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jueves, 5 de octubre de 2017

La isla del Dr. Moreau

El aire se poblaba de gritos y aullidos

De 1896 data la primera edición en inglés de La isla del Dr. Moreau, celebérrima novela del escritor británico Herbert George Wells (1866-1946), punto de partida de citas y parafraseos cinematográficos y televisivos y de dibujos animados y de argumentos de infumables y soporíferos filmes basados en ella: el primero es una película silente de 1911 dirigida por Joe Hamman y la última, homónima de la novela y de 1996, es el horripilante churro dirigido por John Frankenheimer, protagonizado por Marlon Brando, Val Kilmer y David Thewlis. Tan implantados pululan los avatares y las fantasmagorías de la isla del doctor Moreau (en el inconsciente colectivo de los homúnculos que infestan las catacumbas de la laberíntica y recalentada aldea global) que resulta ineludible no recordar el vaticinio que el demiurgo Jorge Luis Borges articula al término de “El primer Wells” —ensayo publicado por él en el número 9 de la revista Los Anales de Buenos Aires (septiembre de 1946), luego compilado en su libro Otras inquisiciones (1937-1952) (Sur, 1952)—: “De la vasta y diversa bibliografía que nos dejó, nada me gusta más que su narración de algunos milagros atroces: The Time Machine, The Island of Dr. Moreau, The Plattner Story, The First Men in the Moon. Son los primeros libros que yo leí [en la basta biblioteca paterna de innumerables libros ingleses donde creció, se infiere]; tal vez serán los últimos... Pienso que habrán de incorporarse, como la fórmula de Teseo o la de Ahasverus, a la memoria general de la especie y que se multiplicarán en su ámbito, más allá de los términos de la gloria de quien los escribió, más allá de la muerte del idioma en que fueron escritos.”
(Alianza Editorial, 2ª ed., Madrid, 2014)
       La traducción al español de Catalina Martínez Muñoz de La isla del Dr. Moreau en la serie El libro de bolsillo de la madrileña Alianza Editorial (la primera data de 2003 y la segunda de 2014) no es una exhaustiva edición crítica, con prólogo, notas y bibliografía; no obstante, tiene seis pies de página. Por ejemplo, el que corresponde al apellido “Huxley” telegrafía al pie de la letra: “Thomas Henry Huxley (1825-1895), fisiólogo británico que, de 1846 a 1850, tomó parte en una expedición científica por el océano Pacífico y por Insulindia [el archipiélago malayo]. Amigo de [Charles] Darwin, fue un defensor de las teorías de éste.” Esto implica que con esa única y casi cifrada alusión novelística H.G. Wells le rinde un lúdico tributo a quien fue su mentor en The Normal School of Science de Londres. Allí, becado, estudió durante tres años, entre 1884 y 1887. Pero no se tituló y sólo lo hizo a fines de 1889 —dice el propio Wells en su Experimento de autobiografía (Espasa Calpe, 1943)— al recibir un “diploma de licenciado del Colegio de Profesores”, “con honores sólo en Zoología”. Entrañable y seminal circunstancia pedagógica que Borges menciona en su prólogo a La puerta en el muro (La Biblioteca de Babel núm. 11, Ediciones Siruela, 1984), antología de cinco cuentos de H.G. Wells: “Fue discípulo de Thomas Huxley, apodado el bulldog del darwinismo.” 

   
(Espasa Calpe, Buenos Aires, 1943)
         Y que el propio H.G. Wells refiere en su Experimento de autobiografía, precisamente en el subcapítulo “El profesor Huxley y la biología (1884-1885)”: “El día en que caminé desde mi alojamiento por el parque de Westbourne y a través de los jardines de Kensington, hasta la Escuela Normal de Ciencias, firmé a la entrada de aquel enorme edificio de ladrillos y terracota, y subí por el ascensor al laboratorio de biología, fue uno de los días más grandes de mi vida. Todos mis conocimientos hasta entonces habían sido de segunda mano, sino de tercera o cuarta. Había leído mucho, me había atestado de libros de texto, me había examinado por escrito con la convicción de que estaba muy lejos de los hechos concretos y más lejos aún de las observaciones en los pensamientos, de las cualificaciones vivientes y de las teorías de primera mano que constituyen la realidad científica. Hasta entonces yo no había tenido más que los informes impresos e insuficientes, y descuidadamente escritos con frecuencia, de los libros de texto, reproducidos en unos cuantos diagramas y grabados. Ahora, por una serie de circunstancias favorables, había obtenido el derecho de ponerme en contacto con todo aquello de que sólo había oído hablar. Aquí había microscopios, disecciones, modelos, diagramas al lado de los objetos que aclaraban, ejemplos, museos, respuestas inmediatas, explicaciones, discusiones. Y aquí estaba a la sombra de Huxley, el observador más agudo, el más generalizador, el gran maestro, el más lúcido y valiente de los controversistas. Me habían asignado a su curso de biología  elemental, y después había de ir con él también a estudiar zoología.” 

 
Thomas Henry Huxley

Retrato en Experimento de autobiografía (Espasa Calpe, 1943)
       Y Anthony West (hijo de Rebeca West y H.G. Wells) algo alude de tal circunstancia pedagógica en su libro de memorias H.G. Wells. Aspectos de una vida (Circe, 1993). En este sentido, en Experimento de autobiografía (publicado en inglés en 1934 y traducido en México por León Felipe) se observa un retrato de Thomas Henry Huxley donde posa con grandes patillas, tres voluminosos libros y un cráneo humano en la mano; mientras que Anthony West ilustra el episodio con una imagen donde el joven Wells posa con un cráneo humano en la mano y con el esqueleto de un gorila junto a él, cuyo pie de foto reza: “H.G. Wells en la Escuela Normal de South Kensington [en Londres], como alumno del curso de biología elemental del gran Thomas Henry Huxley.”

H.G. Wells en la Escuela Normal de South Kemsington, como alumno del
curso de biología elemental del gran Thomas Henry Huxley.

Retrato y pie en H.G. Wells. Aspectos de una vida (Circe, 1993)
    Lo cual remite a dos pasajes de citado subcapítulo del Experimento de autobiografía; en el primero, H.G. Wells evoca: “Aquel año que pasé en la clase de Huxley fue, sin duda, el año más educativo de mi vida. [...] Trabajé mucho en realidad todo aquel primer año. El escenario de mis trabajos estaba en el piso alto de la Escuela Normal, el Real Colegio de Ciencias, como se llama ahora, un piso que hoy se dedica a otros menesteres. Había un gran laboratorio con ventanas que daban a las escuelas de arte, provisto de mesas, pilas, grifos; y enfrente de las ventanas, estantes de preparaciones coronados por diagramas y dibujos de disección. En las mesas estaban nuestros microscopios, los reactivos, las cápsulas, animales disecados... En nuestros libros de notas apuntábamos nuestros resultados. Sobre las puertas había encerados, donde el ayudante G.B. Howes, que después fue el profesor Howes, un dibujante maravilloso y diligente, dibujaba con tizas de colores. Era un hombre, este Mr. Howes, pálido, de barba negra y muy nervioso, una especie de Svengali con gafas; ligero y vívido, y precipitado siempre, contrastaba notablemente con la reposada reflexión del maestro. El mismo Huxley daba las clases en el salón de conferencias adyacente al laboratorio, una habitación cuadrada, cubierta de estantes negros que contenían esqueletos de mamíferos y cráneos expuestos para mostrar sus homologías, una serie de modelos en cera del crecimiento de un pollo y otros materiales por el estilo. Cuando yo conocí a Huxley era un hombre viejo, de faz amarilla y cuadrada, con ojos pequeños, pardos y brillantes, agazapados en sus cuencas bajo las cejas espesas y grises, y patillas grises también. Hablaba con una voz clara y firme, sin prisa y sin rezagos, volviéndose al encerado que estaba detrás de él para dibujar algún diagrama, y sacudiéndose siempre el polvo de la tiza que se le quedaba entre los dedos, con un gesto de disgusto antes de resumir. Por entonces estaba enfermo, y Howes, inquieto, nervioso y brillante, tomaba su puesto, hablando y dibujando sin respiro y dejando el encerado siempre lleno de líneas graciosas de colores. Detrás del auditorio había cortinas que daban al museo dedicado a los vertebrados. Se decía que cuando Huxley daba clases, Carlos Darwin solía a veces sentarse detrás de aquellas cortinas a escuchar, hasta que su amigo y compañero terminaba. Entonces sólo hacía un año, poco más o menos, que había muerto Darwin (murió en 1882).” En el segundo pasaje, Wells apunta: “Este curso de biología de Huxley era pura y estrictamente de carácter científico. No tenía más fin que el crecimiento, el escrutinio y la perfección de la ciencia dentro de su campo. Jamás supe de aplicaciones prácticas o negocios a donde llevar lo que estábamos aprendiendo allí, y, sin embargo, los beneficios de la economía y de la higiene que han surgido de la labor biológica en los últimos cuarenta años han sido inmensos. Pero estos aspectos eran desdeñados en nuestro estudio. Durante aquel año me encontré cada vez más pobre. Mal alimentado y no muy bien alojado. Pero esto no me importaba nada cuando consideraba la vida que estaba surgiendo en mi mente. Trabajé sin descanso y pasé un año, más feliz aún, que el que había pasado en Midhurst. Me vi un poco embarazado por la irregularidad y la inseguridad de mi educación general, pero, a pesar de ello, fui uno de los tres estudiantes que componía la primera clase en los exámenes de zoología que sirvieron de prueba a nuestra labor.”  
   
H.G. Wells en 1876

Retrato en Experimento de autobiografía (Espasa Calpe, 1943)
       Vale añadir que páginas antes, Wells bosqueja su estancia en Midhurst, pueblito del condado de West Sussex, donde entre 1883 y 1884 fue profesor de niños en una casa-escuela, y donde dio una nocturna y rudimentaria clase sobre varias de las “materias del plan científico del Departamento de Educación”, y donde en secreto concursó para obtener la beca que lo convirtió en alumno de Huxley (influjo que se refleja en el hecho de que su primer libro publicado, dice, fue un pedagógico y escolar Texto de biología): “El Departamento de Educación de aquella época no estaba muy satisfecho con la clase de ciencia que enseñaba en el país, y trataba de reunir sus clases desperdigadas en escuelas de ciencia organizada para producir así un tipo mejor de maestro que el de los graduados clásicos, clérigos, etc., en quienes había confiado hasta entonces. Se enviaron con este objeto circulares a los que en los exámenes habían obtenido mejores notas, y en estas circulares se ofrecía un número determinado de becas, libres de todo gasto, para estudiantes en la Escuela Normal de Ciencias en South Kensington, con una guinea a la semana para el mantenimiento durante el curso y un billete de segunda clase para ir a la capital. Yo leí aquel papel azul con desconfianza, lo llené en secreto y con nerviosidad y me encontré de pronto que me habían aceptado como ‘teacher in training’ por un año en el curso biológico del profesor Huxley, el gran profesor Huxley cuyo nombre veía en los periódicos y era conocido en todo el mundo.”
H. G. Wells
           Vale puntualizar, entonces, que Edward Prendick, el náufrago británico que incidentalmente se refugia en la minúscula isla del doctor Moreau, en su primera conversación le dice “que había pasado algunos años en el Royal College of Science [nombre posterior de la citada Normal School of Science de Londres], y que había llevado a cabo ciertas investigaciones biológicas bajo la dirección de Huxley”. Lo cual calma un poco el agresivo recelo, la neurosis y la suspicacia de Moreau (estuvo a punto de abandonarlo en el mar), y por ello le dice falaz: “Da la casualidad de que todos los que estamos aquí somos biólogos. Esto es, en cierto modo, una estación biológica”. Y el hecho de la pequeña isla del doctor Moreau se localice en algún lugar del Océano Pacífico Sur (no muy lejos del entorno de Apia, puerto de la isla de Samoa), quizá también sea un guiño o un tributo o un homenaje a su inolvidable y vertebral maestro Thomas Henry Huxley. (Dice su memorioso discípulo en su Experimento de autobiografía: “Nuestra principal disciplina era el análisis riguroso de la estructura vertebrada, de la embriología vertebrada y de la sucesión de las formas vertebradas en el tiempo. Nosotros sentíamos que nuestra tarea particular era determinar relaciones de grupos mediante la crítica más aguda de la estructura.”) Quien, por cierto, fue abuelo del escritor Aldous Huxley (1894-1964), autor de la novela Un mundo feliz (1932), piedra angular en el devenir de la ciencia ficción durante el siglo XX y XXI, cuyo término en inglés sience-fiction se atribuye a Hugo Gernsback (1884-1967), editor de Amazing Stories, revista norteamericana, especializada en el género, que empezó a circular en Nueva York en abril de 1926. 

Aldous Huxley
     
(Nueva York, abril de 1926)
         La isla del Dr. Moreau
, una envolvente y fantástica novela de aventuras con su incipiente y anacrónica pátina de ciencia ficción, se divide en un prólogo y veintidós capítulos con números y apropiados rótulos. Ese preámbulo está escrito y firmado por Charles Edward Prendick, sobrino del otrora náufrago Edward Prendick, quien al parecer había decidido dedicarse en el Pacífico Sur “a las ciencias naturales para huir del aburrimiento de una holgada independencia”. El tío Edward Prendick ya murió y su sobrino halló, entre sus póstumos papeles, el manuscrito de las memorias que prologa y publica, pese a que el tío no dejó alguna “nota que indicara expresamente el deseo de su publicación”. Según dice el sobrino, “La única isla que se conoce en la zona en que mi tío fue rescatado es la Isla de Noble, un pequeño islote volcánico completamente deshabitado.” Y por lo que luego se pormenoriza a lo largo de las novelescas memorias del tío, ese “pequeño islote volcánico” sin arcilla fue el ámbito de su supervivencia y de los aventurados y crueles experimentos con animales hechos por el doctor Moreau. Según se lee en la “Introducción” del sobrino, “El 1 de febrero de 1887” su tío Edward Prendick (“un caballero particular”) zarpó del Callao (al parecer el puerto del Perú) a bordo del Lady Vain en calidad de pasajero; barco que “naufragó tras colisionar con un pecio cuando navegaba a 1° de latitud sur y 107° de longitud oeste”; y por ende el tío “había sido dado por muerto”. Según el sobrino, “El 5 de enero de 1888, es decir, once meses y cuatro días después” del naufragio del Lady Vain, su tío Edward Prendick “fue rescatado a 5° 3’ de latitud sur y 101° de longitud oeste en un pequeño bote cuyo nombre era ilegible, pero que al parecer perteneció a la desaparecida goleta Ipecacuanha. Su relato fue tan extraño que lo tomaron por loco.” 

    Vale adelantar que en el último capítulo de sus memorias, Edward Prendick dice que al tercer día de haber zarpado de la isla del doctor Moreau a bordo de ese bote del Ipecacuanha (con un comprensible aspecto de sucio salvaje y greñudo cavernícola delirante), “fue rescatado por un bergantín que cubría la ruta entre Apia y San Francisco.” Apia es el susodicho puerto de Samoa, isla de la Polinesia, en Oceanía; y San Francisco sin duda es el consabido puerto norteamericano de California. Pero Edward Prendick (especie de alter ego de H.G. Wells) regresó a Londres con cierta psicosis y muy misántropo y por ello, luego de una consecutiva terapia con un psiquiatra que durante varios años ha tratado de conjurar su fobia y sus esquizoides visiones (cuyos rescoldos no se apagan por completo y a veces brotan), concluye sus días terrenales viviendo en el campo (y no en Londres) distanciado de la gente y entregado a la lectura, a la experimentación química y a la observación de la bóveda celeste. Según apunta en el idílico y poético broche final de sus circulares memorias: “Me he alejado del caos de las ciudades y de las multitudes, y me paso el día rodeado de libros doctos, de ventanas llenas de luz en esta vida iluminada por las resplandecientes almas de los hombres. Veo a pocos extraños, y mi servicio doméstico es muy reducido. Dedico los días a la lectura y a los experimentos de química, y paso muchas noches claras en el laboratorio de astronomía. El brillo de las estrellas me produce, aunque no sepa cómo ni por qué, una sensación de paz y seguridad infinitas. Creo que es allí, en las vastas y eternas leyes de la materia, y no en las preocupaciones, en los pecados y en los problemas cotidianos de los hombres, donde lo que en nosotros pueda haber de superior al animal debe buscar el sosiego y la esperanza. Sin esa ilusión no podría vivir. Y así, en la esperanza y la soledad, concluye mi historia.”
   
H.G. Wells en Australia (1939)

Retrato en H.G. Wells. Aspectos de una vida (Circe, 1993)
      El doctor Moreau, el propietario y mandamás de la isla, de “por lo menos un metro ochenta” de estatura y el pelo blanco, tiene por mano derecha y segundo de a bordo a un tal Montgomery, quien es el joven treintañero que propició el rescate de Edward Prendick cuando solitario, sin agua, inconsciente y moribundo iba a la deriva en un bote tras el naufragio del Lady Vain. Al descubrirlo en el vaivén del mar, el rubio Montgomery y el negroide M’ling, su raro ayudante, iban de regreso a la isla del doctor Moreau a bordo de la citada goleta Ipecacuanha, propiedad de John Davies, su alcohólico, melenudo y pelirrojo capitán, “tocado con una gorra blanca”. Montgomery pudo auxiliarlo y reanimarlo con inyecciones y brebajes porque estudió medicina en Londres (cinco aciagos años, dice, de “mala comida, alojamientos miserables, ropas raídas, vicios lamentables”). Pero tras llegar a las inmediaciones de la isla del doctor Moreau, Edward Prendick de nuevo estuvo a punto de convertirse en un náufrago a bordo del mismo bote del Lady Vain (que había sido remolcado y “estaba medio lleno de agua, sin remos ni provisiones”), pues el irascible, borrachín, racista y lépero capitán John Davies se negó a transportarlo en su goleta (al parecer se dirigía a Hawai) y el necio y egocéntrico doctor Moreau se opuso a darle refugio en la isla. No obstante, tras un breve lapso de terror a la deriva, la lancha de Moreau, bajo la persuasión de Montgomery, regresó por él; barcaza donde previamente fue acarreado el cargamento de provisiones y de animales que Montgomery y su ayudante traían en la goleta Ipecacuanha. Según le dice Montgomery a Prendick en ese episodio preliminar, el Ipecacuanha “Es un pequeño mercante que viene de Arica y Callao”, y que él viene de Arica, que es un puerto de Chile. Pero más tarde Prendick sabrá que en realidad retornaba de un puerto de África, a donde Montgomery iba una vez al año, y donde “Apenas se relacionaba con la gente en aquel pueblecito marinero de mulatos españoles.”
    Ya en la isla y a regañadientes, el doctor Moreau dispone que Prendick se hospede en la habitación de Montgomery (donde hay una tumbona, una hamaca y una estantería con “libros viejos, principalmente obras de cirugía y ediciones de los clásicos latinos y griegos”), que es un cuarto que introduce a un patio interior y luego al recinto de piedra donde el doctor tiene su laboratorio y realiza sus experimentos. Un lugar prohibido para Prendick y por ende la puerta que da al patio interior y que lleva a él debe estar siempre cerrada con llave; “es una especie de cámara de Barba Azul”, le dice Moreau. 
    Ni Montgomery ni Moreau le revelan ipso facto qué tipo de investigaciones realiza el doctor en ese secreto laboratorio. Ante sus interrogantes, Montgomery, pese a que le dice que la “isla es un lugar infernal”, trata de despistarlo y le responde con tonteras y evasivas. Pero Edward Prendick, ineludiblemente y desde que llegó, al unísono de los rugidos y aullidos del puma (traído en una jaula en el Ipecacuanha) que constantemente oye desde su cuarto, elucubra sobre las rarezas físicas de los grotescos y feísimos habitantes que pueblan la isla (casi todos con las manos malhechas, deformes e incompletas, y dizque incapaces de reír), empezando por el negroide M’ling, el feo ayudante de Montgomery (que tiene “las orejas puntiagudas y cubiertas de un vello fino de color marrón”), y por los “tres hombres vendados”, oscuros y extraños, que iban en la citada lancha del doctor Moreau, los cuales ayudaron con el acarreo de las provisiones y de los animales (el puma, una llama, seis perros, una veintena de conejos), que “Hablaban entre sí en tono gutural” y que a él le parece “una lengua extranjera”.
    Pronto el retintín del apellido del doctor lo traslada a diez años antes en Londres, cuando Edward Prendick era “un chaval” y Moreau “debía tener” “unos cincuenta años” y “era un eminente cirujano”, célebre por sus descubrimientos “sobre la transfusión de sangre” y su “investigación sobre tumores malignos”. Entonces, según dice, supo de él a través de un folleto, publicado por un editor sensacionalista, que incitó su expulsión de Inglaterra tras exponer ante la opinión pública, y frente a la ética y a los escrúpulos de la comunidad médica, la “crueldad desmesurada” de sus experimentos. Según evoca, el titular del folleto voceaba: “¡Los horrores de Moreau!” Y, dice, “El mismo día de su publicación, un pobre perro, desollado y mutilado, escapó del laboratorio de Moreau.” El caso es que Prendick, que aún ignora lo que ocurre en la isla, se pregunta: “¿Qué significaría todo aquello? Un vivisector de mala fama y esos hombres tullidos y deformes...” 
    Llega el momento en que Edward Prendick, que desde su cuarto no ha dejado de oír los terribles y desquiciantes alaridos del puma (parece que lo martirizan), tiene la certeza de que en el laboratorio “¡Estaban torturando a un ser humano!” Entonces cruza la puerta prohibida y en el patio ve que “Un aterrorizado galgo de caza gañía y se retorcía de dolor” y que “En el fregadero había sangre, sangre oscura, mezclada con sangre escarlata”. Y “Luego” [dice], a través de una puerta abierta, bajo la imprecisa claridad de la penumbra interior, vislumbré algo dolorosamente atado a una estructura, lleno de cicatrices, rojo y vendado.” 
 
Fotograma de La isla del Dr. Moreau (1996)
        Aterrorizado, Prendick no tarda en suponer “que Moreau estaba practicando la vivisección con un ser humano” y que él es un cebado e inminente conejillo de Indias de “esos repugnantes canallas” (Montgomery y el doctor), y que “la isla sólo estaba habitada por los dos vivisectores y sus víctimas” (los grotescos y feos humanoides), y que algunas de ellas podrían ser obligadas a atacarlo. En su súbita huida del recinto, sólo lleva “una endeble estaca con un clavo en la punta, una ridícula parodia de maza”, que sin embargo no duda en emplear hasta que la pierde en una caída (ni tampoco duda en usar un revólver cuando lo tiene en su poder). No lleva alimentos ni agua y, pese a su formación biológica, desconoce “por completo la botánica”, por lo que no puede consumir “las raíces o los frutos que allí crecían”. Andando en la selvática floresta, se le acerca el Hombre Mono, o sea “la simiesca criatura que aguardaba a la lancha en la playa” cuando él llegó a la isla. Pese que el Hombre Mono habla con la legendaria y mítica torpeza de Tarzán y es “poco menos que idiota”, lo lleva a “las cabañas”, donde tiene su “casa” y hay comida.
     “Las cabañas” son en realidad una pestilente y oscura gruta donde los monstruos de la isla tienen sus guaridas. Según Prendick, “era un estrecho pasillo entre altas paredes de lava, con una abertura en su rugosa caída, y, a ambos lados, montones de palletes, hojas de palma en forma de abanico y cañas apoyadas contra la pared formaban un conjunto de impenetrables, toscas y oscuras madrigueras. El tortuoso sendero que ascendía por el barranco apenas superaba los tres metros de ancho y estaba cubierto de fruta podrida y otros desperdicios, lo que explicaba el desagradable hedor del lugar.” Pero el epicentro de ese reducto terrícola infestado de horrendas bestias es que allí se oficia, en la semioscuridad del semicircular hipogeo, un dogmático ritual que oficia “el Recitador de la Ley”, un supuesto “Hombre de Pelo Plateado”, es decir, un monstruo “cubierto de pelo gris, como un skye-terrier”, que habla con un “acento inglés” “asombrosamente correcto”. Prendick, como si estuviera preso en un campo de concentración enemigo, se ve obligado a repetir y a hacer la mímica de la “estúpida fórmula”; una cantinela que rezan y corean los miembros de la subterránea secta, mientras todos “se balanceaban hacia los lados, dándose con las manos en las rodillas”. Por ejemplo, repiten a capela: “No caminarás a cuatro patas: ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?” “No sorberás la bebida; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?” “No comerás carne ni pescado; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?” “No cazarás a otros Hombres; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?” Y a esa “larga lista de prohibiciones” (“demenciales, imposibles e indecentes”, que algunos quebrantan en secreto), añaden una especie de coda, un rezo donde rinden pleitesía y reconocimiento vocal a su tácito y todopoderoso Creador: “Suya es la Casa del Dolor.” “Suya es la Mano que crea.” “Suya es la Mano que hiere.” “Suya es la Mano que cura.” Y así, camuflado en la tribu (una parodia de etnia salvaje y cavernícola), atestigua las menudencias de esa extraña “ceremonia absolutamente demencial”. Según deduce allí, “Moreau, tras animalizar a aquellos hombres, había infectado sus cerebros enanos con una especie de deificación de sí mismo”. 
 
Fotograma de La isla del Dr. Moreau (1996)
      Edward Prendick al parecer no se equivoca en lo segundo, pero sí en lo primero. Es decir, cuando Moreau logra acercársele en la gruta y más o menos lo apacigua y le empieza a explicar con latinajos sus razones y el intríngulis de sus experimentos, le aclara que esos seres monstruosos (que se asustan y controlan con el chasquido del látigo y a latigazos) no son humanos sino animales viviseccionados, sometidos en el laboratorio a “Un proceso de transformación en seres humanos”, algunos hechos con trozos de distintos ejemplares. Por ejemplo, el negroide M’ling (el servil, tontorrón y poco diestro ayudante de Montgomery) es “un cruce de mono y cabra”, que además “vive en una perrera detrás del recinto”; el Hombre Mono, orgulloso de sus cinco dedos e incontinente parlanchín con dos dedos de frente, es “un oso mezclado con perro y buey”; y la Osa-Zorra, maloliente y desagradable, es una “mezcla de zorro y osa”.
   Pese a que no confía en Montgomery y mucho menos en Moreau, tras esa primera aclaración y tras recibir el par de revólveres de sus anfitriones, Prendick accede a regresar al recinto, donde el doctor, quizá sólo para oírse a sí mismo, o para que lo entienda y se vuelva cómplice y auxiliar suyo, le hace un recuento de su ideario y de sus experimentos hasta el presente; es decir, según le dice: su praxis “Desde hace veinte años (contando los nueve que pasé en Inglaterra)”. Según Montgomery, quien dejó la Gran Bretaña desde hace once o diez años siguiendo a Moreau, éste “En total había creado casi ciento veinte Monstruos”, de los cuales en ese momento hay “poco más de sesenta”, “sin contar las monstruosidades menores que vivían entre la maleza y carecían de forma humana” (en su huida Prendick llega a ver “Tres extraños saltamontes de color rosa, grandes como gatos”). Pero el egocéntrico, intrínseco y megalómano objetivo de los experimentos del doctor Moreau él mismo lo resume y proyecta en una frase que le suelta a su inesperado huésped: “Esta vez acabaré por completo con el animal, esta vez haré una criatura racional de mi propia invención.” Que para el caso es el puma que llegó a la isla al mismo tiempo que Prendick y que tanto lo horrorizó al oírlo desde su habitación y más todavía al descubrirlo sanguinolento y con vendas en el secreto laboratorio. “Tengo esperanzas en ese puma: he trabajado intensamente en su cabeza y en su cerebro...”, le dice.
 
Fotograma de La isla del Dr. Moreau (1996)
       Tras el señalamiento que le hace Prendick de que “estos animales hablan”, Moreau alude con vaguedad “la ciencia del hipnotismo”. Pero todo indica que le miente cuando le informa que él no es la causa de que los monstruos se agrupen en las guaridas y que tengan una especie de sociedad y un credo al que llaman “la Ley”: “Son ellos quienes se marchan. Los echo cuando empiezo a descubrir en ellos al animal, y lo cierto es que se van allí. Temen esta casa [la llaman ‘la Casa del Dolor’] y me temen a mí. Lo que hay allí es una especie de parodia de la humanidad [...] Es asunto suyo. A mí me producen una terrible sensación de fracaso. No me intereso por ellas. Supongo que siguen las directrices del misionero canaca y llevan un remedo de vida racional, ¡pobres bestias! Hay algo a lo que llaman la Ley. Cantan himnos, construyen sus propias guaridas, recogen fruta de los árboles y arrancan hierbas; incluso se casan. Pero yo veo más allá de todo eso, veo el interior de sus almas y sólo encuentro el alma de las bestias, bestias perecederas, su cólera y el deseo de vivir y satisfacerse a sí mismas... Y sin embargo, son extrañas, complejas, como todo ser vivo. Hay una especie de creciente rivalidad entre ellas, parte vanidad, parte instinto sexual inútil, parte curiosidad inútil. El resultado es para mí una vana burla.” 
   Vale acotar que ese misionero de raza amarilla que Moreau menciona en su perorata, era —según le dijo a Prendick en ese mismo recuento—, uno de los seis canacas, ya fallecidos, que llegaron a la ínsula, “Hace casi once años”, con él y Montgomery: “una especie de misionero que le enseñó a leer” al primer hombre que Moreau creó en la isla con un gorila, “o al menos a deletrear, y le inculcó ciertos conceptos morales básicos. Pero, al parecer, las costumbres de la bestia dejaban mucho que desear.”  
(Sur, Buenos Aires, 1952)
   En este sentido, vale observar que el dogmático, impositivo y totalitario credo de “la Ley”, además de proveerles de cierta socialización y cohesión grupal y de someter a los sectarios miembros de la horda a una especie de reglamentaria lobotomía en la que los monstruos apelan a una supuesta naturaleza humana que debe prevalecer en ellos sobre su intrínseca y salvaje animalidad, resulta, a todas luces y como lo observó Prendick, una especie de deificación que Moreau hizo de sí mismo, pues en el rito y en sus versículos lo adoran y deifican a él y no a otro; por ende, esa parodia de subterráneo culto judeocristiano y de hilarante parodia de tabla mosaica que recitan, danzan y percuten los monstruos en la oscuridad del semicircular hipogeo, no parece ser el producto de un proceso de enseñanza-aprendizaje inculcado por un bienintencionado misionero canaca, sino un híbrido y malévolo implante dizque humanizante y civilizatorio (pergeñado y acuñado para ejercer el dominio ideológico y la manipulación de la conducta) de un locuaz diosecillo bajuno o demiurgo menor idéntico al doctor Moreau, aspirante a monarca absolutista de su propia distopía y pretendido semidiós creador de su propia especie y progenie (no en vano Borges refleja ese oscuro y sectario culto en un corrosivo espejo: “conventículo de monstruos sentados que gangosean en su noche un credo servil es el Vaticano y es Lhasa”, y es el yihadista DAESH, añadiríamos ahora), más aún si se recuerda que Moreau le revela a Prendick en esa sesión explicativa: “Además, soy un hombre muy religioso, Prendick, como ha de ser todo hombre en su sano juicio. Puede que yo crea haber visto más caminos del Hacedor que usted, porque he seguido Sus leyes, a ‘mi manera’, durante toda mi vida, mientras que usted, según tengo entendido, se ha dedicado a coleccionar mariposas. Y le aseguro que el placer y el dolor no tienen nada que ver con el cielo o el infierno. ¡Placer y dolor! ¿Qué son sus éxtasis teológicos sino las huríes de Mahoma, pero en la oscuridad? Esta reserva de hombres y mujeres agredidos por el dolor y el placer, Prendick, llevan la marca de la bestia, la marca de la bestia de la cual proceden. ¡Dolor! El dolor y el placer serán para nosotros una característica sólo mientras nos movamos entre el polvo...”
   Apenas “siete u ocho semanas” (o “quizá más”) después de la llegada de Edward Prendick a la isla ocurre la sonora “catástrofe” que trastoca de raíz los cimientos del entorno. El torturado, tumefacto y sanguinolento puma rompe los grilletes y escapa del recinto. En la violenta huida, Prendick queda con un brazo roto. Y poco después él y Montgomery descubren los restos mortuorios de la bestia y del doctor Moreau. Para que no cunda el caos ante la pérdida de Moreau, Prendick, como si fuera el pitoniso de huitlacoche o el visionario profeta del nopal que vislumbra en un islote el águila devorando una mazacuata prieta, proclama ante los crédulos monstruos que presencian el hallazgo de los restos del supuesto patriarca: “¡Hijos de la Ley! ¡Él ‘no’ ha muerto!” “Ha cambiado de forma. Ha cambiado de cuerpo”. “Durante algún tiempo no lo veréis. Está... allí” (señala “hacia lo alto” con su dedo flamígero), “y desde allí os vigila. Vosotros no lo veis, pero Él sí os ve a vosotros. ¡Respetad la Ley!”. El caso es que parece que los supersticiosos monstruos le creen, entre ellos el Recitador de la Ley, quien nombra a Prendick con pensamiento bíblico: “Hombre que camina por el mar”. Y esto parece el preludio de una época en la que él o Montgomery o algún monstruo representará la reencarnación o el glorioso regreso del soberano y diosecillo bajuno que ve y manda desde lo alto empuñando el cetro del poder y restallando su todopoderosa voz de trueno. Pero tal cosa no sucede y más bien se torna el preámbulo de la degradación y fin de la delirante invención de Moreau. 
   Montgomery, afectado desde el principio por su dipsomanía, escepticismo y apego a ciertos monstruos (e incapaz de huir de la isla, de sí mismo y de Moreau), no resulta nada razonable. Y en medio de una francachela con un grupo de monstruos que prueban los efectos del coñac que les brinda, organiza en la playa la quema del par de lanchas que hay en la ínsula, previendo y frustrando la posibilidad de que Prendick se fugue. Al salir precipitadamente hacia la hoguera en la playa, Prendick vuelca una lámpara sobre unos baúles, cuyas llamas provocan el incendio y destrucción de todo el recinto. Cerca de la fogata donde arden los tablones de las lanchas, Prendick ve el cuerpo degollado de M’ling; mientras Montgomery, tirado bajo el cadáver del Recitador de la Ley, agoniza y fallece con las garras de éste en el cogote. 
 
DVD de La isla del Dr. Moreau (1996)
       Látigo en mano y gritando recriminaciones, postraciones, amenazas y órdenes a mansalva (“¡Saludad!”, “¡Inclinaos ante mí!”) de nuevo parece que Prendick será el nuevo califa y barrigón reyezuelo de la isla de los monstruos. “El Maestro y la Casa del Dolor volverán otra vez. ¡Ay de aquel que quebrante la Ley!”, les amaga. Y si bien al inicio de ese período se le acerca un Hombre Perro (San Bernardo) que lo llama “Maestro” y se declara su fiel “esclavo” y lo tilda con un pensamiento mágico semejante al palimpsesto bíblico que le endilgara el Recitador de la Ley: “¡oh tú que caminas sobre las aguas!”, también reaparece, en el selvático y agreste escenario, un quebrantador de “la Ley” (¡oh Judas!), el feroz, peligroso, ágil y ovijerde Hombre Leopardo, que no reconoce su pretendida autoridad y por ello lo confronta y se convierte en su latente peor enemigo. Para protegerse y resguardarse, Prendick se va con los monstruos a subsistir en las guaridas del hediondo barroco.
    Según apunta Edward Prendick, “Así empezó el período más largo de mi estancia en la isla del doctor Moreau”; “diez meses que pasé en compañía de aquellas bestias semihumanas”. Sin embargo, no todo el tiempo estuvo confinado en las guaridas, ni se convirtió en el dictadorzuelo resucitado del “más allá”, ni en el nuevo revelador y recitador de “la Ley”. Paulatinamente los monstruos, todos con consubstanciales deficiencias mentales, perdieron su capacidad de hablar a la Tarzán (quizá les faltaba el “educativo” tratamiento hipnótico en dosis precisas y controladas) y poco a poco se fueron animalizando. Se convirtieron en monstruosos animales muy peligrosos para él (carnívoros y promiscuos) y por ende abandonó las pestilentes guaridas. Incluso olvidaron “el arte del fuego y sentían hacia él un renovado temor”. Lo cual le sirvió para protegerse, convertido ahora en un solitario fugitivo atrapado en una isla infestada de fieras salvajes (su fiel San Bernardo, ya sólo perro, muere en un ataque del Hombre Leopardo); un sigiloso y camuflado cavernícola que dormía de día y andaba alerta cada noche, pues según dice, cuando “No debían quedar más de veinte carnívoros”, “Casi todos pasaban el día durmiendo, y la isla le habría parecido desierta a cualquier recién llegado; pero de noche el aire se poblaba de gritos y aullidos.”
 
The Island of Dr. Moreau (London, 1896)
        Durante esos diez meses de pesadilla no dejó de otear y escudriñar el océano ni de suponer que algún navío podría rescatarlo. Por ello solía mantener el fuego de una fogata para que el humo diera visos de su presencia en la pequeña ínsula. También “Confiaba en el regreso anual del Ipecacuanha, pero nunca llegaba.” Pues Montgomery, a bordo de esa astrosa goleta (“cascarón”, la llamó), “Sólo una vez al año iba a África para negociar con el agente de Moreau, tratante de animales.” Pese a su torpeza manual, carencia de materiales y de herramientas e ignorancia de la carpintería, dos veces intentó construirse una balsa. La primera vez que lo logró, su “falta de sentido práctico” se hizo evidente porque la armó “a más de un kilómetro del mar, y antes de poder arrastrarla hasta la orilla se había hecho pedazos”. Pero su siempre anhelada salvación llega el sorpresivo día en que “Hacia el sudeste” atisba una vela (un intenso episodio contado con la detallista maestría, amena y visual, que distingue lo mejor de la narrativa de H.G. Wells, entre la que figura La isla del Dr. Moreau). Tras una noche en que trabaja sin descanso para mantener el fuego de una fogata que lo haga visible, cuando ya está cerca el bote que divisó el día anterior, ve que “Había dos hombres a bordo, uno en la proa y otro en el timón.” Prendick se agita con saltos y movimientos y se desgañita para que lo oigan y lo vean. Pero nada ocurre. Los hombres permanecen inmóviles y la barca va a la deriva, como en zigzag. Así que espera a que la corriente la arrastre hasta la arena. Según dice, “Los hombres que la ocupaban estaban muertos, llevaban muertos tanto tiempo que se cayeron a pedazos cuando intenté desembarcarlos. Uno de ellos tenía una melena roja como la del capitán del Ipecacuanha, y en el fondo del barco había una gorra blanca, muy sucia.” 
   
H.G. Wells con su primer traje de etiqueta (enero, 1895)

Retrato y pie en H.G. Wells. Aspectos de una vida (Circe, 1993)
      Esa errante barcaza con dos muertos (que evoca el barco errante repleto de hediondos cadáveres que atisba el náufrago Arthur Gordon Pym) es el bote que le sirve a Edward Prendick para irse por fin de la isla con un barril de agua y navegar “a la deriva durante tres días” con su pinta de esmirriado, greñudo, mugroso y loco troglodita, hasta que lo rescató el susodicho “bergantín que cubría la ruta entre Apia y San Francisco”.


Herbert George Wells, La isla del Dr. Moreau. Traducción del inglés al español y notas de Catalina Martínez Muñoz. El libro de bolsillo (L94), Alianza Editorial. 2ª edición. Madrid, 2014. 192 pp.


martes, 7 de junio de 2016

Borges oral

Todos es una abstracción y cada uno es verdadero

Coeditado por primera vez en Buenos Aires, en 1979, por Emecé Editores y la editora de la Universidad de Belgrano, Borges oral fue incluido póstumamente, por María Kodama, en el tomo IV de las Obras completas de Jorge Luis Borges, volumen impreso en 1996, en Barcelona, por Emecé Editores; y luego, en 2005, en el tomo 4 de las Obras completas de Jorge Luis Borges, “al cuidado de Sara Luisa del Carril”, editadas por Emecé en Buenos Aires.
(Emecé, 1ª ed., Barcelona, 1996)
  Cada una de las cinco conferencias que integran Borges oral presenta, al término, la fecha en que fue expuesta: “El libro”, mayo 24 de 1978; “La inmortalidad”, junio 5 de 1978; “Emanuel Swedenborg”, junio 9 de 1978; “El cuento policial”, junio 16 de 1978; y “El tiempo”, junio 23 de 1978. 

(Emecé, 3ª ed., Buenos Aires, 2005)
  Y si la edición de Borges oral en el tomo IV (y también en el tomo 4) de las póstumas Obras completas incluyó el breve prólogo que el autor fechó en “Buenos Aires, 3 de mayo de 1979”, donde llama “clases” a sus conferencias, se eliminó tanto el prefacio del doctor Avelino José Porto —entonces rector de la Universidad de Belgrano—, la anónima “Semblanza biográfica” sobre el expositor y la postrera nota de Martín Müller en la que refiere algunas minucias de la vida de Borges referentes a su ceguera y a sus inicios como conferencista, más algunos detalles sobre las “cinco clases” y sobre las corregidas transcripciones de lo grabado en las cintas magnetofónicas, que él transcribió ex profeso.          Pero también, Martín Müller alude la condición de elegido que Borges solía infundir en más de hechizado y boquiabierto escucha: “Quienes asistieron a este ciclo pueden hoy atestiguar la gran capacidad de Borges para lograr esa cálida comunicación que permite a cada espectador sentirse único y solo, tan único como si Borges sólo se dirigiera a él, como si lo hubiera elegido como único interlocutor entre todos los presentes.” Circunstancia que el conferencista refirió en un pasaje de “El libro”: “quiero que sea como una confidencia que les realizo a cada uno de ustedes; no a todos, pero sí a cada uno, porque todos es una abstracción y cada uno es verdadero”.

(Emecé/EB, 5ª impresión, Buenos Aires, 1997)
  Tal comunión coincide o parte de una consabida y legendaria estrategia del propio Borges, en el sentido de que al principio de su labor de conferencista (en 1946, en el Colegio Libre de Estudios Superiores), para vencer su miedo a la multitud, tras bambalinas, solía darse un trago de guindado y pensar que se dirigía a una sola persona, única y exclusiva. Pero sólo en sus comienzos, se deduce, pues luego y como se sabe, disfrutó ese trabajo que lo hizo ganar montañas de dinero a la Rico MacPato y viajar por el interior de la Argentina, del Uruguay, de Estados Unidos, de Gran Bretaña, de Europa, de América Latina, por el Medio Oriente y el Japón. “Georgie, que era tan callado, cuando se largó a hablar, no lo paró nadie”, dijo doña Leonor Acevedo, su madre, según consigna María Esther Vázquez en su biografía: Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, 1996).

Borges y su madre
       El conferencista Borges, dada su íntima e individual experiencia, solía decir que el autor no elige los temas de sus cuentos y poemas, sino que éstos lo eligen a él. También decía que no sólo el individuo elige el libro que va a leer, sino que éste lo elige a él. Planteamiento borgeano que se puede encontrar, por ejemplo, en un fragmento del magnético prefacio (o especie de declaración de principios) que antecede a cada prólogo de 72 de los 75 libros que componen la legendaria serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, que éste seleccionó ex profeso con el auxilio de María Kodama: 

   “María Kodama y yo hemos errado por el globo de la tierra y del agua. Hemos llegado a Texas y al Japón, a Ginebra, a Tebas, y, ahora, para juntar los textos que fueron esenciales para nosotros, recorremos las galerías y los palacios de la memoria, como San Agustín escribió.
“Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio que no descifran ni la psicología ni la retórica. La rosa es sin por qué, dijo Angelus Silesius; siglos después, Whistler declararía El arte sucede.”
Borges y María Kodama
  “El libro”, la primera de las cinco conferencias, es una especie de exultante oda al libro, dadas sus inherentes bondades como “extensión de la memoria y de la imaginación” y del conocimiento, y dado el consubstancial hecho de que el autor lo veía “no menos íntimo que las manos y los ojos”. Borges —después de una somera reflexión y análisis sobre ciertos libros sagrados, mitológicos, filosóficos e históricos— siguiendo a Emerson y a Montaigne, dice allí “que debemos leer únicamente lo que nos agrada, que un libro tiene que ser una forma de la felicidad”. Sugerencia y planteamiento ideal y hedonista que parece único (quizá lo sea) para que surja y se viva la experiencia estética; mismo que a lo largo de los años repitió ante mil y un escuchas de distintos ámbitos y de diferentes latitudes e idiomas. 

Se puede estar en desacuerdo, o más o menos en desacuerdo, con una frase que el sofista Borges le cita a San Anselmo: “Poner un libro en manos de un ignorante es tan peligroso como poner una espada en manos de un niño”, y contraponerle un aforismo de Lichtenberg: “Un libro es como un espejo: si un mono se asoma a él no puede ver reflejado a un apóstol.” Pero también se pueden discutir algún comentario del propio Borges que el lector puede localizar a su antojo; por ejemplo, dice: “un periódico se lee para el olvido, un disco se oye asimismo para el olvido, es algo mecánico y por lo  tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.” Lo cual recuerda las palabras que Alejandro Ferri, en “El Congreso” —su cuento con matices autobiográficos—, dizque le oyó decir a su colega y poeta José Fernández Irala: “que el periodista escribe para el olvido y que su anhelo era escribir para la memoria y el tiempo”. Pues pese a que ningún hereje o acólito de hueso colorado se traga por completo la píldora que estipula el conferencista, el individual y efímero diálogo del lector con las notas y reportajes periodísticos —más aún si se trata de un medio impreso (o electrónico en la era digital) que no excluye distintas y antagónicas vertientes de análisis y de crítica— enriquece la discusión y difusión de las ideas y la memoria personal, e ineludiblemente contribuye al enriquecimiento de la memoria social, política, democrática, histórica e idiosincrásica (¿o para qué se edifican y alimentan las descomunales hemerotecas y los laberínticos archivos públicos?). En este sentido, casi resulta tautológico recordar que los mass media no sólo inciden en la cosificación, masificación y manipulación industrial de las conciencias (diría Hans Magnus Enzensberger) a las que son tan proclives los centros neurálgicos, rectores y manipuladores del poder político, económico e ideológico, transnacional y nacional. 
CD: Borges por él mismo (Visor, Madrid, 1999)
Contraportada
  Asimismo, ante la consabida sordera de Borges (no en lo que concierne a las palabras y a la poesía), la música grabada en un disco también puede ser una forma de felicidad, de vivir y revivir la individual (o compartida) experiencia estética las veces que se quiera y no sólo una desenfrenada eclosión de frívolas emociones, que tampoco son prohibitivas ni excluyentes. “Todo tiene su tiempo”, suele repetir la sabionda vox populi, comulgue o no con Eclesiastés. Hay tiempo para oír y tiempo para leer y desentrañar el misterio: “Tomar un libro y abrirlo guarda la posibilidad del hecho estético [dice Borges]. ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si no lo abrimos? Es simplemente un cubo de papel y cuero, con hojas; pero si lo leemos ocurre algo raro, creo que cambia cada vez.” ¿Qué es un disco si no lo oímos?, diría el volátil demiurgo menor. Es simplemente una cosa circular con un orificio en el centro; pero si lo escuchamos sucede algo extraño y magnífico, creo que nadie desciende a las mismas aguas. 

CD: Borges & Piazzolla (1997)
 
Contraportada
         Casi al término de Borges: la posesión póstuma (Foca, 2000), Juan Gasparini bosqueja lo ocurrido el 27 de noviembre de 1985 en Buenos Aires (un día antes de que con María Kodama volara a Europa para siempre), precisamente en la pequeña librería de libros antiguos y modernos de Alberto Casares, día que se inauguró una exposición de primeras ediciones de Borges: “107 piezas, valuadas en 70 mil dólares”. Evento para curiosos, borgeanos y bibliófilos. “No me interesan los libros físicamente (sobre todo los libros de los bibliófilos, que suelen ser desmesurados), sino las diversas valoraciones que el libro ha recibido”, apostrofa Borges en la primera conferencia de Borges oral (por ende pensaba “alguna vez, escribir una historia del libro”); aseveración que remite a la onerosa primera edición de sus Obras completas, editadas por Emecé en 1974, en Buenos Aires, “en un grueso volumen único encuadernado y en papel biblia”; y a un dato, sin duda para bibliófilos con parné, que se lee en la “Cronología” que María Esther Vázquez incluyó en su compilación de entrevistas Borges, sus días y su tiempo (Punto de lectura, 2001): “En mayo [de 1974] aparece en Milán la más lujosa edición que se haya hecho hasta el presente de una obra de Borges. Se trata del cuento El congreso, editado por Franco María Ricci, en la colección ‘I segni dell’uomo’. Es un volumen encuadernado en seda (35 por 24), con letras de oro, ilustrado con casi medio centenar de miniaturas de la cosmología Tantra a todo color y pegadas. Se imprimió en caracteres bodonianos sobre papel Fabriano, hecho a mano. Fueron tirados tres mil ejemplares numerados y firmados. El volumen tiene 141 páginas y se completa con una entrevista, una cronología y una bibliografía realizadas por la autora de este libro, especialmente para esa edición.” Pero el caso es que uno de los entrevistados por Juan Gasparini fue “Arturo Eiras, un librero ambulante que se ufana de guardar en su archivo 700 entrevistas de prensa a Jorge Luis Borges”; lo que también evidencia que no todo lo que se lee en los periódicos “se lee para el olvido”. Más aún si en las efímeras páginas de La Nación o de la revista The New Yorker se leía, por primera vez, un poema de Borges, un ensayo de él, su Autobiographical essay o un cuento suyo, inéditos hasta entonces.

Borges, Adolfo Bioy Casares y Alberto Casares en la librería de éste
Buenos Aires, noviembre 27 de 1985
  Fani (Epifanía Uveda de Robledo), la célebre sirvienta del escritor y su madre desde 1947, cuenta en El señor Borges (Edhasa, 2004) —libro urdido a través de Alejandro Vaccaro—, que su patrón no toleraba los periódicos ni su tufillo: “sentía el olor de los diarios” y “los tiraba por el balcón”. “A la señora Leonor, en cambio, le encantaba leer las noticias, estaba siempre muy actualizada de todo. Ella tenía en su habitación un caramelero de cristal y debajo ponía el diario. Una vez, mientras la señora estaba medio dormida en la cama, él entró despacio y quiso sacarlo, pero tropezó con el caramelero y lo rompió. Ella le gritó: ‘¿Adónde va, ladrón de diarios?’. Desde entonces nunca más al señor se le ocurrió volver a tocarlos.”

Borges en su departamento de Maipú 994
  Borges, por prohibición médica, en 1955 dejó de leer y escribir con su puño y letra, año en fue nombrado director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires (lo fue hasta 1973); sin embargo, con auxilio de sus sucesivos secretarios y amanuenses (empezando por su madre) no dejó de leer y escribir y de publicar libros, por lo que a lo largo de los años en su porteño y minúsculo departamento B del sexto piso de la calle Maipú 994 no dejaron de arribar sus propios títulos en español y en otras lenguas y los libros ajenos que solían regalarle con desenfreno y en abundancia. No obstante la biblioteca de su casa era limitada y elegida por su omnisciente dedo flamígero; es decir, él solía regalar a sus amigos (y a ciertos visitantes) buena parte de los libros que le llegaban: los suyos y los libros de los otros, por lo que hay quienes se precian de coleccionar varios libros de Borges en diferentes idiomas que tal vez ignoren (Roy Bartholomew, por ejemplo); o simplemente, le hacían un bultito con ellos o los metía en una bolsa para abandonarla por allí, misión que también le tocó desempeñar a Fani, según lo cuenta en El señor Borges: “En una ocasión salió con otro paquete —un paquete grande— para la Biblioteca Nacional y paró para tomar algo en un café al paso que estaba en Tucumán y Florida y dejó los libros olvidados como al descuido, debajo de la silla. Como los mozos ya lo conocían, a media tarde vino al departamento uno con el paquete de libros para devolverlo creyendo que él se los había olvidado. Era el método que usaba para deshacerse de ellos.”

Fani, la criada de Borges, en el departamento de Maipú 994
  Sin embargo, pese a su ceguera y a tal jocoso desprendimiento, Borges gozaba de la amistosa gravitación de los libros, según lo dice en otro pasaje de la primera conferencia de Borges oral: “Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con los mapas y grabados que no puedo ver; y sin embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del libro. Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres.” 

    Entre lo que Borges cita y argumenta en “La inmortalidad” —la segunda conferencia de Borges oral—, expresa su rechazo y escepticismo ante la idea de la vida más allá de la muerte que pregonan y repiten ciertas religiones, ciertas teologías y ciertas cosmogonías; incluso desde una perspectiva neurótica, individual y existencialista: “Tenemos muchos anhelos, entre ellos el de la vida, el de ser para siempre, pero también el de cesar, además del temor y su reverso: la esperanza. Todas esas cosas pueden cumplirse sin inmortalidad personal, no precisamos de ella. Yo, personalmente, no la deseo y la temo; para mí sería espantoso saber que voy a continuar, sería espantoso pensar que voy a seguir siendo Borges. Estoy harto de mí mismo, de mi nombre y de mi fama y quiero liberarme de todo eso.” Mazazo que ya había dicho antes: “yo no quiero seguir siendo Jorge Luis Borges, yo quiero ser otra persona. Espero que mi muerte sea total, espero morir en cuerpo y alma”. Lo cual evoca un recurrente fragmento que se lee (y escucha) en “Borges y yo”: “Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere se piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy”.
Pero también —después de un breve y arbitrario repaso sobre ciertos conceptos filosóficos, teológicos y literarios que abordan la inmortalidad—, impregnado de un aura de vidente y de una especie de agnosticismo, alude su creencia en una “inmortalidad”, en una suerte de metempsicosis y por ende inescrutable, cuasi panteísta e infinitesimal: “Seguiremos siendo inmortales; más allá de nuestra muerte corporal queda nuestra memoria, y más allá de nuestra memoria quedan nuestros actos, nuestros hechos, nuestras actitudes, toda esa maravillosa parte de la historia universal, aunque no lo sepamos y es mejor que no lo sepamos.” Y esa insondable “inmortalidad” se logra y se vive (cuasi efímeros y evanescentes médiums de huitlacoche) a través de la escritura de obras trascendentales para la humanidad y de la alteridad del lector al producir la comunión y el instante de la vivencia estética: “Cada vez que repetimos un verso de Dante o de Shakespeare, somos, de algún modo, aquel instante en que Shakespeare o Dante crearon ese verso. En fin, la inmortalidad está en la memoria de los otros y en la obra que dejamos. ¿Qué puede importar que esa obra sea olvidada?” Planteamiento que repite y varía: “Cada uno de nosotros es, de algún modo, todos los hombres que han muerto antes. No sólo los de nuestra sangre.”   
Emanuel Swedenborg
(1688-1772)
  Las minucias que Borges resume en su conferencia sobre Emanuel Swedenborg (1688-1772) repiten y varían buena parte de lo que escribió, con mayor contenido y precisión, en su prefacio a Mystical Works (s.f.), libro de Swedenborg impreso en Nueva York por la New Jerusalem Church, ensayo compilado por el autor en Prólogos con un prólogo de prólogos (Torres Agüero, 1975), libro que compila 39 prólogos escritos entre 1923 y 1974, reunido, también, en el citado póstumo tomo IV de sus Obras Completas (y por igual en el susodicho tomo 4). Lo que Borges narra en su conferencia parece extraído de un cuento fantástico, ya por lo que refiere de las futuristas indagaciones y sobre el fantaseo de Swedenborg en las ciencias aplicadas, por su habilidad artesanal e incluso política; pero sobre todo por lo que concierne a su vida mística, pues se supone que Jesús lo visitó encarnado en un desconocido, quien le dijo “que él tenía el deber de renovar la Iglesia creando una tercera iglesia, la de Jerusalén”. Empeño al que se entregó los últimos 30 años de su vida; primero estudiando durante dos años la lengua hebrea con tal de leer los textos originales y luego escribiendo en latín su voluminosa obra, mientras hacía viajes al más allá: iba a los cielos y a los infiernos y conversaba con los ángeles y con los demonios. Todo ello destinado a cumplir su misión divina, de elegido por el todopoderoso, omnisciente y ubicuo dedo flamígero: fundar la Nueva Jerusalén, la “nueva iglesia que sería al cristianismo lo que la iglesia protestante fue a la Iglesia de Roma”; y más aún: renovaría las iglesias en todos los sitios del orbe. 

No fue así, claro está. Y sobre sus vestigios Borges dice: “Creo que en algún lugar de Estados Unidos hay una catedral de cristal”. Lo que quizá es tan asombroso como el hecho de que tal Iglesia tenga “algunos millares de discípulos en Estados Unidos, en Inglaterra (sobre todo en Manchester), en Suecia y en Alemania”, al parecer seducidos por el pensamiento de Swedenborg, lo que comprende, se infiere, la fe en el relato de sus viajes a las regiones del más allá, su visión de éstas y el supuesto y necesario equilibro que implican, y las éticas prerrogativas para salvarse, merecer los cielos y una espléndida inmortalidad personal: mediante un comportamiento signado por la justicia, la virtud y la inteligencia, a lo que hay que añadir el “ser un artista”, según Blake. Pero todo esto semeja un efluvio, un nanopedúnculo umbelífero, una visión evanescente e inasible, de ahí que no sea difícil pensar, con Borges, que todo ello “pertenece a ese destino escandinavo que es como un sueño”, donde “parece que todas las cosas sucedieran como en un sueño y en una esfera de cristal”. 
Borges en la tumba de Edgar Allan Poe
(Baltimore, 1983)
  En “El cuento policial”, la cuarta conferencia de Borges oral, el expositor argumenta —con avizor ojo cáustico e irónico— lo que muchas veces dijo y varió en torno a la obra poética y narrativa de Edgar Allan Poe (1808-1849), iniciador del género policíaco de índole intelectual, clásico, en el orbe occidental. En este sentido, bosqueja y cuestiona la composición de su poema “El cuervo” y las presuntas pretensiones intelectualistas de Poe. Y reseña las principales pautas de la narración policial inaugurada por él, y ciertas coincidencias y diferencias con otros practicantes del género, entre ellos Conan Doyle, Chesterton y Wilkie Collins.

Portada de la primera serie
(Emecé, Buenos Aires, 1943)
Portada de la segunda serie
(Emecé, Buenos Aires, 1952)
  Georgie y Adolfito, es decir, el dúo dinámico de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, como se sabe, fueron hedonistas y entusiastas lectores y traductores del género policíaco, de ahí que ambos hayan urdido la legendaria antología Los mejores cuentos policiales, cuya primera serie fue editada en 1943 por Emecé, en Buenos Aires, e incluyó “La muerte y la brújula”, cuento de Borges —vale apuntar que entre las páginas 340-341 de Borges. Una biografía intelectual (FCE, 1987), Emir Rodríguez Monegal la reseña; y en la segunda serie, editada en 1952 por Emecé, los antólogos eligieron “Las doce figuras del mundo”, cuento firmado por ambos, que había aparecido en Seis problemas para don Isidro Parodi (Sur, 1942), libro atribuido al fantasmal H. Bustos Domecq. Pero a la postre tales colecciones modificaron la selección de cuentos y su orden, de modo que la segunda serie pasó a ser el libro 1 y la primera serie, con notorios cambios, pasó a ser el libro 2, que es el coeditado en Madrid, en 1983, por Emecé y Alianza Editorial, con un prólogo firmado por los antólogos en “Buenos Aires, 19 octubre de 1981”, y que resume el ideario de Borges sobre la narración policíaca y su génesis. En este sentido, Borges y Bioy colaboraron a cuatro manos en la confección de la narrativa policial del susodicho H. Bustos Domecq y de B. Suárez Lynch, sus lúdicos seudónimos. Y dirigieron El Séptimo Círculo (“título sugerido por el Infierno de Dante”), la legendaria colección de novelas policíacas editadas en Argentina por Emecé, donde el 8 de agosto de 1946 dieron cabida a Los que aman, odian, la única novela que Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares escribieron juntos, y que en sí es una exploración narrativa que, como un juego de la inteligencia, recurre a los preceptos clásicos del género policial que bosqueja Borges en su conferencia y en el susodicho prólogo que firmó con Bioy. 

(Emecé, Buenos Aires, 1946)
Asimismo, ante la avanzada de la novela negra —repleta o desbordante de violencia, sangre y sexo—, Borges expresa su nostalgia por las virtudes clásicas e intelectuales de relato policial (un ingenioso e imaginativo juguetito para armar y raciocinar: con su principio, su medio y su fin, todo ello aderezado con los consabidos giros sorpresivos, vueltas de tuerca y el imprescindible final inesperado o asombroso). Y en el mismo sentido, frente a los devaneos de ciertos vanguardismos y pseudovanguardismos trasnochados, dice que la novela policial “está salvando el orden en una época de desorden”.
  En cuanto a su conferencia “El tiempo”, la quinta y última de Borges oral, baste reproducir las ondinas de un incesante fragmento donde el lector puede entreverse o reconocerse: “En nuestra experiencia, el tiempo corresponde siempre al río de Heráclito, siempre seguimos con esa antigua parábola. Es como si no se hubiera adelantado en tantos siglos. Somos siempre Heráclito viéndose reflejado en el río porque han cambiado las aguas, y pensando que él no es Heráclito porque él ha sido otras personas entre la última vez que vio el río y ésta. Es decir, somos algo cambiante y algo permanente. Somos algo esencialmente misterioso.” 
Jorge Luis Borges
(1899-1986)
  Reflexión que recuerda y coincide con un fragmento dicho en “El libro”, la primera conferencia: “Heráclito dijo (lo he repetido demasiadas veces) que nadie baja dos veces al mismo río. Nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas cambian, pero lo más terrible es que nosotros somos no menos fluidos que el río. Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado, la connotación de las palabras es otra. Además, los libros están cargados de pasado.”



Jorge Luis Borges, Borges oral. Prólogo de Avelino José Porto. Postrera nota de Martín Müller. Emecé Editores/Editorial de Belgrano. 5ª impresión. Buenos Aires, 1997. 142 pp.