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lunes, 24 de agosto de 2015

Crónica de una muerte anunciada





Nos dijo el milagro pero no el santo

                                 
I de II
Además de las invenciones, veras y equívocos que se leen en “El cuento del cuento”, artículo de Gabriel García Márquez publicado en dos entregas (“26 de agosto de 1981” y “2 de septiembre de 1981”), reunido en el volumen Notas de prensa. Obra periodística 5. 1961-1984, cuyo copyright data de 1991, las principales biografías del Premio Nobel de Literatura 1982 —por ejemplo, la de Gerald Martin: Gabriel García Márquez. Una vida (Debate/Random House Mondadori, Colombia, 2009), y la de Dasso Saldívar: García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997), sobre todo ésta—, aportan anécdotas (e imágenes) en torno al asesinato de Cayetano Gentile Chimento (marzo 6 de 1927-enero 22 de 1951), crimen ocurrido en Sucre y que particularmente conmocionó a Gabo y a su familia (la cual, entre 1939 y 1951, vivió allí), y que es el germen de su novela Crónica de una muerte anunciada, cuya primera edición colombiana fue publicada en Bogotá, en 1981, por La Oveja Negra; la cual fue adaptada el cine (con guión de Tonino Guerra) en una homónima película de 1987 dirigida por Francesco Rosi.
(La Oveja Negra, Bogotá, 1981)
  Dispuesta en cinco capítulos sin títulos, Crónica de una muerte anunciada no sigue al pie de la letra la real reconstrucción del caso. De ahí que, por ejemplo, el pueblo sin nombre sea un puerto fluvial al que arriban buques y no sólo tácitas lanchas y vaporcitos con rueda de madera; que el asesinado no se llame Cayetano Gentile Chimento (cuyos orígenes eran italianos), sino Santiago Nasar Linero (de origen árabe por la vía paterna); que los asesinos no sean los hermanos Víctor Manuel y José Joaquín Chica Salas, sino los gemelos Pedro y Pablo Vicario; que el novio ofendido no sea Miguel Palencia, sino Bayardo San Román; que la novia mancillada no sea Margarita Chica Salas, sino Ángela Vicario; y que desde la terraza de la quinta del viudo de Xius (situada “en una colina barrida por los vientos”, donde los novios iban a vivir su primera luna de miel) “en los días claros del verano” se alcance “a ver el horizonte nítido del Caribe, y los trasatlánticos de turistas de Cartagena de Indias”.

Pese a que a priori se tenga noticia de que Crónica de una muerte anunciada está basada en dramáticos hechos reales, muy pronto el lector advierte los acentos y rasgos superlativos y lúdicos que caracterizan la hiperbólica escritura de Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-Ciudad de México, abril 17 de 2014) y que sólo obedecen a su poderosa imaginación y virtud narrativa fuera de serie; por ejemplo, al contar el poder de una bala blindada de la 357 Magnum que Santiago Nasar solía llevar en el cinto cuando iba al monte a caballo para atender los asuntos de la hacienda ganadera heredada de su padre, y a la que ya en casa (ubicada en la plaza central del pueblo) le extraía los proyectiles y los escondía lejos: “Era una costumbre sabia impuesta por su padre desde una mañana en que una sirvienta sacudió la almohada para quitarle la funda, y la pistola se disparó al chocar contra el suelo, y la bala desbarató el armario del cuarto, atravesó la pared de la sala, pasó con un estruendo de guerra por el comedor de la casa vecina y convirtió en polvo de yeso a un santo de tamaño natural en el altar mayor de la iglesia, al otro extremo de la plaza.”
Aunado al título, el íncipit de la novela anuncia a los cuatro vientos quién es la víctima y por ende sugiere que se van a narrar los pormenores y la causa del asesinato: “El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo.” De hecho es así: diseminados a lo largo de la trama (y buscando el suspense), paulatinamente se desgranan ciertos datos que anuncian y divulgan la inminencia del crimen, cuyo escenario y acto sangriento es narrado casi al final de la obra.
Desde la primera página el lector advierte que el asesinato ocurrió hace más de 20 años. Y pronto descubre que la voz narrativa que evoca y cuenta los hechos y que investigó para urdir la Crónica de una muerte anunciada (por ejemplo, “27 años después” habló con Plácida Linero, la madre de Santiago Nasar) es un alter ego de Gabriel García Márquez que, aunque nunca dice su nombre ni nadie lo llama con él, a todas luces le corresponde, dadas las noveladas alusiones autobiográficas. De modo que la obra también le sirve para lúdicamente homenajear a consabidos miembros de su familia haciéndolos aparecer en diversos episodios y anécdotas imaginarias. Así, por ejemplo, Santiago Nasar lleva ese nombre por el nombre de la madre del narrador: Luisa Santiaga —que es el nombre de la progenitora del Gabo de carne y hueso, de apellidos Márquez Iguarán (1905-2002)—, quien “era además su madrina de bautismo, pero también tenía un parentesco de sangre con Pura Vicario, la madre de [Ángela Vicario] la novia devuelta” por Bayardo San Román tras descubrir en la noche de bodas que no era virgen. En este sentido, cuando Margot (la hermana del narrador) —quien minutos antes del crimen había estado con Santiago Nasar y Cristo Bedoya observando desde el muelle el paso del obispo—, le informa a su madre del inminente asesinato que trunca el desayuno de caribañolas de yuca al que estaba invitado en la casa familiar de los García Márquez, Luisa Santiaga sale de prisa de ésta a prevenir a Pura Vicario, llevando de la mano a “Mi hermano Jaime”, dice el narrador, “que entonces no tenía más de siete años”. Pero en el camino a pie, alguien le grita: “No se moleste, Luisa Santiaga”, “Ya lo mataron”. 
(Ediciones B, 2013)
  Además de Margot (Barranquilla, noviembre 11 de 1929), otros dos hermanos del narrador eran amigos de Santiago Nasar: Luis Enrique (Aracataca, septiembre 8 de 1928) y su hermana monja, quien en la vida real se llama Aída Rosa García Márquez; nacida en Barranquilla el 17 de diciembre de 1930 y ya retirada de los hábitos monacales, recién publicó un libro de memorias de poca o nula circulación en México: Gabito, el niño que soñó Macondo (Ediciones B, 2013). En la novela, el domingo de febrero en que se casaron Bayardo San Román y Ángela Vicario, el narrador, su hermano Luis Enrique (que tocaba la guitarra) y Santiago Nasar continuaron la parranda de la boda (que agitó a todo el pueblo) hasta muy entrada la madrugada de ese lunes fatal en que éste sería asesinado a cuchilladas (en la plaza central, frente a su casa) entorno a las 7 de la mañana, mientras el narrador se recuperaba “de la parranda de la boda en el regazo apostólico de María Alejandrina Cervantes”, la hetaira que, según Gabo y los biógrafos, sí existió con ese nombre y con quien su generación perdió la virginidad. La tía Wenefrida Márquez, quien en la vida real era hermana del coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía (1864-1937), el abuelo paterno del escritor, vio a Santiago en las últimas cargado sus vísceras. “Hasta tuvo el cuidado de sacudir con la mano la tierra que le quedó en las tripas”, le testimonió al sobrino.

Aída García Márquez con un retrato de Gabito
  “Yo conservaba un recuerdo muy confuso de la fiesta antes de que hubiera decidido rescatarla a pedazos de la memoria ajena”, apunta el narrador. “Durante años se siguió hablando en mi casa de que mi padre [Gabriel Eligio García Martínez, 1901-1984] había vuelto a tocar el violín de su juventud en honor de los recién casados, que mi hermana la monja [Aída Rosa] bailó un merengue con su hábito de tornera, y que el doctor Dionisio Iguarán, que era primo hermano de mi madre, consiguió que se lo llevaran en el buque oficial [en el que llegó el padre del novio y su familia] para no estar aquí al día siguiente cuando viniera el obispo [...] Muchos sabían que en la inconsciencia de la parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas había terminado la escuela primaria, tal como ella misma me lo recordó cuando nos casamos catorce años después.” 

Mercedes Barcha Pardo y Gabriel García Márquez
  En la vida real, Mercedes Barcha Pardo (Magangué, noviembre 6 de 1932) se casó con Gabriel García Márquez “el 21 de marzo de 1958 a las once de la mañana en la iglesia del Perpetuo Socorro”, en Barranquilla. La fecha del lazo matrimonial induce a suponer que el crimen que narra la novela no ocurrió en 1951, sino en 1944 y podría ser. Pero también pudo ocurrir en los años 20 o 30, si se piensa que la primera vez que arriba al pueblo el padre del novio: el general Petronio San Román, con su mujer y dos hijas, lo hace manejando un peliculesco “Ford T con placas oficiales cuya bocina de pato alborotó las calles a las once de la mañana”. 

El general Petronio San Román, que en la boda lucía “un penacho de plumas y la coraza de medallas de guerra”, fue, apunta el narrador, “héroe de las guerras civiles del siglo anterior, y una de las glorias mayores del régimen conservador por haber puesto en fuga al coronel Aureliano Buendía en el desastre de Tucurinca. Mi madre fue la única que no fue a saludarlo cuando supo quién era. ‘Me parecería muy bien que se casaran —me dijo—. Pero una cosa era eso, y otra muy distinta era darle la mano a un hombre que ordenó dispararle por la espalda a Gerineldo Márquez.’” Coroneles de imaginaria y consabida acuñación garciamarquiana que remiten, centralmente, a Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967).


II de II
En la novelística reconstrucción del asesinato de Santiago Nasar, de 21 años, que en Crónica de una muerte anunciada (1981) hace el homónimo alter ego de Gabriel García Márquez, descuella el hecho de que ocurre en un pueblerino y limitado entorno social —conservador, católico y machista— repleto de rancios atavismos y prejuicios decimonónicos. 
(Diana, 29ª impresión con erratas, México, septiembre de 2002)
  Después de la apoteósica celebración y francachela de la boda que un domingo de febrero excitó al pueblo entero, Bayardo San Román, un advenedizo con solvencia económica, tras descubrir en la intimidad de la primera noche de amor que Ángela Vicario no era virgen, la devuelve en la madrugada a la casa de su familia con claros visos de violencia: “Llevaba el traje de raso en piltrafas y estaba envuelta con una toalla hasta la cintura.” Pura Vicario, su madre y esposa de Poncio Vicario, un modesto orfebre ciego, manda a llamar a Pedro y Pablo, sus hijos gemelos que aún andan de parrada. Al llegar encuentran a su hermana “tumbaba bocabajo en una sofá del comedor y con la cara macerada a golpes [que le dio su progenitora], pero había terminado de llorar”. Y casi de inmediato y sin replicar les revela el nombre del supuesto responsable de la pérdida de su honor: Santiago Nasar, que en ese violento e intolerante contexto social equivale a una infalible e irrevocable sentencia de muerte que los gemelos cumplen unas horas después utilizando, cada uno, un cuchillo; instrumentos de matarifes de la cría de cerdos cuya hedionda pocilga cultivan en la casa familiar.

Los gemelos Pedro y Pablo Vicario también eran amigos de Santiago Nasar y alternaron con él en la parranda de la boda y después de la boda y al parecer no hubieran querido matarlo a cuchilladas y por ende durante varias horas de la madrugada y del amanecer de ese lunes fatídico pregonaron su inminente crimen a quien pudo oírlo, con tal de que alguien hiciera algo para impedirlo. No obstante, declararon: “Lo matamos a conciencia”, “pero somos inocentes”. Y más aún: “El abogado sustentó la tesis del homicidio en legítima defensa del honor, que fue admitida por el tribunal de conciencia”. En este sentido, luego de que “En el panóptico de Riohacha [...] estuvieron tres años en espera del juicio porque no tenían con qué pagar la fianza para la libertad condicional”, tras los tres días que duró el proceso fueron absueltos. Tal absolución, que implica los atavismos y la moralina que impera en el pueblo y en la manipulación de la ley, es refrendada por Prudencia Cotes, la novia de Pablo, que se casó con él tras salir de la cárcel “y fue su esposa toda la vida”, y que al narrador le dijo: “Yo sabía en qué andaban [...] y no sólo estaba de acuerdo, sino que nunca me hubiera casado con él si no cumplía como hombre.”
Gabriel García Márquez hojeando
Gabtio, el niño que soñó Macondo (Ediciones B, 2013)
  En las indagaciones que el homónimo alter ego del autor hizo para reconstruir ese crimen ocurrido alrededor de 27 años antes, queda claro que muy pocos fueron quienes intentaron que tal muerte no ocurriera. Es el caso de Clotilde Armenta, la comerciante de la tiendita-cantina de la plaza del pueblo donde los gemelos se ubican con los cuchillos envueltos en periódicos en espera de ver desde allí a Santiago Nasar; del coronel Lázaro Aponte, el alcalde, quien mientras los muchachos duermen la mona (por el exceso de alcohol) les quita el par de cuchillos recién afilados (pero luego van por otros); de Cristo Bedoya, quien minutos antes del crimen trata de encontrar a Santiago Nasar; de Luisa Santiaga, quien intenta prevenir a Plácida Linero, la madre del asesinado. 

Según el narrador, “Para la inmensa mayoría sólo hubo una víctima: Bayardo San Román. Suponían que los otros protagonistas de la tragedia habían cumplido con dignidad, y hasta con cierta grandeza, la parte de favor que la vida les tenía señalada. Santiago Nasar había expiado la injuria, los hermanos Vicario habían probado su condición de hombres, y la hermana burlada estaba otra vez en posesión de su honor. El único que lo había perdido todo era Bayardo San Román. ‘El pobre Bayardo’, como se le recordó durante años.” Falaz corte de caja que incita a especular y a conjeturar en diversas direcciones.
Si bien Santiago Nasar era “un gavilán pollero” que incluso manoseaba a Divina Flor, la adolescente hija de la cocinera que servía en su casa (que es la casa de su madre viuda), queda claro y se transluce que él no fue quien desfloró a Ángela Vicario. De hecho, éste es uno de los misterios que la novela no desvela: ¿quién fue el autor de su perjuicio?, si es que hubo tal, porque también se piensa que no dijo el nombre del verdadero responsable porque “estaba protegiendo a alguien a quien de veras amaba”. Pero, ¿por qué culpó a Santiago Nasar? Según lo recabado por el autor, Ángela Vicario dijo el nombre de éste porque supuso que los gemelos no lo atacarían porque era un hombre rico. Lo cual resulta falaz, puesto que requeridos por su madre, le preguntan el nombre con el objetivo de vengar la afrenta en los expeditos términos que dictan los atavismos y la moralina que impera en el pueblo.
Vale subrayar, entonces, que la novela no es psicológica. No explora las pulsiones mentales y subconscientes que la empujaron a condenar a muerte a Santiago Nasar. Y desde cierta perspectiva, Ángela Vicario es la ganona, la siniestra mano que mueve la cuna con la conciencia tranquila, que de víctima de las circunstancias, siempre buscó ganar y salirse con la suya a toda costa. 
Bayardo San Román, quien andaba por los 30 años, llegó al pueblo seis meses antes de la boda. Ángela Vicario tenía 20 años y era la más bella de sus tres hermanas (una ya muerta de “fiebres crepusculares”), a quienes Luisa Santiaga les objetaba “la costumbre de peinarse antes de dormir”: “Muchachas —les decía— no se peinen de noche que se retrasan los navegantes”. Bayardo San Román, en vez de seducirla a ella, sedujo a sus padres con el infalible argumento: la posición privilegiada de su familia y de su padre el general Petronio San Román y la solvencia económica para comprarlo todo (coche descapotable y “la casa más bonita del pueblo”: “la quinta del viudo de Xius”). Es por esto que a Ángela Vicario sus padres “le impusieron la obligación de casarse con un hombre que apenas había visto” y “pese al inconveniente de la falta de amor”. No les confesó la pérdida de la virginidad (el secreto mejor guardado) y en este sentido en su familiar entorno católico (que denotan sus nombres propios) profanó “los símbolos de la pureza”, pues se atrevió a “ponerse el velo y los azahares sin ser virgen”. Y más aún, atenta a las comidillas y al qué dirán, no se vistió de novia hasta que no llegó el novio “con dos horas de retraso”. “Imagínate [...] hasta me hubiera alegrado de que no llegara, pero nunca que me dejara vestida”, le dijo a su primo el narrador. “Su cautela [apostrofa éste] pareció natural, porque no había percance público más vergonzoso para una mujer que quedarse plantada con el vestido de novia.”
Los hermanos Aída y Gabriel García Márquez
  Según el sumario consultado por el primo narrador, “sus dos únicas confidentes declararon: “Nos dijo el milagro pero no el santo”. Es decir, tampoco a ellas, al parecer, les reveló el nombre del verdadero picaflor, pero fueron ambas quienes le brindaron consejos y trucos para burlar al marido la noche de bodas. Según el narrador, “Tan aturdida estaba que había resuelto contarle la verdad a su madre para librase de aquel martirio, cuando sus dos únicas confidentes, que la ayudaban a hacer flores de trapo junto a la ventana, la disuadieron de su buena intención. ‘Les obedecí a ciegas —me dijo— porque me habían hecho creer que eran expertas en chanchullos de hombres’. Le aseguraron que casi todas las mujeres perdían la virginidad en accidentes de infancia. Le insistieron en que aun los maridos más difíciles se resignaban a cualquier cosa siempre que nadie lo supiera. La convencieron, en fin, de que la mayoría de los hombres llegaban tan asustados a la noche de bodas, que eran incapaces de hacer nada sin la ayuda de la mujer, y a la hora de la verdad no podían responder de sus propios actos. ‘Lo único que creen es lo que vean en la sábana’, le dijeron. De modo que le enseñaron artimañas de comadronas para fingir sus prendas perdidas, y para que pudiera exhibir en su primera mañana de recién casada, abierta al sol en el patio de la casa, la sábana de hilo con la mancha del honor.”

Después de que el engañado y ofendido Bayardo San Román regresara a Ángela Vicario a la casa de sus padres, se tiró a la bebida, solitario en la otrora casa del viudo de Xius, la que iba a ser su rutilante nidito de amor. Y perdido en la borrachera (y con la misma ropa con que se casó) alrededor de una semana después se lo llevaron del pueblo su madre, sus dos hermanas y “otras dos mujeres mayores que parecerían sus hermanas”, venidas ex profeso en un buque de carga. “El coronel Lázaro Aponte las acompañó a la casa de la colina, y luego subió el doctor Dionisio Iguarán en su mula de urgencias. Cuando se alivió el sol, dos hombres del municipio bajaron a Bayardo San Román en una hamaca colgada de un palo, tapado hasta la cabeza con una manta y con el séquito de plañideras. Magdalena Olivier creyó que estaba muerto.”
Ángela Vicario y su familia también se fueron del pueblo para siempre. Según el narrador, “Mucho después, en una época incierta en que trataba de entender algo de mí mismo vendiendo enciclopedias y libros de medicina por los pueblos de la Guajira, me llegué por casualidad hasta aquel moridero de indios. En la ventana de una casa frente al mar bordando a máquina en la hora de más calor, había una mujer de medio luto con antiparras de alambre y canas amarillas, y sobre su cabeza estaba colgada una jaula con un canario que no paraba de cantar. Al verla así, dentro del marco idílico de la ventana, no quise creer que aquella mujer fuera la que yo creía, porque me resistía a admitir que la vida terminara por parecerse tanto a la mala literatura. Pero era ella: Ángela Vicario 23 años después del drama.”
Ángela Vicario no le reveló el nombre del picaflor, pero sí que “durante diecisiete años” estuvo escribiéndole cartas a Bayardo San Román que él no le respondía: “era como escribirle a nadie”. Hasta que “Un medio día de agosto, mientas bordaba con sus amigas, sintió que alguien llegaba a la puerta. No tuvo que mirar para saber quién era. ‘Estaba gordo y se le empezaba a caer el pelo, y ya necesitaba espejuelos para ver de cerca —me dijo—. ¡Pero era él, carajo, era él!’ Se asustó, porque sabía que él la estaba viendo tan disminuida como ella lo estaba viendo a él, y no creía que tuviera dentro tanto amor como ella para soportarlo. Tenía la camisa empapada de sudor, como lo había visto la primera vez en la feria, y llevaba la misma correa y las mismas alforjas de cuero descocido con adornos de plata. Bayardo San Román dio un paso adelante, sin ocuparse de las otras bordadoras atónitas, y puso las alforjas en la máquina de coser.
“—Bueno —dijo—, aquí estoy.
“Llevaba la maleta de la ropa para quedarse, y otra maleta igual con casi dos mil cartas que ella le había escrito. Estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos con cintas de colores, y todas sin abrir.”


Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada. Editorial Diana. 29ª impresión con erratas. México, septiembre de 2002. 130 pp.




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lunes, 3 de agosto de 2015

Las palmeras salvajes




Entre la pena y la nada elijo la pena
                               


I de III
En 1939, diez años antes de recibir el Premio Nobel de Literatura, el norteamericano William Faulkner (1897-1962) publicó en inglés su libro Las palmeras salvajes. Recién salido del horno y aún fresca la tinta, Jorge Luis Borges (1899-1986) lo leyó en ese idioma y elaboró una minúscula reseña (con ciertos reparos) para la bonaerense revista de señoras elegantes El Hogar, donde apareció el “5 de mayo de 1939” en su apartado “Libros extranjeros”. En 1944 su traducción al español de Las palmeras salvajes fue impresa en Buenos Aires, por primera vez, por Editorial Sudamericana en la Colección Horizonte. Y en una encuesta sobre los “Problemas de la traducción” y “El oficio de traducir” reproducida por la revista Sur (Buenos Aires, Nº 338-339, enero-diciembre de 1976), previamente publica en La Opinión Cultural (Buenos Aires, domingo 21 de septiembre de 1975), Borges dijo: “¿Si me gustó más traducir poesía que a Kafka o a Faulkner? Sí, mucho más. Traduje a Kafka y a Faulkner porque me había comprometido a hacerlo. Traducir un cuento de un idioma a otro no produce gran satisfacción.” 
  
Jorge Luis Borges en 1984
Universidad de Barcelona
     
(Sudamericana, Buenos Aires, 1944)
        Sin embargo, su traducción al español de Las palmeras salvajes, sucesivamente reeditada por distintas editoriales y en diferentes partes del mundo, no es menos legendaria y canónica que su traducción de Orlando. Una biografía (Sur, Buenos Aires, 1937), novela que la británica Virginia Woolf (1882-1941) publicó en 1928, y de varias de las narraciones que el checo Franz Kafka (1883-1924) escribió en alemán, reunidas en La metamorfosis (La Pajarita de Papel núm. 1, Editorial Losada, Buenos Aires, 1938), donde aparecieron con un prólogo suyo 
—posteriormente antologado en su libro Prólogos con un prólogo de prólogos (Torres Agüero, Buenos Aires, 1975)— y donde figura como el único traductor; pero Nicolás Helft, en Jorge Luis Borges: bibliografía completa (FCE, Buenos Aires, noviembre de 1997), anota que Fernando Sorrentino (La Nación, Buenos Aires, marzo 9 de 1997) hizo ver a la crédula aldea global que Borges no tradujo “La metamorfosis” ni “Un artista del hambre” ni “Un artista del trapecio”, sino sólo “La edificación de la Muralla China”, “Una cruza”, “El buitre”, “El escudo de la ciudad”, “Prometeo” y “Una confusión cotidiana”. 
Gabriel García Márquez
        Entre los crédulos que leyeron ese “librito de cubierta rosada” estuvo el entonces joven y mal estudiante de derecho Gabriel García Márquez (“el caso perdido”), quien a “mediados de agosto de 1947”, en una “pensión de costeños” en Bogotá —según narra Dasso Saldívar en su biografía García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997)— leyó el legendario e inmortal íncipit y “pegó un grito de fascinación” al evocar que en Aracataca así hablaba su abuela materna y se le espantaba el sueño; pero al abrirlo “vio que estaba traducido por Jorge Luis Borges, de quien aún no conocía nada”. Muchos años después, frente al masivo pelotón de sus deslumbrados lectores, Gabriel García Márquez, en su libro de memorias Vivir para contarla (Diana, México, 2002) y ya con sobrado conocimiento de causa, habría de recordar la lejana tarde que leyó por primera vez “La metamorfosis de Franz Kafka, en la falsa traducción de Borges publicada por la editorial Losada de Buenos Aires, que definió un camino nuevo para mi vida desde la primera línea”.

 
(Losada, Buenos Aires, 1938)
Por su parte, Mario Vargas Llosa, quien en su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, México, 1993) recuerda que siendo estudiante de letras y de derecho en la Universidad de San Marcos en Lima (1953-1958), “Junto con Sartre, Faulkner fue el autor que más admiré en mis años sanmarquinos; él me hizo sentir la urgencia de aprender inglés para poder leer sus libros en su lengua original” [...] “desde la primera novela que leí de él —Las palmeras salvajes, en la traducción de Borges—, me produjo un deslumbramiento que aún no ha cesado. Fue el primer escritor que estudié con papel y lápiz a la mano, tomando notas para no extraviarme en sus laberintos genealógicos y mudas de tiempo y de puntos de vista, y, también, tratando de desentrañar los secretos de la barroca construcción que era cada una de sus historias, el serpentino lenguaje, la dislocación de la cronología, el misterio y la profundidad y las inquietantes ambigüedades y sutilezas psicológicas que esa forma daba a las historias.” Confesión y observación que implica y transluce una simiente nodal de su estilo narrativo, llevado al extremo de la complejidad en su novela La casa verde (Seix Barral, Barcelona, 1965).
 
   
Mario Vargas Llosa leyendo Las palmeras salvajes,
de William Faulkner, en la traducción del inglés al español de
Jorge Luis Borges, publicada en Buenos Aires, en 1944, por
la Editorial Sudamericana en la Colección Horizonte.
       Y curiosamente, según se divulgó a través de distintos medios con páginas
web, el martes 11 de enero de 2011, ya en calidad de distinguido Premio Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, con su esposa Patricia y su hijo Álvaro, visitaron, en Montevideo, Uruguay, la reputada y legendaria Librería Linardi y Risso (ubicada en Juan Carlos Gómez 1435), en cuyo apartado de “Libros antiguos & raros” el escritor se pasó “tres cuartos de hora” hojeando rarezas e inencontrables primeras ediciones, donde halló un flamante ejemplar de la susodicha primera edición de La metamorfosis editada en 1938 por Losada, con las traducciones y el prólogo de Borges, y pagó por ella 350 dólares.


II de III
Con la célebre traducción del inglés al español de Jorge Luis Borges, Las palmeras salvajes, de William Faulkner, fue reeditado en Madrid, en 2010, por Ediciones Siruela, con el número 4 de la serie Tiempo de Clásicos y un vago prólogo de Menchu Gutiérrez. En la preliminar página donde se acreditan los correspondientes copyright, si bien se omite el año de la susodicha primera edición en Editorial Sudamericana, se pregona a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada, frágil y virulenta aldea global que se trata de un “Papel 100% procedente de bosques bien gestionados”; o sea que en medio del mundanal orbe encarrerado en la masiva destrucción del planeta que tipifica al predador género humano, el lector, tenga o no una postura ecologista, hojea un libro “verde”, que además es el color que predomina en los forros con solapas, cuyo diseño gráfico se debe a Gloria Gauger. 
  
(Siruela, Madrid, 2010)
       Las palmeras salvajes comprende dos historias: “Palmeras salvajes” y “El Viejo”, dos novelas cortas desglosas en forma intercalada y paralela (con largas frases, interpolaciones y circunloquios a veces engorrosos y asfixiantes). De modo que cinco capítulos se denominan “Palmeras salvajes” y entreverados entre ellos figuran otros cinco capítulos titulados “El Viejo”. Las historias nunca llegan a tocarse: una se sucede entre 1937 y 1938, y la otra en 1927. No obstante, el epicentro geográfico e idiosincrásico que predomina es el ámbito que circunda y oscila entre la zona sur del río Mississippi y Nueva Orleáns. 

Cada historia dibuja un círculo y cada una es un drama de visos muy personales, de personajes jóvenes, aún en la segunda década de su vida, que trazan, casi sin pensarlo y doblegándose, su individual leitmotiv y el azaroso e impredecible destino de su vida inmediata.
  Yendo del presente al pasado y viceversa, el primer capítulo de “Palmeras salvajes” narra el dramático preludio que signa el aún más áspero y dramático final que en el quinto capítulo cierra el círculo. Éste se abre en Nueva Orleáns, cuando en 1937, el joven y pobretón Harry Wilbourne —quien ya cursó medicina y sólo le faltan dos meses para completar los dos años de interno en un hospital que le permitirían titularse—, por ser el día de su 27 aniversario es invitado —por casualidad y hasta le prestan un traje (el primero que viste)— a una fiesta en la casa de Carlota y Francis Rittenmeyer, un matrimonio con un par de niñas, sostenido por la boyante posición de éste. Es allí donde se inocula el germen de una pasión amorosa que los induce, con celeridad, a romper con los parámetros y rutas que llevan y a alejarse de Nueva Orleáns en un tris. Ruptura marcada por la preponderancia de Carlota, por las iniciativas que toma y deshecha, y por el hecho de que en el trágico cenit de un aborto con funestas secuelas acude, un año después de haberse ido, al auxilio de Francis Rittenmeyer, quien en todo momento, pese a la cornamenta, no pierde la compostura, incluso cuando al inicio, en la estación del tren de Nueva Orleáns, entrega a su esposa al amante como si entregara a una novia. Y más aún: cuando acude a la cárcel a pagar la fianza de Henry Wilbourne y le ofrece ayuda y dólares para que se escape y huya a México. Luego, ya muerta Carlota, espontáneamente se presenta al juicio para tratar de incidir en la menor condena; pero también, oscura o paradójicamente, le deja cianuro.
William Faulkner tecleando
  Los prejuicios sociales son tales, que puritanos y no puritanos siempre notan (como si tuvieran una marca de fuego en la frente) que Henry Wilbourne y Carlota Rittenmeyer no son casados. Su triste y desventurado periplo —marcado por los estragos que dejó la Gran Depresión suscitada con el crac de 1929— los llevó de Nueva Orleáns a Chicago, donde logran una estabilidad económica a la que él renuncia para dizque no convertirse en un esposo; de ahí a Wisconsin (a una cabaña frente a un invernal y edénico lago); luego a Utha (a una miserable, fraudulenta y fantasmagórica mina con una temperatura que oscila entre los 14 y los 41 grados bajo cero); de allí a San Antonio, Texas, con la inminencia del aborto, donde Henry, pese a su oposición, se ve inducido y coaccionado por ella a aplicarlo con un instrumental que Carlota dice haber esterilizado; luego de regreso a Nueva Orleáns para ver a las niñas y a Francis Rittenmeyer (quien la aceptaría de nuevo) para pedirle el susodicho apoyo ante los fatídicos acontecimientos que se avecinan (un continuo sangrado le hace pensar a ella en una septicemia); después a una cabaña frente a la playa con rumorosas palmeras y cercana a una aldea donde él es denunciado por un ruco ñoño y empistolado y hecho preso por la policía y ella, que sangra, es trasladada en una ambulancia a un hospital. Y por último su muerte y la carcelaria negativa de él para no huir a México ni envenenarse con el cianuro y asumir el castigo: “Entre la pena y la nada elijo la pena”, que también resulta ser el aforismo que cifra todo su aventurado y azaroso destino (una mixtura de causalidad y casualidad) al seguir en pos de ella. 

      Pena que plantea un tácito, futuro y posible encuentro con el protagonista de “El Viejo” (eso le toca al lector decidirlo o no), pues el juez vocifera ante el jurado y el presunto culpable —antes de emitir su veredicto contra Harry Wilbourne— “una sentencia a trabajos forzados en la Penitenciaría del Estado de Parchman por un período no menor de cincuenta años”.

III de III
“El Viejo” —la otra entreverada novela corta que en cinco capítulos homónimos se lee en Las palmeras salvajes, libro del norteamericano William Faulkner (1897-1962) traducido del inglés al español por el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986)— abre el círculo, precisamente, en la Penitenciaría del Estado de Mississippi (históricamente conocida como Granja Parchman), donde el protagonista (sin nombre) es un preso alto, de 25 años, quien lleva ya siete años de su condena a cinco lustros por su ingenuo e infantil intento de asaltar un tren siguiendo las “instrucciones” aprendidas en los folletines que leía. 
   
William Faulkner con pipa
       En varios fragmentarios diálogos diseminados en los capítulos de “El Viejo” se relata que ya regresó a la cárcel, que a sus quince años de condena se le han añadido diez años más por un presunto (e infundado) “intento de huida”, y que las aventuras de su itinerario (que el lector está leyendo) se las está narrando en su celda a un corro de presos. Circunstancia aderezada por la ubicua y omnisciente voz narrativa, la cual revela un trasfondo que ignora el preso: que esa década más que le endilgaron es otra kafkiana injusticia urdida por la arbitrariedad de tres burócratas que encubren el chambismo de un agente (con influencias) que emitió un parte que registra su muerte y la entrega de su cuerpo a la cárcel.
     
James Joyce en 1928
Foto: Berenice Abbot
        La presente edición de Las palmeras salvajes no es una edición crítica y anotada, pero sí ostenta varias notas al pie de página que dan luces sobre algunas minucias, como ciertos “Retruécanos intraducibles a la manera de James Joyce” (en “Palmeras salvajes”), o varias alusiones a personajes históricos o el hecho de que “El Viejo” es también el entrañable apodo del río Mississippi. En este sentido, faltó una mínima ficha sobre Herbert  Clark Hoover (1874-1964), quien fue Presidente de Estados Unidos entre el 4 de marzo de 1929 y el 4 de marzo de 1933. Esto porque el epicentro del relato que se narra en “El Viejo” ocurre durante la histórica inundación causada por el desbordamiento del río Mississippi en mayo de 1927. Es decir, el meollo del relato se desencadena cuando se sucede tal inundación. Todavía no ocurre el traslado de los presos a un campamento de damnificados, pero aún en la cárcel tienen noticia del desastre, que ya se desató (y que no tarda en llegar allí y por ende los evacuan y trasladan encadenados en camiones): “llegó mayo y los periódicos del capataz dieron en hablar con titulares de dos pulgadas de alto, esos palotes de tinta negra que, juraríamos, hasta los analfabetos pueden leer: ‘La ola pasa por Menfis a medianoche. Cuatro mil fugitivos en la cuenca de Río Blanco. El gobernador llama a la Guardia Nacional’. ‘Se declara el estado de sitio en los siguientes distritos’. ‘Tren de la Cruz Roja sale de Washington esta noche con el presidente Hoover’ [...]” Y es allí donde figura el yerro o la licencia que se permitió William Faulkner, pues Herbert Clark Hoover en mayo de 1927 aún no era Presidente, sino Secretario de Comercio (lo fue entre el 5 marzo de 1921 y el 21 agosto de 1928), mientras el verdadero Presidente era John Calvin Coolidge (1872-1933), quien gobernó entre el 2 de agosto de 1923 y el 4 de marzo de 1929, año en que se desató, entre septiembre y octubre, el susodicho e histórico crac.

Herbert Clark Hoover (1874-1964)
Presidente de Estados Unidos
entre el 4 de marzo de 1929
y el 4 de marzo de 1933
 
John Calvin Coolidge (1872-1933)
Presidente de Estados Unidos
entre el 2 de agosto de 1923
y el 4 de marzo de 1929
     El caso es que el preso alto, “entre la pena y la nada”, también eligió “la pena” (menos cruel para él), pues pudiendo escapar y rehacer su vida, por sí mismo regresó a la cárcel (el ámbito de los hábitos y costumbres aprendidos y arraigados en su adultez) y cerró el círculo.

      En el antedicho campamento de damnificados lo envían en un esquife oficial, junto a un preso bajo y gordo, a rescatar a un hombre subido en el tejado de una hilandería y a una mujer en “un islote de cipreses”. Por el azar de una intempestiva y violenta corriente el preso alto, que se queda solo en el esquife, se ve impelido a salvar a la fémina, que está embarazada. Si en “Palmeras salvajes” Henry Wilbourne y Carlota Rittenmeyer muestran cierta nobleza y cierto sentido humanitario al revelarles a los misérrimos y delirantes mineros polacos la índole del fraudulento y deshumanizado engaño que los esclaviza y explota en los sucios y miserables subterráneos de esa mina en Utah e incluso al realizar, “por amor”, el aborto de la esposa del administrador de la mina (una humilde y joven pareja con quienes comparten cabaña), el preso alto resulta un buenazo, pues en las venturas y desventuras durante la inundación, subsistiendo y viviendo novelescos episodios en agrestes y salvajes sitios y pese a que varias veces desea e intenta deshacerse de la mujer y a que más de una vez añora el regreso al seguro y estable orbe carcelario, siempre la protege y auxilia, incluso cuando en medio de las carencias, de la amenazante agua, de lo montaraz e insalubre nace el bebé (“color terracota”) gracias a las nociones de parto que ella tiene (y no él). 
      Sus prejuicios, su sentido del deber, su corta cosmovisión, su intrínseca bonhomía y su postura moral son tales que nunca abusa de ella; siempre la respeta. Pese a que hace dos años en la cárcel tuvo amoríos (“los domingos de visita”) con “una negra ya no joven” (la mujer de un preso recién asesinado por un guarda y ella lo ignoraba) y a que durante la travesía de la inundación, en un aserradero cercano a Bâton Rouge (donde encontró un buen trabajo temporal), se metió con “la mujer de un tipo” y él y su protegida (con el bebé) tuvieron que huir de allí a salto de mata, ésta no llega a ser su hembra ni la corteja ni se enamoran y al cerrar el círculo, volviendo a vestir su raída pero limpia ropa a rayas, la entrega, con el deber cumplido, a los oficiales de la Penitenciaría del Estado de Mississippi, junto con el esquife oficial, del que asombrosamente tampoco nunca se deshizo: “ahí está su bote y aquí está la mujer. Pero no di con ese hijo de perra en la hilandería”. 
     La fémina es un enigma. Por razones inescrutables no se separa del preso y con sumisa resignación acepta su ayuda, su amparo, el rumbo y el tiempo que se tome, y los alimentos que les brinda a ella y al bebé.

William Faulkner, Las palmeras salvajes. Prólogo de Menchu Gutiérrez. Traducción del inglés al español de Jorge Luis Borges. Tiempo de Clásicos (4), Ediciones Siruela. Madrid, 2010. 280 pp.


viernes, 17 de abril de 2015

La mala hora


 Un síntoma de descomposición social

I de IV
La edición ratificada de La mala hora, la tercera novela que publicó Gabriel García Márquez (1927-2014), apareció en 1966, en México, editada por Ediciones Era, precedida por una nota de Gabo que dice a la letra: “La primera vez que se publicó La mala hora, en 1962, un corrector de pruebas se permitió cambiar ciertos términos y almidonar el estilo, en nombre de la pureza del lenguaje. En esta ocasión, a su vez, el autor se ha permitido restituir las incorrecciones idiomáticas y las barbaridades estilísticas, en nombre de su soberana y arbitraria voluntad. Ésta es, pues, la primera edición de La mala hora.”
(Ediciones Era, 20ª reimpresión, México, 2006)
  Esto remite al hecho de que con La mala hora (cuyo título tentativo era “Este pueblo de mierda”) obtuvo en Bogotá el Premio Esso de Novela 1961 (tres mil dólares y un diploma que su amigo Germán Vargas recogió y colgó “en el bar La Cueva, el recinto preferido de los ‘mamadores de gallo’ de Barranquilla”) y ya con el título que lleva en diciembre de 1962 fue publicado en Madrid en los Talleres de Gráficas “Luis Pérez”, pero con las supuestas enmiendas del “corrector de estilo” español que disgustaron al colombiano y por ende desautorizó la edición. Algo de ese dilema y de cierta censura lo esbozan sus biógrafos (Dasso Saldívar, Gerald Martin) y el propio Gabriel García Márquez lo bosqueja (con retoques y olvidos) en sus memorias Vivir para contarla (Diana, 2002) y en “La desgracia de ser escritor joven”, artículo periodístico “Publicado originalmente el 9 de septiembre de 1981”, reunido en el volumen Notas de prensa. Obra periodística 5 (1961-1984) (Diana, 2003).

(Diana,  1ª  ed., México, 2002) En la foto: el niño Gabito con una galleta
  Gabo inició la redacción de La mala hora (el legendario “mamotreto” o “la novela de los pasquines” atada con una corbata) en 1956, en París, en el cuartito del séptimo piso del Hotel de Flandre de la rue Cujas del Barrio Latino, pero la interrumpió para acometer la escritura y reescritura de su segunda novela: El coronel no tiene quien le escriba, concluida en “París, enero de 1957”, publicada primero en Bogotá, en el número 19 de la revista Mito, correspondiente a mayo-junio de 1958, y luego en forma de libro, en Medellín, editado por Aguirre Editor en 1961. Entre la escritura de los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande (libro editado en Xalapa, en abril de 1962, por la Universidad Veracruzana) y del cuento “El mar del tiempo perdido”, impreso en el número 5-6 de la Revista Mexicana de Literatura, correspondiente a mayo-junio de 1962, obviamente siguió puliendo La mala hora; pero la versión definitiva de ésta fue la que hizo tras descubrir las meteduras de pata del “corrector” español: “Desde ese mismo instante di la novela por no publicada [dice en Vivir para contarla], y me entregué a la dura tarea de retraducirla a mi dialecto caribe, porque la única versión original era la que yo había mandado al concurso, y la misma que se había ido a España para la edición. Una vez restablecido el texto original, y de paso corregido una vez más por mi cuenta, la publicó la editorial Era, de México, con la advertencia impresa y expresa de que era la primera edición.”

Dámaso (Julián Pastor) y Ana (Rocío Sagaón)
Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964),
película dirigida por Alberto Isaac,
basada en el cuento homónimo de Gabriel García Márquez.
  Según anota Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla. La biografía (Alfaguara, 1997), el título de La mala hora, a punto de ser editada en España, “había salido de una frase del cuento ‘En este pueblo no hay ladrones’”: “La mala hora”, dice Ana cuando Dámaso le explica que se robó las bolas del billar “sin pensarlo”. Pero también pudo ser extraído de El coronel no tiene quien le escriba, precisamente del pasaje donde la asmática mujer del septuagenario coronel, ya a mediados de noviembre de 1956, le dice al recordar el asesinato de su hijo Agustín en la gallera del pueblo (“por distribuir información clandestina”): “Si el tres de enero se hubiera quedado en la casa no lo hubiera sorprendido la mala hora [...] Le advertí que no fuera a buscar una mala hora en la gallera y él me mostró los dientes y me dijo: ‘Callate, que esta tarde nos vamos a podrir de plata.’”

Lola (Marisa Paredes) y el coronel (Fernando Luján)
Fotograma de El coronel no tiene quien le escriba (1999),
filme dirigido por Arturo Ripstein,
basado en la novela homónima de Gabriel García Márquez.
  Dividida en nueve capítulos, la trama de La mala hora se desarrolla durante un lluvioso y caluroso octubre, entre un “Martes cuatro” y un “Viernes 21”, precisamente en un pequeño y anónimo pueblo colombiano con un puerto fluvial (en donde las lanchas, después de ocho horas de navegación, arriban con el correo y “el tráfico de carga y pasajeros tres veces por semana”), cuyo modelo real es Sucre, que también lo es en las novelas El coronel no tiene quien le escriba y Crónica de una muerte anunciada (La Oveja Negra, 1981) y en cinco de los ocho cuentos de Los funerales de la Mamá Grande: “Un día de estos”, “En este pueblo no hay ladrones”, “La prodigiosa tarde de Baltazar”, “La viuda de Montiel” y “Rosas artificiales”. El impreciso contexto social y político que impera en el país bajo una dictadura militar se ubica dentro del período de La Violencia, agudizado tras el asesinado del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, conocido como el Bogotazo, sucedido el 9 de abril de 1948 y que incidió en el abandono definitivo de la carrera de derecho que Gabo hacía a bandazos en la Universidad Nacional de Colombia. En este sentido, quizá el lapso que tomó como modelo sea relativo a cuando en 1949 el presidente conservador Mariano Ospina Pérez cerró el Congreso; pero sobre todo parece ser la etapa de la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, cuyo golpe de Estado y gobierno de facto oscilo entre el 13 de junio de 1953 y el 10 de mayo de 1957, y quien fue el militar que en enero de 1956 ordenó el cierre de El Espectador —el siguiente 15 de abril ordenaría el cierre de El Independiente— dejando varado en Europa a Gabriel García Márquez. 

La Caponera (Lucha Villa) y Dionisio Pinzón (Ignacio López Tarso)
Fotograma de El gallo de oro (1964),
película dirigida por Roberto Gavaldón,
basada en el argumento homónimo de Juan Rulfo.
Guión: Gabo, Carlos Fuentes y Roberto Gavaldón.
  Quizá porque entre octubre y diciembre de 1955 Gabo, en Roma, había intentado estudiar guión y dirección de cine en el Centro Experimental de Cinematografía, pero quizá también porque ya instalado en la Ciudad de México en abril de 1963 comenzó a escribir guiones de cine —el primer fruto cristalizado fue El gallo de oro (1964), filme de charros, galleros y cantantes de rancheras dirigida por Roberto Gavaldón en base al guión de éste, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, cuyo argumento es de Juan Rulfo—, La mala hora tiene un cariz antiguo (casi decimonónico en sus numerosas minucias) y muy cinematográfico, con la topografía y los personajes muy tipificados. De modo que parece que el autor hubiera tenido en mente la guionización y el posible rodaje en un minúsculo pueblo a la vera de un río colombiano, cuyo entorno selvático puebla las calles de “hormigas voladoras” y deja oír “el alboroto de los loros y los micos”. 


II de IV 
A priori, el apelativo de “novela de los pasquines” hace suponer que el tema principal de La mala hora son los infamantes anónimos que los mezquinos habitantes del pueblo se dejan entre sí durante las noches y que suscitan entre ellos rencores, pleitos y asesinatos y la emigración de un individuo caído en desgracia o de familias enteras temerosas de ser blanco de la difamación o de la exhibición pública. Y sí que lo es pero de manera secundaria. Pues si bien la obra casi inicia con el asesinato de Pastor, un joven clarinetista y compositor, crimen que comete con una escopeta y a mansalva el gigantón César Montero (el pasquín dejado en su puerta durante la noche decía que su mujer era amante del músico), el tema que cobra mayor relevancia a lo largo de la novela es la corrupción, el enriquecimiento ilegal, el autoritarismo, la violencia, la impunidad, la manipulación y el abuso del poder del anónimo alcalde (un dictadorzuelo teniente que al unísono es el jefe de la policía), coludido al despotismo y al enriquecimiento ilícito de varios de los ricos del pueblo que se han forrado a su vera y extorsión. En tal ámbito descuella José Montiel, muerto hace dos años por una congestión cerebral, cuya viuda, con tres hijos en Europa (el hijo de cónsul en Alemania y las dos hijas fascinadas con los mercados de carne de París), vive “sola en la sombría casa de nueve cuartos donde murió la Mamá Grande”, cuya desmesurada fortuna administra el negro y servil señor Carmichael  —personajes (con obvias variantes) de los cuentos “La viuda de Montiel” y “La prodigiosa tarde de Baltazar”—. El alcalde, que hace y deshace teniendo en mente su conveniencia y su lucro personal, llegó al pueblo hace años. “La madrugada en que desembarcó furtivamente con una vieja maleta de cartón amarrada con cuerdas y la orden de someter al pueblo, fue él quien conoció el terror. Su único asidero era una carta para un oscuro partidario del gobierno que había de encontrar al día siguiente sentado en calzoncillos a la puerta de una piladora de arroz. Con sus indicaciones, y la entraña implacable de los tres asesinos a sueldo que lo acompañaban, la tarea había sido cumplida.” Vale puntualizar que don Chepe Montiel era ese campesino “sentado en calzoncillos a la puerta de una piladora de arroz”, quien aún no se ponía “su primer par de zapatos” y de quien el señor Carmichael fue contabilista, y por ende hizo lo que había que hacer: llevó “la contabilidad con los ojos cerrados.” Visos de la riqueza y del patrimonio que logró acumular se observan en la descripción de los detalles de la casa de la viuda de Montiel, ubicada en la plaza central del pueblo —en cuyo entorno ocurren buena parte de los sucesos de la novela—. Sus tierras comprenden tres municipios y se “atraviesan en cinco días a caballo”. El origen de su cruento y “Lindo negocio” lo resume con sarcasmo el peluquero (militante secreto de la proscrita y clandestina oposición): “mi partido está en el poder, la policía amenaza de muerte a mis adversarios políticos, y yo les compro sus tierras y ganados al precio que yo mismo ponga.” “Cuando pasan las elecciones [...] soy dueño de tres municipios, no tengo competidores, y de paso sigo con la sartén por el mango aunque cambie el gobierno. Yo digo: mejor negocio, ni falsificar billetes.” 
La viuda de Montiel (Geraldine Chaplin)
Fotograma de La viuda de Montiel (1979),
película dirigida por Miguel Littin,
basada en el cuento homónimo de Gabriel García Márquez.
  En tal tenor el alcalde —que tiene una oficina blindada en el cuartel de la policía que al unísono es la alcaldía— urde sus hipócritas, lucrativos e impunes actos. A las familias de humildes damnificados por las inundaciones en las tierras bajas les dona unos terrenos junto al cementerio para que allí trasladen sus jacales, con sus hamacas y corotos; pero como la tierra es de su propiedad, hace que el municipio le pague la expropiación a un precio fijado por él a través de unos supuestos peritos que dizque la avalúan. Para ello, por sugerencia del juez Arcadio —quien “Once meses después de haber tomado posesión del cargo”, “se instaló por primera vez en su escritorio”— nombra un personero, un agente del ministerio público que legaliza la compra-venta. Un personero que debería ser nombrado por el consejo municipal, pero dado que no existe, “el régimen del estado de sitio” (que sólo permite “los periódicos oficiales”) autoriza al alcalde a nombrarlo. Nombramiento que dura sólo dos horas, mientras se hace el trámite. Amén de que el anterior personero, “Hace año y medio le desbarataron la cabeza a culatazos”; y al anterior juez, el juez Vitela, lo acribillaron tres policías sentado en la silla de su escritorio. Obviamente, se deduce, fueron los tres asesinos disfrazados de policías que llegaron con el alcalde (sacados de las cárceles) y que lo obedecen sin chistar y a pie juntillas. Pero “El mismo alcalde la mandó a componer cuando cambió el gobierno y empezaron a salir investigaciones especiales por todos lados”, dice el secretario del juzgado, quien allí deambula en pantuflas y pela una gallina para la cocinera del hotel. No obstante, el juez Arcadio se encuentra en su oficina “con un problema moral” que no resuelven ni él ni el alcalde ni nadie y se queda en puntos suspensivos con la violencia in crescendo: “A raíz de las últimas elecciones la policía decomisó y destruyó las cédulas del partido de oposición” y por ende “La mayoría de los habitantes del pueblo carecía ahora de instrumentos de identificación.” 

A César Montero el alcalde, en su papel de jefe de la policía, no lo encierra en una celda sino en un cuarto del “segundo piso de la alcaldía”; “una habitación simple”, “con un aguamanil y una cama de hierro”, donde pasa varios días sin comer hasta que lo confiesa el padre Ángel y éste reclama que lo tienen sin comer, entonces el acalde ordena a un agente que le traiga comida del hotel por cuenta del municipio: “Que manden un pollo entero bien gordo, con un plato de papas y una palangana de ensalada”. Ese trato especial que le brinda se debe a que busca algún beneficio monetario, dado que César Montero es un millonario “enriquecido en la extracción de maderas” a quien le echa en cara: “Todo lo que tienes me lo debes a mí [...] Había orden de acabar contigo. Había orden de asesinarte en una emboscada y de confiscar tus reses para que el gobierno tuviera cómo atender a los enormes gastos de las elecciones en todo el departamento. Tú sabes que otros alcaldes lo hicieron en otros municipios. Aquí en cambio, desobedecimos la orden.” 
Con tales chantajes y otras coacciones convienen su traslado nocturno para eludir el espectáculo de la mañana del día siguiente: tras la llegada de las lanchas, “durante medía hora el puerto estaría en ebullición, esperando que embarcaran al preso”. “Cinco mil pesos en terneros de un año”, le pide el alcalde. A lo que César Montero le agrega “cinco terneros más” para que lo remita “esa misma noche, después del cine, en una lancha expresa”.
(La Oveja Negra, 3ª ed., Bogotá, junio de 1980)
  Pero al igual que otras anécdotas parciales o inconclusas de La mala hora, el destino de César Montero es un misterio. Pues quizá el soborno que cobra el alcalde implica la tácita fuga y no el supuesto traslado a la cabecera departamental donde debería ser juzgado (y extorsionado por tener dinero), puesto que al padre Ángel le receta: “No hay favor que no le cueste plata a quien la tiene” y a César Montero le especifica en medio de su chantajista y politiquera verborrea: “Estoy tratando de ayudarte”; “Todos sabemos que fue una cuestión de honor, pero te costará trabajo probarlo. Cometiste la estupidez de romper el pasquín.”

Vale observar que pese al dictamen del doctor Octavio Giraldo (personaje que también aparece en “La prodigiosa tarde de Baltazar”): “Esa ha sido siempre una característica de los pasquines”: “Dicen lo que todo el mundo sabe, que por cierto es casi siempre la verdad”; la peliculesca escena del sorpresivo asesinato del joven clarinetista y compositor implica y denota que esa lluviosa mañana del martes cuatro de octubre no esperaba que lo matara César Montero. Y el meollo del cruento infundio se transluce en un diálogo que sostienen Roberto Asís y su madre la viuda de Asís en la recámara de ésta: 
“—Todo el mundo sabe que Rosario Montero se acostaba con Pastor —dijo él—. Su última canción era para ella.
“—Todo el mundo lo decía, pero nadie lo supo a ciencia cierta —repuso la viuda—. En cambio, ahora se sabe que la canción era para Margot Ramírez. Se iban a casar y sólo ellos y la madre de Pastor lo sabían. Más les hubiera valido no defender tan celosamente el único secreto que ha podido guardarse en este pueblo.”
Pero además la anónima difamación y deshonra pública también opera contra Roberto Asís y lo angustia, no se afeita y le quita el sueño esperando sorprender en la oscuridad al supuesto amante de su hermosa y odorífica esposa, pues en un pasquín se dijo que la hija de ambos no es de él. Y más aún, la enraizada difamación también reptó en torno a la reputación de su madre y de su padre Adalberto Asís: 
“También Adalberto Asís había conocido la desesperación. Era un gigante montaraz que se puso un cuello de celuloide durante quince minutos en toda su vida para hacerse el daguerrotipo que le sobrevivía en la mesita de noche. Se decía de él que había asesinado en ese mismo dormitorio a un hombre que encontró acostado con su esposa, y que lo había enterrado clandestinamente en el patio. La verdad era distinta: Adalberto Asís había matado de un tiro de escopeta a un mico que sorprendió masturbándose en la viga del dormitorio, con los ojos fijos en su esposa, mientras ésta se cambiaba de ropa. Había muerto cuarenta años más tarde sin poder rectificar la leyenda.”
Vale observar, no obstante, que la pinta de gigante montaraz de Cristóbal Asís, el mayor de los ocho hijos del fallecido Adalberto Asís y su viuda, da por “cierta la versión pública y nunca confirmada de que César Montero era hijo secreto del viejo Adalberto Asís.”

III de IV
Una comisión de damas católicas, entre ellas la “espléndida y floral” Rebeca de Asís —la esposa de Roberto—, “de una blancura deslumbrante y apasionada”, visitan al padre Ángel para conminarlo a que desde la iglesia interfiera en la interrupción de los venenosos pasquines, a los que él no les da mucha importancia. Y lo mismo hace la viuda de Asís preocupada por la sangrienta desgracia que pueda ocurrir con el desasosiego que aqueja a su hijo Roberto, y para ello un jueves lo invita a comer (“Una sirvienta descalza llevó arroz con frijoles, legumbres sancochadas y una fuente con albóndigas cubiertas de una salsa parda y espesa”), pues además de ser una mujer ricachona cuya numerosa familia (ocho hijos, sólo uno casado) tiene en la parroquia “dos escaños próximos al púlpito, donados por ellos, y con sus respectivos nombres grabados en plaquetas de cobre”, suele enviarle al cura su desayuno y cuando para la misa del domingo siete de sus ocho hijos llegan con las bestias cargadas de víveres, le envía a su casa, con “dos niñas descalzas”, “varias piñas maduras, plátanos pintones, panelas, queso y un canasto de legumbres y huevos frescos”. Así que el padre Ángel, quien es la influyente autoridad moral del pueblo, habla con el alcalde, quien tampoco se toma en serio los pasquines. Sin embargo, dado que el lucrativo negocio del alcalde es “la paz” con los ricos, impone el toque de queda, entre las ocho de la noche y la cinco de la madrugada, y recluta a un grupo de civiles para que hagan vigilancia y rondas nocturnas (tienen orden, además, de no hacer nada si sorprenden pasado de copas y fuera de horas a alguno de los hermanos Asís). Pero los pasquines siguen apareciendo y no atrapan a ningún responsable ni mucho menos hay algún tipo de investigación detectivesca. “Es todo el pueblo y no es nadie”, cifra Casandra —la adivina del circo nómada, que dizque sabe de quiromancia y lee las cartas—, cuando el alcalde le pide en la intimidad que los naipes le revelen “quién es el de estas vainas”. 
(La Oveja Negra, 3ª ed., Bogotá, mayo de 1980)
  El padre Ángel, con sus variantes, también es personaje en El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, 1961) y en “Rosas artificiales” —cuento de Los funerales de la Mamá Grande (UV, 1962)—, donde también aparece Trinidad, la asistente en la sacristía y en la iglesia y la encargada de poner las trampas a los ratones y de envenenarlos con arsénico; y Mina, la hacedora de flores de tela y alambre, y la madre de ésta y la deslenguada abuela ciega. El padre Ángel es pobre, “grande, sanguíneo, con una apacible figura de buey manso” y se mueve “como un buey, con ademanes densos y tristes”. Tiene ojos azueles y 61 años de edad; 40 años de sacerdote; 19 años de vivir en el pueblo y fue principiante en Macondo, donde —les dice a las damas católicas— lo sucedió el centenario y manso padre “Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero, quien informó al Obispo que en su parroquia estaba cayendo una lluvia de pájaros. El investigador enviado por el Obispo lo encontró en la plaza del pueblo, jugando con los niños a bandidos y policías.” Este anciano y senil cura, con sus variantes, es personaje del Macondo del cuento “Un día después de sábado”, y con otras características también lo es en el Macondo del cuento “Los funerales de la Mamá Grande”, donde con una tremenda gordura (diez hombres lo llevan “desde la casa cural hasta el dormitorio de la Mamá Grande, sentado en su crujiente mecedor de mimbre bajo el mohoso palio de las grandes ocasiones”) oficia, llegado el instante crucial, la extremaunción de la legendaria y todopoderosa cacique. Y en La mala hora, además de su parcial incidencia en las decisiones del alcalde, el padre Ángel marca el ritmo de la moral religiosa que impera en el pueblo (el “más observante de la Prefectura Apostólica”, dice), pese a la proliferación de los adulterios y de los furtivos amoríos que los infamantes pasquines satanizan. Con la campana de la iglesia, día a día llama a misa de cinco de la mañana, pese a que “Las campanas están rotas y las naves llenas de ratones, porque la vida se me ha ido en imponer la moral y las buenas costumbres”, se queja con las damas católicas dispuestas hacer campaña para que el templo deje de ser “el más pobre de la Prefectura Apostólica”. Con toques de campana y la lista de la censura católica, califica o prohíbe la película que exhibe el empresario del cine en un terreno expuesto a las inclemencias del tiempo. Tal es su pudibundez y moralina, que en el culto “no les da la comunión a las mujeres que llevan mangas cortas, y ellas siguen usando mangas cortas, pero se ponen postizas antes de entrar a misa” (es lo que iba a hacer Mina en “Rosas artificiales”, pero la clarividente abuela ciega las lavó y aún están húmedas colgadas en el baño con pinzas de madera). Y según les dice a las damas católicas, “Hace 19 años, cuando me entregaron la parroquia, había once concubinatos públicos de familias importantes. Hoy sólo queda uno, y espero que por poco tiempo.” Tal concubinato es el del libertino y voluptuoso juez Arcadio, quien vive con una mujer “encinta de siete meses”, a quien el cura trata de reconvenir:

“—Pero será un hijo ilegítimo —dijo.
“—No le hace —dijo ella—. Ahora Arcadio me trata bien. Si lo obligo a que se case, después se siente amarrado y la paga conmigo.
“Se había quitado los zuecos, y hablaba con las rodillas separadas, lo dedos de los pies acaballados en el travesaño del taburete. Tenía el abanico en el regazo y los brazos cruzados sobre el vientre voluminoso. ‘Ni esperanzas, padre’, repitió, pues el padre Ángel permanecía silencioso. ‘Don Sabas me compró por 200 pesos, me sacó el jugo tres meses y después me echó a la calle sin un alfiler. Si Arcadio no me recoge, me hubiera muerto de hambre’. Miró al padre por primera vez:
“—O hubiera tenido que meterme de puta.” 
(Ediciones Era, 44ª reimpresión, México, 2012)
  El tal don Sabas, un viejo enfermo —que con sus variantes también figura en El coronel no tiene quien le escriba— es otro de los ricos arribistas del pueblo, quien además “hace cinco años” —reveladora contradicción
 era un “jefe de la oposición”, pero pudo quedarse en el pueblo porque “le dio a José Montiel la lista completa de la gente que estaba en contacto con las guerrillas”. Ante esto, vale subrayar que en El coronel no es un delator, sino “el único dirigente de su partido [el mismo partido del patético coronel que en octubre lleva 56 años esperando el pago de su pensión vitalicia] que escapó a la persecución política y continuaba viviendo en el pueblo”. “Dichosa juventud”; “Tiempos felices en que una muchachita de dieciséis años costaba menos que una novilla”, le dice al doctor Octavio Giraldo celebrando los pasquines que pregonan que sus hijos “se llevan por delante a cuanta muchachita empieza despuntar por esos montes”. Don Sabas, además, ya les había alquilado, por 30 pesos, un terreno a los humildes damnificados por las inundaciones de ese octubre lluvioso y caluroso; pero el alcalde, para su beneficio, bloqueó tal triquiñuela donándoles el terreno que tenía junto al cementerio y que a él le paga el municipio. El pasquín que le dejaron a don Sabas habla del “cuento de los burros”. Según le dice al doctor Giraldo mientras lo examina, “Fue un negocio de burros que tuve hace como veinte años”. “Daba la casualidad que todos los burros vendidos por mí amanecían muertos a los dos días, sin huellas de violencia.” “Corrió la bola de que era yo mismo el que entraba de noche a las huertas y les disparaba adentro a los burros, metiéndoles el revólver por el culo.” “Eran las culebras”, replica. “Pero de todos modos, se necesita ser bien pendejo para escribir un pasquín con lo que sabe todo el mundo.” “Lo que pasa es que en este país no hay una sola fortuna que no tenga a la espalda un burro muerto.” Reafirma y así lo parece bajo el régimen del estado de sitio; pero además lo que rumia evoca el aforismo de Honoré de Balzac que preludia a El padrino (1969), la célebre novela Mario Puzo llevada al cine por Francis Ford Coppola: “Detrás de cada fortuna hay un crimen.”
De pie: Walter Achugar, Manuel Michel, Joaquín Nováis Teixeira, Arturo Ripstein y Alberto Isaac.
Sentados: Luis Alcoriza, Luis Buñuel, Ladislav Kachtik, Gabo, Antonio Matouk y Gloria Marín.
(Acapulco, 1965)
  Y es que la viuda de Montiel, con dos años de viudez y ya medio repuesta de un recién colapso nervioso (quiso suicidarse tirándose por la ventana y se rumora que se volvió loca), ha preparado un baúl para irse del pueblo para siempre antes de que termine octubre y por ello encomienda al señor Carmichael para que opere la venta de los desmesurados bienes acumulados con latrocinios y asesinatos por José Montiel —apoyado por el alcalde y sus tres asesinos a sueldo— y el posible comprador es don Sabas. Pero éste, negándose a recibir al señor Carmichael, ha estado robando el ganado de la viuda de Montiel. Así que el alcalde encierra al señor Carmichael en la alcaldía y le cobra a don Sabas una buena tajada por el abigeato cometido: si por ejemplo ya “han sacado doscientas reses en tres días” y hecho “contramarcar con su hierro” a las bestias, le cobra “cincuenta pesos de impuesto municipal por cada res” y además lo frena: “A partir de este momento, en cualquier lugar en que se encuentre todo el ganado de la sucesión de José Montiel está bajo la protección del municipio”. Es decir, se colige, para el lucro personal del alcalde y no para el provecho público o para restituir a los antiguos propietarios. 



IV de IV
Tres de los ocho cuentos de Los funerales de la Mamá Grande (UV, 1962) ocurren en Macondo: el que le da título a la colección, “La siesta del martes” y “Un día después de sábado”. Un Macondo que en cada relato tiene sus particularidades y variantes, al igual que el Macondo del “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo” (cuento publicado en Bogotá, en el número 4 de la Revista Bimestral de Cultura, correspondiente a octubre-noviembre de 1955), el de la novela La hojarasca (Ediciones S.L.B, 1955) y el de Cien años de soledad (Sudamericana, 1967). En el cuento “Los funerales de la Mamá Grande”, la casona donde la cacique vivió y muere a los 92 años “en olor de santidad”, está en un Macondo que es la cabecera del municipio cuyo homónimo distrito comprende seis poblaciones; en La mala hora (Era, 1966) la casona donde falleció la Mamá Grande no está en Macondo (cuyo modelo es Aracataca) sino en el anónimo pueblo con un puerto fluvial (cuyo modelo es Sucre) —que es el escenario de los otros cinco cuentos de Los funerales y de las novelas El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, 1961) y Crónica de una muerte anunciada (La Oveja Negra, 1981)— y allí, durante ese lluvioso y caluroso octubre, que va del “Martes cuatro” al “Viernes 21”, vive la viuda de Montiel, con dos años de viudez y sus hijos en Europa (el hijo del cónsul en Alemania y las dos hijas fascinadas con los mercados de carne de París). Dice la voz narrativa:
Gabo, Geraldine Chaplin y Miguel Littin durante el rodaje de
La viuda de Montiel (1979)
  “Mientras los hombres recibían la paga del miércoles, la viuda de Montiel los sentía pasar sin responder a los saludos. Vivía sola en la sombría casa de nueve cuartos donde murió la Mamá Grande, y que José Montiel había comprado sin suponer que su viuda tendría que sobrellevar en ella su soledad hasta la muerte. De noche, mientras recorría con la bomba del insecticida los aposentos vacíos, se encontraba a la Mamá Grande destripando piojos en los corredores, y le preguntaba: ‘¿Cuándo me voy a morir?’ Pero aquella comunicación feliz con el más allá no había logrado sino aumentar su incertidumbre, porque las respuestas, como las de todos los muertos, eran tontas y contradictorias.”

Tal anécdota de realismo mágico es una de las pocas de tal índole que se leen en La mala hora, novela donde campea el realismo. Curiosamente, la respuesta a la pregunta que la viuda de Montiel le hace al fantasma de “la Mamá Grande destripando piojos en los corredores”, la recibe en un sueño que se lee al final del cuento “La viuda de Montiel”:
“Luego empezó a rezar, pero al segundo misterio cambió el rosario a la mano izquierda, pues no sentía las cuentas a través del esparadrapo. Por un momento oyó la trepidación de los truenos remotos. Luego se quedó dormida con la cabeza doblada en el pecho. La mano con el rosario rodó por su costado, y entonces vio a la Mamá Grande en el patio con una sábana blanca y un peine en el regazo, destripando piojos con los pulgares. Le preguntó:
“—¿Cuándo me voy a morir?
“La Mamá Grande levantó la cabeza.
“—Cuando te empiece el cansancio del brazo.”
Abel Quezada y Juan Rulfo
Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964)
  Otro rasgo de realismo mágico son los inveterados callos del señor Carmichael, cuya sensibilidad le indican el pronóstico del clima. Otro se lee en el pasaje donde se habla de la colección de máscaras que los huéspedes del hotel del pueblo se ponían para hacer sus necesidades en el patio (amén de que Máscaras es el apelativo con que el alcalde llama a la joven que sirve en el restaurante del hotel), donde además se menciona el paso del legendario coronel Aureliano Buendía —también aludido en los cuentos “La siesta del martes”, “Un día después de sábado” y “Los funerales de la Mamá Grande” y en la novela El coronel no tiene quien le escriba y protagonista en Cien años de soledad (Sudamericana, 1967)—:

“El alcalde empezó a tomar la sopa. Siempre había pensado que aquel hotel solitario, sostenido por agentes viajeros ocasionales, era un lugar diferente del resto del pueblo. En realidad, era anterior al pueblo. En su destartalado balcón de madera, los comerciantes que acudían del interior a comprar la cosecha de arroz, pasaban la noche jugando a las cartas, en espera del fresco de la madrugada para poder dormir. El propio coronel Aureliano Buendía, que iba a convenir en Macondo los términos de la capitulación de la última guerra civil, durmió una noche en aquel balcón, en una época en que no había pueblos en muchas leguas a la redonda. Entonces era la misma casa con paredes de madera y techo de zinc, con el mismo comedor y las mismas divisiones de cartón en los cuartos, sólo que sin luz eléctrica ni servicios sanitarios. Un viejo agente viajero contaba que hasta principios del siglo hubo una colección de máscaras colgadas en el comedor a disposición de los clientes, y que los huéspedes enmascarados hacían sus necesidades en el patio, a la vista de todo el mundo.” 
Luis Alcoriza y Gabriel García Márquez
  Tal episodio en el comedor del hotel ocurre cuando el alcalde, con su flamante uniforme de teniente y botas de charol, lleva ocho días sin afeitarse el lado izquierdo de la barba. La razón: tiene una muela podrida e infectada, cuya inflamación y dolor lo atormentan y por ello necesita ver al dentista, quien no quiere recibirlo. Además de que en su primera aparición en El coronel figura con una variante de tal rasgo: “hinchada la mejilla sin afeitar”, tal pasaje es una variación de la breve anécdota que se narra en el cuento “Un día de estos”. Pero en La mala hora, en compañía de tres policías armados, con violencia, amenazas y causando destrozos, el alcalde irrumpe una noche en su casa y lo obliga a que en su gabinete le saque la muela. El dentista, opositor al régimen que impone el estado de sitio, “había sido el único sentenciado a muerte que no abandonó su casa. Le habían perforado las paredes a tiros, le habían puesto un plazo de 24 horas para salir del pueblo, pero no consiguieron quebrantarlo. Había trasladado el gabinete a una habitación interior, y trabajó con el revólver al alcance de la mano, sin perder los estribos, hasta cuando pasaron los largos meses de terror.” 

Jugador de billar (José Luis Cuevas)
Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964)
  Ahora, según se ve, se avecina un nuevo período de violencia y terror, pues no obstante el estado de sitio y el toque de queda, en la gallera del pueblo detienen a Pepe Amador, un joven que repartía una hoja opositora impresa en mimeógrafo, y “después de casi dos años de celdas vacías”, por orden del alcalde lo encierran en la cárcel para que “dé los nombres de quienes traen al pueblo la propaganda clandestina”. Toto Visbal dice que “Tarde o temprano tenía que suceder”, que “El país entero está remendado con telarañas” y que se rumora “que otra vez se están organizando guerrillas contra el gobierno en el interior del país”. Y al parecer es así. Pues el peluquero Guardiola al juez Arcadio le desliza “un papel en el bolsillo de la camisa” y le anuncia que “En este país va a haber vainas”. “Dos años de discursos” —cita de memoria el peluquero lo que lee el juez— “Y todavía el mismo estado de sitio, la misma censura de prensa, los mismos funcionarios.” No sorprende, entonces, que en el salón de billar, después de unos tragos que le sirve don Roque —personaje de “En este pueblo no hay ladrones”—, vaya al orinal y antes de salir eche “la hoja clandestina en el excusado” y que se vaya del pueblo sin decirle nada a nadie de lo que sabe y dejando encinta de siete meses a su concubina. En la cárcel, el miércoles 19 de octubre los policías matan a Pepe Amador y casi ipso facto lo sabe el pueblo y se forma una aglomeración de gente frente a la alcaldía:

El la barra: Abel Quesada y Juan Rulfo
Sentados: Luis M. Rueda y Carlos Monsiváis
Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964)
  “Todavía medio dormido, llevando el cinturón en una mano y con la otra abotonándose la guerrera, el alcalde bajó en dos saltos la escalera del dormitorio. El color de la luz le trastornó el sentido del tiempo. Comprendió, antes de saber qué pasaba, que debía dirigirse al cuartel.

“Las ventanas se cerraban a su paso. Una mujer se acerba corriendo con los brazos abiertos, por la mitad de la calle, en sentido contrario. Había hormigas voladoras en el aire limpio. Todavía sin saber qué ocurría, el alcalde desenfundó el revólver y echó a correr. 
“Un grupo de mujeres trataba de forzar la puerta del cuartel. Varios hombres forcejeaban con ellas para impedirlo. El alcalde los apartó a golpes, se puso de espaldas contra la puerta, y encañonó a todos.
“—Al que dé un paso lo quemo.
“Un agente que la había estado reforzando por dentro abrió entonces la puerta, con el fusil montado, e hizo sonar el pito. Otros dos agentes acudieron al balcón, hicieron varias descargas al aire, y el grupo se dispersó hacia los extremos de la calle. En ese momento, aullando como un perro, la mujer apareció en la esquina. El alcalde reconoció a la madre de Pepe Amador. Dio un salto hacia el interior del cuartel y ordenó al agente desde la escalera:
“—Encárguese de esa mujer.”
Dentro, el alcalde organiza la mortaja y el entierro del asesinado. Y con violencia y arbitrariedad impide que su madre lo vea. Y cuando llegan el cura y el doctor Giraldo, quien esperaba que el alcalde lo llamara para hacer la autopsia, y el padre Ángel quiere ver el cuerpo de Pepe Amador, el alcalde a ambos les anuncia la versión oficial: “Se fugó”. A lo que el médico replica lo que nadie ignora: “En este pueblo no se pueden guardar secretos. Desde las cuatro de la tarde, todo el mundo sabe que a ese muchacho le hicieron lo mismo que hacía don Sabas con los burros que vendía.” Y además de que al cura el alcalde le receta a bocajarro que “debe estar complacido”, porque “ese muchacho era el que ponía los pasquines”, tal espinosa conversación termina con reyerta, porque el teniente los amenaza con una carabina e inicia una cuenta para que se retiren antes de abrir fuego, lo cual rubrica con una declaración bélica: “Estamos en guerra, doctor.”
Luis Buñuel en el papel del cura
De negro, entre las fieles, Leonora Carrington
Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964)
  Y así es, porque el viernes 21 de octubre —el día que concluye la novela—, Mina, quien ha ido a la iglesia a revisar las trampas de los ratones —pese a que igual a su abuela ciega usa una “faja azul de una congregación laica”—, le informa al padre Ángel de asuntos que él no oyó ni se enteró durante la noche y la madrugada: que “Sonaron disparos hasta hace poco.” Que “Parece que se volvieron locos buscando hojas clandestinas. Dicen que levantaron el entablado de la peluquería, por casualidad, y encontraron armas. La cárcel está llena, pero dicen que los hombres se están echando al monte para meterse a las guerrillas.” 

La última cena
  Por si fuera poco, durante la noche, “a pesar del toque de queda y a pesar del plomo”, Mina le da a entender al cura que hubo pasquines. No extrañaría, entonces, que sean tan infamantes y difamadores como el que suscitó el asesinato del compositor y clarinetista Pastor; o como el burlesco que le pusieron al señor Carmichael, que es negro y su mujer blanca, y por ello, dice, sus once hijos les salieron de todos colores, y el pasquín decía que él sólo era progenitor de los vástagos negros. 


Gabriel García Márquez, La mala hora. 20ª reimpresión. Ediciones Era. México, 2006. 200 pp.