Entre la pena y la nada elijo la pena
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En 1939, diez años antes de recibir el Premio Nobel de Literatura, el norteamericano William Faulkner (1897-1962) publicó en inglés su libro Las palmeras salvajes. Recién salido del horno y aún fresca la tinta, Jorge Luis Borges (1899-1986) lo leyó en ese idioma y elaboró una minúscula reseña (con ciertos reparos) para la bonaerense revista de señoras elegantes El Hogar, donde apareció el “5 de mayo de 1939” en su apartado “Libros extranjeros”. En 1944 su traducción al español de Las palmeras salvajes fue impresa en Buenos Aires, por primera vez, por Editorial Sudamericana en la Colección Horizonte. Y en una encuesta sobre los “Problemas de la traducción” y “El oficio de traducir” reproducida por la revista Sur (Buenos Aires, Nº 338-339, enero-diciembre de 1976), previamente publica en La Opinión Cultural (Buenos Aires, domingo 21 de septiembre de 1975), Borges dijo: “¿Si me gustó más traducir poesía que a Kafka o a Faulkner? Sí, mucho más. Traduje a Kafka y a Faulkner porque me había comprometido a hacerlo. Traducir un cuento de un idioma a otro no produce gran satisfacción.” Jorge Luis Borges en 1984 Universidad de Barcelona |
(Sudamericana, Buenos Aires, 1944) |
Gabriel García Márquez |
(Losada, Buenos Aires, 1938) |
II de III
Con la célebre traducción del inglés al español de Jorge Luis Borges, Las palmeras salvajes, de William Faulkner, fue reeditado en Madrid, en 2010, por Ediciones Siruela, con el número 4 de la serie Tiempo de Clásicos y un vago prólogo de Menchu Gutiérrez. En la preliminar página donde se acreditan los correspondientes copyright, si bien se omite el año de la susodicha primera edición en Editorial Sudamericana, se pregona a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada, frágil y virulenta aldea global que se trata de un “Papel 100% procedente de bosques bien gestionados”; o sea que en medio del mundanal orbe encarrerado en la masiva destrucción del planeta que tipifica al predador género humano, el lector, tenga o no una postura ecologista, hojea un libro “verde”, que además es el color que predomina en los forros con solapas, cuyo diseño gráfico se debe a Gloria Gauger. (Siruela, Madrid, 2010) |
Cada historia dibuja un círculo y cada una es un drama de visos muy personales, de personajes jóvenes, aún en la segunda década de su vida, que trazan, casi sin pensarlo y doblegándose, su individual leitmotiv y el azaroso e impredecible destino de su vida inmediata.
Yendo del presente al pasado y viceversa, el primer capítulo de “Palmeras salvajes” narra el dramático preludio que signa el aún más áspero y dramático final que en el quinto capítulo cierra el círculo. Éste se abre en Nueva Orleáns, cuando en 1937, el joven y pobretón Harry Wilbourne —quien ya cursó medicina y sólo le faltan dos meses para completar los dos años de interno en un hospital que le permitirían titularse—, por ser el día de su 27 aniversario es invitado —por casualidad y hasta le prestan un traje (el primero que viste)— a una fiesta en la casa de Carlota y Francis Rittenmeyer, un matrimonio con un par de niñas, sostenido por la boyante posición de éste. Es allí donde se inocula el germen de una pasión amorosa que los induce, con celeridad, a romper con los parámetros y rutas que llevan y a alejarse de Nueva Orleáns en un tris. Ruptura marcada por la preponderancia de Carlota, por las iniciativas que toma y deshecha, y por el hecho de que en el trágico cenit de un aborto con funestas secuelas acude, un año después de haberse ido, al auxilio de Francis Rittenmeyer, quien en todo momento, pese a la cornamenta, no pierde la compostura, incluso cuando al inicio, en la estación del tren de Nueva Orleáns, entrega a su esposa al amante como si entregara a una novia. Y más aún: cuando acude a la cárcel a pagar la fianza de Henry Wilbourne y le ofrece ayuda y dólares para que se escape y huya a México. Luego, ya muerta Carlota, espontáneamente se presenta al juicio para tratar de incidir en la menor condena; pero también, oscura o paradójicamente, le deja cianuro.
William Faulkner tecleando |
Pena que plantea un tácito, futuro y posible encuentro con el protagonista de “El Viejo” (eso le toca al lector decidirlo o no), pues el juez vocifera ante el jurado y el presunto culpable —antes de emitir su veredicto contra Harry Wilbourne— “una sentencia a trabajos forzados en la Penitenciaría del Estado de Parchman por un período no menor de cincuenta años”.
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“El Viejo” —la otra entreverada novela corta que en cinco capítulos homónimos se lee en Las palmeras salvajes, libro del norteamericano William Faulkner (1897-1962) traducido del inglés al español por el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986)— abre el círculo, precisamente, en la Penitenciaría del Estado de Mississippi (históricamente conocida como Granja Parchman), donde el protagonista (sin nombre) es un preso alto, de 25 años, quien lleva ya siete años de su condena a cinco lustros por su ingenuo e infantil intento de asaltar un tren siguiendo las “instrucciones” aprendidas en los folletines que leía. William Faulkner con pipa |
James Joyce en 1928 Foto: Berenice Abbot |
Herbert Clark Hoover (1874-1964) Presidente de Estados Unidos entre el 4 de marzo de 1929 y el 4 de marzo de 1933 |
John Calvin Coolidge (1872-1933) Presidente de Estados Unidos entre el 2 de agosto de 1923 y el 4 de marzo de 1929 |
En el antedicho campamento de damnificados lo envían en un esquife oficial, junto a un preso bajo y gordo, a rescatar a un hombre subido en el tejado de una hilandería y a una mujer en “un islote de cipreses”. Por el azar de una intempestiva y violenta corriente el preso alto, que se queda solo en el esquife, se ve impelido a salvar a la fémina, que está embarazada. Si en “Palmeras salvajes” Henry Wilbourne y Carlota Rittenmeyer muestran cierta nobleza y cierto sentido humanitario al revelarles a los misérrimos y delirantes mineros polacos la índole del fraudulento y deshumanizado engaño que los esclaviza y explota en los sucios y miserables subterráneos de esa mina en Utah e incluso al realizar, “por amor”, el aborto de la esposa del administrador de la mina (una humilde y joven pareja con quienes comparten cabaña), el preso alto resulta un buenazo, pues en las venturas y desventuras durante la inundación, subsistiendo y viviendo novelescos episodios en agrestes y salvajes sitios y pese a que varias veces desea e intenta deshacerse de la mujer y a que más de una vez añora el regreso al seguro y estable orbe carcelario, siempre la protege y auxilia, incluso cuando en medio de las carencias, de la amenazante agua, de lo montaraz e insalubre nace el bebé (“color terracota”) gracias a las nociones de parto que ella tiene (y no él).
Sus prejuicios, su sentido del deber, su corta cosmovisión, su intrínseca bonhomía y su postura moral son tales que nunca abusa de ella; siempre la respeta. Pese a que hace dos años en la cárcel tuvo amoríos (“los domingos de visita”) con “una negra ya no joven” (la mujer de un preso recién asesinado por un guarda y ella lo ignoraba) y a que durante la travesía de la inundación, en un aserradero cercano a Bâton Rouge (donde encontró un buen trabajo temporal), se metió con “la mujer de un tipo” y él y su protegida (con el bebé) tuvieron que huir de allí a salto de mata, ésta no llega a ser su hembra ni la corteja ni se enamoran y al cerrar el círculo, volviendo a vestir su raída pero limpia ropa a rayas, la entrega, con el deber cumplido, a los oficiales de la Penitenciaría del Estado de Mississippi, junto con el esquife oficial, del que asombrosamente tampoco nunca se deshizo: “ahí está su bote y aquí está la mujer. Pero no di con ese hijo de perra en la hilandería”.
La fémina es un enigma. Por razones inescrutables no se separa del preso y con sumisa resignación acepta su ayuda, su amparo, el rumbo y el tiempo que se tome, y los alimentos que les brinda a ella y al bebé.