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lunes, 3 de junio de 2019

El Rey de los Alisos

 Araña ganchuda girando sobre sí misma

Abel Tiffauges es el personaje central de El Rey de los Alisos, célebre novela de Michel Tournier (París, diciembre 19 de 1924-Choisel, enero 18 de 2016)), escrita en francés y publicada en 1970, en París, por Éditions Gallimard, por la que en Francia ese año mereció el Premio Goncourt, y en torno a la cual el autor discurre en un extenso, memorioso, autobiográfico y erudito ensayo reunido en El viento paráclito (Alfaguara, 1994). Traducida al español por Encarna Castejón, la novela El Rey de los Alisos fue impresa en Madrid, en 1992, por Alfaguara. Y su adaptación al cine, con el título The Ogre (1996) —El ogro—, guionizada por Jean-Claude Carrière y Volker Sholöndorff y dirigida por éste, no resultó muy afortunada, pese a los guionistas, al director y a la actuación protagónica de John Malkovich.   
Michel Tournier
(1924-2016)
     El nombre del protagonista de El Rey de los Alisos y el título de la novela no son gratuitos. Ambos implican una extensa y enmarañada red de significados, reescritura de mitos, leyendas, ceremonias, variaciones, parafraseos, glosas, iconoclasia, divertimentos por el divertimento mismo, espejos en los espejos, dobles y gemelos que coinciden y se antagonizan, homenajes, minucias: vasos comunicantes presentes a lo largo y a lo ancho de las seis partes que integran la corrosiva novela. Imposible comprimir el conjunto y su riqueza en una volátil página, por lo que yo y el mismo intentaremos resumir y reflejar algunas minucias.



   
(Alfaguara, Madrid, 1992)
      La primera parte: “Escritos siniestros de Abel Tiffauges”, está redactada a manera de diario personal y comprende los años 1938 y 1939. Al principio el protagonista, nacido el 5 de febrero de 1908 en Gournay-en-Bray, se halla en París, en el taller mecánico que le heredó a su tío paterno. Un accidente sin importancia le prohíbe el uso de la mano derecha. Se siente impelido a escribir con la izquierda; y para su sorpresa lo puede hacer con facilidad y con un grafismo extraño y recóndito. Esta es una de las razones por las que denomina a su diario Escritos siniestros. Otra es el hecho de que esa forma de escribir es una más de las características de Néstor que reencarnan en él. 
     
Fotograma de El ogro (1996)
      Cuando Abel Tiffauges era un pequeño alfeñique asistió al colegio San Cristóbal, en Beauvais. Allí conoció al precoz, misterioso y mafioso Néstor, un escuincle obeso, miope y fuerte, dedicado al tráfico de influencias que trasminan el comportamiento, el trueque y los malos hábitos de sacerdotes y acólitos, quien le brindó protección, privilegios, premoniciones y augurios, el cual murió asfixiado en el cuarto de calderas del antiguo colegio San Cristóbal. En el presente de la novela y hasta el borde del apocalíptico abismo con que concluye, Abel Tiffauges utiliza unos gruesos lentes que antes no usaba y se halla convertido en un gigante de un metro noventa y uno y ciento diez kilos de peso; es decir, es muy parecido a Néstor, pero corregido y voluminosamente aumentado (lógica inversión maligna que corporeiza y varía su maniática obsesión por los dobles y gemelos).

      
San Cristóbal cargando al Niño Jesús, fresco de Tiziano
(1523, 300 x 179 cm)
Palacio Ducal de Venecia
      Abel Tiffauges piensa que todo es signo. Se concibe eterno y predestinado a cumplir una trascendental y cosmogónica tarea, definida por su innata e intrínseca vocación de ogro, fórico y cristobalesco. A través de su psicótica y arbitraria cosmovisión, interpreta, divaga y reflexiona sobre todo tipo de signos inmersos en su infancia y adolescencia, en sus circunstancias congénitas, en la historia, en su cotidianeidad, y en un sinnúmero de hechos y acontecimientos relevantes e irrelevantes, auxiliado por una serie de vocablos acuñados por él. Abel Tiffauges cree que el hado redactó su destino, que Dios existe; pero es tan escéptico y pesimista como misántropo, desquiciado y mitómano. Sus bramidos matinales y sus champús de mierda (literalmente introduce la cabeza en el excusado) son maneras de vociferar e imprecar contra el statu quo y la infecta humanidad. Con su particular perspectiva sarcástica y mordaz cuestiona la educación religiosa, los libros sagrados, exhibe las vilezas y maldades infantiles, ridiculiza el fasto y las corruptelas de la Iglesia católica, critica toda forma de poder político, y condena la guerra a imagen y semejanza de una misa negra: la glorificación de un culto satánico. Piensa que su sino nestoriano está marcado, sobre todo, por el mito de San Cristóbal, el gigante que se convirtió en Santo al llevar sobre sus hombros a un niño que pesaba igual que el globo terráqueo, el cual estuvo a punto de hundirlo en el río y que luego resultó ser Cristo; por la leyenda de Albuquerque, quien se salva del peligro marítimo al cargar a un niño sobre los hombros; y por la que cifra El Rey de los Alisos, el poema de Goethe que un arqueólogo comienza a recitar para ungir el bautizo de los restos fósiles de un hombre del siglo I recién exhumado. De ahí que su mayor placer, su éxtasis fórico —metafísico y no sólo sensorial— se cumpla al pie de la letra cuando carga a un niño sobre los hombros; meollo que teoriza y corrobora en su taller, en los Campos Elíseos e incluso en el Louvre, imitando, con un niño de carne y hueso, las posturas fóricas de varias esculturas. Él mismo se autonombra: “Portador del Niño, microgenitomorfo y último vástago de los gigantes fóricos”; evoca el arquetipo de Atlas; reinterpreta y particulariza su hado como uranóforo y astróforo, hacia cuyo modelo debe orientar su vida para concebir y esculpir su propia apoteosis, exultación y desenlace. En este sentido, como si en sus adentros escuchara la insondable voz de Nostradamus, vaticina —y no se equivoca— que su fin “triunfal será, si Dios lo quiere, caminar por la tierra con una estrella más radiante y dorada que la de los Reyes Magos sobre los hombros”.

       
Niño (París, 1954)
Foto: Henri Cartier-Bresson
      A Abel Tiffauges le atraen y fascinan los niños que no tengan más de doce años, no sólo porque los clasifica como ideales para realizar el acto fórico, sino también por la secreta e inconfesable lascivia que le despiertan. Desde su viejo Hotchkiss los persigue, acecha y graba sus voces y gritos cuando juegan en los patios escolares; luego, en su habitación, oye una y otra vez esas cintas que lo embriagan. Atrapa sus imágenes con una cámara que se coloca sobre los genitales para darse “el gusto de tener un sexo enorme”; y, como todo un incontinente y lujurioso voyeur, colecciona y asimila esos niños como una forma de devorarlos o llevarlos en sí mismo: “la fotografía es un arte de hechicería encaminado a asegurarse la posesión del ser fotografiado [...] Es un modo de consumo al que generalmente se recurre a falta de algo mejor, y es obvio que si los bellos paisajes pudieran comerse, los fotografiaríamos menos”, anotó en su diario.

      
Michel Tournier
       Abel Tiffauges reconoce sus signos particulares en los signos de Eugenio Weidmann, un alemán que asesinó a siete personas (número que evoca el número de las asesinadas esposas del Barba Azul de la tradición popular y que Charles Perrault inmortalizó el año de 1697 en un homónimo cuento que, se dice, está inspirado en los asesinatos seriales de Gilles de Rais), cuyo proceso sigue a través de la prensa, y a cuya ejecución en la guillotina convertida en catártico espectáculo público —remember a Juana de Arco y a Gilles de Rais, cuyo intríngulis Michel Tournier novelizó en Gilles et Jeanne (Gallimard, 1983)— no puede dejar de asistir. Y puesto que para convertirse en el pesado gigante que es, Abel Tiffauges se habituó a comer, diariamente, dos kilos de carne cruda y cinco litros de leche bronca, y dado que su apellido (en la novela esto es tácito e implícito y no se precisa) es el nombre de uno de los legendarios castillos del citado Gilles de Rais (el Château de Tiffauges, también conocido como le Château de Barbe-Bleue), permanece latente, en todo instante, la amenaza de que en un momento a otro se transforme en un espeluznante y gigantón Barba Azul, en un voraz e insaciable ogro pederasta, sádico y sodomita, que quizá, invocando al terrorífico fantasma del noble del siglo XV, degüelle y devore a las pequeñas víctimas revolcándose en su sangre y vísceras: “Ya que no dispongo de poderes despóticos que me aseguren la posesión de los niños que deseo, utilizo la trampa fotográfica”, se dice.

     
Niños (Bretaña, c. 1885)
Foto: Frank Meadow Sutcliff
        Sin embargo, nada de esto ocurre. Y el primer capítulo de la novela concluye cuando el comienzo de la Segunda Guerra Mundial lo rescata de la cárcel, del juicio y de los equívocos que lo señalan como el violador de una hermosa niña que inició su prematuro papel de ninfeta. 

       
Fotograma de El ogro (1996)
       A partir de “Las palomas del Rin” —el segundo capítulo de El Rey de los Alisos—, Michel Tournier empieza a narrar la cotidianeidad de Abel Tiffauges a través de una voz omnisciente y ubicua, y sólo los dos capítulos finales están entreverados por anotaciones de los íntimos Escritos siniestros; es decir, el protagonista no pierde la manía de escribir con la mano izquierda, que implica, dentro de él, la recóndita presencia de Néstor. Ahora Abel Tiffauges se halla entre las filas de la Armada Francesa; y es, sobre todo, un colombófilo experto, entregado a cumplir con estoicismo ese pasaje que dicta la inextricable e insondable cifra de su hado, a la cual pertenecen, como símbolos opalescentes, las palomas gemelas concebidas en un laboratorio, idénticas, pelirrojas, que forman un huevo al ensamblarse entre sí, y la paloma plateada de ojos violeta que le requisa, con sangre fría y para el ejército francés, a la viuda Unruh. Asunto que implica y que alude el imperativo depredador que caracteriza a Abel Tiffauges, y que es el rasgo más inflexible y menos humano que lo define y prefigura, sin que él lo sepa, su postrera conversión en el Ogro del Castillo de Kalterborn, allá en los confines de Prusia Oriental, el gigante que requisa niños para abastecer la carnicería nazi cuando el poderío alemán se resquebraja en mil y un pedazos, y cuyos especímenes más atractivos —y emblemáticos dentro de la coreografía y escenografía heráldica de su último acto astrofórico— lo constituyen, precisamente, un par de gemelos-espejo, pelirrojos como zorrillos, y un niño de cabellos blancos y ojos violeta.

       
Niño (Nueva York, 1962)
Foto: Diane Arbus
         En “Hiperbórea” —el tercer capítulo de El Rey de los Alisos—, Abel Tiffauges, prisionero del Tercer Reich, llega a un campo de concentración cercano a Moorhof, un pequeño poblado de Prusia Oriental. Su conducta sumisa, estoica, mansa, rumiante, trabajadora y apartada del grupo de prisioneros al que pertenece, propicia el que pueda frecuentar una solitaria cabaña que para él representa la riqueza, la felicidad, la libertad, y a la cual denomina Canadá, pensando, con solipsismo, en esa mítica tierra con los mismos atributos que Néstor le describía al leerle La trampa de oro de James Oliver Curwood, y cuyos idénticos valores reconocerá, casi al término de la novela, en el significado del barracón homónimo del que le habla Efraim, el niño judío, cuando paradójicamente le platica sobre las atrocidades de Auschwitz. En esa fría y penetrante luz hiperbórea que rodea a la cabaña, creee que todos los símbolos brillan con un resplandor inigualable, y que Alemania es el país de la esencias puras que necesita la conjunción astral que dicta su cosmogónico sino. En un recorrido cercano a Walkenau, tiene noticias del hallazgo de un cadáver enterrado en las turberas de ese lugar. Se desplaza hasta allí y resulta que se trata de los susodichos restos fósiles del siglo I: un esqueleto con las cuencas oculares cegadas por una venda que luce en el centro una estrella de seis puntas de metal color oro. Y mientras escucha las conjeturas del científico y la ocurrencia de bautizarlo con el epíteto de El Rey de los Alisos y empieza a musitar el poema de Goethe, es descubierta la calavera de otra osamenta, tal vez el cráneo de un niño; imágenes y significados (del texto y los restos) que desde entonces acompañarán sus íntimas reflexiones interpretativas.

         
Adolf Hitler y Hermann Göring
        En “El ogro de Rominten” —el cuarto capítulo de la novela—, Abel Tiffauges ha sido trasladado a la Reserva de Rominten, donde sirve al jefe de los guardabosques y donde está muy cerca de Hermann Göring, el corpulento mariscal del Tercer Reich, practicante de los ritos sangrientos de la montería, coleccionista de cornamentas, insaciable devorador de carne de venado, experto en falología y cropología (cuyos detalles se podrían describir o transcribir con la malsana pulsión dactilográfica de un flagelado negro de galeote). Pero lo más importante para Abel Tiffauges es que le otorgan un gran caballo, un “gigante castrado de Trakehnen”, “negro como el azabache”, cuyos “reflejos azulados en forma de aureolas concéntricas” lo inducen a llamarlo Barbazul. Tiffauges siente que Barbazul es su otro yo; al cuidarlo se reconcilia consigo mismo. Y nuevamente vuelve aletear la probable aparición de un ogro pederasta y devorador de niños que rinda pleitesía a Gilles de Rais, quizá Tiffauges, quizá Göring, aunque éste, pese a sus excesos y extravagancias, en realidad es un “pequeño ogro folclórico y ficticio, escapado de algún cuento de abuela”, si se le compara con Adolf Hitler, “el ogro de Rastenburg”, que cada 20 de abril, para celebrar su cumpleaños, exige “quinientas mil niñas y quinientos mil niños de diez años, vestidos para el sacrificio, es decir, completamente desnudos, para amasar con ellos su carne de cañón”.

   
Niño (Canadá, 1966)
Foto: Robert Bordeau
          En “El ogro del Kalterborn —el quinto capítulo de El Rey de los Alisos—, Abel Tiffauges, junto con Barbazul, traslada su residencia de prisionero al castillo de Kalterborn, tan antiguo como son los castillos de Tiffauges, Machecoul y Champtocé, donde Gilles de Rais celebró sus orgías, torturas y asesinatos de niños. La descomunal mole se distingue por tres espadas más grandes que las normales (la antigua insignia de la región y emblema de los escudos de armas del castillo, que alude las dos espadas de los Portadores de Espada y la espada de los Teutones), que están selladas, en el piso de la terraza mayor, con las puntas hacia el cielo y coronan así la torre más alta, la que en su base voladiza, en una especie de nicho excavado en el contrafuerte, se halla apoyada sobre los hombros de un ciclópeo Atlante de bronce que parece sostener, no sólo la enorme torre, sino el total de la monumental fortaleza. “Retorcido y crispado bajo aquel peso agobiante, el oscuro coloso estaba en cuclillas, con las rodillas a la altura del mentón, la nuca doblada en ángulo recto y los brazos alzados y empotrados en la piedra”. Cuando Abel Tiffauges lo descubre y observa, piensa que ese gigantesco titán ha sido incrustado allí por el hado tan sólo en su honor. Y pese a su megalomanía no se equivoca, porque al término de la novela, la disposición heráldica del conjunto forma parte de la rúbrica con que lo signó el inescrutable poder celeste.
   
Atlas (c. 300 a. antes de C.)
Museo Nacional de Nápoles
        El castillo de Kalterborn ha sido habilitado como napola nazi: una escuela militarizada que adiestra a cuatrocientos niños y adolescentes, de entre 10 y 18 años, escogidos bajo risibles criterios racistas y militares. En ese sitio, Abel Tiffauges conoce a un protagonista de La Noche de los Cuchillos Largos, que es el director; a un raciólogo especializado en la catalogación de la raza judeobolchevique, la que supuestamente origina todos los males existentes, cuyos logros resumen los “ciento cincuenta tarros de cristal, numerados del uno al ciento cincuenta”, cada uno de los cuales contiene “una cabeza humana en perfecto estado de conservación”, etiquetados: Homo Judacus Bolchevicus. Entre sus absurdas y kafkianas pesquisas de delirante científico loco se halla la fabricación del onírico paradigma de la raza aria: el “hombre sin igual que dominará el mundo, Homo Aureus”; pero también ese raciólogo es el especialista que revisa y clasifica a los niños que ingresan a la napola nazi. Por su parte, el General Conde von Kalterborn, un emblema viviente de la rancia y polvorienta estirpe aristocrática que otrora habitó el castillo de Kalterborn, se halla al margen de lo que ocurre en la napola, concentrado en sus estudios históricos y heráldicos; Abel Tiffauges dialoga con él sobre la lectura de los signos y su intrínseca relación, pero más que nada atento a sus enseñanzas, subrayados y premoniciones. Ambos llegan a tenerse cierta confianza. Y en una de esas charlas, poco antes de que la Gestapo llegue por el General, le comenta, entre otras cosas que fustigan al nazismo, lo que ve y vaticina en la cruz gamada: “araña que ha perdido el equilibrio y gira sobre sí misma, amenazando con sus patas ganchudas a todo cuanto se opone a su movimiento...”

     
Fotograma de El ogro (1996)
      La rutina de la napola de Kalterborn, sensible a la erosión: las ineludibles y estentóreas derrotas del ejército alemán, da pie para que Michel Tournier, oscilando entre la historia, el mito, la leyenda y el trastrocamiento fantástico, acometa lo absurdo, irracional, cerrado, ciego y cruel de la instrucción y exaltación racista, nacionalistoide, patriotera y genocida, impartidas en las escuelas paramilitares que engendró el Partido Nacional Socialista y la psicótica y carnicera megalomanía de Adolf Hitler y su cohorte y esbirros.

     
Fotograma de El ogro (1996)
      En un principio, Abel Tiffauges, siempre enfrascado en el delirio interpretativo que lo hace sentirse el Atlante del globo terrestre escogido por el dedo flamígero de su cosmogónico hado, se dedica a conducir una carreta por caseríos y villorrios que circundan el castillo de Kalterborn, con la cual decomisa y transporta los víveres que alimentan a los niños y adolescentes. Pero cuando la situación se torna más crítica: empiezan a escasear los oficiales y suboficiales y los maestros civiles, y la ausencia de buena parte de los infantiles aspirantes reduce la densidad atmosférica de la napola (cuyos efluvios odoríficos lo enervan y casi sustituyen el voluptuoso placer que implica el acto fórico), Abel Tiffauges se transforma en el pesadillesco y terrorífico Ogro de Kalterborn que azola el entorno: montado sobre Barbazul y acompañado de once perros dóberman se dedica a recorrer los alrededores para requisar los niños que le gusten. Un anónimo escrito en papel rústico que se hizo circular en Gelhenburg, Sensburg, Lötzen y Lyck, lo bautiza y advierte a las madres sobre el Ogro de Kalterborn que “codicia vuestros hijos”: “un gigante montado en un caballo azul y acompañado de una jauría negra” que se roba a los niños para siempre.  

 
Niño negro y un gran danés blanco (Harlem, c. 1960)
Foto: George Zimbel
       Y mientras la recuperación de la densidad atmosférica, el control del castillo de Kalterborn, la catalogación y ficheo racial y el adiestramiento de los infantes quedan relativamente en sus manos, los atributos de los escuincles y sus olores —que él asimila y desmenuza con su olfato maniático y supradesarrollado— despiertan nuevamente su concupiscencia, la amenaza de que el ogro deje de ser, por fin, un simple forzudo, servil y dizque buenazo, que decomisa y entrega los niños a la carnicería nazi; el que fetichista y vanidosamente intenta que le hagan una capa con los cabellos de todos los niños que atesora en unos sacos, pero sólo logra que le rellenen con ellos un colchón, un edredón y una almohada. No obstante, mullido y regodeándose en ellos, los olores le quitan el sueño, lo hacen llorar y enloquecer con angustia y ansiedad: destripa los objetos y los arroja al estanque vacío que ocuparon los peces rojos del raciólogo nazi; se lanza sobre los cabellos, se revuelca en ellos, y perruna y maniáticamente reconoce el aroma y los matices de cada uno de los pequeños efebos y termina babeante y convulsionado por chillidos incontenibles. E incluso, con la misma intensidad lasciva, reprimida, iconoclasta y herética, llega a ungir a los chiquillos untándoles un menjurje en los labios y a preguntarse sobre la posible floración seminal de San Cristóbal al cargar sobre sus hombros al Niño Dios.
   
San Cristóbal cargando al Niño Jesús,
óleo sobre tabla de El Bosco
(113 x 71.5 cm)
Museo Boymans van Beuningen de Rotterdam
          En “El astróforo” —el sexto y último capítulo de la novela—, la situación parece próxima a desencadenar al ogro pederasta, sodomita y devorador de niños que se agita en el carcelero interior de Abel Tiffauges, al ser bañado por la sangre de un escuincle que explota frente a sus ojos: manto púrpura que pesó sobre sus hombros, atestiguando, según él, su dignidad de Rey de los Alisos. En sus Escritos siniestros consigna, entonces, que la “carne abierta y herida es más carne que la carne intacta”, revelando que su atracción por la carne viva, ensangrentada, se remonta a su infancia, cuando en el colegio San Cristóbal, obligado a lavarla, tuvo que posar sus labios sobre los labios de una herida que un niño se hizo en una pierna: lo que sintió, anota en su diario, fue “un exceso de alegría de una violencia insoportable, una quemadura más cruel y profunda que todas las que sufría y he sufrido después, pero una quemadura de placer”. Exultación que prefigura el erótico estado de gracia que Gilles de Rais experimenta al darle a Juana de Arco el único beso que le dio en su fulgurante vida, precisamente en los labios de la herida en la pierna que la religiosa se hizo durante la batalla, y que Michel Tournier relata en su citada novela Gilles y Juana (Alfaguara, 1989), urdida años después de El Rey de los Alisos.
     
(Alfaguara, Madrid, 1989)
      Sin embargo, las circunstancias, proyectadas en un espejo de inversión benigna, cambian de sentido. El avance del Ejército Rojo causa el constante arribo de refugiados y la evacuación nocturna, fantasmal y siniestra, de los campos de concentración. Una de esas caravanas deja tirado, a la orilla de la carretera, un niño de edad y sexo indefinido: tenía “un número tatuado en la muñeca izquierda y una J amarilla destacándose sobre una rojiza estrella de David cosida en el lado izquierdo de la capa”. Al cargar al Niño Portador de la Estrella y cabalgar con él hasta la napola de Kalterborn, Abel Tiffauges experimenta su primera astroforia. Todo se invierte. Abel Tiffauges lo esconde en el castillo de Kalterborn, alimenta y cura; y el niño judío, llamado Efraim, con una memoria, sensibilidad, mística, premoniciones e inteligencia fuera de lo común, le revela las crueldades de los campos de concentración. Pero más que nada, con sus relatos, Abel Tiffauges descubre Auschwitz: “una Ciudad Infernal que correspondía, piedra por piedra, a la Ciudad Fórica con la que había soñado en Kalterborn. Canadá, el pelo tejido, las listas, los perros doberman, las investigaciones sobre los gemelos y la densidad atmosférica, y, sobre todo, por encima de todo, las falsas duchas; todas sus invenciones, todos sus descubrimientos se reflejaban en el horrible espejo invertidos y llevados a una infernal incandescencia.”

     
Niños (París, 1944)
Foto: Robert Doisneau 
        Cuando los tanques soviéticos y los soldados avanzan sobre el castillo de Kalterborn, Tiffauges se olvida de los escuincles nazis y trata de salvarse salvando, únicamente, al representante de los judíos y gitanos, esos pueblos errantes, destruidos y dispersos, descendientes del otro Abel: el bíblico, esos hermanos de los que su corazón y su alma se sentían solidarios, que habían caído en masa en Auschwitz bajo los golpes de un Caín con botas y casco, pseudocientíficamente organizado. El gigante Abel Tiffauges, convertido en el Caballo de Israel, en Behemoth, coloca sobre sus hombros al Niño Portador de la Estrella de David, exactamente como el gigantón Cristóbal hiciera con el niño que luego resultó ser Cristo, mientras evoca la leyenda del conquistador portugués del siglo XV que escuchó y leyó en su infancia, precisamente en un papel que redactó el padre superior del colegio San Cristóbal y con el cual, ya arrugado, le limpió el trasero a Néstor después de que éste, sentado en el trono, defecara unas grandes manzanas: Albuquerque, hallándose en el mar y en grave peligro, cargó a hombros a un niño, con el único fin de que su inocencia le sirviese de garante y recomendación ante el favor divino para ponerse a salvo.

     
Fotograma de El ogro (1996)
       En medio de esa ambientación heráldica y dantesca, cifrada por el cumplimiento de los presagios, por los sonoros destellos apocalípticos, por el misticismo intrínseco de Efraim y por el sentido que adquiere la colocación escenográfica y coreográfica de los cosmogónicos signos del trágico hado, Abel Tiffauges, con Efraim montado sobre él, trata de encontrar rescoldos, salidas. Al perder sus gruesos lentes queda más ciego que un topo de alcantarilla, entonces el Niño Portador de la Estrella de David lo toma por las orejas y lo guía: es ya el Caballo de Israel que huye a imagen y semejanza de “un náufrago en pleno océano que nada instintivamente, sin esperanzas de salvación...” Pero más adelante, igual que el gigante Cristóbal sentía hundirse en el río con el peso de ese niño que cada vez pesaba más y más y que no sabía que era el Niño Jesús, Abel Tiffauges, olvidado de la “ambigüedad de la foria, cuya regla es que uno posea y domine en la medida en que sirve y se abniega”, ciego y con los brazos extendidos, es conducido por el niño a un bosquecillo plagado de alisos y pantanos, mientras siente que el peso y la fuerza irresistible, inequívoca, que lo guía y lleva sobre los hombros lo hunde cada vez más. “Cuando alzó por última vez la cabeza hacia Efraim, no vio más que una estrella de oro de seis puntas, que giraba, lentamente en el cielo negro”. El gigantesco Atlas astróforo, cristobalesco y nestoriano, queda enterrado igual o a imagen y semejanza de El Rey de los Alisos, el fósil del siglo I cegado por una venda que tenía en el centro una estrella dorada de seis puntas, otrora descubierto en las turberas de Walkenau y que evocando a Goethe bautizó así el arqueólogo de la Academia de Ciencias de Berlín que lo exhumó y examinó.



Michel Tournier, El Rey de los Alisos. Traducción del francés al español de Encarna Castejón. Alfaguara Literaturas número 337, Alfaguara. Madrid, marzo de 1992. 464 pp.
Jane Corkin y Gary Michael Dault, Children in photography 150 years. Iconografía a color y en blanco y negro. Prefacio y notas en inglés. A Firefly Book, Ontario, Canadá, 1990. 312 pp. 



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lunes, 26 de marzo de 2018

El bosque de la serpiente



Nostalgia de la unidad primordial

El polígrafo Andrés de Luna (Tampico, 1955) era el marisabidillo del erotismo que en el extinto suplemento sábado (bajo la dirección de Huberto Batis) firmaba su columna Eros con el translúcido pseudónimo de Andreas der Mond. 

Andreas der Mond hojeando un sábado,
extinto suplemento del periódico mexicano unomásuno.
Foto de Huberto Batis, autor de Estética de lo obsceno

(y otras exploraciones pornotópicas) (UAEM, 1983)
        En 1992 la Editorial Grijalbo le publicó Erótica, la otra orilla del deseo, misceláneo libro de ensayos signado por tal erudición y lascivia, profusamente ilustrado en blanco y negro, que incluye Lapsus linguae, poema suyo donde celebra a ese “amado delirio” que es el ojo del trasero de una fémina con un tentador cuerpo de pecado. 


Andrés de Luna hojeando su libro Erótica, la otra orilla del deseo (1992)
Foto: Norma Patiño
  Para El bosque de la serpiente (Tusquets, 1998) optó por el cuento breve, cuyo conjunto, de 43 ejemplares, “fue finalista en el XIX Premio Internacional de Literatura Erótica La sonrisa vertical en 1996”.

El principal tufillo y afrodisiaco leitmotiv que permea buena parte de las variantes de este festín de Eros que oscila (con diversos matices e intensidades) entre lo sacro y lo perverso, es el hecho de que el hereje hace actuar en sus fantasías eróticas a una serie de sonoros nombres de rutilantes personajes de la literatura, el cine, las artes plásticas, la filosofía, la farándula, la música, el poder y la historia; por ejemplo, Adán y Eva, Gertrude Stein, Anaïs Nin, Greta Garbo, Miguel Ángel, William Blake, Gala y Salvador Dalí, la esposa de Paul Bowles y Henry Miller, José Rubén Romero, María Cristina de Nápoles, Catalina II de Rusia y Denis Diderot, Ava Gardner y Robert Graves, Vicent Van Gogh, Henri de Toulouse-Lautrec, Paul Gauguin, Johann Wolfgang Goethe, Adolf Hitler, Aldous Huxley, Joris-Karl Huysmans, James Joyce, Clark Gable, Bona y André Pieyre de Mandiargues, Pier Paolo Pasolini, Elvis Presley, Nastassja Kinski y Roman Polanski, Pierre Klossowski y Balthus, Tamara de Lempicka, Carlos VII de Francia, Peter O’Toole, Richard Wagner, el Marqués de Sade, Anthony Burgess, y otros más.


(Tusquets, México, 1998)
Ilustración de la portada: detalle de
La batalla del amor (c. 1880), lienzo de Paul Cézanne 
    Para sumergirse en tales páginas, hay que tener una visión muy distante de la mirada estrábica de un rancio y mocho señorito de la Liga de la Decencia; es decir, hay que poseer una mente libre y libertina para disfrutar (o por lo menos para leer) y corporificar en cuarta dimensión las lúbricas escenas que Andrés de Luna imagina en sus secuencias (no siempre narradas con óptima seducción), incluso aquellas que se ubican en el extremo de lo transgresor, repugnante, revulsivo y depravado, como es el caso de Hitler, cuyo vicio estriba en aspirar la fetidez de la mierda y en que la prostituta de turno defeque en su pecho (el clímax para él); o el caso del cineasta Pasolini, pasando vista, nariz y mano por una caterva de sucios, analfabetas y apestosos muchachitos árabes y luego dándose vida al succionar tres falos en una sesión; o el caso del príncipe Stefan de Serbia, abandonándose a un casual y frenético encuentro con otros dos mariquitas en una letrina de los baños del Sanborns del Ángel; o el del faraón Ferón, buscando, a través de mil y una mujeres que suelen hacer pipí sobre sus ojos ciegos, la esposa fiel cuya orina (“miel sagrada”, “espuma celestial”) le devuelva la perdida vista; o el de varios ayuntamientos lésbicos (más un macho cabrío), sodomías, bestialismos y orgías grupales.

Una ondulante Sherezada y Borges

Foto en Borges-Bioy. Confesiones, confesiones (Sudamericana, 2ª ed., Buenos Aires, 1998),
crónicas, relatos, entrevistas e iconografía de Rodolfo Braceli. Su pie de foto reza:
Comienzo de la década del 80, Jorge Luis Borges, odalisca mediante, 
en una noche para agregar a las Mil y Una...


       “Todos los hombres son el mismo hombre”, dijo Borges, quien en 1978, según consigna Emir Rodríguez Monegal en la cronología de Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos (FCE, México, 1985) —con “Edición, introducción, prólogos y notas” del crítico y biógrafo uruguayo, ganó “un segundo premio de un concurso de cuentos organizado por la revista Playboy: 500 dólares y una conejita de mascota”. Y tal ancestral prerrogativa parece cumplirse al pie de la letra cuando el hereje traza diversos enlazamientos profanos y frívolos. Pero también (o quizá sobre todo) al comparar el placer de los sentidos con la ambrosía o con la panacea universal; o la comunión sexual con el Paraíso o con una prueba de éste y por ende de la inapelable existencia de Dios. 
Así, el carácter sacro y ritual de la vivencia erótica puede implicar una revelación o constatación del Espíritu. 
William Blake, desnudo con su pareja en “el pequeño edén del patio” donde lee El Paraíso perdido de John Milton, piensa que los deleites de la carne son una bendición de Dios (“Lo demás es misterio y eso es parte de la sabiduría del Creador”). 
Algo semejante concibe y repite el alcohólico príncipe Christian VII ante el sexo de Lise, “la hetaira de alabastro”, “uno de los dones que Dios había concedido a Dinamarca”. “Beber de su entrepierna formaba parte de los hechos que transportaban al paraíso terrenal”, dice la voz narrativa. “¿Cómo puede alguien tildar de locura al que ha emprendido el viaje a las regiones donde Dios nos hace partícipes de sus bondades, de su extrema bienaventuranza y, por qué no decirlo, de su entrañable amor por nosotros?” 
Y pese a que el retorcido James Joyce suele rendir culto a los vapores de la mierda y del ano de una mujer con magros cuidados higiénicos, el momento de hundir y mover la lengua en tal hoyuelo le brinda un goce con una plenitud parecida: “hoy besa con fruición este orificio y se abren las puertas del jardín del edén”. 

Emmanuelle Seigner
  Estadio no muy distinto del que vive la maquillista y rubia Paulette al chupar el maná de la vagina de Emmanuelle Seigner, la actriz de Luna amarga (1992), filme de Roman Polanski: “Todavía contraída y con el orgasmo a cuestas, Paulette se arrodilla y asume la adoración a la diosa, se interna en esta humedad cubierta de pelo castaño. Nunca había probado nada semejante, éste es el bálsamo de la vida; las mieles íntimas que curarían a los enfermos y darían vida a los moribundos: ambrosía pura.”

Así las cosas, el matiz sagrado y ceremonial de la comunión erótica entre un hombre y una mujer (una epifanía condenada a repetirse y a multiplicarse por los siglos de los siglos), está dicho y cantado en esa especie de heterodoxa rogativa, de oración-celebración (algo tiene de poema en prosa) que es “De su propia imagen dividida”, el cuento que preludia El bosque de la serpiente, que inicia puntualizando: “Nuestro es el jardín del paraíso, nuestra es la bienaventuranza ante aquello que nos inquieta. Señor, permítenos ser Adán y Eva, dulces habitantes que rehacen los caminos, observan el paso de la serpiente y la ignoran.” 
Homenaje a Balthus
Foto de Norma Patiño en Erótica, la otra orilla del deseo (1992)
  Encarnando tales arquetipos primigenios y pletóricos de inocencia, pureza y sabiduría, no es difícil que una terrestre y efímera pareja sienta suyos algunos destellos, pese a que los convidados de piedra sean un dúo de feos, mortales, solitarios, enfermos, desahuciados, ateos y curtidos agnósticos: “Penetro en Eva y ella monta en mí para recibir los dones de mi virilidad que busca sus profundidades. La escucho gemir y ese sonido forma parte de la aurora que llega con el rubio sol estival. Arquea su cuerpo y siento una humedad que la moja y me perturba, anticipa nuestros goces comunes, me hace cerrar los ojos y vislumbrar este jardín que nos contiene y en el cual somos felices.” 


Jorge Luis Borges en 1968
Foto: Eduardo Comesaña
Ante tal visión y exultación se puede recordar la que Borges escribió en un pasaje de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, cuyo énfasis y sentido puede implicar cierta desnudez y el haber accedido a los misterios, al aroma y ambrosía de ciertas puertas celestiales: “En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua de los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que esa tarde sentí.”

      No obstante, entre las certidumbres que se refieren en el cuento de Andrés de Luna, no faltan los viejos y ancestrales interrogantes: “Nunca sabremos qué misterios están presentes en esta cópula de hoy, en este acto que repetimos con infinito agrado porque nos hace uno y nos duplica nuestro saber. Siento cómo nos observas en las alturas, o entre las rocas que rodean este jardín del paraíso. Nada debe cambiar, tú eres nuestro guía, el enamorado del mundo y el erudito que palpa la Creación para comunicárnosla. La siento como parte de mí y la comparto con Eva. Huelo sus deyecciones y nada sucio encuentro en esos restos; ella hace lo mismo conmigo, incluso desea que mi orina la bañe, que haga espuma sobre su ombligo y sobre sus pechos de pezones levantados.”
Pero como en distintos cuentos o variaciones los representantes del inconsciente colectivo evocan o remiten al Jardín del Paraíso y al placer edénico, se puede concluir la nota con un puñado de fragmentos de una entrevista de Braulio Peralta al Nobel mexicano —El poeta en su tierra: diálogos con Octavio Paz (Grijalbo, 1996)—, donde éste habla del mito del jardín: 

Octavio Paz y Marie-José

En Octavio Paz (Júcar, Barcelona, 1975), con ensayo,
antología e iconografía de Jorge Rodríguez Padrón.
“Sí, hay muchos y todos ellos son el mismo jardín: es el espacio de la revelación. El jardín es naturaleza, pero naturaleza transfigurada. El jardín es uno de los mitos más antiguos y aparece en todas las civilizaciones. Piense en el Jardín del Señor, en el Edén, en el Paraíso Terrenal. Es el reino perdido: la inocencia del primer día. El jardín simboliza la unidad primordial, fundada en el pacto entre todos los seres vivos. En el paraíso el agua habla y conversa con el árbol, con el viento, con los insectos. Todo se comunica, todo es transparente. El hombre es parte del todo. La ruptura del pacto, la expulsión del jardín, es el comienzo de la inmensa soledad cósmica: las cosas, desde los átomos a los astros, caen en sí mismas, en su realidad solitaria; los hombres caen en el abismo transparente de su conciencia sin fin... El jardín restaura, así sea parcial, provisionalmente, el pacto del principio, la unidad original de la pareja, la reconciliación con la totalidad cósmica.” 

“El jardín es el teatro de los juegos de la infancia y de los juegos pasionales del amor.” 
“La existencia de jardines en todas las civilizaciones y sociedades se explica, quizá, por la universalidad del deseo que satisface esa singular creación. Nostalgia de la unidad primordial entre el mundo humano y el mundo natural. Restaurar esa unidad, así sea precariamente, es entrever nuestra condición original.”



Andrés de Luna, El bosque de la serpiente. Colección La sonrisa vertical, Tusquets Editores. México, 1998. 180 pp.

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Respuesta a Patricia Damiano (ver comentario).  Lo injuriante es aderezo tuyo. Tienes un punto de vista mojigato y nada lúdico, característico de una censora de la Vela Perpetua y de Liga de la Decencia. Supongo que, semejante al ciego bibliotecario Jorge de Burgos, catalogas la risa como prohibida, obscena y pecaminosa (no se diga el sexo y el erotismo) y que prefieres regocijarte con una foto de Borges al ser condecorado con la Gran Cruz de la Orden Bernardo O’Higgins, otorgada por Pinochet y los militares golpistas y genocidas, o en Buenos Aires dándole la mano al general Videla y luego diciendo: “He saludado a esa Junta de caballeros”.



jueves, 21 de septiembre de 2017

Los hombres que dispersó la danza

Los mil y un senos y otras inagotables fuentes


                                               7 y 19 de septiembre de 2017
                                                                                        In memoriam 

I de III
Nacido en el pueblito oaxaqueño de Ixhuatán (Lugar junto a las hojas) el 30 de noviembre de 1906 y fallecido en la Ciudad de México, a los 101 años, el 10 de enero de 2008, el escritor Andrés Henestrosa es el autor de la letra del popular son istmeño “La Martiniana”. Susana Harp lo interpreta en su disco Xquenda (1997); los Hermanos Ríos en el misceláneo disco La tortuga (1998) y Lila Downs en su disco Border/La línea (2001). Pero Andrés Henestrosa también es el autor del legendario librito Los hombres que dispersó la danza. Su primera edición data de 1929 y fue financiada por Antonieta Rivas Mercado, la célebre mecenas que incidió en la organización del patronato de la primera orquesta sinfónica que tuvo el país mexicano, quien auspició la revista Ulises (1927-1928), el Teatro de Ulises (en una casa de su propiedad), y los libros Novela como nube (1928) de Gilberto Owen y Dama de corazones (1928) de Xavier Villaurrutia; y cuya vertiginosa vida y suicidio en la antigua Catedral de Notre-Dame, en París (el miércoles 11 de febrero de 1931, casi a sus 31 años, se dio allí un balazo con el revólver de José Vasconcelos, pero “falleció en el Hôtel-Dieu, un hospital de caridad cercano a la Catedral”), no dejan de conmover e interesar, como bien lo implican, por ejemplo, el acopio y edición de sus incompletas Obras completas que Luis Mario Schneider amplió y reeditó en 1987 en Lecturas mexicanas (segunda serie editada por la SEP); la breve semblanza sobre ella que Andrés Henestrosa firmó en “Ciudad de México, sábado 28 de febrero de 1981” (magramente reeditada en 1999 por Miguel Ángel Porrúa); la fallida Antonieta (1982), película dirigida por el español Carlos Saura (rodada bajo los nepotistas oficios de Margarita López Portillo, entonces directora de RTC); el libreto teatral El destierro (1981) de Juan Tovar; Fragua y gesta del teatro experimental en México (UNAM/Ediciones del Equilibrista, 1995), en cuya primera parte Schneider hace una crónica del Teatro de Ulises; A la sombra del Ángel (Nueva Imagen, 1995), voluminosa novela biográfica de la norteamericana (nacida en Cuba) Kathryn S. Blair, esposa de Donald Blair Rivas, el único hijo que tuvo la fugaz Antonieta Rivas Mercado con su fugaz y borroso esposo Albert Blair; Antonieta (FCE, 1991), biografía escrita por la crítica y narradora Fabienne Bradu, quien en Correspondencia (UV, 2005) revisó y anotó un conjunto de cartas de Antonieta que van de 1927 a 1931, junto con las páginas de su postrero Diario de Burdeos; del cual, en 2014, Siglo XXI y la UAEM publicaron una edición facsimilar junto a una transcripción crítica del mismo, con “Fijación del texto y notas de Cynthia Araceli Ramírez Peñaloza y Francisco Beltrán Cabrera”, precedida por varios prólogos e ilustrada con una rica iconografía en blanco y negro impresa con baja resolución.
José Vasconcelos y Antonieta Rivas Mercado
         En 1979, con un prefacio de Luis Cardoza y Aragón, se publicó una edición conmemorativa de los 50 años de Los hombres que dispersó la danza. En 1985 la UNAM hizo una reedición. En 1992 fue el principal título del volumen Los hombres que dispersó la danza y algunos recuerdos, andanzas y divagaciones, tomo de Andrés Henestrosa, reunido por Alí Chumacero y editado por el FCE en la serie letras mexicanas (reimpreso en 2006). Y en 1995 apareció una edición comentada por el propio Andrés Henestrosa, bilingüe y visual, que al unísono celebra al autor y a su libro, cuyo prólogo, edición y cuidado (con ciertos descuidos) se deben a Carla Zarebska. 

(Sacbé, 1995)
Detalle de la portada
        Detrás de la factura y edición de tal volumen hay un grupo de galerías, personas e instituciones. Roberto Tejeda tradujo a la lengua inglesa (cada página incluye las dos versiones: español e inglés). Antonieta Cruz redactó la ficha biográfica de Andrés Henestrosa y la del pintor Francisco Toledo, pero faltó la ficha biográfica de la fotógrafa Graciela Iturbide. Aunado al buen tamaño (31 x 23 cm), a la buena calidad de los papeles y a la aceptable reproducción de las imágenes (que en varios casos no es del todo óptima), el diseño gráfico de Ricardo Salas permite que éstas puedan apreciarse.

Andrés Henestrosa en 1995
Foto: Graciela Iturbide
        En primera instancia destaca la profusa reproducción a color de la obra de Francisco Toledo, visible desde las cubiertas, cuya totalidad exhibe un detalle de Mujer con avispas (técnica mixta sobre papel, 1977), la cual se observa completa en la página 77.

Mujer con avispas (técnica mixta sobre papel, 1977)
Francisco Toledo
         Los animales, insectos y bestezuelas antropomórficas que habitan las imágenes de Toledo se vinculan al hecho de que nació en Juchitán el 7 de julio de 1940, donde vivió de niño; y a los 13 años, dice Zarebska, se fue a vivir a Oaxaca. Es decir, devienen de la flora y fauna que rodeó su infancia y adolescencia; pero también de la que pueblan ciertas fábulas, cuentos populares, leyendas y mitos de tales latitudes, que también son las fuentes (sobre todo de Juchitán) que alimentaron los textos de Los hombres que dispersó la danza

(CONACULTA, 1998)
Ilustraciones de Francisco Toledo
         Al unísono, la obra de Francisco Toledo implica su papel de ilustrador de libros, narraciones y fábulas, como son, por ejemplo, las estampas que ilustran el relato Conejo y coyote (c. 1979), de las cuales el libro ofrece, en páginas completas y en color, varias reproducciones de las obras originales que él hizo con gouache, acuarela, tinta, pluma y lápiz sobre papel (propiedad de la Galería Arvil de la Ciudad de México, que debería publicar una edición facsimilar); láminas (con recuadros de historieta) que también se pueden apreciar (o más o menos apreciar) en la pequeña edición infantil del Cuento del Conejo y el Coyote que en 1998 hizo la Dirección General de Publicaciones del CONACULTA, con texto en zapoteco y en castellano adaptado por Gloria de la Cruz y Víctor de la Cruz; y en la homónima versión (también en zapoteco y español) escrita por la poeta Natalia Toledo (hija del pintor, quien de niña oyó en Juchitán el relato de tradición oral narrado por su padre), publicada en 2008 por el FCE en las colecciones Tezontle y Clásicos.

     
Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (1999)
Foto: Francisco Toledo
        Pero también Francisco Toledo —fundador del Pro-Oax (Patronato pro Defensa y Conservación del Patrimonio Cultural y Natural de Oaxaca)— ha sido un singular mecenas que impulsó, por ejemplo, la creación de la Casa de la Cultura de Juchitán, del Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, en Oaxaca, y del IAGO (Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca); y un célebre editor en cuyo haber se cuentan títulos como la publicación facsimilar (impresa en 1987 por Ediciones Toledo) de la edición que Nicolás León hizo en 1886 del libro Arte del idioma zapoteco (1578), de Fray Juan de Córdova; la edición facsimilar del Álbum de animales mexicanos (1991), con ilustraciones en color de Gabriel Fernández Ledesma, originalmente impreso en 1944 por la SEP con un formato de cuaderno escolar y papel reciclado, circunstancia “impuesta por la guerra” en Europa; y la revista El Alcaraván (impresa a través del IAGO), cuyo número 15 (octubre-diciembre de 1993) incidió en la confección del prólogo de Carla Zarebska.

Francisco Toledo con un perro xoloizcuintle
Foto: Graciela Iturbide
          Y desde luego, el legendario libro de la fotógrafa Graciela Iturbide tirado en 1989 por Ediciones Toledo: Juchitán de las mujeres, con prólogo de Elena Poniatowska; en cuya portada se observa a la Señora de las iguanas (1979), la imagen más famosa de la serie, luego rebautizada Nuestra Señora de las iguanas, lo cual la reviste de una impronta o cualidad sagrada o de culto milagroso. Imagen de la que Gabriela Iturbide dice en una entrevista de Claudi Carreras, reunida en Conversaciones con fotógrafos mexicanos (Gustavo Gili, 2007): “[...] En el mundo de los latinos que viven en Estados Unidos, esta última [Nuestra Señora de las iguanas] llegó a convertirse en icono. Se puede encontrar en altares, en tarjetas postales, en carteles. En Juchitán, donde la tomé (por cierto, acaba de morir la mujer que posó con las iguanas), cuando la Casa de la Cultura celebró su décimo aniversario, se mandó a imprimir esa foto en carteles grandes que luego fueron pegados a los muros de casi cada casa de la ciudad. Es una foto de la que se han hecho muchos carteles y reproducciones, y también ha viajado a muchos lugares del mundo. En Juchitán, alguien la apodó ‘La Medusa Juchiteca’ [...] Nuestra Señora de las iguanas es y no es una puesta en escena. Estaba yo en el mercado de Juchitán y de pronto vi llegar a esa mujer que llevaba iguanas sobre su cabeza. Ella venía llegando a su puesto en el mercado, donde vendería las iguanas para ser guisadas. Eso es muy común en Juchitán. La imagen me asombró tanto que en ese mismo instante le pedí que me permitiera tomarle una foto. A ella le causó mucha gracia el asunto y, muerta de risa, volvió a colocar sobre su cabeza el manojo de iguanas que ya había depositado sobre una mesa. Hice varias tomas porque no todas resultaron como yo quería. En Austin, Texas, está a punto de ser publicado un libro sobre mi fotografía y en él se va a incluir la hoja de contactos de esa serie. Al principio, todas las iguanas están como caídas y ella está muerta de risa. Entre todas, solamente hay una foto en la que todas las iguanas quedaron paraditas y en la que la mujer también sale bien. La toma fue hecha frente a su propio puesto en el mercado, sin buscar un lugar quizás más apropiado. Todo fue bastante apresurado. Por eso mismo te digo que es y no es una puesta en escena.”

       
Señora de las iguanas (Mercado de Juchitán, 1979)
Foto: Graciela Iturbide
        Según reporta Olivier Debroise en Fuga mexicana. Un recorrido por la fotografía en México (CONACULTA, 1994): “Juchitán de las mujeres es el resultado de diez años de trabajo, de innumerables viajes a Tehuantepec, de largos periodos de convivencia con la población del Istmo producto de un intento de comprensión, de la simpatía y amistad con los fotografiados. Graciela Iturbide no sólo estuvo en Juchitán, sino que vivió ahí. En el sentido más amplio: estar y ser, amar y odiar, penetrarse y ser penetrado por el lugar y sus habitantes.” Década: 1979-1989, datada en la portada de la edición de Juchitán de las mujeres que la Editorial RM hizo en 2010.

De tal legendaria y célebre serie, que no deja de vincularse con el hecho de que la primera muestra individual de Gabriela Iturbide se efectuó, en 1980, en la Casa de la Cultura de Juchitán, la presente edición de Los hombres que dispersó la danza reproduce varias fotos. 
Lagarto (Juchitán, 1986)
Foto: Graciela Iturbide
      Pero además hay tres curiosos retratos tomados por Graciela Iturbide. En uno, de 1995, se ve a Andrés Henestrosa, quien posó al pie de una escalera. En otro, de 1986, se observa a Na Lupe Pan (foto incluida en Juchitán de las mujeres), quien podría pasar por una juchiteca anónima entrada en años (con sus largas trenzas, su larga falda y su huipil tradicional), pero según Carla Zarebska era una tía de Francisco Toledo, ya fallecida, “llamada así en zapoteco porque dedicó toda su vida a hacer pan y venderlo”. 

Na Lupe Pan (Juchitán, 1986)
Foto: Graciela Iturbide
 
        Y en el tercer retrato, sin fecha, se ve a un sonriente Francisco Toledo, quien en una especie de lúdica parodia de malabarista callejero o doméstico, hace que un perro xoloizcuintle guarde equilibrio en su mano izquierda. Esta foto contrasta con la reproducción de un Autorretrato (técnica mixta sobre masonite, 1975) del propio pintor, en el que éste sostiene un perro de esa raza mexicana de origen precolombino. 

Autorretrato (técnica mixta sobre masonite, 1975)
Francisco Toledo
       Pero la parte iconográfica del libro también incluye otras imágenes; es el caso del Retrato de Alfa Ríos (óleo sobre tela, 1948), de Miguel Prieto, mujer juchiteca que era esposa de Andrés Henestrosa; el de varios dibujos a tinta sobre papel del prolífico y talentoso Miguel Covarrubias, tomados de su libro publicado en inglés México Sur. El Istmo de Tehuantepec (1947), quien bautizó como Rosa Rolando a su mujer Rose Cowan Ruelas. 

Retrato de Alfa Ríos de Henestrosa (óleo sobre tela, 1948)
Miguel Prieto
     
Alfa Ríos de Henestrosa
       Y entre otras imágenes, descuella la reproducción de un Retrato de Andrés Henestrosa (óleo sobre tela y masonite, 1924) pintado por Manuel Rodríguez Lozano —destinatario de un buen número de cartas de Antonieta Rivas Mercado, lo cual se hace patente en el libro: 87 cartas de amor y otros papeles. Correspondencia y escritos ordenados y revisados por Isaac Rojas Rosillo (UV, 1984); Retrato que, se dice, fue reproducido en la primera edición de Los hombres que dispersó la danza, junto con dos dibujos del mismo artista, quien además, no obstante su homosexualidad, fue el fugaz y controvertido marido de Nahui Olin (Carmen Mondragón), una de las mujeres más bellas y llamativas de los años veinte, modelo de Diego Rivera, de Edward Weston, del Dr. Atl (Gerardo Murillo) —quien la bautizó como Nahui Olin—, y de otros artistas y fotógrafos, cuyo legendario itinerario está bosquejado en Nahui Olin. La mujer del sol (Diana, 1993), libro con iconografía y ensayo biográfico de Adriana Malvido, y en Nahui Olin. Una mujer de los tiempos modernos, el vistoso libro-catálogo de la exposición montada en el Museo Estudio Diego Rivera, en San Ángel Inn, en la Ciudad de México, del 8 de diciembre de 1992 al 30 de marzo de 1993. 

Retrato de Andrés Henestrosa (óleo sobre tela y masonite, 1924)
Manuel Rodríguez Lozano



II de III
Dice Andrés Henestrosa que su “pequeño libro”, Los hombres que dispersó la danza (1929), “no fue escrito con intención erudita, sino meramente literaria”. De ahí que pudo no ser fiel a sus fuentes orales; que haya retocado y añadido de su cosecha a las versiones oídas en su infancia y adolescencia; incluso al reproducir el sonido y la articulación prosódica y semántica de ciertas palabras del zapoteco, cuyos intríngulis (y variantes dialectales) sólo los conocedores de esa lengua indígena y ancestral podrían discutir y disentir con el Andrés Henestrosa que, según el volumen, “fue hasta los quince años que aprendió la lengua castellana”. En ese sentido, con su chispa erótica le dijo a Carla Zarebska: “recibí el idioma zapoteco del seno derecho de mi madre, y del seno izquierdo el huave. Los demás idiomas de otros senos...”
(Miguel Ángel Porrúa, 3a ed., 2015)
En la portada: doña Martina Henestrosa Pineda,
madre del escritor Andrés Henestrosa.
        La escritura (y reescritura) de los fragmentarios y breves textos que conforman Los hombres que dispersó la danza deja entrever su origen popular, mítico y fabuloso. Buena parte se remontan a las fronteras del supuesto principio de los tiempos o al tiempo de los mitológicos primeros días de la creación. Y más que raíces precortesianas, translucen elementos del mestizaje engendrado con la conquista española, como son las abundantes alusiones al catolicismo, a la presencia de los Santos de esa religión, a Dios, a pasajes y personajes bíblicos. De ahí que en la “Confusión” el joven Henestrosa haya escrito: “Las fábulas indígenas, misteriosas y sutiles, se maridaron con los apólogos y los enxiemplos castellanos y fue como si el río de la imaginación ibérica se vaciara en el río de la imaginación zapoteca. Y mezcladas sus aguas, sus arenas y sus astros, no se puede ahora separarlas, y también porque tienen curso subterráneo. Las flores, los animales, los hombres, las aves, todos aprendieron español. Y al séptimo día de la llegada de los misioneros el indio complicó con el aprendizaje del nuevo idioma, sus ritos, su tradición, su mitología.”

Conejos (Mercado de Juchitán, 1986)
Foto: Graciela Iturbide
         En este sentido, Los hombres que dispersó la danza son los zapotecas cuya diáspora se suscitó al oír “la noticia de la llegada de los españoles”. Unos, “antes que la dominación, prefirieron morir”; “otros caminaron en distintas direcciones llevándose la tradición, la material y la impalpable”. Pero hubo quienes “se echaron de cabeza a las aguas religiosas del río Atoyac y de Tehuantepec; y los ríos ondularon con ellos hasta convertir en peces o en trastos a algunos; y otros se mantuvieron hombres y en el fondo de las aguas habitan hasta hoy...”. No obstante, no todos “se dispersaron, sino que hubo quienes se sujetaron al conquistador y edificaron la iglesia de Juchitán”. La parroquia y el pueblo que, según el texto “Fundación de Juchitán”, bajo mandato de Dios, lo gestó San Vicente Ferrer con los hombres que andaban dispersos.  

La iglesia de Juchitán antes del temblor del 7 de septiembre de 2017
     
La iglesia de Juchitán después del temblor del 7 de septiembre de 2017
       Pese a algunas erratas, la edición de Carla Zarebska muestra un gran aprecio por Los hombres que dispersó la danza, por la obra gráfica, pictórica, y fotográfica, y por las fuentes librescas y orales con que urdió su prólogo. En éste, sin duda, aporta anécdotas interesantes. Es el caso de las primeras andanzas en la Ciudad de México del ágrafo y adolescente indito Andrés Henestrosa (emigró de Juchitán a los 16 años, de huaraches y en burro). O el período vivido en casa de Antonieta Rivas Mercado: “desde fines de 1927 hasta principios del 29”, donde ella le leía libros que despertaron en él el deseo de escribir un compendio sobre las leyendas y mitos que había oído de niño en Juchitán. De ese seminal periodo se reproduce una poco legible fotografía en la que figuran: el Che Estrada Menocal (corredor de autos), Amelia Rivas Mercado, Manuel Rodríguez Lozano, Antonieta y su hijo Donald Blair Rivas, Julio Castellanos, Xavier Villaurrutia y Andrés Henestrosa.

El Che Estrada Menocal, Amelia Rivas Mercado, Manuel Rodríguez Lozano, Antonieta Rivas Mercado,
Xavier Villaurrutia, Andrés Henestrosa, Julio Castellanos (sentado) y el niño Donald Blair Rivas (c. 1927).
       Así, puesto que el joven Henestrosa aún no aprendía del todo el habla y la escritura del español, Antonieta le propuso que él le dictara las historias de lo que luego fue Los hombres que dispersó la danza; librito que le entregaron el día que cumplió 23 años; o sea: el 30 de noviembre de 1929. La edición, pagada por la filántropa Antonieta Rivas Mercado, fue “de 200 ejemplares que se vendieron a peso”. A la hora de imprimir, reza la leyenda, se extravió un prólogo de Julio Torri que nunca se recuperó. También se perdieron cuentos que luego reescribió Henestrosa y que fueron incluidos en la presente edición; tales son: “La sirena del mar”, “La flor del higo”, “La cigarra y La iguana”, “La milpa salva a Jesús”, “La langosta”, y “Los árboles y la sequía”.


III de III
No obstante lo dicho, en el prólogo que Carla Zarebska pergeñó para Los hombres que dispersó la danza hay algunos puntos que quizá no compartan ciertos lectores. Uno es la desmedida admiración que la editora y ensayista expresa por Andrés Henestrosa y Francisco Toledo, lo cual matiza y trasmina su visión de las obras y de las personalidades del escritor y del artista, al grado de situarlos (falazmente) a un mismo nivel: “ambos han trascendido la frontera de Oaxaca y de México con sus obras, Henestrosa en literatura y periodismo y Toledo en la plástica”. Asimismo, magnifica retóricamente la herencia zapoteca de ambos y las virtudes y cualidades de las mujeres nacidas en Juchitán; lo cual trae a colación las palabras de Henestrosa, quien las mira con ojo poético y chispa erótica: “caminan en verso, en sílabas contadas”.
Mujeres de Juchitán (1929)
Foto: Tina Modotti
          Aunado a ello un rasgo controversial es el hecho de que su prefacio adolece de una visión turística, light y aséptica sobre la geografía oaxaqueña, su pasado precolombino, y los vestigios étnicos y arquitectónicos relativos a 1995. En tal contexto cita a autores europeos atraídos por el dizque temple de Oaxaca: “apacible y muy sano”; entre ellos a Italo Calvino, quien es citado por el cuento homónimo incluido en su libro Bajo el sol jaguar (Tusquets, 1989), “en el que explora el sentido del gusto paladeando la comida oaxaqueña”. E incluso menciona las jipitecas y legendarias “figuras de la contracultura de los sesentas y setentas”, atraídas por los “hongos alucinógenos guiados por la intuición de María Sabina en la sierra Mixteca”. Mixtificadas así las cosas (de todo un poco, como en botica de minúsculo pueblo decimonónico), no asombra una “seria” alusión a la supuesta existencia del Dorado en tierras oaxaqueñas que se remite al aciago 1521 (año de la caída de Tenochtitlán): “antes de su saqueo, hubo parajes abundantísimos en oro”.

Por si fuera poco, descuellan minucias no muy precisas. Según Carla Zarebska, en febrero de 1923, Henestrosa, “en la capital, se dirigió al entonces rector de la Universidad Nacional, José Vasconcelos”, para reclamarle su apoyo. Pero en esa fecha José Vasconcelos (como ella misma lo acota en un pie de página) ya no era rector. Lo fue, según se lee entre la danza de las fechas, “del 9 de junio de 1920 al 12 de octubre de 1921”; y entre el “1 de octubre de 1921” y el “27 de julio de 1924” dirigió la SEP (Secretaría de Educación Pública).
Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos y Diego Rivera
durante una ceremonia en Chapultepec (c. 1921)
       Dice Carla Zarebska que José Vasconcelos fue quien llevó por primera vez a Diego Rivera al Istmo de Tehuantepec y que su impresión “dio como resultado uno de sus óleos más importantes y conocidos: Baile de Tehuantepec”. Pero según ciertos historiadores y memoriosos, el viaje que Rivera hizo con la comitiva que acompañó a Vasconcelos en diciembre de 1921 (apenas a mediados de ese año había regresado de Europa y de su período cubista), básicamente fue a Campeche y a Yucatán, donde conoció a Felipe Carrillo Puerto, notable por el sentido social, educativo y socialista de su gobierno confrontado a la oligarquía terrateniente.

Baile de Tehuantepec (óleo sobre tela, 1928)
Diego Rivera
       
Alfa y Beta Ríos, Rosa Rolando (Rose Cowan Ruelas), Diego Rivera, Miguel Covarrubias,
un perro xoloitzcuitle, Nickolas Muray y Frida Kahlo (San Ángel Inn, c. 1940).
      Y aunque en El renacimiento del muralismo mexicano 1920-1925 (Domés, 1985) —libro originalmente impreso en inglés en 1963—, Jean Charlot diga que en La Creación (1921-1923) —el mural que Diego Rivera pintó a la encáustica en el Anfiteatro Simón Bolívar de San Ildefonso y con el que propiamente se encarrila el inicio de tal movimiento pictórico—, dizque hay “una vista audazmente pintada de la flora y la fauna de la selva de Tehuantepec”, y pese a que Baile de Tehuantepec (óleo sobre tela) data de 1928 y a que se reproduce en la presente edición de Los hombres que dispersó la danza —lo cual contrasta con una foto (c. 1940) en la que se ve a Diego Rivera, a Miguel Covarrubias y a Nickolas Muray rodeados de cuatro féminas ataviadas de tehuanas: Alfa y Beta Ríos, Rosa Rolando (Rose Cowan Ruelas) y Frida Kahlo—, la impresión del muralista sobre el Istmo de Tehuantepec y sus singulares mujeres está plasmada en forma más significativa, axial y exuberante en varios tableros (y en una sobrepuerta) del Patio de las fiestas (incluso uno de ellos se llama La Sandunga, el baile de Tehuantepec por antonomasia), donde Diego Rivera pintó entre 1923 y 1924, y que son parte de los murales de la SEP realizados por él al fresco, entre 1923 y 1928, en los tres niveles de edificio inaugurado por el presidente Álvaro Obregón el 9 de julio de 1922.

La Creación (1921-1923)
Mural a la encáustica de Diego Rivera
Anfiteatro Simón Bolívar de San Ildefonso
Centro Histórico de la Ciudad de México 
       Al aludir el legendario viaje que el francés Henri Cartier-Bresson hizo a Juchitán en 1934, en el que Henestrosa, según el libro, figuró de guía, Zarebska dice, nada menos, que “fue el primer fotógrafo internacional en retratar a las juchitecas”. Tal aseveración tampoco es muy precisa. 

Juchiteca (1929)
Foto: Tina Modotti
       Nacido el 22 de agosto de 1908, Henri Cartier-Bresson, en 1934 era un joven de 25 y 26 años. Y sin bien, como reporta Raquel Tibol en Episodios fotográficos (Proceso, 1989), “comenzó a tomar fotografías sistemáticamente en 1931, pero hizo tomas desde mediados de los años 20”, en 1934 no era el gran fotógrafo internacional. En 1932, después de una aventura de un año en Costa de Marfil (donde hizo sus primeras fotos propiamente dichas), efectuó su primera exhibición individual en la Galería Julien Levy de Nueva York, además de que en tal año se publicó, en la parisina revista Vu, su primer fotorreportaje. Es decir, aún estaba en ciernes su intensa actividad fotográfica por todo el orbe y su consecutiva fama por todos los recovecos de la aldea global, y aún faltaba para que redactara la preceptiva del “instante decisivo”, misma que se puede leer en su misceláneo libro de artículos y textos: Fotografiar al natural (Gustavo Gili, 2003), en cuya portada se observa una pequeña y no muy clara reproducción de la arquetípica y célebre imagen del “instante decisivo”: Detrás de la estación de Saint-Lazare (París, 1932); y atisbar su trabajo en algún volumen, como puede ser el voluminoso Henri Cartier-Bresson. ¿De quién se trata? (Fundación Henri Cartier-Bresson/Lunwerg Editores, 2003), que es un bosquejo de su amplia obra: “Fotografías, películas, dibujos, libros y publicaciones”, donde no falta la foto tomada en la Ciudad de México y en Juchitán.

Juchitán (1934)
Foto: Henri Cartier-Bresson
       Si la leyenda no miente, en 1934, Manuel Álvarez Bravo, de 32 años, también estuvo en el Istmo, donde rodó el filme Tehuantepec, al parecer bajo la impronta de Paul Strand, quien entre 1933 y 1934, en el puerto de Alvarado, Veracruz, fue el camarógrafo de la película Redes (1936), célebre, también, por la música de Silvestre Revueltas; cuya legendaria controversia en torno al lento rodaje y complicada producción se lee en Paul Strand en México (Fundación Televisa/La Fábrica Editorial, 2010); volumen documental y colectivo que, además del acervo iconográfico de Paul Strand, incluye un DVD con la película restaurada, en 2009, por la World Cinema Foundation at Cineteca di Bologna.

DVD de la película Redes (1936)
       En la “Cronología” de Manuel Álvarez Bravo (MOMA/La vaca independiente, 1997), el catálogo en español de la retrospectiva curada por Susan Kismaric para el Museo de Arte Moderno de Nueva York, se afirma que en 1934 Manuel Álvarez Bravo “produce su primer y único largometraje, Tehuantepec, concentrándose en la región matriarcal del sur de México. Mientras trabaja en este proyecto crea una de sus imágenes más importantes, Trabajador en huelga asesinado”, y “conoce a Cartier-Bresson”.

Obrero en huelga asesinado (Oaxaca, 1934)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
       Pero para supuestamente realizar ese “largometraje” de sonoro título, Manuel Álvarez Bravo, quien conoció y retrató al cineasta ruso Serguei Eisenstein (e incluso retrató a Isabel Villaseñor, protagonista de Maguey), no pudo pasar por alto las imágenes (o el concepto) de lo que iba a ser la monumental ¡Que viva México!, que éste, justo con su asistente Gregori Alexandrov y el fotógrafo Eduard Tissé, rodaron, entre 1931 y 1932, en locaciones naturales del territorio mexicano, entre ellas las del Istmo de Tehuantepec; pero la filmación fue forzosamente interrumpida y las cintas confiscadas por Upton Sinclair y enlatadas en Hollywood.  

 
Serguei Eisenstein (c. 1931-2)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
     
Retrato de Isabel Villaseñor (s/f)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
       Como curioso runrún cabe apuntar que hay quienes dicen que Manuel Álvarez Bravo “trabajó como camarógrafo en el film ¡Que viva México!” Por lo menos tal cosa se afirma en Revelaciones (1990), catálogo de la muestra de imágenes de Manuel Álvarez Bravo organizada por The Museum of Photographic, en San Diego, y The Univsersity of New Mexico Press, en Albuquerque, la cual, entre 1990 y 1994, visitó doce ciudades norteamericanas y Vancouver, Canadá; cuya portada fue ilustrada con Retrato de lo eterno (1935), cuya modelo es Isabel Villaseñor, grabadora y mujer del pintor Gabriel Fernández Ledezma, también fotografiada por Eduard Tissé y Lola Álvarez Bravo. 
   
Retrato de lo eterno (1935)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
     
Isabel Villaseñor durante el rodaje de
¡Que viva México!
Foto: Eduard Tissé
     
El ensueño (1941)
Foto: Lola Álvarez Bravo
      No obstante, pese a que Serguei Eisenstein estuvo detrás de la planeación del rodaje y de la dirección de la cámara cinematográfica, a él y a Tissé —si prejuiciosa o machistamente se omite o menosprecia a Tina Modotti—, quizá y por retórico y mentiroso capricho antológico se les podría colgar en el cogote la rimbombante etiqueta de “primeros fotógrafos internacionales del siglo XX que retrataron a las juchitecas”.
 
Mujeres de Juchitán (1929)
Foto: Tina Modotti
       Si en la versión semidocumental de ¡Que viva México! que en 1979, en Moscú, editaron Gregori Alexandrov y Esfir Tobak predomina una mirada turística, mitificadora, idílica y folcloroide del entorno natural (casi selvático) y de la vida cotidiana en el Istmo de Tehuantepec (esto se observa en el primer episodio: La Sandunga), sus acentos trágicos sobre el territorio mexicano aún bajo la dictadura de Porfirio Díaz (esto se plantea en el episodio Maguey) están en consonancia con un fragmento de Serguei Eisenstein que se lee en el tomo uno de sus azarosas y fragmentarias memorias (las empezó a escribir el primero de mayo de 1946 y murió en Moscú el 11 de febrero de 1948): Yo. Memorias inmorales (Siglo XXI, 1988), donde habla del crónico “mal mexicano”, aún presente, trágicamente alcanzado por el temblor del jueves 11 de septiembre de 2017 que destrozó Juchitán: 

Dos tehuanas (1929)
Foto: Tina Modotti
        “Algo del jardín del Edén queda frente a los ojos cerrados de quienes han visto, alguna vez, las ilimitadas extensiones mexicanas. Y tenazmente te persigue la idea de que el Edén no estuvo en algún lugar entre el Tigris y el Éufrates, sino por supuesto, aquí, ¡en algún lugar entre el Golfo de México y Tehuantepec!

“Esto no lo pueden impedir ni la mugre de las ollas con comida que lamen los perros sarnosos que pululan alrededor, ni el soborno generalizado, ni la desesperante injusticia social, ni el desenfreno de la arbitrariedad policial, ni el atraso secular junto a las más avanzadas formas de la explotación social.”
Tina Modotti en la reconstrucción del asesinato del
líder cubano Julio Antonio Mella
        Y ya encarrerado el gato con las “citas citables”, vale recordar que la fotógrafa comunista-estalinista Tina Modotti, en 1929, tras el sonoro asesinato del líder cubano Julio Antonio Mella (fue baleado la noche del 10 de enero de ese año), de las sucias y amarillistas imputaciones periodísticas y policíacas que la incriminaron, y de la consecuente controversia judicial, viajó por el Istmo de Tehuantepec y fotografió a las tehuanas de Juchitán y de otros pueblos del entorno. Ese año, además, sin decirle el nombre del fotógrafo, le había enviado a Edward Weston varias fotos del joven Manuel Álvarez Bravo, cuya calidad le impresionó y por ende lo registró en una página de sus Diarios que cita Mildred Constantine en Tina Modotti. Una vida frágil (FCE, 2ª ed., 1993) y en una misiva que le envió a Manuel.

Mujer de Juchitán (1929)
Foto: Tina Modotti
        A fines de febrero de 1930, cuando Tina Modotti fue expulsada de México (hubo una cacería de comunistas tras el atentado del 5 de febrero que intentó asesinar al presidente Pascual Ortiz Rubio), Manuel Álvarez Bravo, además de quedarse con una cámara de ella, ocupó el puesto de fotógrafo que ésta realizaba (por encargos) para Mexican Folkways, la revista en inglés que en México dirigía Frances Toor. En 1931, Manuel ganó el concurso de La Tolteca (célebre por la homónima foto). Ese año, además, un tal Kaufman donó varias de sus fotos al Museo de Arte Moderno de Nueva York, según dijo el propio fotógrafo en una entrevista que Paul Hill y Thomas Cooper le hicieron en 1976 para Camera, revista europea, la cual se puede leer en el libro Diálogo con la fotografía (Gustavo Gili, 1980), donde, entre otros, también hablan Henri Cartier-Bresson y Paul Strand.

La primera individual de Manuel Álvarez Bravo se vio, en 1932, en la Galería Posada; pero en 1928 había participado en su primera colectiva: el Salón Mexicano de Fotografía, montado en lo que ahora es el Palacio de Bellas Artes. Allí, en 1933, en la Sala de Arte, observó las fotos que Paul Strand mostró en una individual. Y dos años después, en 1935, durante el mes de marzo, fue el sitio donde el joven fotógrafo Manuel Álvarez Bravo exhibió sus fotos junto a las del joven fotógrafo Henri Cartier-Bresson, las mismas que un mes después serían exhibidas en la Galería Julien Levy de Nueva York, signando así la paulatina proyección internacional de ambos.
Detrás de la estación de Saint-Lazre (París, 1932)
Foto: Henri Cartier-Bresson



Andrés Henestrosa, Los hombres que dispersó la danza. Edición y prólogo de Carla Zarebska. Textos en español e inglés. Iconografía en color y en blanco y negro de Francisco Toledo, Graciela Iturbide y otros. Grupo Serla/Litografía Turmex/Promotora Cultural Sacbé. México, 1995. 140 pp.