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jueves, 26 de septiembre de 2013

El último rostro




Los seres son iguales en el mundo entero



                                               Álvaro Mutis in memoriam 


Iturri, el capitán del Alción, uno de los protagonistas de La última escala del Tramp Steamer (Ediciones del Equilibrista, México, 1988), novela del poeta y narrador colombiano Álvaro Mutis (1923-2013), dice en forma concluyente, inapelable y lapidaria: “los seres son iguales en el mundo entero y los mueven iguales mezquinas pasiones y sórdidos intereses, tan efímeros como semejantes en todas las latitudes”.
Álvaro Mutis
     
(Ediciones del Equilibrista, México, 1988)
        Tal conclusión escéptica, pesimista, corrosiva, lúcida y sin esperanza (quizá diría el colombiano Eduardo García Aguilar) es la que permea y unifica, también, a “La muerte del estratega”, “El último rostro”, “Antes de que cante el gallo” y “Sharaya”, los cuatro cuentos que Álvaro Mutis reunió en El último rostro, libro impreso en Madrid, en 1990, por Ediciones Siruela, dentro de la serie Libros del tiempo.

(Siruela, Libros del Tiempo núm. 14, Madrid, 1990)
         Otro ingrediente unificador, tan significativo como lo dicho, lo cifra el epígrafe del relato homónimo del libro, atribuido, de un modo cervantino y borgeano, a un apócrifo “manuscrito anónimo de la Biblioteca del Monasterio del Monte Athos, siglo XI”; la inscripción (cuasi pétreo epitafio) reza: “El último rostro es el rostro con el que te recibe la muerte
”.
       
El domingo 22 de septiembre de 2013, en la Ciudad de México,
el escritor colombiano Álvaro Mutis falleció a los 90 años.
        En este sentido, casi sobra decir que en cada una de las cuatro narraciones se da noticia de un rostro que dibuja sus últimos rasgos.

Quizá no asombre que Jorge Luis Borges se haya referido a “La muerte del estratega” como “uno de los relatos más hermosos que he leído en mi vida”. Escrito bajo el influjo de Vidas imaginarias (1896), del francés Marcel Schwob (1867-1905) —el cual, junto a La cruzada de los niños (1894), también influyó en la urdimbre de los relatos reunidos por Borges en Historia universal de la infamia (Tor, Buenos Aires, 1935)—, “La muerte del estratega” narra los trasfondos íntimos que vivió Alar el Ilirio, estratega de la Emperatriz Irene en el Thema de Lycandos, los cuales impidieron que se le canonizara junto a un grupo de cristianos que perecieron emboscados por los turcos en arenas sirias.
Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 36
(Hyspamérica, Buenos Aires, 1985)
     
(Tusquets, Cuadernos marginales núm. 13, Barcelona, 1984)
     
(Tor, Col. Megáfono núm. 3, Buenos Aires, 1935)
         Alar el Ilirio encarna un modelo de escéptico que sirve con fidelidad y frialdad a los vaivenes e intrigas, fanáticas e inquisidoras, de un imperio y una fe religiosa que cuestiona en su fuero interno:

“Hemos perdido el camino hace muchos siglos y nos hemos entregado al Cristo sediento de sangre, cuyo sacrificio pesa con injusticia sobre el corazón del hombre y lo hace suspicaz, infeliz y mentiroso. Hemos tapiado todas las salidas y nos engañamos como las fieras se engañan en la oscuridad de las jaulas del circo, creyendo que afuera les espera la selva que añoran dolorosamente”.
El estratega, por sus intrínsecas reflexiones, es uno de los personajes más perspicaces y desilusionados del libro El último rostro. Su vida, pese a ser un guerrero que encabeza y comanda un ejército, es casi monacal, desprendida de los placeres y bienes mundanos, y físicamente alejada de las miserias e intrigas de la corte, pese a que sirve a éstas. Su conciencia del vacío es su secreto mejor guardado. Y la aceptación de su nada es el íntimo estoicismo que todos interpretan como reflejo de una religiosidad extrema.
Alar el Ilirio piensa y filosofa que “con el nacimiento caemos en una trampa sin salida”, “que cualquier comunicación que intentes con el hombre es vana y por completo inútil”. Sin embargo, a imagen y semejanza de los grandes románticos, llega a decir: “Ana es, hoy, todo lo que me ata al mundo”; “Con ella he llegado a apresar, al fin, una verdad suficiente para vivir cada día”.
Certidumbre y pasión amorosa que se encamina a un clásico final trágico y evanescente, cuando las coyunturas que se urden en la cumbre del Imperio lo distancian para siempre de su amada. No le queda más remedio que cumplir como todo un héroe por los cuatro costados: orquesta una batalla que lo conducirá, con celeridad, al silencio honorable y redentor de la muerte.
Algo parecido ocurre en “El último rostro”, el cuento que incitó a Gabriel García Márquez a escribir la novela El general en su laberinto (Diana, México, 1989). Guiado por el coronel Napierski, el lector asiste a Pie de la Popa, “una fortaleza que antaño fuera convento de monjas”, donde Simón Bolívar, el Libertador y héroe marmóreo de cinco naciones, vive sus últimos días mientras da cuenta de su desencanto ante las ruindades, intrigas y traiciones que definen “lo irremisible y propio de toda condición humana”; lo cual se puede resumir con sus propias palabras:
(Diana, México, 1989)
       “¡Qué poco han valido todos los años de batallar, ordenar, sufrir, gobernar, construir, para terminar acosado por los mismos imbéciles de siempre, los astutos políticos con alma de peluquero y trucos de notario que saben matar y seguir sonriendo y adulando!”

Sólo el amor que llega oculto en una carta que le envía una ecuatoriana que otrora lo amó y salvó su vida, lo anima por unos instantes y hace reverberar la juventud de su moribundo corazón.
“Antes de que cante el gallo”, el tercer cuento, parodia el surgimiento de Jesús y los doce apóstoles. La narración, situada en un contexto entonces y todavía actual, portuario y latinoamericano, expone dos asuntos entretejidos.
Uno es la infamia (delirante y esquizofrénica) del Maestro y sus discípulos (una secta pseudorreligiosa) cifrada en la siguiente frase con que el heresiarca fustiga y amonesta a sus acólitos (y que ineludiblemente lo implica y refleja): “Todos son unos cerdos que siguen revolcándose en la inmundicia en que nacieron”.
El otro es el hecho de que retornan a un puerto sitiado por una mafia que controla todos los poderes: la alcaldía, la policía, las compañías navieras, que vigila y observa las juntas e impide las manifestaciones, y que ha impuesto líderes sindicales vendidos a los patrones mercantes; la cual, para intimidar y disuadir a las avanzadas extremistas y la agitación de los trabajadores, no duda en hacer uso de la secta en calidad de chivos expiatorios.
Cuando la policía, con saña y sadismo, tortura al Maestro (cuya psicosis y egocentrismo lo obligan a convertirse en mártir), éste refrenda ante Pedro, su discípulo preferido, que lo negaría tres veces antes de que cantara el gallo.
Y “Sharaya”, el cuarto cuento que cierra el presente libro de Álvaro Mutis, narra, en forma alterna, el último monólogo interior del Santón de Jandripur (especie de pueblo hindú) y el sangriento arribo de un ejército invasor.
El monólogo del Santón, a imagen y semejanza de los invisibles y fugaces rescoldos de un solipsista que se “sueña descubriendo las pistas secretas de su destino”, hace evidente su anquilosamiento, estrechez y oquedad (“Un tiempo sin cauce como un grito sin voz en el blanco vacío de la nada. Lo llaman vida, presos en sus propias fronteras”), escepticismo (“eres tan miserable y tan pobre como ellos”) e incurable y laberíntica desesperanza (“Ellos mismos traen un nuevo caos que también mata y una nueva injusticia que también convoca a la miseria”).
Así, tanto su largo y lento suicidio-meditación, como la carencia de escrúpulos de los soldados que lo asesinan y de la mujerzuela que fornica con ellos, y el olvido al que lo arrinconara la avaricia e hipocresía del pueblo, no son más que imperceptibles e infinitesimales pedúnculos umbelíferos que corrieron, se propagaron y fundieron como el polvo “por el piso indiferente del pobre astro muerto viajero en la nada circular del vacío que arde impasible para siempre para siempre para siempre”.


Álvaro Mutis, El último rostro. Colección Libros del Tiempo núm. 14, Ediciones Siruela. Madrid, 1990. 106 pp.