lunes, 2 de noviembre de 2015

Drácula



Entró nuestras pieles

 I de II
De 1897 data la primera edición en inglés de Drácula, la célebre e inmortal novela del irlandés Bram Stoker (Clontarf, noviembre 8 de 1847-Londres, abril 20 de 1912), la cual, si bien sedujo a coterráneos y amigos suyos como Mark Twain, Oscar Wilde y Arthur Conan Doyle, tal inmortalidad fue advertida y en cierto modo vaticinada por Charlotte, la madre del narrador, quien era periodista, en una “carta personal” que le enviara, aunque no acertó del todo en lo relativo a los vampíricos dividendos, pues aunque la novela se vendía (y se sigue vendiendo) con cierto éxito, Stoker no se enriqueció con ella: 
Drácula (1897), novela de Bram Stoker
(Portada de la primera edición)
“Es espléndida, está a mil millas por delante de todo lo que habías escrito antes, y tengo la impresión de que situará tu nombre a la altura de los mejores escritores contemporáneos. Tanto la historia y el estilo son realmente sensacionales, apasionantes e interesantes. Ningún otro libro desde el Frankenstein [1818] de la señora Shelley o, en realidad, ningún otro, se asemeja al tuyo en originalidad o terror. Poe ni se acerca. A pesar de lo mucho que he leído, nunca me había encontrado con un libro semejante. Es tan terriblemente emocionante que debería labrarte una enorme reputación y hacerte ganar mucho dinero.”
Bram Stoker
(Clontarf, noviembre 8 de 1847-Londres, abril 20 de 1912)
Entre las adaptaciones fílmicas de la novela del irlandés destacan: el silente Nosferatu el vampiro (1922), de F.W. Murnau; Nosferatu, vampiro de la noche (1979), de Werner Herzog; y Drácula de Bram Stoker (1992), de Francis Ford Coppola; pero hay quienes suelen incluir, por su trascendencia icónica en el devenir del cine de terror, el Drácula (1931) de Tod Browning (a veces como de Teatro Fantástico de Cachirulo), cuyo conde fue caracterizado por el legendario Bela Lugosi, y que ahora, en su versión restaurada y en formato DVD, se puede ver en casa con o sin la música compuesta ex profeso por Phillip Glass, interpretada por El Cuarteto Kronos. Sin embargo, pese a que son joyas de la cinematografía mundial, ineludiblemente recuerdan el lapidario apotegma acuñado por el checo Milan Kundera, quien antes de que los bolcheviques rusos invadieran Praga en 1968, fue profesor de la Escuela de Estudios Cinematográficos: “todas las adaptaciones fílmicas de las grandes novelas, no son más que versiones del Reader’s Digest”.
(Valdemar, Madrid, 2005)
En “mayo de 2005”, en la Colección Gótica, la madrileña Valdemar publicó una versión en español de la novela Drácula, cuya “traducción, prólogo y notas” se deben a Oscar Palmer Yáñez, quien en 2000, en la serie El Club Diógenes de tal editorial, con un prefacio suyo, había dado a conocer en castellano otro libro de Bram Stoker traducido por él: Cuentos de medianoche.
(Valdemar, tercera edición, Madrid, 2003)
Todo sugiere que en el ámbito de la lengua española, la edición de Drácula que ha pergeñado Oscar Palmer Yáñez no se convertirá en la rimbombante edición canónica y definitiva, si no que será (y es) una más de las ediciones anotadas de tal obra, pues sus críticas y notas, algunas veces eruditas y rigurosas y otras ligeras, pueden ser complementadas o contrastadas (incluidas la iconografía y la bibliografía) con otras ediciones de tal índole y nomenclatura, como es el caso de la edición crítica de Drácula que Juan Antonio Molina Foix publicó en Madrid, en 1993, dentro de la serie Letras Universales, de Cátedra, con traducción, prólogo y notas suyas, amén de la bibliografía e iconografía que más o menos la enriquecen, pues ésta no es del todo óptima.
(Cátedra, sexta edición, Madrid, 2003)
Se supone que los editores de Valdemar son de los profesionales más hábiles del orbe editorial español, por lo que ante un libro de tal coste y calado, como es su Drácula, el lector espera y exige excelencia. Pero no, tal libro es más o menos chambón, como si lo hubiera hecho, para su ególatra y apantallante bibliotecota de charol [podría llamarse “José Luis Borgues” o “Enrique Peña Nieto, erudito lector de la Biblia”], la demagoga, tropical, manipuladora y clientelista Fundación “Vámonos yendo Foxilandia”.
Por ejemplo, tres menudos pero significativos yerros. En la página 289 inician unas páginas del “Diario del doctor Seward” fechadas el “28 de septiembre” (de 1893, año en que transcurre la novela); es decir, allí debió leerse “20” y no “28”, día y capítulo relevante, pues en él se narra la muerte de Lucy Westenra, la querida amiga de Mina Harker y prometida de Arthur Holmwood, paulatinamente hipnotizada, desangrada e infectada por el vampiro desde su desembarco en Whitby con forma de perro. Descuido que a todas luces debió corregirse, dado que el editor en varios pies de página señala y comenta las contradicciones y equivocaciones cronológicas y argumentales cometidas por el propio Bram Stoker.
En la página 600, cuando en Transilvania ya se está sucediendo la persecución y el cerco final al conde Drácula, aparece una breve página del “Diario de Jonathan Harker” fechada el “4 de noviembre, tarde”, donde el apellido del doctor John Seward (otrora pretendiente de Lucy y discípulo del doctor Van Helsing) aparece como “Stewart”. Parece que se trata de un error “de dedo” (que no vio la acreditada correctora Ana García de Polavieja Embid), quizá suscitado porque el tecleador oía a Rod Stewart o evocaba al ratoncito Stuart Little. 
Y en la página 608, en los párrafos del “Diario de Mina Harker” del “6 de noviembre”, después de que narra su solitaria y agotadora caminata con Abraham Van Helsing y la impresión que le causa la imagen de “la silueta del castillo de Drácula recortada nítidamente contra el cielo”, el doctor y sabio holandés ha hallado una “oquedad natural en una roca”, refugio contra los lobos y punto estratégico para el sitio a Drácula, quien no tardará en llegar por allí oculto en la caja de tierra que transportan los cíngaros en “un gran leiter-waggon”, perseguidos con rifles Winchester y a caballo por Seward y Quincey Morris, por un lado, y, por el otro, por Jonathan y Arthur. Entonces, según Oscar Palmer Yáñez, apunta Mima sobre Van Helsing: “A continuación entró nuestras pieles y me preparó un cómodo asiento”. Lo cual ostenta una flagrante errata o error, como de alguien que chapurrea el castellano, pues nadie que sepa español dice “entró” para decir que “metió” o “introdujo”; por lo que se deduce que antes de “nuestras pieles” faltó la preposición “con”.
                                
II de II
En su “Introducción” y en su “Prólogo”, Oscar Palmer Yáñez, además de decir que comprende las variantes idiomáticas empleadas por Bram Stoker (1847-1912) en su Drácula de 1897, vierte y argumenta indicios (anecdóticos y bibliográficos) de haber estudiado la vida y la obra del irlandés y ciertas ediciones críticas y angulares de la novela; y más aún: bosqueja que de primera mano examinó los sobrevivientes documentos y papeles preparatorios de Stoker, así como los textos leídos por éste y su ruta de investigación para alimentar su Drácula. Esto también se observa y trasmina en sus notas al pie de las páginas, muchas veces eruditas (ya lo dijimos), en las que descuellan múltiples alusiones a la Biblia y a libretos de William Shakespeare; en sus apuntes al pie de buena parte de las 36 imágenes diseminadas en la obra; en los capítulos “Cronología de Bram Stoker” y “Bibliografía recomendada” (y comentada); así como en los nueve “Apéndices” que cierran el volumen, cada uno traducido por él, con notas al pie y precedidos por su correspondiente comentario.
Bram Stoker
En el primer “Apéndice” figura el “Prefacio” que el irlandés Bram Stoker escribió ex profeso para “la primera edición en lengua no inglesa de Drácula”, impresa en 1901, en Islandia (cuya ancestral y antigua mitología guerrera el conde exalta, en el capítulo III, ante los anotadores oídos de Jonathan Harker atrapado en el castillo transilvano). Y según el editor, dado que se trata de “una versión considerablemente reducida de la novela”, “Bram Stoker decidió escribir un nuevo prefacio con objeto de aumentar la ilusión de verosimilitud de su obra”.
En el segundo “Apéndice” aparece “El invitado de Drácula”, que según Oscar Palmer Yáñez algunas ediciones de la obra lo colocan antes del primer capítulo; dice que apareció por primera vez en Dracula’s Guest and Other Weird Stories (1914), póstuma antología de cuentos de Bram Stoker editada en Londres con un prólogo de Florence, su viuda; y aunque desliza la posibilidad de que haya sido “retocado por algún anónimo editor a la hora de su publicación”, sostiene que “sí formó parte en determinado momento” del laborioso proceso de la novela, pero Stoker luego lo descartó.
En el tercero se lee el “Final alternativo: la destrucción del castillo” de Drácula, en cuyo comentario el editor especula sobre algunos puntos del término de la novela y sobre las probabilidades y razones que movieron a Stoker a prescindir de tal fin.
En el cuarto, “Recepción crítica”, Oscar Palmer Yáñez seleccionó diez fragmentarias opiniones sobre Drácula publicadas, en 1897, en diversos medios británicos (en ninguna menciona a los autores ni dice si sin anónimos, pero afirma que la mayoría proceden de una recopilación hemerográfica y de una edición anotada de la novela), más una del 17 de diciembre de 1899, la cual, en el San Francisco Chronicle, se ocupó de la primera edición norteamericana de la novela, impresa dicho año.
En el quinto se lee una breve “Entrevista con Bram Stoker” que la periodista Jane Stoddard publicó “en el semanario British Weekly  del 1 de julio de 1897”.
En el sexto se enlistan las fichas bibliográficas de 29 “Libros consultados por Stoker para la redacción de Drácula”, en las que con un asterisco se indica si transcribió: el narrador hacía “una marca junto a todos aquellos de los que llegó a copiar notas”.
En el séptimo figura un pasaje de Un informe sobre los principados de Valaquia y Moldavia (1820), de William Wilkinson, que Bram Stoker encontró en la biblioteca municipal de Whitby, mientras en 1890 veraneaba allí. En tal libro, Stoker se tropezó con la palabra Drácula (que “en el idioma valaco significa Diablo”), lo cual incidió en que su vampiro en ciernes dejara de llamarse Conde Wampyr (“Los valacos”, apuntó Wilkinson, “entonces como ahora, estaban acostumbrados a darle ese nombre a cualquier persona que se hiciera notar, bien por su valor, su crueldad, o su astucia”).
Puntualiza Oscar Palmer Yáñez que “el libro de Wilkinson sigue siendo la única fuente de información demostrable consultada por Stoker al respecto del Drácula histórico, cuya más bien tenue relación con el vampiro literario ha sido enormemente exagerada las últimas tres décadas”. Y en un pie a la reproducción de una página mecanografiada por Stoker y con correcciones manuscritas insertada en el séptimo apéndice, agrega que el novelista “copió también una mínima descripción de las hazañas del voivoda, que posteriormente describiría de modo muy similar en capítulo III de Drácula”. 
Vlad Tepes 
(1431-1476)

Vlad Tepes el Empalador

Vlad Tepes en un grabado del siglo XV


Estampa reproducida en la página 654
Drácula (Valdemar, Madrid, 2005)
No era muy alto, pero sí corpulento y musculoso. Su
apariencia era fría e inspiraba cierto espanto. Tenía
una nariz aguileña, fosas nasales dilatadas, un rostro
rojizo y delgado, y unas pestañas muy largas que daban
sombra a unos ojos grandes, grises y bien abiertos;
las cejas negras y tupidas le daban un aspecto amenazador.
Llevaba bigote, y sus pómulos sobresalientes hacían
que su rostro pareciera aún más enérgico. Una cerviz 
de toro le ceñía la cabeza, de la que colgaba sobre
anchas espaldas una ensortijada melena.

Descripción de Vlad Tepes por Nikolaus Modrussa,
delegado papal en la corte húngara

Los 
Drácula (Tusquets, Fábula, Barcelona, 2000)
Ralf-Peter Märtin
Vlad Tepes almuerza rodeado de empalados
Tales señalamientos remiten al pie que figura bajo la estampa del rostro de “Vlad Tepes en un grabado del siglo XV” (página 654), imagen tan célebre y multirreproducida (no sólo en ediciones de Drácula), como aquella (no incluida en el presente volumen) bajo la cual se suele incluir al pie la breve descripción del voivoda forjada “por Nikolaus Modrussa, delegado papal en la corte húngara”; o esa otra donde “Vlad Tepes almueza rodeado de empalados” (tampoco incluida). En el pie de la página 654, Oscar Palmer sostiene: “A pesar de las afirmaciones de los investigadores Radu Florescu y Raymond T. MacNally recogidas en su libro de 1972 In Search of Dracula (adaptado al cine en un documental en el que el papel del Empalador corría a cargo de Christopher Lee, lo que sin duda reforzó el vínculo entre el personaje de Stoker y el histórico), lo cierto es que no existen pruebas concluyentes al respecto.”
     Tal comentario está vinculado a su nota 41 del capítulo III de la novela y que vale el placer transcribir por su índole aclaratoria, polémica e ilustrativa: “Tanto MacNally y Florescu como Molina Foix identifican a este voivoda, o príncipe rumano, como Vlad Tepes el Empalador (1431-1476), gobernante de Valaquia de 1456 a 1462. Sin embargo, y aunque dicha posibilidad sea perfectamente razonable, es harto improbable que Stoker tuviera constancia de la existencia de Vlad Tepes como tal, al que sólo debió conocer como ‘voivoda Drácula’, único nombre que aparece en las escasas notas que copió del libro de William Wilkinson Account of the Principalities of Wallachia and Moldavia, fácilmente identificables como origen de este parlamento. ‘Su VOIVODA (DRÁCULA) cruzó el Danubio y atacó a las tropas turcas. Triunfo estrictamente momentáneo. Mahomet [sic del reseñista] II le hizo retroceder hasta Valaquia, donde le persiguió y derrotó. El VOIVODA huyó a Hungría y el Sultán hizo que su hermano Bladus (sic) tomara su lugar. Firmó un tratado con Bladus mediante el que los valacos debían rendir tributo a perpetuidad, poniendo los cimientos de una esclavitud aún no abolida’.”
Sobre tal Bladus, dice el editor en su nota 42 del mismo capítulo: “Radu el Hermoso —que no Bladus—, hermano pequeño de Vlad, subió al poder en 1462, siguiendo una política completamente proturca.”
El lector, por su parte, puede encontrar en la novela varias alusiones superficiales y mitificadas que remiten al Drácula histórico; por ejemplo, cuando en el “Diario de Mina Harker”, correspondiente al “30 de septiembre” de 1893, los conjurados oyen en el discurso del doctor Abraham Van Helsing que preludia la búsqueda, caza y exterminio del vampiro: 
     “Le he pedido a mi amigo Arminius, de la Universidad de Buda-Pest, que recogiera su historia; y después de consultar todas las referencias existentes, esto es lo que me ha contado. No hay duda de que se trata realmente de aquel Voivoda Drácula que ganó su nombre batallando contra el turco a través del gran río, en la frontera misma de su imperio. De ser así, estamos hablando de un hombre que ya era extraordinario en vida; pues no sólo en sus tiempos, sino durante siglos venideros, estuvo considerado como el más inteligente y más astuto, así como el más valiente hijo del ‘país de más allá del bosque’ [‘traducción literal de Transilvania’, colindante del territorio de Valaquia, en la actual Rumanía]. Su poderoso cerebro y su férrea resolución le acompañaron a la tumba, y ahora se ha alzado en nuestra contra. Los Drácula fueron, afirma Arminius, una estirpe noble e ilustre, aunque en ocasiones engendraran vástagos de los que sus coetáneos sospecharan que tenían tratos con el Maligno...”
En el octavo “Apéndice” se leen unos fragmentos de Supersticiones transilvanas, de Emily Gerard, artículo “aparecido en la revista The Nineteenth Century, correspondiente al mes de julio de 1885”, los cuales, afirma el editor, son “particularmente ilustrativos de la influencia de Gerard sobre Stoker”.
Por último, en el noveno “Apéndice” figura “Vampiros en Nueva Inglaterra”, en cuyo comentario dice Oscar Palmer Yáñez: “Stoker recortó y pegó en sus notas preparatorias para Drácula este fascinante artículo [de autor anónimo], aparecido en el New York World del 2 de febrero de 1896, probablemente durante la gira americana de 1896 del Lyceum [el teatro en Londres y la compañía teatral del actor británico Henry Irving para quien Stoker trabajó de administrador y manager durante 26 años, entre 1878 y 1904]. Para entonces, la redacción de su novela ya estaba bastante avanzada, pero sin duda debió satisfacerle comprobar que el tema elegido no sólo no resultaba remoto e ignoto para el hombre contemporáneo, sino que además había llamado la atención de la prensa americana.”

Bram Stoker, Drácula. Traducción del inglés al español, prólogos, notas, antología de imágenes y de textos anotados y edición de Oscar Palmer Yáñez. Colección Gótica (59), Valdemar. Madrid, 2005. 688 pp.


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La historiadora



En busca de la tumba perdida

En 2005 apareció en Nueva York la primera edición en inglés de La historiadora, la voluminosa y excéntrica novela de la norteamericana Elizabeth Kostova (New London, Connecticut, 1964), que además de obtener el Premio Hopwood en la Universidad de Michigan, casi de inmediato se convirtió en un best seller que saltó, con enorme y apabullante publicidad, a Europa y a América Latina.
Elizabeth Kostova
(foto: Marion Ettlingrer)
En la segunda de forros de la traducción al español (hecha por Eduardo G. Murillo) que aterrizó en México en octubre de 2005, se dice que es la “primera novela” de Elizabeth Kostova y que “es el resultado de diez años de investigación”. Esto parece cierto, pues en la rica y fantástica urdimbre de la trama y del suspense (o de los suspenses y de las detectivescas indagaciones e interrogantes que suscita), descuella una erudición magistral, extraordinariamente seductora y placentera para los bibliófilos de toda laya, cuyas mil y una minucias y anécdotas no se pueden enumerar ni resumir en una reseña.
(Umbriel, España, 2005)
En la frase inicial del capítulo uno, dice la protagonista cuyo oficio titula la novela: “En 1972 yo tenía dieciséis años”; y su preliminar “Nota para el lector” la firma en el futuro: “Oxford, Inglaterra”, “15 de enero de 2008”; o sea, a sus 52 años (edad que tenía su madre, en 1983, a la hora de morir de “una enfermedad cruel”). Sin embargo, las dos principales vertientes temporales en las que discurre la novela se sitúan con 20 años de diferencia. 
En 1954 ocurre la misteriosa y extraña desaparición del profesor Rossi de su cubículo de su universidad gringa y la intelectual y detectivesca búsqueda de éste que emprenden Paul y Helen (alrededor de un mes) en lejanos sitios como Estambul, Hungría y Bulgaria. 
En 1974, Paul, historiador y padre de la futura historiadora, en la Universidad de Oxford, tras consultar la colección de vampirismo que se guarda en la Cámara Radcliffe, desaparece y le deja a su hija un paquete de cartas donde le dice: “He ido a buscar a tu madre”, a quien creía muerta, en 1957, nueve meses después de su nacimiento.
Antes de que Master James la regrese de Oxford a Ámsterdam, donde Paul y ella tienen su domicilio, la adolescente va con Barley, su joven acompañante, a hojear el libro decimonónico que leyó su padre antes de irse súbitamente y en él da con el capítulo “Vampires de Provence et des Pyrénées” donde leen: 
“Existe también la leyenda de que Drácula, el más noble y peligroso de todos los vampiros, adquirió su poder no en la región de Valaquia, sino mediante una herejía surgida en el monasterio de Saint-Matthieu-des-Pyrénées-Orientales, un convento benedictino fundado en el año 1000 de Nuestro Señor [...] Se dice que Drácula visitaba el monasterio cada dieciséis años para rendir tributo a sus orígenes y renovar las influencias que le han permitido vivir en la muerte [...] Los cálculos efectuados por el hermano Pierre de Provence a principios del siglo diecisiete indican que Drácula visita Saint-Matthieu durante la media luna del mes de mayo.”
Tales datos son suficientes para que la adolescente y futura historiadora, seguida por Barley, no se dirija a su casa de Holanda, sino a los Pirineos Orientales, a Les Bains, donde estuvo con su padre un año antes y que es un montañesco pueblo en las inmediaciones del antiguo monasterio de Saint-Matthieu.  
Hay que subrayar, entonces, que la erudita obra de Kostova, con remanentes de novela victoriana (como son las diversas cartas) es un obvio homenaje y tributo a Drácula (1897), la novela de Bram Stoker (1847-1912). Así, y sólo por decir algo, cada una de las tres partes en que están agrupados los 79 capítulos inicia con un significativo epígrafe que son tres fragmentos de la obra de Stoker.
Vlad Tepes
 (1431-1476)
No pocos lectores de distintas latitudes e idiomas han supuesto que el legendario y sangriento Empalador, Vlad Tepes (1431-1476), influyó en Bram Stoker para crear su vampiro —uno de los casos más notables de los últimos tiempos es Drácula de Bram Stoker (1992), la película de Francis Ford Coppola; pero Oscar Palmer Yáñez, en su edición crítica y anotada de Drácula (Valdemar, 2005), bosqueja que fue muy poco lo que Stoker supo del príncipe valaco y que todo se limitó a lo leído en Un informe sobre los principados de Valaquia y Moldavia (1820), de William Wilkinson, entre ello la palabra “Drácula”, lo cual incidió en que su personaje en ciernes dejara de llamarse Conde Wampyr.
Elizabeth Kostova, por su parte, deja claro en su obra que el Conde Drácula de Stoker no es el Vlad Tepes histórico y legendario; pero todo sugiere que tal acendrada confusión y tergiversación la indujo y sedujo a que el Vlad Tepes de su novela, extirpado de la historia y de la leyenda negra, sí sea un vampiro que en mayo de 1974 ya lleva casi 500 años ser un endemoniado No Muerto, bibliófilo, culto, apestoso y sanguinario.
Así, si en la novela de Bram Stoker se entabla una conjura de víctimas y asociados (precedida por el doctor Abraham van Helsing) para investigar, perseguir, cazar y eliminar al vampiro, en la novela de Kostova también se sucede una investigación, búsqueda, persecución y caza del vampiro que no sólo se restringe al lapso comprendido entre 1957 y 1974 (tiempo en que la erudita e inteligente Helen indaga y lo busca por todo el mundo llevando una vida secreta), sino que se remonta a 1477, cuando Su Majestad Mehmet II, el sultán que tomara Constantinopla en 1453 y acérrimo enemigo de Vlad, fundó la Guardia de la Media Luna, ex profesa para cazarlo y ultimarlo, aún activa en 1954 y a la que entonces pertenecen los turcos Turgut Bora y Selim Aksoy, eruditos y bibliófilos.
En la novela de Stoker, según la información recopilada por Van Helsing de su “amigo Arminius, de la Universidad de Buda-Pest”, el Conde Drácula y ciertos miembros de su “estirpe noble e ilustre”, “tenían tratos con el Maligno” y adquirieron “sus secretos en la Escoliomancia, entre las montañas que se alzan sobre el lago Hermannstadt, donde el diablo reclama a uno de cada diez pupilos como pago”.
En la novela de Kostova, Vlad Drácula, al parecer, se transformó en No Muerto en el susodicho rito herético celebrado en la antigua abadía de Saint-Matthieu-des-Pyrénées-Orientales.
El Conde Drácula, tras ser perseguido hasta el pie de su castillo transilvano y ejecutado por el machete de Jonathan Harker que le siega la garganta y el cuchillo de Quincey Morris que le hunde en el corazón, “en un respiro todo el cuerpo se deshizo en polvo y desapareció”. 
Mientras que Vlad Drácula, sorprendido en mayo de 1974 en la subterránea cripta de dicho monasterio (alrededor de su ritual llegada confluyen Paul; su hija y Barley; Master James, quien seguía a éstos; y Helen, quien arriba por su secreta pesquisa), muere por una certera bala de plata que tuvo que darle en el corazón (según dicta el clisé); entonces, apunta la historiadora, “Drácula no se movió tal y como yo había esperado un momento antes, sino que en lugar de abalanzarse sobre nosotros osciló, primero hacia atrás, de modo que su rostro pálido y cincelado se reveló un momento, y después hacia adelante, hasta que se oyó un golpe sobre la piedra, un ruido como el de huesos al romperse. Fue presa de convulsiones un segundo y luego quedó inmóvil. A continuación dio la impresión de que su cuerpo se transformaba en polvo, en nada, incluso sus ropajes se pudrían a su alrededor, marchitos a la luz desconcertante.”
Dado que un No Muerto puede transformarse en murciélago, lobo, perro, nube o neblina que repta y se mueve a voluntad, o puede controlar elementos de la naturaleza como la tormenta, el rayo y el trueno, e incluso “desvanecerse y llegar desapercibido”, no pocos lectores han supuesto que en realidad el Conde Drácula no murió, sino que sólo se esfumó, pues no fue eliminado con el riguroso ritual descrito y practicado con Lucy Westenra por el propio Van Helsing.
Vlad Tepes el Empalador
En este sentido, no resulta fortuito que la historiadora, en el “Epílogo” de la novela de Kostova, diez años después de que Paul, su padre, muriera en Sarajevo al pisar una mina antipersona, en un pequeño museo-biblioteca de Filadelfia donde se exhiben “notas de Bram Stoker para Drácula, seleccionadas de fuentes conservadas en la biblioteca del Museo Británico, y también un importante folleto medieval”, “cuarenta páginas impresas en un pergamino impoluto del siglo XV”, cuya portada muestra una xilografía del rostro de Vlad Tepes y que desde luego versa sobre su vida y crueldad, tras examinarlas y salir de allí, la bibliotecaria la alcance en la calle y le entregue una libreta que la historiadora creyó guardar en su bolso y un libro antiguo que la empleada supone olvidó y que resulta ser un ejemplar más (como con movimiento autónomo) de los libros vacíos con un dragón en el centro (traza el croquis de la supuesta tumba de Vlad en el Lago Snagov, en Rumanía) y que otrora, Vlad Drácula solía imprimir en su oculta y rica biblioteca y deslizar sin que lo vieran a quien sentía investigando y olisqueando muy cerca de sus talones (una críptica y elíptica advertencia para que se detuvieran o quizá para exacerbar el juego del gato y el ratón), tal y como otrora ocurrió con el profesor Rossi, con el estudiante Paul, con el historiador Hugh James, y con los eruditos Turgut Bora y Anton Stoichev.

Elizabeth Kostova, La historiadora. Traducción del inglés al español de Eduardo G. Murillo. Umbriel. España, 2005. 704 pp.

lunes, 19 de octubre de 2015

El coronel no tiene quien le escriba

 Octubre es el mes más cruel

El colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-Ciudad de México, abril 17 de 2014), Premio Nobel de Literatura 1982, fechó en “París, enero de 1957”, el punto final de su segundo libro: la novela El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, Medellín, 1961). Esto es así porque en medio de los avatares y de las mil y una penurias vividas en la capital francesa, Gabo la escribió nueve veces, entre mediados de 1956 y enero de 1957, en la máquina portátil roja que fuera la máquina de escribir de su entrañable amigo el periodista Plinio Apuleyo Mendoza, luego de que la historia se desgajara de la escritura en ciernes de “la novela de los pasquines”, el legendario e itinerante “mamotreto” amarrado con una corbata que a la postre sería La mala hora —de ahí las coincidencias y variantes entre ambas y con varios de los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande (UV, 1962)—, cuya edición príncipe impresa en Madrid, en 1962, en los Talleres de Gráficas “Luis Pérez”, fue manoseada y censurada y sólo apareció restituida y nuevamente revisada hasta 1966, impresa en México por Ediciones Era. 
Plinio Apuleyo Mendoza y Gabriel García Márquez en 1959
cuando eran periodistas de la agencia cubana Prensa Latina
  En París, casi todo 1956 vivió en la minúscula buhardilla del séptimo piso del modesto Hotel de Flandre, en la Rue Cujas del Barrio Latino; pero a fines de ese año —narra Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla. La biografía (Alfaguara, Madrid, 1997)— Gabo “se trasladó a la Rue d’Assas, donde compartió una chambre de bonne [cuarto de criada] con Tachia Quintana, una ‘vasca temeraria’, activa y generosa, que intentaba abrirse paso en el teatro mientras trabajaba en el servicio doméstico”. 

Tachia Quintana
       
Gabriel García Márquez cuando era reportero de El Espectador
y publicó su primera novela La hojarasca (S.L.B., 1955)
      Tras quedarse sin empleo en Europa —en Colombia, el dictador Gustavo Rojas Pinilla en enero de 1956 ordenó el cierre de El Espectador, del que Gabo era corresponsal, y el siguiente 15 de abril ordenaría el cierre de El Independiente— y en tanto subsistía y tecleaba por las noches (fumando hasta el amanecer) debiéndole la renta de la buhardilla a madame Lacroix, la dueña del Hotel de Flandre, a imagen y diferencia del coronel de su obra, Gabo esperaba con angustia y ansiedad las cartas de sus amigos y conocidos, quizá con algunos dólares de ayuda o por los artículos que solía enviarles para que los colocaran en distintos medios impresos. Así, todo sugiere que su pobreza y constante espera de las cartas lo hizo compenetrarse aún más en la miseria, desolación y drama del viejo coronel de su novela, que al inicio de la misma tiene ya 56 años esperando por correo la pensión prometida tras la firma del pacto que puso término a la última guerra civil (el histórico tratado de Neerlandia, donde el coronel Aureliano Buendía, en calidad de “intendente general de las fuerzas revolucionarias en el litoral Atlántico”, firmó la rendición). 

(Barral Editores/Monte Ávila Editores, Barcelona-Caracas, 1971)
  En la bibliografía de Historia de un deicidio (Barral Editores/Monte Ávila Editores, Caracas, 1971), el temprano y voluminoso ensayo que Mario Vargas Llosa escribió sobre la vida y obra de Gabriel García Márquez, se acredita que El coronel no tiene quien le escriba fue editada por primera vez en Bogotá, en el número 19 de la revista Mito, correspondiente a mayo-junio de 1958; y que en forma de libro fue impresa en 1961, en Medellín, Colombia, por Aguirre Editor. Cuenta Dasso Saldívar que Alberto Aguirre era “abogado, cinéfilo, librero y un editor de buena voluntad”. “Un año después [de que ambos acordaron los términos de la edición], al anunciarle el editor la salida del libro, García Márquez se quejaría ante aquél de ser el ‘único que hace contratos verbales enguayabado, tumbado en una mecedora de bambú, en el bochorno del trópico’”. Apunta Dasso Saldívar que El coronel no tiene quien le escriba tuvo buena crítica colombiana e internacional, pero las predicciones de Gabriel García Márquez se cumplieron: de los dos mil ejemplares de tal edición príncipe, sólo se vendieron ochocientos.

Revista Mito número 19
Botogá, mayo-junio de 1958
     
Edición príncipe de El coronel no tiene quien le escriba,
impresa en 1961, en Medellín, Colombia, por Aguirre Editor.
       Después del apoteósico boom de Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967), El coronel no tiene quien le escriba (al igual que los otros libros de Gabriel García Márquez) se ha reimpreso cientos de veces en ediciones masivas y en muchas lenguas. Y una y otra vez los críticos y corifeos suelen afirmar (porras más, porras menos) que El coronel no tiene quien le escriba es una novela perfecta (“redonda”) y que el protagonista es un personaje conmovedor y entrañable —descuella el prólogo de Álvaro Mutis (1923-2013) entre los prefacios de la Edición Conmemorativa de Cien años de soledad, editada en Colombia, en marzo de 2007, por la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española—. El mismo Gabo alguna vez se expresó de ella muy satisfecho, según se lee en El olor de la guayaba (Diana/La Oveja Negra, México, 1982), el libro de crónicas biográficas y entrevistas que le hizo Plinio Apuleyo Mendoza, editado meses antes de que le otorgaran el Premio Nobel de Literatura: “Antes de escribir Crónica de una muerte anunciada [La Oveja Negra, Bogotá, 1981] sostuve que mi mejor novela era El coronel no tiene quien le escriba. La escribí nueve veces y me parecía la más invulnerable de mis obras.” Pero cabe sospechar que quizá dijo esto a imagen y semejanza de un sucu-truco autopublicitario, pues en el citado libro de Plinio, Gabo también coloca a El otoño del patriarca (Plaza & Janés, Barcelona, 1975) por encima de la magia y las virtudes de Cien años de soledad, la culpable de la tumultuosa y pestífera “soledad de la fama” que desde entonces lo perseguía.

(La Oveja Negra/Diana, México, 1982)
  El reseñista puede pensar, ídem otros lectores anteriores a él, que la llevada y traída novela El coronel no tiene quien le escriba es el paso parisino de un joven escritor latinoamericano con su país clavado en las entrañas de su subconsciente e idiosincrasia, un acto preparatorio entre los actos preparatorios —los cuentos dispersos, La hojarasca (Ediciones S.L.B., 1955), Los funerales de la Mamá Grande, La mala hora— que lo conducían a Cien años de soledad, obra cumbre en su narrativa y en la narrativa hispanoamericana, que no pocos han ponderado (Pablo Neruda y Dasso Saldívar entre ellos) en términos apoteósicos: “una obra maestra, una novela que, como en el caso del Quijote, partiría en dos la historia de la narrativa en lengua castellana”.

  
Gabo y Pablo Neruda en Normandía
        Paralelo a la exasperante falta de suspicacia que equivale a un rancio infantilismo e ingenuidad que matizan los actos e indignos prejuicios cotidianos del septuagenario coronel y su semanaria y ansiosa espera de la pensión de guerra vitalicia que alivie por siempre jamás la miseria y los padecimientos corporales de él y su mujer, el protagonista de El coronel no tiene quien le escriba cobra notoriedad en la memoria de los lectores porque ineludiblemente remite a ciertos capítulos de la vida de Gabriel García Márquez que alimentaron su narrativa, precisamente a lo que concierne a lo vivido por el niño Gabito en torno a su abuelo materno: don Nicolás Ricardo Márquez Mejía, nacido en Riohacha el 7 de febrero de 1864, muerto en Santa Marta, a los 73 años, el 4 de marzo de 1937, quien obtuvo sus galones de coronel durante la legendaria Guerra de los Mil Díaz (1899-1902), y que a semejanza del viejo coronel de la novela, siempre esperó (como otros coroneles y generales) que le llegara por correo la pensión pactada al término de la guerra civil.
   
“El abuelo Nicolás Ricardo Márquez Mejía, nació en
Rioacha el 7 de febrero de 1864 y murió en
Santa Marta el 4 de marzo de 1937.
        Una nota de Dasso Saldívar da luces sobre tal circunstancia y sobre la eterna ilusión que vivieron hasta la muerte los abuelos maternos del escritor: “En marzo de 1952, García Márquez escribiría, desde Barranquilla a su amigo y coterráneo Gonzalo González, en Bogotá: ‘Acabo de regresar de Aracataca. Sigue siendo una aldea polvorienta, llena de silencio y de muertos. Desapacible; quizás en demasía, con sus viejos coroneles muriéndose en el traspatio, bajo la última mata de banano, y una impresionante cantidad de vírgenes de sesenta años, oxidadas, sudando los últimos vestigios del sexo bajo el sopor de las dos de la tarde’ [...] Cinco años antes había muerto su abuela [casi a los 84 años, el 15 de abril de 1947], en Sucre, expresando su último deseo, que era también la última voluntad del abuelo muerto en 1937: que después de su muerte alguien cobrara la pensión.” 
 
Fotograma de Umberto D (1952),
película dirigida por Vittorio de Sica.
        Escribe Dasso Saldívar (el biógrafo de cabecera): “En febrero de 1955, estando en Bogotá [a mediados de julio de ese año García Márquez viajaría por primera vez a Europa como corresponsal de El Espectador y entre noviembre y diciembre de tal lapso intentaría, en Roma, estudiar argumento y guión en el Centro Experimental de Cine], la figura del personaje siguió aclarándose en sus contornos, en su carácter y en su destino, cuando el autor vio la película Humberto D [1952], de Vittorio de Sica y Cesare Zavattini. Según confesaría el propio García Márquez, el personaje de Humberto Dominico Ferrari le ‘recordó irresistiblemente a su propio abuelo’ por el dramatismo de la dignidad y de la espera, una espera que en el coronel Nicolás Márquez era semanal, puntual y sin alarma, y que al nieto le causaba mucha risa cuando lo acompañaba los jueves a la oficina de correos. Por eso, cuando el personaje del viejo coronel se desgajó de la novela de los pasquines y reclamó su propio espacio, García Márquez pensó que debía ser una comedia, pero cuando él mismo se encontró también esperando una carta de salvación en la buhardilla del Hotel de Flandre, experimentando en carne propia el mismo drama del abuelo, comprendió de pronto que no era ninguna comedia sino una tragedia callada y que la historia que escribía era también la misma que él estaba viviendo, como si los hechos se hubieran desatado de las páginas de la ficción.”
   
Fotograma de Umberto D (1952)
       Dasso Saldívar anota que la batalla de Ciénaga, ocurrida “el 14 de octubre de 1902”, puso término a la Guerra de los Mil Díaz. Un mes antes del tratado final que se firmó en Panamá “a bordo del buque de guerra norteamericano Wisconsin”, hubo un tratado de rendimiento “firmado por los generales Rafael Uribe Uribe y Florentino Manjarrés en la hacienda bananera de Neerlandia, cerca de Ciénaga, el 24 de octubre de 1902”. Como bien lo recuerdan los fervientes lectores de Gabriel García Márquez, el tratado de Neerlandia pone fin a las guerras civiles en Cien años de soledad, como en su contexto también lo pone en El coronel no tiene quien le escriba, y en ambas descuella el sonoro nombre de Macondo y el nombre del coronel Aureliano Buendía, cuyo modelo, señala Dasso Saldívar, es el viejo general Rafael Uribe Uribe.
 
Fotograma de El coronel no tiene quien le escriba (1999),
película dirigida por Arturo Ripstein, basada en la novela
homónima de Gabriel García Márquez.
       El protagonista de El coronel no tiene quien le escriba es un pobrísimo vejete de 75 años, casado desde hace 40 con una mujer flaca que padece asma y con quien comparte sórdidas hambrunas en la astrosa casucha donde lastimosamente subsisten en su eterno y gélido naufragio. En marzo de 1922 tuvieron un hijo de nombre Agustín, asesinado el tres de enero en la gallera del pueblo (“por distribuir información clandestina”), nueve meses antes del mes de octubre en que inicia la novela —lo cual recuerda la detención del joven Pepe Amador en La mala hora, por el mismo hecho y en el mismo sitio, pero a éste lo matan a golpes en la cárcel—. El viejo obtuvo sus insignias de coronel a los 20 años de edad, y según evoca jugó un papel relevante en torno a la firma del histórico tratado de Neerlandia: “Como tesorero de la revolución en la circunscripción de Macondo había realizado un penoso viaje de seis días con los fondos de la guerra civil en dos baúles amarrados al lomo de una mula. Llegó al campamento de Neerlandia arrastrando la mula muerta de hambre media hora antes de que se firmara el tratado. El coronel Aureliano Buendía —intendente general de las fuerzas revolucionarias en el litoral Atlántico— extendió el recibo de los fondos e incluyó dos baúles en el inventario de la rendición.”
   Reporta Dasso Saldívar que “para algunos, la capitulación de Neerlandia fue el gran error político y militar de Uribe Uribe”, en cuyas huestes liberales combatió el coronel Nicolás Márquez Mejía, el abuelo de Gabo. Lo cual parece ser confirmado por éste, pues en la transposición de su novela, el viejo coronel, tumbado en el camastro (“a punto de sobrevivir a un nuevo octubre”) recuerda y le dice a su mujer después de 56 años del tratado de Neerlandia que puso fin a la guerra civil y dio inicio a su larga, cochambrosa y rancia espera: “Estaba pensando que en la reunión de Macondo tuvimos razón cuando le dijimos al coronel Aureliano Buendía que no se rindiera. Eso fue lo que echó a perder el mundo.”
 
(Alfaguara, Madrid, 1997)
        Y más adelante, cuando los niños vecinos han llevado a la casucha del coronel “una gallina vieja para enrazarla con el gallo” de pelea que su hijo Agustín (sastre y gallero aficionado) les dejó como herencia e inestable esperanza (quizá volátil) de sortear algunas penurias (tal vez durante tres años), el viejo rememora ante su asmática mujer: “Es lo mismo que hacían en los pueblos con el coronel Aureliano Buendía. Le llevaban muchachitas para enrazar.” Lo cual ineludiblemente remite al legendario donjuanismo del abuelo materno de Gabriel García Márquez, mismo del que habla Dasso Saldívar en El viaje a la semilla, donde registra tres hijos legítimos de su matrimonio con Tranquilina Iguarán Cotes (1863-1947), la citada abuela de Gabo, y nueve hijos naturales obtenidos con siete mujeres.
 
Portada de La hojarasca, la primera novela de Gabriel García Márquez,
editada en 1955, en Bogotá, por Ediciones S.L.B.
       La hojarasca
(Ediciones S.L.B., Bogotá, 1955), la primera novela de Gabriel García Márquez, comienza con un prólogo firmado en “Macondo, 1909”, que ilustra sobre la inmunda tipología de advenedizos (“la hojarasca”) que ha llegado en avalancha atraída por la fiebre del banano tras la instalación de la compañía bananera (cuyo referente real es el enclave de la United Fruit Company y su tren amarillo que Gabo veía de niño en Aracataca, a veces de la mano de su abuelo materno, el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía). En tal prefacio, entre otras cosas, se lee: “Era una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos, rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil.” Meollo que (según su intríngulis) es recordado en un pasaje por el viejo protagonista de El coronel no tiene quien le escriba, una noche de noviembre del año que corre cuando evoca su emigración de Macondo al pueblo donde se halla: “Un momento después apagó la lámpara y se hundió a pensar en una oscuridad cuarteada por los relámpagos. Se acordó de Macondo. El coronel esperó diez años a que se cumplieran las promesas de Neerlandia. En el sopor de la siesta vio llegar un tren amarillo y polvoriento con hombres y mujeres y animales asfixiándose de calor, amontonados hasta el techo de los vagones. Era la fiebre del banano. En veinticuatro horas transformaron el pueblo. ‘Me voy’, dijo entonces el coronel. ‘El olor del banano me descompone los intestinos.’ Y abandonó Macondo en el tren de regreso, el miércoles veintisiete de junio de mil novecientos seis a las dos y dieciocho minutos de la tarde. Necesitó medio siglo para darse cuenta de que no había tenido un minuto de sosiego después de la rendición de Neerlandia.”
   
Serie Los Premios Nobel, Ediciones Orbis
Barcelona, 1982
        El tiempo presente de El coronel no tiene quien le escriba transcurre durante octubre, noviembre y parte de diciembre en un anónimo pueblo con un puerto fluvial y una plaza central con almendros centenarios (lugar en el que se halla autoexiliado el protagonista desde su huida de Macondo), cuyo modelo real es Sucre, donde la familia de Gabriel García Márquez vivió entre 1939 y 1951, y que también es modelo en La mala hora, en cinco de los ocho cuentos de Los funerales de la Mamá Grande (“Un día de estos”, “En este pueblo no hay ladrones”, “La prodigiosa tarde de Baltazar”, “La viuda de Montiel” y “Rosas artificiales”) y en Crónica de una muerte anunciada. Sólo al término se precisa la edad del viejo coronel: 75 años. No obstante, casi al principio se dice que lleva 56 años esperando la pensión pactada y prometida tras la última guerra civil. Si la última batalla y el tratado final de la Guerra de los Mil Díaz ocurrieron en 1902, entonces la novela debería suceder en 1958 y no en 1956, como todo sugiere que así es. Pero resulta que en ese pueblo de un país latinoamericano sin elecciones democráticas (cuyo modelo es la Colombia del dictador Gustavo Rojas Pinilla), con toque de queda y bajo estado de sitio (emanado de un golpe militar, se deduce), con el cine censurado por la Iglesia católica (el padre Ángel es el brazo ejecutor, al igual que en La mala hora) y con la libertad y la prensa censurada por el gobierno (cuyo dictadorzuelo es el alcalde, ídem en La mala hora), de modo que entre los pobladores circula información clandestina impresa en mimeógrafo (donde se habla de la resistencia armada), el coronel, al respecto, se tira un chistorete (especie de sulfúrica y sonora trompetilla) ante el joven médico “de rizos charolados” y dentadura y vestimenta impecables (el viejo doctor Octavio Giraldo de La mala hora y de “La prodigiosa tarde de Baltazar”) mientras lucha contra la desazón gastrointestinal que le brota el mes de octubre de cada año desde aquel lejano tratado de Neerlandia: “Desde que hay censura los periódicos no hablan sino de Europa”, “Lo mejor será que los europeos se vengan para acá y que nosotros nos vayamos para Europa. Así sabrá todo el mundo lo que pasa en su respectivo país.”
   
Fotograma de El coronel no tiene quien le escriba (1999)
     Pero el caso es que un viernes de octubre del año en que empieza la novela, el viejo coronel lee en un periódico “una crónica sobre la nacionalización del canal de Suez”, que en la vida real aconteció el 26 de julio de 1956 sobre la base de un decreto dictado por Gamal Abdel Nasser, presidente de Egipto entre el 16 de enero de 1956 y el 28 de septiembre de 1970. (¿Un retraso informativo y de relleno debido a la censura?, puede preguntarse el lector). Pero como el viejo coronel el mes de octubre en dos ocasiones lee en un periódico (antes del “27 de octubre”) sobre el mismo tema de la nacionalización del canal de Suez, quizá debió leer (pero esto es meter la cuchara sin invitación) sobre la beligerante invasión de Francia, Inglaterra e Israel, sucedida el 29 de octubre de 1956, cuyo conflicto internacional se agudizó cuando Egipto bloqueó el canal de Suez tras hundir una cuarentena de barcos.  
   
T.S. Eliot
(1888-1965)
     Parafraseando el célebre verso de T.S. Eliot: “Abril es el mes más cruel”, íncipit de “El entierro de los muertos”, el primer poema de La tierra baldía (1922), para el viejo coronel de la novela: octubre es el mes más cruel, pues durante octubre de cada año sufre continuos y tormentosos trastornos estomacales e intestinales. Esto es así desde la vieja rendición de Neerlandia, que para el coronel significa el comienzo de los infortunios de su larga y patética espera con 56 años encima. Lo cual ineluctablemente remite a las citadas fechas históricas: 14 de octubre de 1902 (la batalla de Ciénaga) y 24 de octubre de 1902 (el tratado firmado en la hacienda bananera de Neerlandia, cercana a Ciénaga, por los generales Rafael Uribe Uribe y Florentino Manjarrés). 
 
Don Nicolás Ricardo Márquez Mejía, el abuelo coronel “poco antes de su muerte.
Arrastrando las secuelas de una caída de una escalera en Aracataca, murió
a causa de una neumonía.
        Pero el cruel malestar de octubre del protagonista de la novela El coronel no tiene quien le escriba también implica, según Dasso Saldívar, el no siempre recordado hecho de que “el 19 de octubre de 1908” fue el día en que el coronel Nicolás Márquez Mejía, el abuelo materno de Gabo, mató a tiros en un duelo a Medardo Pacheco Romero (éste tenía 27 años y el abuelo 44). Esa fue la sórdida causa de que el coronel Nicolás Márquez Mejía finiquitara sus asuntos y con su familia se fuera de Barrancas para siempre. Estuvo allí en la cárcel, luego en Riohacha (donde había nacido en 1864). Pero la condena de un año la vivió teniendo a toda Santa Marta por cárcel. Después los Márquez Iguarán estuvieron casi un año en Ciénaga. Y sólo se instalaron en Aracataca (donde la explotación bananera era abundante) hasta finales de agosto de 1910 viajando en el legendario y polvoriento tren amarillo. Allí, en la casa de los abuelos maternos, el 6 de marzo de 1927 habría de nacer Gabo. Y entre los frecuentes paseos que de niño hizo llevado de la mano por su abuelo el coronel, alguna vez lo llevaría a conocer los misterios del hielo en una caja de pargos y otras veces lo oiría decir, no sin melancolía, evocando aquel lejano día del mes de octubre en que tuvo que matar a Medardo Pacheco: “¡Tú no sabes lo que pesa un muerto!”.


Gabriel García Márquez, El coronel no tiene quien le escriba. Prólogo sin firma sobre el autor. Serie Los Premios Nobel. Ediciones Orbis. Barcelona, 1982. 162 pp. 
Dasso Saldívar, García Márquez. El viaje a la semilla. La biografía. Iconografía en blanco y negro. Alfaguara. Madrid, 1997. 616 pp.



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Enlace a El coronel no tiene quien le escriba (1999), película dirigida por Arturo Ripstein, basada en la novela homónima de Gabriel García Márquez.
Enlace a Umberto D (1952), película dirigida por Vittorio de Sica (en italiano y con subtítulos en español).


sábado, 10 de octubre de 2015

Historia prodigiosa



De enanos, gigantes, espejos 
otros bichos de carne y hueso

Por instancias de Elena Garro (1916-1998), Historia prodigiosa, libro del argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999), fue editado por primera vez en la Ciudad de México, en 1956, en la Colección literaria Obregón. Un año antes, en la Biblioteca Americana del Fondo de Cultura Económica (serie Proyectada por Pedro Henríquez Ureña y publicada en memoria suya), se habían impreso el par de volúmenes de Poesía gauchesca, con edición, prólogo, notas y glosario de Bioy y Jorge Luis Borges (1899-1986). Por entonces pocos ejemplares de Historia prodigiosa llegaron a Buenos Aires. Y no aparecería en la Argentina hasta 1961, editado por Emecé, junto con “De los dos lados”, cuento añadido al conjunto. 
Historia prodigiosa
Ediciones de la Universidad de Alcalá de Henares
Quinto Centenario. Madrid, 1991
La presente y cuidada edición de Historia prodigiosa, con pastas duras y cubiertas, impresa en Madrid, en marzo de 1991, por Ediciones de la Universidad de Alcalá de Henares, concebida en el contexto de las celebraciones del Quinto Centenario, obedeció a que al escritor se le otorgó en España, en 1990, el Premio Cervantes.
Historia prodigiosa reúne seis cuentos. El primero, homónimo del libro, es evocado y narrado por un alter ego del autor, el cual trabaja en Buenos Aires en una editorial, quien había sido invitado a colaborar en “una suerte de academia literaria” ideada por Rolando de Lancker. En el relato descuella la fina ironía y el corrosivo humor negro que distingue a Bioy Casares al trazar personajes paródicos, comentarios sarcásticos, y circunstancias fantásticas y reflexivas; pero también ciertos matices y tildes de una estilizada anglofilia que aparece en otros cuentos (inclinación paralela y distinta a la anglofilia de Borges), en este caso bajo la atmósfera cultivada por Chesterton, invocado en un tomito verde que el alter ego de Adolfito lee durante el trayecto en ferrocarril de Buenos Aires a Monte Grande, donde se halla la lujosa estancia de Rolando de Lancker. Si las inquietantes y seductoras piernas de Olivia, discípula de éste, iluminadas en el interior del “enorme breaktirado por “una yunta de espumosos caballos oscuros”, son un ingrediente de tensión erótica, el punto nodal (bajo el presagio de las móviles imágenes del infierno que se aprecian en Los amantes de Teruel, lienzo de Benlliure) se desencadena durante un baile de máscaras de la Sociedad de Escritores, pues Rolando de Lancker, que se piensa todo un caballero, un auténtico gentleman, tras ser abofeteado por un tipo con máscara de diablo que no tolera su perorata contra las nociones del Cielo y el Infierno, Dios y el Demonio y que profesa el dogma católico, no elude el reto y el duelo, el lance con espada que lo enfrenta a tal demonio enmascarado, quien luego resulta ser el mero Satanás que se esfuma en un tris y por ende la muerte de Rolando de Lancker significa su boleto y pasaje al Infierno, con humo, tufillo a azufre, y ruido de fierros de cadena perpetua. 
La relación de los hechos de “Clave para un amor” es evocada y narrada por otro alter ego de Adolfo Bioy Casares, cuyo “deber en la vida”, dice, es “contar cuentos”. El epicentro de tal relato se entreteje en un inmenso, fastuoso y kafkiano hotel situado en las montañas chilenas de los Andes, “no lejos de Puente del Inca”. 
Además de la fauna que protagoniza el puñado de historias que se suceden y entrelazan bajo el influjo de una musiquita, hay por allí el vestigio arquitectónico de un templo grecorromano destinado a celebrar y conmemorar a Baco, hecho erigir por un tal Bellocchio, otrora propietario de ese hotel aún rodeado de fantasmas, de humeantes leyendas y ecos de mitos, quien solía sacrificar corderitos en el altar y que cada año conmemoraba la fiesta del dios, llamada liberalia, cuya índole e intríngulis está cifrada en la Enciclopedia Hispanoamericana que consulta el alter ego de Bioy: Era aquél un día de liberación. Nada estaba vedado y se toleraba que los esclavos hablaran libremente.” 
Así, el trastorno que cada protagonista sufre en su conducta y que se proyecta en los sucedidos que se desencadenan en el hotel, tiene que ver con que un específico día del año: 17 de septiembre (17 de marzo en Europa), fecha en que Bellocchio festejaba a Baco y éste se hacía presente con su cohorte de demiurgos menores. Es decir, la musiquita que cada uno oyó en determinado momento (“flautas y una muchedumbre alegre”), era indicio de que el dios los habitaba y que en esos instantes “La esencia de cada uno, buena o mala, obró con libertad.”
Adolfo Bioy Casares en 1990
Año en que recibió en España el Premio Cervantes
y en México el Premio Alfonso Reyes
En “La sierva ajena”, a través de la voz de otro alter ego: “un sujeto oscuro y apocado”, Bioy, con su burlesca habilidad para el escarnio y la parodia, traza, en la provinciana y pretenciosa atmósfera cultista del Buenos Aires de los años 30 del siglo XX, la reaparición de Celestin Bordenave, prestigiado explorador y “apuesto hombre de un metro ochenta”, reducido a una diminuta cabeza del tamaño de un puño, transformado así durante su expedición en la tenebrosa selva de los jíbaros. Pero lo más significativo es lo que implica la historia del joven Urbina, relatada por Keller en el Tropezón, uno de los presuntos chismosos que observan la cabecita momificada de Celestin Bordenave al ser exhibida en una conferencia de un explorador belga. Urbina, parodia de poeta provinciano que suele reunirse con otros paródicos provincianos, es un ridículo y risible epígono de José Juan Tablada (1875-1945) y por ende escribe sus solemnes pero chuscos haikús (varios se leen en el cuento), da conferencias sobre ello, e incluso dizque “una revista platense publicaría en separata” su “famosa comparación entre la métrica del hai-kai de Tablada y del hai-kai japonés”. 
Pero lo extraordinario le empieza a ocurrir al visitar a Flora Larquier en La retama, la quinta en el Tigre heredada por ella y su viuda madre, loca, al parecer. El ardid que dispone Flora favorece el enamoramiento de Urbina por la fémina, pero también lo induce a conocer el secreto que ésta oculta en la mórbida, desvencijada, sucia, pestilente y oscura casona de La retama: Rudolf, ex espía del servicio secreto de Alemania, duro y maldito, ahora reducido a un minúsculo homúnculo que sólo mide una mano, mermado a tales liliputienses dimensiones por un pueblo pigmeo del África donde quedó preso. 
(FCE, 1988)
  Esto recuerda que en La invención y la trama (FCE, 1988), antología de Bioy, seleccionada, introducida y anotada por Marcelo Pichon Rivière, éste apunta lo que Adolfito decía siguiendo a Johnson: “yo soy uno de esos ‘autores de bárbaros romances que alientan a sus lectores con enanos y con gigantes’”. Pero también aquello que el autor de La invención de Morel (Losada, 1940) dice en “Aprendizaje” y en el libro de Memorias (Tusquets, 1994) que escribió y editó auxiliado por Pichon Rivière y Cristina Castro Cranwell: “Mi madre me contaba historias de animales. Generalmente eran liebres, que para conocer la vida se alejaban de la madriguera, corrían peligros y, tras muchas peripecias, volvían a la madriguera, a la dicha, a la seguridad. Aún hoy, en mis cuentos y novelas, echo mano del recurso literario que me enseñó mi madre: el recíproco agradecimiento de la seguridad y el peligro.” 
Adolfito y Marta Casares, su madre
(Buenos Aires, c. 1950)
  Circunstancia y reminiscencia infantil que Bioy evoca en un pasaje de “La sierva ajena”: “En el tren que lo llevaba [del Tigre] a Buenos Aires, Urbina anheló estar de vuelta en su casa, como en un refugio, a salvo de la cruel intemperie del mundo, donde hay secretos, y enanos horribles, que lo odian a uno, y mujeres nobles, que lo persiguen; anheló ver a sus padres —los imaginaba muy lejos— y dormirse entre las sábanas frías de su cama.” Sin embargo, lo que Urbina halla en casa de sus padres es incomprensión, infundios y rechazo. Así, muerto de sueño y con la cola entre las patas, regresa a La retama, donde el reyezuelo Rudolf, con el cetro que empuña y le entierra en los ojos mientras duerme, lo convierte en un ciego, el preludio del abandono de Flora, quien lo deja a la deriva en un barco que lo lleva a Europa por siempre jamás. Vale añadir que, según dice Bioy en “Aprendizaje”, el argumento de “La sierva ajena” lo urdió al reescribir “Cómo perdí la vista”, cuento incluido en Luis Greve, muerto (Destiempo, 1937), su sexto libro, que Borges reseñó de manera favorable en el número 39 de la revista Sur (diciembre de 1937), pero del cual Adolfito, en la misma memoria, dice: “Cuando empecé a escribir La invención de Morel me propuse que Luis Greve, muerto fuera el último de mis libros malos.”
En “De los dos lados”, con un guiño a Lewis Carroll, Adolfo Bioy Casares fantasea con la posibilidad de vencer a la muerte mediante un procedimiento que recuerda la borrosa pero nunca olvidada idea de los viajes astrales y de la transmigración de las almas de cierta ancestral mitología y superchería hindú. Jim, porteño e “hijo segundo de una buena familia inglesa”, auxiliado por Celia, su amada —quien funge de nana y “miss” de la niña Carlota, pirrurris de la ricachona estancia El portón (quizá a imagen y semejanza de Rincón Viejo, la legendaria estancia de los Bioy en Pardo)—, dejando su cuerpo sumergido en una especie de sueño, practica con su alma viajes al más allá. Cuando está listo, decide irse para siempre; es decir, morir en la Tierra y vivir en el otro lado. Poco después, Celia, auxiliada por la niña Carlota, también se ejercita y no tarda en irse. Así, el viaje de ambos al más allá implica vivir en una eterna, onírica y edénica comunión amorosa.
Rincón Viejo
(Pardo, 1965)
  En “Vísperas de Fausto”, mínimo tributo a Goethe (y no sólo “un recurso de estilo”), poco antes de que en esa noche de junio de 1540 retumben las 12 campanadas, hora en que termina el pacto que 24 años antes Fausto hizo ante Mefistófeles: vender su alma al Diablo “a cambio de un invencible poder mágico”, pese a sus circulares devaneos que no conjuran ni detienen el tiempo, se reitera que no hay escape ante lo sucedido y pactado: “Ni el mismo Zeus puede alterar lo que ya ocurrió.”
Mientras que en “Homenaje a Francisco Almeyra”, el último cuento, que en 1954 había sido impreso en el número 229 de la revista Sur y en un librito de Destiempo (la editorial homónima de la revista que en 1936 editó con Borges) dedicado a la memoria de su madre (fallecida a los 64 años el 26 de agosto de 1952), Bioy deja la perspectiva fantástica y el remanente mágico y opta por una ambientación historicista (que matiza con lúdicos e irónicos comentarios al lector) a través de la cual la voz narrativa da visos del enfrentamiento ideológico y beligerante entre los liberales unitarios desterrados en Montevideo, Uruguay, y las huestes de los conservadores federales al servicio del general Juan Manuel de Rosas (1793-1877), quien gobernó la Provincia de Buenos Aires entre 1829 y 1832, y luego entre 1835 y 1852, habiendo encabezado, en 1833, una cruenta expedición contra los indígenas del Sur. 
La noticia de que los libres se alzaron en el Sur (“En Dolores han pisoteado la efigie del monstruo”), suscita que un puñado de idealistas y más o menos cultos francófilos desterrados en Montevideo se embarquen en una chalupa (entre ellos el joven Almeyra). Apenas desembarcan, la violenta escaramuza contra una multitud de gauchos a caballo, signa, aquel fatídico fin de 1839, la derrota de los desterrados, la fuga del unitario doctor Cruz, y el salvaje degollamiento de Almeyra y de su obra trunca: unos poemas, el galanteo de una infanta, su traducción de la Eneida en ciernes y el proyecto de su tragedia en Tebas.

Adolfo Bioy Casares, Historia prodigiosa. Ediciones de la Universidad de Alcalá de Henares/Quinto Centenario. Madrid, 1991. 184 pp.