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lunes, 2 de diciembre de 2019

El tiempo entre costuras

Era como estar de vuelta en casa



I de II
Editada por Ediciones Temas de Hoy (“sello editorial de Ediciones Planeta”) e impresa en España en “junio de 2009” y en México en “julio de 2010”, El tiempo entre costuras es la ópera prima de la escritora española María Dueñas (Puertollano, Ciudad Real, 1964); novela con la que hizo boom en el ámbito de la aldea global del idioma español (y más allá de ella), éxito que incidió en las superventas y en la homónima y consabida adaptación televisiva (con sus obvios cambios y variantes) “producida por Boomerang TV para el canal [español] Antena 3” (2013-2014). Serie que en México se pudo coleccionar en formato DVD y Blu-Ray y apreciar en la plataforma online Netflix.  
Ediciones Temas de Hoy
Primera edición mexicana, julio de 2010
       Dividida en “69” capítulos distribuidos en cuatro partes, más un “Epílogo”, la novela El tiempo entre costuras es el tiempo de la memoria, el tiempo de mirar hacia el pasado y contar lo que era y lo que sucedió. En sus páginas, “Sira Quiroga Martín, nacida en Madrid el 25 de junio de 1911”, es la voz narrativa, la voz cantante que evoca desde el presente y urde las mil y una minucias, vivencias, desventuras y aventuras de su vida cotidiana, personal y familiar ya pasada, inextricable al contexto de los sucesos históricos en que se ve inmersa y que trastocaron y convulsionaron a España y al Protectorado Español de Marruecos durante la Segunda República (1931-1939), la Guerra Civil (1936-1939) y la expansión nazi de la preguerra y de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). 

 
María Dueñas y su novela a los diez años
       De índole realista, El tiempo entre costuras no es una novela histórica; no obstante, para la meticulosa urdimbre de la trama, de la intriga y del suspense, y de las mil y una anécdotas e incidentes —ya en Madrid, Tánger, Tetuán y Portugal—, hizo uso de espacios geográficos y arquitectónicos, y de numerosos episodios, fechas y personajes transcritos de la historia, cuyo compendio y abrevadero, dada la experiencia y formación académica de María Dueñas, ventila en la postrera “Bibliografía”. En este sentido, descuella Rosalinda Fox, espía de la inteligencia británica y amante de José Luis Beigbeder, quien tras el levantamiento militar en Marruecos el 17 y 18 de julio de 1936, fuera nombrado, en Tetuán, Delegado de Asuntos Indígenas, y luego, el 13 de abril de 1937, Alto Comisario del Protectorado español, y, con el empoderamiento de generalísismo Francisco Franco y del cuñadísimo Ramón Serrano Suñer, primer Ministro de Asuntos Exteriores de España (lo fue entre el 9 de agosto de 1939 y el 16 de octubre de 1940).
 
Sira y su madre Dolores Quiroga
Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
      El talento para la costura y la moda (de ahí el regodeo de telas, vestimentas y atavíos), Sira Quiroga lo cultivó en Madrid, desde pequeña, precisamente en el taller de doña Manuela Godina, donde su madre, Dolores, era oficiala, y por ende, a sus doce años, empezó de aprendiza. En medio de la agitación social, económica y política sucedida in crescendo tras el arribo, el 14 de abril de 1931, de la Segunda República, el taller de costura de doña Manuela empezó a venirse a menos hasta que en 1935 se vio obligado a cerrar. Luego de su breve noviazgo con Ignacio Montes, “Dos años mayor” que ella, Sira y él planean casarse el “8 de junio” de ese año. Y por ello doña Manuela “volvería a coger los hilos para” regalarle a Sira “su última obra en forma de traje de novia”. 
 
Sira y su noviecito
(Adriana Ugarte y Raúl Arévalo)
Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
       Ignacio Montes recién había aprobado, por fin, las oposiciones para obtener un empleo de “funcionario” en la administración pública y pensó que un destino semejante podría ser el futuro de su inminente esposa. Así que los prometidos y enamorados fueron juntitos a la “casa Hispano-Olivetti” a adquirir una máquina de escribir para el aprendizaje de la mecanografía de la futura secretaria. Pero en ese negocio, Ramiro Arribas, “el gerente de la casa”, quien les recomienda una “Lettera 35 portátil”, empieza un galanteo y una rápida seducción que da al traste con el ilusionado matrimonio y con el incierto porvenir de mecanógrafa en alguna oficina de la “administración de la República”. 
   
Ignacio, Sira y Ramiro Arribas
(Raúl Arévalo, Adriana Ugarte y Rubén Cortada)

Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
      Sira ignoraba la identidad de su padre y quizá nunca hubiera sabido quién fue, si su madre, pese a que despreciaba a Ramiro Arribas y el hecho de que su hija viviera con él sin casarse, no la hubiera visitado con la noticia de que su progenitor quiere que lo conozca. En contraste con la modesta casa donde creció y vivía con su madre y su abuelo materno —sin habla, “sin piernas ni luces, mutilado de cuerpo y ánimo en la guerra de Filipinas” (1896-1898)—, Gonzalo Alvarado, su padre, vive en una lujosa casona. “Es ingeniero” y “dueño de una fundición”; tiene esposa y dos hijos varones, ya jóvenes. Además de enterarse de ciertos detalles del breve e ingrato romance vivido entre sus progenitores, el meollo de esa entrevista es que ante el dudoso porvenir de su fábrica en medio de la excitación obrera y social, Gonzalo Alvarado teme por su vida y por ende de algún modo anhela reivindicarse ante Sira, y por ello, a manera de perentoria herencia, le entrega un conjunto de joyas familiares, certificadas y notariadas; “casi ciento cincuenta mil pesetas”; y un documento notariado que da fe de que ella es su hija. 
 
Ramiro Arribas y Sira Quiroga
(Rubén Cortada y Adriana Ugarte)

Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
         El caso es que ese dinero, y las costosas joyas, catapultan los ambiciosos devaneos de Ramiro Arribas, pues poco después le propone a Sira montar en Marruecos, “en Tánger o en el Protectorado”, una sucursal de las argentinas Academias Pitman, donde se enseñará “mecanografía, taquigrafía y contabilidad con métodos revolucionarios”. Así, ya dorada la píldora con su verborrea de encantador de víboras y mazacuatas prietas en medio de la multitudinaria plazuela, dejan “Madrid a finales de marzo de 1936” y desembarcan en “Tánger un mediodía ventoso del principio de la primavera”. Se hospedan “en el hotel Continental, sobre el puerto y al borde de la medina”, y empieza para Sira un escueto período marcado por la espera del supuesto inicio de la prometedora empresa y el frenesí erótico y festivo y las ínfulas de bon vivant de él, que concluye con un solitario vacío existencial e intempestivamente cuando Ramiro Arribas huye con el dinero y las joyas, dejándola sola, sin un clavo, y sin “liquidar la factura de los últimos meses en el hotel”. 
    Sira Quiroga, casi zombi, se escabulle del hotel con una maleta y se sube a un autobús. Cuando recobra el sentido (débil por un aborto involuntario), está postrada en una cama del Hospital de Civil de Tetuán. Y la voz de un hombre (luego sabrá que se trata del comisario Claudio Vázquez) le informa que es imposible el regreso a Madrid, pues “El tránsito con el Estrecho [de Gibraltar] está interrumpido. Han declarado el estado de guerra” (tras el inicio del alzamiento militar del 17 de julio). En el posterior diálogo que sostiene con Sira, el comisario Vázquez coteja los datos que ha investigado sobre ella y Ramiro Arribas Querol y la pone al tanto de su controvertida situación ante la policía. Que Sira llegó “a Tetuán el pasado 15 de julio procedente de Tánger”. Que “En Tánger estuvo hospedada desde el día 23 de marzo en el hotel Continental”. Que allí ella y Ramiro Arribas “dejaron una factura pendiente de mil setecientos ochenta y nueve francos franceses” y por ende la administración del hotel la ha demandado. Que en Madrid tiene “una denuncia de la casa Hispano-Olivetti por estafa de veinticuatro mil ochocientas noventa pesetas”. (Luego le dice que “La versión oficial de los hechos es que usted figura como dueña de un negocio que ha recibido una cantidad de máquinas de escribir que nunca han sido pagadas.”) Y por si fuera poco: tiene “una orden de búsqueda por la sustracción de unas joyas de considerable valor en un domicilio particular de Madrid”.
   
El comisario Vázquez y Sira Quiroga
(Francesc Garrido y Adriana Ugarte)

Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
         Vale resumir que el comisario Vázquez infiere e intuye que Sira es, sobre todo, “la incauta víctima de un canalla” sin escrúpulos. Así que ante el bloqueo en el Estrecho y la cruenta guerra en Madrid, le echa una mano para eludir la prisión y al unísono para que se restituya en Tetuán: le consigue una prórroga de un año para que trabaje, ahorre y liquide la deuda con el hotel Continental y le consigue alojamiento gratuito en la astrosa pensión de una tal Candelaria; no obstante, le dice, vigilará su conducta y le retendrá su pasaporte. 
     La pensión de Candelaria la matutera se ubica en la calle La Luneta, adjunta a la judería y a la medina. Una calle “estrecha, ruidosa, irregular y bullanguera, llena de gente, tabernas, cafés y bazares alborotados en los que todo se compraba y todo se vendía.”
    Hay que subrayar que la amenidad narrativa de María Dueñas, repleta de menudencias visuales, auditivas y socioculturales, está salpimentada con los modismos y coloquialismos del habla que caracterizan la idiosincrasia y los modos de hablar de sus personajes; por ejemplo, la índole popular y deslenguada de Candelaria la matutera (quien es una rechoncha y pechugona andaluza de 47 años), el origen árabe de la adolescente Jamila (criada de Candelaria y luego de Sira), y el especie de spanglish con palabras en portugués con que se expresa y parlotea hasta por los codos Rosalinda Fox.  
 
Jamila y Candelaria la matutera
(Alba Flores y Mari Carmen Sánchez)

Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
        El microcosmos que conforma la singular y cómica fauna refugiada en la pensión de Candelaria, además de los implícitos dramas personales que los aglutinan ahí, reflejan, al unísono y en un hilarante divertimento, las beligerantes y sangrientas confrontaciones que se suceden en España: nacionales versus republicanos. En esa estancia, Sira, al principio, no halla el modo de empezar a valerse por sí misma y remunerar su pensión. Pero, tras advertir que posee sorprendentes e indiscutibles dotes para la costura y la moda, Candelaria la matutera, con su carácter dicharachero y bonachón, olfato de perra callejera y un pálpito visionario, le propone a Sira vender, de un modo secreto y clandestino, un conjunto de pistolas que un inquilino (un supuesto “agente de aduanas”) recién dejó ocultas y abandonadas en la pensión. Con el dinero de la venta montarán un taller de alta costura en el corazón de Tetuán; Sira gestionará y llevará las riendas del taller, pero las ganancias en dinero de distinta nominación (siempre cambiadas a libras esterlinas por la matutera) se dividirán entre las dos.
   Candelaria, pese a que “El ejército tiene vigilados todos los accesos a Tetuán por carretera”, pacta la venta de las armas a ciertos “hombres que venían desde Larache a recoger la mercancía” a salto de mata y jugándose el pellejo. Candelaria, que había llevado las 19 pistolas ocultas bajo un largo gabán, fracasa en la entrega. Pero como aún es de madrugada y el negocio tiene que hacerse de un modo o de otro, con estiras y aflojas, Sira, pese al terror, se ve impelida a llevar las armas adheridas a su cuerpo con tiras de sábanas y a disfrazarse de mora con un amplio jaique y las babuchas de Jamila. En ese aventurero y arriesgado episodio a paso de tortuga rumbo a la estación del tren (donde se hace el intercambio), no exento de laberínticos vericuetos, peligros, tensión y giros inesperados, Sira, que se juega la libertad y la vida en el filo de la navaja, logra salir airosa. 
 
Sira disfrazada de mora
Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
         Así, un “mediodía de octubre” de 1936, Sira Quiroga entra al sitio que será su “local de trabajo y residencia” (que ella dispuso y amuebló evocando el taller madrileño de doña Manuela): “un gran piso en la Calle Sidi Mandri [rentado al ‘hebreo Jacob Benchimol’], en un edificio con fachada de azulejos cercano al Casino Español, el Pasaje Benarroch y el hotel Nacional, no lejos de la plaza de España, la Alta Comisaría y el palacio del jalifa con sus guardias imponentes vigilando la entrada, un despliegue exótico de turbantes y capas suntuosas mecidas por el aire.” Allí, Sira, con el auxilio de la adolescente Jamila, que será su criada, se dispone a presentarse ante cierta élite como “la modista llegada de la capital de España para montar en el Protectorado la más soberbia casa de modas que la zona nunca hubiera conocido.”
 
Jamila y Sira en su taller de Tetuán
(Alba Flores y Adriana Ugarte)

Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
      En ese empeño incide, casi sin buscarlo y como dispuesto por el cielo que ilumina su buena estrella, el joven Félix Aranda, su vecino, quien vive con su horripilante madre en el mismo primer piso, exactamente en el departamento de enfrente. Pero Sira no se acerca a él porque sea su vecino, sino porque Frau Heinz, una alemana recién llegada a Tetuán, le solicita la confección de varias prendas, entre ellas “un conjunto para jugar al tenis”. Y Sira dice que sí, que lo hará; pero no sabe “cómo demonios sería un conjunto para tal actividad”. 
 
Lilí Álvarez en shorts diseñados
por Shiaparelli (1931)
        En el acopio de información para visualizar un modelo, Candelaria, a través de Jamila, le provee de varias revistas, entre ellas una en francés (idioma que Sira ignora), pero de 1931, donde alcanza a entender que se habla de “la tenista Lilí Álvarez”, de “la diseñadora Elsa Schiaparelli” y de “un lugar llamado Wimbledon”. 
Y para el colmo, Sira es torpe para el dibujo, de modo que no podría copiar un modelo, hacerlo pasar como suyo y presentarle a su clienta varios figurines para elegir. En busca de apoyo para el dibujo, Sira acude a don Anselmo, el maestro republicano retirado e inquilino de Candelaria, quien le dice que vaya a la escuela de “Mariano Bertuchi, el gran pintor de Marruecos”. Y es allí donde Félix Aranda (parlanchín, “Curioso, directo y levemente amanerado”) la reconoce como su “hermosa vecina”. Y en el diálogo, Sira le dice: “Tengo unas fotografías de hace unos años y quiero que me dibujen unos figurines basados en ellas. Como ya sabrá, soy modista. Son para un modelo que debo coser para una clienta; antes tengo que mostrárselo para que lo apruebe.” Félix se ofrece a dibujarlos. Y cuando le entrega el “encarguito”, Sira canturrea: “Tres cartulinas dibujadas en lápiz y pastel mostraban desde distintos ángulos y poses a una modelo estilizada hasta lo irreal, luciendo el estrambótico modelo de la falda que no lo era. La satisfacción debió de reflejarse en mi cara de forma instantánea.”
   
Sira Quiroga y Félix Aranda
(Adriana Ugarte y Carlos Santos)

Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
         El caso es que Sira Quiroga y Félix Aranda inician una complicidad amistosa, en la que él, además de ofrecerle dibujar para ella y de sugerirle estrambóticos y surrealistas diseños (y de revelarle ciertas intimidades relativas a su horrorosísima madre y a él y su sigilosa vida nocturna fuera de casa), dada su cultura, conocimientos y curiosidad infinita y chismográfica, la instruye, la culturiza, afrancesa su vocabulario con palabras y expresiones hechas, le enseña los valores monetarios, cómo elaborar una factura, e incluso bautiza a su negocio. En este sentido, Sira canturrea: “Por indicación de Félix mandé también hacer para la puerta una placa dorada con la inscripción en letra inglesa Chez Sirah-Grand couturier. En la Papelera Africana encargué una caja de tarjetas en blanco marfileño con el nombre y la dirección del negocio. Así era, según él como se denominaban las mejores casas de la moda francesa de entonces. Lo de la h final fue otro toque suyo para dotar al taller de un mayor aroma internacional, dijo. Le seguí el juego, por qué no, al fin y al cabo, a nadie dañaba con aquella folie de grandeur.”
   
Félix Aranda y Sira Quiroga
(Carlos Santos y Adriana Ugarte)

Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
        Entre las clientas de Sira se distinguen las esposas de militares nazis de alto pedorraje establecidos en Tetuán; pero quien cobra relevancia para ella es la inglesa Rosalinda Fox, conocida a través de su clienta alemana Frau Langenheim. La amistad entre ambas empieza a consolidarse cuando Sira la saca de un aprieto. Rosalinda acude a ella, nerviosa y sin avisar, porque requiere “un traje espectacular” para la noche de ese día, pues ha sido invitada a la recepción del cónsul alemán y será la primeva vez que públicamente asistirá “a un evento acompañando” a una persona importante para ella. Sira le explica que no tiene ningún vestido de noche en stock, que no podría prestarle alguno suyo porque dizque toda su ropa se “quedó en Madrid al estallar la guerra”, que ella confecciona sobre pedido, y que necesitaría “al menos tres o cuatro días” para hacerlo. El caso es que Rosalinda Fox se marcha con su preocupación y Sira se queda pensando en la incertidumbre de su clienta; pero al hojear “un ejemplar de primavera de Madame Figaro” la foto de una modelo le resulta “remotamente familiar”. El foco mental se le enciende y le ordena ipso facto a Jamila: “Vete volando a la casa de Frau Langenheim y pídele que localice a la señora Fox. Tiene que venir inmediatamente; dile que se trata de un asunto de máxima urgencia.”
     El meollo de la perentoria cita radica en que Sira evocó el día en que en el taller de Madrid, ante los ojos de doña Manuela, de su madre y de ella, una clienta desplegó “de una pequeña caja lo que parecía un tubo reliado de tela color sangre” y les dijo: “Quiero una copia de esto.” “Esto, señoras, es un Delphos, un vestido único. Es una creación del artista Fortuny: se hacen en Venecia y se venden en algunos establecimientos selectísimos en las grandes ciudades europeas.” Así que Sira le propone a Rosalinda Fox confeccionarle, vertiginosamente, “Un falso Delphos” que, como en un cuento de hadas, sólo le servirá para esa fulgurante noche y por ende le dice sabiendo que el evento inicia a las veinte horas: “Tendrá que venir aquí a vestirse [...] Llegue sobre las siete y media, maquillada, peinada, lista para salir, con los zapatos y las joyas que vaya a ponerse. Le aconsejo que no sean muchas ni excesivamente vistosas: el vestido no las demanda, quedará mucho más elegante con complementos sobrios, ¿me entiende?” 
 
Sira y Rosalinda Fox probándose el falso Delphos
(Adriana Ugarte y Hannah New)

Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
        De un modo entrañable e indeleble, Sira Quiroga narra las menudencias para confeccionar, a toda prisa y en unas horas, ese efímero “falso Delphos” con el auxilio de Jamila. Rosalinda Fox quedó esplendorosa y lista apenas diez minutos antes de las ocho. Pero es hasta al día siguiente, por la tarde, cuando imprevistamente Félix Aranda toca a su puerta para cotorrear sobre la “rubia flaca”, la “dama etérea” con la que acaba de cruzarse en el portal. Y en el parloteo, Félix le revela que la inglesa Rosalinda Fox “es la amante del teniente coronel Juan Luis Beigbeder y Atienza, alto comisario de España en Marruecos y gobernador general de las Plazas de Soberanía. El cargo militar y administrativo más importante de todo el Protectorado”, y que además le auspicia a su querida “una villa con piscina en el paseo de las Palmeras”. Pero también el muy marisabidillo la alecciona en torno al “falso Delphos”, “tumbado en el sofá mientras en sus manos mantenía la revista que había disparado” la memoria de Sira: “El creador del modelo, querida ignorante mía, es Mariano Fortuny y Madrazo, hijo del gran Mariano Fortuny, quien probablemente sea el mejor pintor del siglo XIX tras Goya. Fue un artista fantástico, muy vinculado a Marruecos, por cierto. Vino durante la guerra de África [1859-1860], quedó deslumbrado por la luz y el exotismo de esta tierra y se encargó de plasmarlo en muchos de sus cuadros; una de sus pinturas más conocidas es, de hecho, La batalla de Tetuán [1862-1864]. Pero si Fortuny padre fue un pintor magistral, el hijo es un auténtico genio. Pinta también, pero en su taller veneciano diseña además escenografías para obras de teatro, y es fotógrafo, inventor, estudioso de técnicas clásicas y diseñador de telas y vestidos, como el mítico Delphos que tú, pequeña farsante, acabas de fusilarte en una reinterpretación doméstica intuyo que de lo más lograda.”

Delphos de Mariano Fortuny y Madrazo


II de II
      Al oír, “Una tarde de mediados de julio” de 1937, en las escaleras y en un departamento aledaño del edificio donde vive y tiene su taller de costura, el estridente y feliz arribo de unos familiares de los Herrera que huyeron de la “zona roja” en España, Sira Quiroga se ilusiona con la posibilidad de rescatar a su madre de la guerra en Madrid y traerla a Tetuán, capital del Protectorado español en Marruecos. Con tal propósito en mente, Sira, que ha ahorrado para saldar la deuda con el hotel Continental, planea pedir otra prórroga al gerente; y para ello el comisario Claudio Vázquez le extiende un salvoconducto para que vaya a Tánger a resolver esa cuestión y le da su pasaporte. (Tiene doce horas para ir y venir). Pero Sira no viaja en La Valenciana, el autobús que rutinariamente de ida y vuelta hace el trayecto de unos 70 kilómetros entre Tetuán y Tánger, como era su intención, sino inesperadamente con la hablantina Rosalinda Fox, que maneja un descapotable Dodge Roadster negro (“un regalo del director de la Banca Hassan de Tetuán que Juan Luis” Beigbeder decidió que sea de ella y que no es el “automóvil rojo intenso”, el “coche inglés con volante a la derecha”, el “Austin 7” con que Rosalinda Fox llegó manejando y se fue tristona y preocupada de su taller el día que luego Sira tuvo la súbita idea de hacer el “falso Delphos” y la sacó de apuros; ni mucho menos el “automóvil negro, brillante, imponente, con banderines en su parte delantera”, que en la noche de ese día pasó a recogerla, y de cuyo “lado del copiloto” vio descender, desde la ventana de su taller, “un hombre uniformado”, “quien abrió con rapidez la puerta trasera” y “Se mantuvo marcial a su espera hasta que ella, elegante y majestuosa, salió a la calle y se acercó al auto con pasos breves.”)
 
Juan Luis Beigbeder y Rosalinda Fox luciendo el falso Delphos
(Tristán Ulloa y Hannah New)

Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
         Poco después de que Sira salda la deuda con el hotel Continental (no logró la prórroga) y que el comisario Vázquez le haya dejado de manera definitiva su pasaporte y extendido otro salvoconducto para viajar a Tánger, y ya encarriladas las migas y las mutuas confidencias biográficas entre la española y la inglesa (quien tiene un hijo de 5 años viviendo con ella y un esposo británico en Calcuta), llega el momento, ese mismo verano de 1937, en que Rosalinda Fox le propone a Sira llevarla con un inglés que sabe del contacto para sacar a su madre de la beligerante “zona roja” en Madrid y traerla a Tetuán. Ese inglés es el gibraltareño Leo Martin, “director del Bank of London and South America en Tánger”, quien desde su oficina habla por teléfono con Eric Gordon, residente en Londres y que otrora trabajaba en la sucursal bancaria en Madrid. Y ese Eric Gordon es quien conoce a “un periodista que ha regresado a Inglaterra”, “herido”, al parecer, pero podría “facilitarles el contacto con el hombre que se dedica a evacuar refugiados”. Pero ese periodista inglés solicita hablar directamente por teléfono con Rosalinda Fox, a quien formula sus condiciones, mismas que ella le resume a Sira: “Una entrevista personal con Juan Luis [Beigbeder] y unas semanas de acceso preferente a la vida oficial de Tetuán. A cambio, se compromete a ponernos en contacto con la persona que necesitamos en Madrid.”
   
Félix Aranda, Rosalinda Fox y Marcus Logan
(Carlos Santos, Hannah New y Peter Vives)
        Vale resumir que Marcus Logan, el presunto periodista inglés, que efectivamente llega a Tetuán maltratado del cuerpo y del rostro, cumple al pie de la letra su promesa y sin cobrar un quinto por ello. Y se va de Tetuán cuando la madre de Sira está a punto de llegar. Y si esa estancia en el Protectorado queda signada por el mutuo y reticente enamoramiento entre Marcus Logan y Sira Quiroga, un modo galante y amistoso (al parecer) se sucede cuando él le pide a ella, a manera de recompensa por sus servicios, que lo acompañe a la recepción de Ramón Serrano Suñer, el poderoso y maquiavélico cuñadísimo de Francisco Franco, donde ella podrá ayudarlo “a identificar a personas relevantes”. El evento de gala, presidido por el coronel Juan Luis Beigbeder, será en la Alta Comisaría y en ella estarán presentes los mandos nazis con sus deslumbrantes esposas. Sira, que nunca ha asistido a un suceso de tal envergadura, se confecciona un vestido ex profeso. Y Félix Aranda, en el ínterin, le brinda información sobre el currículum y la leyenda de Ramón Serrano Suñer y sobre la fauna que asistirá a la recepción y por ello apunta Sira: “así, a lo largo de varias noches, Félix me fue desgranando los perfiles de los invitados más destacados, y uno a uno fui memorizando sus nombres, puestos y cargos y, en numerosas ocasiones, también sus caras gracias al despliegue de periódicos, revistas, fotografías y anuarios que él trajo. De esa manera supe dónde vivían, a qué se dedicaban, cuántos posibles tenían y cuáles eran sus posiciones en el orden local.”
   
Félix Aranda y Sira Quiroga en Tetuán
(Carlos Santos y Adriana Ugarte)
      Pero además, Félix Aranda, lúdico y dicharachero, le da minuciosas instrucciones protocolarias para que no se comporte como una mona fuera de la jaula ni riegue el tepache en el mantel, en su vestido o en la corbata de un nazi: “No hables con la boca llena, no hagas ruido al comer y no te limpies con la manga, ni te metas el tenedor hasta la campanilla, ni te bebas el vino de un trago, ni alces la copa chisteando al camarero para que te la vuelva a llenar.” [...] “Si algo te causa asombro o te complace enormemente, di sólo ‘admirable’, ‘impresionante’ o un adjetivo similar; en ningún momento muestres tu entusiasmo con aspavientos, ni con palmadas en el muslo o frases como ‘talmente un milagro’, ‘arrea mi madre’ o ‘me he quedao pasmá’. Si algún comentario te parece gracioso, no te rías a carcajadas enseñando las muelas del juicio ni dobles el cuerpo sujetándote la barriga. Tan sólo sonríe, pestañea y evita comentario alguno. Y no des tu opinión cuanto no te la pidan, ni hagas intervenciones indiscretas del tipo ‘¿usted quién es, buen hombre?’ o ‘no me diga que esa gorda es su señora’.”
 
Marcus Logan y Sira Quiroga
(Peter Vives y Adriana Ugarte)

Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
        Ya en la pomposa recepción plagada de uniformes y cruces gamadas, Marcus Logan le pide a Sira que se acerque y vea qué le están mostrando un grupo de nazis a Ramón Serrano Suñer; y ella le pide que averigüe dónde está Rosalinda Fox, puesto que no la ve por ningún lado. Pero el punto culminante de su capacidad para la improvisación y teatralización se puntualiza al azar, cuando Sira, en busca de un lavabo, se introduce en la Alta Comisaria y en un breve extravío, ante unas voces que se acercan por un pasillo, se mete a una sala en la que se ve impelida a ocultarse tirada bajo un sofá. Allí oye una sigilosa conversación, a espaldas de Beigbeder, entre el alemán Johannes Bernhardt y Serrano Suñer, en la que pactan un “crédito sustancioso del gobierno alemán” al ejército de Francisco Franco a cambio de facilitar la instalación de unas grandes antenas para “interceptar el tráfico aéreo y marítimo en el Estrecho y contrarrestar la presencia de los ingleses en Gibraltar”. Y según le informa Sira al supuesto periodista Marcus Logan: “Están negociando su montaje junto a las ruinas de Tamuda, a unos kilómetros de aquí.” Y que “Toda la gestión se hará a través de la empresa HISMA, de la que es socio principal Johannes Bernhardt.”
 
Rosalinda Fox y Sira Quiroga
(Hannah New y Adriana Ugarte)

Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
        Rosalinda Fox se va de Tetuán a Madrid un día antes del “3 de septiembre de 1939”, puesto que el 9 de agosto el coronel José Luis Beigbeder había sido nombrado Ministro de Asuntos Exteriores. (Ella vivirá en una onerosa residencia rentada “en la calle Casado del Alisal, entre el parque del Retiro y el Museo del Prado, a un paso de la iglesia de los Jerónimos.” Y Juan Luis Beigbeder “en un destartalado palacete anexo al ministerio”, cuya sede es “el viejo palacio de Santa Cruz”, otrora Cárcel de Corte.) Y no obstante a algunas cartas de Rosalinda Fox enviadas desde España, Sira no la vuelve a ver hasta que de manera furtiva y clandestina el primero de septiembre de 1940 la cita en Tánger, a las 19 horas, en el Dean’s Bar, donde, ocultas en la bodeguita, le propone espiar para los ingleses. Según le dice Rosalinda Fox: “Estamos ayudando a montar en Madrid una red de colaboradores clandestinos asociados al Servicio Secreto británico. Colaboradores desvinculados de la vida política, diplomática o militar. Gente poco conocida que, bajo la apariencia de una vida normal, se entere de cosas y después las transmita al SOE.” O sea: al “Special Operations Executive. Una nueva organización dentro del Servicio Secreto recién creada por Churchill, destinada a asuntos relacionas con la guerra y al margen de los operativos de siempre. Están captando gente por toda Europa. Digamos que se trata de un servicio de espionaje poco ortodoxo. Poco convencional.” Es decir, los ingleses, para que espíe a los militares alemanes, le instalarán un suntuoso taller en Madrid y coserá “para las mujeres de los altos cargos nazis”. Un tanto indecisa ante los argumentos de Rosalinda Fox, Sira Quiroga opta por aceptar tras el consentimiento de su madre, quien se queda a cargo del taller de costura en Tetuán. 
   
Sira Quiroga caracterizando a Arish Agoriuq
Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
          Sira, muy elegante y con un ostentoso equipaje, arriba a Madrid, al hotel Palace (repleto de nazis), “un mediodía de septiembre de 1940”. Porta un pasaporte marroquí que acredita su nueva identidad: Arish Agoriuq (su nombre al revés). El lujoso y amplio taller estará en un “alquilado piso en la calle Núñez de Balboa”, donde será asistida por Dora y Martina, “dos jóvenes de diecisiete y diecinueve años que entienden y hablan alemán”, quienes tomarán nota de las habladurías de sus clientas nazis. Durante el previo acopio de las telas y enseres para el taller en Madrid, Sira, en “la Legación Americana en Tánger”, es instruida, en una larga charla, comida y sobremesa, por “Alan Hillgarth, agregado naval de la embajada británica en Madrid y coordinador de las actividades del Servicio Secreto en España.” De todas las instrucciones, con visos de película de espías (ahora Sira es “la agente especial del SOE con nombre clave Sidi y base de operaciones en España”), descuella el modo en que, a través de la representación gráfica del código morse, ella encriptará la información en los contornos de supuestos patrones: de arriba hacia abajo y de derecha a izquierda. Modalidad que Sira resuelve rápido y con creces.
   
Arish Agoriuq y sus dos asistentes en el taller de Madrid
Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
           Pero el episodio más peliagudo de su espionaje para el “Servicio Secreto británico en España”, no ocurre en Madrid, sino en Portugal, donde en Lisboa vive Rosalinda Fox, tras la sonora defenestración de Juan Luis Beigbeder en octubre de 1940. Allí, en dos semanas de mayo de 1941, sola y sin cobertura del espionaje británico, tiene por misión seducir e indagar al empresario y galante Manuel da Silva, pues al parecer está haciendo un doble juego con los ingleses y los alemanes, y ella tiene que indagar qué es lo que maquina con los nazis. (Entretanto, doña Manuela y el par de chicas bilingües, se quedan a cargo del taller de Madrid.) Así que Sira Quiroga, con la máscara y la personalidad de Arish Agoriuq, se acerca a Manuel da Silva dizque para comprarle telas difíciles de adquirir en España, como la seda de Macao.) En ese peligroso espionaje (Manuel da Silva actúa como un frío y sanguinario gánster con dos pistoleros a sueldo) su destino se entrecruza con el destino de Marcus Logan, sin que ninguno de los dos lo haya premeditado. Sira, con habilidad, osadía y suerte, se entera de las menudencias de los secretos y ventajosos contratos con los rústicos propietarios de “unas minas en la Beira”, mismos que orquesta Manuel da Silva para enajenar la venta del wolframio (o “baba de lobo”) sólo a los nazis y al unísono excluir a los británicos y asesinar a varios ingleses entrometidos e indeseables. (Esa palabrita: “wolframio” le evoca a Sira una de las previas indicaciones que le formulara Alan Hillgarth en la Legación Americana en Tánger: “Un mineral de importancia vital para la manufactura de componentes destinados a los proyectiles de artillería para la guerra.”[...] “Recuerde: wol-fra-mio. Y a veces también se llama tungsteno. Aquí está anotado, en la sección Bernhardt —dijo señalando con el dedo el documento”, que ella tendrá que memorizar, con todo el legajo informativo, y luego destruir.) 
   
Sira Quiroga caracterizando a Arish Agoriuq
Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
        Pero el colofón de ese capítulo de espionaje lo pergeña Sira Quiroga para reivindicarse a sí misma; por un lado, entregándole a Alan Hillgarth su estropeado “cuaderno de patrones” donde encriptó todas las minucias acordadas entre Manuel da Silva, los mineros de la Beira, los nazis y el empresario alemán Johannes Bernhardt; pormenores de los que no se enteró ni pudo informarle con antelación el curtido y británico agente del SIS (Secret Intelligence Service) que la madrugó, el sagaz y supuesto “pata negra”, el “agente de absoluta solidez con bastantes años de experiencia” con quien ella coincidió en Portugal y regresó a Madrid en un auto durante la madrugada, luego de burlar, en el tren nocturno, a los pistoleros de Manuel da Silva que querían matarla. Por el otro, haciendo coincidir en una reunión, sin advertirles para qué, a Alan Hillgarth y su esposa, a Marcus Logan, y a su padre Gonzalo Alvarado.  
   
Sira y Marcus huyendo de los pistoleros
Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)
      Vale concluir la nota diciendo que en el “Epílogo” de El tiempo entre costuras, María Dueñas, a través de su memoriosa protagonista Sira Quiroga, incita al lector a elegir e imaginar cuál pudo ser el destino de ella y Marcus Logan. 



María Dueñas, El tiempo entre costuras. Ediciones Temas de Hoy. 1ª edición mexicana. México, julio de 2010. 640 pp.


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lunes, 4 de noviembre de 2019

Cuentos de muerte y demencia



Cuervo a la gato negro por liebre

Editado en 2013, en Madrid, por Nórdica Libros y traducido al español por Íñigo Jáuregui y profusamente ilustrado a color por Gris Grimly, Cuentos de muerte y demencia es una antología de cuatro cuentos del norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849), cuya primera edición en inglés apareció en Estados Unidos publicado por la editorial infantil Atheneum Books for Young Readers. Los cuentos elegidos por el dedo flamígero de una mano anónima son: “El corazón delator”, “El sistema del doctor Tarr y el profesor Fether”, “La caja oblonga” y “Los hechos del caso del Sr. Valdemar”. Es decir, se trata de una cuarteta seleccionada de entre los 67 cuentos que Poe escribió en su corta vida, cuya traducción al castellano, en el orbe del idioma español, tienen, entre las más conocidas y celebradas versiones, las que el argentino Julio Cortázar (1914-1984) tradujo, ordenó y publicó por primera vez en 1956 a través de las Ediciones de la Universidad de Puerto Rico y de la Revista de Occidente, las cuales revisó y corrigió para la edición que Alianza Editorial, en Madrid, publicó por primera vez en 1970. Desde entonces han sido sucesivamente reeditadas, y no sólo por Alianza, pues, por ejemplo, en 2004, en España, las publicó Aguilar en el tomo 1 de las Obras completas de Edgar Allan Poe, junto con la casi novela Narración de Arthur Gordon Pym (también publicada por primera vez en 1956 por las Ediciones de la Universidad de Puerto Rico y la Revista de Occidente), incluidos los prólogos y las notas de Julio Cortázar. Y en 2008, con el título Cuentos completos. Edición comentada, Páginas de Espuma editó, en México, las traducciones que Cortázar hizo de los 67 cuentos de Poe, pero sin sus notas y sin su breve biografía preliminar (“hoy día obsoleta”, Margarita Rigal Aragón dixit), pues en tal volumen el quid editorial y mercantil es el relieve que los editores (Fernando Iwasaki y Jorge Volpi) le dan a cada uno de los 67 comentaristas (cada comentario, como si fuera la quintaesencia y lo más relevante y trascendente, figura antes de cada cuento, pese a que varios son notoriamente blandengues o fallidos), encabezados por los prefacios de Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa. Y en 2009, con el título Cuentos completos, Edhasa publicó en Barcelona los 67 relatos de Edgar Allan Poe traducidos por Julio Cortázar; pero a pesar de que en el interior se anuncia que el tomo incluye las notas del traductor, éstas no fueron incluidas, ni tampoco su preliminar esbozo biográfico; y además de añadir una postrera bibliografía y el supuesto “Prefacio a Cuentos grotescos y fantásticos (1840)” —compilación narrativa que Poe publicó y prologó en dos volúmenes editados en 1840, en Filadelfia, por Lea and Blanchard, con el título Tales of the Grotesque and Arabesque— los 67 cuentos fueron reordenados cronológicamente (según se dice en la anónima “Nota del Editor”) siguiendo en mayor medida “la edición llevada a cabo por Patrick E. Quinn y G.R. Thompson para The Library of America”: Poe, Poetry, Tales & Selected Essays (Nueva York, 1984).  Y en 2011, en Madrid, con el título Narrativa completa, Ediciones Cátedra publicó, en la Bibliotheca AVREA, las traducciones de Cortázar de los 67 cuentos y de la Narración de Arthur Gordon Pym, más la novela inconclusa El diario de Julius Rodman, traducida por Margarita Rigal Aragón, quien es la autora de la “Edición, introducción y notas” (y de algunos yerros), cuyo conjunto, en el ámbito de la aldea global del español, conforman el volumen más ambicioso y exhaustivo, pese a las erratas y a que ella, con etnocentrismo endogámico y viéndose el ombligo, sólo se dirige a los lectores de España.
(Nórdica, Madrid, febrero de 2013)
          Vale subrayar que lo más atractivo y lo mejor de Cuentos de muerte y demencia (22.6 x 16.5 cm) es su diseño (con pastas duras, sobrecubierta y buen papel) y las infantiles ilustraciones de Gris Grimly (lúdicas y caricaturescas). Pues si bien, con sus lógicas variantes, las traducciones de Íñigo Jáuregui no son deleznables, nada justifica —ni siquiera que se trate de un libro dirigido sobre todo a los pequeños lectores— que los cuentos de Edgar Allan Poe hayan sido mutilados en palabras y en múltiples detalles y fragmentos que sería largo enumerar. Circunstancia nodal que no se advierte en ningún sitio de libro; es decir, como si se tratase de una edición pirata y sin ningún pudor y sin decir agua va, te venden gato por liebre, pues a priori se anuncia y parece que te ofrecen y adquieres la vistosa edición y traducción ilustrada de cuatro cuentos de Edgar Allan Poe completos, dizque “los mejores relatos de Poe”, se pregona (con llana mentira) en la cuarta de forros, cuyas primeras ediciones en inglés datan, respectivamente, de “Enero de 1843”, de “Noviembre de 1845”, de “Septiembre de 1844” y de “Diciembre de 1845”.
Edgar Allan Poe
(Boston, enero 19 de 1809-Baltimore, octubre 7 de 1849)
        En el dizque 
obsoleto esbozo” biográfico urdido por Julio Cortázar se dan visos del carácter polémico e intransigente que distinguía a Poe en su faceta de editor y crítico literario, tan legendaria como fue su proclividad al alcohol (al opio y al láudano) y a protagonizar, ebrio, embarazosos y sonoros desfiguros que acrecentaron su postrera y póstuma imagen y leyenda negra de poète maudit y borrachín impenitente. Viéndolo e imaginándolo puntilloso y lúcido, no cuesta suponer que a Poe le hubiera disgustado tal manipulación mercantil de sus cuentos, cuya censura, amén de caprichosa, modifica la narración. Por ejemplo, en “El corazón delator” el loco, después de matar al viejo del horripilante ojo de buitre sacándolo de la cama y echándosela encima, no descuartiza el cadáver, sino que entero lo oculta bajo los tablones de la habitación, que además reemplaza. 
       
Página de “El corazón delator”
Ilustración: Gris Grimly
       Y en “El sistema del doctor Tarr y el profesor Fether” —el cuento más divertido, más humorístico y el más amputado de los cuatro— varios de los comensales del manicomio (un gótico y vetusto castillo en el sur de Francia) fueron omitidos, pese a que son parte de la locuaz e hilarante locura del grupo y del coreográfico frenesí final. No obstante, se salvó el hecho de que las estrafalarias y setentonas ancianas lleven “el pecho y los brazos impúdicamente descubiertos” y que mademoiselle Salsafette empiece a hacer strip-tease ante el azoro del corro (y de los pequeños lectores) y esté a punto de quedar desnuda “como la Venus de Médeci”.
Mademoiselle Salsafette
Ilustración: Gris Grimly
 

           Vale observar, también, que si las viñetas e ilustraciones de Gris Grimly tienen su chispa y su gracia y un matiz grotesco, a veces se contraponen a lo que se narra de un modo contiguo; por ejemplo, cuando el alter ego de Poe llega a caballo acompañado del recién conocido que lo guía hasta las inmediaciones del decrépito castillo que es la maison de santé francesa (cuya vista le produce miedo), las láminas, en vez de un par de potros y dos jinetes, muestran un carruaje tirado por un corcel que no está en el relato. 
       
Pasaje de “El sistema del doctor Tarr y el profesor Fether”
Ilustración: Gris Grimly
         Y en “Los hechos del caso del Sr. Valdemar”, el hombre que es hipnotizado antes de morir, se lee que lleva bigotes blancos (y patillas blancas semejantes a las de John Randolph, según puntualiza la versión de Cortázar), pero las estampas lo muestran sólo con algunos pelillos y sin bigote y sin patillas. 

       
Página de “Los hechos del caso del Sr. Valdemar”
Ilustración: Gris Grimly
       En fin, hay otras minucias, como el hecho de que el hipnotizador lo hace a través de pases manuales y de la mirada (a imagen y semejanza de un mago de salón), mientras que en las ilustraciones lo hace con un reloj que hace oscilar frente a los ojos del moribundo y a la postre cadáver.

     
Página de “Los hechos del caso del Sr. Valdemar”
Ilustración: Gris Grimly
         O cuando el hipnotizado (mesmerizado, se dice aquí), ya sin vida, emite una extraña y espeluznante voz de ultratumba que revela que está muerto y entonces el estudiante de medicina se desmaya del susto y los enfermeros salen corriendo para no regresar. 

       
Página de “Los hechos del caso del Sr. Valdemar”
Ilustración: Gris Grimly
        La ilustración muestra a dos mujeres que huyen, pese a que páginas antes el hipnotizador —el alter ego de Poe que está narrando las historia más de siete meses después de haber iniciado el proceso hipnótico—, dijo que eran “un enfermero y una enfermera”.
Edgar Allan Poe y su alter ego


Edgar Allan Poe, Cuentos de muerte y demencia. Traducción del inglés al español de Íñigo Jáuregui. Ilustraciones a color de Gris Grimly. Nórdica Libros. Madrid, febrero de 2013. 136 pp. 


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Enlace al video donde se muestran las ilustraciones de Gris Grimly que se observan en Cuentos de muerte y demencia (Nórdica, 2013), antología de cuatro narraciones de Edgar Allan Poe.

lunes, 14 de octubre de 2019

El perro canelo

El buzón de cartas había escupido un tiro

Con el número 29 de la Colección Acantilado bolsillo se publicó en Barcelona, en diciembre de 2012, El perro canelo (Le chien jaune), novela del prolífico narrador belga Georges Simenon (1903-1989), traducida del francés al español por Caridad Martínez. 
Colección Acantilado bolsillo número 29
Barcelona, diciembre de 2012
       En Pietr, el León (Pietr le Letton), novela policíaca de Georges Simenon editada en 1930, apareció por primera vez el célebre comisario Maigret, protagonista de 103 narraciones: “72 novelas y 31 relatos, publicados entre 1930 y 1972”. Y de 1931 data la primera edición de El perro canelo (impresa en París por Éditions Fayard), donde descuella el comisario Maigret y su infalible pipa; y de 1932 es la homónima versión cinematográfica en blanco y negro, dirigida por el cineasta galo Jean Tarride (1901-1980).  

 
Cartel del filme Le chien jaune (1932)
        Pese a que a estas alturas del siglo XXI ese mediometraje está prácticamente olvidado (sólo lo ven ciertos historiadores de cine y algunos curiosos), la vieja novela El perro canelo ha acentuado su tesitura antigua (demodé) y su sabor de añejo cuento peliculesco, lúdico y bufo. La amena obra se divide en once capítulos con números y rótulos; y de manera tenue (y a veces obvia) se trasmina en cada página (de supuesto realismo) una pulsión lúdica y bufa. 
El caso es que cerca de las once de la noche del “Viernes 7 de noviembre”, en Concarneau, un pequeño puerto bretón asediado por un temporal, uno de los trasnochados comensales del café del Hôtel de l’Amiral, tras salir a la calle (sin asfalto) bamboleándose y canturreando por el alcohol y la ventolera, recibe un balazo a quemarropa al detenerse en el portal de una casona deshabitada. La fuerza del viento le levantaba el abrigo y ya le había arrancado el sombrero hongo y sólo se detuvo en el portal para poder encender un puro. El único testigo de su caída fue “el aduanero de guardia”, quien “a menos de cien metros” estaba “aterido y acurrucado en su garita”; fue rápido hacia el hombre tirado y luego dio la voz de alarma corriendo hacia el café, donde entró seguido de un perro canelo que nadie conocía (surgido de algún sitio y con pinta de callejero) que se tumbó a los pies de Emma, la joven camarera (con cofia bretona) que estaba en la caja registradora. Ese es el hecho que desencadena la intriga y el misterio, porque la bala salió del buzón de la casa deshabitada y el herido en el vientre a bocajarro es monsieur Mostaguen, el “dueño del negocio de vinos más importante de Concarneau, un buenazo que sólo tiene amigos” (pero le teme a su esposa, quien cree que lo balearon por un “lío de faldas”). Frente a la agitación de Yves Le Pommeret y de Jean Servières (ambos de la élite de “alegres camaradas” y habituales del café con quienes departía el vinatero borrachín) y ante la obvia incapacidad de los policías del pueblo para investigar el intento de asesinato, el acalde, “alarmado”, hace una llamada telefónica que recibe el comisario Maigret, a quien “Hacía un mes le habían incorporado a la Brigada Móvil de Rennes, en la que había que reorganizar algunos servicios”.
Fotograma de Le chien jaune (1932)
       El curtido comisario Maigret llega a Concarneau en compañía del inspector Leroy, un joven de 25 años con el que nunca había trabajado, proclive al técnico acopio de pruebas para su examen científico en París; de ahí, por ejemplo, que envíe unas huellas digitales a través de un belinógrafo. El sábado 8 de noviembre, día de su llegada a Concarneau, Maigret y Leroy se alojan en el Hôtel de l’Amiral, cuyo café-bar se convierte en núcleo de operaciones y sucesos alrededor del crimen. Por ejemplo, la tarde de ese sábado 8 de noviembre, allí en el café, Maigret conversa (en realidad recaba información) con el doctor Ernest Michoux, quien departe con Le Pommeret y Jean Servières; entonces el doctor descubre indicios de estricnina en su copa, y Maigret, al hacer oscilar la botella de pernod y observarla a contraluz, ve “motas blancas flotando en el líquido”, y lo mismo ocurre al observar el frasco de calvados (“de panza ancha”) que le indicó uno de comensales. El farmacéutico, cuyo laboratorio está a unos pasos del café, examina todas las copas y las 48 botellas del bar; y sólo encuentra veneno en el pernod y en el calvados, que es lo que cada tarde suelen beber esos trasnochados y licenciosos habituales del café del l’Amiral, con quienes a veces se sienta el alcalde (u otros “principales”) para jugar cartas.

     La mañana del domingo 9 de noviembre, allí en el café del Hôtel de l’Amiral, el comisario Maigret lee la alarmante noticia, voceada por un chiquillo periodiquero, sobre la desaparición del periodista Jean Servières (quedaron “Manchas de sangre en su coche”) y sobre el supuesto miedo que ya se propaga, corre y “reina en Concarneau”.  
    Vale decir que los alarmantes titulares y la nota periodística se leen en la novela; y en ella se alude al “perro canelo que nadie conocía, que parece no tener amo y que reaparece a cada nueva desgracia”; el cual se asocia allí con la furtiva presencia de un vagabundo gigantón (el presunto criminal) “aún no identificado pero que ha dejado huellas curiosas en distintos lugares, la de unos pies mucho más grandes que la media normal”. 
   
Fotogramas de Le chien jaune (1932)
         Esa noticia publicada por Le Phare de Brest causa mucho revuelo, alharaca, cotilleos e inquietud entre los lugareños de Concarneau. De modo que en su ritual paseo durante el lluvioso domingo de su publicación se acercan al café y miran con curiosidad bobalicona por los glaucos cristales de las ventanas, y luego van (o viceversa) al sitio donde quedó el coche abandonado y con manchas de sangre, y ahí se quedan un buen rato y cuchichean entre sí. Y los jóvenes que se atreven a entrar al café, piden de tomar (orgullosos de su valentía), pero no ingieren un sorbo. Y en un momento cercano a las ocho de la noche, el inspector Leroy llama por teléfono al comisario Maigret para notificarle que un zapatero le disparó al perro canelo “en la ciudad vieja, junto al canal”, de donde le llama. Maigret va del café para allá y lo rescata de la masacre y ordena que lo trasladen, en una carretilla, para que el veterinario le extraiga la bala. Y luego, Maigret y Leroy lo resguardan en el hotel, donde “Habían puesto una manta vieja sobre la paja, en el cobertizo pavimentado con granito azul que daba al patio y a la escalera de la bodega”, pues el perro canelo estaba “incapaz de andar y hasta de arrastrase con el vendaje que le aprisionaba por los cuatro traseros”. No obstante, sin que nadie haya visto ni oído nada, el perro canelo desaparece de allí misteriosamente. 
     
Fotograma de Le chien jaune (1932)
        La susodicha noticia en Le Phare de Brest, además, atrae a varios reporteros de París que  se atrincheran en el Hôtel de l’Amiral (de Le Petit Parisien, de Le Journal..., incluso del propio Le Phare de Brest), listos para usar las mesas de escritorio y el teléfono para dictar sus notas y para que los fotógrafos disparen destellos con sus cámaras con explosivos flash de magnesio. Y a través de una llamada telefónica al periódico Le Phare de Brest, Maigret, además de solicitar el envío del manuscrito, se entera (por el director) que fue dejado sin firma la mañana del mismo domingo de su publicación (con el rótulo “Máxima urgencia”) y por ende deduce que se redactó antes de que fuera hallado el pequeño coche de Jean Servières, con manchas de sangre y supuestamente abandonado por un acto violento, “cerca del río Saint-Jacques” (donde, quizá, pudo ser ahogado por alguna deuda o después de robarle la billetera).
El lector, por su parte, sospecha (y luego Maigret lo corrobora) que ese artículo fue escrito por el propio Jean Servières (seudónimo de Jean Goyard), pues además de que el mismo Servières le presume al recién llegado comisario su otrora exitosa vida de periodista llevada en París, la noche del viernes 7, después del atentado contra el vinatero Mostaguen, la omnisciente y ubicua voz narrativa canta sobre él: “Monsieur Servières es un personajillo regordete, con chaqueta color piedra, que estaba con Le Pommeret en el Hôtel de l’Amiral. Es redactor de Le Phare de Brest, donde entre otras cosas publica todos los domingos una crónica humorística.” 
Pero el inquietante hecho que sobre todo marca ese lluvioso domingo 9 de noviembre es el sorpresivo asesinato del señorito Yves Le Pommeret, “el niño bonito de la familia”, el rimbombante vicecónsul de Dinamarca, con fama de “mujeriego impenitente”, con “Numerosas aventuras con obreras jovencitas” y algunos escándalos encubiertos. Siempre de porte impecable. Y un día antes de morir, al darle la mano a Maigret ahí en el café, “iba vestido de hidalgo campesino: pantalón de montar, a cuadros, polainas ceñidas, sin motas de barro, y corbata de plastrón de piqué blanco. Teína un buen bigote entrecano, el pelo bien atusado, una tez clara y las mejillas veteadas de cuperosis.” Cerca de las ocho de la noche de ese domingo 9 de noviembre, Le Pommeret dejó el café de l’Amiral y se fue a su casa a cenar. Su cuerpo (después de la cena) lo descubrió “la propietaria del inmueble”, quien llamó por teléfono al café para darle al comisario la noticia del deceso. Y el médico que observó su cadáver tirado en su recámara dedujo que fue envenado con una dosis de estricnina, ingerida, al parecer, entre media y dos horas antes.
Instigado por el acalde, quien con aires de poderoso influyente no ha dejado de exigirle a Maigret que detenga a alguien, el lunes 10 de noviembre el comisario detiene al doctor Ernest Michoux, flamante administrador de la controvertida Urbanización de Les Sables Blancs (donde el doctor y el alcalde tienen sus correspondientes mansiones) y ordena su encarcelamiento en la Gendarmería, que se halla en la zona antigua de Concarneau.
A priori, esa detención parece un tanto arbitraria y en cierto modo parece que protege al doctor Michoux de un posible atentado y de la fobia que lo angustia y consume. Y al unísono parece que el posible móvil del asesinato de Le Pommeret es una oscura venganza que tiene que ver con la vida bulliciosa, lasciva e impune que llevaba coludido a la élite de los habituales del café de l’Amiral. El mismo sábado 8 de noviembre, día de la llegada del comisario Maigret, Jean Servières le presume sobre el donjuanismo que caracterizaba a Le Pommeret: “¿Sabe cómo llamamos a la casa donde vive, frente a la lonja del pescado...? ¡La casa de la lascivia!” De ahí que cuando el comisario Maigret va a observar su cadáver ese domingo 9, vea, “En las paredes, fotos de actrices, cuadros con dibujos recortados de publicaciones eróticas y algunas dedicatorias de mujeres.” Y que la voz narrativa diga cantarina sobre el diván donde murió: “¡Aquel mismo diván que le había valido a la vivienda de Le Pommeret el sobrenombre de la casa de la lascivia! En torno a aquel mueble los grabados eróticos abundaban más que en ninguna otra parte. Una lamparita destilaba una media luz color de rosa.” 
   
Fotograma de Le chien jaune (1932)
         A esto se suma el testimonio informal (y circunstancial) que le brinda el joven policía de Concarneau con el que Maigret camina rumbo al “antiguo puesto de guardia de Le Cabélou”, donde estuvo oculto el furtivo gigantón vagabundo y su escurridizo perro canelo: “Depende de qué gente... La gente del pueblo, los obreros, los pescadores, no se alteran demasiado... Y hasta casi se alegran de lo que pasa... Porque el doctor [Michoux], monsieur Le Pommeret y monsieur Servières no tenían muy buena reputación... Eran señores, claro... Nadie se atrevía a decirles nada... Y ellos se aprovechaban, abusando de todas las chiquillas de las fábricas... En verano, con sus amigos de París, era aún peor... Siempre andaban bebiendo, metiendo ruido por la calle a las dos de la mañana, como si fueran los amos de la ciudad... Teníamos quejas a menudo... Sobre todo en lo referente a monsieur Le Pommeret, que era incapaz de ver unas faldas sin ponerse a cien... Es triste decirlo... Pero las fábricas apenas trabajan... Hay paro... Así que, con dinero... todas esas chicas...”
Y desde luego en esa (bochornosa y libertina) línea incide el testimonio, de índole confidencial, que a Maigret le charla Emma, la camarera de 24 años, quien vive en la buhardilla del Hôtel de l’Amiral. Ella también ha sido objeto del acoso sexual del doctor Michoux, que también ve a otras chicas. A veces le paga y a veces no. Y la hace ir a su casa (“Anteayer mismo”, le dice, “Aprovecha que su madre está de viaje”). O se alberga en una habitación del hotel, como lo hizo después de que él detectara (a ojo de buen cubero) la estricnina en su copa de pernod. Y sobre Le Pommeret ella le dice: “Igual... Sólo que no fui más que una vez a su casa, hace mucho..., estaba también una obrera de la fábrica de conservas y... ¡y yo no quise! Van cambiando cada semana.” Y sobre el articulista Jean Servières le dice que “no es lo mismo”, porque “está casado” y “Parece que para ir de juerga se va a Brest”. Que sólo le hace alguna broma o la pellizca al pasar.
       
Fotograma de Le chien jaune (1932)
       No obstante, esto resulta ser un engaño al lector, porque el intríngulis de la cadena criminal no va por allí. El comisario Maigret hace sus anotaciones detectivescas y el inspector Leroy hace las suyas. Y sobre todo reflexiona, une cabos, elabora conjeturas y formula hipótesis, como lo hace en voz alta (ídem todo un raciocinador de catadura inglesa) en la regia biblioteca de la mansión del alcalde, a donde fue con él en el coche de su anfitrión, ya muy entrada la noche del lunes 10 de noviembre, pues abandona el lujoso chalé alrededor de la “una de la madrugada”.  

     
Georges Simenon
(1903-1989)
           Y en varias pesquisas el inspector Leroy auxilia al comisario Maigret. Así que para no desvelar todos los vericuetos, las menudencias, las omisiones narrativas (de Georges Simenon) y los procedimientos detectivescos, vale decir que Maigret descubre la habitación (frente al Hôtel de l’Amiral) donde se oculta el vagabundo gigantón iluminado por una vela. Y encaramado sobre el techo del hotel más de tres horas, pese al frío nocturno, junto con Leroy, después de las once de la noche del lunes 10 de noviembre, descubre y observan (como en una pantalla de cine mudo en sepia) el escenario y la mímica del ríspido y luego apasionado amorío del vagabundo con la camarera Emma, preludio de su huida hacia los muelles. A esto se añade la información que Maigret recopila al registrar la buhardilla de la camarera: una foto de feria, tomada en Quimper, donde se le ve a ella, feliz y sonriendo, y a él robusto y “con una gorra de marinero”. Y lo más revelador: una amorosa carta del gigantón a Emma (se la envió de Quimper a Concarneau, y se lee en la novela), donde le habla de sus planes de casarse con ella en Quimper, que ya ha adquirido un barco que se llamará La Belle-Emma, que tiene que “ingresar en el banco diez mil francos al año” por el navío, y que piensa ganar lo suficiente para que el matrimonio se haga lo más pronto posible (“El transporte de cebollas a Inglaterra puede dar mucho dinero”, le dice ilusionado).
En resumidas cuentas, Maigret formula sus corazonadas e hipótesis en secreto: sólo él sabe lo que ata (y desata) y se propone con su intuición y olfato de sabueso. Así que el martes 12 de noviembre (un día con el cielo azul y sin las nubes del mal tiempo) cita y reúne en el patio de la Gendarmería a los involucrados en el entuerto que tiene en vilo a los habitantes de Concarneau. Frente a la cárcel se agrupa una multitud de curiosos y periodistas, pues además del arribo del alcalde en su lujoso coche con chofer, los gendarmes llevan detenidos a Emma y al gigantón (con esposas en las manos y con los pies atados); y también llega detenido el periodista Jean Servières (quien fue hecho preso en París y remitido a Concarneau por petición del comisario); y la madre del doctor Ernest Michoux, profiriendo ínfulas y amenazas, es traída ex profeso por el inspector Leroy que fue por ella a su casa; mientras que el doctor observa, participa y toma notas encerrado en su celda. Como si se tratara de un juicio (o parodia de juicio en un anfiteatro) y Maigret fuera, al unísono, el fiscal y el juez de instrucción, solicita sillas para sus invitados y al brigadier le pide que haga el papel de escribano y para ello le instalan una mesita.
Fotograma de Le chien jaune (1932)
        Maigret, fumando su pipa y yendo de un lado a otro, dirige el interrogatorio, que en su parte medular revela un entramado mafioso (ocurrido “hará unos cuatro o cinco años, tal vez seis”) que llevó a la ruina al barco La Belle-Emma (requisado en Estados Unidos por un alijo de cocaína de diez toneladas) y a la penitenciaría de Sing-Sing al marinero Léon Le Guérec que lo había hecho construir con un préstamo bancario. Léon, apremiado por las deudas, aceptó llevar un cargamento ilícito a “un pequeño puerto de Nueva York”. Léon, ingenuo, creía que era “contrabando de alcohol”, que otros hacían (algo regular) por la Ley Seca en la Unión Americana, y que a él le reportaría lo suficiente; de modo que, dice: “quedaría pagado el barco y aún me sobrarían veinte mil francos para mí”. 

Según afirma Léon, fue el periodista Jean Servières el que en un café de Brest le presentó a un americano que le propuso el trato y por ende unos oficiales instalaron “un motor semidiésel en La Belle-Emme”. Pero el negocio se torció y el americano y sus tres socios franceses (los inversionistas Jean Servières, Yves Le Pommeret y Ernest Michoux) lo dejaron solo. Según dice, lo condenaron “a dos años de trabajos forzados y a cien mil dólares de multa”. Y pudo salir de tal encierro porque un día vio “al americano de Brest” que visitaba a un recluso allí en Sing-Sing. El gringo le reveló, que además de traficar por su cuenta, era “agente del gobierno cuando la Ley Seca”. Y ese americano movió algunos hilos negros bajo el retrete, porque lo ayudó a salir de su condena en Sing-Sing (una cárcel donde “Había presos ricos que salían a pasear casi cada noche... ¡Y los demás les hacían de criados...!”). Y su objetivo en Concarneau, según dice, era mantenerse oculto y distante de Emma y aterrorizar al doctor Michoux, apareciéndose y desapareciendo, con su terrible pinta de astroso gigantón vagabundo, de modo que el doctor le disparara y terminara en la cárcel, pues según sabe, fue Michoux el que tomó la decisión de traicionarlo y dejarlo solo. 
El dramaturgo y actor Abel Tarride hizo el papel
del comisario Maigret en Le chien jaune (1932)
         El caso es que el comisario Maigret descubre con antelación a ese testimonio que, efectivamente, el doctor Ernest Michoux planeó e intentó matar al marinero Léon Le Guérec. Y esto lo hizo de un modo rocambolesco e hilarante, pues al observar el interior de la habitación número 3 del Hôtel de l’Amiral, en unas hojas de papel secante con el membrete del albergue, halló una “apenas salpicada de caracteres incompletos”, que para leerlos se necesita completarlos y proyectarlos en un espejo. Pero antes de que Leroy regrese con el espejo, Maigret reconstruye el críptico mensaje dirigido a Léon, escrito con la letra y la firma de Emma, porque el doctor maquiavélicamente se la dictó a ella. Tal mensaje dice a la letra: “Necesito verte. Ven mañana a las once a la casa deshabitada que hay en la plaza, poco más allá del hotel. Cuento totalmente contigo. Sólo tienes que llamar y te abriré.” De ahí que el buzón de cartas (de la casa deshabitada) escupiera una sorpresiva y misteriosa bala el viernes 7 de noviembre a las once de la noche y penetrara en la barriga de monsieur Mostaguen, y el perro canelo apareciera rondando por allí.   

     En su intervención, Maigret declara haber sido él el que introdujo el veneno en el frasco del pernod; pero deduce y explica al corro que fue el doctor Michoux el que, fóbico y desesperado, envenenó a Yves Le Pommeret. Así que para cerrar el cónclave, firma “una orden de detención contra el doctor Ernest Michoux por intento de asesinato y lesiones en la persona de monsieur Mostaguen y por envenenamiento voluntario de su amigo monsieur La Pommeret”; más “otra orden de arresto, contra madame Michoux, por agresión con agravante de nocturnidad”, pues ella, en un intento de confundir las cosas (para sacar a su hijo de la cárcel), la noche del lunes 10 noviembre disparó desde las sombras contra el susodicho aduanero, pero sólo lo rozó en una pierna (no obstante el tipo se aterrorizó creyendo que perdería una pata). Y, curiosamente, Maigret no expide ninguna orden de detención contra el periodista Jean Servières, pese a que a todas luces fue parte inicial y orgánica de la trama de traficantes de cocaína que llevó a la cárcel a Léon Le Guérec y a la pérdida de su barco, y a que su artículo periodístico, alarmante y persuasivo para los lectores de Concarneau (escrito, además, con la mano izquierda para que nadie reconociera su letra), predispuso a los lugareños a disparar contra el fantasmal vagabundo de pies grandes y contra su perro canelo. Así que sobre Servières sólo dictamina: “creo que sólo puede imputársele ultraje a la magistratura, por la comedia que representó”.   
     Y no presenta ningún cargo contra Léon Le Guérec ni contra Emma. Es decir, el comisario Maigret se hizo de la vista gorda y dictó “justicia” por su cuenta. Para alejarse de la Gendarmería y de la multitud, el alcalde le sede su coche al comisario, quien sube y se marcha con Léon Le Guérec y Emma. Y es allí donde la camarera le agradece al comisario no haber revelado que fue ella la que introdujo la estricnina en el pernod y en el calvados. Había descubierto que Léon andaba escondido en el pueblo y “Sabía que querían matarle”; y pese a que Léon no la quería ver (se moría de celos), ella lo seguía queriendo y terminaron reconciliándose. 
Fotograma de Le chien jaune (1932)
  Aún no saben a dónde irán. Quizá vayan hacia Le Havre y salgan de Francia en algún barco. “Al final me ganaba bien la vida en los muelles de Nueva York”, le dice León. Y puesto que los gendarmes no le devolvieron los once francos y la calderilla que le decomisaron, Maigret, próximo a una pequeña estación, golpea para que el chofer detenga el coche (y se bajen), y les regala “dos billetes de cien francos”: “¡Cójanlos...! Los pondré en mi cuenta de gastos”, dice, bonachón.

Por lo que resume la omnisciente voz narrativa en la última página de la novela, “El proceso [contra el doctor Michoux] duró un año” y fue “Condenado a veinte años de trabajos forzados por la audiencia de Le Finistère”. Mientras que su engreída y megalómana madre cumplió una pena de tres meses de cárcel. Y una “fotografía de hace apenas un mes, publicada en la prensa”, lo exhibía “cada vez más flaco y amarillento, con la nariz de través y el petate al hombro, embarcando rumbo a la isla de Ré en La Martinière, que lleva a ciento ochenta forzados a Cayenne” (o sea: a la Guyana Francesa).
Si esto semeja una ingrata imagen rumbo a los bajos fondos del ardiente infierno, el destino amoroso de Emma y del gigantón parece de cuento de hadas: “Léon Le Guérec pesca arenques en el mar del Norte, a bordo de La Francette, y su mujer está esperando un niño.”



Georges Simenon, El perro canelo. Traducción del francés al español de Caridad Martínez. Colección Acantilado bolsillo número 29, Editorial Acantilado. Barcelona, diciembre de 2012. 152 pp.