Mostrando entradas con la etiqueta Fuentes. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Fuentes. Mostrar todas las entradas

martes, 20 de septiembre de 2016

Cristóbal Nonato



La región más pestilente

Carlos Fuentes
Foto: Lola Álvarez Bravo
En Cristóbal Nonato (FCE, 1987), la caricaturesca y abigarrada novela del multiapapachado y superglorificado Carlos Fuentes [Panamá, noviembre 11 de 1928- mayo 15 de 2012], el ser y futuro engendro que habita el vientre de su madre, es el testigo omnisciente y ubicuo que observa el momento corporal y biológico en que sus padres lo conciben (para ganar el rimbombante y demagógico concurso con que el gobierno mexicano celebrará el Quinto Centenario del descubrimiento de América); por ende, sigue paso a paso las minuciosas transformaciones desde el segundo en que el espermatozoide fecunda al óvulo, hasta el minuto en que nace. 
Al cabo de tales nueve meses (que es la duración de la novela), en el papel de ojo avizor del génesis y omnisciente y ubicua voz narrativa que le charla al arquetipo del desocupado lector, presencia y observa la evolución que conforma y acuña su individualidad; pero sobre todo narra una serie de sucesos pretéritos y presentes que viven sus progenitores, cierta parentela y otros personajes, y que tienen como objetivo bosquejar el statu quo (social, cultural, político y económico) de la Ciudad de México y del territorio mexicano durante un hipotético 1992, lo que configura en sí la herencia familiar y la genealogía ancestral, histórica y congénita que lo espera y recibe con bombo y platillo aún antes de que pegue a todo cogote su primer chillido en la región más pestilente del país: Makesicko City, la metrópoli más poblada y contaminada sobre la que permanentemente se cierne una pestífera lluvia ácida y negra.
Carlos Fuentes
Foto: Rogelio Cuéllar
Tal es el punto nodal. Carlos Fuentes, para ello, parte de datos extirpados de la historia y la leyenda, de mitos precortesianos y de la tradición, y los mezcla y amasa con otros ingredientes surgidos de sus conjeturas y de su fantasía y salpimentados con ella. Sus supuestos atisbos visionarios (crítico-moralistas), de pitoniso de huitlacoche que lee y traduce los oscuros signos del espejo humeante, no revelan a un infalible clarividente de feria, turbante, culebra en el cogote y bola de cristal, ni a un sociólogo agudo que da en el blanco, sino a un novelista (del establishmnet y del star system) con sentido del humor que se maquilla con la máscara de quien supuestamente descree del tiempo mexicano y de su bonanza retóricamente nacionalista y dizque democrática. En Cristóbal Nonato, Carlos Fuentes imagina un apocalíptico y caótico país que ha perdido territorio a causa de la impagable deuda externa y por el estrepitoso crack de 1990; más agringado que nunca y hundido en la polución y en el desempleo; donde los subterráneos humanoides,  sino establecieron el trueque, transportan el dinero en carretillas para comprar alimentos; donde subsiste un nauseabundo presidente panista con corazón de masa priísta y estereotipado copetín engominado; donde el poder se “legitima” mangoneando los medios masivos (quezque 
Moviendo a México, dizque Por el bien de México) y enarbolando un plan de símbolos “nacionales” exacerbado a través de concursos frívolos; donde el ministro Robles Chacón, quien controla al gobierno, destruye Acapulco para acabar con el poder del cacique Ulises López; donde para detener el avance de una horda de guadalupanos se ordena su cruenta matanza, etcétera, etcétera. 
Tal agresivo fracaso social, político y económico, con lo trágico y dramático que conlleva, el autor lo traza y pergeña a través de una caricaturización exagerada y esperpéntica (que puede inducir o no a la risa). Cada personaje, con sus rasos, interrelaciones y vicisitudes, es grotesco, absurdo e hilarante. Esto es vertido con un lenguaje desenfadado y muchas veces populachero (en buena parte invención de Carlos Fuentes), procaz, desmadroso, aparentemente iconoclasta, híbrido, repleto de palabras y palabrejas en inglés o en un pseudoespaninglish. Pero no obstante el agringamiento del empequeñecido y aún más achaparrado país, la Unión Americana, con todo y penetración local (incluso introduce marines y tanques en el Estado de Veracruz) está dividida y sucumbe a imagen y semejanza de un gigantesco, babeante y supurante leviatán, genocida y voraz imperio.
        Mas tal cóctel, brebaje y menjurje narrativo a veces resulta muy sufrible y el lector pide a gritos raudos cafés y una abultada beca del COLACULTA para soportar la lectura culiatornillado en tal zona de desastre y tormento (propia para una ardua y banal disquisición en un somnífero y petulante simposio cacaendémico): páginas y páginas terriblemente aburridas y el desocupado lector da cabezada tras cabezada recordando a las mamacitas de todos los cabezotas nonatos habidos y por haber, pues tal lectura no lo transforma en un pensador de alta estofa, que amén de meditar en el incierto futuro, se divierte e intriga con la fascinante y maravillosa trama de un narrador sin igual. Pero lo que más cansa y enfada (y quizá divierte, ¡vaya contradicción!) ocurre cuando el titiritero y Mago de Oz, o sea Carlos Fuentes, se engolosina con el puro relajo, con el vil desmadre callejero, ya con reiteraciones prescindibles, con vericuetos tediosos, con burbujas palabreras, con largos fárragos colocados entre paréntesis consecutivos, o con el caprichoso jugueteo tipográfico: visual o efectista, nada eufónico, y poco o nada significativo.
En realidad, el tema central de Cristóbal Nonato es sencillo, muy simplote, alargado por las múltiples y desbordantes digresiones que constituyen el grueso del mamotreto, descendiente natural o putativo de Miguel de Cervantes y de Laurence Sterne.
En la portada: Xipe Totec (c. 900-1200)
La pieza es propiedad del Kimbell Art Museum
Fort Worth, Texas
En Cristóbal Nonato, como en varias de sus laureadas obras, la visión de la historia de México está urdida con resabios de mitos y arquetipos prehispánicos inmersos en la vida cotidiana. En este sentido, en Jipi Toltec resoplan los vestigios del pasado indígena; Mamadoc es la síntesis mestiza de la imagen de la mujer que el mexicano común quezque alienta en su inconsciente colectivo y en la que transluce su uterina vulnerabilidad enajenada y manipulable, pues es asumida a modo de emblema (inventado por el poder) de integración nacional; el Ayatola Guadalupano es el explosivo latente de un pueblo supersticioso, fanático y harapiento capaz de ser arrastrado a la sacralización violenta y criminal; Robles Chacón, Ulises López y Homero Fagoaga son estereotipos de funcionarios transas, auténticas mazacuatas prietas sin escrúpulos; Fernando Benítez, antropólogo maiceado y protegido por el Estado, adora a los indios en tanto adolece de un izquierdismo ingenuo y anacrónico. Pero no sólo ellos, otros personajes claves, folclorizados en su vestimenta, en sus rasgos, en su habla y en su comida, encarnan paradigmas que se entrecruzan y urden entre sí para ilustrar y contrastar los mil y un rostros del mexicano tipificado, decadente, finisecular, que marcha veloz a su extinción al atravesar y sorber las últimas gotas de la crisis que le quedan en el marasmo de la peste (incluyendo el fugaz fantaseo solidario que suscitaron los sismos de septiembre de 1985), con lo cual el autor parece concluir el decurso de su proyecto narrativo, donde por entonces ya había novelado hasta la saciedad, con mitos y estereotipos (urdimbre reprochada por los que esperaban el “montaje verídico”), ciertas respuestas y preguntas ante el constante escrutinio de la ontología mexicana, arribando y declinando en la modernidad.
Fernando Benítez
(1912-2000)
  Cristóbal Nonato, novela festiva, paródica, pantagruélica y bufa en nimios y numerosos detalles y anécdotas. Obra que confirma la habilidad de Carlos Fuentes para aparecer-desaparecer-reaparecer-y-entrecruzar a sus personajes en momentos inesperados. Páginas olvidables y somníferas que tal vez inciten una reflexión en torno a la responsabilidad (no sólo moral) de engendrar un hijo en un medio hostil y agresivo. Líneas que ridiculizan la democracia inexistente del lector al llamarlo con cinismo y sorna “Elector”. Mirada lúdica y aparentemente sin fe en un México del hipotético futuro [ya rebasado], donde entre la corrupción y lo derruido del hábitat, el PRI busca perpetuarse por los siglos de los siglos. Mundo catastrófico donde Pacífica (un lugar donde las contradicciones sociales se concilian para incentivar el progreso científico-tecnológico y la libertad artística, pero sin omitir la naturaleza dramática del ser humano) no es una utopía, como probable es que al achaparrado y achicado resto de México lo devoren las inmundas y malolientes aguas del mar, como ya lo hicieron con Chile. Por ende, Pacífica resulta ser, más que una esperanza, una ironía abismal, un espejismo de huitlacoche difícil de concebir en la trágica y evanescente realidad.
La mafia en La Ópera: Carlos Monsiváis, José Luis Cuevas,
Fernando Benítez y Carlos Fuentes
Ciudad de México, 1965
Foto: Héctor García
Cristóbal Nonato, novela chocarrera de Carlos Fuentes que es al unísono una celebración o un homenaje a diversos autores citados por nombre o por obra o colocados en la trama en calidad de personajes: Ramón López Velarde, Francisco de Quevedo, José Vasconcelos, Juan Rulfo, Franz Kafka, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez y otros más; nómina donde descuella Fernando Benítez, puesto que además de ser uno de los tíos de los progenitores del omnisciente Cristóbal, desempeña particular relevancia en el curso de los sucesos. 
Novela publicada por la burocrática y oficiosa editorial del Estado (el rimbombante Fondo de Cultura Económica), que carnavalescamente critica al Estado del otrora partido único (¡oh inocua válvula de escape!), y con la que nosotros —supuestos “Electores” carnavalescos e ingenuos, sin voz y sin voto ante los moches y tinglados de los trepadores de la Cámara de Diputeibols y del Senado— jugamos a la “libertad de expresión”, a la “circulación libre de las ideas”, al pensamiento crítico y criticoide, y a la “lectura democrática” de una novela sin igual o equiparable a La silla del águila, que según el presidente Enrique Peña Nieto escribió Krauze.




Carlos Fuentes, Cristóbal Nonato. Colección Tierra Firme, FCE. México, 1987. 552 pp.


*********
Lo que pensó Carlos Fuentes del entonces candidato a la Presidencia de la República

jueves, 12 de mayo de 2016

La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro

Entre chismitos y chismes de conventillo

La biografía que el borroso James Woodall escribió en inglés sobre Jorge Luis Borges: The man in the mirror of the book, apareció por primera vez en Londres, en 1996, editada por Hodder & Stoughton. Y la primera traducción de ésta al español, de Alberto L. Bixio, fue impresa en Barcelona, en marzo de 1998, por Editorial Gedisa, con el título La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro
(Gedisa, Barcelona, 1998)
        Según James Woodall: “En octubre de 1995, María Kodama anunció que catorce biógrafos estaban trabajando sobre Borges. De esos biógrafos sólo ocho la entrevistaron y ella piensa que sólo uno está produciendo algo que le parece realmente interesante”. Dice, además, que su biografía es una de las catorce; que la entrevistó tres veces (pero no le precisó la fecha de su nacimiento en Buenos Aires: marzo 10 de 1937); y que su libro “no es el que cuenta con su aprobación”. No obstante, el biógrafo se muestra muy agradecido por las atenciones que recibió de María Kodama y de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges que la viuda creó en Buenos Aires el 24 de agosto de 1988 (en una casa ubicada en Anchorena 1660 que colinda con la casa donde los Borges vivieron entre 1938 y 1943), e incluso desde el inicio plantea un vínculo ideal entre ella y Borges (pese a que luego dice que no hubo sexo): “María es el monumento vivo de Borges, la destinataria del amor que el escritor buscó durante toda su vida y encontró finalmente en ella sólo en edad avanzada”. 

María Kodama, la Yoko de Borges
  Quizá por ello no le interesó ahondar en los legendarios equívocos y controversias que suscitó la relación amistosa (y amorosa a partir de su mutua declaración en abril de 1971 en Islandia) que María Kodama sostuvo con Borges, desde mediados de los años 60 hasta su muerte, ocurrida el sábado 14 de junio de 1986 en un departamento entonces recién adquirido en Ginebra, Suiza, ubicado en un edificio en la Gran-Rue 28. Y más aún: menciona, pero no bosqueja, la leyenda negra que desencadenó el súbito matrimonio exprés (casi dos meses antes del fallecimiento del anciano, ciego, enfermo y desahuciado poeta), celebrado desde Europa, por poder, el 26 de abril de 1986 en Colonia Rojas Silva, un oscuro y remoto pueblo del Chaco paraguayo, y la modificación del testamento de Borges a favor de ella. En el testamento de 1979, dice Woodall, María Kodama y Fani (Epifanía Uveda de Robledo), la criada de Borges y su madre desde 1947, se dividirían la herencia; pero en el testamento de noviembre de 1985, María Kodama figura como la única heredera y a Fani sólo le corresponden dos mil dólares. Que James Woodall diga que Borges no quería a la sirvienta y que no le gustaba su cocina, no explica que primero la heredara y luego la desheredara. 

Borges y Fani, la criada, en el departamento B del sexto piso de la
calle Maipú 994 (Buenos Aires, inicios de los años 80).
Foto en El señor Borges (Edhasa, 2004)
  Con el entrevistador y amanuense auxilio de Alejandro Vaccaro, Fani revela algo de tales oscuros intríngulis en El señor Borges (Edhasa, España, 2004), lo cual puede complementarse y contrastase con lo que Juan Gasparini argumenta y exhibe en su minucioso y polémico libro-reportaje Borges: la posesión póstuma (Foca, Madrid, 2000). Pero tal sórdido embrollo de culebrón telenovelero María Esther Vázquez lo había bosquejado de otro modo en su biografía Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, Barcelona, 1996), quien según James Woodall fue quien organizó a los abogados que intentaron modificar el testamento a favor de Fani, pero sólo la llevaron a la pérdida, incluidos los dos mil dólares. Para María Esther Vázquez, Borges sí apreciaba a Fani y se entendía y sobreentendía con ella con palabras y hábitos vueltos costumbres domésticas y cotidianas, quien, dice, “todavía conserva como si fuera una reliquia”, un zapatito de cuero gamuzado y felpilla que el bebé Georgie usó en 1902 y que durante 66 años su madre, doña Leonor Acevedo de Borges, guardó y luego regaló a Fani poco antes de morir, a los 99 años, el 8 de julio de 1975; la cual, si hubiera querido, pudo haberlo rematado a través de la Casa Sotheby’s de Nueva York o de Londres, si se piensa en los casos de personas que, cita James Woodall, han especulado (y especulan) con manuscritos y objetos de Borges. 

   
El bebé Georgie en 1902
Foto en Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, 1996)
         Pero ante el pleito contra Fani y frente al juicio que la viuda María Kodama les ganó a los sobrinos de Borges: Luis y Miguel, hijos de su hermana Norah y del escritor español Guillermo de Torre (cómplices, además, apunta Woodall, en un lejano y nauseabundo robo: “En 1979, Luis, con la connivencia de Miguel, extrajo fondos de la cuenta bancaria de Borges para financiar la compra de una propiedad”), el biógrafo refrenda y proclama a los cuatro pestíferos vientos de la globalizada y recalentada aldea su índole de heredera universal, para que así nadie dé paso sin guarache y sin mirar quién es quién en los tejemanejes y negocios de la aldea global: “María Kodama es la única heredera de Borges y controla sus derechos de autor en todas las lenguas y en todos los lugares del mundo en que se publique a Borges, se lo lea, se lo adapte al cinematógrafo y se lo cite en la prensa, durante toda su vida” [...] “desde el punto de vista financiero, legal y textual, ella es la única propietaria.”
     
Borges y María Kodama
       Remontándose a 1993 cuando empezó a trabajar en su biografía, James Woodall dice que en el “actual mundo angloparlante” “personas de las que cabía esperar que conocieran algo sobre Borges” solían hacerle dos preguntas: “¿cuándo irá a visitarlo? y, segundo, Borges escribió Cien años de soledad, ¿no es así?” Entre los hispanoparlantes quizá sólo las analfabetas funcionales y los teleadictos (de los monopolios mexicanos) le harían tales preguntas. Pero lo que transluce e implica la anécdota de James Woodall es el hecho de que su biografía está pensada a imagen y semejanza de un manual (tipo Reader’s Digest) para ser digerido, sobre todo, por un lector medio de habla inglesa que quiere acceder a ciertas minucias y menudencias de la vida y obra de Jorge Luis Borges. 
    Y es en tal meollo e intríngulis donde se localiza una de las principales desavenencias con las que tropieza un lector de la presente traducción. James Woodall leyó en inglés cuentos y poemas que Borges escribió en español, y libros sobre éste en inglés originalmente escritos en castellano, como es el caso de Borges a contraluz (Espasa Calpe, Madrid, 1989), memorias de Estela Canto (1916-1994); pero a la hora de armar la versión del libro en español no se transcribieron, en muchas citas, los fragmentos de poemas y cuentos tal y como Borges los escribió en el idioma de Cervantes, sino que fueron traducidos del inglés al castellano, lo cual implica notorias diferencias —incluso de sentido— entre las presentes versiones y lo originalmente escrito y publicado por Borges, Estela Canto y otros autores. 
   
Borges y Estela Canto paseando por la Costanera (1945)
Foto en Borges a Contraluz (Espasa Calpe, 1989)
       Todo indica que James Woodall es un ferviente lector y devoto de la obra de Borges, más que nada de la narrativa, en la que sitúa en el pináculo los cuentos de Ficciones (1944) y de El Aleph (1949), muy por encima de sus ensayos y poemas. También es un investigador que suele acreditar sus fuentes; pero no deja de ser parcial y discriminatorio, de modo que aderezó sus páginas con rumores y chismes no del todo cotejados o sin pruebas fehacientes. Así, sino lastima a María Kodama ni relata que ésta le extirpó la dedicatoria al “Poema de los dones” (cosa que por obvias razones sí hizo María Esther Vázquez), en otros casos, como no queriendo la cosa, sí desliza fétidos y venenosos chismes de lavadero de vecindario. 
   
Fragmento del  “Poema de los dones dedicado a María Esther Vázquez
Página del tomo Obras completas (Emecé, 14ª ed., Buenos Aires, 1984)
      Por ejemplo, en la página 141 al aludir el legendario donjuanismo de Adolfo Bioy Casares, dice de Silvina Ocampo (su esposa desde el 15 de enero de 1940 hasta la muerte de ella el 14 de diciembre de 1993): “Silvina, que era mayor que Bioy, parecía expresar un interés sexual más intenso por las mujeres; hasta se ha sugerido que mantenía una relación con la madre de Bioy, Marta”. 
 
Silvina Ocampo y Marta Casares (Mar del Plata, 1953)
Foto en Las reglas del secreto (FCE, 1991),
antología de Silvina Ocampo editada y anota por Matilde Sánchez
     
Marta Casares y Silvina Ocampo (Mar del Plata, 1953)
Foto en Las reglas del secreto (FCE, 1991)
        Otros chismes son inocuos y hasta simpaticones, como el hecho de que Esther Zemborain de Torres Duggan, quien fue secretaria y colaboradora de Borges en Introducción a la literatura norteamericana (Columba, Buenos Aires, 1967), estuviera “casada con un vasco borrachín algo violento”; o que Victoria Ocampo, la célebre dueña y directora de la revista Sur, apodara la flor azteca a Alfonso Reyes; o que Carlos Fuentes dijera de éste que “era de baja estatura, como una albóndiga”.
     
Alfonso Reyes con cántaro
(Victoria Ocampo lo apodaba La flor azteca)

Foto en Alfonso Reyes. Iconografía (FCE/CN, 1989)
     
Alfonso Reyes y el actor Jock Mahoney 
(Tepoztlán, 1957)
Alfonso Reyes 
era de baja estatura, como una albóndiga”, Carlos Fuentes dixit
Foto en Alfonso Reyes. Iconografía (FCE/CN, 1989)
        Quizá lo que más o menos justifique el total del intrincado menjurje de chismes, genealogía, datos, reseñas, ataques, anécdotas librescas y de viajes, amores y desamores, padecimientos y exultación, controversia y ceguera ante ciertos acontecimientos políticos y sociales, etcétera, es el hecho de que la íntima cotidianidad de una persona (donde se engendran las obras) es más o menos así: un inextricable tejido (a veces insondable) que implica y denota la contradictoria índole de la condición humana, siempre vulnerable y proclive a un sinnúmero de errores, miserias, defectos y desdichas. Por ello y por más, Borges solía decir: “Un libro no es menos íntimo que las manos y los ojos”.
En el incesante universo de los libros, la biografía de James Woodall es una más de las muchas biografías que se han escrito, se escriben y se escribirán sobre Jorge Luis Borges, autor de “uno de los más grandes legados literarios del siglo XX”. 
Para James Woodall, Jorge Luis Borges. A literary biography (Dutton, 1978), de Emir Rodríguez Monegal, es un libro “plagado de errores”; y según él se propuso corregir los “por lo menos sesenta errores” que ciertos “laboriosos borgeanos de Buenos Aires han contado”. Pero en el remoto caso de que los haya corregido es fácil advertir que él incurrió en un abrumador número de yerros y metidas de pata. Objeta, además, que Monegal “no mantuvo una relación íntima con Borges” y que “asume un punto de vista obsesivamente psicoanalítico al abordar al hombre”. 
 
Emir Rodríguez Monegal y Jorge Luis Borges
       Pero además de que James Woodall tampoco fue íntimo de Borges (Monegal lo aventaja sobremanera por el hecho de que sí lo conoció, habló e intimó con él), en el capítulo 6 de su biografía aventura un pseudopsicoanálisis de los supuestos “efectos psicosexuales” que pudo originar el error del padre al llevar al jovencito Georgie (tímido e inseguro) a un burdel para que con una furcia tuviera su primera experiencia sexual. Con su bagaje freudiano y lacaniano, dice Woodall, Monegal “al abordar al Borges niño y al Borges joven, produce una imagen parcial de él, no un verdadero retrato”; pero él también produce imágenes parciales, matizadas y manidas, y no verdaderos retratos. Dice que “la prosa de Rodríguez Monegal carece de todo rasgo humorístico, un pecado capital cuando se trata con un hombre tan ingenioso como era Borges”; pero la prosa de James Woodall, fuera de los jocosos chismes y algunos chistoretes, carece de humor e ingenio (pese al acopio de información y a ciertos análisis). 
El adolescente Georgie con sus padres y su hermana Norah (1915)
Foto en El factor Borges. Nueve ensayos ilustrados (FCE, 2000).
de Nicolás Helft y Alan Pauls
       Pero además de que James Woodall no leyó el Borges. Una biografía literaria, que es la versión de la biografía de Emir Rodríguez Monegal que Homero Alsina Thevenet tradujo del inglés al español y que el FCE editó en México, en marzo de 1987, misma que contiene una serie de modificaciones que el autor hizo ex profeso antes de morir de cáncer el 14 de noviembre de 1985 y que no se hallan en la versión inglesa, su deuda con el libro de Monegal es enorme: una y otra vez lo cita y lo sigue a pie juntillas. Basta cotejar, para advertirlo, la cronología de ésta o la del Ficcionario (FCE, México, 1985) —son casi las mismas— con lo que Woodall argumenta en sus capítulos. 

   
(Contraporada)
Foto: Eduardo Comesaña
      Sin embargo, su deuda es mayor con An autobiographical essay de Jorge Luis Borges, que Norman Thomas di Giovanni (traductor al inglés y secretario de Borges entre 1968 y 1972) armó, en calidad de amanuense y entrevistador, para The Aleph and other stories 1933-1969 (Jonathan Cape, London, 1971) —previamente publicado en la revista The New Yorker el 19 de septiembre de 1970 con el título Autobiographical notes y luego en la edición neoyorquina de tal antología narrativa editada en octubre de ese año por Dutton—, cuya traducción al español Borges nunca quiso realizar ni consentir, pese a que sus biógrafos solían citarlo y traducir pasajes; no obstante, según registra Marcos-Ricardo Barnatán en la cronología de su libro Borges. Biografía total (Temas de Hoy, 2ª ed., Madrid, 1998), en octubre de 1971, “en La Gaceta de México” (se infiere que la editada por el FCE) se publicó una versión traducida por José Emilio Pacheco; y el 17 de septiembre de 1974, en Buenos Aires, en el periódico La Opinión, se publicó “una traducción anónima del texto” titulada “Las memorias de Borges”. Pero en 1999, con motivo del centenario del nacimiento del escritor, María Kodama, la viuda y heredera universal de sus derechos de autor, autorizó que fuera coeditado en Barcelona, por Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores y Emecé, con prólogo y traducción al español de Aníbal González, más un epílogo de ella y una rica iconografía en sepia y en blanco y negro.

James Woodall, La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro. Iconografía en blanco y negro. Traducción del inglés al español de Alberto L. Bixio. Editorial Gedisa. Barcelona, 1998. 384 pp. 

*********

jueves, 13 de marzo de 2014

Aura



La bestezuela negra de la noche cumple 50 años




A Eugenia Rico, narradora y brujóloga

No obstante las explosivas y devastadoras críticas que han escrutado y hecho añicos la narrativa y el itinerario ideológico, político y moral del mexicano Carlos Fuentes (Panamá, noviembre 11 de 1928-México, mayo 15 de 2012) —por ejemplo, “Fuentes: de la pasión por los mitos al polyforum de las mitologías”, de José Joaquín Blanco, reunida en La paja en el ojo (UAP, 1980), y “La comedia mexicana de Carlos Fuentes”, de Enrique Krauze, compilada en Textos heréticos (Grijalbo, 1992)—, Aura, su nouvelle en V capítulos, publicada por primera vez en 1962 por Ediciones Era, cuya Edición Conmemorativa por sus 50 años está ilustrada con estampas de Vicente Rojo, sigue ejerciendo un poder magnético entre los muchos lectores que piensan que vale mucho más que un cacahuate, incluso entre las generaciones que no fueron contemporáneas de su esplendor y ubicuidad izquierdosa de los años 60 del siglo XX, ni de su cuestionada filiación en los años 70 con el entonces presidente Luis Echeverría Álvarez (diciembre 1 de 1970-noviembre 30 de 1976), quien en enero de 1975 lo nombró embajador de México en Francia, país donde sus restos descansan, precisamente en el Cementerio de Montparnasse, en París, junto a los restos de sus hijos Carlos Fuentes Lemus (1973-1999) y Natasha Fuentes Lemus (1974-2005).
Carlos Fuentes (1928-2012)
No resulta fortuito que si Felipe Montero, el protagonista de Aura al que durante toda la obra la voz narrativa le habla de “tú”, es un historiador joven, mexicano, de 27 años, ex becario de la Sorbona que domina el francés, contratado debido a ello por la anciana Consuelo Llorente para que dizque revise, corrija el estilo y complete las memorias (en parte históricas, en parte personales) que su ex marido el general Llorente (1819-1901) escribió en lengua francesa durante su exilio en París (iniciado con el fusilamiento de Maximiliano en 1867), que el epígrafe de la novela sea de Jules Michelet (1798-1874), el prolífico historiador francés en cuya obra destaca la Historia de Francia (XVII tomos publicados entre 1833 y 1867) y la Historia de la Revolución (VI tomos publicados entre 1847 y 1853), y ante el caso del relato de Carlos Fuentes, La bruja (1862), controvertido best-seller en su tiempo, un erudito “estudio de las supersticiones en la Edad Media” (años antes Michelet había impartido cursos sobre las leyendas medievales), una “biografía de mil años fundamentada en las actas judiciales de la Inquisición” y en los manuales de los inquisidores, de cuyo prefacio, aunque Carlos Fuentes no brinda la ficha bibliográfica, tomó los dos fragmentos que conforman el epígrafe de Aura: “El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña; es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación... Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer...”
Si las líneas de Michelet y de Aura (especie de laberíntica sucesión de pesadillas en la pesadilla, de telaraña de viuda negra) evocan las reflexiones literarias, míticas, oníricas, pictóricas y las anotaciones etimológicas que Borges el memorioso dictó en “La pesadilla”, la segunda conferencia de su libro Siete noches (FCE, 1980), y si los intríngulis de la trama de la nouvelle están más o menos cifrados en el epígrafe de Michelet (su sentido, con relación a ésta, adquiere mayor amplitud en las últimas páginas), no es casual que el epicentro de la pesadilla (la bête noir de la nuit) sean las dos féminas (la vieja y la joven), que son la misma Aura, una bruja de la estirpe que Michelet abordó en su libro publicado un siglo antes que la nouvelle de Fuentes, quien subsiste recluida en una casona antigua, oscura, ruinosa, húmeda, mugrienta, pestilente, donde abundan los escombros y los elementos escenográficos de una ritual, oculta, secreta y pseudorreligiosa misa negra (el abigarrado adoratorio o altar repleto de veladoras e iconos donde la hechicera, de rodillas, se abandona al supuesto “placer de la devoción”), donde no falta el herbario de sombra con las plantas y yerbas medicinales y narcóticas, propio para las pócimas, filtros, conjuros, venenos y hechizos, lo que ilustra y se vincula con lo que apunta Michelet en la introducción de La bruja (Akal, Barcelona, 1987): “A las brujas se las encuentra, necesariamente, en lugares siniestros, aislados, malditos, entre ruinas y escombros. ¿Dónde habían de vivir, si no en las landas salvajes las infortunadas, de tal forma perseguidas, malditas, proscritas? La novia del Diablo, la envenenadora que curaba, hizo mucho bien según Paracelso, el gran médico del Renacimiento. Cuando éste quemó toda la medicina en Basilea, en 1527, afirmó no saber más que lo que le habían enseñado las brujas.” 
(Akal, Barcelona, 1987)
    No sorprende, entonces, que la coneja blanca, la mascota que la anciana bruja tiene en su camastro (un chiquero rodeado de ratas) haya sido bautizada por ella con las tildes de “Saga” y “Sabia” (“sigue sus instintos”, “es natural y libre”, dice del bicho, proyectando sus negras y subliminales pulsiones más íntimas), puesto que según Michelet la Saga o la Mujer-sabia era la curandera que, durante mil años, la masa del pueblo solía consultar, en contraste con “los emperadores, los reyes, los Papas, la gran nobleza”, quienes “tenían algunos médicos de Salerno, musulmanes, judíos”. Si la Saga “no curaba, se la atacaba, se la llamaba bruja. Pero generalmente, por un respeto mezclado de temor, se le llamaba igual que a las Hadas, Buena mujer o Bella dama.” 
En Aura, la nouvelle de Fuentes, casi todo ocurre en el centro de la Ciudad de México alrededor de tres días de 1961, cuando Felipe Montero, el joven historiador, tras leer un anuncio en el periódico que parece escrito sólo para él, acude a Donceles 815 y se introduce en la astrosa y oscura casona, fantasmal y pesadillesca. “Siempre has creído que en el viejo centro de la ciudad no vive nadie”, le dice la omnisciente voz narrativa al personaje como si éste fuera un turista panameño o un gringo de shorts y cámara fotográfica que desconoce el viejo, legendario y popular hacinamiento del centro de la Ciudad de México.
     Con un sueldo de cuatro mil pesos, más que corregir el estilo y completar las somníferas memorias del militar, se dispone a extender el tiempo con tal de reunir los ahorros que le permitan entregarse, durante un año, a la investigación y redacción de su “propia obra”. Sin embargo, paulatinamente empieza a ser aún más envuelto por el embrujo (iniciado con el anuncio), por la mórbida y pesadillesca atmósfera, signada por la sombría presencia de las dos mujeres, que a la postre resultan ser la misma mujer: Aura, la joven con un tentador cuerpo de pecado e hipnóticos ojos verdes, y Consuelo Llorente, el encogido, diminuto, jorobado, rancio, fétido, rugoso y frágil resto de un naufragio de 109 años, según deduce en las memorias del general, donde también lee el indicio de ciertas perversiones que ambos compartían: “Un día la encontró, abierta de piernas, con la crinolina levantada por delante, martirizando a un gato y no supo llamarle la atención [...] e incluso lo excitó el hecho, de manera que esa noche la amó, si le das crédito a tu lectura, con una pasión hiperbólica”. Retorcida práctica que tal vez aún se oficia en la casona, si se piensa en los siete gatos encadenados, revolcándose “envueltos en fuego”, que el joven oye y observa desde el tragaluz de su recámara, puestos allí por el conjuro de la vieja hechicera (esto se colige casi al término de la lectura) para hacerle creer, como casi todo lo que lee, sueña y encuentra, que los descubre por casualidad, por un trasfondo terrible y secreto.
Edición conmemorativa
por sus 50 años
(Era, México, 2012)
   Es decir, el brujeril embrollo que lo atrapa en tal telaraña de viuda negra, no tiene como fin corregir y terminar las memorias del general (esto sólo fue el cedazo, pues la maniática vieja le facilita todas las pistas, paradojas, sueños, visiones, confluencias sexuales, retratos, legajos, e incluso el llavín del baúl donde los guarda, los otorgados y los prohibidos, para que se entere de los secretos del general, de ella misma y de la joven meollo que es una transfiguración de la trampa urdida en el cuento de Barba Azul que compiló Charles Perrault en el siglo XVII), sino para que sea objeto y sujeto en las rituales comuniones de erotismo negro, ya con Aura, el espectro creado o convocado por el poder de la bruja, ya con ella, cuando al término, con el joven caído y preso en el sucio camastro (el punto nodal y climático de la trampa: la pesadilla), le revela que pese a sus poderes no ha podido controlarla y mantenerla a su lado más de tres días, y que el destino de él, su papel en el rito, no sólo es esperar el retorno de Aura, sino asumir en sus rasgos faciales los rasgos faciales que tuvo el general Llorente. Todo lo cual recuerda el antiguo atavismo de que los malos sueños, la pesadilla, “producía opresión en pecho y estómago” (dizque producto de “una alteración de la bilis o humor negro”), y que la ancestral “creencia popular personificaba a la pesadilla en una vieja que oprime el cuerpo del que la sufre” (Francisco Rico dixit).
Además de las oníricas rondas de sonámbula con una campana negra de orfanato, leprosario o manicomio con cuyos toques Aura llama al comedor (cosa absurda, al parecer, puesto que fuera del par de mujeres y del supuesto criado al que nunca se ve en escena, el historiador Montero es el único visitante instalado en una de las cochambrosas habitaciones), en varios episodios el joven observa que Aura, como una autómata o bajo poderes hipnóticos, ejecuta exactamente lo que la anciana hace: en el comedor, enfrentados a la rutinaria y vomitiva dieta de riñones en salsa de cebolla; cuando Aura, en la cocina, con vestuario y maquillaje de criada o Cenicienta, degüella un macho cabrío, mientras la vieja en su recámara ejecuta los mismos pases en el aire blandiendo un filoso cuchillo sin hoja al que le falta el mango (toda bruja que lo sea, receta el estereotipo de la ancestral tradición, suele sacrificar y ofrecer un macho cabrío a las fuerzas ocultas o del mal que invoca y adora); y al despertar, como en la telaraña de otra brumosa pesadilla, tras una de las oníricas comuniones eróticas con la espectral joven. 
Otro pasaje parece un eco o una barnizada reminiscencia del milenario clisé que deviene de la medievalesca tradición del cuento oral donde la bella princesa, prisionera en el escarpado castillo de la malvada bruja y quizá bajo los efectos de un hechizo, es rescatada de allí por el príncipe azul y valiente después de vencer mil y una peripecias y peligros, siempre en riesgo de morir o de que lo conviertan en un sapo negro y peludo, con llagas supurantes y hediondas, o con un falo más grande que su diminuto cuerpo; es decir, el historiador cree, con las pocas neuronas deductivas que le quedan, que puede salvar y sacar a Aura de la pesadillesca telaraña, y habla y pacta con ella sobre ello.
    Sin embargo, pese al aparente acuerdo con Aura, los misterios lo conducen, tras mirar ciertos daguerrotipos y tras leer ciertos papeles dizque aún prohibidos, a enfrentarse con lo inapelable: que Aura, que reproduce la viva imagen que Consuelo tuvo de joven, es sólo un fantasma, una aparición convocada o creada por la bruja para consumar sus insaciables y frenéticas pulsiones eróticas (todo indica que surge a partir de los borboteantes y humeantes brebajes que la hechicera prepara en su gran cazo con las yerbas del herbario de sombra que Aura, ella, cultiva en la fétida casona), que no la ha podido mantener en actividad y bajo su influjo por más de tres días, y que él, Felipe Montero, atrapado en el sucio y apestoso camastro de la bruja donde confluye con su decrépito y arrugado cuerpo (labios sin carne, encías sin dientes), ya ha empezado a ser el otro, el doble del general. 


Carlos Fuentes, Aura. Ediciones Era, Edición Conmemorativa con estampas de Vicente Rojo. 3ª edición ilustrada, mayo de 2012. México, 80 pp.