lunes, 15 de febrero de 2016

El perfume. Historia de un asesino

 Amaos los unos contra los otros

El perfume. Historia de un asesino, la celebérrima novela de Patrick Süskind (Ambach, Baviera, Alemania, marzo 26 de 1949), se editó por primera vez en alemán en 1985 y de inmediato, tal furioso y globalizado virus de pólvora, se convirtió en la gallina de los huevos de oro, en un best seller traducido a múltiples idiomas y masivamente reeditado, una y otra vez. Lo que a la postre derivó (hasta 2006) en el estreno de su homónima adaptación cinematográfica. 
DVD de El Perfume. Historia de un asesino (2006),
película basada en la novela homónima de Patrick Süskind.
  Uno de los comprensibles efectos secundarios del alharaquiento y explosivo boom de El perfume, fue la paulatina traducción al español de otros libros de Patrick Süskind, muy menores en relación a éste: el libreto teatral: El contrabajo (1986), las novelas: La paloma (1987) y La historia del señor Sommer (1992), y los cuatro cuentos breves compilados en Un combate y otros relatos (1996). 

(FCE, México, 1987)
  En México, los cinco libros de Patrick Süskind fueron publicados por Seix Barral. Los tres primeros traducidos del alemán por Pilar Giralt Gorina y los dos últimos por Ana María de la Fuente. Y el FCE fue la empresa paraestatal que editó, con la traducción al castellano de Carlota Vallée Lazo, la erudita investigación histórica de Alain Corbin: El perfume o el miasma. El olfato y lo imaginario social. Siglos XVIII y XIX (1987), cuya primera edición en francés data de 1982 y de la que se dice con bombo y platillo —incluso en la contraportada— inspiró a Patrick Süskind la escritura de su novela El perfume

Contraportada de El perfume o el miasma (FCE, 1987)
  Por renuencia del propio Patrick Süskind (cuyo director ideal era Stanley Kubrick, pero murió el 7 de marzo de 1999 y por ende se especuló que el elegido sería Ridley Scott), los productores y empresarios se tardaron en negociar y pergeñar la adaptación al cine que dirigió Tom Tykwer (ineludible versión del Reader’s Digest, quizá diría el consabido demiurgo de la Escuela de Estudios Cinematográficos de Praga), pues las vertientes visuales de la novela eran y son una incitación a hacerlo: pormenorizadas descripciones escenográficas y del vestuario de los personajes; párrafos y páginas descriptivas repletas de recargados entornos que tácitamente implican paneos de cámara; descripciones de movimientos clave (los llevados y traídos planos secuencia) en el contexto del argumento, como cuando Grenouille entra por primera vez a la abigarrada y repleta tienda del perfumista Baldini; cuando Grenouille, a sus 15 años, comete el primer asesinato de una hermosa y olorosa adolescente de 13 ó 14 años; cuando en una recámara de la rústica posada del pueblo La Napoule realiza en la oscuridad el minucioso rito de su último asesinato (traza el modus operandi) de una serie de asesinatos de 25 bellísimas y aromáticas muchachitas vírgenes, 24 de ellas encontradas muertas de un golpe en la nuca en los alrededores de Grasse y en Grasse, sin los cabellos, desnudas y aún virginales; cuando Grenouille, cuasi brujo que domina los secretos de la magia negra, se fabrica, en el taller del perfumista de Montpellier, un aura que huele a simple humano impregnado del tufillo de un perfume común y corriente; o la vistosa y panorámica orgía de diez mil personas convocadas alrededor del singular cadalso de Grasse (erigido ex profeso para exterminar al asesino serial) que provoca una minúscula gota de la perfecta y exquisita fragancia del amor creada por Grenouille con el aroma extraído de las 25 hermosas adolescentes ultimadas por él. Perfume con el que podría haber dominado y puesto cabizbajo y de rodillas al pestífero y corrompido mundanal mundo y que parece cumplir al pie de la letra el sentido del sonoro título del ensayo de Thomas de Quincey: Del asesinato considerado como una de las bellas artes. O el voluptuoso y violento canibalismo que exacerba su perfume del amor frente a una horda de astrosos maleantes y vagabundos reunida alrededor del fuego en el Cimetière des Innocents de París la madrugada en que Grenouille —dada la hiedra venenosa de su profunda y solitaria misantropía, psicosis y pocas luces— decide borrarse del globo terráqueo. 

 (Seix Barral, 1ª reimpresión mexicana, febrero 14 de 1986)
  Dividida en 4 partes y 51 capítulos, El perfume es una novela lineal, muy descriptiva, repleta de detalles y minucias y de relatos secundarios que enriquecen el epicentro de la historia. Comienza con el nacimiento del protagonista Jean-Baptiste Grenouille, el 17 de julio de 1738, en el lugar más hediondo y nauseabundo del pestilente París: “un puesto de pescado de la Rue aux Fers”. Continúa con el itinerario de su triste e increíble vida (sin ahondar en los trasfondos psicológicos); y concluye con su muerte la madrugada del 26 de junio de 1767. 

 
Patrick Süskind
       Desde el subtítulo en la portada, el lector sabe que se halla ante la Historia de un asesino y desde el íncipit se le anuncia que Grenouille fue un genio maldito entre los genios malditos de la Francia del siglo XVIII; lo que implica que la novela, en cierto modo, carece de suspense y que lo magnético, lo que atrapa al lector, son las sucesivas y susodichas descripciones escenográficas y del ámbito de los olores y, por su puesto, la inextricable singularidad fantástica de la trama y del grotesco y delirante Jean-Baptiste Grenouille, criado desde bebé en la casa de expósitos de madame Gaillard, quien al suspenderse el pago del monasterio de Saint-Merri que había venido recibiendo ex profeso, a sus ocho años de edad lo vende al maître curtidor Grimal, en cuyo taller trabaja día y noche como criado y aprendiz ejecutando las labores más rudas, mortales y malolientes. Pero Grenouille, a sus quince años, después de la experiencia odorífera que lo induce a cometer su brutal e irreflexivo primer asesinato la noche del primero de septiembre de 1753, con tal de corporificar las mil y una fragancias que ha olido e imaginado sin saber cómo se crea un perfume, decide separarse del curtidor Grimal y aprender los secretos de la perfumería haciéndose comprar y emplear por el perfumista Baldini, con quien labora hasta sus dieciocho años y quien le otorga su libertad y su flamante certificado de oficial de artesano perfumista. Pero al unísono, Grenouille —torpe para el habla, poco inteligente, sin ambiciones pecuniarias, chaparrito, con cierta cojera, pelirrojo, feote, asexuado, insignificante, y con cicatrices en el rostro y en las manos— desde bebé posee la nariz más hipersensible de cuantas hayan existido sobre la faz de la tierra. Por su olor identifica a las personas, a los animales y a las cosas. Puede olerlos a través de las paredes y a varios kilómetros de distancia. Puede diseccionar por completo la invisible mixtura de aromas y pestes que flota en la atmósfera y elegir y rastrear en la oscuridad o con los ojos cerrados, y durante largas distancias, la fragancia que le interese; o sólo con el olfato en un cuarto oscuro puede localizar un minúsculo objeto perdido que apenas huele y que la nariz de los otros no capta.
 
(Sur, Buenos Aires, 1944)
       A imagen y semejanza de “Funes el memorioso”, el personaje del cuento que Jorge Luis Borges reunió en Ficciones (Sur, 1944), Grenouille está imposibilitado para las abstracciones intelectuales; y al igual que Funes posee una memoria imborrable, sólo que restringida al ámbito de los olores. Desde que Grenouille nació, todo lo que ha olido su nariz de minúscula garrapata está archivado en su memoria olfativa, que es idéntica a una indeleble, laberíntica y descomunal biblioteca de catalogados aromas y hedores. Con tal clasificación odorífica, en los sueños y en su maniática y megalómana imaginación de perfumista nato, elabora las fragancias más exquisitas, finas y hechizantes jamás olidas por los simples mortales que infestan el globo terráqueo.
   
Fotograma de El perfume  (2006)
        Pese a todo ello, Grenouille, desde bebé, carece de olor y desde entonces esto suscita aversión, rechazo y fobia entre quienes lo rodean o entre quienes tienen contacto con él; lo cual, además, no riñe con el intrínseco odio hacia el género humano que siempre lo signa. 
Cuando a sus 15 años Grenouille empezó a aprender el oficio de perfumista con el maître Baldini, éste estaba a punto de quedarse sin un clavo, de quebrar sin remedio. Cuando en mayo de 1756, casi a sus 18 años, abandona la tienda y el taller del maître Baldini, lo deja convertido en el perfumista más rico y célebre de Francia y de Europa y con 600 fórmulas creadas por Grenouille, mismas que suman “más de las que varias generaciones de perfumistas podrían realizar jamás”.
 El maître Baldini y Grenouille
(Dustin Hofman y Ben Wishaw)
Fotograma de El perfume (2006)
  Grenouille, con una alforja, 25 francos y su rutilante certificado de oficial de artesano perfumista, se dirige ahora a Grasse, la ciudad de los perfumistas por excelencia, lugar al que viaja a pie para aprender las técnicas de extracción de aromas que no aprendió con Baldini. Pero en la ruta empieza a eludir el repulsivo olor de los ejemplares de la especie humana, a caminar por las noches mientras su misantropía se agudiza a tal punto que sus pasos lo llevan, un día de agosto de 1756, hasta la cima del Plomb du Cantal, un volcán con dos mil metros de altura, desde donde su poderosa nariz no registra el miasma del género humano ni el microscópico pedúnculo umbelífero de ningún hombre y donde halla una oscura y estrecha gruta nunca antes pisada. Allí se entierra durante siete años, entre sus 18 y sus 25 años de edad. La mayor parte del tiempo se la pasa, como todo un pachá de los efluvios y de las fragancias, abandonado a las borracheras y orgías de aromas que, a imagen y semejanza de un todopoderoso Dios en su particular y solipsista universo, elabora en su imaginación y en sus sueños, y donde la esencia odorífica de la bella adolescente que estranguló el primero de septiembre de 1753, suele ser el perfume más placentero y embriagador entre todos los perfumes embriagadores y placenteros que almacena en las bodegas de su inmensa y laberíntica biblioteca odorífera. De vez en cuando, el homúnculo sale de la gruta, bebe agua, hace pipí, defeca y come “liquen, hierba y bayas de musgo”, “pequeñas salamandras y serpientes de agua que devoraba con piel y huesos después de arrancarles la cabeza”, incluso comió “un cuervo muerto” y “murciélagos muertos por congelación”.

Sin embargo, un día de febrero de 1764, Jean-Baptiste Grenouille abandona la gruta. La razón: de pronto, en medio de sus ensueños odoríferos, descubre por primera vez y con aterrorizada sorpresa que su cuerpo no emite ningún olor. Y se marcha de allí decido a conseguirlo. 
Reaparece ante los ojos de los rudos campesinos con la facha de un troglodita: “Los cabellos le llegaban hasta las rodillas, la barba rala, hasta el ombligo. Sus uñas eran como garras de ave y la piel de brazos y piernas, en los lugares donde los andrajos no llegaban a cubrirlos, se desprendía a tiras.” En la ciudad de Pierrefort, luego de ser tildado de huido de un galeote, de “mezcla de hombre y oso, una especie de sátiro”, y de espécimen semejante a los homúnculos de “una tribu de indios salvajes de Cayena”, el marqués de la Taillade-Espinasse, señor feudal de Pierrefort, miembro del Parlamento en Toulouse y locuaz científico experimental, al tener noticia de su aspecto de cavernícola y de que vivió siete años enterrado en una gruta subterránea, lo convierte en su protegido y se lo lleva, como conejillo de indias, al laboratorio de su castillo de Montpellier, con el fin de demostrar la veracidad de su loca teoría del fluido letal (un supuesto gas pútrido quesque emana de la tierra constantemente y dizque “paraliza las energías vitales y tarde o temprano conduce a la extinción”) y más aún: con el troglodita pretende demostrar la supuesta eficacia de sus locuaces y chocarreros métodos terapéuticos.  
    Grenouille, una vez sometido a los procedimientos del marqués de la Taillade-Espinasse y con el vestuario y el maquillaje de un francés común de la época, monta una faramalla más con tal de que lo lleven al taller de un perfumista de Montpellier, con cuyos modestos y rupestres instrumentos se crea un aura odorífera mediante la combinación de dos olores fabricados por él: un perfume sin mayor pena ni gloria y la sencilla fragancia de un hombre perfumado. Ya con su aura individual, Grenouille da una ronda por las callejuelas observando el efecto de ser registrado como persona común y corriente. En tal paseo se exacerba el odio que siente ante el hediondo y corrupto género humano y su acendrada megalomanía: creará “un aroma de ángel, tan indescriptiblemente bueno y pletórico de vigor que quien lo oliera quedaría hechizado y no tendría más remedio que amar a la persona que lo llevara, o sea, amarle a él, Grenouille, con todo su corazón.
   “¡Sí, deberían amarle cuando estuvieran en el círculo de su aroma, no sólo aceptarle como su semejante, sino amarle con locura, con abnegación, temblar de placer, gritar, llorar de gozo sin saber por qué, caer de rodillas como bajo el frío incienso de Dios sólo al olerle a él, Grenouille! Quería ser el Dios omnipotente del perfume como lo había sido en sus fantasías, pero ahora en el mundo real y para seres reales.”
   Para tal objetivo, luego de alrededor de diez días en Montpellier, Grenouille, en marzo de 1764, se marcha a Grasse, la ciudad de los perfumistas por antonomasia. En siete días ya está allí y no tarda en hacerse contratar como segundo oficial en el taller de madame Arnulfi, viuda del maître parfumeur Honoré Arnulfi, con la particularidad de que durante su previo recorrido por las callejas y callejuelas de Grasse descubre el aroma más exquisito que haya olido su nariz de garrapata enana: el olor de una adolescente con apenas un principio de senos. Así, en tanto la bella muchachita llega a su punto odorífero para él y mientras aprende las técnicas de extracción de esencias aromáticas que aún ignora, se antepone como término dos años para apropiarse del efluvio de la chavala.  
   En enero de 1765 la viuda madame Arnulfi se casa con el primer oficial de su taller: Dominique Druot; así que éste se convierte en el maître perfumista y Grenouille en el primer oficial, además de que ya domina las técnicas para extraerle el olor a un ser humano, mismas que le servirán para la perfecta fragancia que planea: un perfume elaborado con la esencia de las hermosas adolescentes que inspiran amor. 
   
Fotograma de El perfume (2006)
       Para crearlo, entre mayo y septiembre de 1765, Grenouille asesina a las 24 preciosas muchachitas de los alrededores de Grasse y de Grasse, y deja para el año siguiente la extracción de la fragancia de la citada pubescente que le resulta el olor más exquisito de todos los aromas que ha conocido, mismo que será el epicentro del perfume del amor que saldrá de su sapiencia de demiurgo menor, de diosecillo bajuno, y de su consubstancial nariz de garrapata hechicera.
    Es decir, el 17 de julio de 1766 Grenouille cumplirá 28 años y el crimen de la doncella número 25 lo ejecuta en marzo de 1766, en La Napoule, y ella, además de poseer la esencia central de la fragancia del amor que luego crea, es la única chica de la cual la voz narrativa dice el nombre: Laure Richis, objeto odorífero y único crimen de los 25 asesinatos (para el perfume) que es contado con todos sus pormenores; lo cual también ocurre en el caso del primer asesinato cometido por Grenouille: el súbitamente perpetrado la noche del primero de septiembre de 1753.
 
Grenouille y su primera víctima
(Karoline Herfurth y Ben Wishaw)
Fotograma de El perfume (2006)
        Curiosamente, Patrick Süskind, quien además de historiador es muy detallista y minucioso en muchos aspectos descriptivos de su novela, varias veces descuida las fechas o los marcos temporales que maneja (tal inequívoco síndrome de “Amnesia in litteris”, expuesto en su paródico cuento sobre el arquetipo del desmemoriado lector, reunido en Un combate y otros relatos). Por ejemplo, los asesinatos de las 24 adolescentes ocurrieron entre mayo y septiembre de 1765 y durante los últimos meses de tal año se sucede entre la población de Grasse y alrededores la fóbica secuela social que ello suscita y enseguida, en la página 187, se dice que ya es “el primero de enero de 1766”. Pero luego, en la página 234 deja de ser 1766; es decir, pese a que sólo se trata de unos días después del asesinato de Laure Richis acontecido en marzo de 1766, la novela da un brinco de saltimbanqui renacentista al “25 de junio de 1767”, día que Grenouille llega a París para propiciar su muerte después de las doce de la noche, precisamente en el Cimetière des Innocents, cuando al dejar correr sobre sí mismo el contenido del minúsculo frasquito de su perfume del amor elaborado con los efluvios de las 25 chicas asesinadas, una harapienta Corte de los Milagros reunida en torno a la hoguera (“ladrones, asesinos, apuñaladores, prostitutas, desertores, jóvenes forajidos”) se arroja sobre él y lo destroza con puñales, hachas y machetes, para enseguida devorar sus pedazos con furiosa y amorosa lujuria. 
   
Laure Richis (Rachel Hurd-Wood)
Fotograma de El perfume (2006)
      Pero el caso es que los pocos errores que comete al asesinar a Laure Richis (que sólo tenía dieciséis años) y las evidencias que la policía halla en la pequeña cabaña del olivar que madame Arnulfi tiene detrás del convento de los franciscanos y que Grenouille ocupaba para vivir y la confesión de éste, son suficientes para propiciar su encarcelamiento y la expedita y rápida condena a muerte en un cadalso público erigido ex profeso, donde, atado a una cruz horizontal, el verdugo le dará “doce golpes con una barra de hierro que le descoyuntarán las articulaciones de brazos, piernas, caderas y hombros, tras lo cual se levantará la cruz, donde permanecerá hasta su muerte”. 
  Sin embargo, cuando Grenouille es trasladado ante las diez mil sedientas personas conglomeradas para presenciar el cumplimiento y el horrorosísimo espectáculo de la pena de muerte del famoso asesino de doncellas vírgenes que ha tenido a la población de Grasse y alrededores con el Jesús en la boca y el corazón en la mano, la única gota de su perfume del amor que lleva encima es suficiente para que la multitud de energúmenos lo vea tierno, guapo, inofensivo, angelical, e incapaz de matar una mosca y de mordisquear un plátano. Pero lo más memorable es el trastorno psíquico y la masiva orgía que su perfume desencadena:
Fotograma de El perfume (2006)
   “Todos consideraban al hombre de la levita azul el ser más hermoso, atractivo y perfecto que podían imaginar: a las monjas les parecía el Salvador en persona; a los seguidores de Satanás, el deslumbrante Señor de las Tinieblas; a los cultos, el Ser Supremo; a la doncella, un príncipe de cuento de hadas; a los hombres, una imagen ideal de sí mismos. Y todos se sentían reconocidos y cautivados por él en su lugar más sensible; había acertado su centro erótico. Era como si aquel hombre poseyera diez mil manos invisibles y hubiera posado cada una de ellas en el sexo de las diez mil personas que le rodeaban y se lo estuvieran acariciando exactamente del modo que cada uno de ellos, hombre o mujer, deseaba con mayor fuerza en sus fantasías más íntimas.

   
Fotograma de El perfume (2006)
       “La consecuencia fue que la inminente ejecución de uno de los criminales más aborrecibles de su época se transformó en la mayor bacanal conocida en el mundo después del siglo segundo antes de la era cristiana: mujeres recatadas se rasgaban la blusa, descubrían sus pechos con gritos histéricos y se revolcaban por el suelo con las faldas arremangadas. Los hombres iban dando tropiezos, con los ojos desvariados, por el campo de carne ofrecida lascivamente, se sacaban de los pantalones con dedos temblorosos los miembros rígidos como una helada invisible, caían, gimiendo, en cualquier parte y copulaban en las posiciones y con las parejas más inverosímiles, anciano con doncella, jornalero con esposa de abogado, aprendiz con monja, jesuita con masona, todos revueltos y tal como venía. El aire estaba lleno del olor dulzón del sudor voluptuoso y resonaba con los gritos, gruñidos y gemidos de diez mil animales humanos. Era infernal.”
 
Fotograma de El perfume (2006)
       Baste decir, para concluir la nota, que Jean-Baptiste Grenouille, gracias a los efectos de su exquisito perfume del amor, obtuvo la exculpación oficial y el vertiginoso enamoramiento del propio padre de Laure Richis, quien intenta adoptar y adorar para siempre a la horripilante, nauseabunda y torpe garrapata. 


Patrick Süskind, El perfume. Historia de un asesino. Traducción del alemán al español de Pilar Giralt Gorina. Seix Barral. 1ª reimpresión mexicana. México, febrero 14 de 1986. 240 pp. 


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lunes, 11 de enero de 2016

Memoria de mis putas tristes


  
    La increíble y libertina historia 
  de un no tan cándido y desalmado abuelo


En medio de la estridencia publicitaria que antecedió la inminente aparición de Memoria de mis putas tristes (Diana/Mondadori, Barcelona, 2004), el entonces último bananero bets-seller del colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-Ciudad de México, abril 17 de 2014), la librería virtual elsotano.com (ubicada en la capital mexicana) promovió una venta previa de libros con pastas duras o blandas, mismos que serían enviados (de un modo exprés o normal) el 20 de octubre de 2004, día del lanzamiento del libro al público de México. El reseñista fue de los clientes que el 19 de octubre compró un ejemplar con pastas duras, pero sólo se lo enviaron después de transcurridos más de diez días, pues según elsotano.com la editorial no los proveyó a tiempo del material que anunciaron y vendieron con antelación. 


(Diana/Mondadori, Barcelona, 2004)
  El reseñista (desde Xalapa, Veracruz) adquirió el libro con pastas duras para eludir el antiecologista forrado con plástico y por su mayor durabilidad ante futuras manos, lecturas y relecturas, y no por la falaz trampa publicitaria, de clara mercadotecnia, con que se remata o remató, inútil en un autor que vende de un modo masivo, en distintos países y en diversas lenguas; es decir, encima del número correspondiente, Memoria de mis putas tristes tiene pegada una etiqueta que a la letra dice: “Edición única y numerada de 25 mil ejemplares”; pues es obvio que tal edición no es “única” y es fácil suponer que el libro con pastas duras se seguirá reeditando (en Barcelona, en Colombia, en China, en San Garabato Cucuchán, etcétera), por lo que da lo mismo tener un ejemplar sin número de serie o un ejemplar con el número 21035 o con el número 3245 de esta supuesta “Primera edición”, impresa en Barcelona, España, en “octubre de 2004”.






        Quizá el anciano nonagenario que protagoniza Memoria de mis putas tristes se convierta en un entrañable o inolvidable personaje, tanto como para muchos es el viejo septuagenario de El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, Medellín, 1961); o ese alter ego del propio Gabo que habla y actúa en “El avión de la bella durmiente”, relato firmado en “Junio 1982”, uno de sus Doce cuentos peregrinos (Diana, México, 1992) —hay otra versión homónima que parece anterior (publicada “originalmente el 22 de septiembre de 1982”) reunida en Notas de prensa. Obra periodística 5. 1961-1984 (Diana, México, 2003)—, donde el protagonista viaja en aeroplano junto a una mujer, hermosa e indiferente, que duerme (bajo una dosis de somníferos dorados) “las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo [del ‘aeropuerto Charles de Gaulle de París’] a Nueva York”, circunstancia que lo induce a evocar La casa de las bellas durmientes (1961), libro del narrador y suicida Yasunari Kawabata (1899-1972), Premio Nobel de Literatura 1968: 

(Diana, México, 1992)
  “Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunari Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia del placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.”


(Caralt, Barcelona, 2004)
 
Yasunari Kawabata
       
Firmada en “Mayo de 2004” y dividida en cinco capítulos, Memoria de mis putas tristes inicia, amanera de epígrafe, con el íncipit de la citada novela de Yasunari Kawabata: 
       “No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la mujer dormida ni intentar nada parecido.” 
       Pero si con tal preludio Gabo sugiere y anuncia que su narración surgió del influjo de la obra del japonés, la experiencia erótica del nonagenario colombiano frente a una niña virgen y prostituta cuya edad oscila entre los 14 y los 15 años, implica, además de un acto inmoral y transgresor de las más elementales normas, un contexto social y político ominoso y nauseabundo.


Gabriel García Márquez
      Concebida con la envolvente e hiperbólica prosa garciamarquiana que caracteriza la voz de sus mejores libros y que no excluye ciertos colombianismos y modismos del habla caribe, la Memoria escrita por el nonagenario en el antiguo mesón de su vetusta y astrosa casona heredada de sus padres tiene dos puntos nodales (bien pudo escribirla en el burdel, junto a la niña dormida y desnuda, y así tributar a William Faulkner, quien vio la calma y el silencio de la mañana prostibularia como la mejor atmósfera para escribir). Uno gira en torno a la noche en que celebra sus 90 años, que es el día en que decidió regalarse “una noche de amor loco con una adolescente virgen”. Y el otro parte de la noche en que celebra sus 91 años junto al cuerpo desnudo y dormido de la niña que conoció en su anterior aniversario y que él bautizara con el nombre de Delgadina canturreándole unas coplas de una versión del trágico “Romance de Delgadina” (de origen medieval) donde se bosqueja un incesto: “la hija menor del rey, requerida de amores por su padre”; el cual, curiosamente, es el mismo que el vejestorio centenario de El otoño del Patriarca (Plaza & Janés, Barcelona, 1975) le hace oír a la joven Leticia Nazareno, la novicia en hábito secuestrada (por orden suya) en un monasterio de Jamaica y traída en barco hasta la casa presidencial de su extenso territorio caribeño, a quien durante un año de contemplar su nocturna y desnuda virginidad (de hecho sólo la posee hasta el segundo aniversario del secuestro cuando ella doblega el “miedo ancestral” de él), se lo reproducía “en el gramófono hasta que se gastó el cilindro [sic] la canción de la pobre Delgadina perjudicada por el amor de su padre”.

Gabriel García Márquez
        En la acuñación de la trama y los personajes de Memoria de mis putas tristes descuellan numerosos gags o clisés que pueblan las narraciones de Gabriel García Márquez, pero también su leyenda y su biografía, como son las legendarias parrandas cantineras y burdelescas de sus primeros años de periodista en Cartagena de Indias y luego en Barranquilla, donde fue uno de los mamadores de gallo del legendario Grupo de Barranquilla; de ahí que el pintoresco y pobretón nonagenario que declara: “nunca me he acostado con ninguna mujer sin pagarle” y “las putas no me dejaron tiempo para ser casado”, haya comenzado sus consecutivas andanzas prostibularias a los 13 años (luego de ser iniciado a la fuerza a los 12 por una furcia madura que en su vejez tuvo la pinta de una Mamá Grande del Caribe), y que sea un “periodista” con 71 años de escribir una nota dominical en El Diario de La Paz, fundado, al parecer, con la “fortuna con trata de blancas” que amasó el abuelo paterno del actual director, lo que evoca el aforismo de Honoré de Balzac que preludia a El padrino (1969), la gran novela sobre la mafia escrita por Mario Puzzo: “Detrás de cada gran fortuna hay un crimen”. 

 

(Ediciones B, Barcelona, 2001)
El coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía (1864-1937)
Abuelo materno de Gabriel García Márquez
  Gabo ubica la muerte del padre del nonagenario “el día en que se firmó el tratado de Neerlandia, que puso término a la guerra de los Mil Días”, la cual históricamente es la guerra civil (1899-1902) donde combatió, del lado de los liberales, su propio abuelo materno el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía (1864-1937); pero también, por decir algo, el protagonista de El coronel no tiene quien le escriba, quien recuerda al coronel Aureliano Buendía, “tesorero de la revolución en la circunscripción de Macondo”, en un rol relevante para que se cumpla la firma del susodicho tratado. Y si el coronel de la novela y su abuelo el coronel siempre esperaron que el barco fluvial del correo les llevara la pensión vitalicia pactada y nunca cumplida, no extraña que en la Memoria del nonagenario aparezca “el buque fluvial del correo, retrasado una semana por la sequía, [...] bramando en el canal del puerto”; ni que a la hora en que empieza a decorar el cuartucho del burdelito donde se encuentra con la niña desnuda y dormida, “lleve un dibujo a pluma de Cecilia Porras para Todos estábamos a la espera, el libro de cuentos de Álvaro Cepeda”, pues en la vida real Álvaro Cepeda Samudio fue del Grupo de Barranquilla, como también lo fue Orlando Rivera Figurita, de quien el nonagenario en otro capítulo lleva un cuadro al mismo cuarto, lo cual lo revela como un admirador de tales mamagallistas, el corro que Gabo aludía con su célebre frase: “escribo para que mis amigos me quieran más”. Pero además, Cecilia Porras, pintora cartagenera y amiga de Gabo y del Grupo de Barranquilla, ilustró la portada de La hojarasca (Ediciones S.L.B., Bogotá, 1955), su primer libro, dedicado a Germán Vargas, otro de los mamagallistas de La Cueva.



Tranquilina Iguarán Cotes (1863-1947)
Abuela materna de Gabriel García Márquez
  Si así festeja a sus viejos cuates y sus juergas, las historias de muertos, fantasmas y aparecidos que al niño Gabito le contaba (en la casa de Aracataca donde nació y vivó hasta sus diez años) su abuela materna Tranquilina Iguarán Cotes (1863-1947) como si fueran cosas ciertas, resultan homenajeadas con el meollo de la frase que el nonagenario halla escrita en el espejo del cuarto de baño de la habitación de sus encuentros con la analfabeta niña (“El tigre no come lejos”), pues la vieja matrona supone que la escribió alguien que murió allí, lo cual parece corroborarse cuando durante las horas nocturnas en que el anciano, con la niña dormida y desnuda a su lado, celebra sus 91 años, oye “un  grito en el horizonte, sollozos de alguien que quizás había muerto un siglo antes en la alcoba”. 



Gabriel García Márquez y las rosas amarillas
  Y ya encarrerado el gato en la vaina de unir cabos, las “rosas amarillas” que el nonagenario busca “para conjurar la pava de las flores de papel” en dicho cuartito, rememoran lo que Gabriel García Márquez le dijo a su colega y compadre Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba (La Oveja Negra/Diana, México, 1982), de modo que parece que Gabo nunca escribe sin que cerca de él ronde el efluvio de un ramo de flores amarillas o de eróticas féminas (quizá ejecutando la danza del vientre):

        “Siempre hay flores amarillas en tu casa. ¿Qué significado tienen?
“Mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme. Para estar seguro necesito tener flores amarillas (de preferencia rosas amarillas) o estar rodeado de mujeres.
“Mercedes pone siempre en tu escritorio una rosa.
“Siempre. Me ha ocurrido muchas veces estar trabajando sin resultado; nada sale, rompo una hoja de papel tras otra. Entonces vuelvo a mirar hacia el florero y descubro la causa: la rosa no está. Pego un grito, me traen la flor y todo empieza a salir bien.”

(La Oveja Negra/Diana, México, 1982)
  En el ámbito de la ficción resulta placentero e hilarante seguir y ver al ridículo, patético, simpático, anacrónico y peliculesco nonagenario a través de su Memoria, recordando y reviviendo sus divertidas descripciones, anécdotas y lujurias a partir de su decisión de revolcarse con una “adolescente virgen”. Pero como transposición y reflejo de la realidad alude una peste, un cáncer social muy terrible y sanguinario: la corrupción de menores, mismo que se sucede en todas las latitudes de la beligerante y pestilente aldea global, y que implica a las sórdidas mafias prostibularias y sus vínculos con las corrompidas redes policíacas, judiciales, burocráticas, políticas y gubernamentales. De ahí que el nonagenario anote, como cosa normal, sobre la impunidad de Rosa Cabarcas y sus corruptos nexos: 

“Recogía su cosecha entre las menores de edad que hacían mercado en su tienda, a las cuales iniciaba y exprimía hasta que pasaban a la vida peor de putas graduadas en el burdel histórico de la Negra Eufemia. Nunca había pagado una multa, porque su patio era la arcadia de la autoridad local, desde el gobernador hasta el último camaján de alcaldía, y no era imaginable que a la dueña le faltaran poderes para delinquir a su antojo.”


En la portada: Gabito con una galleta
(Diana, México, 2002)
  Cabe observar que “en la casa de fiestas de la Negra Eufemia”, la noche del “27 de julio de 1950” —según dice Gabriel García Márquez en Vivir para contarla (Diana, México, 2002)— obtuvo los gérmenes de “La noche de los alcaravanes”, su noveno cuento escrito de “un solo trazo” en las escuálidas oficinitas del semanario Crónica (en la calle San Blas de Barranquilla), donde era el “flamante jefe de redacción”, impreso al día siguiente en sus páginas, reunido 24 años después en su libro Ojos de perro azul (Plaza & Janés, Barcelona, 1974). Pero el feo y arrugado nonagenario, en su papel de antiguo cliente de Rosa Cabarcas, es cómplice de la mafia, nada ingenuo ni exculpado, pese a su dizque “ética personal” y al falaz “refinamiento senil” que practica en torno a la niña: no la sodomiza una y otra vez a su antojo como otrora lo hiciera con Damiana, su fiel y vieja sirvienta de toda la vida, aún virgen, estrenada cuando ésta “era casi una niña, aindiada, fuerte y montaraz”; tampoco copula con la infanta, pero sí lo pensó y quiso hacerlo al inicio, y sólo se deleita —mientras duerme desnuda— con leerle libros propios de su edad infantil-adolescente y con hacerle oír música “culta”, con adornar la habitación con cuadros y utensilios, con contemplar, husmear, toquetear y besar su cuerpo desnudo y siempre inconsciente y narcotizado por el cansancio de sus mil y una chambas y por el infalible “bebedizo de bromuro con valeriana” que previamente le da la madrota para convertirla en una bella durmiente.

Así que cuando el vejete está con la niña dormida y en otro de los seis cuartuchos del burdelito ocurre el asesinato de un banquero “famoso por su apostura, su simpatía y su buen vestir, y sobre todo por la pulcritud de su hogar”, pero cuya pareja al parecer era otro hombre, el nonagenario no sólo se involucra con la madama para modificar el cuerpo del delito, sino que también se apresura a irse de allí con tal de que no lo encuentren con la menor de edad. 
Comprado y salpicado su silencio de tal manera, es testigo mudo y casi no mueve un dedo frente a las “más de cincuenta” detenciones intencionalmente erradas y ante la falsa información que distancia el crimen del burdelito y que impone el gobierno con sus comunicados, incluso a través de El Diario de La Paz, donde al Abominable hombre de las nueve, el censor del gobierno, no le tiembla “el pulso para imponer la versión oficial de que había sido un asalto de bandoleros liberales” (los “refugiados del interior del país”), intríngulis que implica una geografía política con una libertad coartada y vendida, con harta pobreza, muy violenta, militarizada y gobernada por un corrupto y criminal poder conservador que practica una cruenta guerra sucia y sin cuartel contra el bando liberal, quizá proscrito y que tal vez no cante mal las rancheras en cuestión de armas, crímenes a mansalva y atentados sorpresivos. De ahí que al nonagenario, cuando en otro capítulo cruza a pie el parque de San Nicolás, una patrulla militarizada le revisa una canasta donde lleva un gato (regalo por sus 90 años), su cédula de identidad y su credencial de prensa.
Después de tal asesinato, el burdelito permanece cerrado con los sellos de la Sanidad, no de la policía; la niña y la madrota desaparecen de allí y el nonagenario sólo vuelve a encontrarlas un mes después y entonces se entera de que ambas estuvieron “invitadas” en un quezque “hotel de reposo de Cartagena de Indias”, nada menos que por otro cliente del burdel, el abogado del banquero asesinado a puñaladas, quien “repartió prebendas y sobornos a cuatro manos” mientras dizque “se disipaba el escándalo”. Pero lo que denota el trasfondo del viaje a Cartagena de Indias no es el ligero cambio de adolescente a jovencita mujer que el anciano observa en el cuerpo desnudo de la quinceañera dormida, sino las joyas y otros artificios que la adornan y en una silla el “traje de noche con lentejuelas y bordados, y las zapatillas de raso” al pie. Por lo que el anciano deduce la pérdida de la virginidad y el inicio en la putería, lo que en su explosivo enojo se traduce en rechazo y renuncia de su niña amada. 


Gabriel García Márquez
  Y sólo comienza a pensar en la posibilidad de recuperarla después de hablar con Casilda Armenta, otra añeja hetaira de sus viejos y remotos tiempos, cuya sugerencia (que compartiría Rosa Cabarcas) implica un translúcido engaño y desalmado egoísmo e indiferencia ante la suerte y destino de la niña recién iniciada y explotada en la prostitución y por ende con una adolescencia interrumpida y denigrante y sin un digno futuro. Y si la matrona del burdelito al nonagenario le dio noticia de otra muchachita cuyo padre la vendía por una casa, la niña virgen tuvo miedo antes de ver al feo y arrugado viejo “porque una amiga suya que se escapó con un estibador de Gayra se había desangrado en dos horas”. 

“Vete a buscar ahora mismo a esa pobre criatura aunque sea verdad lo que te dicen los celos [le rebuzna Casilda Armenta], sea como sea, que lo bailado no te lo quita nadie. Pero eso sí, sin romanticismos de abuelo. Despiértala, tíratela hasta por las orejas con esa pinga de burro con que te premió el diablo por tu cobardía y tu mezquindad. En serio, terminó con el alma: no te vayas a morir sin probar la maravilla de tirar con amor.”



Gabriel García Márquez


Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes. Ejemplar 011073 de la primera “Edición única y numerada de 25 mil ejemplares”. Diana/Mondadori. Barcelona, octubre de 2004. 112 pp.



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Memoria de mis putas tristes (2012), película dirigida por Hennig Carlsen, basada en la novela homónima de Gabriel García Márquez, con guion de Jean-Claude Carriére.


jueves, 7 de enero de 2016

Juan Rulfo: Oaxaca



El lugar donde anida la tristeza
                                    
I de II
Con un diseño de José Luis Lugo y coeditado por la Fundación Juan Rulfo y Editorial RM, el libro-catálogo (español-inglés) Juan Rulfo: Oaxaca (22.02 x 14.01 cm) se imprimió en China, en “mayo de 2009”, con un tiraje de “mil quinientos ejemplares encuadernados en pasta dura; cien de ellos numerados y con una impresión (plata sobre gelatina) de una fotografía original de Juan Rulfo”, los cuales, además, cuentan con una caja-estuche de color rojo, el color de los filos de las hojas.  
Juan Rulfo (1917-1986)
Juan Rulfo: Oaxaca es una escueta antología de las fotos “oaxaqueñas” concebidas por el escritor y fotógrafo Juan Rulfo (1917-1986), cuyo legado fotográfico resguarda la Fundación Juan Rulfo (fundada en 1996 y desde 1998 dirigida por el arquitecto Víctor Jiménez), cuyo monto total se estima en “alrededor de 7000 negativos” (“aproximadamente la mitad” “de edificaciones”), más hojas de contactos e impresiones vintage.
En su prólogo, Víctor Jiménez (además de apuntar que “Luvina” también es el “nombre de un poblado oaxaqueño del municipio de Abejones, en la Sierra Juárez”), dice que la idea de la selección de las fotos comenzó a pergeñarse en “diciembre de 2006” cuando él y Juan Francisco Rulfo, el segundo de los cuatro hijos del autor de El llano en llamas (FCE, 1953) y de Pedro Páramo (FCE, 1955), en medio de la descomposición social (en el estado oaxaqueño y en el país) visitaron Oaxaca y charlaron con el pintor Francisco Toledo. Entre lo que se dijo se planeó una muestra, con su libro-catálogo, de las fotos tomadas por Juan Rulfo en territorio oaxaqueño, la cual sería exhibida en el Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo (ubicado en Bravo 116 esquina con García Vigil, en el Centro Histórico de Oaxaca). 
Dadas las dimensiones de tal edificio, la antología de las imágenes debería ser breve. Por lo que dice, se deduce que Víctor Jiménez hizo una primera elección de 350 fotos. Y luego se sucedieron “dos etapas”: una “en 2007, en Londres”, donde “Andrew Dempsey, uno de los pocos investigadores que conocen completo el archivo fotográfico de Juan Rulfo”, eligió, de las susodichas, “un poco más de un centenar”. Después, “A lo largo de 2008 y a principios de 2009 Toledo realizó la curaduría final: cincuenta imágenes que partían básicamente de la selección de Dempsey, incorporando algunas de las restantes.”
Apunta Víctor Jiménez que “Predominan en la selección aquí reunida las fotografías de campesinos (hombres y mujeres) oaxaqueños desempeñando diversas actividades, de trabajo y esparcimiento; hay también fotografías de la arquitectura zapoteca de Mitla y Monte Albán, así como de la arquitectura popular y no pocas de paisaje (entre ellas dos a color), pero curiosamente prefirió omitir Toledo las dedicadas a la arquitectura colonial, y esto es significativo si se ve esta decisión desde la historia de Oaxaca.” Sin embargo, sí hay una imagen de arquitectura colonial o por lo menos influida por ella: es la quinta que figura en el libro-catálogo, cuyo pie, en la “Lista de imágenes”, reza: “Iglesia de Cotzocón, 1956”.
Iglesia de Cotzocón (1956)
Foto: Juan Rulfo
48 de las 50 fotos antologadas en Juan Rulfo: Oaxaca están fechadas en 1956, entre ellas el par a color: “Cactáceas” y “Paisaje desértico”; y las dos restantes son las más remotas: “Órgano, ca. 1950” y “Madre e hijo en casa, década de 1940”. Si bien la impresión de las 50 fotos en papel mate puede calificarse de óptima, las dimensiones de esta bellísima imagen: 8 x 8.04 cm —medidas que son el promedio de la mayoría y que se colige fueron captadas por Rulfo con su legendaria Rolleiflex 6 x 6 cm— implican las muchas minucias que se pierden en su pequeño formato, si la comparamos con su más amplia reproducción (14.07 x 16 cm) en el volumen México: Juan Rulfo, fotógrafo (Lunwerg, 2001), en cuya p. 79 se rotula sin fecha: “Madre e hijo en la sierra de Oaxaca”, imagen donde en medio de la paisajística vista una mujer y un pequeño niño (ambos vestidos de blanco y quizá en un día que no es el Día de las Madres) caminan de espaldas rumbo a un solitario jacal de tablas y techo de tejas, tal vez su humilde y solitario hogar en medio del descampado de un cerro, cuyo fondo son las montañas de la sierra y el inescrutable cielo.
Madre e hijo en casa, década de 1940
Foto: Juan Rulfo
Se ignora la razón por la cual Rulfo tomó tal foto y en qué contexto (Jiménez supone que “Quizá visitó por primera vez el estado en la década de 1940”). Pero al parecer, por la datación “1956”, la mayoría de las tomas tienen un origen viajero y documental vinculado al período en que el escritor, proclive al excursionismo, trabajó en la zona de la Cuenca del Papaloapan haciendo investigaciones de tipo antropológico, sociológico y fotográfico en vías de organizar una revista, de la que sería director, cuyo proyecto en ciernes se truncó con el trágico fallecimiento, el 13 de noviembre de 1956, del ingeniero Raúl Sandoval Landázuri, quien desde 1953 era el principal motor y catalizador de la Comisión del Papaloapan desde su puesto de Vocal Ejecutivo. 
De tal etapa da visos el curador británico Andrew Dempsey en su ensayo “La discreción de Juan Rulfo. Reflexiones sobre una fotografía: Mujeres de Oaxaca recogiendo café”, urdido ex profeso para el presente libro-catálogo, donde además de que resulta mucho más lúcido y congruente que en su prólogo que preludia el librito Juan Rulfo, fotógrafo (CNCA, 2005) y que en sus cinco prefacios que se leen en el volumen 100 fotografías de Juan Rulfo (FJR/RM, 2010), revela ser un aplicado y ferviente discípulo: “Estoy inmensamente agradecido con Víctor Jiménez, director de la Fundación Juan Rulfo, así como arquitecto y escritor, quien me ha dado buena parte de la información en la cual se basa este ensayo. No sorprende que uno de sus correos electrónicos incluyera una guía completa del proceso de cultivo del café y que otro explicara detalladamente la técnica de construcción vernácula conocida como bajareque (esto en respuesta a una pregunta sobre la estructura que aparece detrás de las dos mujeres en la fotografía). He llegado a pensar que puedo acudir a él a propósito de casi todo y casi siento que su nombre debería aparecer como coautor de este ensayo. La información es suya, aunque quizá no esté de acuerdo con las opiniones aquí expresadas.”
Vale la pena transcribir el inicio de su reflexión, análisis e información en torno a la foto “Mujeres de Oaxaca recogiendo café”, pues además de que da luces al neófito y al lego, implica que cada imagen de las compiladas en Juan Rulfo: Oaxaca merece una reflexiva y analítica nota: 
Mujeres de Oaxaca recogiendo café (1956)
Foto: Juan Rulfo
“Las dos mujeres de esta fotografía están pasando granos de café del petate doblado que sostiene una de ellas al costal que la otra mantiene abierto. Los granos se habrían puesto a secar en el petate (hay uno más en el piso, detrás de la figura que está a la derecha) como parte del largo proceso de la producción de café —cultivo, cosecha, lavado, secado, pelado—, en este caso en la región montañosa del noreste del estado de Oaxaca.
“Detrás de ambas mujeres hay una construcción baja con un techo de hojas de palma o paja, (lo más probable es que se trate de las primeras), con las paredes de carga hechas de ramas delgadas con un aplanado de barro. Se trata muy probablemente de una vivienda que se usa al mismo tiempo como depósito. Las mujeres usan huipiles largos como túnicas de trabajo y la manera en que se recogen el cabello para mantenerlo en su lugar (entretejiéndolo con cintas de lana) sería la envida de muchos salones de belleza de la capital. Ambas mujeres usan aretes y la de la izquierda lleva un pesado collar. Son realmente hermosas.
“Cuando mostré esta imagen a un historiador de la fotografía [‘Mark Haworth-Booth, ex curador de Fotografía en el Victoria and Albert Museum, en Londres’], de inmediato observó el talón alzado de la figura de la derecha y la manera en que la imagen parece estar totalmente compuesta. El equilibrio de las figuras, una de las cuales ve al frente mientras la otra gira hacia ella, resulta sumamente formal. En efecto, casi tiene la formalidad de la pintura clásica. Esto no debería sorprendernos tratándose de Rulfo. Era autodidacta, pero visualmente muy complejo. Mirar era algo que en verdad le interesaba. Quizá estos dos elementos, la composición y el incidente, son lo que hace que esta imagen fotográfica sea memorable. La composición estabiliza mientras el pequeño incidente —el talón que se eleva, en este ejemplo— introduce tal tensión que la fotografía fija parece contener tanto el momento anterior como el siguiente. Además hay aquí un juego con el claro y el oscuro, con el blanco de los huipiles, el negro del cabello y los tonos más claros del entorno.
“La fotografía fue descubierta en 2007 en una carpeta marcada como ‘Oaxaca’. El negativo no ha aparecido, por lo que sólo tenemos esta impresión, de buena calidad, que mide 14 x 13.5 cm. Tiene un ligero énfasis vertical, en consonancia con sus dos figuras de pie. La historia ‘accidental’ de esta imagen no es inusual tratándose de Rulfo. Él era, al mismo tiempo, cuidadoso y despreocupado con sus fotografías. Por un lado, guardaba todo: unos 7 mil negativos e impresiones de contacto; por el otro, mandaba revelar fotografías al laboratorio y uno sospecha que no siempre verificaba que le devolvieran juntos negativos e impresiones.” 

               
II de II
Tiene razón el británico Andrew Dempsey al decir que “Las protagonistas de casi la mitad de las imágenes de esta exposición son mujeres”, niñas incluidas, quienes figuran en diversas labores del campo, del mercado, del acarreo del agua, de la maternidad, de las celebraciones y del ocio. Entre ellas destaca “Niña mixe, 1956”, la única foto del libro-catálogo Juan Rulfo: Oaxaca que encuadra a una solitaria chiquilla, cuya mirada hacia un lado y su índole paupérrima, si bien evocan al desharrapado y descalzo chamaquito que se observa en “Niño y grupo” —foto rotulada así en la p. 97 del volumen México: Juan Rulfo, fotógrafo (Lunwerg, 2001)—, su pose, el muro de piedra donde se recarga y su único pie descalzo que asoma de su vestido con patitos bordados, recuerdan a la celebérrima escuincla mendiga (Alice Liddell) con los pies desnudos y en harapos que el reverendo Charles Lutwidge Dodgson (Lewis Carroll) en circunstancias antagónicas (puesto que montó la escena y su modelo era una niña rica disfrazada) fotografió el verano de 1856 en el Deanery Garden del colegio Christ Chrurch, en Oxford, Inglaterra. 
Niño y grupo (s/f)
Foto: Juan Rulfo
Niña mixe (1956)
Foto: Juan Rulfo
Alice Liddell de mendiga
Deanery Garden, Christ Chrurch, Oxford
Verano de 1858
Foto: Lewis Carroll
        El lector que observe las 50 minúsculas reproducciones fotográficas reunidas en Juan Rulfo: Oaxaca puede darse por satisfecho o por insatisfecho, pues sólo son un mínimo bosquejo de lo que aún es el inédito conjunto de las imágenes “oaxaqueñas” que obran en el archivo de la Fundación Juan Rulfo, A.C. Y lo mismo puede ocurrir en torno a la escueta y vaga información que Andrew Dempsey esboza sobre el período de Juan Rulfo en la Comisión del Papaloapan, entre 1955 y 1956, de cuya estancia en la Cuenca —que comprende latitudes del estado de Oaxaca, del estado de Veracruz (Rulfo vivió en Ciudad Alemán) y del estado de Puebla— y proyecto en ciernes (la conformación de una revista que él dirigiría) al parecer provienen la mayoría de las fotos antologadas. Y si bien Dempsey se muestra moderado y preciso en algunos de sus datos, no por ello tal etapa de la biografía de Rulfo deja de ser muy nebulosa para los lectores no especialistas (que son la mayoría) que buscan informarse sobre ella. Amén de que en “marzo de 1955” se publicó Pedro Páramo con el número 19 de la serie letras mexicanas del FCE, ese año también trabajó, en la ex Hacienda Soltepec, en Tlaxcala, de “asesor en el área de la verosimilitud” durante el rodaje de La escondida (1956), película de Roberto Gavaldón basada en la novela homónima de Miguel N. Lira, donde “aprovechó esa visita para hacer algunas docenas de fotografías con actores descansando o posando (como Pedro Armendáriz, María Félix, Jorge Martínez de Hoyos y extras), vendedores que se acercaban por el lugar, edificios...”, algunas de cuales se pueden apreciar en el citado volumen México: Juan Rulfo, fotógrafo y en el número 24 de la revista Luna Córnea (CI/CNCA/CENART, 2002).
Por ejemplo, Alberto Vital, uno de los últimos expertos en la vida y obra de Juan Rulfo más recurrentes, en su breve capítulo “Comisión del Papaloapan, 1954-1957” que se lee en la p. 158 de Noticias sobre Juan Rulfo (UNAM/RM, 2003), además de no ahondar en lo que Rulfo hizo y no hizo allí, incluye flagrantes yerros que el lego repetiría o tomaría como una verdad documentada y fehaciente: “Al recapitular las actividades laborales, recordemos que Rulfo había renunciado a la Compañía Hulera Euzkadi en 1952 para dedicarse de lleno a la beca del Centro Mexicano de Escritores [fue becario en dos ciclos: 1952-1953 y 1953-1954; en el primero para autores con obra aún no publicada, pues El llano en llamas apareció hasta “septiembre de 1953” con el número 11 de la serie letras mexicanas del FCE]. Al terminar ésta en 1954, el ingeniero Raúl Sandoval, que lo admiraba tanto como Rulfo a él, lo invitó a dar asesoría y realizar investigaciones de campo sobre los habitantes y sus tradiciones en el contexto de la organización de los sistemas de riego en la región sur del estado de Veracruz, como parte de la Comisión del Papaloapan. Raúl Sandoval fue asesinado cuando investigaba negocios turbios en torno a la obra; el número 409 de México en la Cultura, del 20 de enero de 1957, rindió homenaje al heroico ‘domador de ríos’. El director era Fernando Benítez; el diseñador, Vicente Rojo. El número incluyó fotos y un texto de Rulfo.”
Dempsey, por su parte, no le señala el error ni el infundio a Vital; pero al referir “la muerte de Sandoval” (que fue “un revés personal para Rulfo”) alude, sin precisar, “un accidente aéreo” ocurrido en “noviembre de 1956” y cita un fragmento del susodicho texto de Rulfo publicado en México en la Cultura, el cual fue reproducido el domingo 12 de noviembre de 2006 en el número 616 del suplemento La Jornada Semanal. Ejemplar que además del texto in memoriam escrito por Rulfo sobre el ingeniero y de varias fotografías tomadas por él, incluye dos textos más que aparecieron en ese número de México en la Cultura, escritos por dos contemporáneos del ingeniero Raúl Sandoval Landázuri (1916-1956): Fernando Hiriart Balderrama (1914-2005) y el ex rector de la UNAM Javier Barros Sierra (1915-1971); más un artículo de Rolando Cordera Campos sobre la obra de Sandoval (quien además le extirpa el segundo apellido a Hiriart y le implanta el de “Urdanivia”); y dos breves notas de Víctor Jiménez, director de la Fundación Juan Rulfo y estudioso de su vida y obra, más dos artículos de un par de rulfistas no menos avezados: “Raúl Sandoval y Juan Rulfo”, de Víctor Jiménez; y “Rulfo en el Papaloapan: algunos documentos”, de Jorge Zepeda. No obstante, los prietitos en la sopa de letras y los antagonismos no están ausentes. Víctor Jiménez apunta como fecha de edición del citado número de México en la Cultura no el “20” sino el “30 de enero de 1957”; certifica la muerte de Sandoval “en un accidente aéreo en noviembre de 1956”; pero de Vocal Ejecutivo lo eleva a “director de la Comisión del Papaloapan”, pese a que Fernando Hiriart y Barros Sierra testimonian que era Vocal Ejecutivo desde su nombramiento en 1953; y rebautiza como “Músicos de Tlahuitoltepec” la foto “Músicos mixes” (que acompañó el texto necrológico de Rulfo), rotulada así en la p. 110 del volumen México: Juan Rulfo, fotógrafo y en el librito Juan Rulfo, fotógrafo (CNCA, 2005), donde Andrew Dempsey la dató en “1956”; pero Paulina Millán Vargas, en “La difusión inicial de las fotografías de Juan Rulfo (1949-1964)” —ensayo antologado por Jorge Zepeda en Nuevos indicios sobre Juan Rulfo: genealogía, estudios, testimonios (FJR/Juan Pablos Editor, 2010)—, le enmienda la página reportando que tal imagen había aparecido un año antes: el “2 de octubre de 1955” en el número 341 de México en la Cultura, junto con otras seis fotos de Rulfo (todas sin títulos ni créditos), ilustrando “El mundo indígena de los pueblos del Papaloapan”, artículo del antropólogo Alfonso Villa-Rojas. No extraña, entonces, que en el volumen 100 fotografías de Juan Rulfo (FJR/RM, 2010) se halla retitulado así: “Músicos con tambor y tuba en Tlahuitoltepec, 1955”.
Músicos con tambor y tuba en Tlahuitoltepec (1955)
Foto: Juan Rulfo
      Alberto Vital, en su artículo “Raúl Sandoval y Juan Rulfo”, sufre amnesia ante lo que apuntó en Noticias (que más que biografía parece una cronología comentada y con ampulosas digresiones y citas que poco o nada tienen que ver con Rulfo) y sólo menciona “La repentina muerte de Raúl Sandoval el 13 de noviembre de 1956”, quien, dice, había contratado al escritor como “asesor e investigador de campo”. Según apunta, “Entre el verano de 1954 y noviembre de 1956, esto es, durante más de dos años, la vida de Juan Rulfo quedó marcada por la presencia y las actividades del ingeniero Raúl Sandoval Landázuri (1916-1956), vocal ejecutivo de la Comisión de Papaloapan desde 1953, al inicio del sexenio de Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958) [...]”
Jorge Zepeda, por su parte, en “Rulfo en el Papaloapan: algunos documentos”, también alude el “accidente” en que murió el ingeniero y reduce, de entrada, la etapa en que el escritor laboró en la Comisión: “El archivo de Rulfo conserva diversos documentos de su paso por la Comisión del Papaloapan que reflejan sus responsabilidades dentro de la misma. A pesar del lapso relativamente breve de su participación (del 1 de febrero de 1955 —fecha de su contrato— al 13 de noviembre de 1956 —fecha del deceso de Raúl Sandoval Landázuri) [...]”
Pero ¿quién fue ese “domador de ríos” y cuál fue su obra en la Comisión del Papaloapan? Javier Barros Sierra, en su “Elogio fúnebre”, apunta: “Desde 1933 y durante siete años, ocupamos en las mismas aulas de la universidad sillas contiguas: primero en la preparatoria, luego en la Escuela de Ingenieros; ya entonces sus compañeros admiramos en él su extraordinaria seguridad; su desdén por lo simplemente retórico, es decir por lo superfluo; su rebeldía creciente y a veces exagerada por lo convencional y lo momificado.” [...] “Fue, sin discusiones, el primero en aquella generación egresada en 1939; todos, profesores y alumnos, le reconocimos siempre ese lugar.” 
En este sentido, Hiriart bosqueja así su labor en la Comisión y esperemos que no yerre en todos sus datos y loas, pues en su previo resumen de la trayectoria de Sandoval le adjudica la edificación del CUPA (Centro Urbano Presiente Alemán), conocido como “el Multi” o “Multifamiliar Alemán”, ubicado en la esquina de Av. Coyoacán y Félix Cuevas en la Col. Del Valle de la Ciudad de México, que es una histórica obra del arquitecto Mario Pani Darqui (1911-1993), que además alberga el boceto de un mural exterior e inconcluso de José Clemente Orozco (1883-1949):
CUPA (Centro Urbano Presidente Alemán)
Ciudad de México, 1948
Foto: Guillermo Zamora
“En 1953 Raúl Sandoval fue nombrado vocal ejecutivo de la Comisión del Papaloapan. Durante los primeros meses de su gestión continuó en el plan de ingeniero y se ocupó de terminar la presa Miguel Alemán en un tiempo excepcionalmente corto. Durante seis meses se trabajó día y noche colocando 30 mil metros cúbicos diarios de tierra y roca. En esta forma se logró terminar la presa antes de la temporada de lluvias, evitando así la inundación de la zona del bajo Papaloapan. Después Sandoval se transformó; el problema de desarrollar la Cuenca no fue sólo de ingeniería ni de proyección y construcción de obras, sino el planeamiento del desarrollo armónico de una enorme región con gran variedad de climas, sin comunicaciones y con un millón de habitantes que, por el aislamiento en que habían vivido, prácticamente no sabían leer y muchos de ellos ni hablar español. Esta tarea que requería la dirección de un estadista más que la de un ingeniero, fue llevada a cabo con éxito completo por Raúl Sandoval.
“Con la cooperación de economistas, ingenieros, agrónomos, geólogos, biólogos, educadores y demás especialistas, estudió, planeó e inició el desarrollo integral de la Cuenca, construyendo caminos, escuelas, hospitales, saneando grandes regiones, desmontando zonas de cultivo, fomentando la minería, formando cooperativas agrícolas y, en resumen, tratando de aprovechar hasta lo último todos los recursos de la Cuenca para procurar el mejoramiento moral y económico de todos sus pobladores.”


Juan Rulfo: Oaxaca. 48 fotos en blanco y negro y 2 a color de Juan Rulfo. Un dibujo de Francisco Toledo. Textos en español e inglés de Víctor Jiménez y Andrew Dempsey. Traducciones de Sandra Luna y Mario Murgía. Fundación Juan Rulfo/Editorial RM. China, 2009. 80 pp.

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