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domingo, 1 de marzo de 2020

¿Quién mató a Palomino Molero?



Él cantaba boleros

En 1986 el peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936) publicó dos títulos de ficción editados por Seix Barral en la serie Biblioteca Breve: La Chunga y ¿Quién mató a Palomino Molero?, libros en los que están presentes “los inconquistables” de Piura: Lituma, José y el Mono (mangaches del barrio de La Mangachería) y Josefino (gallinazo del barrio de La Gallinacera), personajes recurrentes en la obra del autor (sobre todo Lituma), surgidos en La casa verde (Biblioteca Formentor, Seix Barral, 1965).


Mario Vargas Llosa observando su retrato pintado por Botero
En el libreto teatral La Chunga es 1945 y “los inconquistables” se hallan en el barcito de la mujer que le da título a la obra y en buena medida especulan y divagan en torno a la desaparición de Meche, una atractiva trigueña que otrora, para continuar una partida de dados, Josefino dejó empeñada con la Chunga. En la novela ¿Quién mató a Palomino Molero? es 1954 y en su mayor parte ocurre en Talara, un pueblito frente al mar (a no muchos kilómetros de Piura), y “los inconquistables”, si bien son evocados por Lituma a lo largo de las páginas (incluso recuerda a Meche), sólo son protagonistas al inicio del segundo capítulo, en el barcito de la Chunga; estancia que sin embargo resulta trascendente en el decurso de la novela, pues en ese breve viaje de ida y vuelta en un día franco que Lituma (vestido de policía) hizo de Talara a Piura, es donde éste inicia las pesquisas, cuyos indicios encontrados allí, en Talara, llevarán hacia la resolución del crimen anunciado en el título.

(Seix Barral, México, 1986)
Si La Chunga está dedicada por el autor “A Patricia Pinilla”, ¿Quién mató a Palomino Molero? se la brindó “A José Miguel Oviedo”, el primer crítico literario que escribió un libro sobre el arequipeño: Mario Vargas Llosa. La invención de una realidad (Barral Editores, 1970), perdurable amigo que fue su condiscípulo los tres años que estudió en el católico colegio La Salle, en Lima, entre 1947 y 1950, donde, por cierto, según narra en sus memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993), tuvo entre sus maestros a un cura: “El Hermano Leoncio, nuestro profesor de sexto de primaria, un francés colorado y sesentón, bastante cascarrabias [...]”, que “nos hacía aprendernos de memoria poesías de fray Luis de León [...]”; cuyo conato pedófilo evoca los multiplicados casos de pederastia que infestan a las legiones de sacerdotes católicos en toda la aldea global: 


Mario Vargas Llosa
“No pude ir a recoger la libreta de notas, ese fin de año de 1948, por alguna razón [apunta Mario Vargas Llosa entre las páginas 75 y 76]. Fui al día siguiente. El colegio estaba sin alumnos. Me entregaron mi libreta en la dirección y ya partía cuando apareció el Hermano Leoncio, muy risueño. Me preguntó por mis notas y mis planes para las vacaciones. Pese a su fama de viejito cascarrabias, al Hermano Leoncio, que solía darnos un coscacho cuando nos portábamos mal, todos lo queríamos, por su figura pintoresca, su cara colorada, su rulo saltarín y su español afrancesado. Me comía a preguntas, sin darme un intervalo para despedirme, y de pronto me dijo que quería mostrarme algo y que viniera con él. Me llevó hasta el último piso del colegio, donde los Hermanos tenían sus habitaciones, un lugar al que los alumnos nunca subíamos. Abrió una puerta y era su dormitorio: una pequeña cámara con una cama, un ropero, una mesita de trabajo, y en las paredes estampas religiosas y fotos. Lo notaba muy excitado, hablando de prisa, sobre el pecado, el demonio o algo así, a la vez que escarbaba en su ropero. Comencé a sentirme incómodo. Por fin sacó un alto de revistas y me las alcanzó. La primera que abrí se llamaba Vea y estaba llena de mujeres desnudas. Sentí gran sorpresa, mezclada con vergüenza. No me atrevía a alzar la cabeza, ni a responder, pues, hablando siempre de manera atropellada, el Hermano Leoncio se me había acercado, me preguntaba si conocía esas revistas, si yo y mis amigos las comprábamos y las hojeábamos a solas. Y, de pronto, sentí su mano en mi bragueta. Trataba de abrírmela a la vez que, con torpeza, por encima del pantalón me frotaba el pene. Recuerdo su cara congestionada, su voz trémula, un hilito de baba en su boca. A él yo no le tenía miedo, como a mi papá. Empecé a gritar ‘¡Suélteme, suélteme!’ con todas mis fuerzas y el Hermano, en un instante, pasó de colorado a lívido. Me abrió la puerta y murmuró algo como ‘pero por qué te asustas’. Salí corriendo hasta la calle.
“¡Pobre Hermano Leoncio! Qué vergüenza pasaría también él, luego del episodio. Al año siguiente, el último que estuve en La Salle, cuando me lo cruzaba en el patio, sus ojos me evitaban y había incomodidad en su cara.
“A partir de entonces, de una manera gradual, fui dejando de interesarme en la religión y en Dios […]”


(Seix Barral, México, 1986)
  A imagen y semejanza de innumerables thrillers fílmicos y narraciones policiales, ¿Quién mató a Palomino Molero?, la novela de Mario Vargas Llosa, comienza con la espeluznante descripción del cadáver recién descubierto por un churre pastor (“en el camino a Lobitos”, no muy lejos de Talara): ahorcado y ensartado por el culo en un árbol, con quemaduras de cigarrillos y casi castrado. En este sentido, se lee al inicio de la primera página:
    “-Jijunagrandísimas -balbuceó Lituma, sintiendo que iba a vomitar-. Cómo te dejaron flaquito-.
    “El muchacho estaba a la vez ahorcado  y ensartado en el viejo algarrobo, en una postura tan absurda que más parecía un espantapájaros o un No Carnavalón despatarrado que un cadáver. Antes o después de matarlo lo habían hecho trizas, con un ensañamiento sin límites: tenía la nariz y la boca rajadas, coágulos de sangre seca, moretones y desgarrones, quemaduras de cigarrillo, y como si no fuera bastante, Lituma comprendió que también habían tratado de caparlo, porque los huevos le colgaban hasta la entrepierna. Estaba descalzo, desnudo de la cintura para abajo, con una camisita hecha jirones. Era joven, delgado, morenito y huesudo. En el dédalo de moscas que revoloteaban alrededor de su cara relucían sus pelos, negros y ensortijados. Las cabras del churre remoloneaban en torno, escarbando los pedruscos del descampado en busca de alimentos y a Lituma se le ocurrió que en cualquier momento empezarían a mordisquear los pies del cadáver.
    Del muerto se ignora todo: identidad y actividades, y por ende: las posibles causas del crimen. No obstante, lo primero que se desvela, in situ, es que era “un piruanito que cantaba boleros”.
     Quienes se empeñan en resolver el caso son dos cachacos, dos policías del Puesto de la Guardia Civil de Talara: el Teniente Silva y el guarda Lituma, personajes que, curiosamente, en Historia de Mayta (Seix Barral, 1984), en los papeles del Teniente Silva y el Cabo Lituma, encabezan, en 1958, a un grupo de guardias civiles de Huancayo que arriban a Jauja para aprender, y quizá ultimar, al patético grupo de insurrectos (cuatro adultos y siete adolescentes) que han iniciado (los policías lo ignoran) la primera intentona de hacer la revolución comunista en el Perú y en América Latina, a quienes logran acosar y derrotar en la quebradita de Huayjaco.
En ¿Quién mató a Palomino Molero? prolifera el suspense y la intriga, signada por una serie de giros sorpresivos. Así, el lector no tarda mucho en enterarse de ciertos datos personales de Palomino Molero; por ejemplo, que en Piura vivía con su madre en el barrio de Castilla; que era guitarrista y cantor de boleros con una voz seductora para las féminas; que nació “el 13 de febrero de 1936”; que “comenzó a servir en la Base Aérea de Talara el 15 de enero de 1954”; que desapareció “la noche del 23 al 24 de marzo” de tal año”; y que luego de gozar de un día franco rápidamente se le declaró desertor; que pese a ser cholo y humilde se enamoró, en Piura, de Alicia Mindreau, una petulante blanquita, hija del altivo Coronel Mindreau, nada menos que el Jefe de la Base Aérea de Talara; y que en su vil y sádico asesinato descuellan éste y el Teniente Ricardo Dufó, quien era el desdeñado y manipulable “novio oficial” de la susodicha. Pero las sucesivas y mórbidas revelaciones que sorprenden al Teniente Silva y al guarda Lituma, matizan y agudizan el meollo, hacen más complejo, paradójico y psicótico el intríngulis y el entramado, y a la postre esto deriva en otro artero asesinato y un sonoro suicidio. 
En tal urdimbre, y no obstante las atrocidades, impera la amenidad narrativa de Mario Vargas Llosa y sus tratamientos lúdicos; por ejemplo, en el uso de piruanismos y vulgarismos extirpados del habla popular; en el desglose del vínculo amistoso y campechano que se da entre el Teniente Silva y el guarda Lituma; en el picaresco y lujurioso empecinamiento del Teniente Silva por tirarse a la matrona de la fondita donde suelen comer (una gorda mayor que él, casada con un viejo pescador y con hijos que ya trabajan); en las cavilaciones, fobias e inseguridades del guarda Lituma, quien a todas luces aún es novato y aprendiz del Teniente Silva; e incluso en los desmanes y ridiculeces en que incurre el tenientito Dufó, ebrio, en el burdelito del Chino Liau y cuando en la playa tal beodo es interrogado por el par de policías.


Un vagabundo del alba y Mario Vargas Llosa
Foto que se aprecia en el estuche que resguarda el Volumen VI de sus
Obras completas, Ensayos literarios I
(Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores, Barcelona, 2005)
Y al unísono en toda la novela se trasmina la mirada crítica del autor. “Áspera verdad: la materia prima de la literatura no es la felicidad sino la infelicidad humana, y los escritores, como los buitres, se alimentan de carroña”, dijo en Historia secreta de una novela (Tusquets Editor, 1971). Por ejemplo, en la contaminación del entorno originada por la International Petroleum Company; en los relatos, anécdotas y detalles que dan cuenta de la extrema pobreza y del rezago de la mayoría de los habitantes (en Talara, Piura y Amotape); en la segregación racial y clasista que separa y contrapone a los lugareños de las zonas reservadas donde viven los gringos y los oficiales de la Base Aérea; en el fuero militar (ídem impunidad) que hace intocables a los milicos; en la subestimación y displicencia de los oficiales de la aviación hacia los guardias civiles; en el consabido lugar común de que “los peces gordos” (los hombres del poder, ídem la mafia) pueden no resolver o manipular un crimen; y en el relevante hecho de que entre los móviles del sádico asesinato de Palomino Molero sobresalen, a imagen y semejanza de una hedionda pus, los arraigados prejuicios xenófobos con que los blancos menosprecian y maltratan a los cholos.   


Mario Vargas Llosa, ¿Quién mató a Palomino Molero? Biblioteca Breve, Seix Barral. 1ª reimpresión mexicana. México, junio de 1986. 190 pp.


Vientos de Cuaresma




No hay más remedio que acostumbrarse al fracaso

Firmada en “Mantilla, 1992”, Vientos de Cuaresma, novela del cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), obtuvo en Cuba, en 1993, el Premio Nacional de Novela “Cirilo Villaverde” otorgado por la UNEAC (Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba). Y Tusquets Editores la publicó en Barcelona, en marzo de 2001, con el número 434 de la Colección Andanzas. Fue (y es) su cuarto libro publicado por tal prestigiosa editorial con el que completó la tetralogía de novelas policiales “Las cuatro estaciones” (ubicadas en La Habana) protagonizadas por el teniente investigador Mario Conde. En este sentido, Vientos de Cuaresma (2001) se sucede en la “Primavera de 1989”, Máscaras (1997) en el “Verano de 1989”, Paisaje de otoño (1998) en el “Otoño de 1989” y Pasado perfecto (2000) en el “Invierno de 1989”. Célebre tetralogía adaptada a una miniserie televisiva o cinematográfica titulada Cuatro estaciones en La Habana (2016), dirigida por Félix Viscarret, con guion del propio Leonardo Padura y de su esposa Lucía López Coll, la cual se puede apreciar online en la plataforma Netflix.
     
Leonardo Padura y Lucía López Coll
         Vale añadir que a estas alturas del siglo XXI, Tusquets Editores ha publicado en la Colección Andanzas otras cinco novelas policiales del prolífico Leonardo Padura (Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015) en las que el protagonista es el mismo Mario Conde: 
La neblina del ayer (2005), Adiós, Hemingway (2006), La cola de la serpiente (2011), Herejes (2013) y La transparencia del deseo (2018).  Conjunto al que se añaden: La novela de mi vida (2002), sobre la biografía del poeta cubano José María Heredia (1803-1839); El hombre que amaba a los perros (2009)sobre el exilio y el asesinato de León Trotsky (1879-1940); el libro de cuentos Aquello estaba deseando ocurrir (2015); y la novela El regreso a Ítaca (2016), escrita a cuatro manos con el cineasta francés Laurent Cantet (Melle, 1961); una obra que noveliza el guión de la homónima película, urdido por ambos (con algunos parlamentos de La novela de mi vida) y dirigida por Cantet, estrenada en el Festival Internacional de Cine de Venecia de 2014, donde “ganó el Premio de los Días de Venecia”, y luego fue “Fue proyectada en la sección de Presentaciones Especiales del Festival de Cine Internacional de Toronto 2014”. A todo ello se suma el libro ensayístico, memorioso y autobiográfico (también publicado por Tusquets): Agua por todas partes (2019).


(Tusquets, Barcelona, 2001)
Pese a los recurrentes episodios eróticos y culinarios, a la lúdica ironía y a la procacidad coloquial, a la íntima disección idiosincrásica y a la proverbial desfachatez de Mario Conde (que comparte con sus compinches de siempre, en particular con el Flaco Carlos, condenado a una silla de ruedas), Vientos de Cuaresma es una novela melancólica, repleta de un existencial pesimismo, que linda, boga o hace agua en los hediondos y anquilosados miasmas del fracaso. 
Una vertiente narrativa oscila en torno al esclarecimiento del crimen, cuya investigación policial encabezan el teniente Mario Conde y su adjunto el sargento Manuel Palacios. Se trata de descubrir quién mató a Lissette Núñez Delgado y por qué. Lissette, quien aún no cumplía 25 años, era una profesora de química en el Pre de La Víbora (el mismo Pre donde el Conde y sus compinches de siempre estudiaron “entre 1972 y 1975”). Según le informa a Mario Conde el mayor Rangel, el jefe de la Central de Investigaciones Criminales, Lissette era soltera y militante de la Juventud Comunista (con un notable e impoluto currículum); “la asfixiaron con una toalla, pero antes le dieron golpes de todos los colores, le fracturaron una costilla y dos falanges de un dedo y la violaron al menos dos hombres. No se llevaron nada de valor, aparentemente: ni ropa, ni equipos eléctricos... Y en el agua del inodoro de la casa aparecieron fibras de un cigarro de marihuana.” Y según se lee en la página 36, “En la casa [un cómodo departamento en el cuarto piso de un edificio de Santos Suárez] habían aparecido huellas frescas de cinco personas, sin contar a la muchacha, pero ninguna estaba registrada. Sólo el vecino del tercer piso había dicho algo ligeramente útil: escuchó música y sintió las pisadas rítmicas de un baile la noche de la muerte, el 19 de marzo de 1989.” 
A tales latitudes de la novela —que aún son las iniciales—, tal fecha incide en que el lector conjeture las fechas de los consecutivos días, no precisadas por el autor, pues el crimen se resuelve en una semana. En la página 102 el teniente Mario Conde le afirma a Pupy (Pedro Ordónez Martell), uno de los investigados: “A Lissette la mataron el martes”. Y por ende, considerando la citada fecha, se da por entendido que fue el martes 19 de marzo de 1989. De nuevo, sin precisar, el Conde le comenta al sargento Manuel Palacios que el crimen fue “el martes por la noche”. Pero hasta la página 145 se dice que fue el “martes 18”. Y a partir de la página 202, a punto de desvelar al asesino, se reitera y repite tal cambio de fecha: “Lissette fue asesinada el martes 18, alrededor de las doce de la noche”. 


Leonardo Padura
Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015
Siendo tal la flagrante contradicción y la reiteración del cambio de fecha, al lector no le queda más que optar porque el crimen ocurrió el martes 18 y no el martes 19. En este sentido, el tiempo presente de la novela (dividida en siete capítulos sin rótulos) transcurre entre el Miércoles de Ceniza, es decir, el 19 de marzo de 1989, día del inicio de la Cuaresma, (cuando el Conde conoce a Karina, una ingeniera de 28 años), y el siguiente martes 25, día del entierro del capitán Jorrín y de los últimos puntos sobre las íes en torno al trasfondo del asesinato. Más dos o tres días después, cuando, luego de haber ido a presenciar un catártico juego de béisbol con sus compinches de siempre (el Flaco Carlos, Andrés y el Conejo), el Conde, ya en su casa y en la cama, se sumerge en un sueño que reitera y varía el meollo de su recurrente y frustrado sueño guajiro: “soñó que vivía frente al mar, en una casa de madera y tejas [donde siempre se ve escribiendo, él, que es un escritor frustrado] y que amaba a una mujer de pelo rojo y senos pequeños [que corporificó la fugaz Karina], con la piel tostada por el sol. En el sueño siempre veía el mar como a contraluz, dorado y agradecido. En la casa asaban un pez rojo y brillante, que olía como el mar, y hacían el amor bajo la ducha, que de pronto desaparecía para dejarlos sobre la arena, amándose más, hasta quedar dormidos y soñar entonces que la felicidad era posible. Fue un sueño largo, asordinado y nítido, del que despertó sin sobresaltos, cuando la luz del sol volvía a entrar por su ventana.”
Vale decir que el caso del asesinato de la profesora Lissette no destapa, al interior del Pre de La Víbora, una amplia urdimbre de descomposición sistémica (más allá de las aulas) semejante a la que rememora el Conde de su época de estudiante y que él y otros alumnos apodaron “Waterpre” (lúdico parafraseo al sonoro escándalo que suscitó, el 8 de agosto de 1974, la caída del presidente Richard Nixon), pero sí hay visos de una cómplice y promiscua permisividad, coronada por la corrupción de ciertos alumnos. Es decir, Lissette, pese a su imagen e inmaculado currículum de militante de la Juventud Comunista, es una libertina y una interesada negociadora en cierto mercado negro: lo mismo se acuesta con uno de sus amantes para obtener unos tenis o con el director para conseguir impunidad ante ciertas corruptelas a ojos vistas; le gusta toquetear a los estudiantes y hacer fiestas con ellos en su departamento en el cuarto piso del edificio de Santos Suárez y llevarse a alguno a la cama; se embriaga y baila allí en su departamento y no le importa el ruido y el respeto a sus inmediatos vecinos. La cereza del pastel, no obstante, no la protagoniza el director o alguno de los maestros, sino el alumno que “vendía a cinco pesos la respuesta de los exámenes”, empeñado en que Lissette le consiguiera “los exámenes de física y matemáticas”.
El Miércoles de Ceniza —un día antes de que el Conde se entere por el mayor Rangel y empiece a investigar el caso del asesinato de Lissette—, se sucede el citado encuentro con Karina, a quien conoce porque a ella se le pincha una llanta de su Fiat polaco y, con torpeza, la auxilia. Karina, quien además de ingeniera toca el saxo, se va a Matanzas para cumplir una tarea en una fábrica de fertilizantes y acuerdan verse el viernes a su regreso. El Conde queda flechado: desde el inicio de los “tres días de espera” se imagina “todo: matrimonio y niños incluidos, pasando, como etapa previa, por actos amatorios en camas, playas, hierbazales tropicales y prados británicos, hoteles de diversos estrellatos, noches con y sin luna, amaneceres y Fiats polacos, y después, todavía desnuda, la veía colocarse el saxo entre las piernas y chupar la boquilla, para atacar una melodía pastosa, dorada y tibia. No podía hacer otra cosa que imaginar y esperar, y masturbarse cuando la imagen de Karina, saxofón en ristre, resultaba insoportablemente erógena”.
En este sentido, la otra vertiente narrativa de Vientos de Cuaresma discurre en torno a la espera de Karina (y los dos encuentros sexuales que tiene con ella: el sábado 23 y el domingo 24), imbricada a la interacción del Conde con su orbe doméstico y cotidiano, sobre todo con el Flaco Carlos en silla de ruedas desde lo balearon en la Guerra de Angola (1975-1991) y las comilonas que para ambos prepara Josefina, la madre de su compinche. Pero también figuran Andrés (médico), el Conejo (historiador), y Candito el Rojo (zapatero, quien ha sido y es su secreto informante), más las íntimas evocaciones de su genealogía y biografía. Y es allí donde descuella su recurrente sueño guajiro: “Se conformaba, entonces, con soñar —sabiendo que sólo soñaba— que alguna vez viviría frente al mar, en una casa de madera y tejas siempre expuesta al olor de la sal. En aquella casa escribiría un libro —una historia simple y conmovedora sobre la amistad y el amor— y dedicaría las tardes, después de la siesta —que tampoco había escapado a sus cálculos— en el largo portal abierto a las brisas y terrales, a lanzar cordeles al agua y a pensar, como ahora, con las olas batiéndole los tobillos, en los misterios de la mar.”
El lunes 25, Mario Conde espera ansioso el telefonema de Karina (“Estoy asquerosamente enamorado”); pero ésta no lo hace y él, en el entorno de la cercana casa de la madre de ella, observa la ausencia del Fiat polaco. El martes 26, luego de desvelar la identidad del asesino de Lissette, el Conde la halla en casa de su progenitora y Karina le revela el trasfondo de su ausencia: tiene marido y vuelve a él. Es decir, Karina es otra variante de la “alegre buscona de fines del siglo XX”, quien además de enfatizarle: “Me sentía sola, me caíste bien, me hacía falta acostarme con un hombre”, le reprocha: “Te enamoras”.
El Conde, vil perro apaleado, todavía dice: “Llámame alguna vez”. No obstante, “Piensa que no hay más remedio que acostumbrarse al fracaso”.
El teniente investigador Mario Conde, con 35 años de edad y estudios universitarios truncos, sin mujer y sin hijos (vive solo con un autista y solitario pez recluido en su circular pecera), fumador empedernido, bebedor voraz que ronda el alcoholismo (suicida vicio que comparte con el Flaco Carlos, preso en la silla de ruedas desde hace una década), coincidiendo con la muerte del capitán Jorrín (decano de la Central, quien era su estimado amigo) y con la bronca callejera que tuvo con el teniente Fabricio (motivo por lo que el mayor Rangel, tras resolver el caso de Lissette, lo suspende en espera de la comisión disciplinaria y del proceso), piensa que su ciclo en la policía ya concluyó: “Quiero irme de aquí —dijo, y abrió las manos para abarcar el espacio que lo agredía”. 


Leonardo Padura
(La Habana, octubre 9 de 1955)
Si tales son los resumidos rasgos de un fracaso individual e íntimo (siente que su destino está ligado al incierto destino del Flaco Carlos y su madre Josefina), está inextricablemente inmerso en el fracaso social, político y económico de su generación y del régimen autoritario que gobierna Cuba en 1989. El Conde —que borracho se ve atosigado por la angustia de un triste llanto sin control— no se opone al statu quo (que traza los estertores del “socialismo” dictatorial dependiente de la hegemonía de la URSS) ni busca huir de la isla, pese a la falta de libertades, a su inveterada pobreza y a que en su fuero interno cuestione muchas anomalías. En este sentido, la conciencia autocrítica del grupo la formula Andrés (“el perfecto, el inteligente, el equilibrado, el triunfador”) en una perorata que es un doméstico deshago verbal ante sus compinches de siempre: “Carlos: estás jodido, te jodieron. Y yo que camino también estoy jodido: no fui pelotero, soy un médico del montón en un hospital del montón, me casé con una mujer que también es del montón y trabaja en una oficina de mierda donde se llenan papeles de mierda para que se limpien con ellos otras oficinas de mierda...”


Leonardo Padura, Vientos de Cuaresma. Colección Andanzas (438), Tusquets Editores. Barcelona, marzo de 2001. 232 pp.

Adiós, muñeca



Tenía el corazón tan grande 
como las caderas de Mae West

Con traducción del inglés al español de César Aira y Juan Manuel Ibeas y con dispersas erratas —por ejemplo en la página 283 el apellido del entonces popular Philo Vance, el detective privado creado en 1920 por S.S. Van Dine, pseudónimo del novelista y crítico de arte Willard Huntington Wright (1888-1939), figura como “Vanee”—, la presente edición de Adiós, muñeca (1940) impresa en México por Debolsillo en mayo de 2014 —quizá la novela negra más célebre del norteamericano Raymond Chandler (1888-1959)—, incluye, en la postrera sección “Extra”, “los tres relatos pulp, publicados en las revistas Black Mask y Dime Detective, que Chandler canibalizó para escribir la novela: ‘El hombre que amaba a los perros’ (1936), ‘Busquen a la chica’ (1937) y ‘El jade del mandarín’ (1937)”. En este sentido, la previa lectura de los tres cuentos permite observar y comparar las anécdotas, las frases, los nombres y las características de los personajes que el autor transcribió, reescribió o varió en la urdiembre de su novela Adiós, muñeca (adaptada al cine en una homónima película de 1975 dirigida por Dick Richards y con Robert Mitchum en el papel de Philip Marlowe). Sin embargo, el rasgo más relevante y trascendente es la segunda aparición del detective privado Philip Marlowe, protagonista de El sueño eterno (1939), su primera novela ubicada en Hollywood y en Los Ángeles, California, pues aunque son casi idénticos y los ámbitos geográficos y políticos son los mismos, el detective privado de “El jade del mandarín” se llama John Dalmas, y el detective privado de “El hombre que amaba a los perros” y de “Busquen a la chica” se apellida Carmady, quien también es protagonista en “El telón” (1936), cuento que, junto a “Asesino bajo la lluvia” (1935) —en éste el detective sin nombre podría ser John Dalmas—, son “los dos relatos pulp, publicados en la revista Black Mask, que Chandler canibalizó para escribir” su citada novela El sueño eterno.
(Debolsillo, México, junio de 2014)
  Narrada en primera persona y repleta de lúdica ironía y burlona mordacidad, Adiós, muñeca comprende 41 capítulos numerados y se sucede en unos cuantos días de 1939 o de 1940. Esto se colige cuando Philip Marlowe, al indagar la identidad del otrora dueño del Florian’s, “un antro de negros” ubicado en la mezclada Central Avenue de Los Ángeles, el negro recepcionista del hotel Sans Souci, “un hotel de negros”, le informa que Mike Florian era el dueño del Florian’s cuando era un antro de blancos, el cual murió en 1934 o en 1935. Y cuando ese mismo día Marlowe visita a la astrosa y alcohólica viuda Jessie Florian, ésta le vocifera que “Hace cinco años que Mike está muerto”.

     Todo inicia el caluroso jueves 30 de marzo, cuando Philip Marlowe se halla en la Central Avenue tratando de encontrar a Dimitrios Aleidis, un peluquero que abandonó a su esposa. Desde la puerta de la peluquería ve que un hombretón de llamativa vestimenta y de casi dos metros (“una tarántula en la papilla de un bebé”) observa el anuncio de neón del Florian’s (“como un saludable inmigrante viendo por primera vez la estatua de la Libertad”). Luego de que el gigantón entra por la puerta que da a la escalera, sale expulsado en volandas un atildado joven negro que aterriza en la calle; Marlowe, al asomarse, es llevado al piso superior por una manaza del enorme fortachón, cuya súbita presencia suscita el silencio de los negros parroquianos y luego su silenciosa y fantasmal salida del cubil tras la bronca que se desata cuando el negro vigilante le dice que se vaya: “No es para blancos, hermano. Sólo para gente de color. Lo siento.” Pero el hombretón lo que quiere es que le digan ipso facto “dónde está Velma”. Una pelirroja que cantaba allí cuando el antro era de blancos y que iba a casarse con él cuando lo pusieron tras las rejas. Según le dice a Marlowe, él es Moose Malloy y pasó ocho años en la cárcel por “El asunto del banco de Great Bend. Cuatro grandes. Yo solo.” Obnubilado y fúrico en su imperioso reclamo, entra a “la oficina del señor Montgomery”, el jefe del Florian’s, quien no tarda en morir por una bala salida del revólver “Colt del ejército, calibre 45” que Moose Malloy lleva en la mano cuando sale de la oficina de Montgomery y huye antes de que llegue la policía. El caso le toca a Nulty, un teniente detective de la división de la calle Setenta y siete, ante quien declara Marlowe. Por tratarse de otro asesinato de un negro, Nulty preconiza la negligencia racista y la abulia e inoperancia que lo caracteriza. Y por una apuesta casi de honor ante éste, Philip Marlowe se propone hallar a la pelirroja que busca Moose Malloy, porque supone que ella lo llevará a éste.
Raymond Chandler en los estudios de la Paramount (1943)
Foto: Ralph Crane
  Ese mismo jueves 30 de marzo, Marlowe, cuya diminuta y no muy pulcra oficina se halla en el “615 edificio Cahuenga” en Hollywood Boulevard, recibe una llamada telefónica de un tal Lindsay Marriott, quien lo cita a las 19 horas en su casa de “la calle Cabrillo 4212, Montemar Vista”, privilegiada zona en Bay City. La oscura índole del trabajo se la explica hasta que Marlowe está allí. Por cien dólares (que Marriott le da por adelantado), Marlowe debe acompañarlo sin un arma a un punto cercano (que será fijado con una llamada telefónica que llega pasadas las 22 horas) para pagar ocho mil dólares por el rescate de un valioso collar de jade Fei Tsui (valuado entre 80 y 90 mil dólares) robado, por una banda, a una dama cuya identidad se reserva. El sitio elegido, no muy lejos de Montemar Vista, es en los bajos del cañón de la Purissima, donde huele a mar y se observan en lo alto de un acantilado las luces del Club de Playa Belvedere. En los instantes en que Marlowe busca la presencia de los ladrones que recibirán el pago, alguien lo golea en la nuca con una porra y queda inconsciente. Cuando recupera el sentido, no tiene el sobre amarillo con los ocho mil dólares, pero aún porta su pistola y su cartera con los cien dólares y el fúnebre auto de Marriott ha desaparecido. Casi de inmediato se acerca, con las luces apagadas, un minúsculo cupé del que desciende una chica empuñando un arma pequeña (“parecía un pequeño Colt automático, de bolsillo”). En el ríspido diálogo que entablan, Philip Marlowe le dice que es detective privado, que lo acaban de golpear; y entre ambos descubren el cuerpo muerto de Lindsay Marriott “con el cerebro por toda la cara”.

En la oficina del capitán del cuartel de policía de Los Ángeles Oeste, Philip Marlowe le da un testimonio parcial a Randall (no le revela la presencia de la joven en la escena del crimen), detective “de la patrulla central de homicidios de Los Ángeles” que investigará el asesinato de Lindsay Marriott y lo que concierne al presunto robo del collar de jade y de los ocho mil dólares y le pide a Marlowe que se mantenga distante de las pesquisas de la policía. 
Al parecer, el asesinato de Lindsay Marriott y la identidad de Velma Valento, la escurridiza pelirroja que busca el ex convicto y asesino Moose Malloy, no tienen nada que ver entre sí. Y así lo parece durante buena parte de la intriga y del suspense de la novela, salpimentada por recurrentes engaños al lector, pistas falsas y giros sorpresivos, y por las escenas de aventura y violencia que confronta Philip Marlowe, ya cuando el viernes 31 de marzo es goleado y vejado en la residencia de Jules Amthor, un estafador, supuesto “consultor psíquico” de clienta adinerada, cuya modernista casona de lujo parece salida de una película de Alejandro Jodorowsky (más aún en la versión de “El jade del mandarín”). Y cuando de allí es sacado a la fuerza por dos duros policías de Bay City (el detective Galbraith y el capitán Blane), quienes lo dejan, inconsciente por otro sorpresivo golpe de porra en la cabeza, en una aparente clínica privada de desintoxicación alcohólica (también en Bay City) que dirige un tal doctor Sonderborg (quizá traficante al menudeo de fármacos y marihuana), donde permanece secuestrado, drogado y alucinando alrededor de 48 horas, y de la cual logra salir la noche del domingo 2 de abril gracias a la astucia con que somete y noquea al supuesto enfermero y custodio, no sin antes observar que allí está escondido, como tranquilo huésped, Moose Malloy.  
Contraportada
  En el decurso de la novela y de la indagación en torno al asesinato de Lindsay Marriott, Anne Riordan, la chica que apareció en la escena del asesinato de éste, trata de involucrarse, como auxiliar, en el trabajo de Philip Marlowe (proclive al trago) e incluso investiga y le brinda pistas y le consigue una entrevista —con vías para que lo contrate— con la dueña del collar de jade: la señora Grayle, una atractiva y elegante rubia treintañera, casada desde hace cinco años con Lewin Lockridge Grayle, un anciano acaudalado que tolera sus infidelidades y su inclinación por el whisky y sus salidas nocturnas, quien era dueño de la emisora de radio KFDK, en Beverly Hills, donde se conocieron, y donde Lindsay Marriott era locutor y por ende era amigo de la señora Grayle. No obstante, según le revela al detective, Marriott “era un chantajista de clase”, “vivía de las mujeres”.  

Jessie Florian y Philip Marlowe
(Sylvia Miles y Robert Mitchum)
Fotograma de Adiós, muñeca (1975)
       El lunes 3 de abril, el detective Randall visita a Philip Marlowe en su departamento y ambos descubren que la viuda Jessie Florian, cuya andrajosa y sucia casa estaba sobrevaluada con un crédito impagado a Lindsay Marriott, fue asesinada en la recámara de su casa por Moose Malloy la noche del domingo. Y pese a que Randall le vuelve a repetir a Marlowe que no se meta en los asuntos de la policía, su olfato, las omisiones y los fragmentos de datos obtenidos de Randall, de John Wax, jefe de la policía de Bay City (donde prolifera la corrupción), y del detective Galbraith, lo inducen a introducirse en el Montecito, uno de los dos casinos flotantes (un par de barcos ubicados más allá de la jurisdicción territorial de Bay City y con bandera panameña), cuyo dueño, el rico y mafioso tahúr Laird Brunette, también es propietario del Club de Playa Belvedere, y de quien se dice “puso treinta mil para la elección del alcalde” y dizque es quien manda en Bay City. Su primer intento, a través de un taxi acuático, fracasa porque el matón que lo cachea en la entrada del casino flotante descubre su pistola. En las inmediaciones del embarcadero, Red Norgaard, un hombretón pelirrojo y bonachón, que dice ser ex policía, le ofrece llevarlo a hurtadillas e indicarle cómo entrar al Montecito de manera clandestina. Por 25 dólares lo hace. Y ya abordo y luego de sortear la tensión de los vigilantes armados, Marlowe habla con Laird Brunette. Éste no le niega ni le afirma la presencia de Moose Malloy, pero promete entregarle la nota que Marlowe le deja en una de sus tarjetas, que, se infiere, alude a Velma Valente, a quien la vieja Jessie Florian creía muerta en Dalhart, Texas, por “un resfriado que se le fue a los pulmones”, pero de quien guardaba en un baúl, dentro de un sobre especial, una foto donde se observa a una atractiva cabaretera disfrazada “de Pierrot de la cintura para arriba”, y de la cintura para abajo “sólo piernas, y piernas muy bien formadas”.

       
El detective Philip Marlowe
(Robert Mitchum)
Fotograma de Adiós, muñeca (1975)
       Ya en su departamento, cerca de las 22 horas de ese mismo lunes 3 de abril, Marlowe llama al número telefónico de la señora Grayle en su mansión de Bay City (con quien bebió whisky escocés y tuvo un erótico agasajo el viernes 31 de marzo que lo contrató para dizque dar con el collar de jade y por ende con la banda de ladrones de joyas). Antes de que la señora Grayle llegue, abre la puerta del edificio y la puerta de su departamento, se baña, se pone el pijama, se acuesta, se duerme y sueña. Y quien lo despierta no es la fémina, sino Moose Malloy empuñando el revólver Colt calibre 45; pero entablan un diálogo con visos de completar lo que le escribió en la nota que le dejó en el 
Montecito. La conversación es interrumpida por la llegada de la señora Grayle, quien habla con Marlowe mientras Malloy escucha oculto en el vestidor.
Raymond Chandler
        Vale decir que, a imagen y semejanza del buen detective de factura novelesca y fílmica, es por el olfato de sabueso de Philip Marlowe y por su inextricable inteligencia deductiva y capacidad para raciocinar en silencio y en voz alta, por lo que logra atar los cabos e inferir los entresijos del meollo de la intriga y servir los delitos en bandeja de plata (pinchos delicatessen para saciar al lector y a la seducida Anne Riordan), pese a ciertos hilos sueltos y a que el crimen que ocurre en su departamento no sea premeditado y se le escape de las manos. Al unísono de todo el embrollo, la trama se mueve en un contexto social, político, atávico y prejuicioso donde impera la discriminación y el sometimiento de la raza negra, la supremacía de los blancos, la minusvalía del mexicano, la corrupción policíaca y de la autoridad pública, y el poder de la clase alta y de los adinerados para incidir en las decisiones políticas y en la administración de la justicia.





Raymond Chandler, Adiós, muñeca. Seguida de los cuentos “El hombre que amaba a los perros”, “Busquen a la chica” y “El jade del mandarín”. Traducción del inglés al español de César Aira y Juan Manuel Ibeas. Serie Contemporánea, Debolsillo/Random House. México, junio de 2014. 472 pp. 


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jueves, 13 de febrero de 2020

Misión Olvido

Memoria de una piedra sepultada entre ortigas



I de IV
En “marzo de 2013” se imprimió en México la segunda edición de Misión Olvido, la segunda novela de la escritora española María Dueñas (Puertollano, Ciudad Real, 1964) editada por el consorcio Planeta en Temas de Hoy, cuyas ediciones príncipes en España y en México datan de “septiembre de 2012”. Dividida en 45 capítulos (más los postreros “Agradecimientos”), Misión Olvido apareció bajo la impronta del globalizado boom de su primer best seller, de ahí que en el faldón de la portada se lea: “Vuelve la autora de EL TIEMPO ENTRE COSTURAS”.
     
(Temas de Hoy, 2013)
       Repleta de intriga y suspense, Misión Olvido es una novela de desamor y amor, y por ello,  pese a las minucias librescas, literarias, sociológicas e históricas, y a los entresijos de culterano entertainment, no está exenta de dosis patéticas, melodrama televisivo, sentimentalismo y cargas lacrimógenas. En el puzle de la trama se desarrollan tres vertientes narrativas. Una, narrada con una voz omnisciente, corresponde al español Andrés Fontana, un oscuro profesor de literatura que se quedó varado y asentado en Estados Unidos de América tras estallar en España la sangrienta y destructiva Guerra Civil (1936-1939), fallecido a los 56 años el 17 de mayo de 1969 cuando impartía clases en la pequeña Universidad de Santa Cecilia, un pueblo cercano a Sonoma, California. Otra, contada también por una voz omnisciente, corresponde al norteamericano Daniel Carter, un reputado hispanista en su país, otrora alumno del profesor Fontana en la Universidad de Pittsburg y trotamundos en la España franquista de fines de los años 50, quien en el último trimestre de 1999 tiene 64 años de edad. Y la otra, que es la vertiente principal, le atañe, en primera persona, al pensamiento femenino, a la idiosincrasia y a la voz de la española Blanca Perea, una exitosa profesora universitaria, quien en 1999, entre sus 44 y 45 años de edad, lleva en Madrid “dos décadas” bregando en su “área de trabajo”: “Lingüística aplicada, didáctica de lenguas” y “diseño curricular”. Pero al caerle encima la súbita y dramática ruptura de su matrimonio con un abogado tras casi 25 años de unión y dos hijos varones que inician ya sus vidas de adultos con 22 y 23 años de edad, opta por huir del doloroso y depresivo epicentro y por ello busca la oferta más alejada que fortuitamente se le presente. Según le dice con vaguedad la secretaria que explora en la computadora, se trata de una beca “destinada a gente con menos nivel profesional que tú”; allá en la remota “Universidad de Santa Cecilia, al norte, cerca de San Francisco”; “algo que tiene que ver con una recopilación de documentos, y buscan a alguien de nacionalidad española con grado de doctor en cualquier área de las humanidades”.

Allá cuelga mi vestido (1933)
Óleo y collage sobre masonite de Frida Kahlo
     Tras el largo vuelo que hace, en septiembre de 1999, desde Madrid hasta el aeropuerto de San Francisco, donde la recibe una tal Fanny Stern que retraída en sí misma maneja una camioneta (y que además será su auxiliar de oficina), la doctora Blanca Perea se instala en la Universidad de Santa Cecilia, precisamente en un minúsculo e impersonal departamento para profesores visitantes ubicado en el campus. Y ya en el Departamento de Lenguas Modernas, la secretaria del mismo, Rebecca Cullen, en ausencia del director, le esboza lo que ella poco sabe del oscuro y mediocre trabajo que hará durante tres meses enclaustrada en un estrecho y anacrónico cubículo: “una tarea subvencionada por una entidad privada de reciente creación, la Fundación de Acción Científica para Manuscritos Académicos Filológicos (FACMAF), cuyo objetivo consistía en la clasificación del legado de un antiguo miembro del claustro fallecido décadas atrás.” Quien resulta ser el susodicho y oscuro profesor español Andrés Fontana, cuyos papeles y documentos han permanecido, desde hace 30 años, olvidados, encajados, arrumbados y empolvados en un sombrío rincón del sótano del Guevara Hall. 

Intercalada en el decurso central de la obra, que va de septiembre a diciembre de 1999 sobre todo en Santa Cecilia, la vertiente narrativa que le corresponde al profesor Andrés Fontana bosqueja aspectos de su biografía, desde sus pobrísimos orígenes en un pueblo en el sur de La Mancha, donde era hijo de incultos padres casi analfabetos: él minero, violento, machista, torpe y alcohólico, y ella sirvienta en la ricachona casa de doña Manuelita —su proveedora de libros infantiles y juveniles, quien post mortem financió a cuentagotas, entre 1930 y 1935, sus estudios medios en el Instituto Cardenal Cisneros y los superiores en la Universidad Central de Madrid—, hasta los episodios en que como profesor de la Universidad de Pittsburg, orienta y promueve a su joven y atareado alumno Daniel Carter, primero para que obtenga una beca que le permita terminar sus cursos sin la imperiosa necesidad de trabajar para sobrevivir, y luego para que, con la beca Fulbright, que él le propone, a fines del verano de 1958 viaje a Madrid y explore en territorio español la ruta biográfica, geográfica y narrativa de la vida y obra de Ramón J. Sender, escritor prohibido y condenado por la dictadura franquista, con vías a realizar, al regreso y bajo su tutoría, su tesis doctoral sobre éste. De ahí que el profesor Fontana, que nunca retornó a la mojigata y represiva España de Franco, sentencie a la torera: “¡A ver cómo nos las arreglamos para envainársela a todos sin que se enteren!” 
Retrato de Ramón J. Sender (2015)
Óleo de Alejandro Cabeza
       Mientras que la vertiente que le corresponde al norteamericano Daniel Carter, igualmente entreverada en el decurso capitular de la obra, va de la ruptura paterna en “la pequeña ciudad de Morgantown, West Virginia”, donde creció, pues sus padres: él dentista y ella “una cultivada ama de casa”, esperaban con conservadora y convencional ilusión “Que al término de sus estudios universitarios iniciales” lograría ser “un brillante abogado o un prestigioso cirujano”, quizá egresado de la Universidad de Cornell. Pero él, contra el criterio paterno, se empeñó en formarse en literatura y lengua extranjera. Así que solicitó “una plaza para realizar estudios de posgrado en la Universidad de Pittsburg” y “logró ser aceptado en el programa de Lenguas Clásicas y Modernas”, donde su mentor y promotor fue Andrés Fontana. Y antes de la beca que éste le consiguió, para sostenerse y pagar sus estudios tuvo que emplearse de obrero, “a tiempo parcial”, “en Heinz, la gran fábrica de kétchup, judías cocidas y sopas enlatadas”. Tal vertiente comprende su ida a España a fines del verano de 1958, auspiciado con la beca Fulbright, para seguir los pasos de la vida y obra de Ramón J. Sender, donde tiene por tutor, en la Ciudad Universitaria de Madrid, al “Doctor don Domingo Cabeza de Vaca y Ramírez de Arellano”, un flemático y solemne catedrático (otrora condiscípulo de Andrés Fontana) que tiene toda la pinta y el entorno escenográfico de ser un católico y franquista redomado, autoritario, inflexible y obtuso, que, ante el joven Daniel Carter, a sí mismo se caricaturiza con melancólica ironía: “un Heroico Requeté y Caballero Mutilado por la Noble Causa de Dios, la Patria y los Fueros. Un iluso que no tuvo la suerte de su mentor, se tragó la milonga de la gran cruzada, y no supo quitarse de en medio en el momento oportuno.”    

     Esto es así porque en contraste con su impecable imagen conservadora, rígida y reaccionaria, oculto en su “profesión de medievalista”, Domingo Cabeza de Vaca preserva recuerdos, aprecio y reconocimiento a su antiguo condiscípulo Andrés Fontana, a quien no ve desde 1935. Y como recién ha tenido contacto con él por carta, le dice, luego de sondearlo fingiendo ser un intransigente déspota del establishment: “me he comprometido con Andrés Fontana no solo a actuar como su supervisor nominal para cumplir con los requisitos formales de su beca, señor Carter, sino también a ayudarle verdaderamente en todo lo que esté en mi mano.” En este sentido, además de sincerarse con el joven gringo y de revelarle infaustos detalles de su vida durante la Guerra Civil (“La guerra me arrebató a mi novia, dos hermanos y una pierna”), de su postura de entonces, de su elección académica y de su actual ideario, para que Carter realice su pesquisa sobre la vida y obra del proscrito Ramón J. Sender, y al unísono para burlar la censura franquista, lo apunta en dos clases que él imparte y por ello le dice:
    “Para que cubramos todos los requisitos académicos, le vamos a matricular en dos materias. Una será Paleografía visigoda, con especial atención al Comentario al Apocalipsis de Beato de Liébana. La imparto los lunes, martes y miércoles a las ocho de la mañana. La otra, Análisis comparativo de las Glosas Silenses y Emilianenses. Jueves y viernes, de siete y media a nueve de la noche.” Y ante los balbuceos e incipientes reparos de Carter en su torpe español, quien ya se ve encadenado a la yunta, añade: “Aunque quedará dispensado de asistir a las clases de ambas materias sin menoscabo de obtener en ellas la calificación de sobresaliente si le tengo aquí de vuelta el mes que viene y me cuenta qué tal le ha ido allá por el Alto Aragón.” Es decir, el profesor Cabeza de Vaca le da ala ancha para que vaya y venga por España sin reparos de su parte. Y con su retorcido y mordaz colmillo, para que comprenda y se sumerja con antelación en la provinciana españolidad que campea en los lares y recodos del franquismo, y como si se tratase de un irrebatible y veraz documento sociológico, le recomienda que vea Bienvenido, Míster Marshall, la satírica, paródica y cómica película dirigida por Luis García Berlanga: 
   
     
    “La estrenaron hace unos años, en el 53, si no recuerdo mal. Es divertida y amarga a la vez, desoladora en el fondo. Véala si tiene ocasión y reflexione después. Intente no hacer usted lo mismo que sus compatriotas en el film. Respete a este pueblo, muchacho. No pase por delante de nosotros sin pararse a entender quiénes somos. No se quede en la anécdota, no nos juzgue con simpleza. Confiamos en usted, Daniel Carter. No nos decepcione.”
       Pero el meollo de tal vertiente narrativa y de esa pintoresca estancia en la España franquista de fines de los años 50, no radica en lo que Daniel Carter vive en Madrid (apapachado y alimentado por la misma porteara que otrora le diera cobijo al adolescente y joven Andrés Fontana), ni en lo que, camuflado en un gringo papamoscas, descubre o no descubre en torno a la vida y obra de Ramón J. Sender, ni en los protocolarios reportes mensuales que le debe presentar a su tutor y padrino para seguir gozando en España la sustanciosa beca Fulbright, burlando, al unísono, la censura franquista, sino en el enamoramiento que lo sorprende y agobia en el puerto de Cartagena. Si en la vertiente narrativa que le corresponde al niño, adolescente y joven Andrés Fontana descuella el probado talento de María Dueñas para narrar las patéticas peculiaridades de la miseria y del rezago en la España de las primeras décadas del siglo XX, en la vertiente que le corresponde a Daniel Carter, aunada a ello, destaca su probada virtud para lo jocoso, paródico y risible. Habría que relatar, por ejemplo, las anécdotas de Daniel Carter, ya en Cartagena, en torno al chusco recepcionista del “hostal de la calle del Duque”, un absorto, alucinado y voraz lector de las populares novelas de vaqueros de Marcial Lafuente Estefanía. 
       
Misión Olvido (Temas de Hoy, 2013)
Tercera de forros (detalle)
       Y todo lo que concierne a las voces nativas y a los personajes con que Carter tropieza (o no) en ese puerto del Mediterráneo (españoles y norteamericanos) y al modo en que, durante varios días de la Semana Santa de 1959, subrepticiamente y con celeridad se conspira y pergeña para que el joven extranjero Daniel Carter logre casarse con la joven española Aurora, entonces estudiante de farmacia en Madrid y vacacionista empleada en la botica de su padre el boticario Carranza. Es decir, tras el grosero menosprecio y el autoritario cerrazón de los padres Aurora, la locuaz, cómica, francófona y octogenaria abuela de ella le dijo que necesitaba “un padrino”. Y él, para conseguirlo, y sin conocer a nadie, se dirige, por instinto de perro apaleado, a sus paisanos del caserío gringo que, no muy lejos de Cartagena, han montado los marines de la base militar. Allí lo escuchan y acogen dos jóvenes gringas (con hijos pequeños) que sólo hablan inglés: Vivian y Rachel, esposas de marines ausentes, quienes lo llevan a la casa de Loretta Harris, una curtida y experimentada mujer que lleva “cinco lustros dando tumbos por el mundo como compañera de un bragado marino”, quien es el “capitán de navío David Harris” (también ausente), nada menos que el “jefe de la base” en Cartagena. Para sondear el intríngulis, Loretta Harris escucha en su casa al aquejado Daniel Carter. Pero la rápida pesquisa y resolución del caso lo completa con unas cuantas llamadas telefónicas de larga distancia, gracias a su nivel escalafonario y a “su compleja red de contactos”, auxiliada, además, por el sargento Ricardo Nieves, quien por “sus rasgos y hechuras” semejantes a las de un “miembro de la estirpe de Pancho Villa”, y dado su aceitado bilingüismo, competencia detectivesca y conocimiento del terreno, puede infiltrase y averiguar, pese los rituales de Semana Santa, los chismes y datos sociales y económicos de la familia de la novia, e incluso de los notables, adinerados e influyentes de Cartagena que serán invitados a un sorpresivo bufet gringo (modalidad del “sírvaselo usted mismo” nunca antes visto por los cartageneros, ídem las delicatessen que prueban y que nunca antes habían visto ni degustado). Es decir, montados en un jeep “Un par de soldados repartió a domicilio esa misma mañana [del Sábado Santo] los imponentes tarjetones con el escudo dorado y azul de la U.S. Navy”, pues se trata de una sorpresiva Cena de Amistad en la norteamericana casa de los Harris (con decoración muy moderna y estrambótica para los tradicionalistas y pacatos cartageneros), precisamente la noche de ese Sábado de Gloria, donde el joven Daniel Carter, apadrinado por los Harris, luce impecable embutido en “un esmoquin que, saltando baches y socavones, había llegado acompañando a los alimentos desde la base de Rota tras ser enviadas las medidas necesarias con toda su exactitud”; además de que previamente, mientras Loretta Harris fuma y observa, el sargento Nieves lo instruye, como si se tratase de un agente encubierto y para que no yerre ni meta la pata, sobre lo que debe decir y no decir, aliñado esto con la certera información de sus íntimas lecturas y de su vida privada y familiar en Morgantown, y de sus estudios y trabajo fabril en Pittsburg, de que en Madrid es huésped de la viuda de un anarquista, del proscrito tema de su beca y de su tutor en España; averiguación que parece el resultado de una secreta y minuciosa pesquisa elaborada con celeridad por una infalible red de espionaje de la CIA.   

     
La novia que se espanta de ver la vida abierta (1943)
Óleo sobre tela de Frida Kahlo
        La boda del norteamericano Daniel Carter con la española Aurora Carranza ocurre tres meses después de ese picaresco y bufo tejemaneje, “a medio día de un espléndido domingo de finales de junio”. Y “a primeros de agosto de 1959”, Carter regresa con ella a Estados Unidos, “a bordo de un vuelo sobre el Atlántico”, susurrándole al oído unos amorosos versos de Pedro Salinas que se leen en su libro La voz a ti debida (1933): 

          Te quiero pura, libre  
          irreductible: tú.
          Sé que cuando te llame
          entre todas las gentes del mundo,
          sólo tú serás tú.
          [...]
    
    Pero el culmen del divertimento y de la hilaridad a quijada batiente de ese cómico episodio se sucede al final del guateque con que se induce, engatusa y concerta el infalible bodorrio. Léase, para ejemplificar, el siguiente pasaje, tomando en cuenta la baja estatura del promedio de los españoles y que Daniel Carter mide más de un metro ochenta:
    “[El sargento Ricardo] Nieves localizó a los Carranza con una mirada presurosa. Se habían desplazado a una esquina, incómodos, descompuestos, sin saber qué hacer. Daniel, entretanto, continuaba en el centro del salón, flanqueado por los anfitriones [los Harris] mientras sostenía entre las manos el vaso vacío de un gin-tonic que acababa de beberse en tres tragos, disimulando con clase y empaque su estupor ante los halagos desorbitados que sobre su persona, raigambre y formidables perspectivas profesionales Loretta pregonaba a voz en grito en un español cada vez más pastoso.
  “El sargento fronterizo [Ricardo Nieves] supo entonces que había que actuar. Inmediatamente. El farmacéutico [Carraza] y su mujer [Marichu] estaban tan desconcertados que habían perdido cualquier capacidad de reacción. Tenía que ayudarles, pero no había tiempo para sutilezas y ni subterfugios. Circunvaló por eso la estancia con pasos raudos y se colocó a la espalda de la pareja sin que percibieran su presencia. Se aproximó entonces a ellos con sigilo, hasta que su cara quedó justo entre la oreja de ella y la izquierda de él. Y tras sacarse su sempiterno Farias de entre los dientes, despachó su mensaje:
  “—O se acercan al grupo de los Harris, o al gringo lo trinca la mujer del registrador para su hija Marité y la niña de ustedes se queda para vestir santos. Ándele nomás.
  “Ni el pinchazo de una navaja habría espoleado a Marichu Carranza con mayor eficacia. Todavía se estaba el boticario preguntando de dónde diantres había salido aquel tipo en uniforme de la U.S. Navy que hablaba el español como Cantinflas, cuando su mujer ya lo había agarrado del brazo y lo arrastraba hacia el grupo donde el rostro de Daniel destacaba por encima de las demás cabezas.
  “Del resto, una vez más, se encargó Loretta.
   
La conga de Jalisco
        “La fiesta acabó a las cuatro de la madrugada en el jardín, bailando todos La conga de Jalisco alrededor de la residencia. Nieves observaba satisfecho la escena en la oscuridad, abrazado a un árbol mientras apuraba a morro una botella de tequila Herradura. La señora Harris abría la comitiva con su vestido rojo arremangado hasta medio muslo. La seguía una larga hilera de cuerpos mezclados de las formas más inverosímiles. Daniel iba aferrado a la cintura de la madre de su novia y el farmacéutico Carranza levantaba las piernas desacompasadamente, agarrado a su vez a la chaqueta del esmoquin de su futuro yerno. El concejal de orden público [que ya había intentado ‘meter mano a la mujer de un capitán de corbeta de la U.S. Navy que andaba ya con una castaña monumental’], sudoroso, con la pajarita deshecha y la camisa medio desabotonada, babeaba emparedado entre el portentoso trasero de Vivian y la delantera exuberante de Rachel. El jefe de la base conjunta hispano-norteamericana [el capitán Harris] cerraba el desfile, inconsciente todavía de haber anotado un mérito más en el expediente de los históricos acuerdos bilaterales suscritos entre los gobiernos de España y los Estados Unidos en el Pacto de Madrid.” Firmado, en la vida real, el 23 de septiembre de 1953. No obstante, el presidente norteamericano, Eisenhower, sólo visitó la España del dictador Franco una vez: el 21 de diciembre de 1959.

La conga de Jalisco



II de IV
Ese episodio de manipulación, espionaje y persuasión gringa en Cartagena da visos de que la picaresca y el padrinazgo no son cotos exclusivos del arquetipo del español, pues obviamente ese grupo de norteamericanos usaron recursos pecuniarios e infraestructura militar (y al parecer de inteligencia) para apadrinar y beneficiar a un compatriota en un efímero dilema personal sin trascendencia táctica ni logística y al unísono para regocijarse y divertirse por la libre. Y, curiosamente, la picaresca, el padrinazgo, y el poder de la influencia y de la persuasión, pese a que no son temas nodales de la obra, reptan con notoria sinuosidad por las páginas de esta novela de María Dueñas.
   
María Dueñas
       Véanse otros ejemplos. Tras fallecer doña Manuelita “la víspera de la Nochebuena de 1929”, el adolescente Andrés Fontana, apadrinado por las disposiciones testamentarias de su madrina de facto, a principios de enero de 1930 se traslada a vivir en Madrid “como huésped en casa de los porteros de un inmueble” que era “propiedad [de la finada] en la calle de la Princesa” y sin pagar un solo quinto. Y cuando por primera vez va al Instituto Cardenal Cisneros acompañado por el hablantín esposo de la portera, el muchachito Andrés Fontana lleva consigo una carta de recomendación de doña Manuelita dirigida a “don Eladio de la Mata, el director”, y por ello los recibe en “su despacho repleto de libros, diplomas enmarcados y retratos de otros hombres igualmente notables que le habían precedido en el cargo”. Y según dice la voz narrativa, “El mismo tesón con el que logró superar el bachillerato guio al chico en la carrera [ya en la Facultad de Filosofía y Letras] destacando de tal forma que en su tercer año el profesor Enrique Fernández de la Hoz, catedrático de Gramática histórica, le propuso participar como becario colaborador en los cursos de español para extranjeros que se celebrarían en el siguiente trimestre.” Padrinazgo que fue un golpe de suerte para otro padrinazgo y golpe de suerte, pues al término de esa tarea de “lazarillo fiel en sus casi noventa días de andanzas” (entre “enero de 1935” y “finales de marzo”), una de las profesoras del grupo, “Sarah Burton, la rubia esbelta que siempre llevaba pantalón y fumaba sin parar dejando un borde perpetuo de carmín en las boquillas”, “le informó de que su universidad [en Michigan] tenía establecido un programa de becas anuales para auxiliares de conversación con extranjeros. Si estaba interesado, podría recomendarle. En caso de aceptar, además de enseñar su propia lengua, tendría la oportunidad de aprovechar el año para aprender inglés y continuar con su formación tomando clases relativamente afines a las de su titulación: lingüística, historia de América, literatura comparada. Al término del curso podría volver a Madrid y reincorporarse a su carrera tras haber visto algo de mundo, vivido otras experiencias y adquirido nuevos conocimientos.” Entrevisto así el prometedor panorama en el ignoto Mundo Nuevo, resulta consecuente que el joven Andrés Fontana haya seguido la pauta de esa recomendación (que tácitamente movió los hilos a su favor) y por ende “El 14 de julio de 1935” se “embarcó en el puerto de Cádiz en una litera de los sollados del Cristóbal Colón rumbo a un país inmenso y desconocido.”
     
Cathedral de Pittsburg
      Y ya en una época posterior, el largo y angular padrinazgo del profesor Andrés Fontana hacia su alumno y pupilo Daniel Carter, inicia en 1956, en la Universidad de Pittsburg, no por una cuestión académica, sino por una picaresca transacción extraescolar de claro influyentismo. En el aula, con su catedrática verbosidad el profesor Fontana expone y reflexiona con sus alumnos sobre un póstumo verso de Machado, “De pérdida y exilio, de letras trasterradas y del cordón umbilical de la memoria”, de “los poetas del 27 y la fascinación por el conflicto sangriento entre hermanos”, de las “Nanas de la cebolla” de Miguel Hernández, todo lo cual persuade a Daniel Carter a optar por el estudio de la “lengua y literaturas hispánicas”, en vez de elegir la lengua y literatura francesa. Y aún antes de saber exactamente para qué, levanta el dedo y se propone como el voluntario que el profesor solicita entre sus alumnos. En este sentido, le dice el maestro: “Lo voy a necesitar tres días. Vamos a celebrar un encuentro de profesores hispanistas, una especie de congreso. Nos reuniremos aquí desde el jueves, deberá tener total disposición de horario para cualquier cosa que precisemos hasta el sábado por la tarde, desde acompañar a los visitantes a sus hoteles hasta servirnos el café. ¿Sigo contando con usted o ya se ha arrepentido?” 
    Según la omnisciente voz narrativa, “A pesar de que Fontana les había hablado de lo que significaba el exilio al hilo del verso de Machado [Estos días azules y este sol de la infancia], Daniel apenas sabía nada por entonces de los numerosos catedráticos y ayudantes de la universidad española que dos décadas antes hubieron de emprender aquel amargo camino. Algunos se había marchado durante la contienda, otros lo hicieron a su término al ser destituidos de sus cargos. La mayor parte inició un periplo por la América Central y del Sur vagando de un país a otro hasta encontrar asiento permanente; un puñado de ellos se acabó estableciendo en los Estados Unidos. Hubo también quien regresó a España y se acomodó buenamente como pudo a los preceptos intransigentes del régimen. Hubo quien regresó y se mantuvo firme en sus principios a pesar de la crudeza de las represalias. Y hubo además quien nunca se fue y vivió un exilio interno, amargo, mudo [como es el caso del profesor Cabeza de Vaca]. La nómina de la diáspora intelectual fue bien nutrida y con algunos de ellos habría de reunirse Andrés Fontana tan solo unos días después.” Entre ellos vacas sagradas, como Américo Castro y Vicente Llorens. Vale observar, no obstante, el lapsus en que incurre la omnisciente voz narrativa en ese breve recuento, pues el omitido México, que no es “América Central”, no sólo fue un lugar directo y recurrente del exilio español ante la cruenta Guerra Civil y la represiva dictadura de Franco, sino que nutrió e incidió en el decurso y desarrollo de distintos ámbitos de la cultura mexicana del siglo XX, entre ellos: la educación básica, la academia universitaria, la ciencia, el arte y la producción editorial.
   
Arribo del Sinaia al puerto de Veracruz
Junio 13 de 1939
Fondo Hermanos Mayo
        Pero el caso es que el estudiante Daniel Carter trabaja de obrero en la fábrica Heinz y durante esos tres días tendría que cubrir “cinco horas con sus sesenta minutos íntegros durante cada una de aquellas noches”, así que hace los debidos ajustes, cambalaches y endeudamientos para que sus colegas lo cubran, y para que él, sin temor al despido, pueda entregarse de tiempo completo a ese requerimiento manejando el Oldsmobile del profesor Fontana. No obstante, no contaba con que tres hispanistas, la tarde del sábado, postergaran su retorno para el domingo y por ende lo necesitan de chofer y guía para esa noche. Y el profesor Fontana, que tiene una perentoria cita amorosa con una joven extranjera que maneja un Chevrolet blanco (quizá la “profesora de biología de origen húngaro” con la que tuvo “un breve matrimonio”), para convencerlo de manera irrebatible, y pese a que esa tarea no tiene ningún “mérito académico”, y dado que se sabe influyente y con poderoso dedo flamígero, le ofrece una “de las becas para el próximo curso”. Lo cual, por fin, lo libra de esa chamba nocturna hasta que concluye sus estudios en la Universidad de Pittsburg. 
   
       Pero esa noche de sábado esto aún es incierto: “tenía que doblar turno” para compensar a los obreros que lo han sustituido. De modo que con su instinto para la picaresca, con una sarta de mentiras y algunos dólares improvisa un caricaturesco número (quizá inverosímil) que lo saca del apuro. Es decir, lleva a los tres hispanistas a la fábrica Heinz; con mucha cháchara engaña al tontorrón vigilante diciéndole que se trata de “tres representantes europeos del sector agroalimentario” “en visita comercial a la mítica casa Heinz”. 
   

      Y como si los hispanistas fueran marcianos de tres ojos recién salidos de un platillo volador o zombis estrábicos con el botón en el ombligo, les da la bienvenida al “alma de América”, a “la esencia de la vida americana”, que no es otra cosa que “¡La hamburguesa, por supuesto!”, cuya “clave”, según les canturrea, no es la carne ni en el pan ni la lechuga ni la cebolla, sino que “La clave, señores, ¡es el kétchup! ¿Y dónde está el secreto del kétchup, el corazón del kétchup? ¡En Heinz!”. 
    Así que a uno de los hispanistas le rebuzna a grito pelado: “¡Pruebe, pruebe la gloria de América, profesor!”, e “insistió obligándole a meter la mano en el depósito.” Y en medio de ese picaresco cantinfleo, además de parlotearles del maravilloso funcionamiento de la maquinaria que él desconoce, les presenta a tres jóvenes obreras (quizá con tentadores cuerpos de pecado) que ya “Iban vestidas de calle, con los labios pintados, el uniforme recién quitado guardado en el bolso y el abrigo [de] cada una de un color”: “Señores, les presento a mis amigas Ruth-Ann, Gina y Mary-Lou. Las mujeres más hermosas de todo el South Side. Las empacadoras de latas de sopa más rápidas de toda la industria manufacturera mundial. Chicas, estáis ante tres hombres sabios.” Y mientras a la rubia le entrega “disimuladamente las llaves del coche de Fontana”, les ofrece “Cinco pavos para cada una si los entretenéis durante tres horas”, “Y el jueves por la tarde, os invito al cine.” Pero Mary-Lu replica que “Seis por cabeza”, “Y después del cine, a cenar.” Y Daniel Carter acepta sin “tiempo para calcular que en ello se le iba a ir el salario de una semana entera.” Así que les anuncia a los tres hispanistas, ya enfundado en su mono de obrero:
   “—Mis queridos profesores, estas encantadoras señoritas ansían continuar enseñándoles las instalaciones de nuestra magnífica empresa. Y, después, se ofrecen a llevarlos a bailar. No encontrarán mejor compañía en toda la ciudad, se los aseguro. Aunque me temo que yo estaría de sobra entre ustedes, así que, si me lo permiten les voy a ir dejando.


       “Atónitos quedaron los hispanistas al verle salir corriendo como un loco por el pasillo del almacén. Pero las chicas, con su gracia proletaria y el desparpajo de su juventud, entre latas de alubias, cócteles y pasos de chachachá, se ocuparon de que se olvidaran pronto  de él. Para siempre recordaría el trío de profesores aquel viaje a Pittsburg como un encuentro académico sin parangón.”

III de IV
El caso es que durante septiembre y diciembre de 1999 en que la doctora Blanca Perea, auspiciada por la beca de la FACMAF, ha estado ordenando y clasificando el legado del profesor Andrés Fontana, precisamente en su cubículo del Departamento de Lenguas Modernas de la Universidad de Santa Cecilia, casi a punto de concluir, cuando en la última etapa de los años 60 observa que el profesor abandonó los temas literarios y se ocupó de pesquisas que tenían que ver con el otrora Camino Real, es decir, con la cadena de 21 misiones católicas que los franciscanos “fundaron a lo largo de toda California”, sin buscarlo ni preverlo, de pronto descubre que detrás de las siglas de la FACMAF hay una farsa, un picaresco engaño de Mago de Oz, una maquinación montada y operada tras bambalinas por el hispanista Daniel Carter.   
En el pueblito de San Cecilia, donde la plaza central tiene un “aire de poblachón español” y por default los encuentros no son tan casuales, Blanca Perea conoce a Daniel Carter en Meli’s Market, una tiendecilla ecológica, donde, patrocinada por Greenpeace, posaría Greta Thunberg para defender la zona verde Los Pinitos y al unísono para que la vieran y oyeran los todopoderosos de la cumbre de Davos y de Wall Street, y todas las alharaquientas tribus de las catacumbas de la aldea global preocupadas por el cambio climático y la preservación y el cuidado de los ecosistemas del planeta. 
   
Greta Thunberg
        Según narra Blanca Perea, “De camino a casa, me detuve a comprar algo para la cena. Solía cubrir mis necesidades domésticas en Meli’s Market, en un callejón junto a la plaza central. A pesar de la aparente falta de pretensión del local, con sus suelos de madera sin pulir, las paredes de ladrillo visto y aquel aire de viejo almacén de película del Oeste, las múltiples delicatessens y los productos orgánicos etiquetados con elegante simplicidad evidenciaban que se trataba de un establecimiento destinado a paladares sofisticados y buenos bolsillos, y no a estudiantes y familias medias con presupuestos ajustados para llegar a fin de mes.” Pues ocurre que en ese elitista changarro Daniel Carter anda de compras con Rebecca Cullen, la secretaria del Departamento de Lenguas Modernas, porque son viejos y entrañables amigos (desde que él dio clases allí entre 1966 y 1969, y Paul Cullen, el entonces esposo de Rebecca, era profesor de filosofía). Así que Rebecca le presenta a Daniel Carter. Y en la breve charla que tienen, Blanca se entera de que es “profesor de la Universidad de California en Santa Bárbara”, que, dice, disfruta de “un año sabático” y dizque anda “terminando un libro” sobre la “Narrativa española de fin de siglo”. Pero lo más relevante es que menciona su beneplácito porque la “misión” de Blanca sea el “rescate del legado de nuestro viejo profesor”, uno de sus “Grandes amigos españoles”, entre sus idas y venidas de España. Y el lector se pregunta por qué, si fueron “Grandes amigos”, en 30 años no dijo ni mu ni pío, ni movió un dedo para exhumar, desempolvar y ordenar ese legado y colocarlo en el sitio que le corresponde en la Universidad de Santa Cecilia. Intriga y suspense in crescendo durante el decurso de la novela, cuyo dramático trasfondo sólo se desvela casi al final de la estancia de Blanca Perea en Santa Cecilia.

El doctor Luis Zárate, el atildado cuarentón que dirige el Departamento de Lenguas Modernas, invita a la doctora Blanca Perea a que imparta un curso abierto e informal de extensión universitaria sobre “aspectos de la España actual”, que se anuncia con el rótulo de Español avanzado a través de la España contemporánea (“un seminario de cuatro horas semanales a lo largo de ocho semanas”). Esto lo acuerda; pero declina participar en el panel sobre “el mes de la Hispanidad” que, le dice, en EU se celebra cada año “entre el 15 de septiembre y el 15 de octubre”. No obstante, asiste al repleto salón de actos donde se efectúa el coloquio. Y entre los variopintos ponentes ella ve a Zárate y a Carter que luego sostienen una falsa y hueca polémica que evidencia una rivalidad y antipatía personal que parece divertir a Carter.
Viene a cuento esto porque en una cena que Luis Zárate tiene con Blanca en Los Olivos, entre la resentida y envilecida cháchara contra Daniel Carter, además de detalles sobre el perfil académico de éste que ella desconocía, le chismorrea que “A finales del curso pasado”, Carter lo llamó desde Santa Bárbara y luego lo visitó en su oficina para convencerlo de que el departamento que él dirige “interviniera activamente en el asunto [de Los Pinitos] con todos sus recursos”.  
    Es decir, Los Pinitos es una zona verde de Santa Cecilia, de propiedad incierta desde el siglo XIX (no hay documentos que certifiquen al propietario), donde los lugareños y alumnos de la universidad suelen hacer paseos a sus anchas, excursiones y picnics, y donde ahora, las autoridades, en connivencia con una poderoso consorcio, pretenden erigir un centro comercial con juegos tragamonedas para toda la tipificada, masificada y cosificada familia consumista, y el lapso para recurrir tal proyecto vence el 22 de diciembre de 1999. Y ante la inminente destrucción de Los Pinitos (y de esto ella ha tenido noticia a través de anuncios y pancartas clavadas en lugar, del periódico universitario, de carteles en los pasillos, de la TV local y del Santa Cecilia Chronicle) se opone una ruidosa plataforma ciudadana en la que participan alumnos y maestros universitarios, pero no Luis Zárate. Y por ello, pero sobre todo por la hostilidad contra Daniel Carter, además de afirmarle a Blanca que ignora a qué “recursos” se refería, le dice: “No lo sé, no le di opción a que me lo explicara. No sé si pretendía que todos los profesores firmáramos un manifiesto, o que movilizáramos a nuestros estudiantes, o que realizáramos donaciones para la causa... Me negué a seguir escuchándole antes de que entrara en detalles. Aquel asunto entonces me resultaba indiferente en la misma medida en que me resulta hoy. Pero no podía consentir que alguien totalmente desvinculado ya de esta universidad, por muy célebre que sea fuera de ella, viniera a coaccionarme. A decime lo que yo tengo o no que hacer en mi trabajo y las medidas que debo tomar en según qué cuestiones tan ajenas a nuestras competencias.” 
     Esa diatriba y perorata da pie a que Blanca Perea confirme en una computadora de la biblioteca, y en los estantes, el largo currículum bibliográfico del doctor Daniel Carter: “Aquello era el trabajo de un académico de enorme solvencia”, dice casi boquiabierta, “no el quehacer de un simple profesor aburrido sin más obligaciones que acompañar a una colega recién aterrizada a visitar misiones franciscanas y a beber cerveza en un pub irlandés” (en Sonoma). Y toda esa información la incita a unir cabos en torno al paulatino acercamiento hacia ella por parte del célebre hispanista y en torno a lo que le ha venido aconteciendo alrededor de su trabajo de ordenar y clasificar el legado del oscuro profesor Andrés Fontana; que sólo le empezó a interesar a partir de una foto del “verano del 68 en el Cabo San Lucas, en la Baja California”, en la que lo ve posar con los Carter y los Cullen, jóvenes parejas con facha de pacifistas jipis de los años 60 y por ende en el Festival de Woodstock. Es decir, por un lado se topó con que a los documentos de Fontana les falta la última parte referente a las 21 misiones franciscanas del Camino Real. Por el otro, interpreta el acercamiento de Carter, con visos amistosos y afectivos, como una manera de inducirla y manipularla. Por ejemplo, parecía estar de paso en Santa Cecilia, pero luego de conocerla renta un departamento para “quedarse más tiempo del que tenía planeado”. 

        Y tras conversar con él en el Selma’s Café —donde se oía una rolita de Déjà vu (1970), el emblemático elepé de Crosby, Stills, Nash & Young—, antes de introducirla en la manifestación en pro de la preservación de Los Pinitos que pasa por allí con una estridencia precedida por “El chico de las rastas y el bombo, como un flautista de Hamelín alternativo”, y de reiterarle que en ese lugar solía pasear Fontana, le comparte el número de su celular y el de su casa en Santa Cecilia. El día de su 45 aniversario le regala una ilustrativa historia de California que le brinda luz sobre las misiones franciscanas. Sin que ella se lo haya dicho, sabe que estudió en la Complutense. Y así como si nada le inocula el gusanillo de la curiosidad; es decir, le pregunta si entre los papeles de Fontana ha “encontrado alguna referencia a una supuesta misión Olvido”. Y luego la lleva en su Volvo a que visite los vestigios de la minúscula misión de Sonoma y a beber cerveza en el pub irlandés. En este sentido, ante el extraño hecho de que Carter no le quiso revelar el nombre de la mujer que murió en el mismo accidente automovilístico en que falleció Andrés Fontana el 17 de mayo de 1969 (manejaba su viejo Oldsmobile y llovía), una sospecha la mueve a ir a la hemeroteca de la universidad, donde el microfilm del Santa Cecilia Chronicle le desvela el secreto mejor guardado: Aurora Carter, de 32 años, esposa del profesor Daniel Carter, murió junto al profesor Andrés Fontana, quien tenía 56 años. En medio de la constatación y del nervioso desconcierto, teclea un mensaje electrónico a la secretaria que la auxilió en Madrid pidiéndole información sobre la FACMAF. Y esa secretaria en medio de su respuesta le dice: “he rescatado de la papelera el mensaje con el núm de tel de la persona de la FACMAF con la que entonces contacté, un tío muy enrollado que hablaba perfecto español.” Según narra Blanca Perea a continuación:
    “Aspiré con ansia una bocanada de oxígeno, levanté el auricular de mi viejo teléfono [la antigualla del cubículo] y marqué el número con el que Rosalía concluía su mensaje. Tal como me temía, al quinto tono saltó una voz grabada. Primero habló en su lengua. Después en la mía. Breve, rápido y conciso. Para qué más.
   “Este es el contestador automático del doctor Daniel Carter, departamento de Español y Portugués de la Universidad de California, Santa Bárbara. En estos momentos me encuentro ausente por motivos profesionales. Para dejar su recado, contacte con secretaría, por favor.”
    Esto provoca un airado reclamo contra Daniel Carter por parte de Blanca Perea; y él, para apaciguar y conciliar las turbulentas aguas, le da mil y una explicaciones positivas y persuasivas, pero parciales, entre las que sobresale el hecho de que, para burlar la susodicha negativa de Luis Zárate y al unísono vincular desde el anonimato al Departamento de Lenguas Modernas de la Universidad de Santa Cecilia en la defensa de Los Pinitos, tuvo (como experimentado pícaro y titiritero) que inventar la supuesta e inexistente Fundación de Acción Científica para Manuscritos Académicos Filológicos, cuyas siglas: FACMAF, en realidad son un tributo a los fallecidos el mismo día, pues significan: Fondo Aurora Carter para la Memoria de Andrés Fontana, cuyo capital, que ha subvencionado la beca de Blanca Perea, según le dice, proviene de la mitad de los ahorros del profesor Fontana heredados a Aurora, y que al morir ella le correspondieron a él; pero, dice, nunca tocó el dinero hasta ahora y para tal subterfugio y cometido.
   El caso es que en tal discusión, con puntos aún oscuros para Blanca, incide la sorpresiva cita que a ambos les hace Darla, la madre de Fanny Stern, una anciana setentona en silla de ruedas, de repulsivo carácter y aspecto y aguda y sarcástica lengua viperina. Aquí vale advertir que Darla Stern, además de que fuera la secretaria del Departamento en los tiempos en que Fontana lo dirigía, era su íntima asistente y amante, y que él le tenía mucho cariño a la niña Fanny, pese al congénito retraso mental que la distingue (“torponcita”, la tilda Blanca Perea), y que además del aprecio, de los regalos, golosinas y paseos que de chiquilla le brindó el profesor, le dejó como herencia (según el testimonio de Carter) la otra mitad de su dinero, que al parecer se agotó, pues la cita que les hace Darla en su pobretón y sucio domicilio obedece al inminente regreso a España de Blanca Perea (se va en unos días: el 22 de diciembre), aunado al hecho de que al legado de Fontana le faltan los últimos documentos, los cuales ella conservó durante 30 años en cochambrosas cajas, y Darla se los ofrece en venta a Carter por un sustancioso precio: la cantidad que le permita adquirir “un apartamento de dos habitaciones en un complejo residencial para personas con necesidades especiales” (padece artrosis y a su ingenua hija, por lo visto, no le funciona del todo la sesera).
     Vale resumir que en la revisión y ordenamiento de los documentos, objetos y papeles que estaban en las cajas compradas a Darla Stern, labor que hacen Carter y Blanca a toda prisa bajo la batuta de ésta, los apremia el corto tiempo por dos cosas que se sucederán (y suceden) el mismo día 22 de diciembre de 1999: el fin del lapso para recurrir el proyecto comercial en Los Pinitos y el retorno de ella a España (su vuelo está programado a las seis de la tarde en el aeropuerto de San Francisco). Así que lo relevante contra el tiempo es hallar una prueba fehaciente que impida la destrucción de esa entrañable zona verde, pues las excavadoras ya están allí en espera del arranque y estudiantes y maestros han acampado para impedirlo. Y en los previos momentos que anteceden al fin del lapso para recurrir, llega la policía dispuesta a desalojar y a cargar contra lo que se les ponga enfrente.
     Puesto que la revisión documental la inician en el departamento de Daniel Carter, Luis Zárate va allí a exigirles la entrega de las cajas, que reclama como propiedad de la Universidad de Santa Cecilia. Y muy airado y con mucha malaleche los amenaza con varios reportes y chivatazos que dañarían su trayectoria y prestigio académico. Así que Daniel Carter, a modo de contraataque, saca a relucir la ardiente espina que subyace en la rivalidad y en esa perentoria exigencia: “Hace casi ocho años”, en “marzo de 1992”, el doctor Luis Zárate quiso ocupar un puesto en “Mountview University”, pero el dictamen negativo de Carter se lo impidió. Para hacerse oír entre los gritos y amenazas de los doctores, y para más o menos apaciguar a las fieras y aplicarles un bozal en un santiamén, la doctora quiebra una botella de cerveza “contra el quicio de una puerta”. Y entre lo que alega para que Zárate les dé un margen para trabajar, queda claro que de darse a conocer la inexistencia de la FACMAF, él también resultaría cuestionado, puesto que como director del Departamento de Lenguas Modernas, no verificó y dio consentimiento y luz verde al fraude.
     Sólo restan tres días para la ida de la doctora “y para el fin del plazo contra el proyecto de Los Pinitos”, cuando, por el acuerdo con Luis Zárate, la revisión del contenido de las cajas se traslada a la casa de Rebecca Cullen (dizque “territorio neutral”), donde Blanca ve, con sus reduccionistas, petulantes y peyorativos prejuicios, “un gran cuadro” que le recuerda “la estética naif de Frida Kahlo”. 
   
El venadito (1946)
Óleo sobre masinote de Frida Kahlo
      Pero la delirante y exhaustiva tarea parece indicar que no hay ningún documento que detenga a las excavadoras. No obstante, se presentan dos hechos que sí logran detenerlas. Por un lado, Blanca halla un sobre cerrado procedente de la Misión de Santa Bárbara, en cuyo interior hay dos textos manuscritos. Uno es una carta, fechada el “15 de mayo de 1969”, escrita por un fraile franciscano y dirigida al profesor Fontana, que da cuenta de la reciente visita que hizo éste al archivo junto a la “amable señora española que lo acompañaba” (o sea: Aurora Carter), donde le dice que al revisar los anaqueles un “simple pedazo de carta” “pasó al parecer por ustedes desapercibido, el cual, al no poder ser catalogado por carecer de datos suficientes, le hago llegar como mera curiosidad y testimonio de mi personal reconocimiento a su gran interés por la historia de nuestras queridas misiones.”
Vale subrayar que tal carta, en la presente novela de María Dueñas, figura completa e impresa con letra manuscrita; misiva que el profesor Fontana nunca leyó, puesto que además de que el sobre estaba cerrado, murió, junto con Aurora Carter, dos días después de haber sido fechada y escrita. Y tampoco leyó la hostia y carozo de la mazorca: el “pedazo de carta” que el franciscano le remitió, el cual da indicios de que el profesor no andaba desencaminado en su hipótesis de que, allí en Los Pinitos, hubo una “última misión franciscana del legendario Camino Real. La nunca catalogada, la que hacía el número veintidós: la más frágil y efímera, esa que Andrés Fontana, con fundamento o sin él, dio en llamar misión Olvido.” 
    Ese fragmento de carta manuscrita, que también figura completo, fue redactado por el fraile franciscano José Altimira con una letra tan diminuta que hay que leerlo con la lupa de Sherlock Holmes. Allí reporta que un grupo de indios, armados con “macanas y arcos con flechas”, destruyeron la “modesta construcción” y asesinaron a “siete neófitos” (o sea: a siete indios conversos que in illo tempore renegaron de su etnia, de su nombre indígena, de su ancestral identidad y cosmogonía, y se doblegaron y postraron a un dogma invasivo, destructor, conquistador y trasatlántico), “habiendo sido todos ellos enterrados entre pinos en la tierra basamentada de nuestra humilde misión bajo simples lozas grabadas con una cruz del Señor y las iniciales de su nombre cristiano y el año 1827 de su fatalidad.”
  Y ese trozo de carta se torna en el documento que detiene a las excavadoras cuando en Los Pinitos, de un modo imprevisto, aparecen los vestigios de ese “minúsculo cementerio de la misión”; las piedras “grabadas con torpeza”: las iniciales, la cruz y el año “1827”.
  Así que ya “pasadas las once y media de la mañana”, Daniel Carter, Blanca Perea y el coaccionado e inducido Luis Zárate ya están en Los Pinitos para efectuar el público y mediático anuncio ante “las cámaras de la televisión local” y los miembros de la plataforma: estudiantes, maestros y lugareños que se hallan congregados allí para impedir el paso de las excavadoras (“Todos llevaban sobre sus ropas las camisetas naranjas reivindicativas”). El trío dinámico acuerda que sea ella la portavoz que exponga en español y que Zárate traduzca al inglés. Y en el meollo de su discurso argumenta: 
 
María Dueñas
       “Desafiando una vez más a sus superiores, movido quizá por una mezcla de frustración y rebeldía o por la fuerza inquebrantable de su fe, el padre Altimira, uno de los últimos frailes en llegar a California desde la vieja España avanzó a pie hasta esta zona entonces inhóspita y, sin medios, ni ayuda, ni permiso alguno, fundó una modestísima misión. Le acompañaban tan solo unos cuantos indios, esos neófitos que junto a él habían sobrevivido al incendio de Sonoma y que ahora reposan bajo estas lápidas después de que perdieran la vida en un ataque indio posterior. Como veis, nada queda ahora de aquella construcción quebradiza e insignificante que Altimira levantó, a excepción de los restos de lo que fuera su cementerio. Su pervivencia fue fugaz, circunscrita como mucho a un puñado de meses. Y, aunque no tenemos constancia de ello, contagiados por la utopía de Andrés Fontana, queremos pensar que el padre Altimira, en una evocación a su propio desamparo, la consagró como la misión de Nuestra Señora del Olvido.”

IV de IV
En el citado faldón de la portada de Misión Olvido también se lee la siguiente frase en letra manuscrita: La mejor historia está siempre por vivir. Quizá. Porque rumbo al aeropuerto de San Francisco, Blanca Perea y Daniel Carter, quien la lleva en su Volvo, inician el preludio de un vínculo amoroso que parece prometedor. Pero tal vez no sea así. ¿Cómo saberlo? Y todo resulte incierto, vaporoso y evanescente, tal y como quizá ocurra con la defensa de Los Pinitos, pues en el país de la Coca-Cola y de las hamburguesas envueltas en plástico, de Disneylandia, de los casinos de Las Vegas, de la Segunda Enmienda, de la industria de las armas y su contrabando territorial y extraterritorial, del alto consumo de drogas y alcohol, de Wall Street y los grandes centros comerciales sin dilemas éticos ante la contaminación y el impacto ambiental y sociocultural, apenas está por iniciar “el complejísimo entramado jurídico que arrancaría una vez se presentara el recurso” antes de las dos de la tarde de ese día.
   
    
     Pero lo que resulta curioso es el hecho de que Blanca Perea, que tanto cuestionó la manipulación de Daniel Carter, también manipula e incurre en cierta picaresca. En alguna de las cajas que Daniel Carter le compró a Darla Stern hallan una cruz que, por lógica y por muy rústica e inútil que sea, forma parte del legado de Fontana, de sus objetos personales, puesto que luego de la revisión, el contenido de las cajas pasó al resguardo que obra en la Universidad de Santa Cecilia. Se trata de “Una humilde cruz de madera, apenas dos palos mal atados con un cordel hecho hilachos.” Primero ella y Carter la usan a modo de talismán o vigilante y protector fetiche de su pesquisa. Y luego ella se la queda. Y como si ofreciera un souvenir se la regala al mentado de Luis Zárate, a quien Los Pinitos y el legado de Fontana le importan un vil comino hundiéndose en el excusado; es decir, como si esa cruz fuera una baratija, un yoyo o la olvidada resortera de un chamaco que disfrazado de apache masacraba pájaros entre Los Pinitos. 
   
Misión Olvido (Temas de Hoy, 2013)
Segunda de forros (detalle)
         Pero lo más arbitrario y controvertido es que con el espíritu de Torquemada condena a la hoguera y extingue en las llamas un poema íntimo tecleado por Andrés Fontana, un documento que es parte de su legado y de su biografía, que Daniel Carter, pese a que es el heredero que testamentariamente heredó los libros de su mentor, pudo nunca leer ni enterarse de su existencia, puesto que es ajeno a las administrativas disposiciones de la Universidad de Santa Cecilia donde se resguarda y cataloga el legado documental, aunado al significativo hecho de que desconoce sus pormenores (y al parecer no pretende conocerlos) y de que durante tres décadas no le importó y se olvidó de él. Ese poema collage y larvario, quizá premonitorio de su fallecimiento, compuesto con aliteraciones y versos de la primera estrofa del poema “Donde habite el olvido”, perteneciente a Los placeres prohibidos (1931), libro del poeta sevillano Luis Cernuda, testimonia el profundo y apasionado enamoramiento (un candente amour fou) que el profesor Fontana vivió ante la joven y hermosa farmacéutica Aurora Carter (donde teclear su nombre, pronunciarlo, deletrearlo, desmenuzarlo y jugar con él implica hacerlo con ella más allá del límite del gozo y la delicuescencia, más allá del fin de los días terrenales y por toda la eternidad, como si hubiera vislumbrado y padecido el non plus ultra de la quintaescencia, una especie de Amor constante, más allá de la muerte: Polvo serán, más polvo enamorado); entresijos que por entonces y superficialmente no ignoraba el joven profesor y absorto ensayista Daniel Carter aporreando, como un poseso y cautivo, su máquina de escribir, según se entrevé entre la verborrea y los hirientes reproches que Darla Stern le sorraja a quemarropa durante el virulento entretanto que precede a la compra de las cajas. Intríngulis fracturado con la intempestiva muerte accidental de Fontana y Aurora, muy doloroso y traumático para Daniel Carter, puesto que huyó de Santa Cecilia y durante tres años, perdido en un pueblo cercano a Zihuatanejo y con la facha de un andrajoso vagabundo maloliente, se abandonó a la desidia y a la droga. Pero con ayuda de Paul Cullen, y de sí mismo, logró salir del pantano y del desasosiego. Y después de tres décadas del trágico suceso y de los 30 años en que condenó al olvido el legado documental de Fontana, parece tener ya la cabeza fría en torno esos neurálgicos menesteres y de haber puesto las cosas en su lugar.
     
Las dos Fridas (1939)
Óleo sobre tela de Frida Kahlo
        Haciendo conjeturas, y espoleada y catapultada por las agrias palabras de Darla Stern, la doctora Blanca Perea, después de su “última clase en Santa Cecilia”, va hacia su cubículo, como alma que lleva el diablo, a confirmar su “presentimiento”, su “pálpito”. Según narra:
    “Volví al despacho apretando el paso por los pasillos mientras mi convicción ganaba peso. Entré en tromba, me arrodillé ante uno de los montones de papeles y comencé a hurgar en sus entrañas a dos manos. Hasta que apareció. Una hoja de papel amarillenta en la que Fontana, con la tipografía de las antiguas máquinas, había mecanografiado una estrofa de un poema de Luis Cernuda. Un breve documento más, archivado como tantos entre sus escritos.
    “Los cuatro versos iniciales del poema Donde habite el olvido, con unas anotaciones adicionales.
   “Y entre ellos, la evidencia.” Que en esa página de la novela se lee completa, con una tipografía que imita los tipos del anacrónico artefacto con que fue tecleado por el profesor:

          “Donde habite el olvido,
          “En los vastos jardines sin aurora
               “s i n a u r o r a
                   “aurora – a-u-r-o-r-a – Aurora
               “sin aurora sin Aurora
                           “AURORA  A – U – R – O – R - A
          “Donde yo sólo sea memoria de una piedra sepultada
          “entre ortigas
          “Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.
                                 “A – U – R – O – A
                                              “aurora
                                          “Sin Aurora
                                   “Jardines sin aurora
                                            “Sin Aurora
                                               “Aurora
                                                   “Tú”

    
(FCE, 2002)
      Y aquí vale recalcar lo obvio: cuando por esos lares andaba vivito y coleando, el profesor Andrés Fontana no era una impoluta y aséptica escultura de mármol. Y por ende casi resulta tautológico decir lo consabido: toda persona tiene claroscuros y contradicciones. Y que la debilidad sexual, afectiva y erótica, y las infidelidades están a la orden del día, desde la noche de los tiempos y por los siglos de los siglos, amén. La misma Blanca Perea lo confirma cuando resume coincidencias existenciales y melodramáticas entre ella (abandonada por su marido unos meses atrás), Darla Stern (abandonada por su amante el profesor Fontana cuando en el escenario de Santa Cecilia apareció la figura de Aurora Carter) y su admirada y querida Rebecca Cullen (periódicamente abandonada por su mujeriego marido hasta la separación definitiva). Todo ello a partir del subyacente runrún de una fotografía datada en Santa Cruz, Beach Boardwalk, summer 1966, en la que el profesor Andrés Fontana posa junto a la niña Fanny y su madre Darla Stern, quien parece bordear los 40 años de edad. Según dice Blanca de la imagen: “lo que más me llamó la atención fue la mano de él. En la cintura de ella. Con confianza, sin rigidez. Sosteniendo todavía el pitillo entre los dedos, como si aquel rincón del cuerpo de Darla le fuera un territorio del todo familiar.” De ahí que más adelante diga reflexionando al respecto:
El suicidio de Dorothy Hale (c. 1938)
Óleo sobre masonite de Frida Kahlo
       “Luz y sombra de la esencia humana en dos mujeres distintas desde la raíz del pelo a las uñas de los pies [Rebeca Cullen y Darla Stern]. La que asume y avanza frente a la que rumia el resentimiento como un chicle amargo al que, a pesar de las décadas, aún le queda sabor. Cruzando el campus casi vacío ya en puertas de la Navidad, de pronto fui consciente de que, a lo largo de la última media hora que pasé en el Guevara Hall, cada cual a su manera, las dos me habían llegado a conmover. Salvando sus diferencias, ambas habían peleado en su momento por un propósito similar. El mismo, en cierta forma, por el que yo había luchado durante veinticinco años también: ver crecer a nuestros hijos, tener cerca un compañero, construir un hogar en el que por las mañanas se colara la luz del sol. Los instintos primarios que desde que el mundo es mundo habían movido a las mujeres de la humanidad.

Autorretrato con pelo cortado (1940)
Óleo sobre tela de Frida Kahlo
       “Las tres, sin embargo, habíamos resbalado y caído al barro en algún momento inesperado. A las tres un mal día nos dejaron de querer. Ante el abandono y la incertidumbre, frente al desamor y la crudeza irreversible de la realidad, cada una se defendió como pudo y batalló con las armas que tuvo a su alcance. Con buenas o malas artes, con lo que el intelecto, las vísceras o el puro instinto de supervivencia nos pusieron a mano a cada cual. El reparto de talentos siempre fue arbitrario, a nadie le dieron a elegir.”



Unos cuantos piquetitos (1935)
Óleo sobre lámina de Frida Kahlo


María Dueñas, Misión Olvido. Ediciones Temas de Hoy. Segunda reimpresión mexicana. México, marzo de 2013. 512 pp. 


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