viernes, 2 de octubre de 2015

La bomba de San José


La vida es una tonta tómbola

I
Escrita “con el apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte” y coeditada en 2012 por la Dirección de Literatura de la UNAM y Ediciones Era, La bomba de San José, novela de Ana García Bergua (Ciudad de México, 1960), obtuvo en 2013 el XXI Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz, galardón ahora patrocinado por la Universidad del Claustro de Sor Juana, en la Ciudad de México, que desde 1993 se otorga como “un reconocimiento a la excelencia del trabajo literario de las mujeres de lengua española en América Latina y el Caribe”.
     
(UNAM/Era, 2ª edición, México, 2015)
       Según pregona la cuarta de forros de La bomba de San José, “Son los años sesenta en la Ciudad de México, la época de la Ruptura, de las reseñas de cine y de la Casa del Lago”. Es decir, se ubica en la legendaria efervescencia cultural defeña de esa década marcada por el autoritarismo del partido hegemónico en el poder: el PRI, y por la masacre del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco. No obstante, los sucesos centrales de la novela ocurren en tan sólo unos cuantos meses, cuyos marcos temporales podrían ubicarse por dos hechos que se mencionan de pasada. Uno se cita, en el capítulo 2, en la casa que Maite y Hugo tienen en la Condensa, cuando en una de las iniciales reuniones y fiestas que espontáneamente se organizan allí atraídos por la película que pretenden filmar en torno a la figura de la actriz Selma Bordiú, “Un tipo desconocido con un gran fleco y cuello de tortuga” se sienta a un lado de Hugo y le dice:



Cuevas en un andamio de Calafell, 1967
Foto: Héctor García
        “—¿Fuiste a la exposición de Cuevas?
“—No, ¿qué pasó?
“—Uy, lo que no pasó, un escandalazo. Cuevas pintó un anuncio de los que se ponen sobre los edificios. Nadie, pero nadie, había hecho eso aquí.”
 “Cuevas frente al autorretrato del Mural efímero, junio de 1967
Foto: Héctor García
      Tal histórico suceso es el único relativo a la histórica Ruptura que se menciona en la novela y tiene nombre y fecha. Se trata del Mural efímero, trazado “en un espacio cedido por la compañía de anuncios Calafell” —apunta Jaime Moreno Villarreal en José Luis Cuevas: El monstruo y el monumento. Iconografía de una imagen pública (CONACULTA/FCE, 1996)—, cuya inauguración ocurrió “El 8 de junio de 1967”, “en la esquina de las calles Londres y Génova de la Zona Rosa”; evento con el que Carlos Monsiváis inicia su crónica “Cuevas en la Zona Rosa”, compilada en su libro Días de guardar (Era, 1970); a quien, curiosamente, en el “Epílogo” de la novela, se le ve en la Zona Rosa, en una de las mesas del café Kineret, donde también se ve “a [Juan José] Gurrola, a Julián Pastor, a las hermanas Pecanins que tenían una galería.” 

Las hermanas Pecanins
  El otro hecho se menciona en el capítulo 11, casi al final de la novela. Manuel Córdoba, un temporal galán de Maite, que es un escritor de origen español con casa en Cuernavaca —autor de Ariadna sin hilos, “una colección de cuentos” que le regala y ella dice leer, pero luego lo refiere como un “libro de poesías” (quizá un yerro o un olvido de la novelista)— la invita a irse con él a Cuba, a compartir la “oportunidad histórica de vivir la Revolución”. Pero Maite le dice que prefiere quedarse, “y, en todo caso, apoyar las protestas de los estudiantes en México”. Lo cual, además de ser la única alusión al movimiento estudiantil de 1968 que sería truncado con la susodicha masacre en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, parece poco probable, pues además de apólítica y madre de un niño, a esas alturas ella vive de ser una corista en el show que el Loco Valdés tiene en Televicentro. 

Ana García Bergua en el Parque México (2011)
Foto: Rogelio Cuéllar
  Pero si se infiere que los sucesos de la novela ocurren entre 1967 y 1968, tales marcos temporales —signados por la diseminada alusión de populares canciones a go-gó, de rock fresa en español y música yé-yé, programas de radio y televisión, películas, artistas de cine, y artículos de consumo doméstico, etcétera— no están debidamente delimitados, de modo que caprichosamente oscilan entre los años 60 y los 70. Por ejemplo, en el capítulo 1, siendo alguno de los años 60 o 1967, Maite ve con Lorenzo, su hijo, la película “Los aristógatos de Walt Disney”. Según dice, “sufrí con mi hijo por los gatos que se perdían y me alegré muchísimo de que regresaran y tocaran jazz. El gato de la película, con la voz de Tin Tan, era bastante parecido a Hugo, encantador, fiestero y a la vez un completo desastre”. Pero el meollo relevante es que tal película animada data de 1970. Y luego, meses después del citado anuncio pintado por Cuevas en la Zona Rosa, en el capítulo 7, Maite es invitada “al recién inaugurado Museo de Antropología”; pero en la vida real la inauguración de tal recinto ocurrió tres años antes: el 17 de septiembre de 1964. Por si fuera poco, en el capítulo 10, Hugo, en el pueblito de San Miguel, en las inmediaciones del Ajusto, ve “una barda con propaganda del PRI que decía ‘Adelante, licenciado, los habitantes de San Miguel con usted hasta el final”. Lo cual no remite al régimen autoritario de Gustavo Díaz Ordaz, presidente de México entre el 1 de diciembre de 1964 y el 30 de noviembre de 1970, sino a Luis Echeverría Álvarez, su sucesor, presidente entre el 1 de diciembre de 1970 y el 30 de noviembre de 1976, cuyo lema de campaña rezaba: “Arriba y Adelante”.



II

Dedicada a “la tertulia”, pero pudo ser un tributo a Emilio García Riera (1931-2002), el crítico e historiador del cine mexicano, padre de Ana García Bergua, La bomba de San José se divide y desarrolla en 12 capítulos (contando el “Epílogo”). Una serie está escrita desde la perspectiva y la voz de Maite, una joven ama de casa, oriunda del pueblo de Tonalato (lugar ficticio), que abandonó sus estudios de letras en Mascarones porque se embarazó y se tuvo que casar. (En la vida real, en 1954 la histórica Casa de los Mascarones, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, dejó de ser sede de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM porque se trasladó a Ciudad Universitaria). Tales capítulos son el 1, el 3, el 5, el 9 y el 11 (por algún descuido o capricho hay dos capítulos 3, pero se trata del mismo capítulo). Están aderezados con breves fragmentos en cursiva que parodian los apuntes y recados domésticos de un ama de casa; junto a otros que corresponden a la presencia y vida personal de Juana, la criada. En el primero de ésta se lee sin faltas de ortografía: “Llamó su mamá desde Tonalato, sólo para saber cómo está.” Tal corrección ortográfica (impropia en una sirvienta) pone en relieve una frase mal construida (por la autora) que Maite le deja a Juana: “Juanita: te dejé un vestido de rayas que ya no me queda sobre la plancha.” Lo correcto hubiera sido: “te dejé sobre la plancha...”
Luis Buñuel con el grupo Nuevo Cine:
Atrás: Jomi García Ascot, José Luis González de León, Gabriel Ramírez y Armando Bartra
En medio: Luis Buñuel y Emilio García Riera
En cuclillas: José de la Colina y Salvador Elizondo
México, 1961
Foto: José Báez
  La otra serie está escrita desde la perspectiva y la voz de Hugo Valdés, de 30 años, quien abandonó sus estudios de derecho porque, ante el embarazo de Maite, se tuvo que casar con ella. Entonces empezó a trabajar en una agencia de publicidad ubicada en un edificio de la Avenida Reforma, donde tiene dos compinches con los que suele irse de parranda: la Rana y Néstor; y un jefe: Múzquiz, que los apapacha y protege como si fueran sus hijos putativos. Tales capítulos son el 2, el 4, el 6, el 8, el 10 y el “Epílogo”. Y se distinguen, además, por la subdivisión en episodios con rótulos.

Inextricable a los matices realistas, melodramáticos, paródicos, grotescos e incluso críticos, La bomba de San José es un divertimento, una ópera bufa, light, festiva e hilarante que no elude los coloquialismos y las leperadas del habla callejero y cotidiano. El contraste de las dos vertientes narrativas permite observar ciertas secretas e inconfesables intimidades, coincidencias y antagonismos entre los protagonistas. Pero también, en el desglose de tal urdimbre, Ana García Bergua dispone el suspense; un suspense que se multiplica in crescendo y que sólo empieza a despejar y despeja casi por completo en las páginas finales.


III
El intríngulis de la trama inicia cuando Hugo regresa a su casa después de una semana de ausencia. Enviado por la agencia de publicidad, había ido con sus compinches a la Reseña de Acapulco. Pero no llega solo, sino con Selma Bordiú, quien es una famosilla vedette y estrella del cine mexicano, pese a que es nativa de San José, Costa Rica. Ante el azoro y la expectativa de Maite, dizque por un oscuro peligro que parece incierto, la resguardan en el lugar sagrado e intocable de Hugo: su estudio; y poco a poco los objetos de éste, como sus revistas y discos, empiezan a ser trasladados al pasillo, dado que las cosas de Selma, junto a los regalos que luego recibe, invaden todos los sitios. 
Angélica María
  Resulta sintomático de su índole kitsch y popular que Hugo y Selma, recién llegada y en las primeras páginas, escuchen “‘El rock de la cárcel’ en la consola” y hablen de “una película de Angélica María” —la icónica “novia de la juventud” mexicana (y del narrador de la onda y guionista de cine José Agustín), 
la novia de México en el panorama comercial, fresa y light de la televisión, la radio y el cine de los años 60—; y que en un episodio doméstico Selma cante “el bolero de ‘La mentira’ en medio de la sala”, preludio del primer show casero de Maite, que aún parece una muchachita de racho enrebozada y de guarachitos de plástico a la que le da vergüenza cualquier cosa y no sólo ser ella misma. Según narra, le pide a Selma que cante “ésa tan bonita de ‘La vida es una tómbola’, ahora que no la pasaban por televisión, pues sabía que a ella le encantaba: tenía un disco de 45 que ponía muy seguido. Selma me contestó que sólo si la acompañaba a bailar. Me daba una pena espantosa en medio de todo el mundo, pero la verdad era que hacía unos días me había enseñado y bailamos juntas con un nuevo tocadiscos que le llegó entre sus regalos, así que no tuve otro remedio que aceptar. Selma y yo dimos unos pasos de twist mientras ella cantaba y tuvimos mucho éxito, nos aplaudieron a rabiar, como dicen.”  
Fotograma de Los enredos de Marisol (1962)
  Vale decir que, como es del dominio público, eso de “La vida es una tómbola” remite y alude a “Tómbola”, la pegajosa y cándida cancioncita de la comedia musical Los enredos de Marisol (1962) —cuya actriz y cantante no se menciona en la novela—, muy popular en la radio de los años 60 (ahora se puede ver en YouTube); y que como signo de la época y de los humorísticos sinsabores y enredos de la novela, casi al final, en el susodicho pueblito de San Miguel, también se torna el soundtrack de Hugo cuando se liga a Gema, una jovencita que se convierte en su nuevo amor. Según dice, “Sólo pensaba que la vida es una tómbola, como decía la canción que se escuchaba por una radio y que luego se convirtió en nuestra canción. Gema era, para mí, de luz y de color.”  

Marisol cantado “La vida es una tómbola”
  La rutina de la vida doméstica de Hugo y Maite da un inesperado vuelco de 180 grados cuando él, ante la presencia de Selma Bordiú, por quien babea, decide “hacer una película”, que es su sueño guajiro, la ilusión de su vida. Mientras en la casa comienzan los preparativos con el apoyo logístico de Maite y el entusiasmo de Juana, quienes atienden a los espontáneos (incluso desconocidos) que se suman al proyecto y organizan reuniones, coreografías y francachelas, Hugo, con la Rana, buscan financiamiento y por ende, con la recomendación de Roberto Cortina, el tío de éste —un recocido escritor del establishment (contrario a José Revueltas) en cuyas novelas no toca al PRI “ni con el pétalo de una rosa”, que tiene “una credencial de inspector de Gobernación” (aunque no lo es) con la que se cuela a la Arena México y que termina de embajador en Bélgica, gracias a sus vínculos con Vania Balboa, una mujer cercana al poder presidencial— se presentan ante “dos hombres de Cinematografía”: uno gordo (Ochotorena) y otro chaparro (Barbosa), muy interesados en hacer, no cine de arte, sino una película comercial, “un éxito de taquilla” bajo una serie de coercitivas e interesadas concesiones y con Selma Bordiú de primera actriz y Julio Alemán de primer actor. Pero cuando por casualidad en un café de la Zona Rosa, Selma, acompañada de Maite, ve a ese par de supuestos funcionarios que participarán en la subvención de la película y que dialogan con Hugo y la Rana, el asunto le disgusta a tal punto que, sin dar explicaciones del por qué, se marcha ipso facto de la casa de sus anfitriones. Es entonces cuando Hugo, obsesionado y obnubilado por la actriz y vedette, emprende la búsqueda de ella para que regrese y participe en el filme (y en el soundtrack de su vida), mientras Maite la sustituye en los ensayos y sin revelar su desaparición a los contertulios, pese a los indicios que le chismea Lilia, la esposa de Néstor, sobre la leyenda negra que persigue a Selma Bordiú, llamada en los periódicos “la bomba de San José”, de quien se dice fue amante de un tal Jerónimo Velasco, un funcionario desaparecido y acusado de ladrón de joyas y dinero.

José Revueltas, narrador y guionista de cine
(1914-1976)
  El caso es que la presencia de Selma Bordiú incide en la fractura del matrimonio de Hugo y Maite. Y no vuelven a tener noticias de la actriz hasta que súbitamente aparece en el Cine Diana, donde se efectuará la premier de La extraña, “una película con pretensiones intelectuales y artísticas, pero sin renunciar al entretenimiento del pueblo y al progreso de la industria por el bien de México”, que es “Una respuesta” “a quienes criticaban el provincialismo y la mediocridad del cine nacional en fechas recientes, tan alejado ya de su época de gloria y tan pobre en comparación con la Nueva Ola francesa y el cine europeo de vanguardia”, según vocifera el “hijo de un viejo líder del Sindicato de Técnicos y Electricistas de México”, quien pasó “de diseñar bardas para el PRI a dictaminar asuntos estéticos en la Secretaría de Gobernación”. Selma Bordiú baja, no de un rutilante y largo auto tipo limusina, sino de un simple taxi y se acerca a Lombardi, el productor del filme, quien está en el repleto lobby del Cine Diana y con el que otrora tuvo una complicada relación (se dice que él la rescató de las garras de Jerónimo Velasco, pero luego la corrió de su casa). Tienen una ríspida discusión. Se oye un disparo. Alguien mata a Lombardi, cuyo cuerpo queda desangrándose en la alfombra roja. Entre el multitudinario zafarrancho y la gritería, Selma desaparece. Y Hugo y la Rana, junto con otros, son detenidos en la redada policial y llevados a la cárcel.



IV
Vale subrayar que las alusiones a películas y las sucesivas comparaciones con las estrellas del cine mexicano (sobre todo con éste), hollywoodense y europeo son una constante y un condimento humorístico de la trama de La bomba de San José. Cierto es que Hugo es un novato en eso de escribir un guión y agenciarse recursos para producir un filme; pero tiene 30 años y sus vivencias cinéfilas y por ende resulta un craso error de Ana García Bergua que le haga decir a su personaje: “Una tarde me fui a comer solo por ahí y luego me metí al cine a ver La noche de la iguana, con Elizabeth Taylor.” Pues La noche de la iguana (1964), película fotografiada por Gabriel Figueroa y dirigida por John Huston, basada en el cuento homónimo de Tennessee Williams, filmada en 1963 en locaciones de Mismoloya, cerca de Puerto Vallarta (lo que atrajo la atención de paparazzis y publicaciones que Hugo pudo hojear), no tuvo como figura estelar a Elizabeth Taylor, presente en el rodaje en calidad de novia de Richard Burton, quien encarnó al protagonista (un alcohólico sacerdote que labora de guía de turistas gringas pastoreadas en un autobús), quien actuó junto a Ava Gardner, Deborah Kerr y Sue Lyon (¡la Lolita de Stanley Kubrick!).
Portada del DVD de La noche de la iguana (1964)
  En este sentido, también resulta erróneo que, luego de que Hugo y la Rana hubieran sido sacados de la cárcel en la madrugada por Ochotorena y Barbosa y, compinchados con policías, los lleven secuestrados y golpeados en “un enorme Chevrolet negro”, Hugo relate: “Me hubiera gustado saber por dónde andábamos, nada más sintiendo las vueltas y los topes del camino, como Axkaná González en La sombra del caudillo, pero la ciudad había crecido una barbaridad y había baches por todas partes, así que fue imposible saber, y más haciéndome el desmayado”. Pues La sombra del caudillo (1960), película dirigida por Julio Bracho, basada en la novela homónima que Luis Martín Guzmán publicó en 1929, luego de que “El 17 de julio de 1960 se exhibió de manera privada en el Cine Versalles” y “días después en el Festival Internacional de Cine de Karlovy Vary”, en Checoslovaquia, fue sucesivamente censurada por el hegemónico gobierno mexicano emanado del PRI; de modo que sólo 30 años después, “el 25 de octubre de 1990” se autorizó su estreno en la Sala Gabriel Figueroa de la Cineteca Nacional. (Ahora circula en DVD y antes lo hizo en VHS).

Forros del DVD de La sombra del caudillo (1960)
       En las páginas iniciales, cuando Selma ya tiene “cerca de un mes” refugiada en la casa de Hugo y Maite, peina con brillantina a Lorenzo, el hijito de éstos, y le dice sin que el niño sepa de quién chinitas se trata: “Estás igualito a Jorge Negrete”. Lúdicas frases parecidas o semejantes a ésta aparecen a lo largo de la novela. Por ejemplo, en un pasaje Maite recuerda que su único contacto con la policía había sido cuando a su casa fue “un motociclista muy mono, igualito a Luis Aguilar”, quien recogió un uniforme utilizado por Hugo para un anuncio de la agencia de publicidad; lo cual alude a la película A toda máquina (1951), icónico y popular churro de la “Época de Oro” del cine mexicano, donde Luis Aguilar es protagonista con Pedro Infante. 

Pedro Infante y Luis Aguilar
Fotograma de A toda máquina (1951)
  Y en otro ejemplo, Faustino, coreógrafo gay del Teatro Blanquita que da un taller de danza en la Casa del Lago, quien se hace amigo de Maite cuando en la casa él monta los ensayos coreográficos para el  filme que protagonizaría Selma Bordiú, la invita a “una pequeña sala de cine, adentro del instituto francés” —obvia alusión al IFAL (Instituto Francés de América Latina), reducto precursor de los cineclubs en la Ciudad de México—, donde se proyecta La noche (1961), de Michelangelo Antonioni, y donde luego hay un debate en el que se habla “del neorrealismo italiano y la Nueva Ola francesa” y en el que participa Néstor, el francófilo y trajeado amigo de Hugo que maneja un Citroën. Pero lo más sintomático del caso dentro de la iconografía de la época es que Maite, quien por entonces aún es lega en cine de arte, para ir allí se corta “el pelo chiquito” como vio “en una revista que usaba la protagonista de Sin aliento”. 

     
Jean -Paul Belmondo y Jean Seberg
Fotograma de Sin aliento (1960)
       Es decir, siguiendo el juego de las equiparaciones que pueblan la novela, Maite se ve igualita a Jean Seberg, protagonista de À bout de souffle (1960), icónica película de la “época dorada de la Nouvelle Vague”, dirigida por Jean-Luc Godard en base a un guión de François Truffaut. Así, además de que según Hugo una escena coreográfica propuesta por Faustino “iba a ser como de película de Antonioni” (el “protagonista, cuando está entre toda esa gente que baila gogó en la boȋte, bebe de más, se queda dormido, y en su mente abrumada por los humos de alcohol se le aparece un número como de Ninón Sevilla en el infierno”), Maite, ya con tales tablas, atildada para ir un sábado a la Casa del Lago, donde verá una adaptación teatral de La montaña mágica (1924), la enorme novela de Thomas Mann (en la que “Gastón Melo hacía el papel de Hans Castorp”, alusión al dermatólogo y escritor Juan Vicente Melo, quien en los años 60 dirigió la Casa del Lago), ve que Lucila, la esposa de la Rana, “Iba toda vestida de negro, como la protagonista de la película de Antonioni”.

Jeanne Moreau
Fotograma de La noche (1961)
     
Monica Vitti
Fotograma de La noche (1961)
      En este sentido, resulta consecuente que entre la multitud que se aglomera para asistir a la susodicha premier de La extraña, Lucila y su prima (con sus “vestidos plateados de cóctel”, “parecían marcianas”) peguen locuaces brinquitos cuando ven que uno, quizá actor, “se parecía mucho a Arturo de Córdoba”; y que la llegada de Lombardi al Cine Diana, con su pringa de Orson Welles, resulte peliculesca, según la narra Hugo: “Estábamos en la acera, hurgándonos los bolsillos para pagar las mentas junto al puesto de dulces, cuando el potente reflector instalado en el camellón de Reforma, que lanzaba luces al cielo se enfocó sobre un enorme Chevrolet negro y reluciente, del que descendieron tres señoras, a cual más glamorosas, Anchondo [el jefe de producción de los Estudios América] y, tras de él, el corpulento Lombardi, vestido de impecable smoking. A su edad lucía un envidiable copete, estratégicamente encanecido y un aire como de Orson Welles, aunque pelirrojo. Reconocí entre las actrices a Irasema Dilián y a Silvia Pinal”.

Orson Welles
  Pero el non plus ultra de las comparaciones cinéfilas, de los guiños, de lo paródico, de lo humorístico, de lo grotesco y peliculesco tiene su clímax en el relato de todo lo que se describe y narra en torno al secuestro de Hugo y la Rana. Pues el tal Jerónimo Velasco, enriquecido, mafioso y poderoso ante el poder gubernamental que lo ha tolerado (es ahijado de la madre del presidente de México), protegido por un círculo de guardaespaldas y con un grupo de policías armados que custodian su estrambótica y peliculesca mansión en el Ajusco, se ha empecinado en patrocinar el rodaje de un filme donde actúe Selma Bordiú y un héroe que lo aluda y exalte. Para ello ha secuestrado a actores, actrices, dobles (entre ellos una serie de Selmas), extras, técnicos y demás. Encerrados en una habitación, la Rana y Hugo tienen la obligatoria encomienda de escribir el guión al gusto y cambiante capricho de Jerónimo Velasco, a quien curiosamente no equiparan con ningún actor o cineasta, pero sí a su todopoderoso y temible dedo flamígero, precisamente ante los elegidos con quienes oficia un coercitivo y literal “juramento con sangre”: “Necesito que este grupo selecto me haga una promesa. Y nos señaló con el dedo girando lentamente, como si fuera una cámara y nos estuviera filmando, igualito a Demetrio Bilbatúa”, quien es un conocido documentalista de origen español afincado en México. En este sentido, el gordo y el chaparro (Ochotorena y Barbosa), pasan a ser Batman y Robin. Y el “especie de mayordomo” que inicialmente los atiende en el cuarto que les destinan en la mansión es, dice Hugo, “igualito a Germán Robles disfrazado de Boris Karloff”; y por ello, para él, cada vez que aparece (como si saliera a cuadro) es Boris Karloff.  

      
Germán Robles
     
Boris Karloff
       
Claudio Brook
Fotograma de Simón del desierto (1965)
       
Fu-Manchú (Christopher Lee)
      Llega el tiempo de encierro en que, según la Rana, Hugo comienza a parecerse “a Simón del Desierto”, y por ende el lector lo visualiza igualito al barbado y peludo Claudio Brook en la película homónima que Luis Buñuel estrenó en 1965. Y cuando además a la Rana, que es lampiño, le han “salido unos bigotes como de Fu Man Chu”, concluyen el guión titulado Tormenta de pasiones, cuyo opción titular: Águila sin nido, resuena en El águila en la tormenta, nombre elegido por Velasco para el rodaje que dizque dirige un lector de Carlos Castaneda: Néstor el Yaqui Mendoza, “autor de una sola joya de la Época de Oro”, cuyo signo definitorio es su adicción a las drogas y a la psicodelia, por lo que aspira realizar en Los Ángeles “un proyecto muy personal”, “esotérico, con unos huicholes y canciones de Bob Dylan”. Y como la película se sitúa en una isla tropical (de utilería y cartón piedra), Jerónimo Velasco, en su delirio, dice: “si logramos filmar algo como Redes, nos habremos asomado un poquito a la gloria”. Con lo cual deifica el accidentado y controvertido mediometraje fotografiado en blanco y negro por Paul Strand en Alvarado, Veracruz, cuyo estreno data de 1936.

Portadilla de Redes (1936)
DVD incluido en Paul Strand en México (La Fábrica, 2010)


V
Sin desvelar todo el carozo de la mazorca y sin desmenuzar cada uno de los granos de la urdimbre, vale puntualizar que paralelamente a las aventuras y peligros de Hugo y la Rana, Maite vive sus propios dilemas y aventuras, su particular aprendizaje y afirmación de sí misma como mujer independiente, responsable de sus propias decisiones eróticas, sentimentales y laborales. En tal proceso educativo e idiosincrásico se cuentan las desconcertantes sorpresas que le da Juana, la criada; lo que concierne al período en que trabaja en El Lirio, la mercería de su tía Clotilde, solterona española que tiene un secreto amante español que en la clandestinidad planea, con otros conspiradores, derrocar con un asalto armado al general Francisco Franco. Y entre varios etcéteras, lo mas jocoso, lascivo y pintoresco es su irresistible, furtivo y volátil affaire con Néstor, el esposo de Lilia y colega de Hugo, quien además de los visos de su ambigüedad moral y verdadera índole sexual, noveliza tales vivencias en El animal salvaje, una obra que le publica Joaquín Mortiz, gracias al poderoso influjo de Vania Balboa.


Ana García Bergua, La bomba de San José. Dirección de Literatura de la UNAM/Ediciones Era. 2ª edición. México, 2015. 344 pp. 


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Enlace a Marisol cantando "Tómbola"; pasaje de Los enredos de Marisol (1962), película dirigida por Luis Lucia Mingarro.
Enlace a un pasaje de Los aristogatos (1970), filme dirigido por Wolfgang Reitherman, donde la voz de Tin Tan, y la de otros, cantan "Todos quieren ser ya Gatos Jazz".
Enlace a un trailer de Sin aliento (1960), película dirigida por Jean-Luc Godard.
Enlace a un trailer de La noche (1961), película dirigida por Michelangelo Antonioni.
Enlace a un trailer de La noche de la iguana (1964), filme dirigido por John Huston.
Enlace a La sombra del caudillo (1960), película dirigida por Julio Bracho.
Enlace al filme A toda máquina (1951), dirigido por Ismael Rodríguez.
Enlace a un pasaje de Simón del desierto (1965), película dirigida por Luis Buñuel.
Enlace a un trailer de El castillo de Fu-Manchú (1969), filme dirigido por Jesús Franco.

martes, 22 de septiembre de 2015

Aquello estaba deseando ocurrir


Ese tiempo es ahora

I de VI
Editado por Tusquets Editores con el número 849 de la Colección Andanzas, Aquello estaba deseando ocurrir, libro que reúne trece cuentos del prolífico escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), apareció en Barcelona en “febrero de 2015” y en la Ciudad de México en “mayo de 2015”.
Dispuestos sin orden cronológico, cada cuento está fechado al final. Esto indica que el más viejo data de 1985 y de 2009 el más reciente. No obstante, dado el profesionalismo y la rigurosidad que caracterizan la premiada y reconocida narrativa del autor (es el onceavo libro que publica en Tusquets), y pese a que no lo refiere en una nota (tampoco dice si un cuento, varios o todos estaban inéditos o si se publicaron en Cuba de manera dispersa o en algún libro), es muy probable que los haya revisado para su edición en el presente título que circula y circulará en distintos países del orbe del español.
Leonardo Padura
Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015
  Mario Conde, el célebre detective creado por Leonardo Padura, actúa en ocho de sus novelas anteriores a este libro de cuentos. Pero si bien en Aquello estaba deseando ocurrir no hay ningún relato policíaco ni en ninguno aparece Mario Conde, el consubstancial e idiosincrásico contexto social y político que vincula a los cuentos con tales novelas es el síndrome de pobreza, de miseria y rezago (en todos los órdenes) y la falta de libertades y de opciones democráticas y laborales que en Cuba implica y conlleva el estrepitoso fracaso social y cultural de la Revolución Cubana, la esclerosis múltiple de la economía y la corrupción burocrática y política del supuesto y demagógico socialismo; de ahí los visos de cubanos en el exilio, en particular en Estados Unidos.
En el primer cuento: “La puerta de Alcalá” (1991), Mauricio —“un oscuro y sancionado periodista cubano, acusado de no poseer la suficiente firmeza ideológica para ser un orientador de masas, según consta en su expediente”—, ha concluido sus dos años punitivos en las filas militares apostadas en Angola, temiendo morir durante “una inminente invasión sudafricana” y sujeto a la cotidiana y represiva orden de no caminar por las calles de Luanda después de las 18 horas. Gracias a su cultivada amistad con Alcides, el director del “semanario de los colaboradores en Angola”, consigue que su regreso a Cuba, a principios de febrero de 1990, sea vía Madrid. “Te vas el día tres por Madrid. Llegas allá a las cuatro de la tarde y sales el cuatro a las diez de la mañana para La Habana.” Le anuncia Alcides. El meollo: Mauricio, en Luanda, adquirió un libro iconográfico sobre Diego Velázquez, de segunda mano, y se obsesionó por la vida y obra del pintor y por María Fernanda, la otrora poseedora del libro, quien lo firmó y fechó el 9 de julio de 1974. Así que al leer en el Jornal de Angola una nota sobre la “exposición del siglo”: “TODO VELÁZQUEZ”, montada en el Museo del Prado “entre el 23 de enero y el 30 de marzo”, apeló la gestión con Alcides para pasar por Madrid y ver la retrospectiva, en particular dos cuadros. Pero cuando llega allí el museo está cerrado (por ser lunes) y a quien se encuentra caminando en las inmediaciones de la Puerta de Alcalá es a otro cubano: Frankie, a quien no veía desde hacía una década, cuando a él le faltaban tres meses para graduarse de filólogo y su amigo de arquitecto. Por entonces, Mauricio soñaba con ser un gran escritor y Frankie con ser un gran arquitecto.
Leonardo Padura
      Además de la resonancia tácita e histórica que implica que Frankie se haya ido a Estados Unidos por el puerto de Mariel declarando, para salir, que “era maricón” (durante el llamado “Éxodo del Mariel”, sucedido en 1980, entre el 15 de abril y el 16 de octubre, más de 125 mil cubanos se embarcaron rumbo a la Florida), Frankie y Mauricio trazan dos modelos contrapuestos. A Frankie, desde el punto de vista económico, le fue bien. Viste con elegancia y vive con solvencia en New Jersey (sin mujer ni hijos); está en Madrid por un congreso de arquitectura, pese a que no construye, pues trabaja “en una compañía especializada en las demoliciones”. El domingo vio la exposición de Velázquez y regresa a Estados Unidos el mismo martes en que su amigo vuela a Cuba. Mauricio, en cambio, viste con raída modestia y sólo tiene 16 dólares en el bolsillo. Pero añora su casa en La Habana, “con la mujer, los perros y los libros que tanta falta le hacían para vivir”. Más o menos a semejanza de Mario Conde, es un escritor frustrado con aspiraciones de escribir una obra que lo reivindique. Según le dice a Frankie, “Antes de ir para Angola todavía hacía el intento a cada rato. Publiqué como tres cuentos, pero son una mierda, no es lo que quiero. Eran cosas demasiado evidentes. Ahora a lo mejor escribo algo sobre una mujer que se llama María Fernanda y se pierde en la selva, y de un periodista que se enamora de ella y trata de imaginar qué le pasó.” Pero si el teniente investigador Mario Conde sueña con escribir una novela escuálida y hemingwayana, el periodista Mauricio planea “evitar cualquier influencia hemingwayana”. En lo que sí coinciden, curiosamente, es en el ámbito del pre de La Víbora, en su afición por el ron, por el béisbol, por los Industriales, por los Creedence y por las novelas de Raymond Chandler, además de que el Flaco Carlos, el más fraterno de los fraternos compinches de Mario Conde, está condenado a una silla de ruedas debido a una bala que en Angola le dio en la columna; y otro, Andrés, el reputado médico y otrora buen pelotero, en su momento y dada la asfixia y mediocridad laboral del entorno cubano, también emigra a Estados Unidos en la búsqueda de una mejor posición y un mejor futuro, para él y los suyos.
Según evoca la voz narrativa, Mauricio y Frankie “Se habían conocido cuando comenzaron el décimo en una secundaria de La Víbora y fueron compañeros de aula hasta terminar el pre. Los cinco años de la carrera los distanciaron un poco, se veían alguna noche para ir al estadio si los Industriales estaban en buena racha o los sábados para oír discos de Chicago y los Creedence y tomarse unos tragos de ron, pero Mauricio siempre lo consideró un buen amigo. Además, tenían otros gustos en común —Marilyn Monroe (como excepción) y las mujeres trigueñas (como patrón), las novelas de Raymond Chandler, el bar del Hotel Colina con su mural de perritos bebedores y los blue-jeans y las sandalias sin medias— y sentían lástima por los perros callejeros [ídem el Conde y por ende adopta y bautiza al perrucho Basura y luego a Basura II] y cierta inquina indefinible por los maricones. Y como Frankie era católico y Mauricio ateo maldiciente, nunca hablaban de religión: preferían soñar qué serían en el futuro. Claro: un gran arquitecto y un escritor famoso.”
II de VI
En julio de 2005 se publica La neblina del ayer, novela que Leonardo Padura firma en “Mantilla, verano de 2003-otoño de 2004”, donde recupera la figura de Mario Conde, luego de su protagonismo, como teniente investigador, en la cuarteta “Las cuatro estaciones” (de las que también escribió cuatro guiones de cine, “que algún día se filmarán, si Dios y el dinero lo quieren”): Máscaras (1997), Paisaje de otoño (1998), Pasado perfecto (2000) y Vientos de Cuaresma (2001). En La neblina del ayer, Mario Conde hace 13 años que se retiró de la policía y tiene por raquítico y ambulante oficio la compraventa de libros de viejo, entre ellos auténticas joyas bibliográficas, cuya reventa se potencia con los contactos y las habilidades mercantiles de su socio Yoyi el Palomo. Una de sus caminatas (voceando su oficio a cogote pelado) lo llevan a una delirante y regia biblioteca resguardada en un “caserón decadente y umbrío de El Vedado”, donde el Conde descubre, entre las páginas de un recetario imposible impreso en 1956, el recorte de un ejemplar de la revista Vanidades fechado en mayo de 1960, donde una hermosísima cantante de boleros: Violeta del Río, “la Dama de la Noche”, anuncia su inminente retiro y su última presentación en el “segundo show del cabaret Parisién” (donde otrora Frank Sinatra cantara ante la mafia), pese a que en su breve y vertiginosa carrera apenas había grabado el “single promocional Vete de mí, como adelanto de su long play Havana Fever”, que nunca se hizo. Esto es el germen que inocula e induce al Conde —detective nato, sabueso por naturaleza—, a rastrear la vida y los entretelones de tal fugaz bolerista, y la razón por la cual la novela se divide en dos partes tituladas como si fueran el par de lados de un disco de 45 revoluciones: “Cara A: Vete de mí” y “Cara B: Me recordarás”. 
   
Colección Andanzas  núm. 577, Tusquets Editores
México, julio de 2005
       En el segundo cuento del libro: “Nueve noches con Violeta del Río”, datado en 2001, Leonardo Padura traza una variante de tal bolerista, cuyo preludio es una breve nota que reza: “Los boleros reproducidos total o parcialmente en el relato son: Me recordarás, de Frank Domínguez; Vete de mí, de Virgilio y Homero Expósito; y La vida es sueño, de Arsenio Rodríguez.”
Vale observar que la Violeta del Río del cuento, “La Dama Triste del Bolero”, nocturna estrella de La Gruta, un cabaret en La Rampa de La Habana, no es tan hermosa como “la Dama de la Noche”, la cantante de la novela, pero sí posee una virtud seductora para atraer y encandilar a un jovenzuelo que “el 13 de diciembre de 1967” cumplió 18 años. Cuando a fines de septiembre de 1968 el joven ya está en el “segundo curso en la universidad” y mora becado en una “habitación de la residencia universitaria” y vuelve a regalarse una noche en La Gruta oyendo la voz de Violeta del Río y mirando su actuación, ve que ella lo reconoce y canta y actúa para él, y por ello le brinda nueve noches de indeleble banquete sexual. La décima noche de amour fou debió ocurrir el 2 de octubre de 1968, pero esa vez el joven encontró clausurado La Gruta y todos los cabarets de La Rampa. La represiva causa revolucionaria: “todo el país debía ponerse en función de la Gran Zafra Azucarera, los clubes y cabarets de La Habana habían sido decretados antros de decadencia burguesa y nocturnidad perniciosa” y por ende “todos los artistas de clubes y cabarets habían sido enviados a sembrar café en el llamado Cordón de La Habana”. 
       Luego de “Dieciocho días de investigación” detectivesca, el joven obtiene indicios de que “los artistas” laboran entre los cafetos del Calvario; allí, un “viejo cantante, bien conocido en el país por sus frecuentes apariciones en la televisión, donde solían calificarlo como ‘La Voz de Oro del Bolero’”, le dice que Violeta del Río “vino dos días la semana pasada” y que si quiere verla tendrá que ir a Miami, pues le “dijeron que el lunes se fue en una lancha”.
Colección Andanzas núm. 849, Tusquets Editores
México, mayo de 2015
  La voz narrativa, que es la voz del otrora jovenzuelo que se enamoró de la bolerista Violeta del Río, cuenta que la volvió a ver 30 años después, en Miami, cuando “en mayo de 1998” viajó “por primera vez a los Estados Unidos, invitado a participar en un encuentro académico, y antes de regresar a La Habana logré pasar varios días en Miami, donde ahora viven muchos de mis viejos amigos, mi única hermana, casi todos mis primos y los que todavía respiran de mis tíos.” Sin buscarla ex profeso, la “noche del 16 de mayo” de 1998 la descubre en La Cueva, “un club de Miami Beach”, “uno de los muchos locales de moda en Ocean Drive”. Pero él tiene ahora casi 49 años y mujer y Violeta del Río, quien fuera la pequeña y esbelta “Dama de Triste del Bolero y animara las noches perdidas de La Gruta, tenía sesenta años, algunas libras de más, un poco menos de su voz gruesa de entonces y el pelo de un rubio más exagerado, cayéndole ya sin furia sobre la cara. Sin embargo, dueña de sus posibilidades, el espectro de la mujer que una vez me había enloquecido, todavía conservaba una fascinante comunicación con sus canciones, siempre susurradas, como dichas al oído, con aquel sentimiento interior que tan bien sabía expresar Violenta del Río.”
III de VI
Curiosamente, otro par de cuentos reunidos en Aquello estaba deseando ocurrir abordan el tema de la femme fatale, una seductora mujer que toma la iniciativa sexual y dirige los rituales y vericuetos lúbricos sobre la voluntad del hombre. En “Nueve noches con Violeta del Río” esto ocurre de manera clara y fehaciente entre el cabaret La Gruta y el cuartucho de una sórdida posada cercana a la universidad; y de un modo voluptuoso y lúdico se plantea y narra en “El destino: Milano-Venezia (vía Verona)” (1996) y en “Nochebuena con nieve” (1999).
En “El destino: Milano-Venezia (vía Verona)”, Miguel Fonseca, un pobretón periodista cubano que se halla en Milán sin un clavo en el bolsillo, recibe de su amigo Bruno, como regalo por su 38 aniversario, un boleto de tren, “de ida y vuelta”, para que conozca Venecia durante un día (“un mito de lo deseado”: “ir a Venecia a enamorarme de una mujer”), previo al festín por su cumpleaños y ante la inminencia de su regreso a La Habana, pues su visa expira y no podría eludir la deportación a Cuba, donde lo espera “un minúsculo apartamento donde nunca llegaba el agua corriente” y un sueldo de periodista que “ya no le permitía ni alimentarse bien”. En el compartimiento de segunda clase del “intercity Milano-Venezia (vía Verona)”, Miguel Fonseca se sienta frente a una atractiva y joven mujer, de lentes y de ojos verdes, quien lee en español al “Inca Garcilaso de la Vega. Comentarios Reales de los Incas. Historia General del Perú. Tomo II”. El circunstancial diálogo le revela que la fémina se llama Valeria, “que vivía en Padua y hacía estudios de posgrado en Madrid sobre la literatura española de los Siglos de Oro”. Valeria, que detesta Venecia (le resulta “una ciudad que parece un decorado para turistas”), lo invita a Padua, donde tiene un departamento y dice conocer los frescos de Giotto, dado que trabajó dos años como restauradora en “la capilla Scrovegni”. Pero el intríngulis de la invitación visual y estética, ya en el departamento y en medio de “la nube erótica”, ella se la apostrofa: “Me gustas, hombre”. Y le revela, con énfasis existenciales y egocéntricos, las reglas del efímero y fugaz juego sexual y clandestino que ella dirige: es casada y su “marido está ahora en París y llega en dos días”, pues, le dice, “Vivimos en Chioggia, a treinta kilómetros de aquí, en la casa de su familia, que por cierto tiene mucho dinero... Son marqueses... Yo creo que lo quiero a él, aunque sea capaz de hacer lo que he hecho contigo.” Así que la marquesa le regala, por gusto y placer, “Un día con dos noches” de lujuria (quizá los “tres mejores días de su existencia”), incluida “una bolsa con dos calzoncillos, una camisa y un cepillo de dientes”, pues Miguel Fonseca no lleva más que la ropa que viste.
Capilla de los Scrovegni
Padua, Italia
  Pero la quintaescencia y el nom plus ultra de lo erótico y pornográfico se lee en “Nochebuena con nieve”. Urdido con la mordacidad, el lúdico y deslenguado sarcasmo y el hilarante humor negro que no pocas veces refulge en las páginas del autor salpimentadas de cubanismos y modismos extirpados del habla cubana (mientras al unísono hace una crítica corrosiva y radiográfica del empobrecido entorno social engendrado por la Revolución dizque socialista), el relato cuenta la aventura sexual que el Monchy, un desgarbado borrachín de 37 años caído en el paro, vive la noche del 24 de diciembre de 1993. Rumiando las minucias y matices de su arraigada frustración y pobreza, el Monchy bebe cerveza sin hielo en el bar La Conferencia, donde es habitual. Inesperadamente aparece por allí su ex cuñada Zoilita, de 22 años, a quien conoce “desde que cumplió doce o trece años” y quien le gustaba y le gusta más que su ex esposa Zenaidita, quien, por cierto, le puso los cuernos “con un negro carpetero del Hotel Nacional”. Como si se tratase de un delirio etílico, Zoilita lo invita a beber al departamento de su abuela Zoraida, quien se ha ido “a pasar el Fin de Año a Las Villas” con su tía Zeida. Pero el meollo de la invitación radica en que Zoilita, quien aprendió a masturbarse espiando al Monchy mientras fornicaba con su entonces esposa Zenaidita, lo ha llevado allí para corporificar sus recónditos y fogosos deseos sexuales. De modo que ella, con su lenguaje “de estibador del puerto”, dirige y mueve la batuta de todo el erótico, jocoso y pornográfico episodio hasta que “Aquella Nochebuena (jamás se ha empleado mejor el calificativo) terminó como debía: con un final típico de cuento de hadas. Zoilita vio en un reloj que faltaban treinta y cinco minutos para las doce y recordó, en el mejor estilo de Cenicienta, que debía estar a medianoche en la casa de su novio. Se vistió deprisa, se recogió el pelo y se pasó un creyón por los labios” antes de decirle: “Quédate hasta que quieras. Cuando salgas, cierra y mete la llave por debajo de la puerta.”
El caso es que desde la tarde de esa fría Navidad, el Monchy hace guardia frente al edificio donde debía aparecer Zoilita “con la intención de regar las matas de su abuela”. Pero quien aparece caminando por allí, después de seis días de mísera guardia, es su ex esposa Zenaidita, quien le sorraja su sonoro “regalo de Fin de Año”, luego de saludarlo con “su habitual tono destructivo”: “Coño, Monchy, pareces un perro flaco con sarna”. “Está en Miami, se fue la madrugada del veinticinco en una lancha que vino a buscar a la familia del novio. Ya hablamos dos veces con ella y dice que está bien y que Miami es precioso y que...” blablablá.
IV de VI
Vale acotar que el tema de la mujer que toma la iniciativa sexual y manipula sobre la voluntad del hombre, de manera mínima y efímera también se advierte en un pasaje de “Mirando al sol” (1995). Desde la perspectiva del modo de hablar y pensar a lo idiota, en este cuento se narran las inmorales miserias y las sórdidas correrías delictivas y de baja raigambre de un abominable y vomitivo grupúsculo de vándalos habaneros, apostadores, drogadictos, briagos y promiscuos, quienes se intercambian las mujerzuelas que sexualmente alternan con ellos en orgías grupales, cuyo destino, luego del asesinato de un par de negros delincuentes y de un policía, es fugarse en una lancha rumbo a Miami, pero cuya falta de pericia, de combustible, de víveres y de agua los va desapareciendo en el mar hasta que ya cerca de la costa norteamericana (eso se infiere), con un helicóptero de la policía gringa sobre el bote, sólo uno de ellos está consciente. Entre las libertinas que se revuelcan con tales fétidos malhechores hay una: “la rubia Vanessa”, que nunca fornica con la pandilla porque vocifera que son “unos salvajes” que dejan “marcas” y “ella lo que quiere es una yuma que le dé dólares y la ponga a vivir en París”. Sin embargo, por su regalada y placentera voluntad, de pronto aparece desnuda entre ellos y, haciéndose la dormida, deja que le den por donde sea y como sea.
     Mientras que en el cuento “Según pasan los años” (1985) tal tema apenas se atisba e implícita y tácitamente se sugiere en potencia. Es decir, aquí se narra el reencuentro de Lucrecia y Elías, ambos de 27 años, el día del sepelio de José Manuel, quien murió en un accidente automovilístico. Los tres fueron compañeros en la secundaria y en el pre. Y por entonces, a sus 15 años, Lucrecia y Elías fueron novios y entre ellos terció e intrigó el fallecido. Al momento de morir, José Manuel era un funcionario del Ministerio de Comercio Exterior con viajes al extranjero; Lucrecia trabajó en un Municipio de Cultura y ahora lo hace en una editorial; y Elías, con los estudios universitarios truncos, está recién llegado en La Habana tras dos años de servicio militar en Angola. El memorioso y melodramático diálogo que inician en las honras fúnebres de su amigo, lo prosiguen en la penumbra de un club nocturno donde otrora, quinceañeros, fueron enamorados. Allí se agasajan y besan como “hace doce años”. Y entre los entresijos de lo que conversan y ocurre se entrevé que Elías anhela el inicio de una relación amorosa. Pero es Lucrecia la que marca el rumbo y decide, al final, que cada uno se va para su casa. “Todo como aquella noche.”
Cuarta de forros
  Vale añadir que en los otros cuentos de Aquello estaba deseando ocurrir tal tema está ausente e incluso, en “Los límites del amor” (1987) se bosqueja más o menos lo contrario. En los polifónicos fragmentos de éste, algunos escritos en segunda persona, figura una pareja de cubanos que “Durante veinte meses” han sido amantes en un departamento de la décima planta de un edificio que en Luanda acoge a ciertos militares desplazados en Angola. Él, Ernesto, “segundo jefe de la guarnición”, durante los dos años de encomienda en Angola también ha sido asaltado y acosado por el miedo a morir. Y ella, Magaly, de entre 22 y 23 años de edad, es una “secretaria, soltera, camagüeyana, joven y bonita”, que él sedujo recién llegada de Cuba para que ex profeso se ocupara de los menesteres de la cocina y de la cama en el departamento que a él le asignaron. Pero Magaly se enamoró de Ernesto y supuso que sería su pareja. Ernesto también se enamoró, pero no tanto, pues en La Habana tiene a Tania, que es ingeniera y su esposa desde hace diez años, a quien quiere y con quien se cartea constantemente. Ahora, con muchos deseos y añoranzas de su vida en la isla (incluso tiene dos perros que evoca: el Terry y el Negro), Ernesto está a punto de volar a La Habana. Magaly lo presiona para que opte por ella y en su interior él se interroga y debate sobre lo que debe hacer ante ambas mujeres. ¿A quién escoger? ¿Con quién quedarse? Pero sobre el dolor y el desasosiego de la joven, Ernesto elige e impone su matrimonio y Magaly, que regresará a Cuba cuatro meses después, quizá no acepte el melodramático segundón papel de “querida”, de vergonzante segundo frente. 

V de VI
Por su parte, el cuento “El cazador” (1990) es protagonizado por un solitario, sombrío y joven homosexual que, desde su marginalidad y devaneos memoriosos e interiores, sale por los noches de su cuchitril habanero en busca de una aventura erótica o si es posible de una nueva relación amorosa. Y en “La muerte pendular de Raimundo Manzanero” (1993), de un modo fragmentario y polifónico se narran los equívocos y los antagónicos testimonios que rodean el misterioso e incomprensible suicidio de un hombre “de 46 años, casado,” que era “subdirector económico en funciones de la Dirección Nacional del CAN (Combinado Avícola Nacional)”, quien el domingo 21 de octubre de 1988 se ahorcó en su casa ubicada en “la calle Josefina 146 en el reparto Sevillano” de La Habana. Mientras que en “La pared” (1989) el “compañero Élmer Santana”, un gris burócrata que “estudió Economía porque bajó una orden de que era necesario para el país y no tuvo el valor de decir que no”, quien “dejó de jugar pelota porque en el pre fue dirigente y asistió a todas las actividades, las reuniones, los círculos de estudio y no pudo clasificarse entre los veinticinco peloteros de la provincia para la Nacional Juvenil y se mintió a sí mismo diciéndose que, total, la pelota no era lo importante”, contrasta y reflexiona sus ocultas frustraciones y sueños decapitados (quiso ser pelotero e ingeniero y viajar a Australia) al ver a un niño que bolea contra la pared en los bajos del edificio donde en La Habana se halla su oficina, con el cual charla brevemente, en tanto se proyecta en su infantil figura (quizá de ocho años de edad, zurdo como él y con su mismo nombre y el nombre de su hijo, quien además usa una gorra parecida a la que él usó y con un perro “sato blanco y negro de rabo enroscado y orejas duras” que le recuerda al perro que tuvo). 
     
Segunda de forros
           Y en “Adelaida y el poeta” (1988), un petulante y joven poetastra del establishment a punto de publicar un nuevo libraco (pero que subsiste en un cuartucho plagado de humedad y limitaciones) que cada dos meses asiste a la Casa de la Cultura (en el coche del Municipio de Cultura que pasa a recogerlo como si fuera una rutilante estrella) para oír y asesorar los trabajos de los aficionados y aprendices de un “taller literario municipal”, no se atreve a decirle a Adelaida, una anciana de 62 años que lo adora, admira e idealiza, lo que realmente piensa de su sensiblero y autobiográfico cuento (que no le publicaría “alguna revista de la Unión de Escritores” o sea de la UNEAC) y que al corro ella les receta de viva voz, y que ilusionada y felizmente concluyó aporreando su “esclerótica Underwood” durante “quince días”, bajo la cercana pero distante impronta de “un libro de Hemingway” que le gusta leer en la cama “Desde que el joven poeta les habló de la técnica de Hemingway”. Y en “Sonatina para Rafaela” (1988) una pianista no muy vieja, pero ya con 25 años de tocar el mismo piano en un mismo restaurante (le faltan “cuatro años para retirarse”), de la parada de la guagua cercana a su casa donde día tras día la espera y viaja 28 minutos de ida (y luego hará otros 28 minutos al regreso), hace el recuento de ciertas menudencias y carencias que signan la pobreza de su vida doméstica y la mediocre monotonía que implica “repetir las mismas canciones, en igual orden,” —las mismas doce piezas que estipula “la norma para músicos de centros gastronómicos de categoría uno”—, “todos los días, almuerzo y comida, Fin de Año y Primero de Mayo y día de los Padres”—, para decantarse en una inesperada y explosiva euforia bridando con el cantinero (lo cual rompe con su sobria rutina y conducta) —tras un espontáneo señalamiento del paso tiempo que oye decir a uno de los comensales (“Esa pianista debió de haber sido una mujer bonita”)—, rubricándola para sí con Según pasan los años (“Hace como un siglo que no la toco”), lo cual implica la íntima remembranza de un lejano e íntimo episodio, de cuando aún soñaba en convertirse en una gran pianista, con “Vestidos, luces, aplausos y un piano Steinway de cola, negro inmaculado, y un gran escenario, tachonado de terciopelo rojo”: 

     
Dooley Wilson, Humphrey Bogart e Ingrid Bergman
Fotograma de Casablanca (1942)
          “Sólo un día aceptó una copa. Muy al principio. Él, vestido de traje azul oscuro, se le acercó para escucharla mejor mientras tocaba Según pasan los años, y le comentó que había visto más de diez veces la película y nunca escuchó a Bogart decir ‘Play it again’, aunque le aseguró que ella era tan hermosa como Ingrid Bergman en sus días de Casablanca [1942]. Entonces le pidió que empezara de nuevo aquella canción, él jamás la había oído tocar igual, ‘Play it again’, dijo él. Y entonces la invitó a una copa. Fue la única aventura extramatrimonial que tuvo Rafaela aunque casi la había olvidado.”



VI de VI
Y lo que en Aquello estaba deseando ocurrir hace singular y único a “La muerte feliz de Alborada Almanza” (2009), en relación al tratamiento realista de los otros doce cuentos del libro, es su toque mágico de realismo mágico. No obstante, es una minúscula y amena gota del mejor y más entrañable Leonardo Padura —Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015—, donde no faltan los detalles eróticos y esa infalible mirada crítica y corrosiva que ilustra y disecciona la miseria de la vida cotidiana en los reductos y arrabales habaneros signados por la injusticia social que implica y conlleva el fracaso de la Revolución Cubana, en este caso ya en los linderos posteriores al colapso económico de la URSS y su disolución asentada el 8 de diciembre de 1991 en el histórico “Tratado de Belavezha”. En “La muerte feliz de Alborada Almanza” una anciana muy viejita y flaca, estragada por la pobreza, las múltiples carencias, las penurias, la soledad, el hambre y “la rigidez de la artritis”, vive en su pobrísima covacha, ya muerta, los últimos minutos de su estancia en la tierra. Según ve en el almanaque, “que ella misma había fabricado”, que “el santo del día” es el de “su amado San Rafael Arcángel”. Todas las maravillosas y mágicas menudencias comestibles, domésticas y corporales que ese día inciden en la exultación y felicidad que la embargan se deben a la presencia de San Rafael Arcángel, quien se corporifica allí para llevarla al cielo. Pero ese San Rafael Arcángel no se parece a “la esfinge angélica y rosada que [la anciana] tenía en el cuarto” ni al par de arcángeles (atletas, corredores de fondo y blanco-transparentes) que en Milagro en Milán (1951) —la emblemática película del neorrealismo italiano dirigida por Vittorio de Sica— descienden del cielo para recoger la paloma divina y milagrosa que en un santiamén cumple la defensa y los hilarantes caprichos y deseos de los mil y un menesterosos, sino que es un “mulato alto, fuerte, luminoso, completamente desnudo, al que le faltaban las alas que debía tener, pero que, entre las piernas, lucía un brillante músculo surcado de venas moradas, coronado por un glande rojo y pulido, como las manzanas que en otros tiempos Alborada ofrendaba a su querida santa Bárbara”. Y el diálogo que sostienen, previo a su ida al cielo, concluye con la concesión de los tres deseos que la anciana le pide al “mulato celestial”: “ver el mar”, “acariciar a un perro” y “oír un danzón” (a tales alturas la anciana está desnuda, bañada con Palmolive y sólo con “las raídas pantuflas extraídas de dos zapatillas viejas”):
        “—Concedido —dijo—. Con la condición de que me dejes bailar el danzón contigo. Hace siglos que no bailo.
        “—Será un honor —dijo Alborada y miró el atributo espectacular del mulato venido del cielo. Pensó que su cobardía había valido la pena: al fin y al cabo iba a un lugar donde había pasteles de guayaba calientes y Dios le había otorgado la mejor de las salidas del mundo. Su mano sintió entonces la caricia del pelo suave y denso del perro que había tenido cuando era niña y pudo ver, más allá del salón de lozas de mármol ajedrezadas, la plenitud azul del mar mientras comenzaban a sonar los primeros acordes de Almendra, su danzón favorito.”


Leonardo Padura, Aquello estaba deseando ocurrir. Colección Andanzas núm. 849, Tusquets Editores. México, mayo de 2015. 264 pp.
  
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Enlace a "Me recordarás", de Frank Domínguez, con la voz de Anny Cauz. Enlace a "Vete de mí", de Virgilio y Homero Expósito, con Bebo Valdés (piano) y Diego El Cigala (voz).
Enlace a "La vida es sueño", de Arsenio Rodríguez, con Arsenio y su conjunto.
Enlace a "As time goes by" (con subtítulos en español), con la voz de Dooley Wilson e imágenes de Casablanca (1942).
Enlace a "Milagro en Milán" (1951), película dirigida por Vittorio de Sica.
Enlace al danzón "Almendra", con Acerina y su Danzonera.