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domingo, 27 de mayo de 2018

El club Dante



A la mitad del camino de la vida
en una selva oscura

El norteamericano Matthew Pearl (Nueva York, octubre 2 de 1975), autor de La sombra de Poe (Seix Barral, 2006) y del prólogo a La trilogía Dupin (Seix Barral, 2006), en 2003 publicó en inglés El club Dante, su primer best seller con el que hizo boom en los Estados Unidos (y más allá de sus fronteras), cuya traducción al español de Vicente Villacampa data de “mayo de 2004”.
(Seix Barral, México, 2004)
En la novela El club Dante, la cruenta y devastadora Guerra Civil norteamericana (1861-1865) terminó apenas hace seis meses y el asesinato del presidente Abraham Lincoln aún es noticia (recibió un disparo el 14 de abril de 1865 en un palco del Teatro Ford, en la ciudad de Washington, y murió el día 15). Y en las inmediaciones de la Universidad de Harvard, en Cambridge, no muy lejos de Boston, un grupo de emblemáticos intelectuales prepara, desde 1861, la primera traducción, del italiano al inglés, de la Divina Comedia, la obra monumental y universal de Dante Alighieri (1265-1321), probablemente escrita entre 1307 y el año de su fallecimiento. Tal grupo se denomina a sí mismo: el club Dante y cada miércoles por la noche se reúne en la casa Craigie, en Cambridge, histórica casona que muestra una “profusión de esculturas y pinturas de George Washington”, pues fue cuartel de éste al inicio de la Guerra de la Independencia (1775-1783). El club Dante está integrado por Henry Wadsworth Longfellow, poeta y figura patriarcal y tutelar que dirige y firma la traducción y quien vive en la casa Craigie; por Oliver Wendell Holmes, narrador y médico que imparte la cátedra Parkman en la facultad de Medicina de Harvard; por James Russell Lowell, poeta, profesor y cabeza de la sección de lenguas modernas y literatura en Harvard; por J.T. Fields, el exitoso y rico empresario que publicará la traducción con el rubro de su editorial; y por Georges Washington Greene, historiador enfermizo que ya chochea y tiene una particular interpretación de la vida y obra de Dante (para él, el poeta florentino sí hizo un auténtico viaje al Infierno). 
Dados los obtusos e intolerantes prejuicios protestantes, xenófobos, puritanos y antipapistas, con la figura de Augustus Manning a la cabeza —tesorero de la corporación Harvard— se entreteje una soterrada y maquiavélica conjura (que no excluye el soborno, el espionaje, el chantaje y los golpes bajos) para impedir que el profesor James Russell Lowell siga impartiendo su seminario de Dante y sobre todo para frustrar la inminente publicación en inglés de la Divina Comedia, que a toda orquesta se quiere editar como parte de los académicos e italianos festejos del sexto centenario del nacimiento del poeta florentino.
Tal virulencia intestina es trastocada cuando dos espeluznantes y escenográficos asesinatos (el de Artemus Prescott Healey, juez presidente de los tribunales de Massachusetts, y el de el reverendo Elisha Talbot, ministro de la Segunda Iglesia Unitarista de Cambridge) brindan, para el club Dante, claros indicios de estar meticulosamente inspirados en precisos pasajes del Infierno del poeta florentino, pues las causalidades y las circunstancias propician que, sin buscarlo ni quererlo, lo sepan y se involucren en la raciocinadora, detectivesca y secreta búsqueda del criminal, a quien durante un buen tiempo suponen un erudito dantista y que, según coligen en cierto momento, compite con ellos: el club traduciendo con palabras y el asesino con sangre.
Matthew Pearl
En la segunda de forros, se dice que Matthew Pearl, “En 1998, ganó el prestigioso Premio Dante de la Sociedad Dante de Estados Unidos”, y que “es responsable de la edición para la Modern Library del Infierno de Dante, traducido por Henry Wadsworth Longfellow”. Esto no resulta gratuito, pues a lo largo de la trama el autor disemina y urde sus conocimientos de la biografía y obra de Dante, e inextricable a ello, implica una rica indagación del entorno arquitectónico y geográfico de Boston y de Cambridge en el siglo XIX, de numerosas menudencias de la historia política y social norteamericana en tal centuria, así como de atavismos racistas y religiosos, y de ciertos usos y costumbres que signaban la vida cotidiana, ya en la universidad, ya en las calles y tabernas, ya en la cárcel, ya en las iglesias y en los hogares de ayuda a los veteranos de la guerra, cuyas dantescas y sangrientas trincheras también son descritas con pelos, moscas, gusanos y señales.
La investigación detectivesca que realiza el club Dante (con sus propias polémicas y tensiones), se entrecruza con la que paralelamente efectúa el patrullero Nicholas Rey, el primer policía negro de Boston (respaldado por el jefe de la policía John Kurtz), cuyo color de piel implica desventajas oficiales (no usa uniforme y va desarmado), fricciones y agresiones frente a los racistas policías blancos, pero que paulatinamente, dado su olfato y virtud para raciocinar, se une al club Dante en la búsqueda del escurridizo criminal.
Sintéticamente hay que decir, con bombo y platillo, que Matthew Pearl —autor de El último Dickens (Alfaguara, 2009)— ha creado con El club Dante un thriller magistral, inteligente, lúdico, culto y erudito, repleto de recovecos y múltiples detalles y minucias, de suspense, misterio, enigmas y numerosas intrigas, pistas falsas y engaños al lector, con acción, escenarios peliculescos y constantes giros sorpresivos, lo cual mantiene, in crescendo, enganchado y asombrado al insaciable y desocupado lector, ya paladeando la trama, ya ansioso e insomne por descubrir, entre los posibles sospechosos, al dantesco criminal; y cuando por fin es descubierta su identidad por los miembros del club Dante —entre ellos destaca el papel del médico Oliver Wendell Holmes— (y el lector tiene acceso a los motivos intrínsecos que gestaron e incitaron el psicótico y escenográfico modus operandi del asesino en cada caso), para presenciar si lo atrapan, o quién atrapa a quién, o quién muere en el acoso y persecución (si es que alguien muere), y en resumidas cuentas cómo concluye este apasionante y dinámico artilugio novelístico, que además cuenta con ilustrativas notas del traductor.

Matthew Pearl, El club Dante. Notas y traducción del inglés al español de Vicente Villacampa. Seix Barral. 4ª reimpresión. México, noviembre de 2004. 472 pp.


lunes, 23 de abril de 2018

La transparencia del tiempo

La gente vive con el cuchillo en los dientes

El prolífico y celebérrimo narrador cubano Leonardo Padura Fuentes (La Habana, octubre 9 de 1955), Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015, rubrica su novela La transparencia del tiempo (Tusquets, 2018) en “Mantilla, 17 de diciembre de 2014-10 de agosto de 2017”. Y la dedica, como buena parte de sus libros, a su esposa Lucía López Coll (“ya se sabe cómo y por qué”). El protagonista de la novela es, de nuevo, el detective Mario Conde. Un detective singular, con olfato de sabueso callejero y propenso a las intuiciones y premoniciones, de Radio Bemba; es decir, sin oficina acreditada en La Habana y al margen y a la saga de las “nuevas tecnologías” (Internet, el teléfono celular, las computadoras portátiles), que tal vez sea (entre la economía informal y la boyante picaresca) “el primer detective privado cubano desde 1959” (según apostrofa la china cubana Karla Choy); cuyo ínfimo oficio, para subsistir casi en la inopia con su perro Basura II (precisamente en la casa donde nació y creció), es el de ambulante voceador y comprador de libros viejos y antiguos, cuya venta comercializa y potencia su hábil socio y negociante Yoyi el Palomo (“el ex ingeniero Jorge Reutilio Casamayor Riquelmes”), 20 o 25 años más joven que el Conde, y poseedor de un rutilante “Chevrolet Bel Air descapotable de 1957”.
  
(Tusquets, México, 2018)
        La transparencia del tiempo se desarrolla en dos vertientes narrativas entreveradas en capítulos alternos. Una se sucede, principalmente en La Habana, entre el “4 de septiembre de 2014” y el “17 de diciembre de 2014, día de San Lázaro” (capítulos numerados, con fechas y rótulos: 1, 3, 4, 6, 7, 8, 10, 11, 13, 14, 16, 17, 18, 20, más el “Epílogo”). Y es el ámbito temporal, social y existencial donde Mario Conde, a punto de cumplir los infaustos 60 años, vive y convive su día a día y donde investiga el robo de una supuesta Virgen de Regla, recién hurtada a un tal Bobby (Roberto Roque Rosell), marchante de arte y desinhibido homosexual, otrora en el clóset y contemporáneo suyo en el pre de La Víbora y en los estudios universitarios, truncos para ambos, cuando en 1978 iban “a terminar el tercer año de la carrera”.  

     La otra vertiente narrativa inicia en 1989, el día que fallece, en un cuartucho en La Habana, un tal Antoni Barral, un solitario y humilde anciano en silla de ruedas, postrado ante “la imagen negra de Nuestra Señora de La Vall”; que, siendo un adolescente de 16 años, “carbonero y pastor de cabras montaraces”, en medio de los sorpresivos y cruentos embates suscitados por la Guerra Civil en España, en 1936 huyó de su caserío: Sant Jaume de la Vall, una “pequeña aldea de la Carrotxa catalana”, llevando con él, “dentro de una saca nueva de carbón”, la talla en madera de esa virgen negra con fama de milagrosa, el objeto más sagrado y valioso del pequeño villorrio y de la minúscula ermita, de la que se decía había aparecido en el interior de una encina con forma de cruz, muerta y seca por un rayo celestial.   
    Vale observar que en esa vertiente narrativa el oscilar en el tiempo es regresivo (capítulos: “2. Antoni Barral, 1989-1936”, “5. Antoni Barral, 1936”, “9. Antoni Barral, 1472”, “12. Antoni Barral, 1314-1308” y “15. Antoni Barral, 1291”). Es decir, se trata de una especie de viaje a la semilla (con cierta ascendencia de Alejo Carpentier). Y va de regreso, en flash-back, con fantástica y magnética mixtura de histórico palimpsesto, hasta el esbozo del año axial: 1291, cuando los furiosos “ejércitos de infantes y caballeros musulmanes convocados por el joven sultán Khalil al-Ashraf”, causaron la sangrienta caída de la babélica y populosa metrópoli de San Juan de Acre (puerto en el Mediterráneo en lo que ahora es Israel), y el fráter Antoni Barral, corpulento caballero de la Orden del Templo de Salomón, rescató esa virgen negra de la iglesia de San Marcos, donde había estado “desde que la imagen fuera traída de Jerusalén junto con otras reliquias cuando la urbe sagrada terminó siendo conquistada por Saladino” (lo cual ocurrió entre el 20 de septiembre y el 2 de octubre de 1181). Por si fuera poco, esa “imagen negra de Nuestra Señora”, tallada en el norte de África “en los tiempos de los últimos faraones de Egipto [c. 51 a.C.-47 a.C.] y famosa por ser pródiga en la realización de milagros”, según “contaban viejos caballeros, había sido hallada muchos años atrás entre los cimientos del que por más de un siglo había sido el cuartel general de los templarios, ubicado en el sitio preciso en donde las crónicas más fiables aseguraban se había erguido el Templo del rey Salomón y había estado en custodia el Arca de la Alianza”.  
    Frente a la inminente caída y pérdida de San Juan de Acre, el fráter Antoni Barral pensaba que sería “el último día de su vida”, no obstante “valía arriesgar la vida” por esa virgen negra. “Y así lo habían decidido él y tres de sus hermanos, cuyas espadas, durante la realización del rescate, habían hecho correr la sangre musulmana hasta que fluyó más allá de las puertas de la iglesia de San Marcos. Encargado por sus cofrades de transportar la virgen en virtud de su corpulencia, al disponerse a salir del recinto sagrado Antoni debió ver cómo sus tres compañeros de armas y juramentos, apenas puesto un pie en el atrio, caían fulminados por una lluvia de lanzas, piedras y flechas que, en cambio, pasaban por encima de su cabeza y por los lados de su cuerpo sin rozarlo, como si los proyectiles evitaran buscarlo a él, el encargado de cargar la virgen.” Halo protector y milagroso que se reitera y clarifica en la capilla del fuerte de los templarios, cuando el fráter Antoni Barral, que aún suponía “iba a ser el último día de su vida”, se postra al pie de esa virgen negra dispuesto a rezar y a “confesarle a Ella todos sus pecados”. Mientras discurre esa comunión (y paroxismo) y llega hasta él la estridencia de los musulmanes que se saben vencedores, Antoni Barral empezó “a percibir cómo su cuerpo penetraba en un refugio amable, envolvente, una condición física desconocida que lo hacía leve, a salvo de la parafernalia circundante, inmune al caos del momento final. Justo cuando se sentía más arropado en aquel refugio, con su cuerpo incluso elevado unos centímetros del suelo, recibió sobre su frente la presión nítida e inconfundible de unos dedos cálidos capaces de hacerle perder el equilibrio y caer de espaldas, provocando el retumbante sonido de sus metales ofensivos y defensivos. Tendido en el suelo abrió los ojos y comprobó que, ante él, solo estaban, en su sitio de siempre, la cruz y la figura de la Madre, con su rostro negro, brillante y hierático en el que resplandecían unas pupilas azules, casi con vida, de cuyas órbitas, podía jurarlo, en ese instante vio brotar y correr dos lágrimas. Y Antoni Barral recibió la vibrante premonición de que aún le quedaban tareas por cumplir en el Reino de este Mundo. Supo que al menos él había sido blindado por un poder superior y no moriría en esa jornada terrible en la que se celebraría la última batalla antes de que se concretara la pérdida definitiva de la que había sido por décadas la ciudad más pérfida y rutilante del mundo conocido: la ciudad que por sus muchos pecados se había condenado a sí misma. Conociendo cuál era su misión, el objetivo superior para el cual seguiría con vida, el caballero se puso de pie, se acomodó el casco y la espada y avanzó hacia el altar.” Resulta consecuente, entonces, que “el último día de existencia cristiana” de la pecaminosa, multicultural y engreída San Juan de Acre, el secreto custodio de la virgen negra, el fráter Antoni Barral, haya “visto arder [la urbe] desde el puente de mando de El Halcón del Temple, el poderoso navío [bajo las órdenes del capitán Roger de Flor] hasta el cual había llegado luego de lanzarse al mar desde los restos de las murallas de la ciudad en llamas, cuando había sido atrapado por una ola enorme e imprevista que lo depositó junto a la embarcación ya en retirada.”
 
Leonardo Padura
Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015
          En sus dos vertientes narrativas, con dos estilos distintos, La transparencia del tiempo es una novela signada por la intriga y el suspense. Paralelo a los sucesos del año 2014 en La Habana, el regresivo decurso narrativo que protagonizan los personajes con el mismo nombre (Antoni Barral), parece que articulan, en un ámbito de realismo mágico, aventura y translúcida documentación histórica, el itinerario de la virgen negra robada a Bobby, quien, lo jura (y perjura) por “Yemayá toca el suelo y luego se besa la yema de los dedos”, es milagrosa y a él lo curó de un cáncer en el seno. Esto es así hasta el capítulo “15. Antoni Barral, 1291”, pues en el capítulo “19. Antoni Barral, 8 de octubre de 2014”, Leonardo Padura, a través de su alter ego Mario Conde (que al día siguiente cumplirá 60 años), da un giro sorpresivo o vuelta de tuerca. Pues resulta que en realidad no se trata de la ruta histórica (real maravillosa) de la virgen negra robada a Bobby, pese a que lo parece o podría ser, dado que el propio Bobby acredita la antigüedad y el origen de esa talla en madera con dos libros que le muestra al Conde, “uno de ellos de gran formato, empastado en piel”, donde se observa una foto de la valiosa pieza y se lee: “Nuestra señora de La Vall... Escultura románica del siglo XII. Desaparecida de su ermita en 1936. Paradero desconocido.” Invaluable y antigua pieza (de museo, de coleccionista o del disperso patrimonio cultural de España) que Bobby, según le dice al Conde, heredó de su casi abuelo, “un español que había salido huyendo de la Guerra Civil” llevando consigo esa románica virgen negra, quien en su entorno inmediato y doméstico en La Habana, donde la mantuvo recluida y resguardada, la hacía pasar por su particular y milagrosa Virgen de Regla (pese a que no reproduce el consabido cliché de una popular Virgen de Regla), quien, dice Bobby, con el falso nombre de Josep Maria Bonet, fue el “segundo marido” de su abuela materna Consuelo. 
     Es decir, se trata de una historia imaginada, documentada y escrita nada menos que por el lenguaraz y ateo detective privado Mario Conde, escritor latente y frustrado, siempre onírico y deseoso de escribir un relato semejante a los relatos de Hemingway o de Salinger. Y lo hizo muy rápido, entre el “16 de septiembre de 2014” y el siguiente 8 de octubre (un día antes de su fatídico 60 aniversario), durante su convalecencia y abstinencia etílica en la casa de Tamara (su amante y compañera desde que en 1989 dejó la policía), precisamente sobre el “generoso buró de caoba” que fuera del embajador Valdemira, el padre de Tamara y de su hermana gemela Aymara, rodeado de la “bien poblada biblioteca, que él mismo había seguido nutriendo con algunas joyas caídas en sus manos de tratante de libros viejos”. Pero la escribió tecleando “la prehistórica Underwood heredada” de su padre, que es la “vieja máquina Underwood” que utilizara en el “Otoño de 1989” para escribir (luego de renunciar a la policía) el inicio de una historia que titularía Pasado perfecto, según se lee al término de Paisaje de otoño (Tusquets, 1998), novela de Leonardo Padura, perteneciente a la tetralogía “Las cuatro estaciones”, con la que en España, durante la Semana Negra de Gijón, obtuvo el Premio Internacional Dashiell Hammett 1998 y en Francia el Premio de las Islas 2000.
 
(Tusquets, México, 1998)
        En una charla sobre las vírgenes negras del Medioevo procedentes del norte de África y del Medio Oriente y su legendaria y mítica índole milagrosa, y sobre la presunta curación de Bobby gracias al poderoso influjo de la virgen negra que le robaron, el Flaco Carlos, uno de los íntimos compinches del Conde, comenta el hecho y enumera consabidos autores del “Realismo mágico”: “El que quiere creer ve y siente cosas que el descreído no ve ni siente. Por eso no me extraña que si Bobby es creyente de verdad esté convencido de que la virgen lo curó... Realismo mágico. Rulfo, García Márquez, Carpentier”. 
   
(FCE, México, 2002)
         Abrevadero latinoamericano y canónico autor cubano sobre el que Leonardo Padura tiene un erudito libro ensayístico: Un camino de medio siglo: Alejo Carpentier y la narrativa de lo real maravilloso (FCE, 2002). Que además signa La transparencia del tiempo con un epígrafe transcrito de “El camino de Santiago”, cuento de Alejo Carpentier (1904-1980) que forma parte de su trilogía cuentística Guerra del tiempo (CGE, 1958): “Dice ahora, a quien quiera oírlo, que regresa de donde nunca estuvo.” Aún lo ignoran (y se quedarían boquiabiertos y con la baba caída), pero los entrañables compinches del Conde quizá podrían ubicarlo en la vertiente del realismo mágico o de lo real maravilloso. Léase, por ejemplo, el capítulo “Antoni Barral, 1472”, donde el escudero Antoni Barral y el caballero Jaume Pallard, “Después de diez años de ausencia”, regresan al valle de donde partieron; el escudero sano y el caballero a punto de morir por la peste negra. Pero por obra y gracia de la virgen negra, oculta durante 164 años en el interior del tronco de una enorme encina con forma de cruz, seca y renegrida por un rayo, se sucede el milagro: el escudero muere atacado por la peste negra y el caballero recupera la salud y se promete “levantar en ese mismo sitio un monumento para albergar y honrar a aquella virgen milagrosa que le había devuelto la vida”. Virgen negra dejada al descubierto por un rayo divino que cae sobre la encina renegrida y seca (impacto que quiebra una de sus ramas con forma de cruz y que cae sobre él y lo deja inconsciente) y entonces comprende “el porqué de la postura orante del cadáver seco junto al árbol renegrido”. Lo que el caballero Jaume Pallard ignora es que esa virgen, negra y milagrosa, estaba oculta en el tronco del árbol con forma de cruz desde 1308, y que fue escondida allí por el sexagenario fráter Antoni Barral cuando regresaba a la aldea de la que salió siendo un adolescente; y que ese cadáver al pie del árbol recién fracturado (por el rayo divino) son los restos de un ermitaño: fray Jean de Cruzy, fallecido, “postrado” y “congelado”, en el “invierno de 1314”, con quien el proscrito ex templario convivió; pero a quien nunca reveló, pese al intercambio de confidencias, la cercana presencia de la poderosa virgen negra, rescatada por él durante la cruenta caída de San Juan de Acre en 1291. A esto se añade el inescrutable hado de que a través del tiempo los individuos que se llaman Antoni Barral se distinguen, entre los aldeanos analfabetas y romos campesinos de su entorno, por su inteligencia y valentía, por aprender a leer y a escribir, por viajar y alejarse de las tareas prescritas por la tradición. Pero, además, descuella el capítulo “Antoni Barral, 1936”, donde se relata el arrojo, la sagacidad y las aventuras marineras del astuto e intuitivo adolescente (el único jovenzuelo que sabe leer y escribir) que huye desde el Pirineo catalán hacia un destino incierto llevando consigo (y en secreto) el objeto más sagrado de su ermita y de su aldea: la talla en madera negra de Nuestra Señora de La Vall.
     Vale recapitular que ese período de abstinencia y convalecencia en casa de Tamara (que desencadena al latente escritor que lleva dentro) no se debe a una enfermedad, sino a que Mario Conde, el “14 de septiembre de 2014” recibió un balazo por parte del ratero, quien en el paupérrimo asentamiento de los orientales en San Miguel del Padrón (miserable “zona a la que le dicen las Alturas del Mirador”) había escondido la virgen negra dentro del “tronco voluminoso de un árbol, tal vez un falso laurel, del que sólo salían dos ramas que le daban una extraña forma de cruz”. Es decir, el detective por vocación Mario Conde, ineludiblemente apoyado por el mayor Manuel Palacios (y viceversa), quien es el “jefe de la sección de Delitos Mayores” de la “Central de Investigaciones Criminales”, y con quien “Veinticinco años atrás” (entre 1979 y 1989) conformó “la pareja de policías más eficientes”, logra dar con el autor intelectual del robo entre la fauna de marchantes de arte donde se mueve Bobby (Elizardo Soler, René Águila y Karla Choy), adinerados, competitivos y ambiciosos; más aún porque durante el rastreo de la pieza ocurren dos asesinatos y la misteriosa desaparición de Jordi Puigventós, un marchante catalán (y galán) recién llegado a La Habana con la obvia intención de comprar (en el mercado negro) la valiosa virgen negra. 
    Según lo acordado a través de Yoyi el Palomo (quien funge de promotor y gestor de las actividades mercantiles y profesionales de Mario Conde), Bobby debía pagarle al sabueso habanero cien dólares diarios, “más los gastos y dos mil por la virgen”. Pero, promovido por Yoyi (a petición del Conde) el día que Bobby va “a entregarle los dos mil dólares pactados”, que es el día del cumpleaños del Conde, y pese a que la virgen negra está en manos de la policía y su recuperación es incierta, el ex policía decide no aceptar el total. Iracundo, cuestiona la inmoralidad rapaz de Bobby, sus muchas mentiras y tejemanejes, la venta en Miami de cuadros falsos, y, antes de correrlo, coge del sobre “cuatro billetes de cien dólares” y le devuelve el resto diciéndole: “Me debías tres días de trabajo y gastos, nada más.”
    Ese código ético de Mario Conde (no exento de una perspectiva crítica ante los antagónicos contrastes sociales y frente a las contradicciones políticas y económicas del statu quo cubano en 2014) está en consonancia con su índole afectiva, sentimental, solidaria, generosa y desprendida. Por ejemplo, con los dólares recién recibidos, a Candito el Rojo y a Cuqui, su mujer, les lleva un envoltorio donde va un paquete de café, una bolsa de detergente y una botella de aceite de oliva. Además de que se trata de una previsible y repetitiva rutina en la que el Conde se embriaga, fuma como chacuaco y charla con sus amiguetes sobre el caso que investiga, con los dólares recién pagados, compra el ron y los ingredientes del banquete que comparte con el Conejo y el Flaco Carlos (sus compinches desde el pre de La Víbora), con tal de que Josefina, la madre éste, esa noche no se ponga el delantal. Le preocupa la magra subsistencia del Flaco Carlos y su madre Josefina (él en silla de ruedas desde hace unos 30 años y ella ya octogenaria) y por ende los apoya; la anciana lo ve y trata como si también fuera su hijo y el Conde así lo percibe. En una cafetería de nuevo cuño (“nacida sobre los restos de lo que había sido el quiosco donde de niño compraba masarreales de guayaba, pasteles de coco y jugos de melón rojo en los descansos de los interminables juegos de pelota en los cuales invirtió todas las horas posibles de su infancia”) compra cuatro hamburguesas para llevar (“y calculó que ese gasto significaba algo así como el salario de cuatro o cinco días de un compatriota proletario”); menos de dos hamburguesas son para él y más de dos son para su perro Basura II. El otrora mayor Antonio Rangel, quien fuera el jefe de la Central de Investigaciones Criminales durante la década (1979-1989) en que fue el teniente investigador Mario Conde (el mejor policía de la corporación), en 2009 sufrió “un violento derrame cerebral que le robó casi toda la movilidad y el habla”, y entonces él exigió a las hijas “encargarse del cuidado nocturno del enfermo”. Puesto que el mayor Rangel fumaba habanos de la mejor calidad (Montecristo N° 5), el Conde, cuando lo visita, suele fumar un habano frente a él para que aspire el humo. Y eso hace el “10 de septiembre de 2014”, pero no sólo para que el Viejo se deleite con esas odoríficas emanaciones, sino también para consultarlo sobre el caso que investiga; pero como el Viejo no habla, le responde levantado “ligeramente su dedo índice”. A un vagabundo, “desgreñado y sucio”, que por las calles de su barrio suele desplazarse con bolsas de plástico en los pies, le regala los zapatos que lleva puestos (vagabundo que al término de la obra, yendo “de regreso de donde nunca estuvo”, corporifica una ambigua nota de lo real maravilloso). Y pese a que egocéntricamente le duele e inquieta que el Conejo (con su mujer) deje La Habana para siempre y se asiente en Miami (donde vive su hija), el Conde le dice que cuando Bobby le pague (los dos mil dólares por el rescate de la virgen negra) cuente con ese dinero. De ahí que en el hospital (“herido de bala”) buena parte de sus seres queridos (que no son consanguíneos) lo arropen y se preocupen por su salud y bienestar. Y pese al desasosiego que para él implica cumplir 60 años, conforman un petit comité que, no sin retórica ironía “revolucionaria”, Aymara bautizó: “Comisión Organizadora del Sesenta Cumpleaños del compañero Mario Conde”. 
   
Leonardo Padura y Lucía López Coll
       Vale añadir que en la sui géneris indagación detectivesca que emprende el ex policía Mario Conde, además del mayor Manuel Palacios (con reparos y estiras y aflojas), los amigos del Conde (Candito el Rojo, Yoyi el Palomo, el Conejo y el Flaco Carlos) también participan, ya sea con algún comentario, reflexión o información, o acompañándolo en uno u otro episodio peliagudo. A lo que se añade la cátedra sobre el origen de las “vírgenes negras medievales” que al Conejo y al Conde les brinda, en Regla, el sabihondo sacerdote Gonzalo Rinaldi, párroco del Santuario de la Virgen de Regla.
    Pese a la angustia, al malestar y a lo aciago que implica el inminente cumpleaños número 60 de Mario Conde, a los crímenes y a los cuestionamientos críticos sobre el panorama cubano (“En este país la gente vive con el cuchillo en los dientes, porque si no, no vive”, dictamina el escritor que no escribe Miki Cara de Jeva, quien también le dice al Condenado: “pensándolo bien, brother, aquí las cosas se han puesto tan jodidas que cualquiera hace cualquier cosa por salir a flote”), La transparencia del tiempo no es una novela depresiva ni desesperanzadora. Todo lo contrario. Además de la extraordinaria vertiente culterana e imaginativa supuestamente escrita por Mario Conde, se trata de una novela gozosa, rebosante de lúdicos pormenores, muchas veces ligera en su jocoso vocabulario repleto de cubanismos, vulgarismos, modismos y coloquialismos. Donde además de las referencias a episodios o detalles que Leonardo Padura ha tocado o narrado en sus anteriores novelas protagonizadas por Mario Conde, e incluso en La novela de mi vida (Tusquets, 2002), no faltan los episodios eróticos ni las alusiones escatológicas.


Leonardo Padura, La transparencia del tiempo. Colección Andanzas número 690/8, Serie Mario Conde, Tusquets Editores. México, febrero de 2018. 446 pp.



martes, 26 de diciembre de 2017

Herejes




Sólo la cuchara sabe lo que hay dentro de la olla


Firmada en “Mantilla, noviembre de 2009-marzo de 2013”, Herejes, la última novela del cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), empezó a circular, en España y México, en septiembre de 2013, con un cintillo donde Tusquets pregona a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global: “ÉXITO INTERNACIONAL, DERECHOS DE TRADUCCIÓN VENDIDOS A 6 PAÍSES ANTES DE SU PUBLICACIÓN”. “Vuelve el autor de El hombre que amaba a los perros [2009] con una absorbente novela en torno a un cuadro de Rembrandt que, de Ámsterdam a La Habana, recorre varias épocas y vidas rebeldes.” No sorprende tal alarde publicitario: Herejes, con una profusa investigación imbricada en sus entresijos y virtudes literarias, está a la altura de su novela sobre el asesinato de León Trotsky (y su asesino) y sin duda es una de sus mejores obras.
Colección Andanzas núm. 813, Tusquets Editores
Primera edición en México: septiembre de 2013
  Tal si se tratase de libros sagrados o de evangelios apócrifos, Herejes se divide en cuatro partes de sonoros nombres: “Libro de Daniel”, “Libro de Elías”, “Libro de Judith” y “Génesis”. El tiempo presente transcurre principalmente en La Habana y se sucede en tres de sus cuatro partes: en la primera, en la tercera y en la cuarta, entre septiembre de 2007 y abril de 2009. El protagonista es Mario Conde, quien al principio tiene 54 años; dos décadas de haber dejado la policía (sirvió en ella diez años); y cuya azarosa ocupación (a veces muy magra e ingrata) es la compra y venta de libros viejos (algunos auténticas joyas bibliográficas que negocia y contrabandea con el auxilio táctico y logístico de Yoyi el Palomo, dueño de un rutilante descapotable Chevrolet Bel Air 1957). Vale decir, entonces, que Mario Conde es un personaje recurrente en la obra de Leonardo Padura y por ello en Herejes reaparece con sus camaradas de siempre, compinchados desde el Pre de La Víbora: el Flaco Carlos, el Conejo, Candito el Rojo y Andrés, quien vive en Miami hace casi 20 años y desde allí se hace presente con una carta dirigida al Conde y luego con un telefonema el día que el corro (y anexas) celebra el cumpleaños de las mellizas Aymara y Tamara y que es el día en que el Conde y ésta, después de 20 años de ejercer el amor libre, formalizan su noviazgo. Es decir, en Herejes se aluden o recrean consabidos clichés y episodios narrados en anteriores novelas de Leonardo Padura y por ende Tusquets lo subraya con asteriscos que remiten a varias de ellas: La neblina del ayer (2005), Paisaje de otoño (1998), Pasado perfecto (2000), Máscaras (1997) y La cola de la serpiente (2011). Pero esto no es riguroso pues, por ejemplo, en la página 415, en el tendejón que el Conde llama “Bar de los Desesperados”, al comprarse un trago de ron casero, un pestilente y astroso teporocho le mendiga uno, quien al apostrofarlo por su antigua labor (“Tú tienes cara de ser tremendo singao”, “Porque fuiste policía”), lo reconoce como al otrora teniente Fabricio, con quien tuvo roces y una broca callejera que preludia su salida de la policía, y que son anécdotas que se narran en Vientos de Cuaresma (2001).


     
Leonardo Padura
        Pero el caso es que en septiembre de 2007, Mario Conde es visitado por un tal Elías Kaminsky, un judío gringo de 44 años, quien le trae una carta del médico Andrés (fechada en “Miami, 2 de septiembre de 2007”) donde le pide que, por 100 dólares diarios, lo auxilie. Elías Kaminsky quiere dar con el sitio de Cuba donde estuvo oculto un Rembrandt de 1647, un lienzo que es un estudio preparatorio de Los peregrinos de Emaús (1648). Tal perdido Rembrandt, le dice Elías al Conde, recién se intentó subastar en Londres “con un precio de salida de un millón doscientos mil dólares”, pero él detuvo el remate con una antigua foto que demuestra (sic) que pertenece a su familia asesinada por los nazis y ahora quiere recuperarlo para donarlo a un museo (quizá al Museo del Holocausto). Tal reliquia, le dice, estuvo en manos de su familia paterna desde 1648, cuando un rabino sefardí que huía, atacado por la peste, se lo entregó en Cracovia al médico Moshé Kaminsky. A fines de mayo de 1939, su abuelo el médico Isaías Kaminsky, quien desde Hamburgo venía en un trasatlántico entre 937 judíos que huían de los nazis, se lo confió a alguien de inmigración que facilitaría el desembarco en La Habana de él y su esposa Esther Kellerstein y su pequeña hija Judith. Pero no desembarcaron; Isaías y Esther murieron en Auschwitz y de Judith nunca se supo nada. El 2 de junio de 1939, Daniel, su padre, quien entonces tenía 9 años, junto con su tío Joseph Kaminsky, vieron desde el muelle cómo ese buque, el Saint Louis, se alejaba para siempre con su melancólica y trágica carga. 

         Daniel, el padre del gringo Elías Kaminsky, quien había llegado de Cracovia a Cuba en 1938, vivió en la isla hasta abril de 1958, cuando, intempestivamente, salió de La Habana a Miami junto con su esposa Marta Arnáez. En este sentido, el gringo, un gigantón con coleta, de oficio pintor, quiere saber si su padre “le cortó el cuello a un hombre”. 
        Mario Conde, haciendo una especie de indagación detectivesca y de cicerone, se gana 600 dolarotes y la amistad y la estima de Elías Kaminsky. Los padres del gringo recién murieron en Miami, precisamente en la residencia geriátrica de Coral Gables donde labora Andrés; su padre murió en abril de 2006 y su madre en 2007, “hace unos meses”. Pero sin duda, sobre todo su padre, le narraron un sin número de pormenores de su vida en Cuba, pues Elías posee una memoria prodigiosa para narrárselos al Conde, quien a su vez se los narra a sus compinches.
Acompañado de Elías, Mario Conde se entera que un tal Román Mejías era el funcionario de inmigración que en mayo de 1939 se quedó con el Rembrandt de 1647, quien fue brutalmente asesinado en abril de 1958, precisamente el día que Daniel Kaminsky se disponía a matarlo tras descubrir que en su casa se exhibía tal reliquia y que él se había propuesto recuperar. En la plática con Roberto Fariñas, otrora entrañable amigo de Daniel, y luego con el médico Ricardo Kaminsky, hijo adoptivo del tío Joseph Kaminsky (Cracovia, 1898-La Habana, 1965), y por ende primo político del mastodonte gringo, éste y el Conde descubren la sorpresiva identidad del asesino de Román Mejías, pero ningún rastro del sitio donde estuvo escondido el Rembrandt ni la identidad de quien desde el anonimato lo puso en subasta en Londres.
Rembrandt Harmenszoon van Rijn
Autorretrato de 1669
(Óleo sobre lienzo, 86 x 70.05 cm)
Londres, The National Gallery
  El “Libro de Elías”, la segunda parte de Herejes, sucede en Ámsterdam, entre 1643 y principios de 1648, y centralmente narra lo que concierne a Elías Ambrosius Montalbo de Ávila, un joven sefardí que en contra de los atavismos y prohibiciones del judaísmo, clandestinamente logra, entre sus 17 y 21 años, hacerse sirviente y alumno (y luego colega) del afamado, controvertido y gruñón Rembrandt Harmenszoon van Rijn. Sin aludir la impresionante riqueza narrativa y reflexiva que tal vertiente implica, vale destacar que ese joven judío, cuya talento pictórico él concibe como un don de Dios, fue el modelo para el Cristo que figura en ese pequeño estudio pintado por Rembrandt en 1647 (y por ende para el Cristo que se observa en Los peregrinos de Emaús) y que éste le regalara y con el cual abandonó Ámsterdam tras descubrirse su supuesta herejía, previa a su inminente proceso, excomunión y muerte en vida.

Los peregrinos de Emaús (1648)
Óleo sobre madera (68 x 65 cm) de Rembrandt
Musée du Louvre
  El “Libro de Judith”, la tercera parte de Herejes, ocurre básicamente en La Habana, entre junio y agosto de 2008. Previsiblemente, Mario Conde prosigue inmiscuido en sus devaneos íntimos y domésticos y en sus tareas de comprador-vendedor de libros viejos y particularmente abrumado por la idea de pedirle matrimonio a Tamara, precisamente el día que el grupo (y anexas) celebrará el aniversario 52 de las jimaguas. La nota inesperada empieza a entretejerse cuando Yadine, de 17 años, nieta del médico Ricardo Kaminsky, con su pinta de chava gótica, acude a él para que, en su papel de presunto detective privado, busque a Judy, su amiga del preuniversitario, desaparecida hace diez días.

Inextricable a la indagación bibliográfica e in situ que implica y transluce la trama de Herejes, descuellan los rasgos del poder narrativo y persuasivo de Leonardo Padura (un verdadero artista) para recrear minucias de la vida, la pintura y la personalidad mundana de Rembrandt y el ámbito histórico, religioso y social de los judíos avecinados en la Ámsterdam del siglo XVII (toda una veta densa y copiosa). Pero también —junto a su destreza para la intriga, el suspense, los engaños al lector y los giros sorpresivos— su infalible ironía, ligereza y humor negro al deambular por diversas etapas de la Cuba supuestamente socialista y por ciertos meandros habaneros que trazan una amalgama social que implica, críticamente, el desencanto de su generación, el nihilismo de las nuevas generaciones y el asfixiante fracaso económico y político de la Revolución, con sus innumerables visos de carencias, atraso, pobreza, demagogia, corrupción burocrática, y con las libertades acotadas y restringidas, aún en el siglo XXI.
Leonardo Padura
Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015
  Para resolver el intríngulis de la desaparición de Judy, una joven de 18 años, lectora y pitonisa de la tribu emo a la que pertenece, Mario Conde acude, después de dos décadas de no pisarla, a la Central de Investigaciones Criminales donde fue teniente investigador, entonces asistido por el sargento Manuel Palacios, quien ahora es mayor, y por ende, con estiras y aflojas, le muestra el expediente policial de la joven emo e incluso lo acompaña en momentos claves de la pesquisa. 

Al margen de los pormenores del caso, de las premoniciones del Conde y de las tribus urbanas que infestan la calle G, lo trascendente en el contexto de la novela y como si se tratase de una conjunción cósmica, es el hecho de que en la casa de Alcides Torres, el padre de Judy, quien fue “uno de los jefes de la cooperación cubana en Venezuela”, el Conde observa que en las paredes de la sala, donde el epicentro es “una gigantesca foto del Máximo Líder, sonriente, calzada por la consigna DONDE SEA, COMO SEA, PARA LO QUE SEA, COMANDANTE EN JEFE, ¡ORDENE!”, figuran un conjunto de copias (de buena factura) de cuadros de pintores holandeses del siglo XVII, coleccionados por Coralia, la madre de Alcides, fallecida en 2004, quien vivió en silla de ruedas hasta los 96 años. La cosa hubiera quedado allí, pero una llamada telefónica que le hace Elías Kaminsky donde le informa que sus abogados, quienes en Nueva York pelean la recuperación del Rembrandt de 1647, descubrieron que el lienzo no salió de Los Ángeles, como se suponía, sino de Miami, y que a Estados Unidos lo llevó una joven cubana que en 2004 llegó en balsa. Al oírlo, el Conde ata cabos y le pregunta si se llama María José y el mastodonte se lo confirma. Es decir, se trata de la hermana de Judy, quien vagamente había dicho que su padre andaba en un negocio que “le daría mucho dinero” (“algo que sacó de Cuba”). Dicho de otro modo, Coralia, ya por entonces en silla de ruedas, era la hermana de Román Mejías a quien Daniel Kaminsky también vio en abril de 1958.   
Cristo en Emaús (1648)
Detalle
  “Génesis”, la última parte de Herejes, ocurre en La Habana, en abril de 2009, cuando el Conde recibe de Ámsterdam una larga carta de Elías Kaminsky, donde, le dice, en un mercadillo de pulgas recién se halló una serie de apuntes gráficos de un estudiante de pintura del siglo XVII, en cuya “portadilla de cuero del cuaderno, muy maltratadas por el tiempo, aparecían grabadas las letras E.A.” Y, entre varias obras, el pedazo final de una carta que “E.A.” (Elías Ambrosius) le dirigió a Rembrandt, donde además de las matanzas de judíos, le habla de un rabino, sobreviviente en Zamosc, al que le pidió que le llevara a Rembrandt, residente en Ámsterdam, el lienzo donde éste lo retrató encarnando la figura de Cristo. “He construido un estuche de cuero para mejor preservarlas. Confío en que este hombre santo y sabio salve su vida, y con ella, los tesoros que le he entregado.” Él, por su parte, de Zamosc proseguirá rumbo a Palestina para unirse a las huestes de un tal Sabbatai Zeví, quien se dice “el verdadero Mesías capaz de redimirlos”, y por ende indicio del fin del mundo y del Juicio Final.

Contraportada


Leonardo Padura, Herejes. Colección Andanzas (813), Tusquets Editores. México, septiembre de 2013. 520 pp.



sábado, 1 de julio de 2017

Máscaras



Todos usamos máscaras


Firmada en “Mantilla, 1994-1995”, Máscaras, novela del cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), además de que en España obtuvo el “Premio Café Gijón de Novela 1995, convocado por el Ayuntamiento de Gijón y patrocinado por la Caja de Asturias”, ha sido traducida al francés, al italiano y al alemán. Máscaras apareció por primera vez en Barcelona, en febrero de 1997, impreso por Tusquets Editores con el número 292 de la Colección Andanzas; y es el primero de sus libros publicados por tal editorial. Máscaras (1997)  —con Paisaje de otoño (1998), Pasado perfecto (2000) y Vientos de Cuaresma (2001)—, integra la tetralogía de novelas policíacas “Las cuatro estaciones” (ubicadas en Cuba, en 1989), protagonizadas por el teniente Mario Conde, quien también es protagonista en La neblina del ayer (2005), en Adiós, Hemingway (2006), en La cola de la serpiente (2011) y en Herejes (2013).

Leonardo Padura
  La investigación detectivesca que el teniente Mario Conde encabeza en Máscaras apenas comprende cuatro calurosos días de verano en la capital de Cuba: entre el jueves 7 de agosto de 1989, cuando en Bosque de La Habana se descubre el cadáver de un travesti asesinado el día anterior, y el domingo 10 de agosto de 1989, día en que se desvela la identidad del asesino. No obstante, la serie de anécdotas y digresiones, aunadas a lo que concierne a la vida íntima, amatoria y personal de Mario Conde y a varios de sus entrañables compinches (en este caso: Candito el Rojo, y el Flaco Carlos y su madre Josefina), trazan un esbozo que es una auscultación crítica sobre los delitos, las carencias, las diferencias de clase, las restricciones y represiones hacia la cultura y las libertades individuales (incluido el pensamiento y la preferencia sexual de los homosexuales), y por ende sobre los antagonismos y prohibiciones en el entorno social, económico, político y cultural de la empobrecida isla de Cuba signada por el socialismo prosoviético adoptado por la imperativa y dictatorial Revolución Cubana.
Contraportada
        Si la pesquisa por la muerte de Alexis Arayán Rodríguez, el travesti asesinado en Bosque de La Habana, revela que es hijo de “Faustino Arayán, último representante cubano en la Unicef, diplomático de largas misiones” y “personaje de altas esferas”, y que su deceso por asfixia es un crimen del fuero común (cometido por un funcionario enmascarado en su alta y privilegiada posición política y social), la indagación detectivesca pone al descubierto, ante la intrínseca memoria y la íntima reflexión del policía Mario Conde (y por ende ante los ojos del lector), el carácter represivo, policíaco e intolerante del régimen dizque “socialista” y antidemocrático que ha gobernado la isla de Cuba. 
Mientras el teniente Mario Conde y su auxiliar el sargento Manuel Palacios vestidos de civil investigan el asesinato de Alexis, en el interior de la Central de Policía, precedida por el mayor Antonio Rangel, se sucede una averiguación realizada por un poder policíaco alterno y paralelo: Investigaciones Internas, cuyos agentes (“vestidos con traje de campaña, sin grados en los hombros”) indagan y escrutan vida y milagros de cada policía sospechoso. Pese a sus más de diez años de policía y a que el mayor Rangel lo considera “su mejor hombre” del Departamento de Homicidios y “confiaba en él”, el Conde no puede eludir una “molesta sensación de miedo”. Por ende, además de pesadillas, ante el Flaco Carlos elucubra sobre su inminente jubilación a sus 35 años de edad; a Candito el Rojo, quien después de abandonar “el negocio de hacer zapatos” (quizá con piel robada), oculto en un miserable y hacinado vecindario regentea un barcito clandestino, le pide que lo desmonte y que se deshaga de la mulatica la Cuqui; con Manuel Palacios comenta que lo interrogarán sobre él; y el propio Conde consulta al mayor Rangel, quien también se siente y se ve investigado. No obstante, nada hay contra ellos y el único que resulta suspendido por Investigaciones Internas y luego preso por múltiples corruptelas y fechorías (“tráfico de divisas, soborno e investigaciones trucadas”, “extorsión y contrabando”) es el “capitán Jesús Contreras, jefe del departamento del Tráfico de Divisas de la Central”, con “veinte años de policía”, a quien Mario Conde, por su máscara de gordinflón bonachón, tenía por “su amigo”, “uno de los mejores policías que había conocido”.
La investigación del asesinato de Alexis Arayán conduce a Mario Conde hasta la astrosa casona donde subsiste el proscrito Alberto Marqués, un legendario homosexual, otrora reputado dramaturgo y director teatral, en cuyo domicilio vivía Alexis tras las sucesivas discrepancias padecidas en su mansión familiar, sobre todo ante su padre, el diplomático encumbrado desde el triunfo de la Revolución.
Alberto Marqués le revela a Mario Conde que el vestido rojo que llevaba puesto Alexis en el momento de su estrangulamiento con una banda de seda roja de la cintura es el viejo vestuario que el dramaturgo diseñó, en París —una insomne noche de abril de 1969—, para la protagonista homónima de su montaje de Electra Garrigó, el libreto teatral de Virgilio Piñera, luego de que durante una correría nocturna con un par de gays cubanos (el Recio y el Otro Muchacho), vieron, desde un restaurante griego en Montparnasse, la magnética, furtiva y vaporosa imagen de un travesti vestido de rojo. Tal dato y otros que le confiesa y expone Marqués sobre la personalidad de Alexis y su amistad con él, inciden en el curso que toma la investigación. Pero paralelamente, además de prestarle El rostro y la máscara, el libro escrito por el Recio, que tal vez le dé “algunas claves de lo que había sucedido” y ciertas luces “sobre el mundo oscuro de la homosexualidad”, lo lleva a una breve y efímera incursión por los subterráneos meandros de ciertos homosexuales y travestis de La Habana; y le cuenta, en varios encuentros, los culteranos y sarcásticos episodios de esa período en París, el último vivido allí, y que a la postre significó el preámbulo de su proscripción en Cuba (y del mundo), pues la idea de su transgresora y provocativa versión de Electra Garrigó se completó, cuando a la siguiente noche del diseño del susodicho vestido de la protagonista, los tres lindos cubanos, en el cabaret Les femmes, en el Barrio Latino, vieron actuar a toda una variedad de travestis. 
A partir de tal estancia parisina, y ya en Cuba, comenzó a pergeñar, con actores travestidos, lo que iba ser su apoteósico montaje de Electra Garrigó, que debía estrenarse “en La Habana y en el Teatro de las Naciones de París en 1971”. Pero ya avanzado el trabajo, Marqués, tal año, fue “parametrado”; es decir, en el coercitivo régimen del realismo socialista, de la intolerancia, del terror y del castigo a la homosexualidad, fue sometido a un juicio que lo expulsó “de la asociación de teatristas” y del grupo de teatro que él fundara y diera nombre. En el proceso, allí en el teatro, “de los veintiséis presentes, veinticuatro alzaron la mano, pidiendo mi expulsión” —le dice al Conde— “y dos, sólo dos, no pudieron resistir aquello y salieron del teatro”. Y después de exhibir su incapacidad proletaria en una fábrica a la que fue remitido (para que se purificara “con el contacto de la clase obrera”, dice), lo “pusieron a trabajar en una biblioteca pequeñita que está en Marianao, clasificando libros”. Y allí ha estado, castrando a Cronos, vil ratón de biblioteca que a veces, le confiesa al poli, se roba libros y los atesora en la biblioteca de su casona, como El Paraíso perdido, de Milton, con ilustraciones de Gustav Doré. 
La represión urdida contra Marqués le recuerda al policía —que es un escritor frustrado—, la vivida por él mismo cuando a sus 16 años, en 1971, era alumno del Pre de La Víbora y pergeñó su primer relato: “Su pobre cuento se titulaba ‘Domingos’ y fue escogido para figurar en el número cero de La Viboreña, la revista del taller literario del Pre. El cuento relataba una historia simple, que el Conde conocía muy bien: su experiencia inolvidable, cada despertar de domingo, cuando su madre lo obligaba a asistir a la iglesia del barrio, mientras el resto de sus amigos disfrutaba la única mañana libre jugando pelota en la esquina de la casa. El Conde quiso hablar, así, de la represión que conocía, o al menos de la que él mismo había sufrido en los tiempos más remotos de su educación sentimental, aunque, mientras lo escribía no se formuló el tema en esos términos precisos. Lo frustrante, sin embargo, fue la represión que desató aquella revista que nunca llegó al número uno —y dentro de ella, también su cuento—. Cada que vez que lo recuerda, el Conde recupera una vergüenza lejana pero imborrable, muy propia, toda suya, que lo invade físicamente: siente un sopor maligno, unos deseos asfixiantes de gritar lo que no gritó el día en que los reunieron para clausurar la revista y el taller, acusándolos de escribir relatos idealistas, poemas evasivos, críticas inadmisibles, historias ajenas a las necesidades actuales del país, enfrascado en la construcción de un hombre nuevo y una sociedad nueva”.
La información que el Conde tiene del Marqués se completa y contrasta con la que le brinda Miki Cara de Jeva en la burocrática y oficialista Unión de Escritores (obvia y elusiva alusión a la consabida UNEAC). Por Miki se entera que después de una década de proscripción, Marqués fue reivindicado, pero optó por seguir en la sombra y en el silencio y sin buscar irse de la isla. Por todo ello ahora lo admiran y catalogan de paladín de la resistencia, de la dignidad y el orgullo.
 
Colección Andanzas núm. 292, Tusquets Editores
Barcelona, mayo de 2005
        El contacto con el culto Marqués y su historia, reviven en el Conde su adormecido anhelo de ser escritor y casi de un tirón escribe un cuento (se lee en el libro) que le celebran el Flaco Carlos con su afición al ron y su madre Josefina con sus delirios culinarios; y que además lo aprueba el propio Marqués cuando en su casona se lo enseña el domingo 10 de agosto de 1989, ya descubierta por el policía la identidad del asesino de Alexis. Entonces, dado que el Marqués dice admirar al Conde tanto por escritor como por detective, le brinda dos revelaciones más. Una: su secreta obra escrita durante los años de silencio y marginalidad subterránea: “ocho obras de teatro” y “un ensayo de trescientas páginas sobre la recreación de los mitos griegos en el teatro occidental del siglo XX”, que resguarda, en su vasta biblioteca, dentro de “una carpeta roja, atada con cintas que alguna vez fueron blancas y ahora lucían varias capas de suciedad.” “No me dejaron publicar ni dirigir, pero nadie me podía impedir que escribiera y que pensara”, le dice casi como una declaración de principios. La otra: el secreto móvil del crimen (que se aúna al retorcido hecho de que todo indica que Alexis se dejó asfixiar, es decir, buscó que el asesino lo matara vestido de mujer, él, que en su vida cotidiana era gay, católico y potencial suicida, pero no travesti). Según Marqués, Alexis confrontó a su asesino con el hecho de que sabía que en 1959 había falsificado unos documentos y que con “un par de testigos falsos” que atestiguaron que “había luchado en la clandestinidad contra Batista”, “se montó [con altos vuelos] en el carro de la Revolución”. 


Leonardo Padura, Máscaras. Colección Andanzas (292), Tusquets Editores. 3ª edición. Barcelona, mayo de 2005. 240 pp. 


martes, 6 de junio de 2017

El secreto de sus ojos

Las miradas se cargan de palabras

I de II
En la narrativa del escritor argentino Eduardo Sacheri (Castelar, 1967) —Premio Alfaguara de Novela 2016 por La noche de Usina—, su novela El secreto de sus ojos es un best seller, su gallina de los huevos de oro, fulgurante en todos los rincones y resquicios del planeta Tierra. La primera edición (impresa en Buenos Aires por Galerna) data de 2005 y entonces se titulaba La pregunta de sus ojos, que es la sugerente frase con que concluye (abierta a la imaginación del lector). Pero a raíz del masivo y estridente boom del filme dirigido por Juan José Campanella, estrenado en 2009 —con guion del novelista y del director—, ganador del Oscar, en 2010, a la mejor película extranjera (entre otros premios y nominaciones), en algún momento la novela (editada por Alfaguara y elegida por la empresa en su 50 aniversario entre los 50 títulos imprescindibles de su historia) pasó a llamarse igual que la película. Elemental y transparente mercadotecnia biunívoca.  
Primera edición en Debolsillo
México, noviembre de 2015
    Una estrategia de ventas parecida es la utilizada en la primera edición mexicana de El secreto de sus ojos en Debolsillo, impresa en noviembre de 2015, pues el diseño del frontispicio (con el tautológico y circular sello que refrenda su índole de best seller) reproduce la imagen con que en DVD se comercializó Secret in their eyes (2015), filme dirigido por Bill Ray. Allí se observa una panorámica nocturna de luminosos rascacielos de Los Ángeles, California (época actual), encabezada por los rostros de los actores que lo protagonizan: Julia Roberts, Nicole Kidman y Chiwetel Ejiofor. Y encima de éstos figura un cintillo que pregona a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global: “Llevada a la pantalla grande como Secretos de una obsesión”. Lo cual es una reverenda mentira del tamaño de la croqueta del mundo, porque tal filme no es una adaptación de la novela de Eduardo Sacheri, como tampoco lo es la película dirigida por Juan José Campanella. El largometraje de Campanella, hablado con el español de la Argentina y ubicado en un Buenos Aires que oscila entre 1974 y 25 años después, está basado en el libro de Sacheri, pero no es una adaptación en sentido estricto. 
   
DVD de la película El secreto de sus ojos (2009)
      Entre las variantes y diferencias entre la obra literaria y la obra fílmica se pueden enumerar, por ejemplo, varios nombres. El protagonista del filme se llama Benjamín Espósito (Ricardo Darín) y en la novela se llama Benjamín Miguel Chaparro; en la película la abogada (y luego jueza) se llama Irene Menéndez Hastings (Soledad Villamil) y en la novela lleva por nombre Irene Hornos y su itinerario es otro. Quien en el libro provoca la confesión del violador y asesino es Pablo Sandoval (entrañable amigo y auxiliar de Benjamín Chaparro en el “Juzgado de Instrucción en lo Criminal” donde laboran), mientras que en el filme es Irene. En el libro el viudo, en la época de la violación y asesinato de su joven esposa, es alto y rubio, y en el filme tiene el cabello negro y una estatura promedio. En el libro esa joven mujer era oriunda de Tucumán y en el filme de Chivilcoy. Las fotos del matrimonio y de ella antes de casarse con Morales, en la novela éste se propone destruirlas luego de enseñárselas a Chaparro en el bar de la calle Tucumán: “no puedo tolerar ver su rostro sin que ella pueda devolverme la mirada”, le dice; mientras que en la película el viudo las preserva en su casa y las contempla sin descanso porque para él son un íntimo y valioso tesoro; pero en ambos casos del conjunto de fotos Benjamín selecciona varias donde un individuo mira bobalicón y embelesado a Liliana Colotto (él sabe de esos íntimos y secretos menesteres de la mirada porque a sí mismo se ve mirando bobalicón y embelesado a Irene), observación que permite identificar a Isidoro Gómez, que resulta ser el violador y asesino. En la novela el policía Alfredo Báez juega un papel protagónico y muy inmiscuido en las primeras deducciones que arrojan las pistas del caso recabadas por Chaparro, en otras investigaciones detectivescas y en las incertidumbres que ponen en peligro la vida de éste en el contexto de la guerra sucia en 1976 (por ende lo esconde en una pensión y le organiza su viaje y exilio en el Juzgado Federal San Salvador de Jujuy, exilio que se prolonga siete años y donde Chaparro conoce a su segunda esposa), mientras que en el filme desempeña un papel muy secundario, casi decorativo y coreográfico. Y en el desenlace de la trama y en el destino del asesino (y del viudo) hay grandes y trascendentales diferencias entre la novela y la versión fílmica.  
   
DVD del filme Secretos de una obsesión (2015)
      Por su parte, Secretos de una obsesión es una película “Inspirada en la ganadora del Oscar El secreto de sus ojos” —no en la novela—, tal y como se lee al término del filme y en el encabezado de la portada del DVD de la versión con subtítulos en español. Es decir, el argumento de Secretos de una obsesión, con guion de Bill Ray, retoma y reinventa situaciones y planteamientos (e incluso frases) de la película  guionizada por Sacheri y Campanella, pero es otra cosa, una obra distinta, no una adaptación. En ella se suceden dos tiempos ubicados en Los Ángeles, California. Uno se remonta a la época en que ocurrió la violación y asesinato de la hija de la policía Jessica Jess Cobb (Julia Roberts), en el contexto de la propagación de la islamofobia, de la intestina corrupción policíaca impregnada de la psicosis colectiva antiislamista y antiterrorista, secuela del atentado a las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York sucedido el 11 de septiembre de 2001; y el otro, el presente, ocurre trece años después, cuando Raymond Ray Kasten (Chiwetel Ejiofor), otrora agente del FBI, dice haber identificado al asesino y promueve su localización y cacería.

II de II
Firmada en “Ituzaingó, septiembre de 2005”, y con una postrera “Nota del autor”, la primera edición mexicana de El secreto de sus ojos editada en Debolsillo (en noviembre de 2015) se divide en cuarenta y cinco capítulos numerados con arábigos, entreverados por doce capítulos con rótulos. Es 1999, en Buenos Aires, y Benjamín Miguel Chaparro, de 60 años, recién se ha jubilado tras 40 años de labor en Tribunales, 33 de ellos en el quinto piso del Palacio de Justicia (7 en el Juzgado Federal de San Salvador de Jujuy), la mayoría como prosecretario de la “Secretaría n.° 19” del “Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Criminal de Instrucción n.° 41”. Sobreviviente de dos matrimonios sin hijos, en la solitaria comodidad de su casa en Castelar (herencia de sus padres), Chaparro, pese a que no es un escritor de oficio y beneficio, empieza a escribir un libro manuscrito y luego aporreando una arqueológica Remington (facilitada ex profeso de la Secretaría por la jueza Irene Hornos), que resulta ser un libro testimonial (con perspectivas, condimentos y sesgos autobiográficos) sobre un caso que lo impresionó, donde hubo la subrepticia y agresiva violación de una joven y hermosa mujer y su asesinato por estrangulamiento, espeluznante e indeleble escena en el dormitorio de una minúscula vivienda; crimen ocurrido hace 31 años, precisamente la mañana del martes “30 de mayo de 1968”, que “fue el último día en que Ricardo Agustín Morales desayunó con Liliana Colotto”. La joven y modesta pareja estaba casada desde principios de 1967 y vivían en el reducido departamento de una vieja casa de Palermo transformada en conventillo; ella era una maestra de 23 años de edad que ejerció en Tucumán sólo un año (antes de trasladarse a Buenos Aires) y él, de 24, era un cajero del Banco Provincia. 
Eduardo Sacheri
       Signada por su pulsión desenfadada y por su lúdico y florido vocabulario repleto de jerga leguleya, vulgarismos, coloquialismos y modismos característicos o propios del habla argentino, vale decir —sin desvelar todos los pormenores y menudencias de los giros sorpresivos y del carozo de la mazorca— que El secreto de sus ojos, la novela de Eduardo Sacheri, se desarrolla en dos vertientes paralelas, pero que se tocan. Una, la numerada con los números arábigos, es lo que corresponde al contenido del libro que gira en torno a la violación y el asesinato de Liliana Colotto ocurrido la mañana del martes 30 de mayo de 1968, que, con sentido cronológico, va escribiendo Benjamín Chaparro durante once meses en la Remington propiedad de la Secretaría del Juzgado. Cuyas evocativas anécdotas concluyen en 1996, luego de que el jueves 26 de septiembre de ese año, Chaparro recibiera en su Secretaría una carta del viudo Ricardo Morales, a quien no veía desde 1973, precisamente desde la última reunión que tuvo con él en el bar de la calle Tucumán donde solía citarlo; que fue la vez que hablaron de la recién amnistía de los presos políticos decretada el 25 de mayo de 1973 por el presidente Cámpora (en la vida real ese día tomó el poder de su breve período), y que no tan sorpresivamente para el pesimista viudo (su prerrogativa existencial era: “Todo lo que pueda salir mal va a salir mal. Y su corolario. Todo lo que parezca marchar bien, tarde o temprano se irá al carajo.”), puso en libertad a Isidoro Gómez, el violador y asesino de su bellísima esposa Liliana Colotto, preso en la cárcel de Devoto por tal delito del fuero común (y no político), cuya confesión del crimen el jueves 26 de abril de 1972 el propio Chaparro redactó en la misma Remington que 27 años después utiliza para escribir su libro.  

     
Benjamín Espósito y el viudo Ricardo Morales
(Ricardo Darín y Pablo Rago)
Fotograma de El secreto de sus ojos (2009)
       Las últimas noticias sobre el viudo Ricardo Agustín Morales las tuvo en 1976, cuando “en la estación de Rafael Carrillo”, el día que se marchó rumbo a su exilio de 7 años en San Salvador de Jujuy, habló con Báez, el policía, y éste lo puso al tanto del “testimonio de los viejos de Villa Lugano” (recabado por él), quienes vieron en la madrugada que Morales metía en la cajuela de un auto el cuerpo inconsciente, pero vivo, de Isidoro Gómez. Es decir, el “28 de julio de 1976” Isidoro Gómez desapareció del mapa y esbirros sin escrúpulos hicieron trizas el interior del departamento de Chaparro y le dejaron en el espejo una amenaza: “Esta vez te salvaste, Chaparro hijo de puta. La próxima sos boleta.” Según las indagaciones de Báez, Pedro Romano en persona quiso matarlo porque supuso que Chaparro mató a Gómez. Hipótesis que parece descabellada y exagerada, pues Chaparro, por muy boludo que sea, no carga pistola ni canta esas rancheras (vamos, no mata ni una mosca). El meollo es que Pedro Romano, cuando también era prosecretario de una Secretaría vecina a la Secretaría del prosecretario Chaparro, se hizo enemigo de éste en torno al asesinato de Liliana Colotto, pues por inmoral y corrupto, y apoyado por el negligente policía Sicora, intentó cerrar el caso inculpando a dos albañiles que no tenían nada que ver en el crimen (en ello subyace un dejo xenofóbico y racista, y una belicosa competencia contra su colega). Ante esto, y por la goliza que recibieron los albañiles en la celda, Chaparro lo denunció ante la Cámara y se peleó con él; la denuncia no prosperó por los contactos de Romano (su suegro era entonces un influyente coronel de infantería “en la Argentina de Onganía”, militar golpista que ascendió al poder el 29 de junio de 1966). Y por ende, ya miembro de la corrupta, sucia e impune policía política, fue quien protegió a Gómez en la cárcel de Devoto, lo cual lo ubicó entre los beneficiados con la citada amnistía a los presos políticos que lo puso en libertad el 25 de mayo de 1973. Según las pesquisas de Báez, Pedro Romano (en el tácito e implícito cruento período de la dictadura militar que encabeza el general Videla con el golpe que derrocó a Isabelita el 24 de marzo de 1976) controla un grupo de agentes secretos (“fuerzas de la inteligencia antisubversiva”), pero Romano dizque hace “Inteligencia de base, o inteligencia de fondo”; es decir, no sale a las calles de tacuche y empistolado, con lentes oscuros, pelo engominado, esposas en el cinto y veloz auto sin placas y cristales polarizados, sino que “comanda las sesiones de tortura en las que sacan los nombres de los detenidos”; y Gómez era uno de sus rijosos agentes que hacen “el trabajo callejero” y dizque supuso que Chaparro lo mató ese “28 de julio de 1976”. 
     
Benjamín Espósito y el inspector Báez
(Ricardo Darín y José Luis Gioia)
Fotograma de El secreto de sus ojos (2009)
        Así que para salvar su vida, esconderse una semana en una pensión en San Telmo y alejarse de Buenos Aires, contó con el apoyo estratégico y con las indagaciones del policía Báez, quien le dijo que esa “pareja de viejitos” (a quienes presionó para que hablaran) vieron, esa noche del “28 de julio de 1976”, “a un muchacho al que conocen de ver entrar cada madrugada del edificio de enfrente”; y que “de repente sale un tipo desde atrás de un cantero lleno de arbustos y le pega un soberano fierrazo en la cabeza que al pibe lo deja desparramado en el piso. Y que el agresor (un tipo alto, rubión parece, aunque muy bien no lo vieron) saca una llave de un bolsillo y abre el baúl de un auto blanco estacionado contra el cordón, ahí al lado.” Mete en el baúl el cuerpo desvanecido y se aleja. Según Báez, “Los viejos no saben mucho de marcas de autos. Dijeron que era grande para Fitito y chico para Ford Falcon.” Ante lo que Chaparro le comenta al policía: “Morales tiene, o tenía, no sé, un Fiat 1500 blanco.” En esa conversación con Báez, éste conjetura que Morales, luego de ejecutar a Gómez, enterró su cuerpo en un sitio difícil de descubrir, elegido con antelación y cuidado. 
 
Pablo Sandoval (Guillermo Francella)
Fotograma de El secreto de sus ojos (2009)
        Vale agregar que la citada carta que Chaparro recibe de Morales el jueves 26 de septiembre de 1996, luego de dos décadas de no saber nada de él, está fechada en Villegas, el 21 de septiembre de ese año. A través de la misiva se entera que, además de pedirle que le entregue cierto dinero a la viuda de Sandoval (quien murió por su alcoholismo en mayo de 1982), lo ha hecho heredero de su propiedad cercana al pueblo (onerosas “treinta hectáreas de buenos campos”) —donde ha vivido 23 años—, y de su “automóvil en buen estado de conservación pero muy antiguo” (que resulta ser el flamante Fiat 1500 blanco). Por ende colige que Morales se había ido a Villegas “poco después de la amnistía del ’73”, donde los lugareños “llevaban años y años viéndolo detrás del vidrio de la caja del tesorero de la sucursal de Villegas del Banco Provincia”. En la carta le pide que vaya allí el siguiente sábado 28 de septiembre y por lo que le informa sobre su delicado estado de salud, infiere que Morales se va a suicidar. La madrugada de ese sábado 28, Chaparro sale de Buenos Aires manejando un auto y alrededor de las once de la mañana ya ha llegado a ese apartado y extenso terreno, en cuya casa, precisamente en la recámara, observa el aún incorrupto cadáver de Morales, cuya piel tiene “una marcada tonalidad azul”. Y más aún, entre los frascos de medicinas que pueblan “la mesa de luz”, halla un sobre con su nombre y una petición del suicida que reza: “Por favor, léala antes de llamar a la policía.” El asunto es que en esa segunda carta Morales le revela que, inducido por su extrema debilidad física, se ha inyectado una sobredosis de morfina y lo prepara, con solicitudes y sugerencias, para preservar su imagen inofensiva y “su buen nombre” entre los pobladores de Villegas que lo respetan y conocen por ermitaño y decente (sin nunca haber intimado con él), y por ende sobre lo que debe de hacer cuando se dirija al galpón y se tope con lo que se oculta allí en el más absoluto secreto. Es así que en ese galpón protegido y asilado por un conjunto de densos y altos eucaliptos, Chaparro descubre “la celda construida en el centro”, y dentro de ella un camastro donde observa que “El cadáver de Isidoro Antonio Gómez tenía el mismo tinte azulado que el de Morales.” Según apunta, “Estaba un poco más gordo, naturalmente más viejo, ligeramente canoso, pero por lo demás no estaba muy distinto a como era veinticinco años antes, cuando le tomé declaración indagatoria.” Lo cual ocurrió exactamente el citado jueves 26 de abril de 1972, casi cuatro años después de que despiadadamente golpeara, violara y estrangulara a Liliana Colotto. Y fue detenido, no por el “inteligente” rastreo policial, sino por una inesperada e intempestiva imprudencia de él; es decir, prófugo de la justicia, “el lunes 23 de abril de 1972” se había colado en el tren de Sarmiento sin pagar su boleto, y una súbita y violenta gresca con el colérico y futbolero guarda Saturnino Petrucci (quien terminó con “Fractura de tabique nasal” y Gómez con “fractura de metacarpo”), derivó en su detención e identificación, pues la policía tenía contra él “una orden de captura” “por homicidio”.
   
Benjamín Espósito y la doctora Irene Menéndez Hastings
(Ricardo Darín y Soledad Villamil)
Fotograma de El secreto de sus ojos (2009)
         La otra entreverada vertiente de El secreto de sus ojos la conforman los doce capítulos con rótulos. En ella Benjamín Miguel Chaparro bosqueja aspectos de su pasado, de sus recuerdos, de sus matrimonios, de su presente, de su individualidad, de lo que piensa y cavila; y refiere sus especulaciones e inseguridades entorno al libro que está escribiendo con la Remington del Juzgado. Pero lo que descuella y a la postre trasciende es lo que corresponde a la vieja atracción y al añejo enamoramiento que siente por la jueza Irene Hornos, el cual se remonta y ha perdurado (latente y oculto en su mirada) desde octubre de 1967, cuando en la Secretaría él ya era prosecretario (con estudios truncos) y se la presentaron como meritoria y estudiante de Derecho. En este sentido, el préstamo de la Remington, las lecturas (en el archivo del Juzgado) de las fojas de la causa, y el libro que está escribiendo, cuyos capítulos le da a leer en sesiones semanarias de visita en su despacho, son pretextos y formas de acercarse a ella, de estar con ella, de verla y oírla hablar, de charlar y tomar café por el llano disfrute de la amistad, de iniciar un subrepticio cortejo, pese a que está casada con un ingeniero desde 1974 y a que tiene tres hijas de él. Es así que “sospecha”, y es obvio para el lector, que el libro lo escribe “Para dárselo a ella, para que ella sepa algo de él, que tenga algo de él, piense en él, aunque sea mientras lee.” Resulta consecuente (y previsible) que ya terminado el libro, y porque que se siente y colige correspondido, que súbitamente vaya hecho un candente bólido al despacho de la jueza Irene Hornos, porque “necesita responderle a esa mujer, de una vez y para siempre, la pregunta de sus ojos”.
Fotograma de El secreto de sus ojos (2009)


Eduardo Sacheri, El secreto de sus ojos. 1ª edición en Debolsillo. Penguin Random House Grupo Editorial. México, noviembre de 2015. 320 pp. 


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