martes, 3 de mayo de 2016

Edward James y Las Pozas

De hedonista por la vida

I de V
En 2006, en Nueva York, editado por Princeton Architectural Press, apareció en inglés el ensayo de Margaret Hooks: Surreal Eden: Edward James and Las Pozas; y, con traducción al español de Gabriel Bernal Granados, en noviembre de 2007 fue publicado en México por Turner con el título: Edward James y Las Pozas. Un sueño surrealista en la selva mexicana. En contraste con los yerros del ensayo de Margaret Hooks, se trata de un vistoso y cuidado volumen de pastas duras forradas en tela y sobrecubierta con solapas (ilustrada con una foto a color de Mariana Yampolsky de la “Avenida de las serpientes” de Las Pozas de Xilitla), buen papel y buen tamaño (27 x 24.07 cm), con diseño de Daniela Rocha y asistencia de diseño de Ana de la Serna; en cuya iconografía a color y en blanco y negro se aprecian imágenes de Sally Mann, Lourdes Almedia, Avery Danziger, Luis Félix, Gabriel Figueroa Flores, Plutarco Gastélum, Graciela Iturbide, Christopher Rauschenberg, Michael Schuyt, Liba Taylor, Jorge Vértiz, Mariana Yampolsky, Robert Ziebell, Man Ray, René Magritte, Salvador Dalí, Kati Horna, Leonora Carrington, Edward James, Margaret Hooks y anónimos. 
(Turner, México, 2007)
Foto de Mariana Yampolsky
(Detalle de la sobrecubierta)
     
Margaret Hooks
          Precedido por los “Agradecimientos” y el “Prefacio” de Margaret Hooks firmado en “Villa Saudade, Miami, Agosto de 2004”, su ensayo se divide en diez capítulos con títulos: “La ciudad amurallada de un niño”, “Poeta y mecenas”, “Entre los surrealistas”, “La magia de México”, “La nieve cae sobre las orquídeas”, “Constructor de sueños”, “La casa con alas”, “‘El inglés’ en Xilitla”, “Luz en el bosque” y “El triunfo del tiempo”. Más la “Bibliografía” (que comprende el registro de dos documentales) y un conjunto de fichas curriculares sobre trece de los fotógrafos que documentan Las Pozas y el hábitat de Edward James en Xilitla, pueblo de la Huasteca potosina, aproximadamente a 350 km de la ciudad de San Luis Potosí, capital del homónimo estado. 

El título del libro y la anécdota que Margaret Hooks narra en el “Prefacio” sobre el frío día de noviembre de 1945 en que Edward James (con dos amigos) arriba por primera vez a Xilitla a pie y envuelto en papel higiénico, bosquejan que el tema medular del volumen es el célebre y riquísimo mecenas y coleccionista de arte (excéntrico y despilfarrador en extremo desde su juventud) y las construcciones surrealistas, conocidas como Las Pozas, que erigió entre 1962 y 1984, tan legendarias que no extraña que se hable de ellas en Wikipedia y en simposios internacionales del surrealismo, que hordas de turistas y académicos auspiciados con el erario las visiten en busca de un escalafonario doctorado, que la World Monument Fund (con sede en Nueva York) las cuente entre la centena de paisajes culturales más amenazados del planeta, que Natalia Tubau las registre en su compendio global para viajeros incontinentes (u obsesos sojuzgados al delirante síndrome de “Los cautivos de Longjumeau”): Guía de arquitectura insólita (Alba, Barcelona, 2009), y que la Secretaría de Turismo de México el 12 de diciembre de 2011 haya declarado Pueblo Mágico a Xilitla. Por su parte, en el presente libro, Margaret Hooks bosqueja Las Pozas y Xilitla mediante un esbozo biográfico, cargado de anécdotas e ilustrado con imágenes, cuyos marcos temporales van del nacimiento de Edward Frank Willis James el 17 de agosto de 1907 “en Greywalls, la casa veraniega de la familia en Escocia”, hasta su muerte en un asilo de San Remo, Italia, “el 2 de diciembre de 1984”; a lo que se añade una vaga pizca de su póstumo legado (incluidas las deudas) y de su dispersa fortuna y disperso acervo. 
Edward James soñando al atardecer 
(en su particular Edén de Las Pozas)
Foto de Michael Schuyt con anotaciones de Edward James
  Según narra Margaret Hooks, Edward James supo de Xilitla en “el verano de 1945” cuando en “el pueblo de Ciudad Valles”, impresionado con las orquídeas del motel, un jardinero le informó que podría hallar orquídeas salvajes en Xilitla, que dizque florecían en noviembre. Un año antes, en 1944, dice, Edward conoció a Plutarco Gastélum Esquer, nacido en Álamo, Sonora, en 1914, empleado “en la oficina de telégrafos de Cuernavaca”, de quien se hizo amigo y convirtió en su guía en viajes por el territorio mexicano (“compré dos sacos de dormir y viajé por el país, en compañía de Plutarco”, cita) y de quien al parecer se enamoró  a primera vista: 

   
Plutarco Gastélum 
      
Me encontré a un indio guapísimo, Plutarco Gastélum, dormido encima de una montaña de cartas”, dijo sobre la primera vez que lo vio en la oficina de correos en Cuernavaca, según evoca Pedro Friedeberg en “Hijo bastardo de un rey”, el capítulo 050 del volumen De vacaciones por la vida (Trilce/CNC/UANL, 2011), dizque sus “Memorias no autorizadas” “Relatadas a José Cervantes”. Así que Plutarco Gastélum, y un tal Carl Walter, fueron los dos amigos con los que Edward James llegó a Xilitla en noviembre de 1945 en busca de las orquídeas salvajes, que no hallaron porque florecían en junio. Pero al mecenas le fascinó el lugar. Y “A principios de 1947, Edward había persuadido a Plutarco de que dejara su empleo en Cuernavaca y trabajara para él en la creación de su ‘Jardín del Edén’, cerca de Xilitla”. Luego de un viaje por Europa en que lo llevó a París y a West Dean, la regia mansión en West Sussex, Gran Bretaña, heredada de su padre, el magnate William Dodge James, Edward, a través y bajo el testaferro nombre de Plutarco Gastélum, “Hacia diciembre de 1948” compró la finca cafetalera La Conchita, en las inmediaciones de Xilitla, a la que sumaron otras tierras “adyacentes y hacia marzo de 1949, Edward había comprado más de setenta y cinco acres de bosque semitropical que con los años se convertiría en Las Pozas, que recibió su nombre en honor de la albercas idílicas que formaban las caídas de agua que alimentan el río Huichihuayan, tributario del Santa María” (causa de postreros litigios vecinales y comunales para acceder al vital líquido). 
     
Detalle de Las Pozas
Foto de Jorge Vértiz en

Arquitectura vegetal. La casa deshabitada y el fantasma del deseo (1997)
     
El Castillo y la calle Ocampo de Xilitla
Foto: Margaret Hooks
      
Entrada al Castillo con las huellas de Edward James
Foto: Jorge Vértiz
       “En 1952”, Plutarco, con el dinero de Edward James, se empeñó en comprar “una casa que estaba en venta en Xilitla”, en la calle Ocampo, que era “una imponente casa colonial de un piso, con patio y un elegante pórtico arqueado”, que con el tiempo y los añadidos ideados por Edward y Plutarco sería conocida como El Castillo, donde éste, en calidad de administrador de don Eduardo, ya vivía cuando en 1956 se casó con Marina Llamazares, lugareña de Xilitla (él con 42 años y ella con 20), quienes tuvieron tres hijas: Leonora, Gabriela e Inés, y un hijo: Plutarco, alias Kako, ahijado de Edward James, quien pagó la fastuosa boda (a la que asistieron los pueblerinos) y se convirtió en “el tío Eduardo” para los niños, a quienes brindó costosos regalos, juguetes, fiestas de cumpleaños, poemas escritos para ellos en fino papel, viajes y educación en Europa. Y lo mismo sucedió con el tratamiento médico de Plutarco cuando el Parkinson comenzó a atacarlo en 1972; largo y triste preludio de su muerte en 1991, en Xilitla, mientras que Marina Llamazares había fallecido de cáncer en 1983. 
Plutarco Gastélum y Marina Llamazares el día de su boda en 1956
  Al principio, Edward James destinó terrenos de Las Pozas al cultivo de orquídeas, bromelias y otras flores, además de conformar un azaroso recinto para proteger y poseer cierta fauna, cuyos ejemplares él solía adquirir en sus viajes por México. Pero en 1962 una inusual nevada acabó con todo. Según Margaret Hooks: “En una noche se arruinaron cerca de dieciocho mil orquídeas. James, enloquecido y furioso, en un arrebato melodramático muy a lo ‘Scarlet O’Hara’, agitando el puño metafóricamente hacia el cielo, juró que las próximas orquídeas y plantas tropicales que trajera a Xilitla nunca se verían expuestas a semejante destino. Más tarde, a la pregunta de cómo había llegado a crear las estructuras que construyó en la selva, respondió: ‘Decidí que haría algo que no pudiera sucumbir a un clima extremo, de modo que empecé a construir (en concreto) cosas que parecían flores y plantas’.”

     
Detalle de las construcciones de Las Pozas (2007)
Foto de Jack Seligson en

Edward James y Plutarco Gastélum en Xilitla. El regreso de Robinson (2011)
       En la construcción (muchas veces inconclusa, inútil y absurda) de esos ornamentales caprichos de concreto que Edward James abocetaba en papel (“Si me preguntara a mí mismo, en mi corazón y conciencia, sobre el incentivo detrás de la construcción de una torre, tendría que admitir que se trata de pura megalomanía”, dijo), Margaret Hooks destaca como administradores a Plutarco Gastélum y a su esposa Marina Llamazares (más aún en los impredecibles períodos de ausencia de Edward) y al maestro carpintero José Aguilar Hernández como el hacedor de los laboriosos moldes de madera para las figuras. “Se levantó un taller de carpintería para José Aguilar y sus asistentes en los terrenos de Las Pozas, y don José comenzó a construir las formas. ‘La primera cosa que hice fueron los tréboles’, recordó; ‘nos llevó uno o dos meses hacer cada uno, a pesar de que contaba con cinco asistentes’. También casi a diario Edward lo importunaba con ideas e incluso la petición de formas nuevas, así como con la explicación de cómo las quería: ‘A veces llegaba muy temprano en la mañana, complacido con una nueva idea que tenía y nosotros solíamos bromear diciendo: ‘¡Seguro que ha soñado eso!’ Luego se iba a caminar por Las Pozas con su cuaderno de apuntes en mano y de repente se paraba y empezaba a hacer un boceto. No podías interrumpirlo cuando estaba haciendo uno.’” [...] 

El taller del maestro carpintero José Aguilar y moldes de varios elemento de Las Pozas
Fotos: Christopher Rauschenberg
  “Cuando los detalles estaban claros, don José y sus asistentes se entregaban al tedioso proceso de hacer formas de madera. Primero redefinían las dimensiones de las curvas, y dibujaban individualmente los patrones. Para cada molde, se hacía un costillar externo cortando piezas de tablas de pino, ensamblándolas y ajustándolas en su sitio. La forma interna se hacía cortando innumerables tablillas de madera y clavando una por una al interior del costillar externo. El molde para el capitel ornamental de una columna podía requerir hasta seiscientas tablillas individuales. Una imponente columna aflautada de diez metros de alto se construía por secciones, con moldes diseñados por separado, cada uno de los cuales requería una docena o más de incisiones curvas de veinte tablillas individuales cada una, generando alrededor de mil piezas de madera cortadas individualmente para la columna entera.

El taller del maestro carpintero José Aguilar y moldes de varios elemento de Las Pozas
Fotos: Christopher Rauschenberg
  “Era una labor hercúlea que debía llevarse a cabo sobre una base de moldes diversos para columnas colosales con capiteles ornamentales, arcos complicados, curvas cóncavas y convexas, así como formas de plantas, hombres y animales. Muchas eran de forma clásica, otras estaban influidas por detalles arquitectónicos moriscos o hindúes que Edward había visto en sus viajes y enviado de regreso a Xilitla, junto con indicaciones para Plutarco o don José sobre cómo preparar estas nuevas formas.” [...]

Carta de Edward James sobre las construcciones de Las Pozas
“Había también formas caprichosas [apunta Margaret Hooks], como aquellas diseñadas para un contrafuerte que debía ir colocado contra un muro de piedra de contención, en forma de un par de piernas humanas extendidas, nalgas al aire y pies anclados a tierra, como para impedir que la pared cayera en el sendero de abajo. A lo largo de los años, Aguilar perfeccionó estas técnicas de fabricar moldes y se convirtió en un maestro del trabajo curvilíneo. El autor y arquitecto británico John Warren, amigo de Edward, adecuadamente describió sus moldes como esculturas y obras de arte por derecho propio.”

Moldes del maestro carpintero José Aguilar (2007)
Museo Edward James
Fotos de Jack Seligson en

Edward James y Plutarco Gastélum en Xilitla. El regreso de Robinson (2011)

II de V
Según dice Margaret Hooks en su ensayo, “Cuando el proyecto [de Las Pozas] estaba en su apogeo, sesenta y ocho familias tenían un ingreso muy por encima del que ofrecían otros patrones en el área” de Xilitla. Cifra idéntica a la que Xavier Guzmán Urbiola y Jaime Moreno Villarreal apuntan en La habitación interminable (UAM-Xochimilco, 1986). No obstante, Edward James no era, del todo, un patrón modelo e ideal, ya que cuando andaba de viaje (en la Ciudad de México, en la provincia mexicana, en Los Ángeles, California, en Europa o en otra parte del mundo), a veces no enviaba el dinero (al parecer por mezquino y descuidado) y el trabajo se interrumpía y los jornaleros, indígenas otomíes y huastecos, se iban tras otros modos de proveerse ingresos y la familia Gastélum, sus administradores e hijos, tenían problemas de subsistencia. Y más aún: Edward James poseía el irascible carácter de un reyezuelo insular que repartía insultos y súbitos despidos que le causaron conflictos en juzgados y resentimientos entre los asalariados (“El ejemplo más atroz fue el instantáneo despido de un trabajador por haber tenido la audacia de interrumpirlo cuando estaba ‘hablando’ con un flor”, cita); y al parecer, una década después de adquirida la finca, fue un albañil rencoroso, “que trabajaba en las terrazas”, quien hizo rodar un tronco, colina abajo, que le causó una “severa fractura espinal” y el posterior empleo, primero de una parihuela en la cual “cuatro trabajadores lo subían y bajaban por los empinados senderos de Las Pozas, uno a cada lado del palanquín. La escena [dice la ensayista e ilustra con una foto de Michael Shuyt] era verdaderamente insólita: una silla curva de color amarillo canario con cuatro trabajadores transportando a ‘a don Eduardo’, enfundado en su viejo blazer de Eton y con un guacamayo de opulento plumaje en cada hombro, yendo sendero arriba y sendero abajo entre la exuberante maleza”. Y luego el perpetuo uso de un bastón, su cetro.
Edward James transportado en Las Pozas
Foto: Michael Schuyt
       
Edward James en Las Pozas
Foto: Avery Danziger
     Dice Margaret Hooks que “El número total de las estructuras que se construyeron a lo largo de los años es todavía incierto, dada la naturaleza de su diseño arquitectónico. Mientras que el número de los edificios a los que se les dio un nombre se calcula en alrededor de cuarenta, existen docenas de construcciones más pequeñas y aisladas difíciles de detectar debido a que la densidad de la maleza tiende a oscurecer su presencia. Un riguroso estudio de 1998, que realizó por motivos de conservación Bud Goldstone, un ingeniero de Los Ángeles que estaba entre los líderes del movimiento para salvar las torres Watts, descubrió 228 construcciones individuales.”

 
(Artes de México/CONACULTA, 1997)
Vista desde las torres de Edward James (1994),
óleo sobre tela de María Sada.
Foto: Carlos Ysunza
  En este sentido, vale transcribir el fragmento que Margaret Hooks transcribió de “Ruinas y bosques”, ensayo que Lourdes Andrade publicó en el número 35 de Saber Ver (julio-agosto, 1997) —extinta revista editada por la Fundación Cultural Televisa—, el cual ilustra sobre la inestabilidad de la naturaleza en el ámbito de las construcciones de Las Pozas: “Mientras que las pinturas y las fotografías [de los artistas surrealistas] permanecían fijas, inmutables, siempre encerradas dentro de sí mismas, los espacios diseñados por James se transformaban constantemente. El jardín no sólo cambia día con día conforme la vegetación se apropia del lugar, invadiendo los elementos arquitectónicos y cubriéndolos con su verdor y humedad, sino que cambia de acuerdo con la estación del año. A veces muestra una fachada paradisíaca, bañada por el sol, mitigada por el suave murmullo de las cascadas, el trino de las aves y el vuelo de las mariposas, con una luz opaca que se filtra a través de las ramas y crea un delicioso y contrastante claroscuro. Otras veces el entorno se vuelve hostil, frío y agorero bajo la niebla. A diferencia de los dibujos, las pinturas y las imágenes fotográficas, la construcción de James es ‘penetrable’, se experimenta con todo el cuerpo. Se vive con los sentidos de la vista, el oído, el olfato, el tacto e incluso el gusto, si uno estira la mano para agarrar una fruta silvestre. Es una experiencia integral que ocurre en el espacio y el tiempo —el tiempo que toma caminar por ahí.”

Edward James en su Jardín del Edén
Foto de Michael Schuyt en
 Para la desorientación general.
Trece ensayos sobre México y el surrealismo
 (1996)
Detalle de Las Pozas
Foto: Lourdes Almeida


III de V
Vale puntualizar y subrayar que a largo del ensayo de Margaret Hooks descuella cierta ligereza y falta de rigurosidad en el manejo de algunos datos. Por ejemplo, no apunta el día del nacimiento de Edward James, pero sí el de su muerte. A la mayoría de las fotos les falta datación. Para explicar el entorno natural y social que Edward James encontró por primera vez en Las Pozas y en Xilitla, entre las páginas 106 y 107 alude, como “un factor importante”, el supuesto “surrealismo innato de México, una ‘sensibilidad’ nacional, como la definió el escritor mexicano Octavio Paz”. Aseveración genérica que no fundamenta con una cita bibliográfica, que resulta impropia del autor de “Mariposa de obsidiana” (poema en prosa publicado en francés, en marzo de 1950, en París, en el Almanach surréaliste du démi-siècle, número especial de la revista mensual La Nef) —su primera colaboración con el grupo surrealista— y de Estrella de tres puntas. André Breton y el surrealismo (Vuelta, 1996) y que ineludiblemente remite a la celebérrima y retórica frase de André Bretón, pontífice del surrealismo: “México tiende a ser el lugar surrealista por excelencia”, dicha en una entrevista durante su estancia en territorio mexicano, entre el 18 de abril y el 1° de agosto de 1938, y que Rafael Heliodoro Valle publicó el mes de junio de ese año en la Revista de la Universidad.  
André Breton (México, 1938)
Foto de Manuel Álvarez Bravo en
El surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo (1990)
  Algunos yerros se leen en líneas que sorprenden. Por ejemplo, en la página 42 dice: “La Primera Exposición Internacional Surrealista tuvo lugar en Londres en julio de 1936.” Pero la primera fue un año antes, en Copenhague. Y en la página 103, al hablar de las influencias en las construcciones de Las Pozas, cita “Una postal, enviada desde la India” por Edward James a su carpintero: “‘Querido don José’, escribió. ‘Aquí puede ver la forma de un capitel muy complicado pero uno (que podemos) hacer en Xilitla’. No estaba exagerando la complejidad de la estructura [comenta Margaret Hooks]: ¡la foto de la postal representaba un gran e intrincado capitel tallado del famoso templo de Fatehpur Sikri en Diwan!” Pero además de que Diwan no es un pueblo o una ciudad, los antiguos y turísticos vestigios arquitectónicos de Fatehpur Sikri (la ciudad de la victoria) —en 1986 declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO—, entre ellos la “Jama Masjid, una de las mezquitas más grandes de la India”, fueron una impresionante metrópoli amurallada erigida por orden del emperador mongol Akbar —Yalaluddin Muhammad Akbar (1542-1605)— en la segunda mitad del siglo XVI (ubicados en el actual “distrito de Agra, a unos 35 km de esta capital, en el estado de Uttar Pradesh”) y por ende fue sede de su imperio por más de una década (“inviable por falta de agua” y posible causa de su abandono).

Postal de Edward James enviada a su carpintero José Aguilar
En 
Edward James y Plutarco Gastélum en Xilitla. El regreso de Robinson (2011)
 
Detalle  del interior de la Jama Masjid de Fatehpur Sikri
Agra, India
  Otros desaciertos de Margaret Hooks se localizan en pequeños episodios, como cuando en la página 65 bosqueja el encuentro, en la Ciudad de México, de Edward James y Leonora Carrington, de quien él, en 1945, se convirtió en su primer coleccionista y promotor para que ella, en 1948, tuviera su primera muestra individual en la Galería Pierre Matisse de Nueva York: “Entre él y Carrington había algo más que arte y literatura en común: ambos se habían rebelado en contra de sus orígenes familiares. Ella también había nacido en el seno de una familia británica de gran riqueza y había pasado su niñez separada de sus padres, en la fría vastedad de la finca de la familia, en Lancashire. Cuando era todavía una adolescente que asistía a la escuela de arte en Londres, conoció y se enamoró del pintor Max Ernst, muchos años mayor que ella, y huyó con él a París. Oyó hablar por primera vez de Edward James como coleccionista de arte en la época de la exposición de Max Ernst en Londres, poco después de la exposición surrealista de 1936.”

Edward James (1937)
Foto de Man Ray en
El sabotaje de lo real. Fotografía surrealista y de vanguardia (2009)
  Es decir, varias semblanzas biográficas de la pintora desvelan las imprecisiones en que incurre Margaret Hooks en ese breve pasaje. Puede ser el volumen iconográfico Leonora Carrington, la realidad de la imaginación (Era/CONACULTA, Singapur, 1994), con ensayo preliminar de Whitney Chadwick y “Cronología” de Lourdes Andrade; y/o el analítico ensayo de Susan L. Alberth: Leonora Carrington. Surrealismo, alquimia y arte (Turner/CONACULTA, China, 2004), el primero complementado con la entrevista que Paul de Angelis le hizo a la artista (traducida del inglés por María Corniero), publicada en el número 17 de la revista española El Paseante (Siruela, Madrid, 1990) y que líneas abajo Margaret Hooks cita, también, con ligereza: “Décadas más tarde, en una entrevista para la revista española El Paseante, Carrington señaló que ‘Después de la exposición en la galería Matisse, los críticos me tomaron en cuenta. Inés Amor, dueña de una galería, se interesó en mí gracias a la prensa y se encargó de hacerme mucha propaganda.” Vale decir que se trata de la Galería de Arte Mexicano en donde en 1940 se había celebrado la IV Exposición Internacional del Surrealismo, coordinada por el austríaco Wolfgang Paalen y el peruano César Moro, y que la muestra individual de Leonora Carrington se efectuó allí en 1956 y fue la segunda individual que tuvo en México, pues en 1950 expuso en la Galería Clardecor, que era una mueblería.

En el sentido de las agujas del reloj:
Lee Miller, Ady Fidelin, Leonora Carrington y Nusch Eluard (1937)
Lam Creek, hacienda en Cornualles, Inglaterra
Foto: Roland Penrose
El Paseante núm. 17 (Siruela, 1990)
Crookhey Hall (1947)
Caseína sobre masonite de Leonora Carrington
Foto en Leonora Carrington, la realidad de la imaginación  (1990)
         Pero el caso es que Leonora no pasó su “niñez separada de sus padres, en la fría vastedad de la finca de la familia, en Lancashire”, es decir, en Crookhey Hall, la mansión gótica que ella transfiguró en un fantasmagórico cuadro homónimo datado en 1947, donde vivió con sus padres, sus tres hermanos y la nana irlandesa contadora de historias, entre sus tres y diez años, pues en 1927 la familia se mudó a Hazelwood, otra mansión, menos aparatosa, pero cercana al mar. Mas la infantil separación de sus padres ocurre cuando, por rebelde e indomable, entre sus ocho y nueve años, la internan en dos conventos de monjas donde sucesivamente la expulsan: el Holy Sepulchre, en Chelmsford, Essex, y en el Saint Mary, en Ascot. Circunstancia revulsiva que se prolonga en su temprana adolescencia: primero es internada en el colegio de Miss Penrose, en la Piazza Donatello, en Florencia, donde enferma de apendicitis y por ende la operan en Berna y regresa a Gran Bretaña. Luego, en París, donde sucesivamente la internan en dos estrictos colegios: del primero la expulsan y del segundo se escapa. Y unos años después, cuando “conoció y se enamoró del pintor Max Ernst”, quien en 1937 expuso en la Galería Mayor en Londres, ya no era una adolescente, sino una joven de 20 años (él tenía 46), quien ya había hecho estudios de pintura, primero en la Chelsea School of Art en Londres y luego en la pequeña academia de Amédée Ozenfant en West Kensington. De hecho, aún era alumna de Ozenfant cuando a través de su condiscípula Ursula Goldfinger conoció a Max Ernst en una cena de recepción y se desencadenó l’amour fou (el amor loco). 

Leonora Carrington y Max Ernst
St. Martin dArdèche, Francia, 1939
Foto: Lee Miller
Crookhey Hall, exterior
Foto en Leonora Carrington. Surrealismo, alquimia y arte (2004)
       
West Dean en la década de 1920
Foto en Edward James y Las Pozas (2007)
         Vale decir, no obstante, que West Dean, la regia mansión donde Edward James vivió de niño con cuatro hermanas mayores y que a la postre heredaría, evoca la mansión Crookhey Hall. Pero la rebelión familiar de Edward se focaliza contra su desdeñosa y desamorada madre: Elisabeth Evelyn Forbes, mientras que en el caso de Leonora sobre todo se focaliza contra su todopoderoso y prepotente padre: Harold Wilde Carrington, quien falleció en 1946 y a quien nunca volvió a ver desde que en 1937 se fue a París, y quien en 1940 ordenó y orquestó su reclusión en una clínica psiquiátrica de Santander, España, cuya traumática experiencia allí es el quid de Memorias de abajo, (cuyo primer borrador se extravió, en tanto que la primera versión publicada apareció en Nueva York, en febrero de 1944, en el número 4 de la revista VVV, traducida al inglés por Victor Llona de la versión que Leonora en 1943 le dictó en francés a Jeanne Megnen, la cual en 1946 fue publicada en París por Éditions Fontaine; luego, en 1987, fueron revisadas y establecidas en inglés por la autora con la colaboración de Marina Warner y Paul de Angelis; mientras que la traducción al español de Francisco Torres Oliver, cotejada con Leonora, se publicó en 1991, en Madrid, por Siruela, y un año después en México por Siglo XXI). Según narra Margaret Hooks, William James, el padre de Edward, enfermó de cáncer de vejiga cuando él tenía cuatro años; entonces, “lo enviaron con un pariente anciano y en marzo de 1912, seis meses antes de su quinto cumpleaños, le dijeron que su padre había fallecido.” Y con ello se agudizaron sus problemas, pese a que era el “príncipe” heredero de una descomunal fortuna.

Edward James (c. 1914)
      “A los ocho años, Edward fue despachado al primero de una serie de espantosos internados que aborreció por completo [en esto coincide con Leonora]. Se quejaba de las bravatas, las palizas y la terrible comida. Los maestros estaban obsesionados con la puntualidad e imponían sobre los estudiantes un régimen espartano con condiciones sanitarias deplorables. En uno de estos colegios, una mañana, ochenta muchachos apresurados sacaron al tímido y menudo Edward a codazos del baño donde sólo había ocho retretes; los chicos también tenían que bañarse con la misma agua, ya gris y revestida de heces si se tenía la mala fortuna de ser el último.

“Para escapar de su fracturada vida familiar y de los horrores de estos colegios, comenzó a fantasear con una ciudad amurallada de ensueño, en la cual pudiera refugiarse mágicamente. Inspirado en la pintura de un pueblo medieval que colgaba de la pared de su cuarto, bautizó a este fantástico lugar secreto como ‘Seclusia’, y ese sueño lo acompañó a través de los años.”
 
Detalle de Las Pozas
Foto: Lourdes Almeida

IV de V
Otro pasaje, algo ligero, se lee en “Luz en el bosque”, noveno capítulo del ensayo de Margaret Hooks, donde bosqueja la incorporación de la luz eléctrica, en 1979, en las construcciones de Las Pozas, asunto que Edward James comenzó a gestionar en 1977 en San Luis Potosí cuando Plutarco Gastélum y Marina Llamazares, sus administradores, estaban entusiasmados con montar en Xilitla una fábrica de conservas que les generara ingresos para ser autosuficientes. Según se lee en la página 160, Edward James “disfrutaba de las visitas de sus amigos, a quienes solía recibir con su viejo blazer de Eton, parodiando a los caballeros ingleses. Con un colorido guacamayo posando en su hombro, los guiaba por los senderos de su mágico jardín en un mundo donde las fronteras entre la fantasía y la realidad se habían borrado. Los invitados de México eran pocos, aparte de Leonora Carrington y otros amigos del grupo surrealista de México, en especial Kati y José Horna, Remedios Varo y Pedro Friedeberg, que colaboraba con James en sus monumentales esculturas de manos en Las Pozas.” 
     
José Horna elaborando la maqueta de la casa de Edward James (Ciudad de México, 1960)
Foto en el volumen homónimo de la fotógrafa: Kati Horna (2013)
         Es decir, si en su ensayo Margaret Hooks alude al grupo de exiliados europeos con quienes Edward James trabó amistad en la Ciudad de México a mediados de los años 40 y antologa la foto de Kati Horna en la que se observa a José Horna construyendo la maqueta para las ampliaciones y modificaciones del Castillo (que es la susodicha casa de la calle Ocampo que Plutarco se empeñó en adquirir en Xilitla en 1952), más otra foto de la misma Kati Horna (sin crédito) donde se aprecia una angular perspectiva de la “maqueta de la casa” ya terminada (ambas sin fecha), muy probablemente, si Remedios Varo y José Horna visitaron Las Pozas y la casa de Xilitla en los años 50 o a principios de los 60, no conocieron o casi no conocieron las fantasías de concreto abocetadas y construidas por Edward James a lo largo de los años, pues éstas, según apunta la misma Margaret Hooks, empezaron a germinar (en papel y en concreto) después de la citada nevada caída en el invierno de 1962 y Remedios Varo y José Horna murieron en 1963: ella el 8 de octubre y él el 4 de agosto.

Edward James
Foto dedicada a Remedios Varo (junio, 1956)
Maqueta de la casa de Edward James hecha por José Horna
Foto de Kati Horna en Edward James y Las Pozas (2007)
          Las visitas de Leonora Carrington a Las Pozas, en cambio, se refrendan en el quinto capítulo, “La nieve cae sobre las orquídeas”, donde en el total de la página 84 se aprecia una fotografía a color de Lourdes Almeida en la que se observa una híbrida figura femenina que la artista pintó en un muro de la casa de Xilitla, en la calle Ocampo, contigua a un pasaje (en la página 85) donde se ve la citada foto de la “maqueta de la casa”, tomada por Kati Horna, elaborada por su marido José Horna, en donde Margaret Hooks dice sin precisar la fecha: 

Mural de Leonora Carrington en El Castillo de Xilitla
Foto: Lourdes Almeida
  “Las visitas de Leonora a Xilitla eran un verdadero deleite para Edward y Plutarco, quienes disfrutaban enormemente de su compañía. Ella amaba Las Pozas y lo consideraba un lugar mágico. La primera vez, Plutarco había conseguido sacarla de la ciudad de México y llevarla en coche hasta la casa de la calle Ocampo, donde sus largos tapices y pinturas más recientes adornaban las paredes. Cuando su estancia tocaba a su fin, Leonora quiso retribuir las atenciones de ambos, de modo que pintó dos murales de enormes y fantásticas criaturas con tetas y colas enroscadas en color ocre, que parecían reclinarse desdeñosamente contra las columnas del otro lado del pórtico. Éstas guardaban un parecido asombroso con una escultura del surrealista húngaro José Horna [en realidad era español de Jaén; la húngara de Budapest era su mujer Kati Horna, cuyo nombre real era Katalin Deutsch Blau], El minotauro. Desgraciadamente, a Plutarco no le gustaron los dibujos; los colores le parecieron ‘muy feos’ y toda vez que Leonora hubo partido, dijo que los iba a retocar un poquito. Edward se opuso, recordando la reacción de Leonora cuando él había modificado sus cuadros [se enojó y lo corrió de su casa], y seguramente acabó por imponerse ya que los murales parecen estar intactos.

Leonora Carrington pintando en El Castillo de Xilitla
Foto en Universo de familia (2005)
  “Plutarco, aparentemente, tampoco aprobó la maqueta que Edward pidió a José Horna; aunque algunos elementos sí se incorporaron a la construcción, como las columnas del segundo piso, el resultado guardó poco parecido y fue más el resultado de una visión fantástica.”  


V de V
En cuanto a la colaboración del por entonces joven Pedro Friedeberg, de 26 años, en “las monumentales esculturas de manos en Las Pozas” que Margaret Hooks alude en la página 160 del volumen, vale decir que el propio Pedro Friedeberg (Florencia, enero 11 de 1936) lo refiere en el citado libro De vacaciones por la vida, dizque sus “Memorias no autorizadas” —pero profusamente ilustradas por él— “Relatadas a José Cervantes”, precisamente en el susodicho capítulo 050, “Hijo bastardo de un rey”, repleto, como todo el libro, de sabrosos chismes, humor, datos, anécdotas y no pocos yerros. 
     
Pedro Friedeberg y Antonio Souza (Ciudad de México, 1962)
Foto en el volumen homónimo de la fotógrafa: Kati Horna (2013)
         He aquí uno: “James realizaba acciones filantrópicas. Por ejemplo, subvencionó la revista Snob [sic], una publicación pequeña pero muy bien hecha y divertida, donde escribían Elena Poniatowska, Salvador Elizondo, Alejandro Jodorowsky y Antonio Souza, entre otros notables.” 

       
Revista S.NOB núm. 1 (junio 20 de 1962)
Foto de la portada:  Kati Horna
     
Revista S.NOB núm. 7 (octubre 15 de 1962)
Dibujo de la portada:  Leonora Carrington
        Es decir, la lúdica revista S.NOB —dizque “hebdomadario”—, dirigida por el narrador Salvador Elizondo y auspiciada por el productor de cine Gustavo Alatriste en los primeros 6 números y por Edward James en el último, sólo publicó 7 números en 1962: el primero data del “20 de junio” y el último del “15 de octubre”. Si bien en 6 números colaboró Jodorowsky, no lo hizo Elena Poniatowska ni el galerista Antonio Souza. 

   
Artículo autobiográfico de Edward James en la revista
S.NOB núm. 7 (octubre 15 de 1962)
Foto: Kati Horna
         Y, curiosamente, en el número 7, mayormente dedicado a las drogas, hay un largo artículo autobiográfico de Edward James: “Cuando cumplí cincuenta años” —su única colaboración en S.NOB—, ilustrado con un retrato fotográfico sin crédito perteneciente a una serie que Kati Horna le hizo, en 1962, en el Hotel Francis de la Ciudad de México, más un dibujo de José Horna, dos de Leonora Carrington y una pésima reproducción del Cristo muerto (c. 1431) de Andrea Mantegna, donde profusamente habla de su experiencia con los hongos alucinógenos en tierras mexicanas. Tema del que también habla Pedro Friedeberg en sus memorias e incluso Margaret Hooks en la página 69 alude un mal viaje que Edward James tuvo en el citado Hotel Francis: “A finales de los cincuenta y principios de los sesenta, Edward experimentó con los ‘hongos mágicos’ en varias ocasiones. Una de ellas, en el Hotel Francis de la ciudad de México, tuvo horribles alucinaciones y mucho miedo. El gerente del hotel llamó a uno de los abogados mexicanos de Edward, Miguel Escobedo, ya que pensó que el huésped se moría. Cuando llegó, Edward estaba tendido en la cama, catatónico, y su loro gritaba a todo pulmón en el baño, donde Edward lo había encerrado cuando el pájaro comenzó a ponerse nervioso debido al extraño comportamiento de su amo.”

Edward James en el Hotel Francis (Ciudad de México, 1962)
Foto en Kati Horna. Recuento de una obra (1995)
Bona Tibertelli de Pisis, Leonora Carrington, Gilberte,
André Pieyre de Mandiargues, Edward James y su lorito.
Foto en Universo de familia (2005) 
      Y a propósito del patrocinio del séptimo número de S.NOB que hizo Edward James (en la página 1 se anunció que ahora la periodicidad de la revista tendría un “carácter menstrual”), vale transcribir, por curiosidad y divertimento, una entrada de los póstumos Diarios 1945-1985 (FCE, 2015) de Salvador Elizondo —editados por la fotógrafa Paulina Lavista— donde el escritor habla de ello:

Salvador Elizondo con el lorito de Catemaco (junio 29 de 1970)
Foto: Paulina Lavista 
  “5 de agosto de 1962.

“De una manera o de otra me está llevando la chingada. No tengo ni un centavo. El S.NOB se vino abajo y estoy sin trabajo y sin ninguna perspectiva. No sé qué voy a hacer. Mañana tenemos que reunirnos para ver si podemos seguir haciendo el S.NOB. Estoy pasando una de las épocas más pinches de mi vida. No hay absolutamente ninguna perspectiva. Ahora estoy escribiendo una novela pornográfica que se llamará Punta di Bellagio. La estoy escribiendo en inglés para ver si la puedo publicar en París con la Olympia Press. Es posible que en noviembre vaya a París. Por ahora estoy tratando de arreglar esto. A ver qué tal sale. He entablado buena amistad con Gironella. Le voy a escribir la presentación para el catálogo de su próxima exposición. Es un pintor, por lo demás, que siempre me ha interesado y creo que puedo escribir algo bastante interesante. Acabo de terminar un ensayo magnífico que se llama ‘Morfeo o la decadencia del sueño’. Es sobre la significación de las drogas y el alcoholismo. Era para el No. 7 de S.NOB. A ver si todavía se puede publicar ahí [se pudo y se lee de la página 2 a la 9]. Hay un tipo que se llama Edward James que parece estar interesado en el S.NOB y nos quiere dar dinero para que siga saliendo. Mañana lo voy a conocer, a ver qué tal se porta. Recibí carta de Helena. Por lo viso no se ha enterado de lo que hubo con su hermana.”    
Pedro Friedeberg disfrazado de cebra (1968)
Foto: Kati Horna
          Pero el caso es que en el capítulo 050 de sus memorias, Pedro Friedeberg dice que conoció “al excéntrico y millonario Edward James” “en 1962” en la Ciudad de México (no recuerda si “en casa de Leonora Carrington, de Kati Horna o de Antonio Souza”). Pero quizá sea un tanto injusto cuando afirma que Edward nunca le dio crédito a su colaboración en las monumentales manos, pues la alusión de Margaret Hooks implica que sí fue y era acreditado y que es consabida su histórica y legendaria participación. Y más aún: si bien la ensayista o los editores no precisaron su crédito en un pie, se ven en la segunda foto elegida dentro de libro, tomada por Lourdes Almeida y datada en 1997. 

     
Las manos de Las Pozas
Foto de Lourdes Almeida datada en 1997
En Edward James y Las Pozas (2007)
     Pedro Friedeberg lo cuenta así:

“Las manos gigantescas hechas en concreto que hay en la entrada de Las Pozas son diseño mío, aunque nunca me dio crédito de autor. Yo se las dibujé a Edward en una servilleta del restaurante Napoleón, un lugar en la Plaza Popocatépetl al que íbamos a cenar todas las noches de sus visitas a la ciudad. A James ya lo conocían y siempre le servían el mismo vino y el mismo platillo. Pese a esta familiaridad, creo que les dejaba de propina algo así como cinco centavos, porque era tacaño. Aunque tenía millones en el banco, siempre se le ‘olvidaba’ su cartera, y en aquel lejano 1962 todavía no se conocían del todo las tarjetas de crédito.”
Edward James en Monkton House con su abastecimiento de Kleenex.

Según  dice Pedro Friedeberg en sus memorias, Edward James 
“Viajaba mucho
fuera del país y, cuando visitaba la ciudad de México, llegaba al hotel Francis,
en el Paseo de la Reforma. Allí rentaba tres cuartos y destinaba uno para alojar
a sus cobras 
—o boas— y a sus cotorras, que siempre lo acompañaban. Otro
cuarto le servía para lavar dinero.Él lavaba el dinero, pero con agua y jabón,
como hacen los butlers ingleses. Cada noche echaba todos los billetes a la
tina, los limpiaba, los sacaba, los extendía sobre la cama para secarlos y,
al final, los planchaba con gran cuidado. Decía: 
No soporto el dinero sucio
y aquí en México no hay nadie que me lo lave 
’ 
(esto era mucho antes de que
los narcos se encargaran de ello).
       Vale observar que la criticona y humorística perspectiva de Pedro Friedeberg, inextricablemente aunada a sus anecdóticas mistificaciones, no deifican a Edward James ni a las construcciones de Las Pozas; según dice, “Este lugar pocos lo conocen, pero actualmente está abierto al público y no vale la pena visitarlo”. Y su desenfada y corrosiva imagen de la casa de Xilitla (el llamado Castillo de la calle Ocampo) se contrapone al orden decorativo que alude Margaret Hooks en el pasaje citado líneas arriba:

“Con Edward fui posteriormente dos o tres veces a Xilitla. Él se aprovechaba de mí por mi coche y mi función de chofer. En una de esas ocasiones nos detuvimos en Tamazunchale para comprar fruta. Cuando Edward levantó una papaya del piso, el vendedor le tiró con su machete un mandoble que hizo caer la fruta de sus manos. Ambos quedamos muy sorprendidos por la reacción del hombre, pero lo que sucedía era que bajo la papaya había una gran tarántula que no habíamos viso. A Edward esto le pareció maravilloso, muestra del ‘verdadero México’.
“La casa que tenía James en el poblado de Xilitla —y que creo más bien propiedad de Plutarco— era todo lo opuesto a la que Brígida Tichenor poseía en Michoacán —personaje y lugar a los que más adelante me referiré—, una casa primitiva pero muy cómoda, un palacio con muchos servicios. En cambio, la de Xilitla era una casa a la que le faltaban los vidrios de las ventanas y donde, apoyados en el piso y recargados en las paredes, había cuadros de Magritte, Miró y Dalí. Entre esas obras, hacinadas y sin ninguna protección, se escabullían los ratones, las cucarachas y otras alimañas peores.
“Había además unos veinte cuadros de Leonora Carrington, otros de Tchelichev, de la Fini y algunas pinturas de los surrealistas ‘de segunda’, también con ratas corriendo entre ellos y con el fatal clima de Xilitla entrando por las ventanas rotas. Además, los niños de Plutarco, en sus triciclos remendados, tripulaban velozmente entre todas esas maravillas. Un caos muy surrealista también.
El tío Eduardo, doña Marina y sus hijas en el comedor del Castillo
Foto: Michael Schuyt
     “La casa estaba decorada con murales hechos por Leonora y fue diseñada por el propio Edward; pretendía tener un carácter surrealista, aunque el diseño estaba muy influido por el Royal Pavilion de Brighton, pues él era gran admirador del estilo Regency.”

Edward James con su tucán
       En otro pasaje —otra perla—, Pedro el memorioso reitera su testimonio de la avaricia y regatero que teñía la personalidad de Edward James, que también constató de manera particular, según narra, en torno al diseño de una casa descrita en el poema de Edward James: “La casa del cabo Rododendro”, con un estudio, “en la parte superior”, “con forma de alcachofa o de loto”, “cuyos pétalos, que eran las paredes y los techos, se abrían”, que él pintó en un cuadro, dice, que el mecenas no recogió y que luego vendió “a Ivoire Freidus, una gran coleccionista que vive en Long Island”. Pero también da testimonio de la póstuma intervención con pintura en algunas de las construcciones de Las Pozas, meollo que se observa en varias de las fotografías a color antologadas por los editores y Margaret Hooks, pese a que ella no lo glosa en su ensayo:

Detalle de Las Pozas
Foto: Lourdes Almeida
          “Yo fui a Las Pozas cuanto estaba en proceso de construcción; después regresé a principio de los años noventa. Más tarde me enseñaron unas fotos del lugar, tomadas con motivo de la visita que había efectuado al sitio un ballet japonés. En ellas vi que habían alterado algunas de las esculturas pintándolas de colores. Cuando Leonora Carrington se enteró por esas fotos casi cae desmayada, ya que le pareció un sacrilegio haber modificado así esas obras; pero, por otro lado, le dio gusto porque odiaba un poco a Edward, y dijo: ‘Se lo merece por mezquino y por los chistes malvados que le gustaba hacer’. Ciertamente tenía razón. Pese a su enorme riqueza, James era bastante miserable. O se hacía el pobre o no tenía tanto dinero como creíamos. A Leonora le compró como cuarenta cuadros, pero cada día le bajaba el precio por pagar: ‘Te compro esto y esto y esto por mil quinientos dólares’. Al día siguiente: ‘No, me das éste y éste y además me regalas este otro. Pero nada más te puedo dar mil doscientos dólares’. Y cada día iba bajando un poco, hasta que Leonora lo echó de su casa. Al tercer día, él se daba cuenta de que su actuación no había sido muy correcta y rectificaba.” 



Detalle de Las Pozas
Foto: Luis Félix



BIBLIOGRAFIA
Biblioteca de México Nº 13. Revista de la Biblioteca de México. Enero-Febrero de 1993. BM/CONACULTA. México, 1993. 64 pp.
Biblioteca de México Nº 35. Revista de la Biblioteca de México. Septiembre-Octubre de 1996. BM/CONACULTA. México, 1996. 64 pp.
El Paseante Nº 17. Revista trimestral interdisciplinar. Ediciones Siruela. Madrid, 1990. 144 pp.
Emma Cecilia García Krinsky, Kati Horna. Recuento de una obra. Iconografía en sepia y en blanco y negro. CENIDIAP/CI/FONCA/CONACULTA. México, septiembre de 1995. 168 pp.
Fabienne Bradu, Breton en México. El gabinete literario, Editorial Vuelta. México, febrero 29 de 1996. 256 pp.
Irene Herner, Edward James y Plutarco Gastélum en Xilitla. El regreso de Robinson. Prólogo de Sharon-Michi Kusunoki traducido por Rafael Segovia. Iconografía en color y en blanco y negro. GESLP/CONACULTA/UNAM. México, octubre de 2011. 280 pp.
Jacqueline Chénieux-Gendron, El surrealismo. Traducción del francés al español de Juan José Utrilla. Colección Breviarios núm. 465, FCE. México, 1989. 374 pp. 
José Antonio Rodríguez y otros, Kati Horna. RM/Museo Amparo/Jeu de Paume. Iconografía en sepia, en blanco y negro y en color. Madrid, octubre de 2013. 320 pp.
José Antonio Rodríguez y Quentin Bajac, El sabotaje de lo real. Fotografía surrealista y de vanguardia. Visiones cruzadas entre México y Europa. Desde los años veinte hasta los sesenta. Iconografía en sepia y en blanco y negro. Museo Amparo/Centre Pompidou. Barcelona, junio de 2009. 264 pp.
Juan Manuel Bonet y otros, El surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo. Iconografía en color y en blanco y negro. Turner/FCMV. Madrid, 1990. 348 pp.
Léon Bloy, “Los cautivos de Longjumeau”, p. 45-51, en Cuentos descorteses. Traducción del francés al español de Jorge Luis Borges y Raúl Gustavo Aguirre. Prólogo y antología de Jorge Luis Borges. La Biblioteca de Babel núm. 4, Colección de lecturas fantásticas dirigida por Jorge Luis Borges, Ediciones Siruela. 2ª edición corregida. Madrid, abril de 1987. 128 pp.
Leonora Carrington, La casa del miedo. Memorias de abajo. Traducción de Francisco Torres Oliver. Ilustraciones de Max Ernst en blanco y negro. Siglo XXI. 1ª edición mexicana. México, octubre 29 de 1992. 216 pp.
Leonora Carrington, Memorias de abajo. Traducción de Francisco Torres Oliver. Prólogo de Fernando Savater. Iconografía en blanco y negro. Bolsillo, Ediciones Siruela. 2ª ed. Madrid, mayo de 2001. 190 pp.
Leonora Carrington y otros, Universo de familia. Iconografía en color y en blanco y negro. IE/MPBA/INBA/CONACULTA. México, julio de 2005. 152 pp.
Lourdes Andrade, Arquitectura vegetal. La casa deshabitada y el fantasma del deseo. Fotografías en blanco y negro de Jorge Vértiz. Portada y dibujos a tinta de María Sada. Colección Libros de la Espiral núm. 4, Artes de México/CONACULTA. México, agosto de 1997. 84 pp. 
Lourdes Andrade, Para la desorientación general. Trece ensayos sobre México y el surrealismo. Iconografía en color. Editorial Aldus. México, septiembre de 1996. 190 pp.
Margaret Hooks, Edward James y Las Pozas. Un sueño surrealista en la selva mexicana. Traducción del inglés al español de Gabriel Bernal Granados. Iconografía en color y en blanco y negro. Turner. México, noviembre de 2007. 192 pp.
México en el arte Nº 7. Revista del Instituto Nacional de Bellas Artes. INBA/SEP. México, invierno de 1985. 128 pp.
México en el arte Nº 14. Revista del Instituto Nacional de Bellas Artes. INBA/SEP. México, otoño de 1986. 138 pp.
Natalia Tubau, Guía de arquitectura insólita. Iconografía en color. Alba. Barcelona, octubre de 2009. 310 pp.
Nora Horna y otros, Los sentidos de las cosas. El mundo de Kati y José Horna. Colecciones especiales, MUNAL/INBA. Iconografía en color y en blanco y negro. México, julio de 2003. 72 pp.
Octavio Paz, Estrella de tres puntas. André Bretón y el surrealismo. Las ínsulas extrañas, Editorial Vuelta. México, febrero 29 de 1996. 136 pp.
Pedro Friedeberg, De vacaciones por la vida. Memorias no autorizadas del pintor Pedro Friedeberg relatadas a José Miguel Cervantes. Iconografía en color y en blanco y negro. Trilce/CONACULTA/UANL. México, febrero de 2011. 432 pp.
Revista S.NOB. Edición facsimilar. Número 1 al 7/junio-octubre de 1962. Editorial Aldus/FONCA/CONACULTA. México, septiembre de 2004.
Salvador Elizondo, Diarios 1945-1985. Prólogo, selección y notas de Paulina Lavista. Iconografía en sepia, en color y en blanco y negro. FCE. México, agosto de 2015. 244 pp.
Susan L. Alberth, Leonora Carrington. Surrealismo, alquimia y arte.
Traducción del inglés al español de José Adrián Vitier. Iconografía a color y en blanco y negro. Turner/CONACULTA. China, 2004. 160 pp.
Walter Gruen y otros, Remedios Varo. Catálogo razonado. Iconografía en color y en blanco y negro. Edición bilingüe. Ediciones Era. 1ª edición. México, mayo 15 de 1994. 344 pp. 
Whitney Chadwick, Leonora Carrington, la realidad de la imaginación. Iconografía a color y en blanco y negro. Ensayo de Whitney Chadwick traducido del inglés por Gloria Benuzillo. Entrevista de Paul de Angelis a Leonora Carrington traducida del inglés por María Corniero. “La dama oval” y “El tío Sam Carrington”, cuentos de Leonora Carrington traducidos del inglés por Agustí Bartra. Cronología de Lourdes Andrade. Colección Galería, Ediciones Era/DGP del CONACULTA. Singapur, 1994. 170 pp.

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viernes, 15 de abril de 2016

Luna caliente




Tener un tentador cuerpo de pecado

El argentino Mempo Giardinelli (Resistencia, Chaco, agosto 2 de 1947), quien vivió exiliado en México entre 1976 y 1984, obtuvo con Luna caliente el Premio Nacional de Novela del INBA 1983, en cuyo jurado estuvieron Luisa Josefina Hernández, Noé Jitrik y Carlos Montemayor. 
Mempo Giardinelli
  Siendo Mempo Giardinelli un activo y periodístico demiurgo del género negro —por entonces publicó un libro ensayístico titulado precisamente El género negro (UAM, México, 1984)—, Luna caliente (Oasis, México, 1983), desde una perspectiva latinoamericana, vino a ser una especie de tributo a él, ya no como crítico y reseñista, sino como creador.

Premio Nacional de Novela del INBA en 1983
(Oasis, México, 1983)
  Traducida a más de veinte idiomas y adaptada en dos películas y en una serie televisiva del Brasil, Luna caliente —su tercera novela después de La revolución en bicicleta (1980) y El cielo con las manos (1981)— no sólo es un regreso a la región del Chaco, es también el reencuentro somero (casi tangencial, pero no por ello menos siniestro) con el panorama vulnerable, desolado, peligroso y cruento que recibía al que regresaba a la Argentina de 1977. Tal es el contexto, el cerco social y político dominado y acosado por la violencia y el sanguinario terror ejercido por la dictadura militar.

Ramiro Bernárdez, un privilegiado joven de 32 años, retorna de París después de ocho años de haber vivido allá y de haber obtenido su doctorado con especialidad en jurisprudencia administrativa. Asiste a una cena en una finca de Fontana, situada a unos veinte kilómetros de su natal Resistencia. Allí, en la casa del doctor Braulio Tennembaum, un viejo amigo de su finado padre, se involucra con Araceli, una adolescente de apenas trece años, hija del doctor y el origen de su desasosiego y sorpresiva e inesperada abyección.
Luna caliente está escrita con una fluidez que atrapa al lector por los pelos y no lo suelta hasta que concluye la última gota de cada página. No sólo hay mesura y velocidad en los recursos lingüísticos y estilísticos, hay también economía; es decir, se ha prescindido del bagazo, de innecesarias digresiones para concentrarse exclusivamente en el asunto. En éste predomina sobre todo la acción, el movimiento, a lo cual se agrega el suspense y la intriga que suscitan los constantes giros sorpresivos insertados, básicamente, al final de cada capítulo.
Luna caliente (Oasis, México, 1983)
Contraportada con un texto de Juan Rulfo
En Luna caliente se plantean dos climas que sólo será posible distinguir por completo al término de la novela. Por un lado está la atmósfera con alta temperatura que singulariza el invierno en una zona tórrida del Cono Sur, la cual incide en la excitación sexual de Ramiro ante lo ambiguo y provocativo que le resultan los rasgos y la actitud de niña-mujer que definen a Araceli, lo cual lo induce a violarla y asesinarla en un santiamén.

Tal acto, hecho sin pensar, como poseído, al que se añade otro crimen estúpido, implican que absurdamente arroja por la borda su buen estatus y el prometedor futuro económico y político que le deparaba su formación profesional. Sin embargo, esto no significa una intromisión en la psicología y psicosis del violador y asesino, sino que a partir de ahí y de un ligero debate interior con el que se desplaza Ramiro, hacen del lector, a fuerza de ser un voyeur seducido o inducido por la curiosidad, un cómplice de él, quien observa en silencio cómo se sorprende de sí mismo ante su frialdad y falta de escrúpulos, y cómo trata de escabullirse, tanto de su responsabilidad, como del castigo que suponen e implican sus transgresores y criminales actos.
El hecho de que Araceli resurja de la muerte, no como resucitada, sino como alguien que sorpresivamente no murió, y que de ser una escuincla que se comportaba en la imprecisión de su consustancial coquetería y lascivia, se convierta en una Lolita balthusiana completamente enloquecida por el sexo que persigue y manipula a Ramiro para que se lo haga en todo momento y hasta el cansancio y sin restricción alguna (incluso frente al féretro de su propio padre que sabe asesinado por él), es un incidente explicable dentro de los marcos lógicos y realistas de la novela.
Pero cuando el lector mira cómo Ramiro, haciendo agua en la resignación del precio que reclaman sus crímenes, decide dejar de seguir huyendo para esperar el castigo y recibe una llamada telefónica, no de la policía, como espera él y el lector también, sino de Araceli, a quien había vuelto a matar, otra vez como culminación de un frenético acto sexual, la obra adquiere entonces una dimensión fantástica.
El castigo de Ramiro no es sucumbir como un vulgar criminal en la devastada, pesadillesca, negra e incierta tierra de nadie, sino ser el estúpido oscuro objeto del deseo y persecución de una locuaz Lolita balthusiana que sin cesar retorna del más allá para obligarlo a entregarse al placer sexual. 
El hecho de que frente al cadáver de Araceli, recién asesinada por él, sea sujeto de una erección y eyaculación incitado por la aparición de la luna llena en lo alto de la bóveda celeste, no es parte de una obnubilación psicótica (como pudiera pensarse), sino de una fuerza metafísica más allá de él, de un poder perverso cósmico y extraterrenal, todo indica que de la luna caliente (¡Oh Noche de Walpurgis!), que lanza a sus emisarios a retozar con el sexo en el limbo del crimen y de la muerte y haciendo caso omiso del bien y el mal erigidos por la ética y la razón, por la voluntad y el proceso civilizatorio del hombre.
En síntesis, Luna caliente es un divertimento con el que Mempo Giardinelli gozó haciendo uso de las peculiaridades eróticas y homicidas que distinguen y contrapuntean la beligerante coexistencia social e íntima del predador género humano que pulula e infesta la recalentada aldea global.


Mempo Giardinelli, Luna caliente. Colección lecturas del milenio núm. 16, Editorial Oasis. México, diciembre 12 de 1983. 116 pp. 


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Enlace a un trailer de Luna caliente (2009), filme dirigido por Vicente Aranda, basado en la novela homónima de Mempo Giardinelli.


El carnicero

¿Quién soy yo? Mi sexo

Escrita en francés, la novela breve El carnicero, de Alina Reyes (Bruges, febrero 9 de 1956), fue publicada en París, en 1988, por Éditions du Seuil y recibió el Premio Pierre-Louÿs de Literatura Erótica. Por entonces poco se sabía de la novelista. La traducción al español de Concha Serra Ramoneda, publicada en México, en 1990, por Grijalbo, en la serie El espejo de tinta, sigue mostrando en la contraportada una fotografía de la autora (¿realmente sería ella, con ese rostro de ángel que no mata una mosca ni muerde un plátano?), signada por un matiz de tinta y humo que alimentaba la leyenda (elemental mercadotecnia, resumida en la frase del cintillo rojo: “El erotismo en su máxima expresión literaria”). Allí se dice que Alina Reyes es un pseudónimo tomado de un cuento de Julio Cortázar, que la escritora tiene 32 años y vive en Burdeos, y que El carnicero, su ópera prima, ha obtenido un éxito fulminante.
Contraportada
   
El cintillo
     
Premio Pierre-Louÿs de Literatura Erótica en Francia
(Grijalbo, México, 1990)
       Según se lee en la segunda de forros, la cubierta reproduce un detalle de Geburtstagsking (1983), de Eric Fischl, en el que se aprecia a una mujer desnuda y pierniabierta echada bocarriba en una cama de colcha roja; reposa los hombros y la nuca sobre una almohada blanca; tiene el cabello revuelto y el rostro estragado y cadavérico de una fémina (quizá hetaira) que se abandonó a los excesos de la carne, de los afrodisíacos, del insomnio y del vino. Sin embargo, con la patita izquierda levantada y los párpados a media asta, amoratados y perrunos, su actitud es de exhibición o de espera y reinicio. Con tal entremés visual que anuncia y promete un lujurioso festín de eros, al lector quizá se le despierte el morbo y sus oscuras e inconfesables inclinaciones promiscuas y prohibidas, lo cual tal vez la novela satisfaga en su brevedad y ligereza.

Ilustración de Julio Castro de la Gándara en el tercer tomo de
Las mil y una noches (Aguilar, 1986), con traducción del árabe,
estudio, notas y apéndices de Rafael Cansinos Assens.
      El carnicero no tiene epígrafe, pero bien pudo ser ese sonoro y ancestral proverbio que Rafael Cansinos Assens entresacó en las últimas páginas del tercer tomo de su versión de Las mil y una noches (Aguilar, 1986): “La delicia de la vida en tres cosas se cifra: en comer carne, montar sobre carne y hacer entrar la carne en la carne.” Esto podría ser así porque El carnicero es, en primera instancia, una celebración de la carne. En sus páginas todo huele a carne (viva y muerta), todo sabe a carne, adquiere sus tonalidades, texturas, efluvios y volúmenes. Pero también es un acto iniciático y una comunión placentera y dolorosa del ser que accede y se abandona al punto nodal y climático de sí mismo hasta extraviarse y rozar la frontera de la muerte.

La novela es narrada por la voz de una protagonista que anda entre los 17 y los 20 años de edad y está divida en dos partes perfectamente delineadas. En la primera el deseo engendra al deseo y en la segunda el deseo se entrega al placer. La protagonista es una estudiante de la escuela de Bellas Artes que pinta en su habitación cuadros pequeños y detallistas; y que pretende reproducir, ingenua y romanticonamente, un ramo de rosas. En esa ciudad conoce a Daniel, un jovencito tontorrón, amigo de su hermano, del que se enamora y al que utiliza para desvirgarse. Durante el período vacacional, un clásico y tórrido verano, se marcha a la casa paterna y en esa población trabaja de cajera en una carnicería. Evoca, en una serie de fragmentos que semejan las páginas de un diario íntimo, el amor y el sexo interrumpido, incompleto y flácido que vivió la única noche que pasó con Daniel. Y cómo empieza a sucumbir al asedio y a las obscenidades que el carnicero le sopla al oído. 
El viejo goloso
Grabado a partir de una pintura de J. Van Schupen, siglo XVIII
En 
Eros en los cinco sentidos (Grijalbo, 1989)
       El carnicero es un buda gordo, alto, feo, vulgar y nauseabundo que todo el día, frente a sus ojos y a sus ganas de masturbarse detrás de la caja, manosea y penetra su eréctil cuchillo en las carnes muertas. Todo el día le habla de sexo con su florido lenguaje lamecularios, idéntico al parloteo del patrón al hablar de las clientes: “Esta siora tiene un bonito tras que lamecularía ya”.

Postal de principios del siglo XX
En Eros en los cinco sentidos (Grijalbo, 1989)
        Y en esa atmósfera erógena de la que penden trozos de carne cruda y animales muertos, se le exacerba la recóndita afinidad, el torrente sanguíneo que se insufla y palpita entre el calor y las humedades de sus piernas. Y que más adelante, cuando con pelos, pliegues y protuberancias describe la primera orgía vivida con el nauseabundo carnicero, puede concretar las cualidades del fetiche que adora y le da sentido a su identidad sexual: “Entonces monté sobre él, apoyé mi vulva en su sexo, la restregué contra los testículos y la verga, cogí el miembro con la mano para hacerlo penetrar en mí y fue como un relámpago fulminante, la entrada resplandeciente del salvador, el retorno instantáneo de la gracia.”

Dibujo anónimo coloreado de principios del siglo XX
En Eros en los cinco sentidos (Grijalbo, 1989)
      Ya se habrá advertido, por lo dicho, que en ese iconoclasta templo de la carne que es la carnicería (cuelgan allí, por ejemplo, unos conejos rosados, descuartizados y con el vientre abierto, “unos exhibicionistas, unos mártires crucificados, sacrificados para satisfacción de las ávidas amas de casa”) se comulga con una compulsiva y ardiente cuasi necrofilia: el carnicero traga bocados de carne cruda mientras habla de sexo y hunde su eréctil cuchillo entre las carnes muertas; en medio de todo ese influjo y seducción para la joven cajera (quizá con un tentador cuerpo de pecado), ésta siente mareos y se le humedece la vagina; un cliente compra testículos de carnero para aumentar su virilidad (tal vez se los coma crudos). Pero la exultación y apoteosis encarnan cuando dentro del frigorífico el patrono o el carnicero fornican con la carnicera entre los cadáveres de corderos y terneras.

Dibujo anónimo a lápiz de principios del siglo XX
En Eros en los cinco sentidos (Grijalbo, 1989)
      La protagonista en sus elucubraciones (que se mezclan con recuerdos y sueños infantiles que presagian a la futura libertina) funde el orgasmo con la muerte. Y al término de la obra, luego de fornicar junto a una calavera con un jovenzuelo de 18 años que acaba de conocer en la discoteca el Gato Negro, en inequívoco síndrome lautréamontniano, pasa una noche tirada en una zanja, una tumba abierta al cielo igual a una llaga viva, muerta, fétida y supurante que sirve de desagüe. Cuando recupera el sentido, sucia, entumida y maloliente, se arrastra igual a un reptil moribundo; se echa a caminar a cuatro patas por la orilla de la carretera, que para el caso semeja el borde de la inescrutable Creación; mastica y traga yerbajos sintiéndose perro, gato, elefante o ballena, queriendo que los autos no la vean, que la dejen allí anonadada, convertida en yerba, piedra, sapo o camaleón; que la dejen en ese éxtasis de abandono, desprecio, humillación, dolor y placer. Y luego de ese tranco y pasaje iniciático, de ese embriagador aprendizaje del mal y breve temporada en el infierno de sí misma, y ya transformada en la más mala y maldita del oeste, saborea y devora los pétalos de una rosa ajena y le arroja el espinoso tallo a un perro, arquetipo de todos perros habidos y por haber, (por lo regular ansiosos de oler, ver, lamer, mordisquear, poseer y devorar un trozo de carne).



Alina Reyes



Alina Reyes, El carnicero. Traducción del francés al español de Concha Serra Ramoneda. Colección El espejo de tinta, Grijalbo. México, agosto de 1990. 88 pp.
Carlo Scipione Ferrero, Eros en los cinco sentidos. Traducción del italiano y adaptación Julius von Fuck. Iconografía a color y en blanco y negro. Grijalbo, Barcelona, 1989. 272 pp. 
Rafael Cansinos Assens, Las mil y una noches. Tomo III. Traducción del árabe al español, notas y apéndices de Rafael Cansinos Assens. Láminas en color de Julio Castro de la Gándara y numerosas ilustraciones en negro de Manuel Benet. 5ª edición y 2ª reimpresión en México. México, diciembre 5 de 1986. 1632 pp.