria, sólo que han obrado en su mente con la velocidad del relámpago.” Y por los términos, claros y concisos, con que se explica y explica la composición básica de la novela policíaca (con enigma, misterio y amenidad). Pero también por el hecho de que declara: “Si yo fuera novelista o cuentista escribiría novelas o cuentos policiacos.” Es decir, “al oprimir la pluma”, sintiendo que “algo como la sangre late y circula en ella”, aplicaría la mordida del vampiro y su hemofílica premisa: “La misión del novelista policiaco es intrigar al lector, despertando su curiosidad hasta el punto de enfermarlo, creándole una especie de intoxicación anhelante en que el lector pugna por mantenerse lúcido a fin de adivinar o resolver por su cuenta la solución del misterio. Esta solución deberá llegar a su tiempo y nunca antes, a fin de constituir, en un momento dado, una catarsis, una purificación del lector que deberá experimentar una sensación de alivio y descanso.”

Xavier Villaurrutia (c. 1930)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
      También incluye un preliminar y breve alegato en el que Xavier Villaurrutia resume la defensa de su texto narrativo Dama de Corazones (Ediciones de Ulises, México, 1928, “con cuatro dibujos del autor”), tildado por algunos como “una novela, y más aún como una novela frustrada”. Dama de Corazones, dice, es “un monólogo interior en que seguía la corriente de la conciencia de un personaje durante un tiempo real preciso, y durante un tiempo psíquico condicionado por las reflexiones conscientes, por las emociones y por los sueños reales o inventados del protagonista”; “[...] un ejercicio de prosa dinámica, erizada de metáforas, ágil y ligera, como la que, como una imagen del tiempo en que fue escrita, cultivaban Giraudoux o, más modestamente, Pierre Girard”.

      
Antonio Helú
(1900-1972)
       La obligación de asesinar reúne siete cuentos de Antonio Helú, que si bien no constituyen una secuencia propiamente dicha, sí se hallan ordenados y vinculados entre sí. El más relevante es el que titula al libro, el cual, en 1937, fue adaptado al cine por Juan Bustillo Oro para la homónima película dirigida por Antonio Helú, su cinematográfica ópera prima caída en el olvido.

El actor Juan José Martínez Casado en el papel de Carlos Miranda.
Fotograma de La obligación de asesinar (1937),
película dirigida por Antonio Hélú, basada en su cuento
homónimo, guionizada por Juan Bustillo Oro.
      En “Un clavo saca otro clavo” el lector asiste al capítulo iniciático, circunstancial e inesperado, en que Máximo Roldán, el antihéroe de la mayoría de los cuentos, deja de ser un empleadito contable y se transforma, ipso facto, en ladrón y asesino, lo cual ineludiblemente (y guardando la enorme distancia) evoca el lapidario y revelador epígrafe de Honoré de Balzac que preludia a El padrino, la celebérrima novela de Mario Puzo impresa en inglés en 1969: “Detrás de cada gran fortuna hay un crimen”.

En “El hombre de la otra acera”, dizque empieza a descollar su supuesta cualidad reflexiva, detectivesca, para descifrar claves matemáticas y enigmas, todo ello aunado a una aptitud parlanchina, cantinflesca, a la que sólo le faltó la jerga y la torpeza intencionada del popular arquetipo del peladito de carpa, pulquería y vecindario. Sobra decir, entonces, que su “inteligente” parloteo le sirve para confundir, engañar y dejar con la baba caída, incluso a los gendarmes que lo conducen a la cárcel, no por llevar los bolsillos repletos de billetes robados, como en realidad los lleva, ni por el asesinato que cometió, sino por insultar y cachetear a una vendedora de jaletinas.
      
Edgar Allan Poe
(1809-1849)
        A partir de “El hombre de la otra acera”, Antonio Helú inicia —y repite hasta el último cuento— un cliché que suele caracterizar a buena parte de la narrativa policíaca y negra desde que en el siglo XIX Edgar Allan Poe acuñó el género con tres seminales cuentos (“Los crímenes de la calle Morgue”, 1841; “El misterio de Marie Rogêt (continuación de ‘Los crímenes de la calle Morgue’)”, 1842; y “La carta robada”, 1844): Máximo Roldán, “mexicano por los cuatro costados”, con su supuesta inteligencia, sagacidad deductiva, rapidez y lógica matemática (ingredientes infalibles en un personaje que varía o reproduce al arquetipo del “genio de la raciocinación” creado por Poe), interpreta claves y desenreda entuertos y misterios, los habla y es escuchado por uno o varios individuos menos inteligentes que él a los que literalmente deja boquiabiertos, en este caso, los tontos y bobalicones gendarmes, pero con la particularidad de que siempre actúa para beneficiarse con un algún latrocinio de Alí Babá y sus cuarenta hediondos tufillos.

En “El fistol de corbata”, Máximo Roldán le resuelve, al jefe de las comisiones de seguridad, el asesinato cometido dentro de una variante del típico cuarto cerrado (que inauguró Poe): una casa cercada por un paredón de cinco metros de altura, prolongado por púas de un metro. Pero el antihéroe, que ante todo es ladrón de oficio y detective por vocación, propicia el escape de la autora del crimen. Y de la recámara donde estuvo el cuerpo del delito se roba las alhajas: el encubierto móvil que lo incitó a intervenir. 
En “Piropos a medianoche”, el dizque inteligente parloteo de Máximo Roldán le sirve para persuadir y dirigir la voluntad y los pasos de un policía que lo oye y obedece con asombro; pero también para desmantelar el operativo de una banda de asaltantes (quizá la banda del automóvil gris) y quedarse con el botín. 
En “Cuentas claras”, sólo con oír desde la calle (otro cliché heredado de Poe) la madeja de números que se dicen y barajan en una habitación, Máximo Roldán deduce que se trata de cuatro ladrones que se reparten el monto de sus atracos y que han referido las claves numéricas de sus próximas fechorías. No se equivoca, sobra decirlo. 
En tal cuento, además, conoce a Carlos Miranda, quien se convierte en su cómplice para robar a los asaltantes; pero es, sobre todo, (otra herencia de Poe), el menso que escucha y sigue la dizque lucidez de los razonamientos e infalibles cálculos matemáticos de Máximo Roldán. 
En “Las tres bolas de billar”, Máximo Roldán se vuelve a lucir ante su querido Carlos Miranda: descifra los tres asesinatos que ocurren en el billar (otro cuarto cerrado), cada uno cometido con una bola de billar estrellada en una cabeza; favorece la huída del culpable involuntario, y hace que ambos se queden con el dinero de la caja de caudales. 
Pero aunque en “La obligación de asesinar”, el relato que cierra y titula el libro, ya no figura Máximo Roldán, se vuelve a repetir el esquema del inteligente detective y el idiota que lo escucha y obedece con la baba caída, más el cuarto cerrado donde se cometen los crímenes. 
Fotograma de La obligación de asesinar (1937),
ópera prima de Antonio Helú.
        Ahora es Carlos Miranda el ladrón que se introduce a una casa; no muy lejos se oye un disparo; no puede efectuar el hurto y queda atrapado por una red de equívocos en la que se suceden tres misteriosos asesinatos. Carece de la inteligencia y de la habilidad de su compinche Máximo Roldán, pero aún así desempeña el papel de detective ante el nervioso y desesperado agente de la policía que no da con el hilo negro que desenrede, ordene y aclare la madeja. No roba dinero ni ningún objeto, sino algo más valioso y trascendente: su libertad.

     
Arriba: Rodolfo Usigli, Adolfo Best Maugard y Xavier Villaurrutia
Recostadas: la actriz Dolores del Río y la pintora Frida Kahlo
        
       Según Xavier Villaurrutia, los cuentos de Antonio Helú estaban siendo traducidos al inglés y publicados en revistas gringas especializadas en el género policial. Es el caso de La obligación de asesinar, que, reza la anónima cuarta de forros: “llegó a figurar en el Queen’s Quorum de Ellery Queen como una de las —en aquel momento— 110 colecciones de cuentos policiacos de mayor importancia en la historia del género”. 
Sin embargo, el libro de Antonio Helú, ahora con su pátina antigua, habla de un autor mexicano, que si bien entretiene y quizá divierte con sus bromas y recursos folletinescos, no llegó a trascender su índole embrionaria. El elemental desarrollo de sus cuentos adolece de infantilismo e inverosimilitud. De hecho el lector vuelve a ser un chiquillo cada vez que los lee. Hay chispazos, desde luego: “El fistol de corbata”, “Las tres bolas de billar” y “La obligación de asesinar”; pero Antonio Helú no articuló ningún ingenioso juego de armar y desarmar, ninguna pieza de relojería suiza, compleja y sorprendente, que además del humor, de lo picaresco, y de las inocentes pillerías de sus ladrones-detectives, implicara excelentes estrategias de intrigas, enigmas, giros sorpresivos, vueltas de tuerca y asombrosas soluciones.

Antonio Helú, La obligación de asesinar. Prólogo de Xavier Villaurrutia. Colección Lecturas Mexicanas/Tercera Serie núm. 38, Dirección General de Publicaciones del CONACULTA. México, octubre de 1991. 120 pp.


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Enlace a "El automóvil gris" (1919),filme silente dirigido por Enrique Rosas.

lunes, 3 de junio de 2019

El Rey de los Alisos

 Araña ganchuda girando sobre sí misma

Abel Tiffauges es el personaje central de El Rey de los Alisos, célebre novela de Michel Tournier (París, diciembre 19 de 1924-Choisel, enero 18 de 2016)), escrita en francés y publicada en 1970, en París, por Éditions Gallimard, por la que en Francia ese año mereció el Premio Goncourt, y en torno a la cual el autor discurre en un extenso, memorioso, autobiográfico y erudito ensayo reunido en El viento paráclito (Alfaguara, 1994). Traducida al español por Encarna Castejón, la novela El Rey de los Alisos fue impresa en Madrid, en 1992, por Alfaguara. Y su adaptación al cine, con el título The Ogre (1996) —El ogro—, guionizada por Jean-Claude Carrière y Volker Sholöndorff y dirigida por éste, no resultó muy afortunada, pese a los guionistas, al director y a la actuación protagónica de John Malkovich.   
Michel Tournier
(1924-2016)
     El nombre del protagonista de El Rey de los Alisos y el título de la novela no son gratuitos. Ambos implican una extensa y enmarañada red de significados, reescritura de mitos, leyendas, ceremonias, variaciones, parafraseos, glosas, iconoclasia, divertimentos por el divertimento mismo, espejos en los espejos, dobles y gemelos que coinciden y se antagonizan, homenajes, minucias: vasos comunicantes presentes a lo largo y a lo ancho de las seis partes que integran la corrosiva novela. Imposible comprimir el conjunto y su riqueza en una volátil página, por lo que yo y el mismo intentaremos resumir y reflejar algunas minucias.



   
(Alfaguara, Madrid, 1992)
      La primera parte: “Escritos siniestros de Abel Tiffauges”, está redactada a manera de diario personal y comprende los años 1938 y 1939. Al principio el protagonista, nacido el 5 de febrero de 1908 en Gournay-en-Bray, se halla en París, en el taller mecánico que le heredó a su tío paterno. Un accidente sin importancia le prohíbe el uso de la mano derecha. Se siente impelido a escribir con la izquierda; y para su sorpresa lo puede hacer con facilidad y con un grafismo extraño y recóndito. Esta es una de las razones por las que denomina a su diario Escritos siniestros. Otra es el hecho de que esa forma de escribir es una más de las características de Néstor que reencarnan en él. 
     
Fotograma de El ogro (1996)
      Cuando Abel Tiffauges era un pequeño alfeñique asistió al colegio San Cristóbal, en Beauvais. Allí conoció al precoz, misterioso y mafioso Néstor, un escuincle obeso, miope y fuerte, dedicado al tráfico de influencias que trasminan el comportamiento, el trueque y los malos hábitos de sacerdotes y acólitos, quien le brindó protección, privilegios, premoniciones y augurios, el cual murió asfixiado en el cuarto de calderas del antiguo colegio San Cristóbal. En el presente de la novela y hasta el borde del apocalíptico abismo con que concluye, Abel Tiffauges utiliza unos gruesos lentes que antes no usaba y se halla convertido en un gigante de un metro noventa y uno y ciento diez kilos de peso; es decir, es muy parecido a Néstor, pero corregido y voluminosamente aumentado (lógica inversión maligna que corporeiza y varía su maniática obsesión por los dobles y gemelos).

      
San Cristóbal cargando al Niño Jesús, fresco de Tiziano
(1523, 300 x 179 cm)
Palacio Ducal de Venecia
      Abel Tiffauges piensa que todo es signo. Se concibe eterno y predestinado a cumplir una trascendental y cosmogónica tarea, definida por su innata e intrínseca vocación de ogro, fórico y cristobalesco. A través de su psicótica y arbitraria cosmovisión, interpreta, divaga y reflexiona sobre todo tipo de signos inmersos en su infancia y adolescencia, en sus circunstancias congénitas, en la historia, en su cotidianeidad, y en un sinnúmero de hechos y acontecimientos relevantes e irrelevantes, auxiliado por una serie de vocablos acuñados por él. Abel Tiffauges cree que el hado redactó su destino, que Dios existe; pero es tan escéptico y pesimista como misántropo, desquiciado y mitómano. Sus bramidos matinales y sus champús de mierda (literalmente introduce la cabeza en el excusado) son maneras de vociferar e imprecar contra el statu quo y la infecta humanidad. Con su particular perspectiva sarcástica y mordaz cuestiona la educación religiosa, los libros sagrados, exhibe las vilezas y maldades infantiles, ridiculiza el fasto y las corruptelas de la Iglesia católica, critica toda forma de poder político, y condena la guerra a imagen y semejanza de una misa negra: la glorificación de un culto satánico. Piensa que su sino nestoriano está marcado, sobre todo, por el mito de San Cristóbal, el gigante que se convirtió en Santo al llevar sobre sus hombros a un niño que pesaba igual que el globo terráqueo, el cual estuvo a punto de hundirlo en el río y que luego resultó ser Cristo; por la leyenda de Albuquerque, quien se salva del peligro marítimo al cargar a un niño sobre los hombros; y por la que cifra El Rey de los Alisos, el poema de Goethe que un arqueólogo comienza a recitar para ungir el bautizo de los restos fósiles de un hombre del siglo I recién exhumado. De ahí que su mayor placer, su éxtasis fórico —metafísico y no sólo sensorial— se cumpla al pie de la letra cuando carga a un niño sobre los hombros; meollo que teoriza y corrobora en su taller, en los Campos Elíseos e incluso en el Louvre, imitando, con un niño de carne y hueso, las posturas fóricas de varias esculturas. Él mismo se autonombra: “Portador del Niño, microgenitomorfo y último vástago de los gigantes fóricos”; evoca el arquetipo de Atlas; reinterpreta y particulariza su hado como uranóforo y astróforo, hacia cuyo modelo debe orientar su vida para concebir y esculpir su propia apoteosis, exultación y desenlace. En este sentido, como si en sus adentros escuchara la insondable voz de Nostradamus, vaticina —y no se equivoca— que su fin “triunfal será, si Dios lo quiere, caminar por la tierra con una estrella más radiante y dorada que la de los Reyes Magos sobre los hombros”.

       
Niño (París, 1954)
Foto: Henri Cartier-Bresson
      A Abel Tiffauges le atraen y fascinan los niños que no tengan más de doce años, no sólo porque los clasifica como ideales para realizar el acto fórico, sino también por la secreta e inconfesable lascivia que le despiertan. Desde su viejo Hotchkiss los persigue, acecha y graba sus voces y gritos cuando juegan en los patios escolares; luego, en su habitación, oye una y otra vez esas cintas que lo embriagan. Atrapa sus imágenes con una cámara que se coloca sobre los genitales para darse “el gusto de tener un sexo enorme”; y, como todo un incontinente y lujurioso voyeur, colecciona y asimila esos niños como una forma de devorarlos o llevarlos en sí mismo: “la fotografía es un arte de hechicería encaminado a asegurarse la posesión del ser fotografiado [...] Es un modo de consumo al que generalmente se recurre a falta de algo mejor, y es obvio que si los bellos paisajes pudieran comerse, los fotografiaríamos menos”, anotó en su diario.

      
Michel Tournier
       Abel Tiffauges reconoce sus signos particulares en los signos de Eugenio Weidmann, un alemán que asesinó a siete personas (número que evoca el número de las asesinadas esposas del Barba Azul de la tradición popular y que Charles Perrault inmortalizó el año de 1697 en un homónimo cuento que, se dice, está inspirado en los asesinatos seriales de Gilles de Rais), cuyo proceso sigue a través de la prensa, y a cuya ejecución en la guillotina convertida en catártico espectáculo público —remember a Juana de Arco y a Gilles de Rais, cuyo intríngulis Michel Tournier novelizó en Gilles et Jeanne (Gallimard, 1983)— no puede dejar de asistir. Y puesto que para convertirse en el pesado gigante que es, Abel Tiffauges se habituó a comer, diariamente, dos kilos de carne cruda y cinco litros de leche bronca, y dado que su apellido (en la novela esto es tácito e implícito y no se precisa) es el nombre de uno de los legendarios castillos del citado Gilles de Rais (el Château de Tiffauges, también conocido como le Château de Barbe-Bleue), permanece latente, en todo instante, la amenaza de que en un momento a otro se transforme en un espeluznante y gigantón Barba Azul, en un voraz e insaciable ogro pederasta, sádico y sodomita, que quizá, invocando al terrorífico fantasma del noble del siglo XV, degüelle y devore a las pequeñas víctimas revolcándose en su sangre y vísceras: “Ya que no dispongo de poderes despóticos que me aseguren la posesión de los niños que deseo, utilizo la trampa fotográfica”, se dice.

     
Niños (Bretaña, c. 1885)
Foto: Frank Meadow Sutcliff
        Sin embargo, nada de esto ocurre. Y el primer capítulo de la novela concluye cuando el comienzo de la Segunda Guerra Mundial lo rescata de la cárcel, del juicio y de los equívocos que lo señalan como el violador de una hermosa niña que inició su prematuro papel de ninfeta. 

       
Fotograma de El ogro (1996)
       A partir de “Las palomas del Rin” —el segundo capítulo de El Rey de los Alisos—, Michel Tournier empieza a narrar la cotidianeidad de Abel Tiffauges a través de una voz omnisciente y ubicua, y sólo los dos capítulos finales están entreverados por anotaciones de los íntimos Escritos siniestros; es decir, el protagonista no pierde la manía de escribir con la mano izquierda, que implica, dentro de él, la recóndita presencia de Néstor. Ahora Abel Tiffauges se halla entre las filas de la Armada Francesa; y es, sobre todo, un colombófilo experto, entregado a cumplir con estoicismo ese pasaje que dicta la inextricable e insondable cifra de su hado, a la cual pertenecen, como símbolos opalescentes, las palomas gemelas concebidas en un laboratorio, idénticas, pelirrojas, que forman un huevo al ensamblarse entre sí, y la paloma plateada de ojos violeta que le requisa, con sangre fría y para el ejército francés, a la viuda Unruh. Asunto que implica y que alude el imperativo depredador que caracteriza a Abel Tiffauges, y que es el rasgo más inflexible y menos humano que lo define y prefigura, sin que él lo sepa, su postrera conversión en el Ogro del Castillo de Kalterborn, allá en los confines de Prusia Oriental, el gigante que requisa niños para abastecer la carnicería nazi cuando el poderío alemán se resquebraja en mil y un pedazos, y cuyos especímenes más atractivos —y emblemáticos dentro de la coreografía y escenografía heráldica de su último acto astrofórico— lo constituyen, precisamente, un par de gemelos-espejo, pelirrojos como zorrillos, y un niño de cabellos blancos y ojos violeta.

       
Niño (Nueva York, 1962)
Foto: Diane Arbus
         En “Hiperbórea” —el tercer capítulo de El Rey de los Alisos—, Abel Tiffauges, prisionero del Tercer Reich, llega a un campo de concentración cercano a Moorhof, un pequeño poblado de Prusia Oriental. Su conducta sumisa, estoica, mansa, rumiante, trabajadora y apartada del grupo de prisioneros al que pertenece, propicia el que pueda frecuentar una solitaria cabaña que para él representa la riqueza, la felicidad, la libertad, y a la cual denomina Canadá, pensando, con solipsismo, en esa mítica tierra con los mismos atributos que Néstor le describía al leerle La trampa de oro de James Oliver Curwood, y cuyos idénticos valores reconocerá, casi al término de la novela, en el significado del barracón homónimo del que le habla Efraim, el niño judío, cuando paradójicamente le platica sobre las atrocidades de Auschwitz. En esa fría y penetrante luz hiperbórea que rodea a la cabaña, creee que todos los símbolos brillan con un resplandor inigualable, y que Alemania es el país de la esencias puras que necesita la conjunción astral que dicta su cosmogónico sino. En un recorrido cercano a Walkenau, tiene noticias del hallazgo de un cadáver enterrado en las turberas de ese lugar. Se desplaza hasta allí y resulta que se trata de los susodichos restos fósiles del siglo I: un esqueleto con las cuencas oculares cegadas por una venda que luce en el centro una estrella de seis puntas de metal color oro. Y mientras escucha las conjeturas del científico y la ocurrencia de bautizarlo con el epíteto de El Rey de los Alisos y empieza a musitar el poema de Goethe, es descubierta la calavera de otra osamenta, tal vez el cráneo de un niño; imágenes y significados (del texto y los restos) que desde entonces acompañarán sus íntimas reflexiones interpretativas.

         
Adolf Hitler y Hermann Göring
        En “El ogro de Rominten” —el cuarto capítulo de la novela—, Abel Tiffauges ha sido trasladado a la Reserva de Rominten, donde sirve al jefe de los guardabosques y donde está muy cerca de Hermann Göring, el corpulento mariscal del Tercer Reich, practicante de los ritos sangrientos de la montería, coleccionista de cornamentas, insaciable devorador de carne de venado, experto en falología y cropología (cuyos detalles se podrían describir o transcribir con la malsana pulsión dactilográfica de un flagelado negro de galeote). Pero lo más importante para Abel Tiffauges es que le otorgan un gran caballo, un “gigante castrado de Trakehnen”, “negro como el azabache”, cuyos “reflejos azulados en forma de aureolas concéntricas” lo inducen a llamarlo Barbazul. Tiffauges siente que Barbazul es su otro yo; al cuidarlo se reconcilia consigo mismo. Y nuevamente vuelve aletear la probable aparición de un ogro pederasta y devorador de niños que rinda pleitesía a Gilles de Rais, quizá Tiffauges, quizá Göring, aunque éste, pese a sus excesos y extravagancias, en realidad es un “pequeño ogro folclórico y ficticio, escapado de algún cuento de abuela”, si se le compara con Adolf Hitler, “el ogro de Rastenburg”, que cada 20 de abril, para celebrar su cumpleaños, exige “quinientas mil niñas y quinientos mil niños de diez años, vestidos para el sacrificio, es decir, completamente desnudos, para amasar con ellos su carne de cañón”.

   
Niño (Canadá, 1966)
Foto: Robert Bordeau
          En “El ogro del Kalterborn —el quinto capítulo de El Rey de los Alisos—, Abel Tiffauges, junto con Barbazul, traslada su residencia de prisionero al castillo de Kalterborn, tan antiguo como son los castillos de Tiffauges, Machecoul y Champtocé, donde Gilles de Rais celebró sus orgías, torturas y asesinatos de niños. La descomunal mole se distingue por tres espadas más grandes que las normales (la antigua insignia de la región y emblema de los escudos de armas del castillo, que alude las dos espadas de los Portadores de Espada y la espada de los Teutones), que están selladas, en el piso de la terraza mayor, con las puntas hacia el cielo y coronan así la torre más alta, la que en su base voladiza, en una especie de nicho excavado en el contrafuerte, se halla apoyada sobre los hombros de un ciclópeo Atlante de bronce que parece sostener, no sólo la enorme torre, sino el total de la monumental fortaleza. “Retorcido y crispado bajo aquel peso agobiante, el oscuro coloso estaba en cuclillas, con las rodillas a la altura del mentón, la nuca doblada en ángulo recto y los brazos alzados y empotrados en la piedra”. Cuando Abel Tiffauges lo descubre y observa, piensa que ese gigantesco titán ha sido incrustado allí por el hado tan sólo en su honor. Y pese a su megalomanía no se equivoca, porque al término de la novela, la disposición heráldica del conjunto forma parte de la rúbrica con que lo signó el inescrutable poder celeste.
   
Atlas (c. 300 a. antes de C.)
Museo Nacional de Nápoles
        El castillo de Kalterborn ha sido habilitado como napola nazi: una escuela militarizada que adiestra a cuatrocientos niños y adolescentes, de entre 10 y 18 años, escogidos bajo risibles criterios racistas y militares. En ese sitio, Abel Tiffauges conoce a un protagonista de La Noche de los Cuchillos Largos, que es el director; a un raciólogo especializado en la catalogación de la raza judeobolchevique, la que supuestamente origina todos los males existentes, cuyos logros resumen los “ciento cincuenta tarros de cristal, numerados del uno al ciento cincuenta”, cada uno de los cuales contiene “una cabeza humana en perfecto estado de conservación”, etiquetados: Homo Judacus Bolchevicus. Entre sus absurdas y kafkianas pesquisas de delirante científico loco se halla la fabricación del onírico paradigma de la raza aria: el “hombre sin igual que dominará el mundo, Homo Aureus”; pero también ese raciólogo es el especialista que revisa y clasifica a los niños que ingresan a la napola nazi. Por su parte, el General Conde von Kalterborn, un emblema viviente de la rancia y polvorienta estirpe aristocrática que otrora habitó el castillo de Kalterborn, se halla al margen de lo que ocurre en la napola, concentrado en sus estudios históricos y heráldicos; Abel Tiffauges dialoga con él sobre la lectura de los signos y su intrínseca relación, pero más que nada atento a sus enseñanzas, subrayados y premoniciones. Ambos llegan a tenerse cierta confianza. Y en una de esas charlas, poco antes de que la Gestapo llegue por el General, le comenta, entre otras cosas que fustigan al nazismo, lo que ve y vaticina en la cruz gamada: “araña que ha perdido el equilibrio y gira sobre sí misma, amenazando con sus patas ganchudas a todo cuanto se opone a su movimiento...”

     
Fotograma de El ogro (1996)
      La rutina de la napola de Kalterborn, sensible a la erosión: las ineludibles y estentóreas derrotas del ejército alemán, da pie para que Michel Tournier, oscilando entre la historia, el mito, la leyenda y el trastrocamiento fantástico, acometa lo absurdo, irracional, cerrado, ciego y cruel de la instrucción y exaltación racista, nacionalistoide, patriotera y genocida, impartidas en las escuelas paramilitares que engendró el Partido Nacional Socialista y la psicótica y carnicera megalomanía de Adolf Hitler y su cohorte y esbirros.

     
Fotograma de El ogro (1996)
      En un principio, Abel Tiffauges, siempre enfrascado en el delirio interpretativo que lo hace sentirse el Atlante del globo terrestre escogido por el dedo flamígero de su cosmogónico hado, se dedica a conducir una carreta por caseríos y villorrios que circundan el castillo de Kalterborn, con la cual decomisa y transporta los víveres que alimentan a los niños y adolescentes. Pero cuando la situación se torna más crítica: empiezan a escasear los oficiales y suboficiales y los maestros civiles, y la ausencia de buena parte de los infantiles aspirantes reduce la densidad atmosférica de la napola (cuyos efluvios odoríficos lo enervan y casi sustituyen el voluptuoso placer que implica el acto fórico), Abel Tiffauges se transforma en el pesadillesco y terrorífico Ogro de Kalterborn que azola el entorno: montado sobre Barbazul y acompañado de once perros dóberman se dedica a recorrer los alrededores para requisar los niños que le gusten. Un anónimo escrito en papel rústico que se hizo circular en Gelhenburg, Sensburg, Lötzen y Lyck, lo bautiza y advierte a las madres sobre el Ogro de Kalterborn que “codicia vuestros hijos”: “un gigante montado en un caballo azul y acompañado de una jauría negra” que se roba a los niños para siempre.  

 
Niño negro y un gran danés blanco (Harlem, c. 1960)
Foto: George Zimbel
       Y mientras la recuperación de la densidad atmosférica, el control del castillo de Kalterborn, la catalogación y ficheo racial y el adiestramiento de los infantes quedan relativamente en sus manos, los atributos de los escuincles y sus olores —que él asimila y desmenuza con su olfato maniático y supradesarrollado— despiertan nuevamente su concupiscencia, la amenaza de que el ogro deje de ser, por fin, un simple forzudo, servil y dizque buenazo, que decomisa y entrega los niños a la carnicería nazi; el que fetichista y vanidosamente intenta que le hagan una capa con los cabellos de todos los niños que atesora en unos sacos, pero sólo logra que le rellenen con ellos un colchón, un edredón y una almohada. No obstante, mullido y regodeándose en ellos, los olores le quitan el sueño, lo hacen llorar y enloquecer con angustia y ansiedad: destripa los objetos y los arroja al estanque vacío que ocuparon los peces rojos del raciólogo nazi; se lanza sobre los cabellos, se revuelca en ellos, y perruna y maniáticamente reconoce el aroma y los matices de cada uno de los pequeños efebos y termina babeante y convulsionado por chillidos incontenibles. E incluso, con la misma intensidad lasciva, reprimida, iconoclasta y herética, llega a ungir a los chiquillos untándoles un menjurje en los labios y a preguntarse sobre la posible floración seminal de San Cristóbal al cargar sobre sus hombros al Niño Dios.
   
San Cristóbal cargando al Niño Jesús,
óleo sobre tabla de El Bosco
(113 x 71.5 cm)
Museo Boymans van Beuningen de Rotterdam
          En “El astróforo” —el sexto y último capítulo de la novela—, la situación parece próxima a desencadenar al ogro pederasta, sodomita y devorador de niños que se agita en el carcelero interior de Abel Tiffauges, al ser bañado por la sangre de un escuincle que explota frente a sus ojos: manto púrpura que pesó sobre sus hombros, atestiguando, según él, su dignidad de Rey de los Alisos. En sus Escritos siniestros consigna, entonces, que la “carne abierta y herida es más carne que la carne intacta”, revelando que su atracción por la carne viva, ensangrentada, se remonta a su infancia, cuando en el colegio San Cristóbal, obligado a lavarla, tuvo que posar sus labios sobre los labios de una herida que un niño se hizo en una pierna: lo que sintió, anota en su diario, fue “un exceso de alegría de una violencia insoportable, una quemadura más cruel y profunda que todas las que sufría y he sufrido después, pero una quemadura de placer”. Exultación que prefigura el erótico estado de gracia que Gilles de Rais experimenta al darle a Juana de Arco el único beso que le dio en su fulgurante vida, precisamente en los labios de la herida en la pierna que la religiosa se hizo durante la batalla, y que Michel Tournier relata en su citada novela Gilles y Juana (Alfaguara, 1989), urdida años después de El Rey de los Alisos.
     
(Alfaguara, Madrid, 1989)
      Sin embargo, las circunstancias, proyectadas en un espejo de inversión benigna, cambian de sentido. El avance del Ejército Rojo causa el constante arribo de refugiados y la evacuación nocturna, fantasmal y siniestra, de los campos de concentración. Una de esas caravanas deja tirado, a la orilla de la carretera, un niño de edad y sexo indefinido: tenía “un número tatuado en la muñeca izquierda y una J amarilla destacándose sobre una rojiza estrella de David cosida en el lado izquierdo de la capa”. Al cargar al Niño Portador de la Estrella y cabalgar con él hasta la napola de Kalterborn, Abel Tiffauges experimenta su primera astroforia. Todo se invierte. Abel Tiffauges lo esconde en el castillo de Kalterborn, alimenta y cura; y el niño judío, llamado Efraim, con una memoria, sensibilidad, mística, premoniciones e inteligencia fuera de lo común, le revela las crueldades de los campos de concentración. Pero más que nada, con sus relatos, Abel Tiffauges descubre Auschwitz: “una Ciudad Infernal que correspondía, piedra por piedra, a la Ciudad Fórica con la que había soñado en Kalterborn. Canadá, el pelo tejido, las listas, los perros doberman, las investigaciones sobre los gemelos y la densidad atmosférica, y, sobre todo, por encima de todo, las falsas duchas; todas sus invenciones, todos sus descubrimientos se reflejaban en el horrible espejo invertidos y llevados a una infernal incandescencia.”

     
Niños (París, 1944)
Foto: Robert Doisneau 
        Cuando los tanques soviéticos y los soldados avanzan sobre el castillo de Kalterborn, Tiffauges se olvida de los escuincles nazis y trata de salvarse salvando, únicamente, al representante de los judíos y gitanos, esos pueblos errantes, destruidos y dispersos, descendientes del otro Abel: el bíblico, esos hermanos de los que su corazón y su alma se sentían solidarios, que habían caído en masa en Auschwitz bajo los golpes de un Caín con botas y casco, pseudocientíficamente organizado. El gigante Abel Tiffauges, convertido en el Caballo de Israel, en Behemoth, coloca sobre sus hombros al Niño Portador de la Estrella de David, exactamente como el gigantón Cristóbal hiciera con el niño que luego resultó ser Cristo, mientras evoca la leyenda del conquistador portugués del siglo XV que escuchó y leyó en su infancia, precisamente en un papel que redactó el padre superior del colegio San Cristóbal y con el cual, ya arrugado, le limpió el trasero a Néstor después de que éste, sentado en el trono, defecara unas grandes manzanas: Albuquerque, hallándose en el mar y en grave peligro, cargó a hombros a un niño, con el único fin de que su inocencia le sirviese de garante y recomendación ante el favor divino para ponerse a salvo.

     
Fotograma de El ogro (1996)
       En medio de esa ambientación heráldica y dantesca, cifrada por el cumplimiento de los presagios, por los sonoros destellos apocalípticos, por el misticismo intrínseco de Efraim y por el sentido que adquiere la colocación escenográfica y coreográfica de los cosmogónicos signos del trágico hado, Abel Tiffauges, con Efraim montado sobre él, trata de encontrar rescoldos, salidas. Al perder sus gruesos lentes queda más ciego que un topo de alcantarilla, entonces el Niño Portador de la Estrella de David lo toma por las orejas y lo guía: es ya el Caballo de Israel que huye a imagen y semejanza de “un náufrago en pleno océano que nada instintivamente, sin esperanzas de salvación...” Pero más adelante, igual que el gigante Cristóbal sentía hundirse en el río con el peso de ese niño que cada vez pesaba más y más y que no sabía que era el Niño Jesús, Abel Tiffauges, olvidado de la “ambigüedad de la foria, cuya regla es que uno posea y domine en la medida en que sirve y se abniega”, ciego y con los brazos extendidos, es conducido por el niño a un bosquecillo plagado de alisos y pantanos, mientras siente que el peso y la fuerza irresistible, inequívoca, que lo guía y lleva sobre los hombros lo hunde cada vez más. “Cuando alzó por última vez la cabeza hacia Efraim, no vio más que una estrella de oro de seis puntas, que giraba, lentamente en el cielo negro”. El gigantesco Atlas astróforo, cristobalesco y nestoriano, queda enterrado igual o a imagen y semejanza de El Rey de los Alisos, el fósil del siglo I cegado por una venda que tenía en el centro una estrella dorada de seis puntas, otrora descubierto en las turberas de Walkenau y que evocando a Goethe bautizó así el arqueólogo de la Academia de Ciencias de Berlín que lo exhumó y examinó.



Michel Tournier, El Rey de los Alisos. Traducción del francés al español de Encarna Castejón. Alfaguara Literaturas número 337, Alfaguara. Madrid, marzo de 1992. 464 pp.
Jane Corkin y Gary Michael Dault, Children in photography 150 years. Iconografía a color y en blanco y negro. Prefacio y notas en inglés. A Firefly Book, Ontario, Canadá, 1990. 312 pp. 



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martes, 14 de mayo de 2019

El hombre invisible

Podía tomar dinero de donde lo encontrara

A estas alturas del siglo XXI aún persiste el influjo y la cauda de The Invisible Man (1897), la celebérrima novela del escritor británico Herbert George Wells (1866-1946), de ahí que en diversos idiomas se lea y se siga reeditando en toda la aldea global. Con la traducción al español de Julio Gómez de la Serna, El hombre invisible fue publicada en 1985, en Madrid, por Hyspamérica —junto con La máquina del tiempo (1895), traducida por Nellie Manso—, en el número 14 de la colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges; y por ello ambas obras están precedidas por el par de históricos preámbulos del autor de Historia universal de la infamia (1935): el prefacio de la serie y el prólogo del libro; pero deslucidamente repletas de chambonas erratas, pese a las tapas duras y al buen papel que han preservado su conservación.  
Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges número 14
Hyspamérica Ediciones
Madrid, 1985
        La fantástica novela El hombre invisible —cuya trama es la base del argumento de la homónima película de 1933 dirigida por James Whale— se desarrolla en veinticuatro capítulos con títulos y números romanos, más un “Epílogo”. Las anécdotas que narra la obra de H.G. Wells, repleta de suspense, son evocadas y contadas por una voz narrativa, casi omnisciente, que varias veces hace palpable su presencia con comentarios dirigidos al lector. Y giran en torno a las tropelías, estropicios, hurtos y crímenes que causa y comete un tal Griffin (“el primero de todos los hombres que logró hacerse invisible”, dizque “el físico de más talento que el mundo ha conocido”).

Fotograma de The Invisible Man (1933)
       En el decurso de los sucedidos de la novela descuellan tres tiempos. El primero inicia con la llegada de Griffin a Iping, pueblito del condado de Sussex, al sur de una Inglaterra de fines del siglo XIX. Esto ocurre un 9 de febrero, día muy frío, bajo la nieve. Griffin, llega de incógnito (nunca revela su nombre ni su identidad, pese a que dice ser “un investigador experimental”) y se aloja en Coach and Horses, la posada, con un pequeño bar, que administra Mrs. Hall, su propietaria, con auxilio de su esposo. 

     
Fotograma de The Invisible Man (1933)
       Donde al día siguiente de su arribo se hace traer en el carruaje del mandadero, desde la estación de tren de Bramblehurst, su pesado equipaje, en el que abundan los libros de diversos tamaños y “cestas, cajas y cajones conteniendo objetos embalados en cajas”, que resultan ser numerosas botellas con distintas formas, tapones y contenidos (cuya cantidad supera las que posee la farmacia de Bramblehurst, para envidia del boticario), más “unos cuantos tubos de ensayo y una balanza cuidadosamente embalada”. Lo extraño de su personalidad, preludio de su imperativa e irascible conducta de gruñón intolerante, empedernido y misántropo, empieza por el hecho de que oculta su rostro con vendajes, lentes oscuros y una nariz postiza, y a que opta porque lo dejen solo, en la semioscuridad o en la oscuridad de la sala donde hay una chimenea encendida, donde instala su laboratorio. Además de los lentes oscuros, usa guantes, un pesado abrigo, bufanda, botas y un sombrero de ala ancha. Ese ríspido período, no exento de comicidad, concluye el Domingo de Pentecostés, caluroso día del mes de junio, que los aldeanos y lugareños celebran con una feria y fiesta popular. Ese día el forastero, acosado por las deudas y el hambre, se ve impelido a revelarle a Mrs. Hall que es un hombre invisible. Y dado el furtivo latrocinio cometido en la casa del vicario, una comitiva —encabezada por Mr. Bobby Jaffers, el policía del pueblo—, se presenta en la posada con una “orden de prisión”. 

     
Fotograma de The Invisible Man (1933)
       Esto deriva en una jocosa gresca en la que destaca la fortaleza y la ventaja de Griffin para repartir golpes y porrazos (los lugareños lo ignoran, pero es “un hombre de unos treinta años”, de “pecho  musculoso”, “casi albino, con un metro ochenta de estatura y hombros muy anchos, cutis muy blanco y ojos encarnados, que ganó un premio de química” en su época de estudiante de medicina en Londres). Es así que la increíble presencia de un hombre invisible suscita terror y pánico entre los habitantes de Iping. Y en el escape y huida de allí, totalmente desnudo y a pata pelada para que no lo vean correr, robar y golpear, Griffin, en el campo aledaño, da con un tal Mr. Thomas Marvel, un “mendigo vagabundo”, al que elige, contra su voluntad, para dizque “conseguir ropa y albergue”, y al que induce, ese mismo Domingo de Pentecostés, para que lo ayude a sacar de la posada, en medio de otra pelea y persecución, “un bulto envuelto en un mantel azul” y sus tres libros atados “con los tirantes del vicario”. Proscrito vagabundo al que a la fuerza, y con amenazas de muerte, esclaviza en calidad de bestia de carga de esos tres libros (donde oculta las crípticas anotaciones de su fórmula científica) y del dinero que roba y va robando por donde pasa, desnudo y sin zapatos, y emitiendo algún estornudo o su fogosa respiración. Por ejemplo, un marinero de Port Stowe presenció “la visión de un puñado de dinero (nada menos) que andaba por sí solo junto al muro que hacía esquina con la Cuesta de San Miguel. Otro marinero lo había visto aquella misma mañana. Se abalanzó inmediatamente sobre el dinero y recibió un golpe que lo hizo caer de cabeza al suelo. Cuando consiguió ponerse de pie, el dinero volante se había desvanecido [...] La historia del dinero que volaba era cierta. Y en todo el vecindario aquel día habían desaparecido cantidades de dinero a puñados, de tiendas y posadas, e incluso de la Compañía Bancaria de Londres y del Condado. Se iba volando con sigilo junto a los muros y por los lugares más oscuros, desapareciendo inmediatamente de la vista de los mortales. Y aunque nadie había conseguido averiguarlo, todo aquel dinero terminó invariablemente sus misteriosos vuelos en el bolsillo del agitado vagabundo cubierto con su anticuado sombrero de seda [...]”   

   
Fotograma de The Invisible Man (1933)
        El segundo tiempo se sucede en Port Burdock, en gran medida en la villa del doctor Kemp, situada a las afueras de tal lugar y desde donde se otean las casas y construcciones del pueblo y las aguas del mar (que colindan, se infiere, con el Canal de la Mancha). Tras su fugaz paso por Port Stowe, precedido por las noticias del Hombre Invisible aparecido en Iping que propagan las gacetas y periódicos y los rumores de los aldeanos (que al doctor Kemp le parecen del “siglo XIII”), el vagabundo Marvel irrumpe, fóbico y perseguido, en “la taberna de los Jolly Cricketers”, situada “al pie de la cuesta donde empieza la carretera” de Port Burdock. Allí, desesperado, con ruegos y gritos, pide que lo protejan del terrorífico, fantasmal y abominable Hombre Invisible, quien le pisa los talones y podría matarlo. El tabernero y sus tres clientes, lo resguardan. Y en la riña contra Griffin, quien golpea la puerta, causa destrozos, y a quien no pueden ver, uno de los parroquianos (el americano de barba negra, quizá oriundo del lejano y salvaje Oeste) le dispara cinco balas de su revólver (“Cuatro ases y el comodín”): “movió la mano dibujando una curva de manera que los disparos alcanzasen todo el espacio comprendido entre las paredes del patio”.
El caso es que Griffin, pese a que sangra (su sangre se hace visible al coagularse), quedó levemente herido en un brazo y por ende, muy cansado, desnudo y hambriento, se introduce en la casa del doctor Kemp, luego de que “Alrededor de una hora después” sonaran los disparos por el rumbo de la taberna de los Jolly Cricketers. Desde la tarde de ese día, el doctor Kemp, que aspira “ser admitido como miembro de la Real Sociedad de Medicina”, estuvo trabajando en su estudio en lo alto de la casa y a eso de las dos de la madrugada, al dirigirse a su recámara (luego de ir a la cocina por un sifón y un vaso de whisky), observa gotas de sangre medio secas en las escaleras, en el vestíbulo y en el picaporte de su dormitorio, y ve que en la colcha de su cama hay “una gran mancha de sangre” y que “la sábana había sido desgarrada”. Entonces oye una voz que pronuncia su nombre y advierte, “estupefacto”, que esa voz surge de “una venda vacía. Enrollada y atada, pero completamente vacía”, “que se hallaba inmóvil en el aire, entre él y el lavabo”.
Fotograma de The Invisible Man (1933)
       Resulta que el doctor Kemp (“un joven alto y delgado, de cabello rubio y bigote casi blanco”), quien ni siquiera da consulta, pese a allí mismo tiene su consultorio, vive con el confort y el aislamiento de un buen burgués en esa magnífica villa cuyas cuestiones domésticas están en manos de la servidumbre. Fueron condiscípulos universitarios y desde hace doce años no se veían; esto se lo recuerda Griffin, cuya invisibilidad a Kemp le cuesta creer y por ello se supone sujeto de hipnotismo. No obstante, luego de un leve forcejeo físico, cede oyéndolo. Le brinda ropa, carne fría, pan, whisky y tabaco (el bolo alimenticio que ingiere se ve suspendido y moviéndose en el aire mientras no es asimilado por su organismo). Y como le dice que lleva “tres días sin dormir”, lo deja que duerma a sus anchas en su dormitorio, que Griffin asegura con llave y bajo amenaza, además de verificar la probable ruta de huida por la ventana: “Queda bien entendido”, le dice, “que no intentarás poner ningún estorbo en mi camino o capturarme: de lo contrario...”

H.G. Wells
(1866-1946)
        En ese primer diálogo, Griffin insiste en que Kemp tiene que ayudarlo, que necesita un colega y que ambos deben trabajar juntos en su descubrimiento de la invisibilidad. Pero los indicios de que Griffin se salta las normas más elementales: además de ser un fugitivo, no le dice de dónde sacó el dinero que según él le robó el vagabundo Marvel, y el menosprecio y la amenazante manera con que apostrofa a éste, lo inducen a guardar ciertas reservas. De modo que mientras Griffin duerme, el doctor Kemp, en el reducto de su pequeño consultorio, con la luz de la lámpara de gas y resguardado bajo llave, lee, en el periódico del día, sobre los “extraños sucesos ocurridos en Iping”; y en “la Saint James Gazette” lee el artículo cuyo titular reza: “Un pueblo entero de Sussex se vuelve loco”. Se pasa la madrugada en vela pensando y atando cabos. Y luego del amanecer, envía “a la criada a comprar todos los periódicos de la mañana que encontrase”. De modo que después de leerlos (incluso alguna nota sobre Marvel y lo que pasó en la taberna de los Jolly Cricketers) queda convencido de la invisibilidad de Griffin, de su proclividad a la demencia, de que pierde los estribos, y de que comete actos violentos y delictivos (por ejemplo, y por decir algo, en Iping dejó casi desnudos al vicario y al boticario; dejó sin sentido al policía Bobby Jaffers y al vendedor de tabaco Mr. Huxter; destrozó “todas las ventanas de la posada Coach and Horses” y no pagó los adeudos del hospedaje y de los comestibles y refrigerios; “arrojó uno de los faroles de la calle por el balcón de la sala de Mrs. Grogram”; y al fugarse para siempre de Iping “cortó los hilos del telégrafo que ponían al pueblo en comunicación con Adderdean”). Así que antes de que su inesperado e invisible huésped se despierte, el doctor Kemp redacta un urgente mensaje dirigido al coronel Adye, el jefe de la policía de Port Burdock.   

Fotograma de The Invisible Man  (1933)
      Persuadido, al parecer, de que el doctor Kemp se sumará a su proyecto y lo auxiliará en sus ambiciosos planes, Griffin —tras despertarse, tirar una silla y hacer trizas el vaso del lavabo— abre toda la bocota, suelta la lengua hasta las heces y le narra, sin escrúpulos, todo lo ocurrido en torno a su descubrimiento (cuyos pormenores científicos más o menos le resume y explica) y a su conversión en el primer hombre invisible de la historia. Según le dice, pronto se desinteresó de la medicina. Y al salir de Londres, hace 6 años, cuando tenía 22 años, empezó a adentrarse en el estudio de la física molecular y en el análisis de los pigmentos. Así que la idea de la invisibilidad se le ocurrió en el colegio de Chesilstowe, donde era un provinciano y pobretón profesor que daba clases a estudiantes “insoportables”, “lerdos y distraídos”. “Durante tres años” trabajó así hasta que por falta de recursos, para consumar las investigaciones de su obra, se trasladó a Londres. Y para obtener dinero y proveerse del instrumental necesario, robó a su padre el que tenía. Pero como el dinero no era suyo, se suicidó. Y Griffin, en su pueblo, asistió al sepelio de su padre con frialdad e indiferencia. Y en Londres rentó “una habitación grande y sin muebles en una casa de huéspedes situada en uno de los suburbios cerca de Great Portland Street”, donde instaló los aparatos e instrumentos recién adquiridos ex profeso con el dinero robado a su progenitor. Algunos datos de su investigación, según le dice, están guardados en su memoria, pero casi “todo está escrito en cifra en los libros que ha escondido el vagabundo”, y por ello quiere recuperarlos con la ayuda y la complicidad del doctor Kemp. Apenas “en el mes de diciembre pasado” completó su secreta y asombrosa investigación tras “el intenso esfuerzo de casi cuatro años de trabajo continuo”. Y tras varios ensayos, ya con “un trozo de tela blanca”, ya con “un gato blanco” (cuya dueña es una entrometida y alcohólica inquilina del piso inferior al suyo, a la que detesta), “un soleado día del mes de enero” (un mes antes de su traslado a Iping) logró transformarse, paulatinamente y no sin dolor, en el primer hombre invisible del planeta Tierra concebido con procedimiento científico.

Fotograma de The Invisible Man (1933)
       Casi sobra decir que el intrínseco y enigmático leitmotiv de su investigación y descubrimiento no es una búsqueda filantrópica, ni humanitariamente pretende contribuir con el acervo del conocimiento científico del género humano, sino que su motivo es un claro afán egocéntrico, egoísta, narcisista, megalómano y psicótico: “quería asombrar al mundo con la revelación de mi obra y hacerme famoso de golpe”, le dice al doctor Kemp. Y más aún, en el clímax de sus anecdóticas revelaciones, de su locuaz ideario, de su obnubilación y desvarío mental, característico del arquetipo del científico loco (meollo donde descuella su falta de empatía con los otros, su inmoralidad, su misantropía, su carencia de ética, y su carácter violento y coercitivo), trata de involucrarlo, torpemente y como segundo de a bordo, en la facilidad para asesinar y apoderarse del mundo implantado un régimen de terror:

“No hablo de matar sin ton ni son, sino con método. Se trata de lo siguiente: todos saben que existe un Hombre Invisible, como nosotros sabemos que hay un Hombre Invisible. Y ese Hombre Invisible, Kemp, debe establecer ahora el Reinado del Terror. Sí; no cabe duda de que es espantoso, pero hablo en serio. El Reinado del Terror. Debe tomar cualquier pueblo, como tu Burdock, por ejemplo, aterrorizarlo y dominarlo. Debe dar órdenes. Puede hacerlo de mil modos, pero bastará introducir un papel escrito por debajo de las puertas. Y debe matar a todos cuantos desobedezcan sus órdenes y a todos aquellos que los defiendan.” 
Fotograma de The Invisible Man (1933)
        Griffin ve al Hombre Invisible como un poder para robar, golpear, matar y fugarse con absoluta impunidad. De ahí que haya incendiado el populoso edificio donde en Londres, a “un viejo judío polaco”, le alquilara el piso en el que —con instrumentos, sustancias y pesquisas— se transmutó en el fantasmal Hombre Invisible (sólo salvó “su” chequera y sus tres encriptados libros, que envió a “una dirección donde se reciben cartas y paquetes, en Great Portland Street”, y que luego recogería tras robar el dinero para recuperarlos). Invisible, o sea: desnudo desde la cabeza a los pies —pese a la nieve, al frío y a las imprevistas inclemencias de las rudas y agrestes calles—, logra introducirse con sigilo en “los grandes almacenes” Omnimus; donde durante una noche se arropa, se alimenta, duerme abrigado y tiene pesadillas. Pero a la mañana siguiente, tras una gresca con varios empleados y un policía que lo persiguen y tratan de atraparlo, se ve obligado a huir y a salir a la calle —pese a la baja temperatura—, totalmente sin ropa, sin calzado y sin el dinero robado con que pensaba recuperar sus tres libros.   

Luego, con un nuevo resfrío (o sea: de repente estornuda ante la extrañeza de quienes oyen el estornudo, pero no ven a nadie), da con “una tiendecita sucia y oscura en una callejuela lateral cerca de Drury Lane, con un escaparate lleno de trajes de lentejuelas, joyas falsas, pelucas, zapatillas, dominós y fotografías de teatro. Era una tienda anticuada y tenebrosa, y el edificio que se alzaba sobre ella tenía cuatro pisos igualmente oscuros.” Esa tiendecilla, según le cuanta al doctor Kemp, era atendida por viejecillo solitario y jorobado, con agudo oído y un revólver. Ahí logra robar dinero y ataviarse (“una figura grotesca y teatral” que aprueba observándose frente al espejo), además de comer “algo de pan y un pedazo de queso rancio”. Pero para asaltar al viejecillo jorobado, le arroja un taburete “mientras bajaba las escaleras”; de modo que “bajó rodando como un saco de botas viejas”, dice. Y más aún: lo amordazó “con un chaleco Luis XIV” y lo envolvió con una sábana. Lo cual alarma al doctor Kemp y Griffin le replica: “Hice con ella una especie de bolsa. Fue una buena idea mantener a aquel idiota asustado e inmóvil. Y, además, era muy difícil que se librara de ella... Eso, sin contar la cuerda con que lo até. Mi querido Kemp, es inútil que me mires indignado como si hubiera cometido un asesinato. Aquel hombre tenía un revólver. Si me hubiera descubierto, habría podido delatarme...”
Quizá, y con razón. Pero lo que no es difícil inferir es que ese viejecillo solitario (que no solía recibir visitas) murió amordazado y atado de esa manera. Asesinato gratuito y cruel, que remite a la saña con que Griffin, cuando ya es un fugitivo de la policía de Port Burdock, asesinó a Mr. Wicksteed, tras agarrar a un niño que jugaba por allí y arrojarlo “a un lado con tal fuerza que sufrió fractura de un tobillo”. Según reporta la voz narrativa, el asesinato de Mr. Wicksteed “Ocurrió al borde de la cantera, a unos doscientos metros de la casa de Lord Burdock. Todo nos hace suponer una lucha desesperada... El terreno pisoteado, las numerosas heridas que Mr. Wicksteed recibió, su bastón hecho pedazos. Pero a qué fue debido este ataque, de no ser a un frenesí sanguinario, es imposible de comprender. La teoría de la locura es casi inevitable. Mr. Wicksteed era un hombre de unos cuarenta y cinco o cuarenta y seis años, mayordomo de la casa de Lord Burdock, de apariencia y costumbres inofensivas y la última persona en el mundo que hubiera podido provocar a tan terrible antagonista. Parece ser que contra él, el Hombre Invisible utilizó una barra de hierro arrancada de un trozo de verja rota. Detuvo a aquel hombre que volvía tranquilamente a su casa para comer, lo atacó, venció su débil resistencia, le rompió un brazo, lo derribó y redujo su cabeza en una pulpa sanguinolenta.”
Fotograma de The Invisible Man (1933)
      Casi al unísono de la declaración de principios que vocifera Griffin para apoderarse del mundo e instaurar un “Reinado del Terror”, el coronel Adye y dos policías sin armas llegan a pie a la villa del doctor Kemp. Tras advertir la cercana presencia del trío de gendarmes, Griffin tilda a Kemp de “traidor” y logra escapar, desnudo y sin botas y con los ojos vulnerables (pues sus invisibles párpados no lo protegen de la radiación solar), luego de una violenta pelea en la que el Hombre Invisible utilizó un hacha. En el colectivo plan para acorralarlo y cazarlo, destaca y participa el doctor Kemp; quien a la postre, casi sin buscarlo, se convierte en el señuelo que incide en la derrota y linchamiento de Griffin cerca de la taberna de los Jolly Cricketers, cuyo cuerpo desnudo y tendido en el suelo, ya sin vida, paulatinamente deja ser invisible ante la mirada y el asombro de la multitud de aldeanos y del grupo de hombres que lo tundieron a golpes y participaron en la cacería. 

The Invisible Man (1897)
        El tercer y último momento de la novela se lee en el “Epílogo”. Y tiene como epicentro y escenario “una pequeña posada que hay cerca de Port Stowe”, cuyo propietario es nada menos el otrora “mendigo vagabundo” Mr. Thomas Marvel. La posada lleva por nombre el mismo nombre de la novela de H.G. Wells y su emblema “es una tablilla en blanco en la que sólo hay dibujados un sombrero y unas botas”. Según dice la voz narrativa sobre el tabernero, “Si el lector bebe con generosidad, le hablará también generosamente, de todo cuando le ocurrió después de los sucesos anteriores y de cómo los jueces intentaron despojarlo del tesoro que le encontraron encima.” E incluso —afirma el propio Marvel— ya hubo “un caballero” que le “ofreció una libra por noche, por contar” su “historia en el Empire Music Hall”. Lo que no revela a nadie, y es ultrasecreto, es que “todas las noches, después de las diez, entra en su salita privada llevando en la mano un vaso de ginebra con unas gotas de agua, y después de haberlo colocado sobre la mesa, cierra la puerta con llave, examina las persianas e incluso mira debajo de la mesa. Después, satisfecho al comprobar que se halla en completa soledad, abre un armario y una caja que hay dentro del armario y un cajón que hay dentro de la caja, y saca tres volúmenes encuadernados en cuero marrón y los coloca solemnemente en el centro de la mesa. Las cubiertas estás desgastadas y ligeramente teñidas de verde porque en cierta ocasión estuvieron escondidas en una zanja. El dueño de la posada se sienta en una butaca y llena lentamente su pipa contemplando los libros con avidez. Después, acerca uno de ellos y comienza a estudiarlo volviendo las páginas en todas direcciones.” Su propósito es descifrar las claves alfanuméricas. Muy abstrusas para su limitado intelecto y quizá parecidas a las crípticas anotaciones del capitán Kidd desentrañadas en un viejo pergamino (hallado cerca de los restos del casco de un barco pirata) por William Legrand en el entorno de “la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en la Carolina del Sur”, según se lee y se observa en “El escarabajo de oro” (1843), el celebérrimo cuento de Edgar Allan Poe. “Una vez que haya conseguido descifrarlos... ¡Dios mío! No hará lo que él hizo; haría... ¿quién sabe?”



El capitan Kidd
(1645-1701)



Herbert George Wells, La máquina del tiempo. El hombre invisible. Traducción del inglés al español de Nellie Manso y Julio Gómez de la Serna. Prólogos de Jorge Luis Borges. Colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 14, Hyspamérica Ediciones. Madrid, 1985. 300 pp.

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