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jueves, 22 de marzo de 2018

La cruzada de los niños


En la historia universal de la infamia 
                     
En 1991, para la serie “Sepan Cuantos...”, de Editorial Porrúa, José Emilio Pacheco (Ciudad de México, junio 30 de 1939-enero 26 de 2014) prologó una edición conjunta de La cruzada de los niños (1895) y de Vidas imaginarias (1896), libros escritos en francés por el francés Marcel Schwob (Chavillle, Hauts-de-Heine, agosto 23 de 1867-París, febrero 26 de 1905). Once Vidas imaginarias fueron traducidas al español por JEP y las otras once por el legendario y casi olvidado Rafael Cabrera (Puebla, marzo 5 de 1884-Ciudad de México, febrero 21 de 1943), quien también tradujo La cruzada de los niños. La erudita información del prólogo de JEP es enriquecedora, tal y como son la mayoría de sus Inventarios y de sus Relojes de arena. Aún así, los fervientes borgeanos no dejarán de estimar ni de coleccionar las dos ediciones de Marcel Schwob que prologó Jorge Luis Borges (Buenos Aires, agosto 24 de 1899-Ginebra, junio 14 de 1986).


(Porrúa, México, 1991)




Marcel Schwob
Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges número 36
(Hyspamérica, Buenos Aires, 1985)
    Un prólogo de Borges preludia Vidas imaginarias (Hyspamérica, Buenos Aires, 1985), título publicado con el número 36 de la colección de libros que Borges eligió para la serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges de los cuales sólo logró prologar 64; no obstante, de los 75 libros que al final se editaron los 3 últimos se publicaron sin prólogo—, cuya traducción al español de Julio Pérez Millán había aparecido en 1944, en Buenos Aires, editada por Emecé. El otro prólogo, Borges lo escribió para La cruzada de los niños, traducida al castellano por Ricardo Baeza e impresa en 1949, en Buenos Aires, por Ediciones La Perdiz, con ilustraciones de su hermana Norah Borges (1901-1998). Tal prefacio, Borges lo incluyó en su libro Prólogos con un prólogo de prólogos (Torres Agüero, Buenos Aires, 1975). 

Las niñas y Borges
Cuadernos marginales núm. 13, Tusquetes Editores, 2ª edición.
Barcelona, septiembre de 1984.
    Pero antes fue reimpreso en la edición de La cruzada de los niños que Tusquets Editores pergeñó, en Barcelona, en mayo de 1971, dentro de la serie Cuadernos Marginales dirigida por Sergio Pitol; mas la traducción no es la de Ricardo Baeza sino la de Rafael Cabrera, la que apareció en la Ciudad de México, en 1917, al igual que Mimos (1894), de Marcel Schwob, bajo el sello de Cvltvra, la célebre editorial de los hermanos Loera y Chávez que en 1922, al mismo Rafael Cabrera, le editó la traducción que hizo de once de las veintidós Vidas imaginarias. Esto explica que la susodicha edición de 1971 de La cruzada de los niños incluya la dedicatoria con que la signó Rafael Cabrera y que a la letra dice: “Ofrezco esta versión a Julio Torri, que me inició en el conocimiento de Marcel Schwob. Plegue a los dioses que desconozca la vejez, y que vea sus días colmados de dones amables y risueños.”
Julio Torri
José Emilio Pacheco en 1989
Foto: Rogelio Cuéllar
    En Puebla, Ciudad de los Ángeles, donde Rafael Cabrera nació el 5 de marzo de 1884, dirigió la revista Don Quijote (1908-1911) y publicó su único poemario: Presagios (1912), mismo que aumentó en “las sucesivas ediciones de 1933 y 1942”, apunta José Emilio Pacheco, quien también anota que el dominicano Pedro Henríquez Hureña (1884-1946) lo propuso como miembro del Ateneo de la Juventud y que en 1918 se inició en el servicio diplomático. Y si alguien de a pie quiere leer algunos datos sobre Rafael Cabrera y su amistad con Julio Torri (1889-1970), JEP remite a un discurso de Torri compilado en El ladrón de ataúdes (1987), libro editado por el FCE dentro de la serie Cuadernos de La Gaceta, con un prólogo de Jaime García Terrés (1924-1996), cuyo rescate y ensayo preliminar se deben al investigador Serge I. Zaïtzeff, quien le proporcionó a Pacheco, tomadas de las Œuvres complètes (1928) de Marcel Schwob, las fotocopias de las once Vidas imaginarias que Rafael Cabrera no tradujo. Cabe decir, además, que en la misma serie Cuadernos de La Gaceta se editaron dos libros de Marcel Schwob: Ensayos y perfiles (1987), traducido al español por Juan Damonte, cuya primera edición en francés data de 1896; y Mimos (1988), publicado en francés en 1894 (se apuntó arriba), y cuya traducción al español es la misma que a Rafael Cabrera le editaron en Cvltvra, en 1917, los hermanos Loera y Chávez.

(FCE, México, 1987)
(FCE, México, 1987)
(FCE, México, 1988)
    A Rafael Cabrera lo oyen y leen ciertos diocesillos bajunos de las catacumbas de la aldea global (“En todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen pequeñas sociedades secretas”, dice Borges). Su traducción de La cruzada de los niños está joven y fresca a imagen y semejanza de una hoja de parra del Jardín del Edén. Y esto lo refrendan las coincidencias y causalidades infradivinas que dispusieron que sea precedida por La cruzada de los niños, ilustración de Gustave Doré (1832-1883) —cuya estampa otrora se pudo apreciar en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, en la Ciudad de México—, pues ilustra la portada de la segunda edición que Tusquets Editores concluyó en septiembre de 1984, en Barcelona, dentro la serie Cuadernos Marginales. 

La cruzada de los niños
Ilustración: Gustave Doré
Grabado: Jannard
     Los ocho monólogos que conforman La cruzada de los niños, de Marcel Schwob, remiten, como el título lo indica, a las ocho Cruzadas, ese cruento y espeluznante episodio histórico que duró dos siglos, de fines del siglo XI al término del siglo XIII, cuando los cristianos de Europa intentaron arrebatarle a los musulmanes los Santos Lugares, en Tierra Santa. Los ocho relatos (“del goliardo”, “del leproso”, “del Papa Inocencio III”, “de los tres pequeñuelos”, “de Francisco Longuejoue, clérigo”, “de Kalandar”, “de la pequeña Allys”, “del Papa Gregorio IX”), sin embargo, no aluden los trasfondos comerciales, políticos y militares que las impulsaron, sino ciertas paradojas y antagonismos concernientes a la fe. La principal paradoja y contradicción es la cruzada de los niños. Fueron dos columnas. Una partió de Alemania y otra de Francia, ambas en el siglo XIII (año 1212). “Dios permitió que la columna francesa fuera secuestrada por traficantes de esclavos y vendida en Egipto; la alemana se perdió y despareció, devorada por una bárbara geografía y (se conjetura) por pestilencias.” Anota Borges, sentencioso y con ironía y como si parafraseara “el tremendo título de la historia de la primera cruzada” que evoca: “Gesta Dei per Francos, que significa Hazañas de Dios ejecutadas por medio de los franceses”; pero en ello se advierte el trasfondo de la repulsiva locura y del terrible crimen: el extravío y la matanza de los inocentes.
       Los monólogos urdidos por Marcel Schwob son un pequeño mosaico de relatos con una pizca de prosa poética o de pequeños poemas en prosa. Dice Borges en su prólogo: “En ciertos libros del Indostán se lee que el universo no es otra cosa que un sueño de la inmóvil divinidad que está indivisa en cada hombre; a fines del siglo XIX, Marcel Schwob 
—creador, actor y espectador de este sueño— trata de volver a soñar lo que había soñado hace muchos siglos, en soledades africanas y asiáticas: la historia de los niños que anhelaron rescatar el sepulcro. No ensayó, estoy seguro, la ansiosa arqueología de Flaubert; prefirió saturarse de viejas páginas de Jacques de Vitry o de Ernoul y entregarse después a los ejercicios de imaginar y de elegir. Soñó así ser el papa, ser el goliardo, ser los tres niños, ser el clérigo. Aplicó a la tarea el método analítico de Robert Browning, cuyo largo poema narrativo The Ring and the Book (1868) nos revela a través de doce monólogos la intrincada historia de un crimen, desde el punto de vista del asesino, de su víctima, de los testigos, del abogado defensor, del fiscal, del juez, del mismo Robert Browning […]”


Portada de la primera edición
(Tor, Col Megáfono, núm. 3, Buenos Aires, 1935)
Portada de la segunda edición
(Emecé, Buenos Aires, 1954)
      En este sentido, los monólogos de La cruzada de los niños semejan diminutas páginas arrancadas a la evanescente historia “de las personas que no menciona la historia” sobre las cuales Schwob borró y reescribió un puñado de vidas imaginarias, únicas e irrepetibles, y que bien podrían inscribirse en la Historia universal de la infamia, para decirlo con el retintín del sonoro título de Borges (quien anotó en su prólogo a Vidas imaginarias: “Hacia 1935 escribí un libro candoroso que se llamaba Historia universal de la infamia. Una de sus muchas fuentes, no señalada aún por la crítica, fue este libro de Schwob”). Son un pequeño y fragmentario espejo que refleja el oscuro y mezquino afán del efímero e infinitesimal hombre por trascender en la tierra y más allá de la muerte, en este caso implícito en la ciega fe religiosa y en la guerra que confrontan el par de fanáticos contrincantes que reclaman para sí la verdad cosmogónica (única y exclusiva), la supremacía idiosincrásica y el poder militar, político, económico y territorial: la religión musulmana y la religión católica. Así, en tales relatos subyace y late una crítica a la cuestionable moral de ambos credos. 
    En ese anhelo de trascendencia divina que la imaginación popular (no sólo del Medioevo) suele retorcer con supercherías y mistificaciones, alguien (al parecer “un joven pastor, exaltado por las prédicas de San Bernardo”, que “recorrió el norte de Francia y Alemania diciéndose enviado de Dios y exhortando a los niños para que abandonaran sus casas y partieran a la reconquista del sepulcro de Cristo”), con un ciego fundamentalismo, supuso y pergeñó que la pureza y la inocencia de los niños podría provocar el milagro: la recuperación de los Santos Lugares (“Mas Jesús, llamándolos, dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de tales es el reino de Dios.” Lucas 18:16, citan Borges y Pacheco). Era un pesadillesco y terrible tiempo en que, a imagen y semejanza de la peste negra, brotaban ciertos forúnculos fétidos y alucinógenos cuasi milenaristas: sectas, peregrinos, autoflagelantes, ermitaños, predicadores, clérigos errantes, leprosos, mudas desnudas que corrían por las calles y señalaban al cielo, mentecatos que les sacaban los ojos a los niños, les cortaban las piernas y les ataban las manos con el objeto de exhibirlos y de implorar la caridad. Había chiquillos que oían voces, un llamado secreto que les decía que las estrellas de mar habían caído “vivas del cielo a fin de indicarles el camino del Señor”, que a su paso se abriría el océano para que ellos lo cruzaran (“Pásate de aquí allá, y se pasará”, se lee en Mateo 17:20 en torno al poder de la fe), que llegarían a Jerusalén y rescatarían el Santo Sepulcro, y así los escuincles mudos hablarían y los ciegos verían por siempre jamás.
       Alrededor de siete mil niños convertidos en cruzados, cifra dantesca que repiten los testigos. Era previsible el fracaso y la matanza de los inocentes. Ya lo advertían mentes menos ciegas, pero aún así enredadas en las trampas de la fe, en los renglones torcidos de Dios. El modesto goliardo, mendigo de los bosques, por ejemplo; e incluso un Papa: “Son ineptos y nos avergüenzan”, se dice Inocencio III en su retiro. “Son ignorantes de toda verdadera religión.” “Todos estos inocentes serán entregados al naufragio y a los adoradores de Mahoma.” “Debemos creer que el Maligno posee a estas pobres criaturas.” “En otro tiempo revistió el aspecto de un cazador de ratas para atraer con las notas de la música de su caramillo a los pequeñuelos de la ciudad de Hamelin.”
  Vale reiterar que los monólogos de los Papas, con sus líneas de poemas en prosa, son un modo de cuestionar los límites de la religión y del individuo (proclive al error y al pecado) que no dejan de ser.

Marcel Schwob
(Chaville, Hauts-de-Seine, agosto 23 de 1867-
París, febrero 26 de 1905)
      Para la religión católica, el blanco es signo de pureza; pero en este sangriento y beligerante caso también es indicio de racismo y pugna racial. Las voces de los católicos, afirman, se dicen, proclaman, esgrimen, que Jesús es blanco. Pensarlo y pronunciar su nombre tiene un remanente no menos divino y significativo que las cruces que llevan cosidas en el pecho y en la espalda y los bordones que empuñan. Así, cuando un pelirrojo niño cruzado (Johannes el Teutón) es sorprendido por un leproso que vaga en la selva de Loira, el chiquillo no se asusta ni teme el contagio, sólo porque el leproso es un hombre blanco. El niño va a Jerusalén a conquistar los Santos Lugares. Sin embargo ignora dónde se halla tal sitio. Cree que Jerusalén es Nuestro Señor y lo único que sabe de éste es que es blanco. Ante tales ingenuos conceptos el leproso lo limpia y lo deja ir; y conmovido a sí mismo se pregona: “Mi monstruosa blancura es semejante para él a la del Señor.”


Marcel Schwob, La cruzada de los niños. Traducción del francés al español de Rafael Cabrera. Prólogo de Jorge Luis Borges. Cuadernos Marginales núm. 13, Tusquets Editores. 2ª edición. Barcelona, septiembre de 1984. 48 pp.  





domingo, 27 de marzo de 2016

Teatro herético



Tres gotas en una sola ostia


                                        In memoriam Carlos Monsiváis y José Saramago 

Con una pornográfica caricatura de El Fisgón que ilustra el frontispicio, el título Teatro herético, que reúne tres libretos teatrales de Carmen Boullosa (México, septiembre 4 de 1954), “se terminó de imprimir el 23 de octubre de 1987” con el número 5 de la serie Teatro que el dramaturgo Vicente Leñero dirigía y editaba para la Dirección Editorial de la Universidad Autónoma de Puebla, quien además le destinó una laudatoria nota que se lee en la cuarta de forros. 
Caricatura: El Fisgón
(UAP, Puebla, 1987)
Nota: Vicente Leñero
(UAP, Puebla, 1987)
“Aura y las once mil vírgenes”, el primer libreto en dos actos, es una comedia que, bajo la dirección de la misma autora, fue estrenada “el domingo 14 de abril de 1985” en El Cuervo, legendario y desaparecido teatro-bar de Coyoacán, en la Ciudad de México. Como se anuncia y vocea en el título, la obra presenta a Alejandro Aura (a quien Carmen Boullosa dedicó) como principal ingrediente humorístico. En ella, Alejandro Aura (1944-2008) no aparece en el papel del hombre polifacético o showman que por entonces era en la vida real (poeta, actor, dramaturgo, director de teatro, recitador, locutor, funcionario cultural, papá, conductor del programa televisivo A la misma hora, marido de Carmen Boullosa y uno de los principales propulsores de esa susodicha aventura de teatro-bar coyoacanero, que luego se convertiría en el putativo El hijo del Cuervo, ya extinto), sino en la caracterización de un empleado mediocre de una agencia publicitaria venida a menos en la cual también se le da cobijo, magro negocio perteneciente (en el texto y en el montaje) al articulista y dramaturgo José Ramón Enríquez (México, 1945). Tal Aura, asimismo, ventila en su intimidad el frustrado anhelo de ser actor. 
Alejandro Aura
(1944-2008)
Foto: Rogelio Cuéllar
La comicidad de la obra no se limita en colocar a dos personajes conocidos, con sus nombres propios, en una situación fársica e hilarante; el grueso y los meollos de “Aura y las once mil vírgenes” mucho tienen de divertimento y espectáculo. Junto a los citados, figura un personaje llamado Miesposa (que interpretó la misma dramaturga) y una actriz (Virginia Valdivieso) cuyo objetivo es representar al Único, al Ángel, y a las distintas vírgenes que desfilan en la intimidad mental de Aura. Esto es así porque buena parte del desarrollo escénico en realidad ocurre en la mórbida y candente imaginación de éste. Es decir, la agencia de publicidad existe a imagen y semejanza de un escaparate sinsentido, ídem una empresa improductiva. De tal modo que Aura, haciendo agua en la charca de una depresión evasiva, sueña que es visitado por el Único, quien le propone un tentador trato: puede ser un diseñador de anuncios extraordinario que saque a la empresa de la bancarrota, pero a cambio tiene que poseer once mil vírgenes que poblarán el deshabitado Purgatorio: cuando haya poseído a todas, morirá. 
José Ramón Enríquez
El espectador asiste, entonces, a los meandros oníricos e ilusionistas de un fracasado, cuyos devaneos megalómanos oscilan entre los goces eróticos con las mil y una vírgenes y los anuncios que produce suscitados por las peculiaridades de las musas o por algunas de las cosas que le dicen.
Los anuncios se intercalan en el desarrollo de la obra a través de proyecciones fílmicas en súper ocho. Sus argumentos, pensados y realizados por Pablo Boullosa ex profesos para el montaje, se resumen en asteriscos al pie de las páginas. Mezclan situaciones absurdas, grotescas e risibles. Su protagonista es Alejandro Aura, pero también José Ramón Enríquez y otros. A tal menjurje se le añaden algunas picarescas canciones que interpreta el protagonista (de él es la letra del alacrán, que en un fragmento canturrea: 
            La fúlgida corriente
            de seminales gotas,
            veneno incandescente
            fui de las pelotas
            ataca dulcemente
            y las deja a todas mortas
       Y se concluye con un apoteósico número musical en el que todos los actores cantan y bailan; esto torna aún más ligera la quiebra y el incierto destino que suscita el que Aura renuncie a continuar las tareas que el Único le había antepuesto. 
Liliana Felipe y Jesusa Rodríguez
Dedicada a la combativa, contestaria, creativa y crítica actriz Jesusa Rodríguez (quien con la también actriz Liliana Felipe conformó una de las primeras cinco parejas del mismo sexo que legalmente se casaron en la Ciudad de México el 11 de marzo de 2010), “Cocinar hombres (Obra de teatro íntimo)”, estrenada “en el teatro-bar El Cuervo el jueves 9 de agosto de 1984”, es un libreto en dos actos donde el humor se ausenta y la tensión es más dramática. Su escritura, así como la atmósfera semionírica, pesadillesca, donde la real y lo fantástico se funden, la emparientan con la atrocidad consanguínea y de fétida y empantanada floresta de invernadero que se agita en las psicóticas entrañas de Mejor desaparece (Océano, 1987), su primera novela, y con ciertos linderos, absurdos y kafkianos, de Mi versión de los hechos (Arte y Cultura Ediciones, 1987), su segundo libreto teatral impreso en forma de libro, ilustrado con viñetas de José Luis Cuevas y con un prólogo de Bruce Swansey.
(Arte y Cultura Ediciones, México, 1987)
En “Cocinar hombres”, su primer libreto publicado en forma de libro (Ediciones La Flor, 1985), concurren dos mujeres que la noche anterior tenían diez años y cuando despiertan tienen 23. Es decir, durante el lapso nocturno fueron transformadas en brujas; y de ahora en adelante, y hasta la eternidad (“por los siglos de los siglos”), su razón de ser consistirá en exacerbar los deseos de los hombres mientras duermen. 
Wine despierta sin memoria. Fuera de determinadas certidumbres, no posee un solo recuerdo de su vida anterior que le provoque algún apego a la vida humana, por lo consiguiente acepta con estoicismo su nuevo estado. Ufe, en cambio, despierta con todos los recuerdos vivitos y coleando y por ende le resulta difícil el rechazo y el alejamiento de lo que le prometía su condición de fémina mortal y terrestre: amar y ser amada, casarse y engendrar hijos. Sólo durante ese primer día, antes de que inicie la bacanal francachela nocturna (la cuasi recurrente, ancestral y arquetípica Noche de Walpurgis), podrá regresar al mundo y ser nuevamente mujer como lo añora. Para tal cosa, el único camino es “cocinar un hombre”, es decir, desearlo con suficiente fuerza para hacer posible su presencia.
Mientras se define el cuerpo de la obra, los parlamentos y réplicas trazan una revisión somera y sintética de la situación de la mujer, sobre todo en lo que concierne a los roles tradicionales que le toca desempeñar en los papeles de madre y esposa. Al término, cuando los deseos de Ufe están a punto de cumplirse, ella desiste porque colige que le falta el efluvio principal: el amor, y porque además la forma en que lo concibe es tan plena que resulta inasible y muy idealizado, y no algo relativo, efímero y circunstancial, como en un momento se lo señala Wine.
Jesusa Rodríguez
Más que una infame blasfemia iconoclasta, “Propusieron a María (Diálogo imposible en un acto)” conlleva una carga lúdica e irredenta a imagen y semejanza de un infinitesimal e imperceptible rasguño característico del escepticismo y la racionalidad que estigmatizan el síndrome de la edad moderna en la que, como un emponzoñado embrión trasnochado y posmoderno, aún se boga en la desolada aldea global, embestida por los cuatro pestíferos vientos del Apocalipsis y su hijo antinatural el cambio climático.
Por entonces sin estrenar y dedicada “A Julio Castillo”, “Propusieron a María” es la supuesta “última conversación sostenida entre José y María, la noche previa a que ella se eleve por los aires”. Se trata de la quezque transcripción de una cinta magnetofónica que un intrépido anónimo logró grabar con unos micrófonos ocultos, accionados a control remoto.
Al ser José y María los futuros progenitores de Jesús, a la vez lo son y no lo son. Es decir, los personajes están urdidos a imagen y semejanza de clichés paródicos y fársicos. De tal modo que se trata de un José y una María que, milenarios e intemporales, se circunscriben a la época actual.
Durante el eterno 24 de diciembre en que ocurren los hechos, porque todos los días es 24 de diciembre y siempre será 24 de diciembre hasta que nazca el niño Jesús, los protagonistas escuchan la radio, leen revistas triviales, tienen diálogos fútiles y estúpidos, como otros que translucen su naturaleza de seres austeros y escogidos por el todopoderoso, omnisciente y ubicuo dedo flamígero, pero también sus virtudes innatas para la lascivia, el deseo, los celos, la traición, el crucifijazo trapero; signos y características humanas a través de las cuales comentan, por ejemplo, la resignación de la pareja perfecta atrapada en la perpetua incomunicación, o la paulatina osteoporosis del vínculo matrimonial donde entre más se quieren el uno al otro y viceversa, más se acaba y esfuma el goce sexual.
Cuando María comenzó a elevarse al Cielo, la grabación se interrumpió, es por ello que no se registraron sus últimas palabras. Sin embargo, todo parece indicar que, en medio de la lucha en que se debatía la santa y la mujer, empezaba a ganar ésta última.
Carmen Boullosa y su dedo flamígero


Carmen Boullosa, Teatro herético. Serie Teatro (5), Universidad Autónoma de Puebla. Puebla, 1987. 104 pp.

martes, 10 de marzo de 2015

Xavier Villaurrutia en persona y en obra


     Ceremonia en la catacumba
                         
I de III
Uno de los libros ensayísticos del póstumo legado de Octavio Paz (1914-1998) es Xavier Villaurrutia en persona y en obra, cuya primera edición, pergeñada por el Fondo de Cultura Económica con un tiraje de seis mil ejemplares, “se terminó de imprimir el día 25 de agosto de 1978”, compilado en Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano (Círculo de lectores, Barcelona, 1991), volumen 4 de sus Obras completas. Edición del autor —cuya segunda edición impresa en México por el FCE, data de 1994—, pero sin las diez viñetas-calaveras del pintor Juan Soriano fechadas en 1977 (más la calavera que ilustra el frontispicio) y sin la mayor parte de la breve “Iconografía” en blanco y negro en la que hay cinco dibujos del propio Xavier Villaurrutia; un retrato de éste dibujado por Agustín Lazo, otro por Gabriel García Maroto y uno más por Carlos Orozco Romero; el dibujo de la mano del poeta trazada por José Moreno Villa; una anónima foto de “Xavier Villaurrutia a los 17 años”; y cuatro retratos del escritor, reproducidos con pésima resolución, tomados por la fotógrafa Lola Álvarez Bravo. Es decir, en el volumen 4 el ensayo de Octavio Paz sólo está ilustrado con la “Portada del primer número de la revista El hijo pródigo” (correspondiente a abril de 1943), que no figura en el libro, y con la celebérrima foto de Lola Álvarez Bravo en la que se observa, sin fecha, al poeta Jorge González Durán, a Xavier Villaurrutia y al joven Paz en el supuesto “parque Díaz Mirón de Jalapa, Ver.”
(FCE, 3ª reimpresión, México, 2003)
        El título del libro resulta sugerente y atractivo por varias razones. Un crítico dijo que Xavier Villaurrutia es un poeta para adolescentes, algo tan injusto y fuera de foco como cuando Villaurrutia decía que Walt Whitman era un “poeta para boy scouts”, puesto que también lo es para jóvenes y adultos de todas las edades y preferencias sexuales. Y como preámbulo de la prueba del añejo podría remitírsele al inicio de “El dormido despierto”, el tercer capítulo del ensayo (el plato fuerte del libro) donde Octavio Paz glosa y analiza la obra poética de Xavier Villaurrutia: “Aunque los poemas de esa época son ejercicios e imitaciones [se refiere a sus primeros poemas, publicados ‘en revistas, en 1919, cuando tenía apenas 16 años’], revelan varias cualidades que persistieron en su poesía posterior: un oído muy fino y sensible a la cadencia de la línea y al juego de los acentos y las sílabas; una sintaxis precisa y flexible; una imaginación plástica que hace de cada poema y aun de cada estrofa un pequeño universo de relaciones no sólo verbales sino visuales; un conocimiento instintivo de los límites, ese ‘saber hasta dónde se puede llegar’, de modo que en esos poemas de juventud no hay ni sentimentalismos excesivos ni retorcimientos intelectuales. En suma, una conciencia de la forma, poco frecuente en un poeta tan joven, al lado de una sensibilidad más intensa que extensa y más fina que poderosa.”

 
Xavier Villaurrutia a los 17 años
    Según afirma Octavio Paz y no se equivoca: “para la mayoría de sus lectores, Villaurrutia es el autor de unos quince o veinte poemas. ¿Poco? A mí me parece mucho. Por esos poemas recordamos las obras teatrales y volvemos a leer los ensayos de crítica poética: queremos encontrar en ellos, ya que no el secreto de su poesía, sí el de la fascinación que ejerce sobre nosotros.” Y a pesar de que “la gloria de Villaurrutia es secreta, como su poesía” —aún en el siglo XXI—, “una poesía solitaria y para solitarios” circunscrita a dispersos lectores del país mexicano, también es verdad que “Esa veintena de poemas se cuentan entre los mejores de la poesía de nuestra lengua y de su tiempo.”

“En la época moderna la poesía no es ni puede ser sino un culto subterráneo, una ceremonia en la catacumba”, postula Octavio Paz casi al final de su ensayo, a propósito de la marginalidad no sólo de los poemas de Xavier Villaurrutia, asunto desarrollado por él en “Poesía y fin de siglo”, ensayo incluido en su libro La otra voz (Seix Barral, 1990) y compilado en el volumen 1 de sus Obras completas. Edición del autor: La casa de la presencia. Poesía e historia (Círculo de Lectores, Barcelona, 1991), cuya segunda edición, impresa en México por el FCE, data de 1994.
Para sumergirse en la poesía de Ramón López Velarde es indispensable el ensayo que Xavier Villaurrutia le dedicó al poeta jerezano, exhumado en el volumen Obras (FCE, 1966); “El camino de la pasión”, ensayo de Octavio Paz reunido en Cuadrivio (Joaquín Mortiz, 1965); “Un amor imposible de López Velarde”, ensayo de Gabriel Zaid publicado en el número 110 de la extinta revista Vuelta (enero de 1986); Un corazón adicto (FCE, 1989), libro de Guillermo Sheridan; y Ramón López Velarde. Álbum (UNAM/etc., 2000), de Elisa García Barragán y Luis Mario Schneider; del mismo modo, para aproximarse a la obra de Xavier Villaurrutia el ensayo de Octavio Paz es tan relevante como Xavier Villaurrutia: La comedia de la admiración (FCE, 2006), ensayo de Víctor Manuel Mendiola, y el prólogo de Alí Chumacero que inicia el citado volumen Obras (FCE, 1966), compiladas por el propio Alí Chumacero, Miguel Capistrán y Luis Mario Schneider (quien urdió la “Bibliografía”), cuya primera edición se publicó en 1953 con el título Poesía y teatro completos de Xavier Villaurrutia.
 FCE, 1ª edición, México, agosto 25 de 1978 Viñeta-calavera de Juan Soriano
  Fechado en “México, a 30 de septiembre de 1977” —casi dos meses antes de que Octavio Paz reciba “el Premio Nacional de Literatura de manos del presidente José López Portillo” (un elocuente modelo de compadrazgo, nepotismo y corrupción del poder y del PRI)—, el ensayo “Xavier Villaurrutia en persona y en obra” se divide en tres capítulos: “Xavier se escribe con equis”, “Imprevisiones y visiones” y “El dormido despierto”. Una de sus peculiaridades es que el autor, en contra de lo que anuncia el título, no se concentra exclusivamente en Xavier Villaurrutia. Tanto la perspectiva, las numerosas digresiones, el tono de cátedra pontificia y las múltiples anécdotas son personales, muy de Octavio Paz. Es decir, se trata del testimonio y del pensamiento de un poeta y ensayista angular que, siendo joven, habló e intercambió ideas y posturas con los poetas de la generación de la revista Contemporáneos (1928-1931). Por ende, el libro, sobre todo en los dos primeros capítulos, es una vertiente de la fragmentaria, matizada y dispersa autobiografía intelectual de Octavio Paz —parcialmente concentrada en Itinerario (FCE, 1993), en Vislumbres de la India (Seix Barral, 1995), en sus múltiples cartas y en Por las sendas de la memoria. Prólogos a una obra (FCE, 2011), que son los prólogos que escribió y designó para los 15 tomos de sus Obras Completas. Edición del autor; lo cual contribuye a comprender la biografía, el ideario y la herencia del poeta y ensayista y ciertos senderos, bifurcaciones, cambios de piel y episodios del curso de la historia cultural del país mexicano en el siglo XX. 

Xavier Villaurrutia (c. 1930)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
       El evocar a Xavier Villaurrutia, como si el poeta paladeara un trocillo de madeleine remojado en té, no sólo le despierta la reminiscencia de su personalidad y de ciertos encuentros y diálogos que tuvo con él, sino también sus propios inicios como editor, cuando en 1931 era estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria y, junto con otros jóvenes, publica la revista Barandal (1931-1932); recuerda el sitio y la forma en que conoce a Carlos Pellicer, a Salvador Novo, a Efrén Hernández, a Jorge Cuesta y a Xavier Villaurrutia; y cómo éstos dos lo invitan a una comida en El Cisne, un restaurante ubicado frente a una de las entradas del Bosque de Chapultepec, en la que estuvo presente “el grupo de Contemporáneos en pleno”; allí, en 1937, el joven Paz, según dice, asistió a una “suerte de ceremonia de iniciación”: él era el iniciado y Villaurrutia y Cuesta sus padrinos. 

Vale observar que el joven Paz, no obstante su activismo, sólo había publicado tres plaquettes: Luna silvestre (Fábula, 1933), ¡No pasarán! (Simbad, 1936) —un insólito best seller de “3500 ejemplares”— y Raíz del hombre (Simbad, 1937), recién celebrada por Jorge Cuesta en Letras de México. Según Paz, “En los primeros días de enero de 1937 apareció un pequeño libro mío (Raíz del hombre). Jorge escribió un artículo y lo publicó en el número inicial de Letras de México, la revista de Barreda. La nota de Cuesta no fue del agrado de algunos de sus amigos, que veían de reojo mis poemas y mis opiniones. En ese mismo número de Letras de México, y en la misma página, apareció una nota sin firma en la que se juzgaba severamente un poema mío. Supe más tarde que había sido escrita por Bernardo Ortiz de Montellano.” No obstante, según se observa en la edición facsimilar de Letras de México editada por el FCE en 1984, el comentario de Jorge Cuesta sobre Raíz del hombre no se publicó “en el número inicial” (fechado el 15 de enero de 1937), sino en el número 2 (con fecha del primero de febrero de 1937), en las páginas 3 y 9, y junto tal artículo no hay “una nota sin firma” en la que se juzgue severamente un poema de tal librito, ni en ninguna otra parte de la revista. Lo que sí hay es un breve anuncio en la página 1 que reza: “En las Ediciones Simbad acaba de aparecer ‘Raíz del hombre’, libro de poemas de OCTAVIO PAZ, que se comenta en nuestra sección de Poesía.”
Tal olvido y pequeño infundio remiten a un turbio episodio de esa época. Según dice Paz en su ensayo sobre Villaurrutia, “La segunda campaña contra los Contemporáneos, la más violenta, ocurrió durante el régimen del general Cárdenas [...]” Pero lo que Paz no revela, quizá por pudor, es que en el ámbito privado también él se sumó a tal campaña, según lo bosqueja Christopher Domínguez Michael en la página 56 de su biografía Octavio Paz en su siglo (Aguilar, 2014): “En el momento en que estuvo más cerca de afiliarse al Partido Comunista, durante los meses previos al viaje a España cuando organizaba una escuela para trabajadores en Mérida, entre marzo y mayo de 1937, Paz se adhiere en privado a la campaña nacionalista, atizada por los demagogos del régimen, contra los Contemporáneos por cosmopolitas y arte puristas. En una carta a [Elena] Garro dice Paz, nada menos, ‘que los Contemporáneos’ merecían ‘una buena paliza’ por haber traicionado tres veces ‘a su patria, a los obreros y a la cultura’. Se habría avergonzado muchísimo recordando ese exabrupto, pues llegó más lejos, en esa misma carta: dentro de una invectiva generalizada contra todos ‘los zopilotes que engañan al pueblo’ incluye entre esas aves de rapiña a los intelectuales, tímidos zopilotes ‘que viven del cadáver de muchas cosas, surtiéndose con las sobras del banquete’.”
Menos turbio y sí poetizante y automitificador es el hecho de que en 1937, según narra Octavio Paz en Itinerario, estando de vacaciones escolares en Chinchén Itzá (entre marzo y mayo de ese año dio clases en Mérida en una “secundaria para hijos de trabajadores”), recibió, “mientras caminaba por el Juego de Pelota” y de manos de “un presuroso mensajero del hotel”, un telegrama donde su novia Elena Garro le “decía que tomase el primer avión disponible pues se me había invitado a participar en el [II] Congreso Internacional de Escritores Antifascistas que se celebraría en Valencia y en otras ciudades de España en unos días más”. Pues según acota y cita Christopher Domínguez Michael en la página 53 de su biografía: “Paz se abría enterado, por la prensa, de su invitación.”
  

II de III
Octavio Paz, en los dos capítulos iniciales de Xavier Villaurrutia en persona y en obra, no elabora una biografía crítica y minuciosa del protagonista de su ensayo. No introduce al lector en su ascendencia y genealogía familiar, ni desmenuza su infancia y crecimiento e íntimos episodios, ni el trayecto de su formación académica, literaria e intelectual. Con el resumen de las personales vivencias que tienen que ver con él —por ejemplo, las tertulias en el Café París; su comentario a Nostalgia de la muerte (Sur, Buenos Aires, 1938) que inicia sus colaboraciones en Sur, la revista argentina que patrocinaba y dirigía Victoria Ocampo; los polémicos y viscerales sucesos que rodearon la edición de la antología Laurel (Séneca, México, 1941) —que Paz ampliaría en el “Epílogo” a la segunda edición de Laurel publicada por Trillas en 1986; o la noticia del fallecimiento de Xavier Villaurrutia que en París le da el pintor Rufino Tamayo (según la versión oficial murió de un infarto a los 47 años, en la Ciudad de México, el 25 de diciembre de 1950)—, sólo delinea una semblanza, un bosquejo del poeta que no riñe con la imagen pública que tuvo. Pero también Paz, junto al relato de su propio aprendizaje, vierte una serie de comentarios fustigantes que trascienden, incluso, la postura moral, ideológica y política de la generación de Contemporáneos.
 
Colección Linterna Mágica núm. 1, Editorial Trillas
México, julio 22 de 1986
  Escrito con una “prosa que, más de una vez, se acerca al poema” y que al término del ensayo llega a confundirse con la poesía en prosa, Octavio Paz vierte una lectura sintética, fragmentaria, sesgada y crítica de la vida y obra del autor de “Nocturno de la estatua”. Para ello empleó, además de su sentido analítico y crítico, el bagaje libresco, erudito y anecdótico archivado en su memoria y el citado volumen de las Obras reunidas de Xavier Villaurrutia, de cuyos compiladores dice: “Debemos darles las gracias: en México no es frecuente ocuparse de los escritores fallecidos. Nosotros cumplimos al pie de la letra la máxima terrible: ‘hay que matar bien a los muertos’.” Lo cual es un franco yerro. Piénsese en Salvador Díaz Mirón, en Ramón López Velarde, en Manuel Maples Arce, el los poetas de Contemporáneos, etcétera, y sobre todo en el propio Octavio Paz, que ya muerto es fuente inagotable de sucesivos y numerosos libros que conforman una descomunal e incesante biblioteca imposible de leer, completa, por un solo lector.

Página interior del volumen Obras de Xavier Villaurrutia
FCE, 1ª reimpresión, México, octubre 10 de 1974
  Octavio Paz dice que el teatro de Xavier Villaurrutia carece de teatralidad y que es anacrónico y artificial en su vocabulario y por ende no lo salva ni tampoco salva su crítica teatral. De la prosa rescata sólo las páginas escritas a manera de diario y el cuento “Mauricio Leal”. De la crítica literaria, no sin reparos, sólo aprueba algunos ensayos; por ejemplo, “el dedicado a López Velarde” e “Introducción a la poesía mexicana”. De la crítica de arte afirma que “muchos de los textos sobre las artes plásticas son excelentes”; entre ellos la nota sobre la fotografía de Manuel Álvarez Bravo y el artículo sobre Rufino Tamayo. Pone como camote el ensayo “El blanco y el negro de Orozco”; y “Pintura sin mancha” le parece “un ensayo memorable”. No obstante, observa: “A su cultura plástica le faltó la experiencia de los grandes museos europeos. Sin embargo, las reproducciones, los libros y el trato con los pintores mexicanos y sus obras, suplieron en parte esta deficiencia.”

Y en “El dormido despierto”, el tercer capítulo del ensayo, donde bosqueja y analiza los poemas de Villaurrutia, además de aludir una serie de relaciones, paralelismos y distancias entre éste y Giorgio de Chirico, Jules Superville, Rainer Maria Rilke, Martin Heidegger, José Gorostiza, Bernardo Ortiz de Montellano y otros, sostiene que en sus “poemas el tema de la muerte está asociado estrechamente al del sueño y ambos a la noche”; y que “en la segunda sección de Nostalgia de la muerte se encuentran probablemente los mejores poemas de Villaurrutia”, entre los que menciona el “Nocturno en que habla la muerte”, el “Nocturno de los ángeles”, el “Nocturno rosa” y el “Nocturno mar”. 
Vale observar que en la edición príncipe de Nostalgia de la muerte, editada en 1938, en Buenos Aires, por Sur (gracias a los oficios de Alfonso Reyes), Villaurrutia integró los diez Nocturnos editados por Fábula, en México, en 1931, según se lee en la “Bibliografía” de Obras; plaquette que Paz fecha en 1933, cuyos diez poemas, dice, son “el núcleo” de tal libro, cuya segunda y definitiva edición aumentada se editó en 1946, en México, por Ediciones Mictlán.
  Y entre las postreras reflexiones de Paz que iluminan y trastocan la manera de leer la poesía de Villaurrutia, apunta que “Villaurrutia no se propuso en sus poemas la transmutación de esto en aquello —la llama en hielo, el vacío en plenitud— sino percibir y expresar el momento del tránsito entre los opuestos. El instante paradójico en que la nieve comienza a obscurecerse pero sin ser sombra todavía. Estados fronterizos en los que asistimos a una suerte de desdoblamiento universal. En ese desdoblamiento no somos testigos, como quería Nicolás de Cusa, de la coincidencia de los opuestos sino de su coexistencia. La palabra que define a esta tentativa es la preposición entre. En esa zona vertiginosa y provisional que se abre entre dos realidades, ese entre que es el puente colgante sobre el vacío del lenguaje, al borde del precipicio, en la orilla arenosa y estéril, allí se planta la poesía de Villaurrutia, echa raíces y crece. Prodigioso árbol transparente hecho de reflejos, sombras, ecos.
“El entre no es un espacio sino lo que está entre un espacio y otro; tampoco es tiempo sino el momento que parpadea ente el antes y el después. El entre no está aquí ni es ahora. El entre no tiene cuerpo ni substancia. Su reino es el pueblo fantasmal de las antinomias y las paradojas. El entre dura lo que dura el relámpago. A su luz el hombre puede verse como el arco instantáneo que une al esto y al aquello sin unirlos realmente y sin ser ni el uno ni el otro —o siendo ambos al mismo tiempo sin ser ninguno. El hombre: dormido despierto, llama fría, copo de sombra, eternidad puntual... El estado intermedio, que no es ni esto ni aquello pero que está entre esto y aquello, entre lo racional y lo irracional, la noche y el día, la vigilia y el sueño, la vida y la muerte, ¿qué es? [...]”



III de III

Xavier Villaurrutia en su casa de la Avenida Juárez
Foto: Lola Álvarez Bravo
La primera de las susodichas cuatro fotos que Lola Álvarez Bravo le hizo a Xavier Villaurrutia está datada en 1939, donde se le ve, de medio cuerpo, asomado a la ventada de “su casa de la avenida Juárez”. En la cuarta está sentado, con la mirada sesgada y los brazos cruzados, en un sillón de “las oficinas de Bellas Artes, en 1951”. Tal imagen recuerda, por su leve parecido y el singular detalle de las afeminadas uñas de las delicadas manos, el retrato pictórico (óleo sobre tela) que Juan Soriano realizó en 1940.
Xavier Villaurrutia en las oficinas de Bellas Artes (1951)
Foto: Lola Álvarez Bravo
       
Retrato de Xavier Villaurrutia (1940)
Óleo sobre tela de Juan Soriano
Colección Museo Nacional de Arte
     


   
Xavier Villaurrutia en el supuesto “parque Díaz Mirón de Jalapa, Ver., en 1942
Foto: Lola Álvarez Bravo
       La segunda es el célebre retrato donde Xavier Villaurrutia está sentado, en una banca de madera, en medio de la floresta y con una flor entre las manos; imagen incluida, sin fecha de la toma, en Escritores y artistas de México, libro de retratos fotográficos en blanco y negro (con aceptable aunque no impecable resolución e impresión) que Lola Álvarez Bravo realizó entre 1930 y 1980, editado por el FCE en “julio de 1982 con un tiraje de tres mil ejemplares, el cual tendría que reeditarse y ampliarse —al igual que el acervo retratístico antologado en Kati Horna. Recuento de una obra (CENIDIAP, etc., 1995), pues las nuevas generaciones desconocen todo ese excelente y valioso bagaje, pero con una impecable y óptica resolución y no con la media que se observa en el libro que antologa un conjunto de retratos de escritores, en blanco y negro, concebidos por el fotógrafo Rogelio Cuéllar: El rostro de las letras (La Cabra Ediciones/CONACULTA, 2014). Y la tercera foto es la citada al inicio de la nota, donde figuran, de pie y entre la floresta, Jorge González Durán, Villaurrutia y el joven Paz, cuyos pies rezan que fueron tomadas “en 1942”, “en el parque Díaz Mirón de Jalapa, Ver.” En su ensayo, Octavio Paz apunta que hicieron un pequeño viaje a Xalapa; pero no relata (frente al insomnio, la ansiedad y el desconcierto de la mitología xalapeña) a qué fueron, quiénes iban, cuánto duró el viaje y cuál fue el itinerario. 

  En el libro Octavio Paz, entre la imagen y el hombre (CONACULTA, 2010), iconografía en blanco y negro seleccionada y comentada por Rafael Vargas, se aprecia tal imagen (con mayor amplitud y con mucho mejor resolución que en el libro de Paz y que en su citado volumen 4 de sus Obras completas. Edición del autor), donde también está datada en “1942”, “en el Parque Salvador Díaz Mirón”, “en Xalapa”. Según dice Rafael Vargas en su prólogo, Paz y Lola Álvarez Bravo “se conocieron alrededor de 1939, por la misma época en que comenzó la amistad entre Paz y Juan Soriano, para quien Lola, trece años mayor, se había convertido en una suerte de confidente y hermana protectora.
Jorge González Durán, Xavier Villaurrutia y Octavio Paz en el
supuesto 
 “parque Díaz Mirón de Jalapa, Ver., en 1942
Foto: Lola Álvarez Bravo
      “Lola fotografía a Octavio Paz por primera vez en septiembre de 1942 en el parque Salvador Díaz Mirón, en Xalapa, ciudad a la que ambos habían viajado junto con Xavier Villaurrutia, Jorge González Durán y algunos otros escritores, como parte de las giras culturales por los estados organizadas por Benito Coquet, entonces jefe del Departamento de Educación Extraescolar y Estética, de la Secretaría de Educación Pública.

“En realidad, esa imagen es menos un retrato que el afortunado producto fotográfico de tal circunstancia, pero es importante tenerla presente para señalar el trato y la cercanía entre ambos.”
Vale acotar que en Xalapa, la capital del Estado de Veracruz, no existe ningún “Parque Salvador Díaz Mirón” y que es probable que se trate del parque Los Berros, si es que la foto no fue tomada en el jardín interior de la Quinta Rosa, a donde pudo ir el grupo de visita, y donde ahora hay una moderna casa central y dispersos bungalows amueblados que se rentan a estudiantes y extranjeros, cuyo amplio jardín interior, en los años 40 del siglo XX, tenía otras características y dimensiones. Desde el siglo XIX el lugar donde se trazó e hizo el parque Los Berros ya era conocido por tal mote. Pese a que tiene por nombre “Miguel Hidalgo y Costilla”, nadie lo llama así (la monumental efigie del cura de Dolores data del 8 de mayo de 1955); sólo lo hacen los políticos y funcionarios cuando frente a la estatua del Padre de la Patria (que enarbola el estandarte de la Virgen de Guadalupe), frente a uniformados niños de primaria en posición “de firmes” (acarreados allí ex profeso), lanzan discursos, cantan el Himno Nacional y conmemoran los días prescritos por el santoral patriótico-nacionalista. Quizá el error de Octavio Paz (si es que es un error) lo suscitó el hecho de que en la calle Hidalgo, frente al parque Los Berros —que nunca se ha llamado Díaz Mirón— se encuentra el muro exterior de la Quinta Rosa que otrora habitó el autor del compungido y lacrimoso “Paquito”, en cuya entrada hay un anónimo busto del poeta y una placa que reza: 
“En esta casa vivió el insigne poeta veracruzano Salvador Díaz Mirón, cuando escribió Lascas. Publicada en esta ciudad en 1901. Gracias a la amistosa intervención de don Teodoro A. Dehesa, gobernador del Estado.
“Placa colocada durante la gestión del H. Ayuntamiento de Xalapa, año 1960.”
Cabe añadir que una de las calles que circundan al parque Los Berros, que no es muy grande, se llama Salvador Díaz Mirón y en ella está la primaria homónima, inaugurada el 20 de noviembre de 1956 por Marco Antonio Muñoz, entonces gobernador del Estado de Veracruz.
Octavio Paz observa en su libro: “El Gobierno mexicano, gran embalsamador y petrificador de celebridades, ha mostrado una soberana indiferencia ante la obra y la memoria de Villaurrutia. Tal vez haya sido mejor así: se ha salvado de la estatua grotesca y de la calleja con su nombre. (En México las grandes avenidas y las plazas pertenecen por derecho propio, iba a decir: por derecho de pernada, a los ex presidentes y a los poderosos. Las calles de nuestras ciudades, como si fueran reses, han sido herradas con nombres no pocas veces infames.)” 
No le faltan razones a Octavio Paz (piénsese en el nombre del autoritario genocida Gustavo Díaz Ordaz); no obstante, el nombre del poeta y ensayista, Premio Nobel de Literatura 1990, es el nombre de bibliotecas, centros culturales, librerías, escuelas, aulas, auditorios y calles en numerosos puntos del país. El rescate y la edición de los escritos y dibujos de Xavier Villaurrutia y el establecimiento de un premio nacional de literatura que desde 1955 lleva su nombre, fue obra, en primera instancia, de intelectuales y escritores, y no del gobierno; aunque ahora éste lo subsidia con una suma a través del INBA y del llevado y traído CONACULTA. 
Pero si Octavio Paz hubiera contado con suficientes pormenores la anécdota de la visita a Xalapa y de las fotografías tomadas por Lola Álvarez Bravo en el supuesto “parque Díaz Mirón”, quizá hubiera ocurrido algo para el regocijo y el divertimento memorial y visual de los xalapeños, advenedizos y turistas culturales que no muy despistados arriban a la “gloriosa” y “egregia” Atenas Veracruzana, donde no nada más hay desfalcos en el erario y en fondos públicos (el Instituto de Pensiones del Estado es un escandaloso e impune ejemplo), matan a periodistas, secuestran y desaparecen gente y donde, según el gobernador Javier Duarte de Ochoa, las finanzas públicas están sanas y boyantes y sólo hay robos de frutsis y pingüinos en las tiendas Oxxo. Además del busto de piedra de Salvador Díaz Mirón que se observa en la entrada de la Quinta Rosa (hay otro de bronce en el Paraninfo de viejo Colegio Preparatorio de Xalapa y una estatua suya en la avenida Díaz Mirón del puerto de Veracruz en cuyo dedo flamígero la canalla le suele colgar un yoyo o un calzón), hubo un busto del poeta y diplomático Manuel Maples Arce que se veía desde “noviembre de 1981” en la minúscula plaza que se ubica a un costado de la Biblioteca de la Ciudad, en pleno Centro Histórico, y del que desde fines de febrero de 2005, luego de ser robado por el metal (pese a los rondines policíacos y a la cercanía del Cuartel de Policías San José), sólo queda la solitaria, desconsolada, polvorienta y sucia base de piedra (regularmente pintarrajeada de grafitis) en cuyo hueco, donde estuvo la placa de metal alusiva, el negligente municipio priísta colocó otra que sólo rebuzna: “Plaza Manuel Maples Arce”, “Estridentópolis 2012”.
Yo, inmortalizado en la base donde estuvo la cabeza de Manuel Maples Arce
Xalapa, marzo 26 de 2009
  Por otra parte, en la histórica Ex Hacienda de El Lencero, en las cercanías de Xalapa, hay una casona-museo donde se erigió una “charamusca” que evoca la figura y la estancia de Gabriela Mistral (1889-1957), Premio Nobel de Literatura 1945; en este sentido, tal vez a las bancas del parque Los Berros, o a las “callejas” del mismo, algún Honorable Ayuntamiento ya las hubiera bautizado, con su correspondiente y fulgurante plaquita, con los nombres de “Xavier Villaurrutia”, “Octavio Paz”, “Lola Álvarez Bravo” y “Jorge González Durán”, en memoria y celebración de su impronta y de ese singular y efímero paseo. Ni tarda ni perezosa, la canalla (“infame turba de nocturnas aves” de rapiña) ya habría hecho de las suyas.   


Octavio Paz, Xavier Villaurrutia en persona y en obra. Dibujos y fotografías en blanco y negro. FCE. México, agosto 25 de 1978. 104 pp.

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Enlace a "Amor condusse noi an una morte", poema de Xavier Villaurrutia en la voz de Alberto Dallal. Introducción de Tedi López Mills.