martes, 11 de diciembre de 2012

Inquisiciones



El joven Borges y algunas ejecutorias parciales 

                                  
I de II
Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899 y murió en Ginebra el 14 de junio de 1986. Aún andaba en el cuarto de siglo cuando publicó su primer libro de ensayos: Inquisiciones. Impreso en 1925 por Editorial Proa (en la imprenta El Inca de Buenos Aires), se tiraron 500 ejemplares numerados del 1 al 500 (los primeros 5 en mejor papel, fuera de comercio y con la firma del autor). Tal título era legendario e inencontrable —como legendario e inencontrable en español fue, hasta 1999, el Autobiographical Essay de Borges, publicado por primera vez en inglés en The New Yorker (septiembre 19 de 1970), fruto de los diálogos del escritor con el norteamericano Norman Thomas Di Giovanni (Newton, Massachussets, 1933)—. Esto por el hecho de que Borges se negó a reeditar Inquisiciones de manera individual y a que se incluyera en las sucesivas ediciones de la biblia borgeana: el grueso tomo de sus Obras completas (Emecé, 1974), y porque una y otra vez era mencionado por críticos e investigadores: César Fernández Moreno, Emir Rodríguez Monegal, José María Valverde, Guillermo Sucre, entre otros.
(Editorial Proa, Buenos Aires, 1925)
      Por decisión de María Kodama (Buenos Aires, marzo 10 de 1937), su viuda y heredera universal de los derechos de autor de Borges, apareció en la capital argentina, en “marzo de 1994”, la póstuma segunda edición de Inquisiciones, editada por Seix Barral en la serie Biblioteca Breve. Valiosa iniciativa (reprobable para algunos) que la hizo autorizar las póstumas segundas ediciones (editadas también por Seix Barral: en “noviembre de 1993” y en “noviembre de 1994”) del otro par de libros, proscritos por el autor, con juveniles ensayos: El tamaño de mi esperanza (Proa, 1926) y El idioma de los argentinos (Gleizer, 1928).
Ilustración de la portada: Jefa (1923), de Xul Solar
(Seix Barral, Buenos Aires, marzo de 1994)
      Según informa una postrera nota del anónimo editor, en el nuevo Inquisiciones —en el que no se datan las publicaciones donde originalmente aparecieron los textos— se respetaron ciertos modismos ortográficos del joven Borges, se corrigieron erratas, “problemas de paginación” y se optó por “criterios tipográficos modernos”; es decir, no se trata de una reedición facsimilar. Pero si una reedición de tal naturaleza hubiera sido curiosa e interesante, una edición crítica y anotada del facsímil hubiera sido mucho más atractiva. 
Borges y María Kodama
       Narran los biógrafos del autor, que entre 1914 y 1921 los Borges vivieron en Europa, básicamente en Ginebra, donde Georgie —que desde niño hablaba y leía en lengua inglesa— estudió el bachillerato y aprendió francés, latín y alemán, idioma que se enseñó a sí mismo con un diccionario inglés-alemán y un libro con poemas de Heine (Lyrisches Intermezzo), lo cual le facilitó el acceso directo al expresionismo germano y, desde luego, a las vanguardias europeas.
       Entre 1919 y 1921, los Borges vivieron en España: Isla de Mallorca, Sevilla y Madrid. En Sevilla, el joven Georgie se sumó a los ultraístas y empezó a colaborar en sus publicaciones (Grecia, Ultra, Cosmópolis, etc.), ya con poemas, artículos y manifiestos. Vale observar que entre tales ultraístas figuraba el madrileño Guillermo de Torre (1900-1971), su cuñado desde 1928, autor del temprano Literaturas europeas de vanguardia (Caro Raggio, 1925), de los tres tomos de Historia de las literaturas de vanguardia (Guadarrama, 1965) y de Ultraísmo, existencialismo y objetivismo en literatura (Guadarrama, 1968). 
En Madrid, el joven Georgie iba al Café Pombo, donde Ramón Gómez de la Serna presidía su legendaria tertulia, pero también y sobre todo asistía a la tertulia del Café Colonial, en la que oficiaba Rafael Cansinos-Assens, quien según Borges —que se sentía su discípulo— guiaba al ultraísmo. Así, cuando el 24 de marzo de 1921 los Borges regresan a Buenos Aires, el joven Georgie se transforma en uno de los iniciadores del ultraísmo argentino, precisamente cuando “en la noche del 25 de noviembre de 1921” —anota Edwin Williamson en Borges, una vida (Seix Barral, 2006)— él y sus amigos: su primo Guillermo Juan, Eduardo González Lanuza y Guillermo de Torre, pegan en las paredes (“con pinceles y baldes de engrudo”) el número uno de su revista mural Prisma, misma que exhibía una declaración de principios titulada “Proclama” —escrita por Borges, pero firmada por los cuatro—, un grabado en madera de Norah, su hermana, y una serie de poemas breves (entre ellos “Aldea”, del joven Georgie) que dizque ejemplifican lo central de su dogma antirrubendarista: “Hemos sintetizado la poesía en su elemento primordial: la metáfora, a la que concedemos una máxima independencia, más allá de los jueguitos de aquellos que comparan entre sí cosas de forma semejante, equiparando con un circo a la luna.” Postulado que repite en “Ultraísmo” (“Reducción de la lírica a su elemento primordial: la metáfora”), crónica periodística sobre la génesis y ontología de tal vanguardia y selección de poemas de varios ultraístas que Borges publicó en el número 151 de la revista bonaerense Nosotros (Año 15, Vol. 39, diciembre de 1921).
       El reseñista bosqueja tales datos porque buena parte de los textos reunidos en Inquisiciones responden a ese juvenil ímpetu ultraísta que luego se fragmentaría y del que joven Borges también se distanció y que a lo largo del tiempo criticó, no pocas veces con acritud. Por ejemplo, en las radiofónicas Entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges (Siglo XXI, 4ª ed., 2000), realizadas en 1964, en París y en francés y originalmente publicadas por Éditions Gallimard en 1967, hay una destinada al “Ultraísmo” en la que se leen las siguientes lapidarias aseveraciones de Borges:
Borges en 1968
(Foto: Eduardo Comesaña)
“Creo que lo mejor sería ignorar totalmente el ultraísmo. Se trata de un movimiento literario que tuvo su origen en España: se quería imitar a poetas, qué diré yo, del género de Pierre Reverdy. Se quería imitar a Apollinaire, al chileno Huidobro. Una teoría, que hoy encuentro totalmente falsa, quería reducir la poesía a la metáfora y creía en la posibilidad de hacer nuevas metáforas./ Y bien, yo creí, o intenté creer, en este credo literario. ¡Ahora lo encuentro falso de toda falsedad! No veo ninguna razón para suponer que la metáfora sea el único artificio literario posible, cuando lo cierto es que hay otros. Y, después, también se hizo lo mismo en Buenos Aires.” 
“[...] Así, pues, hicimos un movimiento literario. Negábamos la rima. Queríamos negar la música del verso. Sólo queríamos encontrar nuevas metáforas [...] Creo que el ultraísmo hizo su época. Estoy un poco avergonzado de haber firmado sus manifiestos. En cuanto a negar la música del verso, encuentro que se trata de un error evidente. Creo que la música es la esencia del verso, es decir, la correspondencia entre la emoción y el sonido del verso. Lo mismo diría de la prosa. En cuanto a la rima: no veo qué razones hay para renunciar a un medio tan agradable como la rima./ En todo caso, esta historia del ultraísmo corresponde a una época muy lejana. Yo era ultraísta en 1921. Estamos en 1964. Si aún quedan colegas de esa época le dirán exactamente lo que yo digo. Esa época era muy divertida para nosotros. Nos divertíamos mucho creyéndonos revolucionarios, pensando que la poesía empezaba en nosotros, pensando que si encontrábamos bellas metáforas en Shakespeare o en Hugo era, evidentemente, porque eran precursores nuestros. ¡Precursores nuestros! Eran otras épocas. Sería necesario olvidarlas.”
El joven Borges en 1924
En el “Prólogo” de Inquisiciones, el joven Borges anotó: “Este que llamo Inquisiciones (por aliviar alguna vez la palabra de sambenitos y humareda) es ejecutoria parcial de mis veinticinco años. El resto cabe en un manojo de salmos, en el Fervor de Buenos Aires [su primer poemario en edición de autor, 1923] y en un cartel que las esquinas de Callao publicaron.” Tal cartel es Prisma, la revista mural que conoció un segundo y último número impreso en marzo de 1922. Pero además el nombre de la Editorial Proa —donde además de Inquisiciones publicó su segundo y tercer poemario: Luna de enfrente (1925), con portada y viñetas de su hermana Norah, y Cuaderno San Martín (1929), con un retrato a lápiz del autor de Silvina Ocampo, y su citado segundo libro de ensayos: El tamaño de mi esperanza (1926), con viñetas de Xul Solar— remite a las dos épocas de la revista Proa. La primera, de agosto de 1922 a julio de 1923, sólo tuvo tres números y fue dirigida por Borges y Macedonio Fernández (1874-1952), ese mítico personaje, condiscípulo y amigo de su padre Jorge Guillermo Borges (1874-1938), del que tras su muerte dijo ante la bóveda de La Recoleta donde se guardaron sus restos, discurso y elogio publicado en la revista Sur (marzo-abril de 1952) y póstumamente reunido en Borges en Sur. 1931-1980 (Emecé, 1999): “[...] Íntimos amigos de Macedonio fueron José Ingenieros [...] y mi padre; hacia 1921, de vuelta de Suiza y de España, heredé esa amistad. La República Argentina me pareció un territorio insípido, que no era, ya, la pintoresca barbarie y que aún no era la cultura, pero hablé un par de veces con Macedonio y comprendí que ese hombre gris que, en una mediocre pensión del barrio de los Tribunales, descubría los problemas eternos como si fuera Tales de Mileto o Parménides, podría reemplazar infinitamente los siglos y los reinos de Europa. Yo pasaba los días leyendo a Mauthner o elaborando áridos y avaros poemas de la secta, de la equivocación, ultraísta; la certidumbre de que el sábado, en una confitería del Once, oiríamos a Macedonio explicar qué ausencia o que ilusión es el yo, bastaba, lo recuerdo muy bien, para justificar las semanas. En el decurso de una vida ya larga, no hubo conversación que me impresionara como la de Macedonio Fernández [...] Los historiadores de la mística judía hablaban de un tipo de maestro, el Zaddik, cuya doctrina de la Ley es menos importante que el hecho de que él mismo es la Ley. Algo de Zaddik hubo en Macedonio. Yo por aquellos años lo imité, hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio. Yo sentía: Macedonio es la metafísica, es la literatura. Quienes lo precedieron pueden resplandecer en la historia, pero eran borradores de Macedonio, versiones imperfectas y previas. No imitar ese canon hubiera sido una negligencia increíble [...]” En este sentido, el joven Borges apuntó en las postreras “Advertencias” de Inquisiciones: “‘La nadería de la personalidad’ y ‘La encrucijada de Berkeley’ —los dos escritos metafísicos que este volumen incluye— fueron pensados a la vera de claras discusiones con Macedonio Fernández.” 
No extraña, además, que algunos años después, entre las íntimas respuestas con las cuales el viejo y ciego Borges evoca y a sí mismo se contesta a la pregunta “¿Qué será Buenos Aires?” —que inicia su poema “Buenos Aires”, incluido en Elogio de la sombra (Emecé, 1969)—, se diga rememorando el sitio de la Plaza del Once donde se hallaba La Perla, la confitería de Jujuy y Rivadavia en la que cada sábado el joven ultraísta se reunía con Macedonio y otros contertulios (“los macedonios”): “Es, en la deshabitada noche, cierta esquina del Once en la que Macedonio Fernández, que ha muerto, sigue explicándome que la muerte es una falacia.”



***************



II de II
La segunda época de Proa tuvo 15 números, editados entre agosto de 1924 y enero de 1926, y fue codirigida en Buenos Aires por Jorge Luis Borges, Brandán Caraffa, Pablo Rojas Paz y Ricardo Güiraldes, quien se separó de la revista en 1925, a los 14 números; es decir, un año antes de que su fama empezara a trascender, pues su novela gauchesca Don Segundo Sombra, editada por Proa, data de 1926, aunque el gusto le duró poco: murió de cáncer el 8 de octubre de 1927 a los 41 años (y Borges heredó su guitarra). Según dice José María Valverde en el tomo 1 de Historia de la literatura latinoamericana (Planeta, 1974), el nombre de Proa se debe a un verso de El cencerro de cristal (1915), poemario de Ricardo Güiraldes: “Beber lo que viene. Tener alma de proa.” 
Un poema de El cencerro de cristal, además, se denomina “Prismas” (vocablo con reminiscencias cubistas), homónimo de un poema que el joven Borges publicó en el número 4 de la revista Ultra (Madrid, marzo 1 de 1921) y casi de “Prismas: ‘Sala vacía’”, poema publicado en el número 15 de Ultra (Madrid, enero 15 de 1922), luego incluido, con variantes y el título “Sala vacía”, en Fervor de Buenos Aires (1923), su primer poemario en edición de autor, cuyo tiraje de 300 ejemplares pagó su padre y cuya portada ilustró su hermana Norah con un grabado en madera. “Prismas” también es homónimo del poemario que Eduardo González Lanuza (1900-1984) publicó en 1924 y que según anota Borges (con bombo y platillo) en el artículo que le dedica en Inquisiciones (Proa, 1925): es “el libro ejemplar del ultraísmo”, el “arquetipo de una generación”. En este sentido, “Prismas” es casi homónimo de la susodicha revista mural Prisma (con que en noviembre de 1921 arranca el ultraísmo en Buenos Aires, según dice Edwin Williamson, pero según Guillermo de Torre fue en diciembre), nombre que también es el título del primer poema del primer libro del movimiento estridentista: Andamios interiores (Cvltvra, 1922), Poemas radiográficos del mexicano Manuel Maples Arce (1900-1981), iniciador y heresiarca del estridentismo, que si bien, él solo, empezó su vanguardia en diciembre de 1921 al pegar en ciertas calles del Centro Histórico de la Ciudad de México su manifiesto-mural Actual no 1. Hoja de Vanguardia. Comprimido Estridentista, a su libro no le fue muy bien en el comentario que el joven Georgie le dedicó en Inquisiciones, en el cual, como se ve, casi le dice que tal vez se hubiera salvado de la picota georgiana si hubiera escrito —con aliento criollo y orillero— su “Fervor de México” o su “Fervor de Papantla” (el pueblo del Estado de Veracruz donde Manuel Maples Arce nació) o su “Fervor de Xalapa” (la capital veracruzana: “Estridentópolis”, donde el estridentismo, entre 1924 y 1927, vivió su auge y declive, coincidiendo con el período en que el joven Maples Arce fue Secretario de Gobierno del Estado de Veracruz): “La primera parte de la antítesis no me interesa. Permitir que la calle se vuelque de rondón en los versos —y no la dulce calle de arrabal, serenada de árboles y enternecida de ocaso, sino la otra, chillona, molestada de prisas y ajetreos— siempre antojóseme un empeño desapacible. En cuanto al entremetimiento en la lírica, de términos geometrales, tampoco logra entusiasmarme.”
Andamios interiores. Poemas radiográfricos (Cvltvra, México, 1922)
Primer poemario estridestista de Manuel Maples Arce (1900-1981)
Escritos con ampulosidad y retorcida pedantería —muy distantes del magnetismo y la enciclopédica erudición que unos años después se leería, por ejemplo, en sus ensayos reunidos (con el auxilio de José Bianco) en Otras inquisiciones (1937-1952) (Sur, 1952)— sus juveniles Inquisiciones mucho responden a su aprendizaje en Europa y a su filiación ultraísta; en este sentido, al hablar de sus conocidos y amigos no escatima elogios. Por ejemplo, cuando bosqueja la leyenda negra y la obra de “Torres Villarroel (1693-1770)”, dice: “Ese ictus sententiarum, esa insolentada retórica” [de ‘sus escritos fantásticos’], esa violencia casi física de su verbo, tienen su parangón actual con los veinte Poemas para ser leídos en el tranvía” [sic], libro vanguardista de 1922 que el argentino Oliverio Girondo (1891-1967), a partir de 1920, escribió, ilustró e imprimió durante su estancia en España y Francia. 
Inquisiciones (Proa, Buenos Aires, 1925)
Primer libro de ensayos y notas de Jorge Luis Borges (1899-1986)
       Norah Lange (1905-1972), musa del ultraísmo (dada su juventud y belleza) era prima política del joven Georgie, de quien estuvo fatalmente enamorado (vertiente que Edwin Williamson explora sobremanera), a cuya casa iba para verse con Concepción Guerrero, su evanescente noviecita de 16 años a quien le dedicó “Sábados”, poema reunido en Fervor de Buenos Aires, donde le canta: “Tú/ que ayer eras toda hermosura/ eres también todo el amor, ahora.” Borges incluyó en Inquisiciones su prólogo a La calle de la tarde (Ediciones J. Samet, 1925), poemas ultraístas de Norah Lange, ante los cuales exclama: “¡Cuánta eficacia limpia en esos versos de chica de quince años!”; el cual, 50 años después antologó, con ligeras variantes, en su libro Prólogos, con un prólogo de prólogos (Torres Agüero, 1975). 
       Y si en “La traducción de un incidente” evoca la tertulia de Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) y la de Rafael Cansinos-Assens (1882-1964), sobre cada uno presentó un texto. Entre las loas con que celebra a Rafael Cansinos-Assens, se lee: “Quiero señalarlo también como el más admirable aunador de metáforas de cuantos manejan nuestra prosodia.” Y en la nota que le dedicó a La sagrada cripta de Pombo (Madrid, Imprenta G. Hernández y Galo Sáez, 1924), el segundo libro de crónicas sobre los escritores, artistas e intelectuales que confluían en el Café Pombo donde Ramón ofició entre 1914 y 1936, el joven Borges reconoce su propia descripción y proclama: “De las seiscientas páginas de este libro en sazón ninguna está pensada en blanco y en ninguna cabe un bostezo.” Quizá una exultante y complaciente reciprocidad frente a la laudatoria nota que Ramón le dedicó a él y a Fervor de Buenos Aires en la Revista de Occidente (Madrid, tomo IV, abril-junio de 1924).
Vale apuntar que textos de Borges pertenecientes al fervor ultraísta, español y argentino, se leen en Las vanguardias literarias en Hispanoamérica. (Manifiestos, proclamas y otros escritos (FCE, 1990), que Hugo J. Verani, prologuista y antólogo, publicó por primera vez en Roma, en 1986, con Bulzoni Editore. Y algo en Manifiestos, proclamas y polémicas de la vanguardia literaria hispanoamericana (Biblioteca Ayacucho, 1988), con “Edición, selección, prólogo, bibliografía y notas” de Nelson Osorio T. Pero sobre todo en el volumen de Jorge Luis Borges: Textos recobrados 1919-1929 (Emecé, 1996), póstuma compilación, con documentadas notas, “al cuidado de Sara Luisa del Carril”.
“Anverso [...] de la tarjeta postal enviada por Borges a [Jacobo] Sureda en octubre de 1921, desde Buenos Aires a Leysin (Suiza). El retrato del anverso, que Borges califica de ‘estudio en pliegues’, fue realizado en junio de 1919 en Mallorca, y se conocen otras 2 copias que Borges envió a Guillermo de Torre y a Roberto Godel [...]” La transcripción de la misiva que Borges le envió a Sureda, escrita de manera manuscrita en el anverso y reverso de la tarjeta postal, dice a la letra: “¡Salve, Compañero!/ A tu tarjeta que recién acaba de adentrarse en mi espíritu, contesto provisoriamente y como zaguán de una más dilatada carta, con el adjunto ‘estudio en pliegues’ ejecutado hace dos años en Palma. Recibí tu carta de Leysin y la contesté, pero a las señas ‘Chamossaire-Leysin’ donde podrías ir a preguntar./ Ando planeando —con un muchacho español, cómplice— una suerte de revista Prisma cuyo primer número ‘si sale’ aurolearé con tu poema incensario.../ Ultra murió. Manda originales, por si acaso se realiza Prisma. No dejes de escribirme./ Te abraza estrechamente/ Jorge-Luis”. Tal carta y la imagen se aprecian en Cartas del fervor. Correspondencia con Maurice Abramowicz y Jacobo Sureda (1919-1928) (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores/Emecé, Barcelona, 1999), póstumo volumen de Jorge Luis Borges, con “Prólogo de Joaquín Marco”, “Notas de Carlos García” y “Edición al cuidado de Cristóbal Parra”.
Además de la impronta y devaneo ultraísta, la miscelánea reunida en Inquisiciones da luz sobre otros temas y lecturas que por ese entonces interesaron al joven Borges, por ejemplo: “Menoscabo y grandeza de Quevedo”, “Acerca del expresionismo”, “Herrera y Reissig”, “Ascasubi”, “La criolledad en Ipuche”, “Queja de todo criollo” o “Buenos Aires”, relacionado con su legendario redescubrimiento de su mitificada ciudad. Y “Omar Jaiyám y Fitzgerald”, que no deja de ser un eco del hecho de que, según dice María Esther Vázquez en su biografía Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, 1996), Jorge Guillermo Borges, el padre de Georgie, “había traducido a Omar Khayyám de la versión inglesa de Fitzgerald, conservando la métrica. Fue la primera traducción en verso que hubo en español.” 
       Y si de primeros lugares se trata, los artículos del joven Borges “Sir Thomas Browne” y “El Ulises de Joyce” los dan a conocer por primera vez en Buenos Aires —acota la misma biógrafa—, puntualizando que en cuanto a la efímera y morosa odisea de Leopold Bloom (cuya publicación en inglés data de 1922) “se adelanta a los tiempos”; es decir, pese cierto detalle que no deja de ser curioso y revelador: “Confieso no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran, confieso haberlo practicado solamente a retazos y sin embargo sé lo que es, con esa aventurera y legítima certidumbre que hay en nosotros, al afirmar nuestro conocimiento de la ciudad, sin adjudicarnos por ello la intimidad de cuantas calles incluye.” Todo por el hecho de que según la biógrafa: “la primera traducción en lengua española del Ulises apareció en 1948.” 
Borges y María Kodama en México (1981)
Foto: Paulina Lavista
Vale añadir que Inquisiciones fue objeto de tempranos comentarios de críticos con los que el joven Borges tenía contacto: Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) le destinó una nota en la Revista de Filología Española (Madrid, Vol. XIII, 1926) y Valery Larbaud (1881-1957), en su artículo escrito y publicado en francés en La Revue Européenne (París, diciembre de 1925), además de calificarlo, por Fervor de Buenos Aires, como “el más moderno de los poetas de Buenos Aires, es decir, de aquéllos que experimentan poéticamente la vida cotidiana y el paisaje de Buenos Aires”, dijo, como preámbulo de sus elogios, que Inquisiciones “es le mejor libro de crítica que hemos recibido, hasta la fecha, de la América Latina, o por lo menos el que mejor corresponde al ideal que nos hemos formado de un libro de crítica publicado en Buenos Aires.”

Jorge Luis Borges, Inquisiciones. 1ª edición en Seix Barral/Biblioteca Breve. Buenos Aires, marzo de 1994. 180 pp.





sábado, 8 de diciembre de 2012

Adiós, Hemingway



Náufragos en tierra firme

El cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955) rubrica su novela Adiós, Hemingway (Tusquets, 2006) en “Mantilla, verano de 2000”; pero en el preliminar “Post scriptum” —firmado “Todavía en Mantilla, verano de 2005”— vagamente alude una versión anterior impresa en 2001 y el hecho de que a la presente (que parece la definitiva) le realizó “muy ligeros retoques, ninguno de los cuales cambia el sentido de la historia ni el carácter de los personajes”.  
(Tusquets, 1ra. edición mexicana, 2006)
Y para curarse en salud y eludir posibles susceptibilidades y equívocos, en su inicial “Nota del autor” afirma que si bien consultó fuentes bibliográficas y documentales, “el Hemingway de esta obra es, por supuesto, un Hemingway de ficción, pues la historia en que se ve envuelto es sólo un producto de mi imaginación, y en cuya escritura practico incluso la licencia poética y posmoderna de citar algunos pasajes de sus obras y entrevistas para construir la historia de la larga noche del 2 al 3 de octubre de 1958”.
En este sentido, la novela Adiós, Hemingway oscila y se desarrolla en dos principales vertientes temporales; en una la voz narrativa, omnisciente y ubicua, elabora lo acontecido durante la susodicha “larga noche del 2 al 3 de octubre de 1958”, precisamente en el interior de Finca Vigía, la casa cubana de Ernest Hemingway (desde 1941), donde éste, meditabundo e introspectivo, descubre en su jardín la chapa de un agente del FBI y poco después ocurre un asesinato nada menos que en la habitación de trabajo del escritor. 
Ernest Hemingay
En la otra vertiente es el verano de 1997 en La Habana y Mario Conde, empedernido bibliófilo, ya lleva ocho años de haber dejado la policía (como teniente investigador), a la que renunció para entregarse de cuerpo y alma a la creación literaria, lo cual, mientras subsiste de la compra-venta de libros usados y viejos para ciertos expendios callejeros, aún intenta realizar más allá de sus pálidos escarceos de amateur, signado por su recurrente, onírica e inasible visión ideal de claros visos hemingwayanos: “en su paraíso personal el Conde había hecho del mar, de sus efluvios y rumores, la escenografía perfecta para los fantasmas de su espíritu y de su empecinada memoria, entre los que sobrevivía, como un náufrago obstinado, la imagen almibarada de verse viviendo en una casa de madera, frente al mar, dedicado por las mañanas a escribir, por las tardes a pescar y a nadar y por las noches a hacerle el amor a una mujer tierna y conmovedora, con el pelo húmedo por la ducha reciente y el olor del jabón combatiendo con los aromas propios de la piel dorada por el sol”.
Museo Finca Vigía
Pero el meollo es que en el ahora Museo Finca Vigía, las raíces de un centenario árbol caído durante un tormentoso vendaval han exhumado los restos de un cadáver (“muerto entre 1957 y 1960”) y el teniente investigador Manuel Palacios, otrora adjunto del Conde, ha acudido a éste para que lo auxilie con las indagaciones del caso, lo cual, al Conde, le hace recordar, entre otras cosas, aquel lejano día de su niñez (julio 24 de 1960) en que su abuelo Rufino el Conde lo llevó frente al embarcadero de Cojímar y entonces, por primera y única vez en su vida, vio pasar caminando al legendario y controvertido Premio Nobel de Literatura 1954 y pudo gritarle con espontaneidad y candor infantil: “¡Adiós, Jemingüéy!”
Hemingway con tremenda pieza
Y si la voz narrativa paulatinamente reconstruye el escenario del crimen y del clandestino entierro (salpimentado con vivencias e íntimas evocaciones y reflexiones que hace el propio Hemingway) y deja una pizca de suspense para que el lector deduzca y ponga los puntos sobre las íes, las indagaciones y conjeturas de Mario Conde (con cierto apoyo de Manolo Palacios) hacen algo semejante.
Mario Conde, protagonista de La neblina del ayer (Tusquets, 2005) [de La cola de la serpiente (Tusquets, 2011)] y de la serie policíaca “Las cuatro estaciones”: Máscaras (Tusquets, 1997), Paisaje de otoño (Tusquets, 1998), Pasado perfecto (Tusquets, 2000) y Vientos de Cuaresma (Tusquets, 2001), en la presente novela rememora y patentiza su personal y crítica lectura y vínculo con la vida y obra de Ernest Hemingway (1899-1961). Es decir, a su modo lo baja del nicho y del pedestal, lo humaniza, lo torna un ser contradictorio y con leyenda negra, vulnerable y debilitado física y narrativamente; lo cual no riñe con los testimonios de dos de sus otrora cercanos empleados. 
Uno de ellos, Toribio el Tuzao, con 102 años de edad y la memoria muy viva, le dice al Conde que Hemingway era un “tremendo hijo de puta, pero le gustaban los gallos”; que “era un apostador nato”, mas “no le importaba el dinero”, sino la pelea y “el coraje de los gallos”. Que “meaba en el jardín, se tiraba de pedos dondequiera. A veces se ponía así, como a pensar, y se iba sacando los mocos con los dedos, y los hacía bolitas. No resistía que le dijeran señor. Pero pagaba más que los otros americanos ricos, y exigía que le dijeran Papa..., decía que él era el papá de todo el mundo”.
Leonardo Padura con sus perruchos
Pero en el condimento de la urdimbre novelística también tienen particular relevancia los episodios de la vida individual y doméstica de Mario Conde (con su perrucho Basura o leyendo desnudo una biografía de Hemingway o añorando a Tamara) y los que vive con dos de sus entrañables compinches de siempre: el Flaco Carlos en su sillón de ruedas (a cuya casa suele acudir a degustar los delirantes platillos que prepara Josefina, la madre de éste) y el Conejo y su dizque “imperturbable sentido dialéctico e histórico del mundo”.
En tal lindero es donde se entronca el ludismo y la desfachatez de Mario Conde. Por ejemplo, cuando al entrar al Museo Finca Vigía pide que lo dejen solo y entonces, antes de observar y reflexionar el entorno y los oscuros y polémicos entresijos de la historia de Hemingway, se quita sus zapatos y se calza los “viejos mocasines del escritor”; enciende un cigarrillo y se acomoda en “la poltrona personal del hombre que se hacía llamar Papa”. Y luego, en espera de que pase el súbito y veraniego chaparrón, se hecha en la cama de la tercera y última esposa de Hemingway y se queda dormido. 
Museo Finca Vigía
Y ya al término, para contarles al Conejo y al Flaco Carlos los pormenores de sus indagaciones, Mario Conde ha querido ir al embarcadero de Cojímar, donde otrora recalaba el yate de Hemingway y de escuincle, con su abuelo Rufino, lo vio pasar. Así, sentados los tres en el muro, ya consumida la tercera botella de ron, miran hacia el mar, hacia el norte, y recuerdan a Andrés, su compinche que emigró siete años antes. Entonces el Conde, que se ha colocado en la cabeza (a la manera de “gorro frigio”, dice) el blúmer negro de Ava Gardner (subrepticiamente hurtado por él en el museo) donde Hemingway solía envolver y guardar su pistola calibre 22, decide escribirle una carta en el papel de una cajetilla de tabacos: 
“A Andrés, en algún lugar del norte: Cabrón, aquí nos estamos acordando de ti. Todavía te queremos y creo que te vamos a querer para siempre... Dice el Conejo que el tiempo pasa, pero yo creo que eso es mentira. Pero si fuera verdad, ojalá que allá tú nos sigas queriendo, porque hay cosas que no se pueden perder. Y si se pierden, entonces sí que estamos jodidos. Hemos perdido casi todo, pero hay que salvar lo que queremos. Es de noche, y tenemos tremendo peo, porque estamos tomando ron en Cojímar: el Flaco, que ya no es flaco, el Conejo, que no es historiador, y yo, que ya no soy policía y sigo sin poder escribir una historia escuálida y conmovedora de verdad... Y tú, ¿qué eres o qué no eres? Te mandamos un abrazo, y otro para Hemingway, si lo ves por allá, porque ahora somos hemingwayanos cubanos. Cuando recibas este mensaje, devuelve la botella, pero llena.”
Así, en calidad de “náufragos en tierra firme”, cada uno la firma con su nombre. El Conde la introduce en uno de los pomos vacíos; se quita de la cabeza el otrora oloroso blúmer negro de Ava Gardner, lo mete en la botella, le coloca el corcho y la lanza al mar (previo trago de ron) gritando “con todas las fuerzas de sus pulmones” aquel lejano grito que restallara su garganta de niño: “¡Adiós, Hemingway!”


Leonardo Padura, Adiós, Hemingway. Colección Andanzas (595), Tusquets Editores. Primera edición mexicana. México, 2006. 210 pp.






lunes, 3 de diciembre de 2012

Memorias de España 1937



Rubita la revoltosa
“yo quería ser bailarina o general”

Elena Garro (1916-1998) —la primera esposa de Octavio Paz (1914-1998)— en 1982 le dijo en una carta al crítico Emmanuel Carballo sobre las pretensiones de su escritura: “a mi medida y modestamente trato de contar una historia para divertir al público”. En su crónica autobiográfica Memorias de España 1937 (Siglo XXI, 1992) lo logró: es un libro divertido, escrito con placer y humor, aún en instantes en que cuestiona, toma partido o alude lo doloroso y cruento: los tiroteos, los bombardeos, los racionamientos, las hambrunas, los asesinatos, las purgas estalinistas, las revanchas trotskas, y las detenciones y “paseos” de la cheka (policía política de la causa republicana), por decir algo. No obstante, no elude anécdotas muy tristes y dramáticas.
(Siglo XXI, México, 1992)
      Se decía que en 1937 Elena Garro tenía 17 abriles y Octavio Paz 23 (ahora se sabe que el 11 de diciembre de ese lapso ella cumpliría 21). Ese año el joven poeta —autor de los poemarios Luna silvestre (Fábula, 1933) y Raíz del hombre (Simbad, 1937)— regresa en avión a la Ciudad de México del mítico y distante Yucatán donde en Mérida, durante cuatro meses, había laborado en una escuela secundaria para hijos de trabajadores; ambos escuchan la Epístola de Melchor Ocampo el 25 de mayo; y en plena Guerra Civil Española viajan en junio a la Península Ibérica porque el joven Paz (autor de “¡No pasarán!”, poema en contra de los fascistas y a favor de los republicanos, escrito dos meses después de iniciado el conflicto e impreso en 1936 con el sello de Simbad, cuyos ingresos, de los 3500 ejemplares, donó al Frente Popular Español radicado en México) recibió una telegráfica invitación, que incitó Pablo Neruda (1904-1973), para que asistiera al II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas que organizó (con patrocinio soviético) la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura, el cual tuvo a Valencia como sede principal puesto que allí residía el Gobierno de la República que presidía el médico y político Juan Negrín (1892-1956). Su viaje coincide con el de otros mexicanos, protagonistas del libro y no todos miembros de la comunista LEAR (Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios): Carlos Pellicer (1897-1977), Juan de la Cabada (1899-1986), Silvestre Revueltas (1899-1940), José Mancisidor (1894-1956), Fernando Gamboa (1909-1990), José Chávez Morado (1909-2002), María Luisa Vera y Susana Steel. Personajes que se observan, junto con otros (no todos identificados), en la única fotografía en blanco y negro que incluye el libro en el interior; mientras que el frontispicio fue ilustrado con un retrato de la joven Elena Garro posando de bailarina.
1. Rafael Alberti; 2. María Luisa Vera; 3. José Chávez Morado;
4. Fernando Gamboa; 5. Elena Garro; 6. Octavio Paz;
7. Susana Gamboa; 8. Silvestre Revueltas; 9. José Mancisidor.
Croquis al revés en el libro (Siglo XXI, 1992)
      Si bien las Memorias de España tienen como márgenes principales la partida de la Ciudad de México y el regreso por el puerto de Veracruz, los episodios, el itinerario y las vicisitudes que narra y comenta la autora no siguen una secuencia pormenorizada y cronológica: va y viene por el tiempo y por el espacio. “La memoria es una forma del olvido”, dijo Borges el memorioso. Y sí: aquí bullen un puñado de reflexiones y recuerdos que han sido fermentados, seleccionados, pulidos y decantados por la pátina del tiempo no sólo íntimo, por la reminiscencia y la amnesia personal, y por la febril y entusiasta imaginación literaria de la autora. Todo es novelesco, un constante divertimento, un nuevo festín de Esopo, sobrio, exagerado, ameno, con un ritmo vertiginoso, y poco importa qué tanto sea yerro o mentira o no se ajusten otras versiones con las versiones de Elena Garro. Por ejemplo, el pintor José Chávez Morado y el museógrafo Fernando Gamboa coinciden en que la exposición que ambos montaron por primera vez en Valencia y con la cual Gamboa inició su labor museográfica era de grabado y se denominó Cien años de Grabado Político Mexicano; pero Elena Garro, en fragmentos con mucha chispa, dice que se trató de un conjunto de pequeñas fotografías, mal tomadas y en blanco y negro, de los murales de Orozco, Siqueiros y Rivera. 
En este sentido, en los testimonios donde figura la impredecible Rubita (como dice Elena que la llamaba José Mancisidor), abundan los chistes, los chismes, las críticas, los sarcasmos, las aventuras, las caricaturas y los infantiles cuentos de nunca acabar como el que sigue: “En aquellos días yo era menor de edad, en España había una guerra civil y en México se daban de bofetadas en la calle los partidarios de uno y otro bando. Los mexicanos acudían a la embajada española para enrolarse en el ejército español. ‘Sí, sí, pero ¿en cuál bando?’, preguntaban los funcionarios. ‘En cualquiera, lo que quiero es ir a matar gachupines’, contestaban. Al menos eso se decía...” 
Elena Garro y Octavio Paz recién casados (Barcelona, 1937)
En este sentido, pululan las chuscas digresiones, como la siguiente, en la que Elena Garro, hija de padre español y madre mexicana, saca de la chistera una anécdota sucedida en Iguala, Guerrero, donde vivió de niña —incluso durante la Guerra Cristera (1926-1929)—, la cual, dice, en Madrid se la contó a Rafael Alberti después de narrarle la anterior, quien al oírla “se echó a reír” diciendo: “Esta chica, con esa vocecita sólo dice barbaridades”: “Yo sabía más que Rafael Alberti, porque venía de la H. Colonia Española. Le expliqué que un día del ‘Grito’ en un pueblo del sur invitaron a mi hermano menor y a mi primo Boni a ser pajes de la reina y de la princesa de los festejos patrios, porque ambos eran muy bonitos. Ésta fue la única vez que mi familia estuvo sentada en el estrado de honor en medio de los militares revolucionarios. Mi hermana mayor, Deva, y yo, nos escapamos del estrado y nos metimos entre la multitud. Como éramos muy chichas sólo vimos un techo de sombreros. De pronto llegó el ‘Grito’: ‘¡Viva México’!’... ‘¡Viva!’, coreó la multitud. ‘¡Mueran los gachupines!’... ‘¡Mueran!’, contestaron, y mi hermana y yo huimos hasta el portón cerrado de la casa a esperar el regreso de los criados, ya que jamás regresarían mis padres. Volvieron y furiosos nos dijeron: ‘¡Habéis arruinado el Grito! ¿Dónde andabais? Los militares, la reina, la plaza entera se revolvió para buscaros. ¡Sois imposibles!’”
Así que no asombra que sea Elena Garro la heroína de sí misma, la que se recuerda y trata con simpatía y afecto en cada una de las niñerías, travesuras, tonteras y burradas de escuincla burguesa que irritaban a Octavio Paz, lo cual implica y transluce la ineludible naturaleza de partícula revoltosa que la distinguía y que en 1992 aún la alentaba. 
En otra carta autobiográfica fechada en Madrid (marzo 29 de 1980) —ver Protagonistas de la literatura mexicana (SEP, 1986)—, Elena Garro le dice a Emmanuel Carballo sobre su temperamento, el mal heredado de su “fatídica” familia, idéntico, dice, al de su hija Helena Paz Garro (México, diciembre 12 de 1939): “Estas partículas revoltosas producen desorden sin proponérselo y actúan siempre inesperadamente, a pesar suyo”. Sus Memorias de España lo subrayan y celebran. Y aunque en un momento, ante las constantes reprobaciones, sermones y dictados de Octavio Paz, se detiene y dice: “Durante mi matrimonio, siempre tuve la impresión de estar en un internado de reglas estrictas y regaños cotidianos, que, entre paréntesis, no me sirvieron de nada, ya que seguí siendo la misma”, en realidad no depositó dolo ni resentimiento ni frustración ni nostalgia lacrimosa. Paz es visto con gracia (como también son vistos los criticados, los enemigos, los caricaturizados y los puestos en evidencia). Lo recuerda sin enojo, con la empatía, la complicidad y la estima de esos años. Numerosos pasajes dan cuenta de ello. Y entre los episodios risibles se hallan las vivencias en el Orinoco, el barco nazi que los traía de regreso a México; lo ocurrido en París durante la custodia de Silvestre Revueltas (ahogándose de alcohol, sin un quinto y sin abrigo) y los menesteres que emprendieron ambos para conseguir el monto que cubriera lo que el músico debía en el hotel y lo del pasaje de “ese hombre tan desnudo, tan indefenso, tan herido por el cielo y por los hombres”, como en 1962 recordó Juan Vicente Melo que dijo Octavio Paz del autor de partituras como El renacuajo paseador y Homenaje a García Lorca —ver Notas sin música (FCE, 1990)—.
Grupo de artistas e intelectuales mexicanos en Madrid:
José Chávez Morado, Elena Garro, Octavio Paz,
José Mancisidor, Pascual Pla y Beltrán, Fernando Gamboa,
Susana Gamboa y Silvestre Revueltas (septiembre de 1937).
Es posible que la foto se haya tomado ante las puertas de acceso
del Teatro Español de la Plaza Santa Ana,
ubicado frente al Hotel Victoria.
Imagen incluida en el libro de Julio Estrada:
Canto roto: Silvestre Revueltas (FCE/UNAM, 2012)
      Entre las anécdotas que evoca Elena Garro tienen cabida múltiples personajes históricos y legendarios: Luis Cernuda, Juan Marinello, Nicolás Guillén, Pablo Neruda, César Vallejo, Manuel Altolaguirre, Vicente Huidobro, Alejo Carpentier, León Felipe, Juan Gil Albert, Miguel Hernández, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado y su madre, María Zambrano, Angélica Arenal, Tina Modotti, y un numeroso etcétera. Por ejemplo, los fotógrafos Robert Capa (Endre Friedmann) y Gerda Taro (Gerta Pohorylle), cuyos seudónimos ella escribe “Kapa” y “Tarro”, amén de que el alias completo de ésta le sonaba parecido a su nombre y le adjudica la nacionalidad húngara. No desliza análisis sobre la Guerra Civil Española (1936-1939), el marxismo, el fascismo, el nazismo, el cardenismo, la democracia, el capitalismo, la libertad, la estalinista URSS, el Congreso Antifascista y las circunstancias sociales y políticas de aquí y acullá, pero sobre ello sí inserta lúdicas apostillas que hablan de su lucidez, sentido crítico y facilidad paródica.
       Puesto que en los testimonios de Elena Garro abundan los cuentos, pueden ser vistos como un conjunto de pequeños relatos. Está el que habla de Adalberto Tejeda, entonces embajador en París, soltando sonoras y hediondas flatulencias en la mesa de la comida y empeñado en no aportar nada, ni un solo quinto para el pasaje de regreso de Silvestre Revueltas; el Coronelazo Siqueiros en el frente de batalla vestido con un uniforme de “húsar austriaco” inventado por él; el día que en las trincheras de Pozo Blanco fue nombrada madrina de la Brigada 115, la brigada de los mexicanos a la que Silvestre debía escribir un himno; el episodio de cuando la delegación mexicana la puso a vigilar a Juan de la Cabada, quien debía escribir su cuento “Taurino López”, puesto que al menor descuido se escapaba al Café de la Paz para divagar con Manuel Altolaguirre; cuando de nueva cuenta la nombran vigilante pero ahora de Revueltas, que huía para hundirse en la bebida y quien la llenaba de insultos porque lo vigilaba y se recargaba en el piano para verlo producir las notas y que sólo encontró el leitmotiv de su composición ante la presencia de un soldado ruso, el mismo que a ella le regaló una muñeca Lencci vestida de ucraniana (idéntica a la que Paz no le quiso comprar en Barcelona) mientras le pedía que abandonara a su marido y se quedara con él; las absurdas noches de futbolito en París y la sesión surrealista en la casa de Robert Desnos donde “sólo se hablaba de sexo”; la vez que a escondidas compró de contrabando un paquete de cigarros Lucky Strike; o cuando sin decir nada a nadie y en pleno combate de balas “rojas” y “azules” fue a pedirle dinero a Paco Picos para comprarse dos capas españolas... O este otro que reza así: “María Luisa era la consentida de un ministro de Cárdenas [presidente de México entre 1934 y 1940], llamado Muños Cota y a quien los mexicanos llamábamos Muñoz Kótex, porque había inventado la educación sexual, lo que provocó que muchos padres indignados, al saber que subían al escritorio del maestro a sus hijos desnudos para mostrar con un puntero las partes sexuales, decidieron cortar las orejas a los profesores. Por eso hubo manifestaciones de maestros desorejados, que protestaban en el Paseo de la Reforma, en fila, muy serios, con las cabezas vendadas.”


Elena Garro, Memorias de España 1937. Siglo XXI. México, 1992. 160 pp.


domingo, 25 de noviembre de 2012

El hombre que miraba pasar los trenes



               De cómo lo imposible salta de repente
                   los diques de la vida cotidiana

Los habitantes de Groninga (un pequeño puerto de Holanda) viven sujetos a rancias y apolilladas costumbres y atavismos conservadores, decimonónicos, católicos y moralistas. Allí opera la empresa naviera de Julius de Coster el Joven, que en Zoon es la principal, tanto en Groninga, como en toda la Frisia neerlandesa. El primer empleado y encargado es Kees Popinga, el protagonista de El hombre que miraba pasar los trenes, novela del legendario Georges Simenon (1903-1989), cuya primera edición en francés data de 1938.

Georges Simenon
(1903-1989)
     Kees Popinga, de 40 años, ostenta su flamante titulito de capitán de la Marina Mercante, pese a que nunca ha navegado como tal. Habla el holandés, el inglés, el francés y el alemán. Durante 16 años (siempre como lo dictan las buenas costumbres, la moral y las leyes) ha pretendido ser un buen esposo, un buen padre y un excelente trabajador. Bajo tales preceptos y prerrogativas siempre ha buscado elegir las cosas de mejor calidad: la mejor esposa, la mejor casa, el mejor barrio, la mejor estufa, la mejor bicicleta, los mejores hijos, los mejores puros, el mejor club de ajedrez. 
Pero el subrepticio y secreto meollo de toda esa carátula y maquillaje es que oculto en el rincón de una permanente abulia e incapaz de amar y comunicarse con nadie, siempre está tratando de convencerse a sí mismo de la excelencia de sus principios, de su buena conducta y de las cosas que obtiene con el sudor de su frente. 
Un día de diciembre, en medio de la atmósfera navideña, al ir al Wilhelmine Canal para verificar el cumplimiento de los suministros del Océano III, se encuentra con que ciertas provisiones no han sido entregadas. Con vergüenza y alarma ante lo que ocurre, busca a Julius de Coster. No lo halla en su casa, pero sí lo reconoce en el Petit Saint Georges, el más vergüning entre los vergünings, es decir, el cafetín de más baja estofa, al que ni el mismo Kees Popinga se atrevería a entrar. 
Julius de Coster el Joven se rasuró la barba (la más glacial de Groninga), viste otras ropas y en un atado esconde su clásica indumentaria negra, tan flemática y célebre, como sus andares y su sombrero negro, entre hongo y chistera. Ingiere ginebra e invita a Kees Popinga a que beba con él, mientras le confiesa que al día siguiente la empresa será declarada en quiebra fraudulenta y que a él lo buscará la policía, pero que antes de fugarse simulará un suicidio al lanzar su recurrente y reconocible atavío al Wilhelmine Canal. 
Julius de Coster el Joven le hace ver a Kees Popinga que siempre fue un empleado fiel, pero imbécil, al no percatarse de lo negro y sucio del negocio, cuya pestilencia y miasmas ya eran añejas. Más aún, le dice que el viejo de 83 años, su padre, el fundador de la empresa, hizo su rutilante fortuna traficando municiones estropeadas para la guerra de Transvaal, las cuales adquiría a bajo precio en Bélgica y Alemania. Julius le da a Kees 500 florines para que afronte el derrumbe (no podrá seguir pagando la casa ni el coste de su vida) y se despide al abordar, con boleto de tercera, uno de esos trenes nocturnos, sórdidos y silenciosos que tanto atraen y seducen a Kees Popinga.
     La inesperada revelación de Julius de Coster destapa la cloaca: ese establishment no es más que el disfraz y el maquillaje que camuflan el nauseabundo trasfondo de la “moral” burguesa que impera allí. “Tendré un nombre honorable, un estado civil indiscutible y formaré parte de esa categoría de personas que pueden permitírselo todo porque poseen dinero y cinismo”, apunta Kees Popinga en una carta, pensando en Julius de Coster el Joven, su arquetipo, el que siempre hizo lo que él siempre tuvo ganas de hacer: una empresa con rostro respetable y doble moral, al que si bien (es parte del síndrome) su esposa lo engañaba con uno de los dizque inmaculados miembros del club de ajedrez (precisamente desde una sacrosanta y honorable Nochebuena), Julius, en contra partida, acudía a una casa de citas y sostenía, en Groninga, a una bella bailarina de vestidos llamativos: la Pamela, a quien luego instaló en el Carlton, en Ámsterdam, donde además de ésta se daba el lujo de ver (al mismo tiempo) a otras “amigas”.
      La confesión de Julius de Coster el Joven y las circunstancias personales y psíquicas de Kees Popinga hacen mella. Opta por lo que siempre deseó: entre la mujer de Julius y la Pamela, se decide por ésta. Toma entonces un tren, que para él —que siempre se aburría de noche y en medio de la rutina y de la simulación doméstica de cada tarde—, al oírlos alejarse, le transmitían e impregnaban un dejo de angustia y nostalgia que le hacían pensar cosas viciosas y promiscuas en los oscuros compartimientos, pero también en los viajeros que se van para siempre y nunca regresan a lo insulso y vacuo de su gris y chata cotidianidad. 
Así, se dirige a Ámsterdam con la intención de ver y seducir a la Pamela; pero ésta se ríe de él y Kees la asesina, quizá sin proponérselo. Toma un tren nocturno y se marcha a París.
(Tusquets, México, 1993)
      A partir de su partida de Groninga y del súbito asesinato, Kees Popinga, que registra su itinerario en un cuadernillo, se convierte en un prófugo de la maleable y sobornable justicia, al que los periódicos amarillistas llaman el sátiro de Ámsterdam, loco y paranoico; pero también se convierte en un solitario que huye del Kees Popinga, “conservador” y “responsable” que, en el fondo, nunca quiso ser. 
Así, la novela de Georges Simenon tiene un matiz psicológico y psicótico. El lector asiste a las andanzas en París de Kees Popinga: restaurantes, brasseries, bistrots, boîtes, hoteles, prostitutas, calles, avenidas, sitios célebres como Montmartre y el río Sena; al instante en que conoce a Jeanne Rozier y al momento en que atenta contra ella; cuando conoce a Louis, el gigoló de ésta y jefe de la “banda Juvisy”, una pandilla de robacoches con la que Kees actúa; al taller de autos de Goin y su hermana Rose; a la partida de ajedrez contra dos estudiantes en la que Kees Popinga se dice a sí mismo que es un estratega y un campeón sin igual; a las cartas que le escribe al comisario Lucas y a otras que destina a los periódicos y en las que, según él, cuenta episodios de su vida y desmiente lo que se le atribuye. Pero sobre todo el lector asiste a su naufragio interior, a sus delirios megalómanos, a sus manías, fobias y antagonismos. 
En Groninga, su megalomanía se limitaba a proveerse del mejor aburguesamiento, según sus prejuicios y alcances. En París, en cambio, su delirio se exacerba y desborda. En sus notas del cuadernillo, en lo que escribe para los periódicos, en sus cavilaciones y contradicciones, afirma y da por hecho, que nadie es más fuerte e inteligente que él. Y ante el rastreo que encabeza el comisario Lucas, Kees Popinga supone que contra éste y contra el mundo, juega una especie de ajedrez, del que él, sin duda, es el mejor estratega y el mejor jugador. 
Sin embargo, sus propios actos empiezan a revelar que no pasa de ser un simple aficionado, un tipo perseguido y acosado por sus fobias y fantasías más íntimas, por sus propias trampas paranoides. Así, casi al final, luego de que un carterista famoso en toda Europa lo deja sin un franco, no se atreve a robar el dinero que necesita para sobrevivir y ni siquiera a sustraer la ropa de un clochard tirado en la calle, cosas que le hubieran servido para ocultarse por un tiempo; sin embargo, pese a sus delirantes vaivenes, en los que ya se aterra, ya se da ánimos, siempre supone que no pierde la partida. Y esto sigue suponiendo a pesar de que termina atrapado por la policía y luego en un manicomio parisino en el que lo manosean e interrogan y en el que más tarde lo exhiben ante un grupo de especialistas, mientras un siquiatra, que lo mueve y señala, dicta una conferencia como si se tratara de un estrambótico bicho, un conejillo de Indias o un monstruo de circo o de feria, quizá a imagen y semejanza del legendario y patético hombre elefante. 
Ya en Holanda, en otro manicomio, continúa sin decir una palabra sobre su caso, su dizque triunfo silencioso (cuasi síndrome de Bartleby el escribiente), que no es otra cosa que la mórbida obstinación, el rechazo y la fobia con que se niega a volver a ser el Kees Popinga, gris y conservador que siempre fue. 
Allí recibe las visitas de su mujer. Y dizque en un cuaderno se ha propuesto escribir “La verdad sobre el caso de Kees Popinga”, sus memorias, pero fuera del título no escribe nada (“preferiría no hacerlo”, podría decir). 
Tiempo después el siquiatra que lo atiende, al ver las páginas en blanco, parece preguntarle la razón de ello y Kees contesta: “No existe la verdad, ¿no le parece?” Respuesta que no riñe con los dobleces y equívocos de las distintas versiones de un mismo suceso o crimen, pues todo parece indicar que la verdad de un caso se escurre y esfuma entre las diferentes perspectivas y coartadas, todas convincentes o más o menos persuasivas, al parecer, precisamente como se plantea en Rashomon (1950), el célebre filme de Akira Kurosawa basado en dos narraciones de Ryunosuke Akutagawa: “En un bosque” y “El pórtico de Rashomon”.
Además de que la traducción al español de Emma Calatayud es verdaderamente amena, rítmica y envolvente y salpimentada de palabras en francés, cada uno de los doce capítulos de El hombre que miraba pasar los trenes, la novela de Georges Simenon, está precedido, en cursivas, por un cantarín, irónico y espléndido preludio de resonancias quijotescas; por ejemplo: “De cómo Julius de Coster se emborracha en el Petit Saint Georges y de cómo lo imposible salta de repente los diques de la vida cotidiana”; “De cómo Kees Popinga, pese a haber dormido del lado malo, se despertó de buen humor, y de cómo vaciló en escoger entre Eléonore o Pamela”; “De por qué no es lo mismo meter un alfil negro dentro de una taza de té que dentro de una jarra de cerveza”; y “De cómo Kees Popinga supo que un traje de vagabundo cuesta unos sesenta francos y de cómo prefirió quedarse desnudo”. 


Georges Simenon, El hombre que miraba pasar los trenes. Traducción del francés al español de Emma Calatayud. Colección Andanzas (200), Tusquets Editores. México, 1993. 232 pp.