viernes, 8 de abril de 2016

El viento y la sangre


Rudy el sucio

I de II
En Barcelona, en mayo de 2013, Navona Editorial, con el número 2 de la Colección Navona Negra, lanzó al mercado español, signada por ciertas erratas, la novela El viento y la sangre, dizque originalmente escrita en inglés por un tal Martin Aloysius West, el pseudónimo de un supuesto, prolífico y marginal escritor norteamericano de narrativa negra que firmaba M.A. West —quesque nunca antes traducido en España—, quien dizque “bajo ese nombre publicó, entre 1951 y 1980, doce novelas cortas y medio centenar de cuentos”, y quien supuestamente la publicó en Estados Unidos, en 1951, a través de Howard & Brandt Publishers. La periodista Thalía Rodríguez y el escritor Alexis Ravelo, los presuntos traductores del inglés al español anunciados en el frontispicio y en la página legal, firmaron, además, un “Prólogo”, donde dizque a cuatro manos bocetan la obra y la borrosa identidad de tal novelista, quien pese a supuestos elogios, en su país y en el extranjero (particularmente en Italia y Francia), “no gozó de gran prestigio crítico entre sus contemporáneos: algunos le consideraron un mero artesano del pulp, un escritor de segunda que no merecía mayor atención; otros le juzgaron crudo y morboso”. No obstante, dizque “Sobre esta novela, Harold Diamond Scofield [en Escritores oscuros] ha escrito [en términos laudatorios]: ‘Sumergirse en las páginas de El viento y la sangre es hacer un viaje a la violencia y la degradación moral, pero también a la cara B del Capitalismo, en la que se halla grabada la cantinela de los perdedores, las víctimas anónimas del sueño americano que McCoy, Dos Pasos, Goodis o, más recientemente, Carver nos han ido mostrando a través de sus historias, cargadas de sordidez y desesperación. Sin embargo, la habilidad de West para el manejo de la intriga novelesca hace que seguirle constituya una experiencia menos árida o, en todo caso, más placentera que en el caso de los anteriores.’”  
Colección Navona Negra núm. 2, Navona Editorial
Barcelona, mayo de 2013
  Es decir, la lúdica e hilarante trama apócrifa (el cuento que atavía, maquilla y rodea a la novela), pergeñada entre el escritor Alexis Ravelo (Las Palmas de Gran Canaria, 1971) y Navona Editorial, su cómplice catalán, y Thalía Rodríguez Ferrer, que prestó su nombre, se observa y aprecia a lo largo y a lo ancho del libro, desde la portada y contraportada, las solapas y la página legal. En la cuarta de forros, por ejemplo, se leen cuatro parodias o falaces porras de acostumbrado y predecible marketing: en la primera, Spicy Detective declara: “Es fascinante la idea de internarse en ese largo camino que es el destino, y M.A. West lo logra sobradamente. Una novela poderosa y ambigua.” En la segunda, Black Mask sentencia: “El cartero llama dos veces, pero M.A. West logra que llame una vez más.” En la tercena, Ellery Queen Mystery Magazine pregona: “Un rescate en toda la regla, El viento y la sangre merece los mismos elogios que una novela de Jim Thompson, sin duda alguna.” Y en la cuarta, Kasper Gutman estipula: “Definitivamente estamos delante de un autor de gran calibre. Desconocido para muchos, pero no menos importante. El viento y la sangre es una novela inquietante, los personajes están muy bien perfilados, y toda la intriga es un logro mayor.” Y no pocos despistados del minúsculo y traqueteado globo terráqueo (editores, periodistas, críticos, lectores, blogueros) se tragaron la píldora por completo y la degustaron hasta la pesadilla, la saciedad y la ansiedad, y sin indagar más allá del libro y de sus narices (en plena era de la internet) creyeron a pie juntillas que el tal M.A. West (el pseudónimo de un supuesto “autor ‘serio’ que había escrito novelas policiacas por encargo debido a motivos económicos”) era el auténtico autor de El viento y la sangre, cuya supuesta traducción al español, incluye, además, pies de página de los supuestos traductores. Esto es para morirse pataleando de risa loca o a quijada batiente. No obstante, no faltó por allí, tras revelarse la verdadera autoría, el cejijunto y serio sesudo que se sintió ninguneado en su inteligencia y en su amor propio y vio todo el embrollo como un engaño de poco monta, una estafa de mercaderes sin escrúpulos.



Porras de la cuarta de forros
       Tal vez hubiera habido otros incautos que cayeran en la trampa de ese festín de Esopo y M.A. West, desde el más allá y desde el anonimato, hubiera seguido publicando en España la traducción de sus obras. Pero el caso es que Alexis Ravelo —quizá vanidoso, entusiasmado e inducido por los sonoros reconocimientos que en 2013 recibieron dos de sus libros: el Premio Hammett a la mejor novela negra publicada en 2013 por La estrategia del pequinés (Alrevés, 2013) y el Premio Getafe de Novela Negra 2013 por La última tumba (Edaf, 2013)—, el primero de septiembre de 2014, en Ceremonias, su blog personal, publicó el artículo “El año que quise ser B. Traven o cómo nació M.A. West”, donde más o menos esboza su declaración de principios narrativos y por qué en 2012 decidió “ser Bruno Traven” y con “la máscara de M.A. West”, un supuesto “autor olvidado”, se propuso “escribir una novela negra clásica al modo de los autores norteamericanos de los años cincuenta”. “La novela tendría que acabar siendo publicada”, dice, “y los lectores habrían de leerla sin notar que había sido escrita en la parte más africana de España por un autor que no había pisado EEUU en su vida”. Es decir, y en resumidas cuentas, para el regocijo de Alexis Ravelo, más allá de sus círculos concéntricos y de ciertos enterados, nadie notó que M.A. West era el pseudónimo de “un escritor canario, español o calvo, sino sencillamente, un artesano, un escribidor”, pero con talento.

II de II
La novela El viento y la sangre —ágil y amena, con intriga y suspense y suficientes asesinatos, golpes, patadas, persecuciones, carrera de autos y giros sorpresivos— se divide en 32 breves capítulos con rótulos. Los hechos ocurren en Estados Unidos, en 1948 o en 1949, según lo denota el hecho de que el matón James Zedeon Black “había nacido el 20 de junio de 1928 en Peoria Heights”, quien murió “a un lado del camino entre Marksonville y Ashland Heights, con la cara borrada por el tiro de una 45 que no le había permitido llegar a cumplir los veintiuno”; lo cual es observado por Rudy Bambridge, el antihéroe de la obra, un pistolero delgado y treintón que estuvo en Europa, en el frente de batalla, cuando se sucedía la Segunda Guerra Mundial.
Los sucesos se desarrollan y oscilan en varios puntos de la geografía norteamericana, principalmente en la ciudad de Chicago, donde proliferan los rufianes y las familias de mafiosos; y en Marksonville, un pueblito de Dakota del Sur, ubicado “en el condado de Pennington, al noreste de Rapid City, en el camino de Ashland Heights”. La cadena de crímenes y asesinatos se desencadena en torno al secuestro de Mara Donaldson, adolescente de 14 años, hija de Nigel Donaldson, distinguido testaferro y socio de Conrado Bonazzo, un enriquecido capo de origen italiano que opera en Chicago desde su oficina de Bonazzo e Hijos Import-Export, con cuya fachada, de Nigel y de la empresa, urde su “intento infructuoso de dar a sus negocios un aire de respetabilidad”. Pues a Nigel Donaldson, con su porte aristocrático, refinado, culto y elegante, es habitual verlo fotografiado “en los periódicos, junto al alcalde y los líderes de la patronal o de los sindicatos”. 
Alexis Ravelo
  Los secuestradores exigieron 20 mil de los grandes por el regreso y la vida de Mara Donaldson. Y Rudy Bambridge, el frío asesino que le sirve de detective a Conrado Bonazzo, no sabe por dónde ir para dar con los culpables y rescatar a la víctima y recuperar el botín que pagó Nigel Donaldson, hasta que Doc Martin, otro de los pistoleros de la familia, les muestra “un ejemplar del Chicago Tribune” donde se da la noticia del “hallazgo de un cadáver a muchas millas al norte de Chicago”, quien en vida era Walter Douglas, un estafador, compinche de Vinnie Miller el Cojo, con quien frecuentaba el Loop’s, un club nocturno con desnudistas, prostitutas, alcohol, drogas y tahúres, que, se infiere, es propiedad de Conrado Bonazzo. La intuición de perro de caza le indica a Rudy Bambridge que algo pueden descubrir si caen en la pocilga de Vinnie el Cojo. Y a tal casucha, endeble por con teléfono, perdida en un pobretón suburbio arrabalero, van en el rutilante “Lincoln-Zephyr Continental rojo de Doc Martin”, éste, más el gigantón gorila y deficiente mental de Giuseppe Cerruti y Rudy Bambridge, quien dirige la operación. Y para su sorpresa, allí hallan a la pubescente Mara Donaldson vendada de los ojos y atada a una cama, pero en el pornográfico y traumático instante en que Vinnie el Cojo la está violando. El fortachón de Giuseppe Cerruti lo hubiera destrozado a golpes ipso facto; pero Rudy Bambridge lo controla y ordena que éste y Doc Martin regresen a la niña a casa de su padre y que la vea un doctor de confianza de los gángsteres; mientras él, antes de literalmente hacerlo pedazos (y disponer que sus restos le den “de comer a los peces de todo el condado”), golpea y tortura al Cojo para que delate a sus cómplices, que al parecer sólo son el susodicho Walter Douglas (asesinado de cuatro balazos) y Danny Morton, otro estafador y tahúr que también frecuentaba el Loop’s, y que se ha fugado con el botín “en un Oldsmobile negro del 42”, que, al parecer, no era de su propiedad.

Conrado Bonazzo, pese a ser un duro y violento jefe de una familia de la mafia de Chicago (legendaria por Al Capone, quien en la vida real murió en 1947), asombrosamente es un imbécil para plantear tácticas e inferir y raciocinar en torno a una serie de hechos y delitos. Pero por lo menos recuerda que Danny Morton andaba liado y muy jodido por “una tal Lorna”, con quien se le veía en el Loop’s, (de la cual vivía y quien “Lo dejó tirado hace un par de años”), y que era muy amiga de “La rubia que hace el número de las plumas en el Loop’s”, dice, la cual se llama Velma Queen, según le reporta por teléfono y desde el antro un tal Dicky, quien también le proporciona los datos de su domicilio. Rudy Bambridge, ataviado en su fino traje y con la Colt en la sobaquera, deja la oficina de Conrado Bonazzo y manejando su Packard va a tal lugar sin advertir que un “Pontiac gris metalizado” ha empezado a seguirlo. Rudy, porque entonces andaba en Europa, nunca ha visto a la tal Lorna; pero sí recuerda “haber visto alguna vez el número de Velma Queen, una pelirroja de veintitantos algo rellena de caderas para su gusto, pero que sabía moverlas con estilo”. Según evoca, “A los viejos verdes les encantaba” su show de streeper: “El número finalizaba cuando Velma, dando la espalda al público, se arrancaba las dos últimas plumas, que cubrían sus generosas pero firmes nalgas.” Y “Durante el resto de la noche, la chica alternaba, sacaba copas a los clientes y se iba con alguno, o con varios, si era sábado o víspera.” 
Texto de la segunda de forros
  Apenas entra en la vivienda de dos cuartos de Velma Queen tras meter “una tarjeta de visita” en el cerrojo para correr el pestillo, Rudy Bambridge percibe “el tufo denso, acre, penetrante”; “el olor de la muerte, cuando esta era inmisericorde y sin sepultura”. Observa que en la recámara Velma Queen ha sido degollada. Y tras buscar durante “Quince minutos”, halla bajo la cama “Una caja de zapatos” “con cartas dirigidas a Velma firmadas por una tal L.” “Todas llevaban matasellos de un sitio llamado Marksonville, Dakota del Sur.” Y también había una foto de “una chica joven, vestida con uniforme de lavandera o camarera, posando ante la fachada de un local, probablemente una casa de comidas, llamada Tommy’s. En la foto no se apreciaba demasiado bien su rostro, pero tenía buena figura.” “Las cartas estaban en desorden y solo una de ellas carecía de sobre. Además, en el interior de la caja, halló la huella de un dedo impreso con sangre. Supo, casi inmediatamente, que quien le había hecho el regalito a Velma era la misma persona que se había llevado el sobre que faltaba y que, tras hacerlo, había vuelto a poner la caja en su sitio. Hubiera sido más inteligente, se le ocurrió, llevarse todas las cartas y así evitar que pudieran seguirle el rastro. Pero quien había hecho eso no era el tipo más inteligente del mundo.” Es decir, el asesino, que a todas luces es Danny Morton rastreando el paradero de Lorna, no es muy distinto del tontorrón de Conrado Bonazzo.

En la ruta de Chicago a Marksonville, Rudy Bambridge ve, por el espejo retrovisor de su Packard, que el Pontiac gris no deja de seguirlo a cierta distancia. Ya en Marksonville, en “La avenida Roosevelt”, que es la calle central del cinematográfico pueblito, localiza el Tommy’s, un pequeño merendero que pertenece a Helen y Tom Hidden. Y tras instalarse en el Hotel Jefferson, va allí a observar y a probar una rebanada de “la mejor tarta de manzana del condado de Pennington”, según le recomendó el conserje del hotel, donde se registró como “Taylor Stevens, de Casper, Wyoming, representante de Dexter & Co. Ltd., mayorista en suministros de albañilería”. En el Tommy’s, ve que Lorna Moore es la única camarera, que le gustan “sus ojos azules y redondos, su pelo negro cortado à la garçon, sus mejillas llenas”, y “el gesto amable de su boca”. Ve que está “algo flaca, pero a él le gustaban las mujeres flacas”. En el breve diálogo que tiene con ella (buscando datos) le dice que está “de paso”, rumbo “a Rapid City, por negocios”, que se hospeda “en el Jefferson”, que es “Taylor Stevens, de Casper, Wyoming”, y que volverá otra vez “para tomar otro trozo de aquella ‘deliciosa tarta’, probablemente a la vuelta”.
El caso es que en ese momento ya Danny Morton está alojado en la habitación 21 del Motel Amberson, que se halla a las afueras de Marksonville, al pie de la carretera que va hacia Ashland Heights. Llegó desde Chicago manejando el “Oldsmobile negro del 42”, con un “revólver Smith & Wesson del calibre 38” “En el bolsillo derecho de su chaqueta de tweed” y el maletín de médico con los “Veinte mil dólares” del secuestro, que ha contado y dispuesto con ligas en fajos de “500 dólares”. Ya hizo una llamada telefónica a Lorna Moore, quien no quiere saber nada de él. Sin embargo, ella le concede sólo diez minutos y por ende se encontrarán en el motel después de las diez de la noche. 
Pasadas las 22:30, Lorna Moore, manejando la camioneta Ford de los Hidden, va allí protegida del frío en un “grueso abrigo gris bajo el cual llevaba aún su uniforme de camarera”. En la ríspida conversación que tienen, Danny le pide perdón; le ruega que se vaya con él a rehacer sus vidas, “probablemente a Canadá”, donde podrán tener “Una ferretería o un almacén... Algo tranquilo en un sitio tranquilo”, pues ahora tiene “mucho dinero”, “Veinte de los grandes”. Antes de irse, hay un forcejeo y Lorna aprieta “algo que llevaba en el bolsillo de su chaqueta, mientras el miedo dejaba paso a la ira en sus gélidos ojos azules.”
Obviamente, Rudy Bambridge la siguió en su Packard y a él lo siguió el Pontiac gris. Rudy supuso que habría un encuentro íntimo, quizá sexual, y por ello hace un tiempito en el bar del motel, luego de localizar en el estacionamiento el Oldsmobile del que habló el chofer de Nigel Donaldson cuando el pasado domingo ocurrió el secuestro en Chicago cometido por un par de encapuchados que lo interceptaron y se llevaron a la niña, y después de sobornar y presionar al andrajoso y somnoliento recepcionista mexicano. (Descubre así que Danny Morton se registró con el nombre de Chester Arthur y que se alberga en la habitación 21.) Y cuando va a la habitación 21, ve que hubo una leve lucha, que alguien mató a Danny Morton de una puñalada en el pecho y que los “20.000 dólares en billetes usados” no están por ningún sitio. 
Todo indica que ese viernes por la noche Lorna Moore liquidó a Danny Morton, que se hizo del botín y se fue. No obstante, los posteriores acontecimientos revelan que no fue así. Y en el ínterin, el sheriff Legins se quiebra la cabeza para tratar de resolver el asesinato ocurrido en el Motel Amberson, que es “su primer homicidio” “en sus quince años de servicio” en Marksonville; pero se sabe “de memoria el manual”, que aplica con “sus dos ayudantes”, e interroga y anota “sus observaciones”. Y las noticias y avances de la investigación (vendrán forenses del condado de Pennington) se los comenta a Tom Hidden en la cocina del Tommy’s, mientras éste monda papas con un filoso chuchillo que se le podría ir en un descuido. 
     Tras descubrir el cadáver de Danny Morton, el par de matones del Pontiac persiguen a toda máquina a Rudy Bambridge en su Packard. En la carrera, Rudy se adelanta en una curva, los embosca y hace salir de la carretera al Pontiac, que se estrella entre las piedras y los arbustos; y en el pleito, Rudy, que es un gángster de acción que sabe dar puñetazos y patadas, mata de un balazo al susodicho James Zedeon Black, mientras su compinche logra huir a toda pastilla en el Pontiac. Ya en su cuarto del Hotel Jefferson, Rudy extrae de la cartera del jovenzuelo una identificación de éste (quien era un grandulón e infantiloide débil mental semejante al infantiloide y débil mental de Giuseppe Cerruti); y entre varios objetos, halla una tarjeta que le revela la identidad de Bob, su cómplice de mediana edad: el dentista Robert Hospers, con consultorio en la avenida Bryan, en Peoria, Illinois. 
    Al día siguiente, el sábado, Rudy Bambridge intercepta en la calle a Lorna Moore y, mostrándole la Colt en su sobaquera, se la lleva en su Packard lejos del pueblo hasta una zona boscosa, donde del áspero interrogatorio que le hace infiere que ella no mató a Danny Morton ni se robó el botín. Un inesperado cazador aparece en el escenario armado con una escopeta y en el instante en que Rudy lo mata de un balazo en la garganta, Lorna lo golpea con una piedra en la “la parte posterior de su cráneo”; lo deja inconsciente y huye. Tras recuperar el sentido cuando ya lo rodea “la penumbra del atardecer” de ese sábado, Rudy Bambridge ve que Lorna Moore lo golpeó con “una piedra puntiaguda del tamaño de un melón”. Y según deduce, el mensaje de la “chica lista” significa: “no quiero volver a verte; sigue tu camino y yo seguiré el mío”. Así que Rudy el sucio, que da por supuesto que el dinero quedó “enterrado en algún punto entre Illinois y Dakota del Sur”, regresa en su Packard a Chicago.
    (Vale observar, no obstante, que resulta increíble el súbito golpe con que Lorna Moore noquea al gángster; pues si bien Rudy Bambridge la deja de ver porque gira en un segundo para madrugar de un solo balazo al imprevisto cazador, a Lorna debió ocuparle más tiempo agacharse, tomar la piedra del suelo con las dos manos, levantarla a la altura de su cara o sobre su cabeza y sorrajarla con fuerza en la parte posterior del cráneo del mafioso.)    
El domingo por la tarde, en Peoria, Illinois, Rudy Bambridge localiza el consultorio del dentista Robert Hospers y ve que enfrente está estacionado el Pontiac gris, en cuya carrocería observa “dos impactos de bala” que alcanzó a darle en la huida. Al subir al piso superior donde se halla la vivienda, el zumbido de las moscas le anuncia lo que luego encuentra en el interior: el cadáver del “doctor Robert Hospers, médico dentista, sentado en el sofá de su cuarto de estar. Tenía una férula que le inmovilizaba la nariz y los ojos amoratados [al parecer por los golpes que recibió al salirse de la carretera tras el volante del Pontiac gris]. Su cabeza estaba echada hacia atrás y su boca había quedado abierta, como si se dispusiera a someterse a uno de sus propios exámenes. Eso le confería un aspecto ciertamente ridículo. Las manos descansaban sobre los muslos y, en el centro del pecho, tenía un solo y limpio agujero, el que había hecho la bala al atravesarle. No había más señales de lucha.” Según deduce: “A Bob se lo había cargado un amigo, o alguien a quien él consideraba un amigo.”
Alexis Ravelo
  Esto vasta, tras descubrir que Nigel Donaldson tiene deudas y pérdidas financieras, para que Rudy Bambridge hile los últimos cabos de su indagación y raciocinación. Y a la manera de la mejor tradición de una novela de Agatha Christie y de miles de novelas policíacas, le pide por teléfono a Conrado Bonazzo que cite en su oficina, la noche de ese mismo domingo, a Nigel Donaldson, donde ante el desconcierto de éste y la sorpresa del capo, revela y reconstruye el por qué y el trasfondo del secuestro de la pequeña Mara, ocurrido un domingo en que su padre estaba en Peoria, Illinois, con Mariela Dogson, su amante negra, donde le había puesto casa y era paciente del dentista Robert Hospers.

Ese mismo domingo por la mañana, en su cuarto de la pensión de Miss Vanneson, en Marksonville, “Lorna sintió frío”, lo cual le recuerda el frío que sintió el viernes por la noche en la habitación 21 donde se hospedó Danny Morton, quien se negó a prender la estufa. Así que se disfraza de Velma Queen y va en la Ford de sus patrones al Motel Amberson con la intención de rentar el cuarto 21. Coquetea con el recepcionista mexicano, a quien se le escurre la baba al ver “la sonrisa de aquella pelirroja tan elegante”; le dice que tal cuarto aún está precintado, pero le renta la habitación contigua, la 22. Y en un santiamén, tras quitarse la peluca, Lorna se introduce en la habitación 21 y dentro de la estufa halla el botín y se lo lleva “en la pequeña bolsa de viaje que llevaba consigo”. Lo cual también resulta inverosímil, pues además de que el experimentado sabueso de Rudy Bambridge rápidamente olfateó y buscó por todos los rincones de la habitación 21, la policía estuvo allí, que amén de hurgar y trazar el croquis del cadáver y llevárselo, decomisó los objetos del asesinado. Pues además no se trata de un simple “fajo de billetes”, sino de un visible bonche, inocultable bajo la almohada, según se lee en el primer capítulo de la novela cuando Danny Morton lo cuenta y ordena: 
“Tras asegurarse de que persianas y cortinas estaban echadas, se quitó la chaqueta, abrió el maletín y comprobó que el dinero continuaba allí. Durante un buen rato se aplicó a la tarea de alisar uno a uno los billetes, reunirlos en fajos y atarlos con dos tiras de goma cada uno. Cuando vació completamente el maletín, observó las dos filas de veinte fajos de billetes cada una que habían quedado sobre la colcha. Cuarenta fajos. En cada fajo, 500 dólares. Eso daba un total de veinte mil dólares en viejos billetes de diverso valor.”
Pero el caso es que Lorna Moore divide el botín en dos partes iguales: una se la lleva consigo, lejos de Marksonville, rumbo a su futuro, pues ella se va de allí en “un autobús de línea, con destino a Manitoba, en Canadá”. Llevándose, además, el secreto de la identidad del imprevisto y circunstancial asesino de Danny Morton. Y la otra parte se las deja en el Tommy’s, a Tom y a Helen Hidden, en una caja de zapatos, junto con una cariñosa nota de agradecimiento por todo lo que hicieron por ella, procurándola y queriéndola, durante el año y medio que vivió en el pueblo y que “había sido la mejor época de su vida”.


M.A. West, El viento y la sangre. Colección Navona Negra núm. 2, Navona Editorial. Barcelona, mayo de 2013. 152 pp. 


lunes, 28 de marzo de 2016

Historia de Mayta


                        
 Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!

Historia de Mayta
(Seix Barral, México, 1985)
Historia de Mayta, novela de Mario Vargas Llosa —Premio Nobel de Literatura 2010—, apareció por primera vez en Barcelona, en octubre de 1984, editada en la serie Biblioteca Breve de la Editorial Seix Barral; y su primera reimpresión mexicana se tiró en enero de 1985. Se trata de una obra crítica, revulsiva, polémica, polifónica, a veces bufa, magistral, repleta de suspense, en la que el propio autor actúa corporificado en un alter ego que al unísono es él y no es él, lo cual marca la tónica de la urdimbre novelística cuyo modus operandi en un pasaje explica así: “Porque soy realista, en mis novelas trato de mentir con conocimiento de causa [...] Es mi método de trabajo. Y, creo, la única manera de escribir historias a partir de la historia con mayúsculas.”
El alter ego de Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), un célebre narrador que tiene su casa en Barranco (al igual que el de carne y hueso), una privilegiada zona de Lima desde donde se otea el mar (y ciertos pestíferos basurales), durante 1983 realiza una serie de andanzas, viajes e investigaciones con el fin de escribir una novela en torno a una serie de hechos ocurridos 25 años antes, en 1958, en Lima y en los pueblitos de Jauja y Quero y en el entorno de la andina quebrada de Huayjaco, donde un grupo de insurrectos (cuatro adultos y siete adolescentes) intentaron iniciar (y por ende desencadenar) nada menos que la histórica primera revolución comunista en el Perú y en América Latina. 
En este sentido, Historia de Mayta oscila, principalmente, entre dos ámbitos temporales (en un mismo párrafo suele ir y venir entre uno y otro). Uno: 1958, desde la militancia izquierdista de Mayta, ya cuarentón, quien no obstante su soterrada homosexualidad y sus pies planos, fue un activo miembro del POR(T), el rimbombante, machista, marginal y clandestino Partido Obrero Revolucionario Trotskista (con sólo siete elementos), escindido del POR (que nunca rebasó los veinte socios), hasta su persecución y detención policíaca (en la que descuella el cabo Lituma, por ser un personaje recurrente en la obra de Vargas Llosa) y su encarcelamiento. El otro: 1983, en un hipotético, miserable, conflictivo y violento Perú donde mal gobierna una Junta de generales dizque de “Restauración Nacional”, quienes, dados los múltiples problemas y las débiles condiciones de las fuerzas armadas del país, se ven impelidos a imponer el toque de queda y a solicitar y recibir del “gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica el envío de tropas de apoyo y material logístico para repeler la invasión comunista ruso-cubano-boliviana”. Así, en medio de la pobreza extrema, del desorden social, de los latrocinios, de la inseguridad, de los bombazos, de los crímenes y asesinatos, ya de la guerrilla, de los terroristas (ídem Sendero Luminoso) , de los escuadrones de la libertad, del fuero común, de los policías, de los marines gringos y de la internacionalizada guerra, el alter ego de Mario Vargas Llosa entrevista a una serie de personas que conocieron a Mayta y a testigos que estuvieron involucrados en el incipiente levantamiento; incluso logra entrevistar al propio Mayta, ex preso en varias cárceles y ahora empleado en una heladería del barrio de Miraflores.
Con su cáustico, documentado, detallista y analítico ojo omnisciente y ubicuo, no exento de humor negro, el autor, al novelizar el subterráneo entramado de la atomizada izquierda clandestina y sobre una patética intentona de guerrilla que en el Perú de los años 50 aspira a crear una sociedad comunista (a imagen y semejanza de los movimientos guerrilleros que en Latinoamérica históricamente se vieron inspirados e influidos por el proceso y triunfo de la Revolución Cubana en enero de 1959, que Vargas Llosa apoyó hasta el “5 de abril de 1971”, día de su renuncia al Comité de la revista cubana Casa de las Américas) y sobre los crímenes, las contradicciones internas y la cruenta beligerancia e inestabilidad social que conlleva la clandestina lucha civil con las armas a principios de los años 80 del siglo XX (que aún era la época de la Guerra Fría y del apoyo de la Unión Soviética a Cuba, a los partidos comunistas del mundo y a varias guerrillas diseminadas en el orbe), articula una crítica y su descrédito de que la violencia armada, no sólo la supuestamente revolucionaria, sea un medio para edificar una sociedad nueva donde impere la justicia, la libertad, la democracia y paulatinamente se borren las iniquidades económicas, sociales y culturales.
Mario Vargas Llosa
En su novelística estratagema de decir mentiras para decir verdades, Mario Vargas Llosa utilizó numerosos hechos, datos y nombres extirpados de la historia y de la geografía del Perú y de la vida real, como son los casos del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana, partido fundado en 1924 por su apóstol Raúl Haya de la Torre) y de los periodos presidenciales de Manuel Pardo y Ugarteche (1956-1962) y Manuel Arturo Odría (1948-1956) —general que arribó al poder con un golpe militar que derrocó al presidente Luis Bustamante y Rivero (1945-1948), tío de Mario Vargas Llosa. En este sentido, llama la atención que en el virulento e hipotético 1983 de la novela no gobierne Fernando Belaunde Terry, quien en la vida real estaba en medio de su segundo mandato presidencial (1980-1985) —el primero se sucedió entre 1963 y 1968—, sino los militares de la susodicha Junta de Restauración Nacional, nombre que parafrasea el nombre del Gobierno de Reconstrucción Nacional adoptado por los guerrilleros del FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional) después de que el 17 de julio de 1979 el dictador Anastasio Somoza Debayle abandonó Nicaragua. Como se sabe, Belaunde sería aliado de Vargas Llosa cuando éste, entre octubre de 1987 y junio de 1990, fue candidato a la presidencia del Perú por el Frente Democrático, que para tal fin, principalmente, alió al Movimiento Libertad (creado ex profeso por el escritor y un grupo de amigos) a Acción Popular —partido fundado por Belaunde el 7 de julio de 1956 y dirigido por él—, y al Partido Popular Cristiano, liderado por Luis Bedoya Reyes. 
        ¿Pero por qué en Historia de Mayta no figura en la presidencia Fernando Belaunde Terry, si, por ejemplo, Zenón Gonzales, uno de los cuatro adultos conjurados en la insurrección iniciada en la cárcel de Jauja, en 1958, quien entonces estaba preso allí, en 1983 “dirige todavía la Cooperativa de Uchubamba, propietaria de la Hacienda Aína desde la Reforma Agraria de 1971, y pertenece al Partido Acción Popular del que ha sido dirigente en toda la zona”? Sin omitir que en 1982 el “Congreso de la República del Perú le había otorgado la ‘Medalla de Honor del Congreso’ por el conjunto de su obra”, y que Belaunde había apelado a su autoridad moral al nombrarlo, “el 2 de febrero de 1983”, presidente de la Comisión Investigadora de los Sucesos de Uchuraccay (el asesinato de ocho periodistas, más el guía y un comunero uchuraccaíno, ocurrido el 23 de enero de 1983 en tal comunidad), la respuesta parece entreverse en un artículo laudatorio que el narrador escribió y publicó después de la muerte de Belaunde sucedida el 4 de junio de 2002, el cual está compilado en su Diccionario del amante de América Latina (Paidós, Barcelona, 2006); pero sobre todo en su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, Barcelona, 1993), no sólo porque declara: “Yo había votado por Belaunde todas las veces que fue candidato”; sino más que nada porque, según dice, “a mediados de su segundo gobierno, una noche de un modo intempestivo, Belaunde me hizo llamar a Palacio”. El meollo: las elecciones de 1985 estaban cerca y ante los visos de que el APRA y Alan García las podían ganar (cosa que ocurrió), esto podía evitarse si el escritor aceptaba ser el candidato de AP y del PPC. “Aquel proyecto de Belaunde no prosperó [apunta el memorioso], en parte por mi propio desinterés, pero también porque no encontró eco alguno en Acción Popular ni en el Partido Popular Cristiano, que querían presentarse a las elecciones de 1985 con candidatos propios.” 
Ernesto Cardenal regañado por el Papa Juan Pablo II
Aeropuerto Augusto César Sandio
Managua, marzo 4 de 1983
Mas cuando se trata de argüir en contra de un contrincante político e ideológico, Mario Vargas Llosa, paladín de la libertad, a veces, no tiene pelos en la lengua ni se anda por las ramas: suelta el golpe y tunde con virulencia como todo un gallito del colegio militar Leoncio Prado. Por ejemplo, en El pez en el agua al crítico y académico peruano Julio Ortega lo cuestiona y exhibe (páginas 307 y 308). Y en Historia de Mayta, a través de su alter ego, critica y ridiculiza al poeta y sacerdote Ernesto Cardenal, quien, en la vida real, como Ministro de Cultura de la Nicaragua Sandinista, era figura emblemática de la teología de la liberación (desde que en los años 60 creó una comunidad cristiana en las islas de Solentiname, en el Lago de Nicaragua) y del socialismo que por entonces vertientes de la izquierda latinoamericana aún creían que se podía lograr y construir mediante la insurrección armada. El 4 de marzo de 1983 fue el día en que Su Santidad el Papa Juan Pablo II, en el aeropuerto Augusto César Sandino de Managua y ante las cámaras de la prensa y de la televisión de la aldea global, no dejó que el arrodillado Ernesto Cardenal le besara el anillo y lo regañó con furia blandiendo sobre él su dedo flamígero. Pero en el 1983 de la novela, en medio de la plática con dos monjas (Juanita y María) que auxilian y socorren en el Sector de Bajo el Puente (una zona peligrosa y paupérrima de Lima), narra el alter ego (entre las páginas 91 y 92): “intento volver a Mayta pero tampoco puedo, porque, una y otra vez, interfiere con su imagen la del poeta Ernesto Cardenal, tal como era aquella vez que vino a Lima —¿hace quince años?— e impresionó tanto a María. No les he dicho que yo también fui a oírlo al Instituto Nacional de Cultura y al Teatro Pardo y Aliaga y que a mí también me causó una impresión muy viva. Ni que siempre lamentaré haberlo oído, pues, desde entonces, no puedo leer su poesía, que, antes, me gustaba. ¿No es injusto? ¿Tiene acaso algo que ver lo uno con lo otro? Debe de tener, de una manera que no puedo explicar. Pero la relación existe, pues la experimento. Apareció disfrazado de Che Guevara y respondió, en el coloquio, a la demagogia de unos provocadores del auditorio con más demagogia todavía de la que ellos querían oír. Hizo y dijo todo lo que hacía falta para merecer la aprobación y el aplauso de los más recalcitrantes: no había ninguna diferencia entre el Reino de Dios y la sociedad comunista; la Iglesia se había hecho una puta, pero gracias a la revolución volvería a ser pura, como lo estaba volviendo a ser en Cuba ahora; el Vaticano, cueva de capitalistas que siempre había defendido a los poderosos, era ahora sirviente del Pentágono; el partido único, en Cuba y la URSS, significaba que la élite servía de fermento a la masa, exactamente como quería Cristo que hiciera la Iglesia con el pueblo; era inmoral hablar contra los campos de trabajos forzados de la URSS ¿Por qué acaso se podría creer la propaganda capitalista? Y el golpe de teatro final, flameando las manos: desde esa tribuna denunciaba al mundo que el reciente ciclón en el Lago de Nicaragua era el resultado de unos experimentos balísticos norteamericanos... Aún conservo viva la impresión de insinceridad e histrionismo que me dio. Desde entonces, evito conocer a los escritores que me gustan para que no me pase con ellos lo que con el poeta Cardenal, al que, cada vez que intento leer, del texto mismo se levanta, como un ácido que lo degrada, el recuerdo del hombre que lo escribió.”

Mario Vargas Llosa, Historia de Mayta. Biblioteca Breve, Seix Barral. 1ª reimpresión mexicana. México, enero de 1985. 352 pp.


domingo, 27 de marzo de 2016

Teatro herético



Tres gotas en una sola ostia


                                        In memoriam Carlos Monsiváis y José Saramago 

Con una pornográfica caricatura de El Fisgón que ilustra el frontispicio, el título Teatro herético, que reúne tres libretos teatrales de Carmen Boullosa (México, septiembre 4 de 1954), “se terminó de imprimir el 23 de octubre de 1987” con el número 5 de la serie Teatro que el dramaturgo Vicente Leñero dirigía y editaba para la Dirección Editorial de la Universidad Autónoma de Puebla, quien además le destinó una laudatoria nota que se lee en la cuarta de forros. 
Caricatura: El Fisgón
(UAP, Puebla, 1987)
Nota: Vicente Leñero
(UAP, Puebla, 1987)
“Aura y las once mil vírgenes”, el primer libreto en dos actos, es una comedia que, bajo la dirección de la misma autora, fue estrenada “el domingo 14 de abril de 1985” en El Cuervo, legendario y desaparecido teatro-bar de Coyoacán, en la Ciudad de México. Como se anuncia y vocea en el título, la obra presenta a Alejandro Aura (a quien Carmen Boullosa dedicó) como principal ingrediente humorístico. En ella, Alejandro Aura (1944-2008) no aparece en el papel del hombre polifacético o showman que por entonces era en la vida real (poeta, actor, dramaturgo, director de teatro, recitador, locutor, funcionario cultural, papá, conductor del programa televisivo A la misma hora, marido de Carmen Boullosa y uno de los principales propulsores de esa susodicha aventura de teatro-bar coyoacanero, que luego se convertiría en el putativo El hijo del Cuervo, ya extinto), sino en la caracterización de un empleado mediocre de una agencia publicitaria venida a menos en la cual también se le da cobijo, magro negocio perteneciente (en el texto y en el montaje) al articulista y dramaturgo José Ramón Enríquez (México, 1945). Tal Aura, asimismo, ventila en su intimidad el frustrado anhelo de ser actor. 
Alejandro Aura
(1944-2008)
Foto: Rogelio Cuéllar
La comicidad de la obra no se limita en colocar a dos personajes conocidos, con sus nombres propios, en una situación fársica e hilarante; el grueso y los meollos de “Aura y las once mil vírgenes” mucho tienen de divertimento y espectáculo. Junto a los citados, figura un personaje llamado Miesposa (que interpretó la misma dramaturga) y una actriz (Virginia Valdivieso) cuyo objetivo es representar al Único, al Ángel, y a las distintas vírgenes que desfilan en la intimidad mental de Aura. Esto es así porque buena parte del desarrollo escénico en realidad ocurre en la mórbida y candente imaginación de éste. Es decir, la agencia de publicidad existe a imagen y semejanza de un escaparate sinsentido, ídem una empresa improductiva. De tal modo que Aura, haciendo agua en la charca de una depresión evasiva, sueña que es visitado por el Único, quien le propone un tentador trato: puede ser un diseñador de anuncios extraordinario que saque a la empresa de la bancarrota, pero a cambio tiene que poseer once mil vírgenes que poblarán el deshabitado Purgatorio: cuando haya poseído a todas, morirá. 
José Ramón Enríquez
El espectador asiste, entonces, a los meandros oníricos e ilusionistas de un fracasado, cuyos devaneos megalómanos oscilan entre los goces eróticos con las mil y una vírgenes y los anuncios que produce suscitados por las peculiaridades de las musas o por algunas de las cosas que le dicen.
Los anuncios se intercalan en el desarrollo de la obra a través de proyecciones fílmicas en súper ocho. Sus argumentos, pensados y realizados por Pablo Boullosa ex profesos para el montaje, se resumen en asteriscos al pie de las páginas. Mezclan situaciones absurdas, grotescas e risibles. Su protagonista es Alejandro Aura, pero también José Ramón Enríquez y otros. A tal menjurje se le añaden algunas picarescas canciones que interpreta el protagonista (de él es la letra del alacrán, que en un fragmento canturrea: 
            La fúlgida corriente
            de seminales gotas,
            veneno incandescente
            fui de las pelotas
            ataca dulcemente
            y las deja a todas mortas
       Y se concluye con un apoteósico número musical en el que todos los actores cantan y bailan; esto torna aún más ligera la quiebra y el incierto destino que suscita el que Aura renuncie a continuar las tareas que el Único le había antepuesto. 
Liliana Felipe y Jesusa Rodríguez
Dedicada a la combativa, contestaria, creativa y crítica actriz Jesusa Rodríguez (quien con la también actriz Liliana Felipe conformó una de las primeras cinco parejas del mismo sexo que legalmente se casaron en la Ciudad de México el 11 de marzo de 2010), “Cocinar hombres (Obra de teatro íntimo)”, estrenada “en el teatro-bar El Cuervo el jueves 9 de agosto de 1984”, es un libreto en dos actos donde el humor se ausenta y la tensión es más dramática. Su escritura, así como la atmósfera semionírica, pesadillesca, donde la real y lo fantástico se funden, la emparientan con la atrocidad consanguínea y de fétida y empantanada floresta de invernadero que se agita en las psicóticas entrañas de Mejor desaparece (Océano, 1987), su primera novela, y con ciertos linderos, absurdos y kafkianos, de Mi versión de los hechos (Arte y Cultura Ediciones, 1987), su segundo libreto teatral impreso en forma de libro, ilustrado con viñetas de José Luis Cuevas y con un prólogo de Bruce Swansey.
(Arte y Cultura Ediciones, México, 1987)
En “Cocinar hombres”, su primer libreto publicado en forma de libro (Ediciones La Flor, 1985), concurren dos mujeres que la noche anterior tenían diez años y cuando despiertan tienen 23. Es decir, durante el lapso nocturno fueron transformadas en brujas; y de ahora en adelante, y hasta la eternidad (“por los siglos de los siglos”), su razón de ser consistirá en exacerbar los deseos de los hombres mientras duermen. 
Wine despierta sin memoria. Fuera de determinadas certidumbres, no posee un solo recuerdo de su vida anterior que le provoque algún apego a la vida humana, por lo consiguiente acepta con estoicismo su nuevo estado. Ufe, en cambio, despierta con todos los recuerdos vivitos y coleando y por ende le resulta difícil el rechazo y el alejamiento de lo que le prometía su condición de fémina mortal y terrestre: amar y ser amada, casarse y engendrar hijos. Sólo durante ese primer día, antes de que inicie la bacanal francachela nocturna (la cuasi recurrente, ancestral y arquetípica Noche de Walpurgis), podrá regresar al mundo y ser nuevamente mujer como lo añora. Para tal cosa, el único camino es “cocinar un hombre”, es decir, desearlo con suficiente fuerza para hacer posible su presencia.
Mientras se define el cuerpo de la obra, los parlamentos y réplicas trazan una revisión somera y sintética de la situación de la mujer, sobre todo en lo que concierne a los roles tradicionales que le toca desempeñar en los papeles de madre y esposa. Al término, cuando los deseos de Ufe están a punto de cumplirse, ella desiste porque colige que le falta el efluvio principal: el amor, y porque además la forma en que lo concibe es tan plena que resulta inasible y muy idealizado, y no algo relativo, efímero y circunstancial, como en un momento se lo señala Wine.
Jesusa Rodríguez
Más que una infame blasfemia iconoclasta, “Propusieron a María (Diálogo imposible en un acto)” conlleva una carga lúdica e irredenta a imagen y semejanza de un infinitesimal e imperceptible rasguño característico del escepticismo y la racionalidad que estigmatizan el síndrome de la edad moderna en la que, como un emponzoñado embrión trasnochado y posmoderno, aún se boga en la desolada aldea global, embestida por los cuatro pestíferos vientos del Apocalipsis y su hijo antinatural el cambio climático.
Por entonces sin estrenar y dedicada “A Julio Castillo”, “Propusieron a María” es la supuesta “última conversación sostenida entre José y María, la noche previa a que ella se eleve por los aires”. Se trata de la quezque transcripción de una cinta magnetofónica que un intrépido anónimo logró grabar con unos micrófonos ocultos, accionados a control remoto.
Al ser José y María los futuros progenitores de Jesús, a la vez lo son y no lo son. Es decir, los personajes están urdidos a imagen y semejanza de clichés paródicos y fársicos. De tal modo que se trata de un José y una María que, milenarios e intemporales, se circunscriben a la época actual.
Durante el eterno 24 de diciembre en que ocurren los hechos, porque todos los días es 24 de diciembre y siempre será 24 de diciembre hasta que nazca el niño Jesús, los protagonistas escuchan la radio, leen revistas triviales, tienen diálogos fútiles y estúpidos, como otros que translucen su naturaleza de seres austeros y escogidos por el todopoderoso, omnisciente y ubicuo dedo flamígero, pero también sus virtudes innatas para la lascivia, el deseo, los celos, la traición, el crucifijazo trapero; signos y características humanas a través de las cuales comentan, por ejemplo, la resignación de la pareja perfecta atrapada en la perpetua incomunicación, o la paulatina osteoporosis del vínculo matrimonial donde entre más se quieren el uno al otro y viceversa, más se acaba y esfuma el goce sexual.
Cuando María comenzó a elevarse al Cielo, la grabación se interrumpió, es por ello que no se registraron sus últimas palabras. Sin embargo, todo parece indicar que, en medio de la lucha en que se debatía la santa y la mujer, empezaba a ganar ésta última.
Carmen Boullosa y su dedo flamígero


Carmen Boullosa, Teatro herético. Serie Teatro (5), Universidad Autónoma de Puebla. Puebla, 1987. 104 pp.

martes, 8 de marzo de 2016

Damas de corazón

Corazón de tufito, corazón de frijol

Si no existiera una “sociedad ávida de fetichizaciones y cultos a la personalidad”, muchos libros no existirían ni tendrían sentido, entre ellos: Antonieta (FCE, 1991) y Damas de corazón (FCE, 1994), ambos de Fabienne Bradu (Francia, septiembre 23 de 1954). En el primero, la autora concibió una biografía de María Antonieta Rivas Mercado (1900-1931), la célebre, fugaz y trágica mecenas de escritores, teatreros, músicos y artistas, quien se suicidó en la Catedral de Notre-Dame, en París, con la pistola de José Vasconcelos, y cuya Correspondencia (UV, 2005) Fabienne Bradu reunió, prologó y anotó, enriqueciendo así el acopio y las anotaciones que hizo Isaac Rojas Rosillo en 87 cartas de amor y otros papeles (UV, 1981), cuya primera edición con otro título en la serie SEP setentas data de 1975; y cuyas póstumas Obras completas de Antonieta Rivas Mercado (SEP, 1987) el investigador y compilador Luis Mario Schneider aumentó, reprologó y reeditó (la primera edición en Ediciones Oasis data de 1981). Sin embargo, pese al rigor que a Fabienne Bradu le exigía su “voluntad de investigadora”, “algo” se filtró en su biografía y no pudo impedir que Antonieta asumiera su “envergadura mítica”. Quizá por ello en Damas de corazón aventuró cinco “retratos biográficos”: esbozos “a caballo entre la historia testimonial y la literatura”; es decir, además del bagaje documental y bibliográfico, de sus perspectivas y deducciones, no escatimó los chismes de aldea, los reportes de segunda mano y las leyendas.
     
José Vasconcelos y Antonieta Rivas Mercado
        El rótulo Damas de corazón, que implica la vehemencia con que las féminas asumieron y vivieron su vida, es un parafraseo al título Dama de corazones, el ejercicio prosístico que Xavier Villaurrutia escribió entre 1925 y 1926, publicado en 1928 por Ediciones de Ulises, “con cuatro dibujos del autor”. Las cinco damas elegidas por Fabienne Bradu son mujeres-leyenda, mujeres-mito: Consuelo Suncín, María Asúnsulo, Machila Armida, Ninfa Santos y Lupe Marín. Entre los legendarios haberes de cuatro de ellas pueden enumerarse ciertas obras de creación: Consuelo Suncín dizque esculpía y firmó una novela con el flamante y sonoro apellido de Saint-Exupéry: Oppède (Bretano’s, Nueva York, 1945) y un póstumo libro de memorias en francés: Mémoires de la rose (Plon, París, 2000); Machila Armida hizo collages bendecidos por el dedo flamígero de Diego Rivera y a partir de sus invenciones y recreaciones culinarias escribió, con letra manuscrita, un recetario de comida mexicana a la antigua; Ninfa Santos hilaba poemas sentimentales; así, la plaquette de 54 páginas Amor quiere que muera (Finisterre, 1985) es sólo una antología; la virulenta y deslenguada Lupe Marín, que fue mujer de Diego Rivera y de Jorge Cuesta, con su “andar de pantera” escribió dos libelos novelísticos y autobiográficos: La Única (Editorial Jalisco, 1938) y Un día patrio (Editorial Jalisco, 1941). No obstante, quizá la principal obra y trascendencia acuñada por cada una fue la impronta, siempre maleable, que cifró su vida y leyenda.

   
Fabienne Bradu
      Es significativo que entre las fechas, datos, anécdotas, interpretaciones y citas con que Fabienne Bradu arma y condimenta los rasgos y conductas de las cinco Damas de corazón, destaca el hecho de que el principal ingrediente es lo relativo a lo que vivieron con sus amantes, y a los modos como asumieron su vida sexual y afectiva. Esto enfatiza el hecho de que sin ser originales ni iconoclastas, todas, menos Ninfa Santos, no dejaron de contraponerse a las normas establecidas por el statu quo.

     
(FCE, 2ª ed., 1995)
        En el retrato de Consuelo Suncín (1901-1979) descuella la antipatía que a Fabienne Bradu le suscita el ímpetu ambicioso y arribista que distingue los pasos y desplantes de la salvadoreña. Fue una devoradora de hombres, según parece, una hombreriega especializada en la comedia de enredos. Entre los galanes que al parecer pasaron por sus huesitos, figuran: Salomón de la Selva, Gabriele D’Annunzio, Maurice Sachs, y hasta Rodolfo Valentino, según decía con sus virtudes de encantadora de mazacuatas prietas y de Scherezada tropical. Y aunque el último de sus queridos fue su chofer (a la postre su heredero universal: José Martínez-Fructuoso), su atracción por los escritores e intelectuales célebres la hizo confluir con José Vasconcelos, el “Maestro de América” y profeta cósmico de la “raza cósmica”; con Enrique Gómez Carrillo, reputado dandy en París y el primero de sus maridos; y con Antoine de Saint-Exupéry, su segundo esposo a partir del 12 de abril de 1931, todo un conde de sangre azul, intrépido piloto aviador y escritor de fama en ciernes, cuyo El principito (editado en francés en 1943 por Éditions Gallimard) han leído hasta la saciedad generaciones y generaciones de niños y adolescentes en todo el globo terráqueo.

       
Antoine de Saint-Exupéry y Consuelo Suncín el 23 de abril de 1931,
día de su boda en el castillo de Agay.
        En el momento de escribir y publicar Damas de corazón, María Asúnsulo (1916-1999), con más de 80 años, aún “vive en su refugio de Cuernavaca”. En su esbozo, Fabienne Bradu cuenta que su belleza seducía a pintores, escultores y escritores. Así, las obras plásticas que aluden y tributan su hermosura y que María Asúnsulo llegó a coleccionar, las donó al MUNAL (Museo Nacional de Arte, en la Ciudad de México), adoratorio al que hay que añadir el grabado de 1951 que Enrico Sampietro (el legendario falsificador cuyas Memorias editó Proceso en 1991) hizo, cumpliendo condena en el Palacio Negro de Lecumberri, a partir de una foto que a María Asúnsulo le tomó Gisèle Freund, la prestigiosa fotógrafa y retratista de renombrados escritores y artistas de Europa y del continente americano y autora del canónico La fotografía como documento social (publicado en francés en 1974 con el título Photographie et Société) que la Editorial Gustavo Gili desde 1976 sigue reeditando en español, en Barcelona, en la serie Fotoggrafía. Mario Colín, un rico político y hacendado con quien María Asúnsulo se casó, hizo editar, en 1955, una beatificadora antología de textos que su imagen suscitó en varios adoradores de la musa. 

Retrato de María Asúnsulo recostada (1949),
óleo sobre tela de Juan Soriano.
       Fabienne Bradu bosqueja las reuniones en la GAMA, la galería de María Asúnsulo, que también era su casa, club izquierdoso y eventual hospicio para artistas y otros desahuciados y diletantes sin un clavo en el bolsillo. Además de sus actividades de promotora y embajadora del arte mexicano, habla de su liberalidad sexual, y del prestigio que adquirió con su belleza y don de gentes. Pero así como narra una anécdota sobre El rapto (1936), cuadro donde David Alfaro Siqueiros recrea el secuestro del niño Agustín Diener, hijo de María Asúnsulo, pudo incluir algunas otras anécdotas que ilustraran su papel de modelo ante otros pintores y fotógrafos.

     
El rapto (1936),
óleo de David Alfaro Siqueiros.
      En la semblanza de Machila Armida (1921-1979), Fabienne Bradu bosqueja el espaldarazo que le brinda Diego Rivera, cuando en 1952 la bella dama presentó su única exposición de collages. Sobre ese vínculo amistoso datan varias obras del muralista, entre ellas una pintura y un dibujo; pero también los banquetes que Diego le empezó a encargar a Machila y que la hicieron famosa y preferida por intelectuales, políticos y empresarios que sucumbieron al influjo de su hermosura, de sus guisos, de su carácter festivo, de sus facultades amatorias, entre ellos Fernando Benítez y Alejo Carpentier, dos capítulos que Fabianne Bradu reseña. Pero es notorio que trata con mucho decoro la parte menos atractiva de Machila Armida: el alcoholismo que acabó por destruirla.

     
Macuilxóchitl, Retrato de Machila Armida (1952),
óleo sobre tela de Diego Rivera.
       Dice la autora que con Ninfa Santos la “ligó una entrañable amistad hasta el día de su muerte, en julio de 1990”. Seguramente por ello urdió su semblanza con mucha simpatía y complicidad ante sus avatares sentimentales y melodramáticos; e incluso ante sus contradicciones ideológicas, como es su obnubilada y ciega adoración por Stalin; y más aún: su melifluo comunismo (una moda pseudoestalinista que no abandonó), dizque camuflado en su largo papel de fiel y eficiente servidora de la política exterior del gobierno mexicano, ya en Washington, Nueva York y Roma.  

   
Ninfa Santos en 1936
        En este sentido, Fabienne Bradu es cómplice ante la férrea educación infantil que sufrió Ninfa Santos; cómplice de su enamoramiento por Fernando Disenta, cuando la dama de corazón era miembro del Comité de Ayuda a los Niños del Pueblo Español; y entre otras cosas, cómplice ante su papel de víctima frente a las bromas y actitudes machistas del escritor Emilio Abreu Gómez, con quien Ninfa se casó en 1938.
       
Ninfa Santos y Emilio Abreu Gómez en 1943
      En la semblanza biográfica de Lupe Marín (1896-1983), como es de suponerse, Diego Rivera y Jorge Cuesta, que fueron sus maridos y padres de sus retoños (con el pintor tuvo dos hijas y con el poeta un hijo), ocupan un lugar protagónico. Así, puesto que son innumerables los autores que han formulado devaneos y exploraciones sobre el trasfondo que animó a los personajes en cuestión: sus vínculos y su particular psique y psicosis, Fabienne Bradu resulta mucho más analítica y reflexiva en este esbozo que en los otros. En este sentido, si diversos autores han hecho una descripción visual de las manos de Lupe Marín, Fabianne Bradu se regodeó haciendo la suya.

Retrato de Lupe Marín (1945),
óleo sobre tela de Juan Soriano.
       La citada biografía de Antonieta Rivas Mercado escrita por Fabienne Bradu no tuvo imágenes en el interior, pero Damas de corazón sí: por cada dama una mínima antología de fotos en blanco y negro, cuya reproducción no es excelente y a veces muy lamentable; no obstante, si resultan ilustrativas, no dejan de ser apenas un bosquejo.



Fabienne Bradu, Damas de corazón. Iconografía en blanco y negro. Serie Vida y pensamiento de México, FCE. 2ª edición. México, abril de 1995. 296 pp.