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domingo, 25 de noviembre de 2012

El hombre que miraba pasar los trenes



               De cómo lo imposible salta de repente
                   los diques de la vida cotidiana

Los habitantes de Groninga (un pequeño puerto de Holanda) viven sujetos a rancias y apolilladas costumbres y atavismos conservadores, decimonónicos, católicos y moralistas. Allí opera la empresa naviera de Julius de Coster el Joven, que en Zoon es la principal, tanto en Groninga, como en toda la Frisia neerlandesa. El primer empleado y encargado es Kees Popinga, el protagonista de El hombre que miraba pasar los trenes, novela del legendario Georges Simenon (1903-1989), cuya primera edición en francés data de 1938.

Georges Simenon
(1903-1989)
     Kees Popinga, de 40 años, ostenta su flamante titulito de capitán de la Marina Mercante, pese a que nunca ha navegado como tal. Habla el holandés, el inglés, el francés y el alemán. Durante 16 años (siempre como lo dictan las buenas costumbres, la moral y las leyes) ha pretendido ser un buen esposo, un buen padre y un excelente trabajador. Bajo tales preceptos y prerrogativas siempre ha buscado elegir las cosas de mejor calidad: la mejor esposa, la mejor casa, el mejor barrio, la mejor estufa, la mejor bicicleta, los mejores hijos, los mejores puros, el mejor club de ajedrez. 
Pero el subrepticio y secreto meollo de toda esa carátula y maquillaje es que oculto en el rincón de una permanente abulia e incapaz de amar y comunicarse con nadie, siempre está tratando de convencerse a sí mismo de la excelencia de sus principios, de su buena conducta y de las cosas que obtiene con el sudor de su frente. 
Un día de diciembre, en medio de la atmósfera navideña, al ir al Wilhelmine Canal para verificar el cumplimiento de los suministros del Océano III, se encuentra con que ciertas provisiones no han sido entregadas. Con vergüenza y alarma ante lo que ocurre, busca a Julius de Coster. No lo halla en su casa, pero sí lo reconoce en el Petit Saint Georges, el más vergüning entre los vergünings, es decir, el cafetín de más baja estofa, al que ni el mismo Kees Popinga se atrevería a entrar. 
Julius de Coster el Joven se rasuró la barba (la más glacial de Groninga), viste otras ropas y en un atado esconde su clásica indumentaria negra, tan flemática y célebre, como sus andares y su sombrero negro, entre hongo y chistera. Ingiere ginebra e invita a Kees Popinga a que beba con él, mientras le confiesa que al día siguiente la empresa será declarada en quiebra fraudulenta y que a él lo buscará la policía, pero que antes de fugarse simulará un suicidio al lanzar su recurrente y reconocible atavío al Wilhelmine Canal. 
Julius de Coster el Joven le hace ver a Kees Popinga que siempre fue un empleado fiel, pero imbécil, al no percatarse de lo negro y sucio del negocio, cuya pestilencia y miasmas ya eran añejas. Más aún, le dice que el viejo de 83 años, su padre, el fundador de la empresa, hizo su rutilante fortuna traficando municiones estropeadas para la guerra de Transvaal, las cuales adquiría a bajo precio en Bélgica y Alemania. Julius le da a Kees 500 florines para que afronte el derrumbe (no podrá seguir pagando la casa ni el coste de su vida) y se despide al abordar, con boleto de tercera, uno de esos trenes nocturnos, sórdidos y silenciosos que tanto atraen y seducen a Kees Popinga.
     La inesperada revelación de Julius de Coster destapa la cloaca: ese establishment no es más que el disfraz y el maquillaje que camuflan el nauseabundo trasfondo de la “moral” burguesa que impera allí. “Tendré un nombre honorable, un estado civil indiscutible y formaré parte de esa categoría de personas que pueden permitírselo todo porque poseen dinero y cinismo”, apunta Kees Popinga en una carta, pensando en Julius de Coster el Joven, su arquetipo, el que siempre hizo lo que él siempre tuvo ganas de hacer: una empresa con rostro respetable y doble moral, al que si bien (es parte del síndrome) su esposa lo engañaba con uno de los dizque inmaculados miembros del club de ajedrez (precisamente desde una sacrosanta y honorable Nochebuena), Julius, en contra partida, acudía a una casa de citas y sostenía, en Groninga, a una bella bailarina de vestidos llamativos: la Pamela, a quien luego instaló en el Carlton, en Ámsterdam, donde además de ésta se daba el lujo de ver (al mismo tiempo) a otras “amigas”.
      La confesión de Julius de Coster el Joven y las circunstancias personales y psíquicas de Kees Popinga hacen mella. Opta por lo que siempre deseó: entre la mujer de Julius y la Pamela, se decide por ésta. Toma entonces un tren, que para él —que siempre se aburría de noche y en medio de la rutina y de la simulación doméstica de cada tarde—, al oírlos alejarse, le transmitían e impregnaban un dejo de angustia y nostalgia que le hacían pensar cosas viciosas y promiscuas en los oscuros compartimientos, pero también en los viajeros que se van para siempre y nunca regresan a lo insulso y vacuo de su gris y chata cotidianidad. 
Así, se dirige a Ámsterdam con la intención de ver y seducir a la Pamela; pero ésta se ríe de él y Kees la asesina, quizá sin proponérselo. Toma un tren nocturno y se marcha a París.
(Tusquets, México, 1993)
      A partir de su partida de Groninga y del súbito asesinato, Kees Popinga, que registra su itinerario en un cuadernillo, se convierte en un prófugo de la maleable y sobornable justicia, al que los periódicos amarillistas llaman el sátiro de Ámsterdam, loco y paranoico; pero también se convierte en un solitario que huye del Kees Popinga, “conservador” y “responsable” que, en el fondo, nunca quiso ser. 
Así, la novela de Georges Simenon tiene un matiz psicológico y psicótico. El lector asiste a las andanzas en París de Kees Popinga: restaurantes, brasseries, bistrots, boîtes, hoteles, prostitutas, calles, avenidas, sitios célebres como Montmartre y el río Sena; al instante en que conoce a Jeanne Rozier y al momento en que atenta contra ella; cuando conoce a Louis, el gigoló de ésta y jefe de la “banda Juvisy”, una pandilla de robacoches con la que Kees actúa; al taller de autos de Goin y su hermana Rose; a la partida de ajedrez contra dos estudiantes en la que Kees Popinga se dice a sí mismo que es un estratega y un campeón sin igual; a las cartas que le escribe al comisario Lucas y a otras que destina a los periódicos y en las que, según él, cuenta episodios de su vida y desmiente lo que se le atribuye. Pero sobre todo el lector asiste a su naufragio interior, a sus delirios megalómanos, a sus manías, fobias y antagonismos. 
En Groninga, su megalomanía se limitaba a proveerse del mejor aburguesamiento, según sus prejuicios y alcances. En París, en cambio, su delirio se exacerba y desborda. En sus notas del cuadernillo, en lo que escribe para los periódicos, en sus cavilaciones y contradicciones, afirma y da por hecho, que nadie es más fuerte e inteligente que él. Y ante el rastreo que encabeza el comisario Lucas, Kees Popinga supone que contra éste y contra el mundo, juega una especie de ajedrez, del que él, sin duda, es el mejor estratega y el mejor jugador. 
Sin embargo, sus propios actos empiezan a revelar que no pasa de ser un simple aficionado, un tipo perseguido y acosado por sus fobias y fantasías más íntimas, por sus propias trampas paranoides. Así, casi al final, luego de que un carterista famoso en toda Europa lo deja sin un franco, no se atreve a robar el dinero que necesita para sobrevivir y ni siquiera a sustraer la ropa de un clochard tirado en la calle, cosas que le hubieran servido para ocultarse por un tiempo; sin embargo, pese a sus delirantes vaivenes, en los que ya se aterra, ya se da ánimos, siempre supone que no pierde la partida. Y esto sigue suponiendo a pesar de que termina atrapado por la policía y luego en un manicomio parisino en el que lo manosean e interrogan y en el que más tarde lo exhiben ante un grupo de especialistas, mientras un siquiatra, que lo mueve y señala, dicta una conferencia como si se tratara de un estrambótico bicho, un conejillo de Indias o un monstruo de circo o de feria, quizá a imagen y semejanza del legendario y patético hombre elefante. 
Ya en Holanda, en otro manicomio, continúa sin decir una palabra sobre su caso, su dizque triunfo silencioso (cuasi síndrome de Bartleby el escribiente), que no es otra cosa que la mórbida obstinación, el rechazo y la fobia con que se niega a volver a ser el Kees Popinga, gris y conservador que siempre fue. 
Allí recibe las visitas de su mujer. Y dizque en un cuaderno se ha propuesto escribir “La verdad sobre el caso de Kees Popinga”, sus memorias, pero fuera del título no escribe nada (“preferiría no hacerlo”, podría decir). 
Tiempo después el siquiatra que lo atiende, al ver las páginas en blanco, parece preguntarle la razón de ello y Kees contesta: “No existe la verdad, ¿no le parece?” Respuesta que no riñe con los dobleces y equívocos de las distintas versiones de un mismo suceso o crimen, pues todo parece indicar que la verdad de un caso se escurre y esfuma entre las diferentes perspectivas y coartadas, todas convincentes o más o menos persuasivas, al parecer, precisamente como se plantea en Rashomon (1950), el célebre filme de Akira Kurosawa basado en dos narraciones de Ryunosuke Akutagawa: “En un bosque” y “El pórtico de Rashomon”.
Además de que la traducción al español de Emma Calatayud es verdaderamente amena, rítmica y envolvente y salpimentada de palabras en francés, cada uno de los doce capítulos de El hombre que miraba pasar los trenes, la novela de Georges Simenon, está precedido, en cursivas, por un cantarín, irónico y espléndido preludio de resonancias quijotescas; por ejemplo: “De cómo Julius de Coster se emborracha en el Petit Saint Georges y de cómo lo imposible salta de repente los diques de la vida cotidiana”; “De cómo Kees Popinga, pese a haber dormido del lado malo, se despertó de buen humor, y de cómo vaciló en escoger entre Eléonore o Pamela”; “De por qué no es lo mismo meter un alfil negro dentro de una taza de té que dentro de una jarra de cerveza”; y “De cómo Kees Popinga supo que un traje de vagabundo cuesta unos sesenta francos y de cómo prefirió quedarse desnudo”. 


Georges Simenon, El hombre que miraba pasar los trenes. Traducción del francés al español de Emma Calatayud. Colección Andanzas (200), Tusquets Editores. México, 1993. 232 pp.



martes, 13 de noviembre de 2012

El pasajero clandestino



Los hombres se detestan en todas partes

El 20 de abril de 1947, en Coral Sands, Bradenton Beach, Florida, Georges Simenon (1903-1989) terminó de escribir en francés El pasajero clandestino, una novela de intriga y suspense, cuyo título alude al polizón que a bordo del Aramis viaja de Panamá a Tahití. 

Georges Simenon
(1903-1989)
En esta novela de Georges Simenon se observan dos grandes jornadas: lo que ocurre durante los 18 días que dura la travesía de Panamá a Tahití y lo que sucede en la isla durante un poco más de 22 días, que es el lapso en que el Aramis, después de arribar a las Nuevas Hébridas, vuelve a detenerse en Papeete, la capital de Tahití.
  No extraña que el mallorquín Agustí Villaronga haya dirigido un filme basado en El pasajero clandestino (data de 1995). Escrita con notables virtudes para pergeñar la trama, la tensión, el giro sorpresivo y los trasfondos psicológicos de los personajes, la novela de Georges Simenon, en sí, parece una película en cámara lenta, es decir, abunda en descripciones, planos, gags e intríngulis cinematográficos. El narrador así lo dispuso. De ahí que al inicio, a manera de guiño, se lea que el alumbrado del puerto panameño “desde lejos daba la impresión de un plató de cine”; que a lo largo de las páginas los nativos de la isla (e incluso los extranjeros anegados allí), llevando y trayendo chismes, miren (divertidos, maliciosos) lo que ocurre entre los europeos y los gringos como si vieran una película de nunca acabar, cuyos incidentes varían y se renuevan con los especímenes que cíclicamente desembarcan en Papeete. A esto se agrega, además, el relevante hecho de que el padre de uno de los personajes haya sido el magnate más poderoso de la industria cinematográfica de Inglaterra.
       Entre la fauna que viaja en el Aramis destaca el mayor Owen, el protagonista, un inglés sesentón, de finos y seductores modales, cuyo medio natural no es ese barco repleto de burócratas y comerciantes, sino los grandes transatlánticos y las exclusivas salas de juego de Europa y Panamá. Otro es Alfred Mougins, un vulgar francés con pose de gángster de los duros, de matón de cine negro, el cual, con irónicas miradas, inicia una querella con el mayor Owen. Y desde luego el misterioso polizón, quien más tarde, ya en la isla, resulta ser una bailarina de nightclubs y ex amante de René Maréchal, el bastardo heredero de la fortuna del susodicho magnate de la industria cinematográfica, quien al momento de arribar el Aramis se halla a bordo del Astrolabe haciendo un recorrido por los archipiélagos circundantes; así, no regresará a Tahití hasta dentro de 15 o 30 días. Es decir, el mayor Owen, Alfred Mougins y la bailarina —por separado— leyeron un anuncio en un diario inglés donde se dice que se requiere que el hijo bastardo se presente en una notaría de Londres para reclamar la fortuna que le heredó su padre. En este sentido, la bailarina y Alfred Mougins se asocian y le disputan al mayor Owen el probable beneficio de tal capital.
      Uno de los cáusticos ingredientes de esta novela de Georges Simenon es la misantropía que oscila y repta entre ciertos personajes. Mac Lean, ex jockey, dueño y oficiante del English Bar —quien es, no sólo para el mayor Owen, una especie de jefe de su propia agencia de espionaje e información sobre todo lo que ocurre y ocurrirá entre los habitantes de la isla— al chismorrearle de sus parroquianos (europeos caídos en ese gris y fétido marasmo de rutinas y habladurías), le dice que “todos se detestan” (pero se ven y conviven cotidianamente). Así, si “los hombres se detestan en todas partes”, tal ubicuo e inequívoco síndrome también define y caracteriza a los europeos que viven tierra adentro en “verdaderos cottages ingleses”, islas o pedazos de soledad para apartarse del orbe, no verse nunca (pese a la proximidad y a su escaso número), ni pisar Papeete por más de seis meses.
       Otro corrosivo rasgo, chorreando de perversidad y malicia, también lo encarnan los blancos venidos de Europa, cuya “mayor distracción, la de todos los días, la de todas las noches”, es beber, manosear y fornicar la carne morena de las hetairas maoríes, muchas de ellas sifilíticas. 
(Tusquets, Barcelona, 1995)
El Moana y el La Fayette, los prostíbulos cercanos (que hacen de Tahití un exótico burdel), se llenan con los principales de Papeete, entre ellos el gobernador, el jefe del gabinete de éste, el administrador de las colonias y el flemático inspector de éstas, enviado desde Francia para dizque “descubrir los abusos de sus administradores”, pero que sin embargo libertinamente se deja “ensuciar por ellos en medio de carcajadas”.
      Así, en esa mórbida y pestilente atmósfera en la que no es difícil empantanarse y extraviar la cordura, no sorprende que desfilen sórdidos gusarapos con porcina doble identidad (prototipos de pasajeros clandestinos entre los clandestinos de toda laya): imagen de persona honrada y un pestilente pillo por dentro. Tales son los casos de los funcionarios europeos o el de Georges Masson, un francés repleto de billetes al que no mucho después de su llegada a Papeete nombran secretario del juzgado; pero luego de dos años de tejemanejes se descubre que el tribunal del Sena lo había condenado “a tres años de prisión por estafa, falsificación y uso de documentos falsos”. O el caso del mayor Owen, un hábil tahúr sin dinero, con facha de dandy, “digno” y “majestuoso”, y con cuyos hipócritas modales, imagen y conducta hace creer a todo el mundo que es un ricachón que vive de sus rentas; el cual, pese a sus frustradas intenciones de capitalizar su feliz retiro con la herencia del bastardo René Maréchal, resulta un santurrón, un buenazo envejecido y alcohólico que decide hundirse allí y de una vez por todas, siempre y cuando sus dos testigos y cómplices (el ex jockey y el doctor Bénédic) le permitan “ganarse” la vida entre los torpes miembros del Yacht Club.
       Alfred Mougins, por su parte, quien no oculta lo vil y sus andanzas en los bajos fondos, da visos de pestes no menos miserables, cuando se dice duro, mafioso, asesino e impune, es decir, protegido por el hecho de que “en Panamá, como en otros lugares, hay asuntos en los que la policía sabe muy bien que no tiene que meter las narices”. Es por esto, luego de ciertos devaneos, que el mayor Owen, en su disputa por la fortuna de René Maréchal, colige que quizá Moungis mate a Maréchal con el fin de hacerse pasar por éste y reclamar la herencia.   
       Mas en contraste con las sórdidas villanías que tipifican al depredador ser humano que infesta la aldea global, la novela de Georges Simenon implica un sesgo idealista y romántico representado por Robert Louis Stevenson, el novelesco autor de La isla del tesoro y legendario tusitala, quien quiso y defendió a los nativos de la ínsula, amén de quedarse a vivir allí, y de quien se conserva, como reliquia, una copa de plata en la que bebió y rubricó el afecto que tuvo por los maoríes. 
En este sentido, descuella la visión onírica, glorificante, ante cuyos atisbos y efluvios el mayor Owen se siente impuro y asocia el remoto recuerdo de una evanescente abadía, un sitio donde “hubiese querido no moverse más, quedarse allí para siempre”. 
Es decir, además de tal aura que rodea la presencia, los actos, los objetos y las litúrgicas palabras de cierto pastor metodista, resulta que el bastardo René Maréchal, el heredero de una de las fortunas más grandes de Europa, se ha integrado a una comunidad indígena, pesca con arpón con la habilidad de un rupestre nativo, y sus muebles y su casa de madera (incluso con chimenea), cuyo barnizado interior hacía pensar “en el camarote de un antiguo barco”, se deben al trabajo de sus propias manos, y recién se ha casado con una Venus maorí, hermosa y sana: la hija del pastor metodista, religión que ahora es la suya. 
Así, cuando recibe la noticia de la inmensa herencia, no le es difícil desdeñar esa rutilante fortuna, darle la espalda a Europa, y quedarse para siempre en ese exótico Paraíso signado por el amor, la armonía, el trabajo manual y la fe religiosa; un ideal paraje casi de la Edad de Oro, edénico, donde los nativos ríen como inocentes salvajes, donde andan semidesnudos o se desnudan y chapotean y revolotean a imagen y semejanza de alados angelitos mofletudos por siempre jamás.

Georges Simenon, El pasajero clandestino. Traducción del francés al español de Carlos Pujol. Colección Andanzas (248), Tusquets Editores. Barcelona, 1995. 200 pp.


viernes, 26 de octubre de 2012

El alcalde de Furnes



 Con chismosas ni bañarse                  


Patria chica, infierno grande, reza el popular refrán; y tal fatalidad se cumple al pie de la letra en Furnes, el principal escenario de El alcalde de Furnes, novela que el francés Georges Simenon (1903-1989) firmó en Nieul-sur-Mer, el 29 de diciembre de 1938. 
Furnes es un pueblo de Flandes que, no sin petulancia, se llama a sí mismo “ciudad”. Sus pobladores están acostumbrados a las rutinas y rituales de siempre. Hierven de chismes y su moralina se maquilla de apariencias y atavismos conservadores y católicos. Nada puede ocurrir sin que se sepa de un rincón a otro, sin que excite la antropofagia, los dimes y diretes, ya sea en la Plaza Mayor, en el Círculo Católico, en la Iglesia de Sainte-Walburge, en el café Le Vieux Beffroi, en el Ayuntamiento, en la salchichería Van Melle, en la Rue du Marché, en la comisaría de la poli, e incluso en el interior de las casas. Tal es el caso de la casa de Joris Terlinck, el flemático alcalde de Furnes, que al comienzo de la obra se halla en el mediodía de su riqueza y poder.
Georges Simenon
(1903-1989)
      Joris Terlinck tiene un poco más de 30 años de casado. Él solo, presume, en calidad de opositor demócrata, se pasó 20 años hostigando al Partido Conservador Flamenco, cuya figura principal es Léonard van Hamme, ex alcalde, quien además de poseer una fábrica de cervezas y de encabezar el Círculo Católico y a los conservadores del Consejo Municipal, es su eterno enemigo. 
Joris Terlinck manda en su casa, en su fábrica de puros y en el Ayuntamiento con el mismo despotismo y mano dura. Por ello todos le temen y lo llaman Baas, es decir, Jefe. Todos reconocen su presencia por el puro, la boquilla de ámbar y el sonido del estuche. Cierta tarde de noviembre, al encontrarse en su casa cenando el mismo platillo que cena desde hace tres décadas, ocurre algo anormal: llaman a la puerta. Y el que toca es Jef Claes, un tipo de 19 años, hace poco empleado en su fábrica, quien le pide mil francos por adelanto, porque según él los necesita para impedir el nacimiento del hijo que tendrá con Lina, nada menos que la hija de Léonard van Hamme, su peor enemigo. Si no le da el dinero, amenaza, se matará. El Baas le responde que “cada cual debe cargar con la responsabilidad de sus actos”, que no fue él quien gozó con la señorita; y lo despide, cortante, para que no regrese. 
(Tusquets, 1993)
Poco después, a la hora de siempre y en el rincón habitual, el Jefe se halla en Le Vieux Beffroi, “el café reservado a los notables de la ciudad”. Entra, cosa extraña, uno de los diez policías de Furnes y anuncia que hay un muerto: Jef Claes, quien primero disparó contra Lina y luego contra sí mismo, metiéndose en la boca el cañón de la pistola.
       A partir de este hecho de nota roja, Georges Simenon hila y entreteje la intriga y el suspense, y una serie de equívocos, anécdotas y engaños, que ya parecen anunciar una cosa, ya otra. Así, la ligereza de Lina parece asegurar la perpetuidad y el crecimiento del poder del alcalde y su triunfo sobre Léonard van Hamme. El hijo de éste, un oficial de aviación en Bruselas que ha llevado varias veces al Rey, tal vez pierda su carrera. Pero sobre todo, Joris Terlinck en persona propicia la renuncia de Léonard van Hamme a la presidencia del Círculo Católico. Y pese a que se halla en entredicho su crédito moral como cabeza de los conservadores del Consejo Municipal, Joris firma un retorcido acuerdo que le proponen éstos con el objeto de que no use “el triste suceso para sus fines políticos”, y a cambio le prometen que en tres meses lo nombrarán Jefe de diques, es decir, pertenecerá al “cuerpo supremo que, por mediación de los diques, disponía de las aguas del cielo y del mar”. Sin embargo, los acontecimientos se enredan por otros linderos, porque según se ve (y el alcalde lo piensa en el epílogo de la obra): “se hacen las cosas sin saber exactamente por qué, porque se cree que se deben hacer y después...”
       La madre del alcalde es una vendedora de gambas en Coxyde. Allí mismo su padre fue pescador. Su madre aún vive en una pequeña casa, lo cual habla del origen humilde del Jefe. Su madre desconfía de él, no sólo porque es un rico, uno de los más ricos de Furnes, sino porque percibe el tufillo de sus oscuros asuntos. Al principio de su carrera, Joris Terlinck vivía con Thérésa, su mujer, en dos cuartos diminutos. Era contable y llevaba los libros de varios pequeños comerciantes. Uno de ellos fue la señora De Groote, una viuda de 45 años que tenía un estanquillo de puros y tabacos. Joris Terlinck, entonces con 25 ó 26 años y en calidad de amante, le recomendó la instalación de una fábrica y de algún modo hizo que modificara su testamento en favor de él. Al poco tiempo murió de neumonía, una paradójica enfermedad en ella. Así se hizo de su fábrica y empezó a acrecentar su rutilante fortuna. 
María vive en casa del Baas, es la sirvienta desde hace 25 años. Fue su amante y a veces la usa. Con ella tiene un hijo: Albert, un joven al que no reconoció como tal, pero que sin embargo lo llama “padrino”, porque siempre se ha ocupado de su sostenimiento. Emilia, la hija de los Terlinck, tiene 29 años; está loca, y por orden del Baas la tienen recluida en un cuarto en el que abundan las cosas rotas y las heces de varios días. Emilia, siempre desnuda y cubierta de llagas, no soporta a su madre. Sólo Joris Terlinck es el que día a día le da de comer las cosas de lujo que compra en la salchichería Van Melle; a veces la baña, la cura y hace la limpieza. 
Thérésa, la mujer del alcalde, se ha pasado la vida llorando; siempre muestra “una eterna expresión de inquietud y desolación en el rostro”. Haciéndose la víctima, conoce y conjetura las malas acciones de su marido. Lo acusa de que sólo piensa en él; pero ella, a su modo, hace lo mismo. Semejante al ojo sin párpado del cuento homónimo de Philarète Chasles, Thérésa siempre tiene, aun en la cama, un ojo abierto con el que vigila y culpa al Jefe de su infelicidad y desgracias; y cuando lloriquea conserva “un ojo seco, una mirada penetrante, lista para descubrir la menor debilidad en el adversario”, su marido.
  Fuera de la facha de Baas autoritario, frío y duro, cuyo poder impone y restriega en los rostros de los otros a la menor provocación, nadie lo conoce ni sabe lo que trama, ni siquiera el lector, pese a lo que pueda inferir. Es un hombre impredecible que piensa que “a nadie debía nada, salvo a sí mismo, pues nadie lo había ayudado, ni le había hecho el menor regalo, ni siquiera el de una pequeña alegría”. 
No obstante, como todo hombre que barniza sus actos y negros propósitos con el colorete de las convenciones y simulaciones, tiene sus debilidades, antagonismos y fobias. Albert, su hijo natural, por ejemplo, es un soldado fanfarrón e irresponsable al que aún así protege y ayuda; puede sentarse en su mesa, comer con desparpajo, alardear y pedirle dinero (no sin trampas ni chantajes) para responder ante sus fechorías que terminan volviéndolo un desertor. Emilia, la loca, es mantenida en su casa no sólo por la pose social y el orgullo de no enviarla a un manicomio. A la madre del suicida Jef Claes, quien se vuelve alcohólica, le niega todo tipo de apoyo; pero sin decirle a nadie le envía dinero de manera secreta y anónima. 
El sitio de su despacho donde estuvo parado Jef Claes se vuelve un sitio que el Bass rodea y evita mirar. 
Los mayores equívocos e intrigas, sin embargo, empiezan a confabularse alrededor de Lina van Hamme, de 18 años, que no murió y se halla en Ostende, un puerto cercano a Furnes. El Jefe, en su viejo auto, comienza a hacer una serie de viajes a Ostende. Desde un café observa a Lina embarazada, quien se hizo amiga de Manola. Ambas, en el malecón, se comportan con frivolidad y coquetería. Frecuentan el Monico, un salón de té. Allí el Baas las aborda. Se gana su amistad. La bebé nace y Joris Terlinck estuvo nervioso como un marido que fuma y fuma ante la puerta. Visita a Lina y le hace regalos. El alcalde de Furnes, pese a sus agallas, ante las coqueteos y desplantes de ambas (Lina enseña el seno al amamantar a la niña y Manola asoma el muslo o arroja unos sonoros y sugestivos orines), se ruboriza como un colegial e incluso se le embota el cerebro y no sabe qué decir ni qué hacer. 
Las idas a Ostende se vuelven del dominio público. Hierven los chismes por aquí y por allá. Y todos —en Furnes, Oxyde y Ostende— piensan que Joris Terlinck en un viejo raboverde y desalmado, pues mientras esto ocurre, Thérésa, su mujer, empieza a morir de cáncer. 
La casa del Baas es visitada por el doctor Postumus, quien también observa las condiciones en que subsiste Emilia. Marthe, la hermana de Thérésa, llega de Bruselas a auxiliar a la moribunda. Manola, quien resulta ser la querida de un ricachón que la sostiene con más de cinco mil francos al mes, le propone al Baas (ante su sorpresa e infantil ingenuidad) que Lina también puede ser su “amiga”, puesto que, aparentemente, así podrá eludir el manipuleo de su padre, quien dizque quiere enviarla a Francia o a Inglaterra, sólo con tres mil miserables francos al mes. El Baas acepta y sugiere la nutrida cifra. 
Pero luego se le ocurre ir al Ayuntamiento de Furnes, donde sin él se reunió la Comisión de Hacienda, y siempre duro y ostentoso le grita a Léonard van Hamme: “¡acabo de comprar a su hija!”. Los chismes e intrigas hierven con más ímpetu. Ya no lo llaman Baas, sino señor Terlinck. En Le Vieux Beffroi descuelgan los anuncios de sus puros. Y en una junta del Consejo Municipal lo obligan a renunciar, respaldados por un comunicado que firma El Fiscal del Reino. En el oficio no se menciona a Lina ni su cortejo, pero sí que es sujeto de una demanda judicial que obedece a una serie de anónimos y a una carta que firmaron “numerosos ciudadanos” en la que cuestionan “su forma de vida en su casa”, sobre todo la situación “de un miembro de su familia”. 
El alcalde trata de defenderse y con astucia maquilla su dimisión con el humo de su convencional retórica. Thérésa muere y él, frío y duro, cumple con la escenografía y el rito que exigen las convenciones. El Fiscal del Reino y el doctor Postumus llegan a su casa, censuran las condiciones insalubres en que se halla Emilia y se la llevan. 
El tiempo empieza a correr sin que nadie lo detenga. No se sabe qué pergeña el ex alcalde Joris Terlinck cumpliendo sus rutinas de siempre. Pero en su casa obliga a que Marthe, su cuñada, se vista con la ropa de su fallecida hermana. Tal vez en un futuro se case con ella. ¿Por qué no? Tiene la casa y además a María, la vieja sirvienta (para jugar a las campechanas). Pero si él hubiera querido, se repite, pese a su edad, hubiera podido vivir una tentadora segunda vida.

Georges Simenon, El alcalde de Furnes. Traducción del francés al español de Carlos Manzano. Colección Andanzas (201), Tusquets Editores. México, 1993. 224 pp.