sábado, 9 de febrero de 2013

La insoportable levedad del ser




La soledad en que vaga el hombre

                              
I de II
“Si un hombre, llevado por su sentido de la belleza, convierte un acontecimiento... en un motivo que pasa ya a formar parte de la composición de su vida. Regresa a él, lo repite, lo varía, lo desarrolla como el compositor el tema de su sonata”, este suceso es para Milan Kundera (en buena parte de su obra narrativa y ensayística) el drama de Checoslovaquia, su territorio natal y, por ende, el de su persona. Así, en su novela La insoportable levedad del ser, publicada en checo en 1984 y en español en 1985, Milan Kundera (nacido en Brno, en 1929, y exiliado en París desde 1975) volvió a hablar de las atrocidades cometidas, en su país de origen, por el totalitarismo del imperio dizque comunista de la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas). 
(Tusquets, Barcelona, 1985)
Centrada en cómo se transformó la cotidianidad de los habitantes de Checoslovaquia tras el fracaso del intento democratizador que pugnó el movimiento de la Primavera de Praga y que la invasión de las tropas y tanques del Pacto de Varsovia (orquestadas desde el Kremlin), entre el 20 y el 21 de agosto de 1968, se encargaron de interrumpir (Kundera perdió su empleo de profesor en la Escuela de Estudios Cinematográficos y sus libros fueron prohibidos), La insoportable levedad del ser implica una indagación histórico-política, pero también existencial y metafísica al contrastar y cuestionar algunas minucias esenciales de ciertos mitos del Antiguo Testamento.
Milan Kundera
“Una novela no es una confesión del autor, sino una investigación de lo que es la vida humana dentro de la trampa en que se ha convertido el mundo”, afirma Kundera; y para sustentar esta idea acude a un recurso entonces ya observado en su narrativa traducida al español —La vida está en otra parte (Seix Barral, 1979), El libro de la risa y el olvido (Seix Barral, 1982)—: la novela-ensayo, especie de reflexión imaginaria, light, filosófica, política e histórica. En este caso, el narrador se presenta como narrador, es un pensamiento intelectual que ocupa páginas considerables en las que plantea sus preguntas, reflexiones y aseveraciones. Así, tal demiurgo de huitlacoche, amasa y construye a sus protagonistas en calidad de ejemplares de una situación arquetípica dada, de tal modo que funcionen para sus fines ideológicos, argumentales y estéticos. El autor, especie de diocesillo bajuno, omnisciente y ubicuo, los contempla y analiza a manera de ínfimas criaturas creadas por él (aunque desde luego se vierte el artilugio de que ellos tienen sus propias ideas, sueños, quimeras, incertidumbres y sentimientos); va siguiendo sus pasos en medio de los cuales se detiene para desarrollar los temas que son los puntos medulares de La insoportable levedad del ser.
Luego de la invasión militar, a los checos Tomás, Teresa y Sabina les toca vivir el exilio en Suiza. Poco después, los dos primeros regresan a una Praga ocupada que los acoge entre los asesinatos, persecuciones y procesos burocrático-judiciales (kafkianos por antonomasia) que degradaban de su puesto de trabajo a cientos de intelectuales, artistas, cagatintas y obreros que —por algún mínimo dato o hecho estimado por los censores como prueba fehaciente de un pretérito comprometedor— eran tildados de enemigos del régimen y del statu quo. Tomás es un cirujano eminente que, antes de la invasión soviética, había publicado, en el semanario de la Unión de Escritores Checos, un ensayo en el que a partir de la resolución culpable de Edipo debatía a los comunistas que negaban su responsabilidad ante los crímenes cometidos durante la instauración stalinista del llamado socialismo; por su negativa a firmar una autocrítica de arrepentimiento, le es prohibido ejercer de cirujano y se ve impelido a emplearse como limpiador de escaparates. Y más adelante, terminará siendo el chofer del camión de una cooperativa en una provincia rural. 
Teresa, quien de mesera llegó a ser fotógrafa de un periódico, por haber retratado los tanques y soldados rusos durante la invasión, ahora trabaja en la barra de un bar. Luego, por el asedio de su neurosis y crisis internas, a lo que se suma el acoso policiaco y la deshumanización e indiferencia de sus coterráneos, parte al campo junto con Tomás y ahí se convierte en cuidadora de un rebaño de vacas. 
Milan Kundera
Frente a ellos aparece, entonces, el mundo occidental, liberal, capitalista, de pretensiones democráticas, como la alternativa para vivir y que para ellos se ha vuelto casi imposible porque tienen prohibido marcharse de Checoslovaquia y porque van envejeciendo.
Sabina, en cambio, es una pintora que nunca asimiló ni aceptó la estrechez de la estética kitsch del realismo socialista. Atraída por las vanguardias y por lo abstracto, busca que en sus cuadros se susciten encuentros de cosas que no tengan nada que ver entre sí (lo cual también es un cliché, practicado hasta la saciedad por surrealistas y semejanzas por el estilo); no padece una mórbida nostalgia que la orille a retornar a su ocupado país, sino que, seducida por una actitud iconoclasta en la que predomina una compulsiva y más o menos inconsciente inclinación a traicionar, va siempre tras nuevos encuentros a los cuales deja traicionados y a la deriva. Sin embargo, añora una imagen onírica y romántica que le dé sosiego: un rincón hogareño y apacible junto con sus padres perdidos durante su juventud, donde acaso ella se la madre.
    En la contextualización de los protagonistas de La insoportable levedad del ser, a partir de citar y reflexionar sobre situaciones y hechos que ocurrieron en realidad, son muy significativos los conceptos y desgloses del conflicto amoroso que todos ellos viven. Tomás y Teresa configuran el amor como dificultad melodramática constante: cada uno hace un “infierno para el otro, pese a que se quieren”. Él abriga dos posturas que asume consciente e inconscientemente. Por un lado, ejerce la “amistad erótica, una relación no sentimental, en la que uno no reivindique la vida y la libertad del otro”; es decir, es un donjuan que no puede ceder ante la atracción de otros cuerpos. Por el otro, es un Tristán enredado en una serie de casualidades que, si bien pudieron suceder de distinto modo, hacen que el amor hacia Teresa lo lleve a conciliar el sueño únicamente con ella (y por ende consigo mismo) —con las amantes sólo se acuesta y padece insomnio— y lo impulsa a seguirla a donde se dirija: por Teresa retorna a la Checoslovaquia socialistoide (aún sabiendo lo que le espera) y la sigue al campo buscando hacerla feliz. Esto es así porque ella es la única mujer que logra habitar su “memoria poética”: región que “registra aquello que nos ha conmovido, encantado, que ha hecho hermosa nuestra vida”. 
Teresa es perseguida por la incertidumbre de la inseguridad y de los celos (por ello se evade de él y regresa a la Praga ocupada). La angustia y la ansiedad que le provocan tiene una proyección en los pesadillescos símbolos que la abruman y es también en esa latitud onírica (en la que hace una lectura psicoanalítica) donde llega a desentrañar, cuando ya el traqueteo de la vida los ha envejecido, que Tomás, pese a su donjuanismo, en realidad la ha amado.
Sabina, de manera diferente y por oscuridades indomables, prefiere toda la libertad que brinda la “amistad erótica”, que es una fórmula que se adecua a su tendencia a traicionar al amante de turno; asimismo, en ese viaje continuo hacia la sorpresa y lo desconocido, sufre la zozobra de la insoportable soledad que provoca la levedad del ser.
Milan Kundera
Lo que quizá sea interesante en el planteamiento de los conflictos amorosos de esta especie de novela-ensayo, es que Milan Kundera los narra y exhibe haciendo contrastar dos vertientes de su inextricable problemática: lo íntimo y lo social, perímetros que muchas veces se entrecruzan, pero a veces parecen conformar dos frágiles y porosos ámbitos distintos y antagónicos que confluyen y coexisten en una misma atmósfera no pocas veces virulenta y atroz. Es aquí donde el lector descubre cierto optimismo en Kundera, para quien el hombre, condenatoria y solitariamente hundido en las tribulaciones geopolíticas y amorosas, busca un espacio donde encontrar la sal y la pimienta y el sentido de su infinitesimal y efímera existencia. De ahí que para Tomás se multiplique la sabrosa libertad erótica, teniendo hasta dos amantes por día, cuando el ominoso gobierno lo ha degradado de culto cirujano a vulgar limpiador de cristales. Sin embargo, él y Teresa sólo hallan la volátil posibilidad de refugiarse en su relación afectiva cuando, en medio de la atroz Checoslovaquia ocupada, pueden huir al campo.


Nota publicada en Punto y Aparte (agosto 12 de 2004)



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II de II
En la novela La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, Franz es un protagonista cuya historia trascurre paralela a la historia de los otros personajes (Tomás, Teresa, Sabina y demás). Franz no pertenece al centro de Europa, sino al Occidente. Es un soñador social (con su pátina utopista, mesiánica y redentora): “somos parte de una masa que marcha a través de los siglos”; la marcha es la historia europea que va “de revolución en revolución, de lucha en lucha”, siempre adelante (¡arriba y adelante!), para construir por fin una tierra (de nunca jamás) no muy distinta a la que visualizan “las personas de izquierda de todas las épocas y corrientes” que dan por supuesto tal kitsch histórico-político: los fracasos y los crímenes (léase genocidios y demás sangrientas pestilencias) no son más que simples tropiezos que se encaminan ineluctablemente a una fase superior de la historia donde “la igualdad, la justicia, la felicidad” serán los indicios de una fraternidad universal que gobernará al globo terráqueo. 
Así pues, resulta reveladora y contradictoriamente sintomático que una internacional y variopinta manifestación a la frontera de Camboya en la que participan médicos, intelectuales, artistas, parlamentarios de distintas latitudes y periodistas importantes, que aparentemente sólo pretende brindar asistencia sanitaria a ese país ocupado por las botas vietnamitas subsidiadas y manipuladas por la URSS, sea en realidad una peregrinación grotesca en la que no sólo descuellan el arribismo y oportunismo de los norteamericanos, el exhibicionismo publicitario de los solidarios artistas dizque con corazón de masa, el sectarismo de los franceses, la prensa rebuscando el ángulo sensacional que haga de la noticia una jugosa mercancía, los documentalistas filmando con narcisismo y petulancia snob, sino que al unísono puntualiza la vacuidad en que caen ciertas apelaciones abigarradas a las que se ve orillado el hombre para expresar sus críticas e inconformidades frente a la cruenta violencia militar que impone el silencio y el olvido, tanto en un país del otrora bloque socialista, como en uno que no lo es.  
Ante este estrepitoso y tardío fiasco, Franz, en medio del azoro y de la soledad (como Tomás y Teresa aprehendidos el uno al otro, Sabina persiguiendo su autonomía, Simón en su creencia católica, Karenin en su índole canina) llega a concluir que el amor con la joven de las gafas constituye su vida real; es decir, el amor como refugio, como salvación, como reducto para vivir al margen o en medio de un volátil mundo plagado de contradicciones y atrocidades. 
En este sentido, lo dramático de estas resoluciones es que son un tanto inciertas, fugaces y evanescentes, pues el hombre se halla inmerso en las ásperas (y a veces sangrientas o maquiavélicas) pugnas ideológicas de los diferentes kitschs que disfrazan, maquillan y antagonizan la realidad (¿o las realidades?). 
Un kitsch, pontifica el docto Milan Kundera, “elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable”; es decir, y para sintetizar su tácito fundamentalismo parafraseando a Siqueiros: “no hay más ruta que la suya”. En este sentido, Milan Kundera ve los kitschs, ya sea religiosos, políticos o ambas cosas a la vez (dando por implícito que muchos de ellos son piedra angular de la codificación de un gobierno y/o de la teoría de un sistema social), más que emanados del devenir de una disertación racionalista o supuestamente racionalista, como producto de imágenes en las que impera el sentimiento, la cursilería. Por ende, el kitsch sitúa al hombre en su diminuta dimensión, en su levedad, en lo frágil y vertiginoso de su tiempo (biológico e histórico) que transita hacia la perplejidad de lo desconocido. Así, esto no únicamente implica el no saber hacia dónde camina la historia y qué hay a la vuelta de la esquina, sino que al unísono incluye el desamparo metafísico. 
Milan Kundera
Kundera, sabedor del peso que tiene la Biblia en el pensamiento, la ética, la imaginación y la conducta no sólo eurocéntrica y occidental, ha venido entreverando y haciendo referencias a puntos polémicos del Génesis al confrontar sencillas paráfrasis teológicas con lo que cierto escepticismo racionalista se formula, de manera que el supuesto “acuerdo categórico del ser” que se instaura en la Biblia y que da por entendido que el hombre proviene y regresa al regazo de Dios, es puesto en entredicho con ejemplos irónicos que acaban siendo modelos de una situación humana y burda. La certeza de que el mito del retorno al Paraíso Celestial no es más que una fantasía utilizada para acreditar una cadena de intereses y condicionantes ideológicos y sociopolíticos (un kitsch entre muchos kitschs), sin que sea una novedad filosófica y narrativa, parece que subraya o hace más inmensa y profunda la soledad en que vaga el hombre y el planeta en el solitario e infinitesimal universo. La historia —creación y memoria intelectual de la especie humana al registrar, reflexionar e interpretar sus pasos en el globo terráqueo— es lineal porque va sucesivamente de salto en salto (o de hecho en hecho) rumbo a lo desconocido; no es cíclica porque la humanidad no regresa y sus etapas y períodos (acaso evolucionistas) los cataloga y pergeña, ya lo dijimos, la inteligencia del género humano; ni tampoco habrá de sucederse el tiempo circular e inmortal del Paraíso (o un tiempo fuera del tiempo), donde lo monótono y repetitivo sería el ámbito aséptico de la hostia: la eterna felicidad.
“Lo que sólo ocurre una vez es como si no hubiera ocurrido.” “La vida humana acontece sólo una vez y por eso nunca podremos averiguar cuáles de nuestras decisiones fueron correctas y cuáles fueron incorrectas. En la situación dada sólo hemos podido decidir una vez y no nos ha sido dada una segunda, una tercera, una cuarta vida para comparar las distintas decisiones.” Tal conclusión Kundera la repite una y otra vez en el espejo de la vida de los personajes de La insoportable levedad del ser; y la aplica frente a la cotidianidad de un individuo como frente a la historia, pues tanto ésta, como la vida de un único hombre, están repletas de errores y abandonadas en su insignificancia dentro del infinito vacío del solitario cosmos.
Milan Kundera
(foto: Aaron Manheimer)
Esta mirada terriblemente pesimista y angustiosa, trazada en medio del decurso y desasosiego de los acontecimientos, Kundera la resume en una de las conclusiones más concretas y melancólicas que, al parecer, justifican y orientan su novela-ensayo: “Lo que sólo ocurre una vez es como si no hubiera ocurrido. La historia de los checos no se repetirá por segunda vez, la de Europa tampoco. La historia de los checos y la de Europa son dos bocetos dibujados por la fatal inexperiencia de la humanidad. La historia es igual de leve que una vida singular, insoportablemente leve, leve como una pluma, como el polvo que flota, como aquello que mañana ya no existirá.”
Tomás, Teresa y Franz mueren a medio camino de forma súbita, casual e imprevista. No tuvieron el tiempo suficiente para evitar tantos vericuetos y equivocaciones; la plenitud del amor en lo más optimista de sus personales posibilidades se queda en el umbral; sus existencias fueron breves, casi fútiles, ligeras e irrepetibles. Mientras Sabina, quien permanece, boga en la búsqueda, quizá incierta y a todas luces frágil y fugaz.
Dado lo que parece ser la particular lucidez intelectual e imaginativa de Milan Kundera, su espíritu crítico que trastoca toda suerte de posturas morales, sociales y políticas, desde un racionalismo escéptico que enfatiza el caos social más o menos sin alternativas, aunado esto a la satisfacción egocéntrica que brinda el triunfo de ser un escritor famoso con jugosas e internacionales regalías, La insoportable levedad del ser puede apreciarse como la inocua manía de un sofista rumiante y tranquilo (a imagen y semejanza de una vaca sagrada) que elabora artificios (no exentos de cierta veracidad) desde el reposo de la escritura. Pero ¿qué es el mundo y el ser si se mira el lado oscuro de la luna y el universo se torno incisivo y asfixiante?


Milan Kundera, La insoportable levedad del ser. Traducción del checo al español de Fernando de Valenzuela. Colección Andanzas (25), Tusquets Editores. Barcelona, 1985. 328 pp.




Enlace a un trailer de la película La insoportable levedad del ser (1988): http://www.youtube.com/watch?v=tHwgNXMVh8I



lunes, 4 de febrero de 2013

El lobo, el bosque y el hombre nuevo



Los maricones todo lo consiguen primero

David, uno de los dos protagonistas de El lobo, el bosque y el hombre nuevo (Era, 1991), relato del narrador cubano Senel Paz, lo firma en “La Habana, 1990”. Esto no es gratuito. Diego, el otro personaje, poco antes de irse de la isla caribeña, le confesó a su amigo tener 30 años, edad, que sino es la suya, con probabilidad anda por ahí, puesto que fueron coterráneos cuando éste cursó el preuniversitario. 

Senel Paz
El establishment de la Revolución Cubana, que en la narración de David es bosquejado como dependiente de la URSS (Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas), es puesto en tela de juicio en consabidos e históricos puntos neurálgicos, como son lo estrecho y obsoleto de los dogmas ideológicos y políticos, el inveterado autoritarismo de Fidel Castro, la falta de libertades individuales y sociales, la escasez de bienes de consumo, la intolerancia hacia los gays, la censura en la educación y difusión de la cultura, y la vigilancia y el espionaje policíaco ejercido por el Estado entre ciudadanos y extranjeros.
(Ediciones Era, 1ra. reimpresión, México, 1993)
      David entra a Coppelia, la Catedral del Helado, y evoca a su amiguete Diego, quien tiempo atrás, saboreando un insinuante helado de fresa, allí lo abordó para ligárselo, tentándolo, entre otros malabarismos, con el chantaje de prestarle La guerra del fin del mundo, libro prohibido por el régimen, difícil de conseguir, que, según le presume, Goytisolo le envió de España. 
Senel Paz, a través de la evocación de David, su alter ego, traza la semblanza y el carácter de dos estereotipos de homosexuales: uno que se va de Cuba y el otro que se queda. En este sentido, la remembranza, con ambas voces, reproduce acentos de la típica verborrea de un marica, en la que no falta su dosis de sentimentalismo, humor, engaños, contradicciones y automitificación.
     Diego es un gay culto y liberal, el arquetipo que admira y aspira David, un homosexual reprimido, oculto en su rol de miliciano con carné de la juventud comunista. Diego resume su identidad con una declaración de principios, la cual, sintéticamente, reza: “soy maricón”, “soy religioso”, “he tenido problemas con el sistema”, “soy patriota y lezamiano”, “estuve preso cuando lo de la UMAP”, “los vecinos me vigilan, se fijan en todo el que me visita”. Y pese a que insiste y asegura que no se va de Cuba “aunque le peguen candela por el culo”, en realidad con su descaro, provocación, exhibicionismo y contactos que cultiva con personas del exterior, está diciendo que su partida es inminente y parte del juego.
      A imagen y semejanza de un docto parlanchín, Diego clasifica a varios tipos de gays: homosexuales, maricones, locas y de carroza. Los maricones, dice en una de sus variadas explicaciones, son los que ante la simple insinuación de un falo pierden la compostura; mientras que en los homosexuales “la balanza se inclina al deber social”, anteponen “el Deber al Sexo”, les gusta pero pueden controlarse. Así, Diego, según le convenga, se comporta como homosexual, maricón o loca. 
Y en contra de la retórica del Estado, que pugna por un hombre nuevo hecho y derecho en el socialismo, Diego ha pergeñado su propia retórica, su propio concepto de hombre nuevo que, no faltaba más, encarna él: “Por nuestra inteligencia y el fruto de nuestro esfuerzo nos corresponde un espacio que siempre se nos niega. Los marxistas y los cristianos, óyelo bien, no dejarán de caminar con una piedra en el zapato hasta que reconozcan nuestro lugar y nos acepten como aliados, pues con más frecuencia de la que se admite, solemos compartir con ellos una misma sensibilidad frente al hecho social.”
José Lezama Lima y Virgilio Piñera
      A imagen y semejanza del patriota que Diego pregona ser, presume que su “sacerdocio es la Cultura nacional”, por lo que ha realizado valiosísimas investigaciones, además de que se ha hecho de distintos objetos y colecciones de esa índole, entre lo cual destaca lo vinculado a José Lezama Lima: posee siete textos inéditos de éste, “una colección completa de Orígenes, como no la tiene ni el propio Rodríguez Feo”, dice, más “la obra del Maestro, poesía y prosa”. Según él, se mueve como pez en el agua entre la crema y nata de la intelligentsia cubana; es amiguísimo de Alicia Alonso y puede entrar, como Pedro en su casa, en la casa de la Dulce María Loynaz; consigue boletos para el ballet y el teatro, así se trate de funciones inaccesibles, con la misma facilidad con que se hace de libros proscritos, como Tres tristes tigres (“los maricones todo lo consiguen primero”, pregona), y de los ingredientes para sus almuerzos lezamianos: langostas, camarones, espárragos de Lübeck, uvas, vinos y demás cosas que sólo se obtienen en las tiendas para los diplomáticos. 
      David, en cambio, escondido y maquillado en su filiación roja, es un modelo de homosexual oriundo de un pueblo de la provincia cubana (donde “los afeminados no tienen defensa, son el hazmerreír de todos y evitan exhibirse en público”), “un guajirito de mierda que la Revolución sacó del fango y trajo a estudiar a La Habana”. La vez que Diego trató de ligárselo lamiendo su helado de fresa, lo que finalmente lo excitó no fue esto ni la promesa de leer La guerra del fin del mundo, sino la siguiente jocosa mariconería: “Yo, si vas conmigo a casa y me dejas abrirte la porteñuela botón por botón, te la presto, Torvaldo”. 
Sin embargo, al salir asombrosamente intacto de la cueva de Diego, el lobo, y mientras camina en medio del bosque como un Caperucito rojo común y corriente, hace un examen de conciencia con que somete y reprime al homosexual que lleva dentro y se dirige a sus superiores, los representantes del hombre nuevo, dizque castristas hasta las cachas, y lo delata: Diego es puto, religioso y contrarrevolucionario con contactos extranjeros. Ismael, uno de los superiores, con “ojos que da pánico soñar” (diría en su momento José Joaquín Blanco), lo nombra agente secreto, su misión: averiguar en qué embajada tiene vínculos y apuntar y chivatear lo que pregunte sobre militares y dirigentes. 
José Lezama Lima
Pero resulta que entre los ires y venires a la guarida de Diego, éste lo seduce, lo convierte en su discípulo amado, le enseña lo que debe leer, entre ello la obra de José Lezama Lima, ante quien, bajo la guía de Diego, ambos se imaginan paseando frente a su casa: “en ese momento [José Lezama Lima] espía por las persianas. Oye su respiración entre cortada, huele el humo de su tabaco. Dirá: ‘Mira esa loca y su garzón, cómo se esfuerza ella en hacerlo su pupilo, en vez de deslizarle un buen billete de diez pesos en la chaqueta’.” Y para celebrar el rito iniciático que ya lo cuenta entre “la cofradía de los adoradores del Maestro”, le prepara un almuerzo lezamiano con el barroquismo debido y que, según Diego, está sacado del capítulo séptimo de Paradiso.
      Pero ya ese tiempo quedó atrás. David no sólo enmendó su delación ante Ismael, sino que además, dados los ojos que da pánico soñar de éste, David se hizo su fraterno amigo e incluso, dice, ya lo agasajó con un almuerzo lezamiano. Ahora, como al principio del relato, que también es el término, puesto que se trata de una evocación circular, David está en Coppelia, la Catedral del Helado; y como si se tratara una estereotipada madeleine y su infalible cucharadita de té, paladea un helado de fresa y evoca aquel tiempo no tan perdido. 

Fotograma de Fresa y chocolate (1993)
A modo de corolario, cabe recordar que tal relato de Senel Paz (Fomento, 1950), con el que en 1990 obtuvo el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo de Radio Francia Internacional, cuenta con una no tan paradójica adaptación fílmica cuyo guión se debe a él (quien en Cuba ha impartido tal cátedra en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños): Fresa y chocolate (1993), churro infumable (que se consigue en DVD) dirigido por Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, que en sus quince minutos de alharaquienta fama fue festejado de pie y con un empalagoso y envolvente aplauso por el respetable público que la vio durante la IX Muestra de Cine Mexicano de Guadalajara.


Senel Paz, El lobo, el bosque y el hombre nuevo. Ediciones Era. 1ª reimpresión. México, 1993. 64 pp.


Enlace a la película Fresa y chocolate (1993): http://www.youtube.com/watch?v=NinKUbwQvR4



viernes, 1 de febrero de 2013

Pasado perfecto



Huele a perro muerto en la carretera

Como muchos lectores saben (incluso de otros idiomas), el teniente investigador Mario Conde es el protagonista de siete novelas policíacas del cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), todas publicadas en España y en México por Tusquets Editores: la tetralogía “Las cuatro estaciones”: Máscaras (1997), Paisaje de otoño (1998), Pasado perfecto (2000) y Vientos de Cuaresma (2001); más La neblina del ayer (2005), Adiós, Hemingway (2006) y La cola de la serpiente (2011). 
Leonardo Padura
En la “Nota del autor” que precede a Paisaje de otoño (obra firmada en “Mantilla, noviembre 1996-marzo 1998”), Padura dice que Mario Conde apareció por primera vez en Pasado perfecto (rubricada en “Mantilla, julio 1990-enero 1991)”) y que cuando ésta tenía “un año y medio” de haber sido impresa (en Cuba, al parecer) tuvo la idea de “escribir otras tres piezas” y conformar así “Las cuatro estaciones” (ubicadas en La Habana). Es por ello que Pasado perfecto se sucede en el “Invierno de 1989”, Vientos de Cuaresma en la “Primavera de 1989”, Máscaras en el “Verano de 1989” y Paisaje de otoño en el “Otoño de 1989”. 
(Tusquets, Barcelona, 1998)
Ahora que si los personajes principales (y algunos otros) figuran o son aludidos en las tramas de las cuatro novelas (en incluso en el total de la “serie Mario Conde”), esto no significa que se trate de un conjunto consecutivo, sino que cada novela funciona por sí misma y por ende son independientes entre sí. Y esto lo marca, sobre todo, el hecho de que el autor, aunado a las ineludibles repeticiones que certifican que se trata de los mismos personajes (Mario Conde, Manuel Palacios, Antonio Rangel, el Flaco Carlos, Josefina, Tamara, etc.) varía algunas de sus peculiares anécdotas y algunos de los datos de los personajes. Por ejemplo, Mario Conde, en Pasado perfecto, el sábado 3 de enero de 1989 lleva una década de policía (“diez años revolcándose en las cloacas de la sociedad”, dice) y tiene “treinta y cuatro años y dos matrimonios deshechos”. Pero en Paisaje de otoño, además de tener 35 años, evoca que nació “a la una cuarenta y cinco de la tarde del 9 de octubre” de 1953 y por ende, con el Flaco Carlos y su madre Josefina, celebran, el 9 de octubre de 1989, su 36 aniversario, día que coincide con su último día de policía, luego de una década. 
Otra variante, por ejemplo, la encarna la china mulata Patricia Wong, la teniente “investigadora de la Dirección de Delito Económico” que en Pasado perfecto participa en el esclarecimiento del caso; es hija de un chino hacedor de comida china, cuyas excentricidades culinarias ha probado el Conde. Pues bien, tal china mulata (quien amistosamente lo llama “Mayo”) y su padre el cocinero tienen una decidida incidencia en el caso del asesinato que el Conde despeja en La cola de la serpiente; tal crimen ocurrió en mayo de 1989 en el cuarto de un mísero solar del Barrio Chino, pero la China Patricia no se apellida Wong, sino Chion. 
(Tusquets, Barcelona, 2000)
La investigación del caso que el teniente Mario Conde y el sargento Manuel Palacios resuelven en Pasado perfecto se sucede entre el sábado 3 de enero de 1989 y el siguiente martes 6, Día de los Reyes Magos. Todo arranca con la perentoria llamada telefónica del mayor Antonio Rangel, el jefe de la Central, que interrumpe la resaca y el descanso de Mario Conde. La razón: la noche del jueves primero de enero la esposa de “un jefe de empresa del Ministerio de Industrias” denunció la desaparición de su marido. El caso, para el teniente Mario Conde, quizá sería un caso más; pero el hecho de que se trata de una pareja que conoció en su adolescencia, precisamente a partir del “primero de septiembre de 1972”, día de su ingreso en el Pre de La Víbora, hace que el decurso narrativo bogue, entreverado entre la investigación policíaca y entre las digresiones concernientes a la vida personal y cotidiana del protagonista, por episodios que ilustran el pasado biográfico de éste —en el contradictorio contexto social de la dogmática Cuba prosoviética de la época—, ya en su ámbito familiar y genealógico o en relación a ciertas personas que conoció y conoce.
Tal procedimiento narrativo marca la pauta de “Las cuatro estaciones” y en sí de la “serie Mario Conde”, pues paralelamente a los capítulos del crimen y de la investigación policíaca, se relatan aspectos de la biografía del teniente investigador y sucesos que ocurren en su cotidianeidad personal, matizada por los amigos que frecuenta, entre quienes destacan el Flaco Carlos (condenado a una silla de ruedas en la Guerra de Angola) y su madre Josefina, infalible artífice gastronómica.
Rafael Morín Rodríguez es el desaparecido y por ser “jefe de la Empresa Mayorista de Importaciones y Exportaciones del Ministerio de Industrias”, induce al propio ministro de Industrias a llamar al mayor Rangel para que se investigue y resuelva el caso lo más rápido posible. El susodicho día que el Conde ingresó al Pre, oyó por primera vez la oratoria de Morín, pues dijo el largo discurso de bienvenida en su calidad de “presidente de la Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media del Preuniversitario René O. Reiné y miembro del Comité Municipal de la Juventud”, y entonces el Conde comprendió que “ese muchacho había nacido para ser dirigente”. La esposa de Morín es Tamara Valdemira Méndez y en el Pre fue compañera de clase del Conde y de dos de sus compinches de siempre: el Conejo y el Flaco Carlos (quien aún no era un tremendo gordo ni estaba en silla de ruedas). Un grupo de alumnos solía ir a estudiar a la regia biblioteca de la casona de Tamara, entre ellos el Conde; una mansión con inusitados privilegios de ricos burgueses, sólo porque sus padres eran embajadores en el extranjero. El Conde y el Flaco asistieron allí a la apoteósica fiesta y banquete por los 15 años de Tamara y Aymara, su hermana gemela. Fue “casi empezando el primer año de Pre, 2 de noviembre [de 1972], precisó su memoria, y cómo lo impresionó la casa donde vivían las muchachas, el patio parecía un parque inglés bien cuidado, cabían muchísimas mesas debajo de los árboles, en el césped y junto a la fuente donde un viejo angelote, rescatado de algún derrumbe colonial, meaba sobre los lirios en flor. Había espacio para que tocaran los Gnomos, el mejor, el más famoso, el más caro de los combos de La Víbora, y bailaran más de cien parejas; y hubo flores para que cada una de las muchachitas, bandejas llenas de croquetas —de carne—, de pasteles —de carne— y bolitas de queso fritas que ni soñarlas en aquellos años de colas perpetuas.”
El Flaco y el Conde se enamoraron de Tamara, pero “a los dos meses de haber empezado el [primer] curso”, Morín y Tamara se hicieron novios. Y cuando ya estaban “en tercer año del Pre” y el Flaco “era novio de Dulcita y ya Cuqui se había peleado” con el Conde, Morín y Tamara se casaron e invitaron a todos a la fiesta en casa de ella. “Aquella noche [recuerda el Conde] cogimos nuestra primera borrachera memorable: entonces un litro de ron podía ser demasiado para los dos y Josefina tuvo que bañarnos, darnos una cucharada de belladona para aguantarnos los vómitos y eso, y hasta ponernos una bolsa de hielo en los huevos.”
El meollo es que durante 17 años, pese a las mujeres y amoríos del Conde, Tamara ha sido la inasible fémina de sus recónditos y lúbricos ensueños y Morín el individuo a quien menos quisiera encontrar. 
Leonardo Padura
La pesquisa se topa con hipócritas testimonios que trazan la dizque intachable e impoluta trayectoria del trepador Rafal Morín. Pero, desde el inicio, aún sin saber qué fue lo que pasó, al adjunto del Conde le da mal pálpito: “el hombre me huele a perro muerto en la carretera”, dice. Y no se equivoca, pues paulatinamente los policías descubren los indicios de una trama de malversación que ha desfalcado a la Empresa, salpimentada por una serie de corruptelas en las que Morín, además de sucesivos viajes al extranjero con nutridas dietas y de los valiosos objetos y regalos que solía traer y obsequiar, maquillado con el nombre de su jefe de despacho, en Cuba se daba la gran vida en hoteles y restaurantes de lujo, donde no faltaba la hermosa meretriz. 
“A santo de qué alguien puede jugar con lo que es mío y es tuyo y es de aquel viejo que está vendiendo periódicos y de esa mujer que va a cruzar la calle y que a lo mejor se muere de vieja sin saber lo que es tener un carro, una casa bonita, pasear por Barcelona o echarse un perfume de cien dólares, y a lo mejor ahora mismo va a meterse tres horas haciendo cola para coger una jaba de papas, Conde. ¿A santo de qué?”, se interroga el sargento Manuel Palacios ante los manejos y enjuagues de Morín, lo cual coincide con el “código ético” que vocifera el Conde: “no me gusta que los hijos de puta hagan cosas impunemente”.
Ya descubierto el embrollo, junto al trunco plan de Morín de fugarse de Cuba tras un boyante capital sustraído, la mañana del 5 de enero su cadáver aparece asesinado y abandonado en una casa vacía de Brisas del Mar. Con tal evidencia, los policías presionan al presunto culpable, quien revela los pormenores del crimen y lo que sabía del muerto. 
Leonardo Padura
Vale decir que en las visitas que el Conde le hace a Tamara en su casona paterna (justificado por la desaparición de su marido), logra, gracias a la disposición y proposición de ella, satisfacer, por fin, el añejo deseo y sueño erótico acumulado durante 17 años. No obstante, su otro intrínseco sueño guajiro resulta aún evanescente (casi a imagen y semejanza del encierro existencial de Rufino, su pez peleador trazando en la pecera interminables círculos concéntricos: “Miró entonces su cuarto vacío y sintió que él también daba vueltas, tratando de buscar la tangente que lo sacara de aquel infinito círculo angustioso”): “tendría una casa en Cojímar, muy cerca de la costa, una casa de madera y tejas con un cuarto para escribir y nunca más viviría pendiente de asesinos y ladrones, agresores y agredidos”. Escribiría, quizá y por lo que dice, “una novela muy escuálida, muy romántica y muy dulce” —lo que remite al sonoro hecho de que Pasado perfecto está dedicada, “con amor y escualidez”, a Lucía López Coll, la esposa de Leonardo Padura. O escribiría “una novela sobre la escualidez”, quizá emulando al “viejo Hemingway”, su ídolo y recurrente escritor arquetipo. Y quizá resultaría un decoroso palimpsesto (una variante policíaca) del libro que le brinda el descanso al final de la jornada: “Abandonó la taza vacía sobre la mesa de noche marcada por otras tazas abandonadas, y fue hasta la montaña de libros que esperaban su turno de lectura sobre una banqueta. Recorrió los lomos con el dedo, buscando un título o un autor que lo entusiasmara y desistió a mitad de camino. Estiró la mano hacia el librero y escogió el único libro que nunca había acumulado polvo. ‘Que sea muy escuálido y conmovedor’, repitió en voz alta, y leyó la historia del hombre que conoce todos los secretos del pez plátano y quizás por eso se mata, y se durmió pensando que, por la genialidad apacible de aquel suicidio, aquella historia era pura escualidez.”


Leonardo Padura, Pasado perfecto. Colección Andanzas (397), Tusquets Editores. Barcelona, febrero de 2000. 240 pp.







jueves, 24 de enero de 2013

La Montaña del Alma



El solitario viento y las quimeras
      
                                                    
I de II
Antes de que los flemáticos académicos suecos le otorgaran el Premio Nobel de Literatura 2000, los lectores del español desconocían la obra del chino Gao Xingjian (Ganzhou, enero 4 de 1940), “novelista, poeta, dramaturgo, director de teatro y pintor”, quien en 1987 abandonó China y quien por entonces llevaba más de doce años viviendo en París en calidad de refugiado político y por ende buena parte de sus libros han sido traducidos al francés, entre ellos Le somnanbule (1993), Premio de la Comunidad Francesa de Bélgica. Luego de recibir el Premio Nobel, Gao Xingjian fue nombrado, por el presidente de Francia, Caballero de la Orden de la Legión de Honor. Pero lo principal para él, además de los viajes y presentaciones en Estados Unidos y en países europeos, fue el hecho de que su voluminoso libro central: La Montaña del Alma, y otros de sus títulos, comenzaron a ser traducidos a distintos idiomas.
(Ediciones del Bronce, Barcelona, 2001)
La cubierta de La Montaña del Alma (Ediciones del Bronce, 2001) reproduce una pintura del propio Gao Xingjian, pues como es pintor, él suele ilustrar las portadas de sus libros. Según la editorial catalana, quien la terminó de imprimir “el 6 de marzo del 2001”, en Barcelona, La Montaña del Alma fue traducida al castellano por Liao Yanping y José Ramón Monreal; sin embargo, tal editorial no informa de qué lengua: si del francés o del chino, además de que tampoco registra el año de su primera edición.  
Gao Xingjian
Gao Xingjian, quien en China es un autor cuyos libros han sido prohibidos por el régimen dizque comunista, de un solo partido y antidemocrático, concluye La Montaña del Alma fechándola así: “Verano de 1982-Septiembre de 1989”/ “Pekín-París”. Y al parecer, la primera edición en francés data de 1990, según se colige a partir de lo que apunta Octavi Martí en la entrevista que le hizo a Gao Xingjian en un cafetín “vecino al Beabourg”, en París, publicada el 24 de marzo de 2001 en Babelia, suplemento del periódico español El País: “La Montaña del Alma tiene más de 650 páginas, una extensión que asustó a muchos editores franceses y que llevó al libro a aterrizar en el despacho de las Éditions de l’Aube. Entre 1990 y 2000 vendieron poco más de 10,000 ejemplares, pero ahora, en cuestión de tres meses, han vendido 160,000, y ese éxito se ha hecho extensivo a los otros títulos de Gao Xingjian. Los anglosajones, que también reclamaban del autor que aceptase mutilar su trabajo para dejarlo en no más de 400 páginas, se sienten ahora orgullos de publicarlo en su integridad.”
Octavi Martí dice que Gao Xingjian es “diplomado en francés por el Instituto de Lenguas Extranjeras de Pekín”. Esto hace pensar que el propio novelista pudo haberla traducido o escrito en francés. ¿Cómo saberlo? Parece cosa minúscula, pero no, pues según Gao Xingjian: “Cuando escribo, a menudo grabo el texto en un magnetófono y luego lo escucho a oscuras. Me preocupa la musicalidad, busco los efectos que nacen de la sonoridad de la lengua, de la repetición de ciertas palabras. Mis libros pueden leerse en voz alta. En realidad, si debiera definirme, diría que sólo soy un esteta.” Autodefinición que también enuncia el borroso “tú”, alter ego del autor y protagonista de La Montaña del Alma, donde dice: “A fin de cuentas, no soy más que un simple esteta” (página 531); “A fin de cuentas, yo no soy en verdad más que un esteta” (página 532). 
Pese a lo que argumenta Gao Xingjian, en castellano La Montaña del Alma, por sus modismos y vocabulario, parece la novela de un españolote que ha viajado por China, amén de que muchos elípticos detalles e intríngulis de la geografía, de la historia, de la idiosincrasia, de la cultura, del folclore, de las etnias, de los dialectos, de las viejas tradiciones y costumbres de ese país, se han perdido en la traducción al español o escapan a la colectiva memoria occidental; y aunque su escritura es aceptable, no tiene musicalidad. No es prosa poética y los versos de las coplas incluidas son prosa de bajadita; todo muy distante del célebre aforismo que cifró Pierre Paolo Pasolini: “La prosa es la poesía que la poesía no es”. Así como está traducida al castellano, La Montaña del Alma resulta muy simplona: una voluminosa novela, gruesa como un ladrillo, en la que caprichosa y arbitrariamente se ha metido un cúmulo de narraciones, divagaciones y textos fragmentarios: leyendas, mitos y cuentos de origen oral y no, canciones, melodramas y enredos sentimentaloides, aventuras sexuales, sueños, pesadillas, etcétera. De modo que podría aplicársele con rigor chino la sentencia dictada por el propio Gao Xingjian: “El exceso de palabras te lleva a no ver nada.”
Según Gao Xingjian: “En chino arcaico, el concepto ‘novela’ se refiere a lo que tiene poca importancia, a lo que existe al margen del poder. Una novela puede incluir poemas, notas de viaje, leyendas. La novela es el mundo de la libertad, en el que todo es posible, un universo que funciona sin ninguna relación con la moral, la educación o la ética. La novela es un juego del espíritu, como también puede serlo la filosofía. La diferencia entre novela y filosofía radica en que la primera es obra de la sensibilidad, surge de una mezcla de deseos, códigos y convenciones arbitrariamente construidas. Las únicas limitaciones que tiene la novela son las que se autoimpone el novelista y cuando este sistema creado por el autor se desvanece, aparece la vida. Es una oportunidad para ver cómo se gesta y crece esa vida que, claro, no tiene ninguna finalidad.”
Gao Xingjian
Tales conceptos (especie de declaración de principios) se ajustan a las características de La Montaña del Alma. “Tú” (quien a veces habla en primera persona), el protagonista y alter ego de Gao Xingjian, también es un célebre y renombrado escritor chino (que sabe de pintura) cuyos libros han sido censurados por el régimen comunista de los años 80 del siglo XX, grilletes que son fundamentales en el leitmotiv que lo ha hecho viajar durante meses por numerosos lugares de China, no pocos pequeñas aldeas y altas montañas en zonas de reserva natural. Por ejemplo, en la página 498 le dice de su travesía a un viejo amigo de la infancia: “Vagabundeo de aquí para allá para escapar de la censura. Me fui hace ya varios meses. Cuando la tempestad se haya calmado, intentaré volver. Si la situación degenera, buscaré un lugar para poner pies en polvorosa. De todos modos, no pienso dejar que me metan en un campo de reeducación por el trabajo como a un manso cordero, como a los viejos derechistas de los años cincuenta.” 




 II de II
Dado que al inicio de su largo periplo, “tú” busca “un lugar llamado Lingshan, la Montaña del Alma” y puesto que milagrosamente salió libre de un mortal cáncer en el pulmón (algo así como renacer debido a un enigmático designio metafísico), a veces parece que su recorrido es al unísono un viaje interior, de naturaleza espiritual, teológica y cosmogónica, y que quizá en el clímax ocurra una especie de beatitud, de comunión mística: “el encuentro de un alma humana con el alma de la divinidad, con el alma divina, de Dios” (diría Borges el agnóstico, el que veía la teología y los Libros Sagrados como formas de la literatura fantástica). Y puesto que en ciertos lugares por donde pasa busca oír (y compilar, según dice) los mitos, las leyendas, los cuentos y las canciones de tradición oral, y dado que Gao Xingjian pretende que su escritura sea “música de las palabras”, o sea poesía y prosa poética, quizá “tú” (el “simple esteta”), a imagen y diferencia de San Juan de la Cruz, podría escribir su propio Cantar de los cantares, es decir, sus propias amorosas y eróticas Canciones del alma que se goza de haber llegado al alto estado de la perfección, que es la unión con Dios, por el camino de la negación espiritual. Sin embargo, a lo largo de los 81 capítulos de la voluminosa obra sus múltiples y fragmentarias historias, relatos, estancias, observaciones, encuentros y desencuentros, refrendan que su peregrinaje es ante todo terrestre y humano, y no espiritual ni religioso (su índole atea se enfatiza en los monasterios y templos budistas y taoístas que visita); e incluso, en las páginas 562-563 dibuja su obsesión por las montañas como un onírico círculo vicioso, un desahuciado y delirante padecimiento del que es imposible huir: 
“Continúas subiendo las montañas. Y cada vez que te acercas a la cima, extenuado, piensas que es la última vez. Alcanzado tu objetivo, cuando tu excitación se ha calmado un poco, te quedas insatisfecho. Cuanto más desaparece tu fatiga, más aumenta tu insatisfacción, contemplas la cadena de montañas que ondea hasta donde se pierde la vista y el deseo de ascender se apodera de nuevo de ti. Aquellas que has escalado no presentan ya ningún interés, pero estás convencido de que detrás de ellas se esconden otras curiosidades, cuya existencia todavía desconoces. Pero cuando llegas a la cima no descubres ninguna de estas maravillas, no encuentras más que el solitario viento.
  “Al hilo de los días, te adaptas a tu soledad, subir las montañas se ha vuelto una especie de enfermedad crónica. Sabes perfectamente que no encontrarás nada, no te sientes impulsado más que por tu obcecación y no cesas de trepar. En este proceso, por supuesto, tienes necesidad de algún consuelo y te meces en tus quimeras, te creas tus propias leyendas.”
Gao Xingjian
   A lo largo de su odisea, “tú” brinda esbozos y pinceladas de su pasado familiar y personal, e incluso en las páginas 517-518 hace una pintoresca y melancólica radiografía del síndrome solitario, vagabundo e individualista que lo caracteriza: 
   “Soy incapaz de hacerle la corte a una joven tan cándida, en realidad soy sin duda incapaz de amar verdaderamente a una mujer. El amor es demasiado pesado, quiero vivir con ligereza y alegría, sin tener que asumir responsabilidades. El matrimonio y todos los quebraderos de cabeza y rencores que lleva aparejados son demasiado agotadores. Me vuelvo cada vez más distante, nadie podrá provocar ya mi entusiasmo. Soy ya viejo, y sólo me motiva algo que se asemeja a la curiosidad, sin tratar no obstante de obtener un resultado que es perfectamente previsible y, de todos modos, demasiado pesado. Prefiero vagar de aquí para allá, sin dejar huella. En este inmenso mundo hay tanta gente, tantos destinos, no tengo ningún lugar donde echar raíces, hacer un pequeño nido para vivir tranquilamente, encontrar siempre los mismos vecinos, decirles las mismas cosas, buenos días, buenas tardes, y volver a enfrascarme en los mil banales enredos de la vida cotidiana. Antes incluso de comenzar, me siento ya asqueado. Lo sé, no puedo hacer feliz ya a nadie.” 
Gao Xingian
   A lo largo de su artilugio novelístico, “tú”, tal araña en su egocéntrica tela, traza, borrosa y fragmentariamente, a sus numerosos personajes y sus múltiples narraciones y demás, tales como las viñetas o las anécdotas de tipo fantástico, libresco, ecológico, etnográfico, arqueológico, político e histórico. Pero aún así el conjunto de las páginas de La Montaña del Alma formulan y pintan una visión crítica y deprimente sobre el hombre y la civilización afincada en China (cuasi síntesis de la geografía humana que infesta el solitario e infinitesimal globo terráqueo abandonado en la bóveda celeste), pues allí, desde hace milenios ha imperado la crueldad, la corrupción, los saqueos, las violentas destrucciones de pueblos enteros, el exterminio de la ancestral cultura y de los vestigios arqueológicos, la constante aniquilación de los ecosistemas y de las especies, los asesinatos múltiples y no, las injustas condenas y los autoritarios crímenes políticos (no sólo del periodo de la rapaz y obtusa Revolución Cultural y de la estrechez de miras del intolerante y corrompido régimen dizque comunista), la abundante pobreza de la mayoría y la descomunal riqueza de pocos, aunado todo a las vulgaridades, contradicciones y avatares que caracterizan a un individuo, ante sí mismo y frente a los otros. 
Así, en medio de tal multitudinario alud adquiere mayor significado el carácter infinitesimal y evanescente de “tú” (espejo del lector): “A fin de cuentas, en este mundo inmenso, no eres más que una gota de agua en el mar, débil y minúscula”, se dice en la página 426. 
Gao Xingjian
    En este sentido, resulta consecuente que con su mirada y reflexión nihilista y escéptica (que no obstante no implica una acérrima misantropía ni un mórbido y suicida anhelo de renunciar a ciertos placeres estéticos y sensitivos que implica la vida) escriba en las líneas finales de la obra con cierta pátina socrática: 
   “Las cosas suceden detrás de mí. Siempre hay un ojo extraño. Lo mejor es aparentar que se comprende.
“Aparentar que se comprende, pero de hecho no comprendo nada.
“En realidad, no comprendo nada, pura y simplemente nada.
“Así es.”  


Gao Xingjian, La Montaña del Alma. Traducción al español de Liao Yanping y José Ramón Monreal. Serie Francófonos del Bronce, Colección Étnicos del Bronce (19), Ediciones del Bronce. Barcelona, 2001. 656 pp.







domingo, 20 de enero de 2013

Miramar



El bosque de las siete telarañas

Después de leer el prefacio de John Fowles que precede a Miramar (cuya primera edición en árabe data de 1967) —novela del egipcio Naguib Mahfouz (nacido en El Cairo el 11 de diciembre de 1911, muerto en París el 30 de agosto de 2006)—, pensado y urdido para la traducción inglesa (impresa en 1978) de Fatma Moussa Mahmoud, en donde alude las dificultades lingüísticas y estilísticas para traducir la literatura árabe, es ineludible que el lector del español no sospeche ante el tipo de versión a la que pronto se aventurará: ¿qué tan fiel es a su espíritu original? Lo más probable es que muy poco. 
Naguib Mahfouz 
Ignorantes del árabe, de sus giros dialectales y coloquiales, y en general de la cultura musulmana en simbiosis con la excesiva europeización, y como parte de la atávica tendencia etnocéntrica y colonialista que distingue a la tradición occidental (de la que Latinoamérica es parte), los lectores del castellano se ven confinados a leer una versión que quizá es más que nada una variante de la obra que la suscitó. Y esto se transluce no sólo en el español ibérico que la estigmatiza, sino también en la caprichosa fórmula para asentar en cursiva algunas palabras cuyo significado y sonido se suponen transcritos del árabe y, por lo consiguiente, portadores de la cosmovisión e idiosincrasia egipcia. Así, por ejemplo, para mala fortuna de los lectores y de las expresiones vernáculas de que supuestamente se trata (incluidos versículos del Corán), Alá no es Alá, sino Dios (vocablo más cercano a la efigie e iconografía judeocristiana). Y el celebérrimo Harún Al-Raschid —que Rafael Cansinos Assens tradujo del árabe como Harunu-r-Raschid en su versión de Las mil y una noches (1955), largamente prologada por él y reeditada por Aguilar, en 1986, en tres tomos de papel biblia—, aquí aparece como Haroun el-Rasheed. 
(Icaria, Barcelona, 1988)
Miramar, en las páginas de la obra, es el nombre de una pensión situada en Alejandría, donde confluyen siete personajes. Dado que los hechos transcurren en los años sesenta del siglo XX, la novela le sirve a Naguib Mahfouz —Premio Nobel de Literatura 1988— no sólo para narrar la interacción que se establece entre ellos al habitar la misma casona, sino también para hacer un registro crítico de la atmósfera social y política de aquel entonces. Esto, que en la obra se da por sobreentendido, para la traducción inglesa ha sido clarificado por las puntuales notas de Omar el Qudsy, académico de la Universidad Americana de El Cairo.
La novela inicia cuando un viejo periodista: Amer Wagdi (que le da nombre al primer capítulo), de más de 80 años de edad, regresa a Alejandría y a la pensión Miramar para pasar tranquilamente sus últimos días. Desde su perspectiva y en primera persona (con diálogos intercalados), narra la convivencia que se desarrolla allí hasta el asesinato de Sarhan el-Beheiry, uno de los inquilinos. 
El siguiente capítulo y el que sigue tienen cada uno el nombre de otros dos de los siete protagonistas: Hosny Allam y Mansour Bahy. E igualmente están narrados a partir de la perspectiva de cada uno y refieren los mismos sucesos (claro que desde ángulos distintos y con sus particularidades propias), para detenerse en el punto de intriga y suspense: el homicidio. Tal procedimiento ineludiblemente evoca a Rashomon (1950), filme de Akira Kurosawa (1910-1998) basado en dos relatos de Ryūnosuke Akutagawa (1892-1927): “En el bosque” y “El pórtico de Rashô” (o “Rashomon”), en donde los personajes narran en torno al crimen (incluido el bandolero y el muerto a través de una bruja-médium), cada uno desde su perspectiva, y por ende la verdad y la mentira se tornan elusivas y equívocas.
Akira Kurosawa
Ryūnosuke Akutagawa
El cuarto capítulo de Miramar tiene el nombre del asesinado. Allí Sarhan el-Beheiry hace su relato de los acontecimientos que conducen a su muerte. Y cuando en el tercer capítulo ya el desocupado lector daba por hecho quién fue el asesino, Sarhan el-Beheiry hace pensar que se trata de un suicido. Intríngulis que se dilucida en el quinto y último capítulo, cuyo rótulo repite el nombre de Amer Wagdi y que es, de algún modo, el epílogo.
Los capítulos no son monólogos interiores, no obstante insertan entre los fragmentos que los constituyen algunas líneas en cursiva que refieren conversaciones evocadas o que pertenecen al pasado o que ocurren en su intimidad.
Con dicha estructura, que ventila y contrapone el trasfondo de las actitudes y comportamientos de los personajes, se contrasta qué tanto se desconocían entre sí. Esto hace suponer que la obra pudo haber sido más rica si hubiese dado acceso a los intríngulis y a las maneras de pensar y ver de Mariana, Zohra y Tolba Marzuq.
Es evidente que lo que cobra un peso singular en esta novela de Naguib Mahfouz es la crítica que implica. Los personajes representan diferentes latitudes de asumir y asistir al fracaso sociopolítico y a las contradicciones del curso de la historia. Mariana, extranjera de procedencia griega y dueña de la pensión, es una anciana católica que vive añorando las glorias de su pretérito. Y el anciano Amer Wagdi, quien ha vivido los principales sucesos del siglo XX, fue simpatizante del Wafd y después vivió su desilusión ante él; y ahora está decepcionado, pese a su bondad y estoicismo, frente al presente.
Tolva Marzuq y Hosny Allam pertenecen a la clase de los terratenientes cuyos bienes, en buena medida, fueron expropiados por la Revolución Socialista que en julio de 1952 lideró Gamal Abdel Nasser y que puso término a la monarquía, al Wafd y a la ocupación inglesa. Zohra es una joven campesina que ha emigrado a Alejandría con el afán de eludir los atavismos y las tradiciones coercitivas de su círculo comunal y familiar. La belleza que la define exacerba los impulsos sexuales de los machos que la rodean. Su integridad moral y su fortaleza para superarse configuran la esperanza en medio de un pestífero marasmo en el que proliferan y hacen agua los desencantados.
Pero quienes resultan más dramáticos son Sarhan el-Beheiry y Mansour Bahy. Ambos son unos burócratas beneficiados por el régimen, cuyos conflictos y conductas son verdaderos nudos de discrepancias. El primero es el típico arribista cuya prerrogativa es ascender en la escala burocrática y social. Como jefe del departamento de contabilidad de una fábrica textil, miembro del Sindicato Socialista Árabe y uno de los representantes de los trabajadores ante la administración de la empresa, junto con un ingeniero, planea la venta ilícita y periódica de un cargamento de lino. Su anhelo de poseer una onírica casa de campo, una mujer con estatus y el dinero suficiente para solventar sus obligaciones familiares, así como sus hábitos donjuanescos, lo hacen aparecer, junto con Hosny Allam, como un engendro semejante a los que ya perfilan la aparición de una nueva burguesía que el dizque “socialismo” no pudo impedir (“Detrás de cada gran fortuna hay un crimen”, reza el aforismo de Balzac que preludia la célebre novela sobre la mafia de Mario Puzo).
Mansour Bahy, locutor y guionista en los Servicios de Radiodifusión de Alejandría, es un ex militante del Partido Comunista que tuvo el acierto de renunciar a éste, antes de que dicha agrupación fuera prohibida y perseguida. Y tanto su cobardía, como los meollos de su locura, no son menos interesantes (novelísticamente hablando).
Miramar, obra de Naguib Mahfouz que exhibe y yuxtapone la incapacidad moral del ser humano para organizarse social y políticamente de un modo ejemplar e íntegro. Testifica el naufragio de las utopías del siglo XX; por ende: la desilusión y la desesperanza son síndromes crónicos e incurables en medio de un perpetuo desasosiego y de una permanente decadencia que flota en el agrio, supurante, mórbido y deletéreo pantano.


Naguib Mahfouz, Miramar. Traducción del inglés al español de Magdalena Martínez Torres revisada a partir de la edición árabe de M. Alomar Saffour. Prólogo de John Fowles. Notas de Omar el Qudsy. Icaria Editorial (35). Barcelona, 1988. 248 pp.