martes, 28 de agosto de 2018

Edgar Allan Poe: Relatos


Antojolía del más acá: guía de forasteros

La antología de trece Relatos del norteamericano Edgar Allan Poe (Boston, enero 19 de 1809-Baltimore, octubre 7 de 1849), pergeñada por Félix Martín para Ediciones Cátedra, apareció en 1988, en Madrid, con el número 99 de la serie Letras Universales, colección de bolsillo, sencilla (17.9 x 11 cm). Y en 2009 la misma empresa la reeditó en la serie Mil Letras, colección no numerada, pero con mejor tamaño (20.2 x 13.5) y mejor formato (sobrecubierta, pastas duras, caja y tipografía más grandes). 
Mil Letras, Ediciones Cátedra
Madrid, 2009
  Casi sobra decir que lo particular y relevante de tal antología y traducción de trece Relatos de Edgar Allan Poe es su compendio crítico y didáctico, pese a sus puntos controversiales y a su carácter arbitrario, parcial, no minucioso y no exhaustivo, salpimentado con ciertos yerros y ciertas erratas; es decir, está precedida por la sesuda y erudita “Introducción” de Félix Martín divida en seis capítulos: “Edgar Allan Poe: conspirador magistral”, “Vida”, “Primera cita con el arte narrativo”, “Algún descubrimiento apasionante e incomunicable”, “Los horrores de la imaginación” y “Esa afinidad de estímulos mentales”. Cuyo conjunto bosqueja, para decirlo muy sintéticamente, el contexto social y literario en que surge y se retroalimenta la obra de Edgar Allan Poe; su imbricada leyenda negra y biografía; y el análisis de su narrativa y trascendencia.

Edgar Allan Poe
(1809-1849)
  Sigue un prefacio sobre “Esta edición”, donde, bajo sus criterios, Félix Martín cata y sopesa su antología de trece Relatos y resume la divulgación de la obra de Poe en castellano, particularmente en España. Luego figura la “Bibliografía”, útil guía de forasteros. Y a continuación, salpimentados con una brevísima antología de ilustraciones en blanco y negro, los trece Relatos de Poe dispuestos cronológicamente; diez traducidos del inglés al español por Doris Rolfe y tres por Julio Gómez de la Serna, cuyas notas al pie de página, cuando no son de Poe, son de Félix Martín.


I
Traducido por Doris Rolfe, el primer cuento elegido es el “Manuscrito hallado en una botella” (MS. Found in a Bottle). Pese a tratarse de una educativa edición anotada dirigida, sobre todo, a los iniciados en la vida y obra del autor de “El cuervo”, ni la traductora ni Félix Martín tradujeron el epígrafe, ni el antólogo apunta si éste es una referencia libresca o una línea inventada por Poe. Y sobre la primera edición del cuento se limita a decir, al término de su último pie de página, que “La fecha exacta de la publicación del Manuscrito hallado en una botella” fue 1833”. No obstante, esboza en su “Introducción”, pero también sin precisar la fecha de la primera edición: 
“Por fin, al año siguiente [1833], presentó el cuento MS. Found in a Bottle [Manuscrito hallado en una botella] a un concurso literario del Baltimore Saturday Visitor y obtuvo 50 dólares de premio. Más que el alivio económico que con él proporcionó a los Clemm [Muddy, su tía paterna, y Virginia, hija de ésta y por ende su prima-hermana con la que Poe se casó ‘el 16 de mayo de 1836 en Richmond’, ella con 13 años y él con 27], este premio sirvió para dar a conocer el nombre del autor en los círculos literarios del sur y atraerle amistades influyentes. Sin duda alguna, la más decisiva fue la del abogado y novelista John Pendleton Kennedy, miembro del jurado y autor de las populares viñetas virginianas que hicieron famosa a su Swallow Barn (1832).
“La mediación de J.P. Kennedy fue importante para el lanzamiento literario de nuestro autor. Poe no lograba publicar sus cuentos. Aceptó por recomendación de Kennedy el puesto de ayudante de edición en The Southern Literary Messenger de Richmond, revista recién creada en la que había publicado algunos relatos.”
Bibliotheca AVREA, Ediciones Cátedra
Madrid, 2011
Por su parte, Margarita Rigal Aragón, en Narrativa completa (Bibliotheca AVREA, Cátedra, Madrid, 2011) de Edgar Allan Poe, precisa que “Manuscrito hallado en una botella” apareció el “19 de octubre de 1833” en el Baltimore Saturday Visitor. Sin embargo, tampoco apunta si el epígrafe es una cita apócrifa o no; pero sí lo traduce en su correspondiente nota: “Quien apenas tiene tiempo para vivir, no necesita aparentar nada.” En Narrativa completa la traducción del “Manuscrito hallado en una botella” es la celebérrima de Julio Cortázar, quien coincide con ella en la fecha de la primera edición, pero el nombre del medio lo registra así: Baltimore Saturday Visiter. Versión seleccionada por Jacobo, conde de Siruela, en su Antología universal del relato fantástico (Atalanta, Girona, 2013); y tanto en ésta, como en la versión de Doris Rolfe o en la de Mauro Armiño compilada en El gato negro y otros cuentos ilustrados de misterio e imaginación (Valdemar, Madrid, 2008), se lee el mismo fragmentario diario escrito a mano (y depositado en un frasco) por el sobreviviente que naufraga no muy lejos de las inmediaciones del “archipiélago de las islas de la Sonda”. Náufrago que parece un solitario fantasma (quizá lo sea y lo ignora) atrapado en un antiquísimo, onírico y pesadillesco buque fantasma de gigantescas dimensiones, con vetustos y herrumbrosos artilugios y mapas de navegación y expedición científica, cuya fantasmal y muy decrépita tripulación, de extraño e ininteligible idioma, no lo ve ni lo oye; quien narra su postrero destino y el preciso instante en que el navío (stultifera navis en pos del secreto de los secretos), negro como la pez, con el velamen desplegado y a toda velocidad, se hunde oscilando, en el Polo Sur, en las profundas fauces del abismo. 

Ediciones Atalanta núm. 79
Girona, 2013
  Vale observar que las citas de las fechas y de los medios impresos donde los cuentos de Edgar Allan Poe fueron publicados por primera vez, a veces desconciertan y resultan controversiales para el lego, pues, por ejemplo, en la página 36 de su “Introducción”, Félix Martín dice: “El New York Times publicó The Balloon Hoax [El camelo del globo], un relato de ciencia ficción que Poe había lanzado al vuelo con toda clase de anuncios publicitarios y sensacionalistas y en el que hizo aparecer al novelista inglés Harrison Ainsworth entre la tripulación del globo trasatlántico.” Mientras que Margarita Rigal Aragón, en su correspondiente nota, afirma que se publicó el “13 de abril de 1844” en el “New York Sun, edición de la mañana (donde aparecía como si se tratase de una historia real).” Y en esto coincide con Julio Cortázar, según se lee en sus postreras “Notas”, pergeñadas para su traducción y edición de los 67 Cuentos de Poe en dos libros, publicada por primera vez en 1956 a través de la Universidad de Puerto Rico y de la Revista de Occidente, misma que revisó y corrigió para la edición que Alianza Editorial, en Madrid, reeditó por primera vez en 1970. Vale añadir que en sus respectivas notas, Cortázar y Margarita Rigal Aragón, además de sus breves comentarios y anécdotas, refieren textos y libros que al parecer incidieron en la acuñación y urdimbre de los cuentos de Poe.


II
Traducido por Doris Rolfe, “Berenice” (Berenice) es el segundo cuento de Poe antologado en Relatos. A diferencia del primero, en su primer pie de página Félix Martín informa sobre la primera edición: “Relato aparecido en marzo de 1835, en The Southern Literary Messenger de Richmond.” Y en esto coincide con Julio Cortázar y con Margarita Rigal Aragón, quien así traduce el epígrafe, consubstancial en el meollo de la trama: “Mis amigos me decían que tal vez mis penas se mitigasen si visitaba la tumba de mi amada”. No obstante, ella no dice ni mu ni pío ni guau ni miau sobre la identidad del críptico autor: “EBN ZAIAT”; pero Félix Martín sí, en su segunda nota: “Estas palabras del poeta y gramático de Bagdad Ben Zaid (siglo III) vuelven a reproducirse en el texto rubricando oportunamente la experiencia narrada: ‘Mis compañeros me decían que podía aliviar algo mis sufrimientos si visitaba el sepulcro de mi amada.’”
El libro de bolsillo núm. 277, Alianza Editorial, 8ª edición
Madrid, 1983
  A la mitad de su correspondiente nota, Julio Cortázar dice que “La primera versión [de Berenice] (la que tradujo Baudelaire) contenía pasajes referentes al opio y una visita del narrador a la cámara donde están velando a Berenice. Al suprimir varios pasajes, Poe mejoró sensiblemente el cuento.” Tras tal noticia, se advierte que en el trastorno psíquico que aqueja a Egaeus, el empedernido y eternamente enfermo lector que desde la infancia subsiste recluido en su biblioteca, converge e incide su adicción al opio. Pero sin la referencia a tal pernicioso y alucinante hábito resulta que Egaeus, en medio de los amnésicos nubarrones de su demencia (cuyo origen y naturaleza se desconoce), desenterró el cadáver de Berenice —su joven prima, amada desde la niñez y recién fallecida tras sus frecuentes ataques de epilepsia y consecutivos estados catatónicos— sólo para extirparle los dientes, de los que estaba obsesionado, para atesorarlos en una pequeña caja que tiene frente a él, en su mesa. Psicótico intríngulis (quizá más o menos a la inextricable doble personalidad del Extraño caso del doctor Jekill y mister Hyde) que empieza a comprender cuando, aunado a los primeros visos de su macabra y amnésica culpabilidad (“manchas de barro y de sangre” en sus ropas, “huellas hechas por uñas humanas” en su mano, una pala apoyada en la pared), un sirviente entra en su biblioteca y le habla “susurrando de una tumba profanada, de un cadáver envuelto en la mortaja y desfigurado, pero que aún respiraba, aún palpitaba, ¡aún vivía!”


III
Con traducción de Doris Rolfe, “Ligeia” (Ligeia) es el tercer cuento antologado. En su primer pie de página, Félix Martín apunta: “Relato publicado en el American Museum de Baltimore en 1838, más tarde incluido en Tales of the Grotesque and Arabesque [1840].” Y en el segundo pie acota sobre el epígrafe atribuido a Joseph Glanvill: “La cita es invención del autor, por más estratégica que resulte su función narrativa.” Detalle que no alude Margarita Rigal Aragón en su correspondiente nota, pero sí amplía la fecha de su publicación: “Septiembre de 1838”, y el nombre del medio: “American Museum of Science, Literature and the Art de Baltimore”. Y al igual que Cortázar, ella reporta que “era el favorito del autor”; que “Así lo manifestó en diversas cartas”.
De barroca y edulcorada estirpe romántica y fantástica, en “Ligeia” se advierten dos episodios. En el primero, el protagonista, un opulento sibarita y adicto al opio, evoca y monologa su lejano enamoramiento y vínculo amoroso con lady Ligeia, a quien describe y delinea de un modo superlativo (“la belleza de la fabulosa hurí de los turcos”; alta, esbelta, de cabellera azabache y ojos negros, con una “extraordinaria erudición”), desde que al parecer la conoció “en una gran ciudad antigua y ruinosa cerca del Rhin”, donde estuvo casado con ella, pese que ignora o no puede recordar su apellido. Culta, joven, hermosísima, y con un “ardiente deseo de asirse a la vida”, Ligeia enferma, comienza a morir y fallece. Y tal dramático y rápido suceso es rubricado por un poema elegíaco escrito por Ligeia días antes de morir y que, a petición de ella, él le lee un día antes de su muerte, el cual, según dice Félix Martín en un pie, “fue incorporado al relato para la versión que publicó Poe en el Broadway Journal del 27 de septiembre de 1845”. 
Ilustración de A. Beardsley para los cuentos de Poe
Página 130 de Edgar Allan Poe: Relatos (2009)
  El segundo episodio se desarrolla en la fastuosa y amplia recámara pentagonal, ubicada “en una alta torrecilla de la almenada abadía”, en un rústico lugar de Inglaterra, que él adquirió, remozó, amuebló y decoró después de la muerte de Ligeia, luego “de unos meses de un tedioso vagabundeo sin rumbo”. Allí se volvió adicto al opio, con los alucines, los delirios y los nubarrones mentales que esto implica. Y allí, atraída por su rutilante fortuna, se desposó con otra joven de inefable belleza: “lady Rowena Trevanion, de Tremaine, la de los rubios cabellos y ojos azules”, pero quien no lo ama y a quien él detesta “con un odio que pertenecía más a un demonio que a un hombre”; no obstante, tal perverso meollo le “causaba más placer que otra cosa”. Poco después “del segundo mes de matrimonio”, una enfermedad crónica anuncia y preludia la pronta muerte de la fémina. En medio de un ambiente enrarecido y ambiguo, antes de que Rowena muera y sea amortajada y colocada en el ataúd allí en la recámara, se advierte una presencia invisible. Él, embriagado y obnubilado por el desvarío del opio, no puede determinar, si vio o soñó, que en la copa de vino que Rowena se lleva a los labios caían, “como si provinieran de alguna fuente invisible en la atmósfera de la habitación, tres o cuatro grandes gotas de un líquido brillante del color del rubí” (quizá un veneno). Ya muerta y en el féretro, sólo con él en la habitación, a lo largo de la noche ocurre una sucesión de lo que parecen breves resurrecciones y muertes de Rowena, cuyo ir y venir culmina con la revelación de lo que subyacía en esa oscura lucha. El cadáver se levanta. Y cuando caen las vendas de la mortaja, él no ve lo signos de la rubia y ojiazul Rowena, sino los de Ligeia: “cayó ondeando en la inquieta atmósfera de la habitación una enorme masa de pelo largo y desordenado: ¡era más negro que las alas del cuervo de la medianoche! Y entonces fueron abriéndose lentamente los ojos de la figura que tenía delante de mí. ‘En esto, por lo menos —grité en voz alta—, nunca podría equivocarme... Éstos son los grandes, los negros ojos, los vehementes ojos de mi perdido amor, los de lady..., los de LADY LIGEIA.’”


IV
Traducido por Doris Rolfe, “La caída de la Casa de Usher” (The Fall of the House of Usher) es el cuarto cuento de la antología. Félix Martín no data su primera edición, pero Margarita Rigal Aragón sí: publicado en “Septiembre de 1839” en Burton’s Gentleman’s Magazine. Y en su correspondiente nota traduce el epígrafe: “Su corazón es un laúd suspendido, resuena en cuanto alguien lo toca.” Y apunta sobre el autor: “Los versos de Pierre-Jean de Béranger (1780-1857), poeta y autor de canciones, pertenecen al poema ‘Le Refus’.” Y en esto casi coincide con Félix Martín, quien en su primer pie de página lo traduce y puntualiza: “Los versos son una adaptación de dos líneas del poema ‘Le Refus’, de Pierre Jean de Béranger (1780-1857): ‘Su corazón es un laúd; tan pronto como se le toca, resuena’, y fueron incorporados al relato en 1845.” Y en su quinta y vaga nota dice sobre “El palacio encantado”, la rapsodia que Roderick Usher recita acompañándose de un instrumento de cuerda (los únicos sonidos que tolera su agudo, perturbado, hipocondríaco y pernicioso oído), transcrito por la voz narrativa, el amigo y huésped de la patética y ruinosa Casa de Usher: “Este poema aparecería por primera vez en 1839, en la revista Baltimore Museum. Posteriormente fue incluido en el relato, en donde cumple una función narrativa crucial.” 
En “La caída de la Casa de Usher” no hay, como en “Ligeia”, una referencia expresa del consumo de opio por parte de Roderick Usher y del protagonista que narra el relato, pero sí alusiones de que ambos conocen sus efectos. Una se lee al inicio, cuando el narrador se acerca, montando un caballo, a las inmediaciones de la gótica, arruinada y desolada Casa de Usher al pie de “un negro y pavoroso lago”: “Contemplé la escena que tenía delante de mí —la casa misma, los simples rasgos del paisaje, los muros sombríos, las ventanas como ojos vacíos, unas escasas juncias fétidas, unos cuantos troncos de árboles marchitos— con una absoluta depresión de ánimo, que no puedo comparar a ninguna sensación terrenal, salvo al sueño posterior de un fumador de opio, al amargo despertar a la vida cotidiana, la odiosa caída del velo.” La otra se lee cuando describe la voz de Roderick Usher (y en ello quizá Poe se autorretrató): “Su gesto era alternativamente vivaz y malhumorado. Su voz pasaba rápidamente de una indecisión trémula (cuando la exhuberancia vital parecía totalmente en suspenso) hasta esa clase de concisión enérgica, esa enunciación abrupta, ponderada, lenta y hueca, esa expresión gutural pesada, equilibrada y perfectamente modulada, que se puede observar en el borracho perdido o en el incorregible fumador de opio, en los periodos de la más intensa excitación.”
 
Edgar Allan Poe
  Pero el meollo de “La caída de la Casa de Usher” empieza a urdirse cuando muere Madeline, la hermana gemela de Roderick, quien padecía una oscura y depresiva enfermedad signada por estados catalépticos, pero sin los preámbulos de los ataques de epilepsia que aquejaban a la susodicha Berenice. Por decisión de Roderick, éste y el narrador trasladan el ataúd con el cadáver de Madeline a una cripta subterránea de la casa, donde supuestamente estará quince días, para luego ser enterrado. Después de observar los indicios de la aparente vitalidad que la catalepsia dejó en el rostro de la joven muerta, cierran el féretro. Según el narrador, “Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos, y, cerrando bien la puerta de hierro [de la cripta], regresamos fatigosamente hacia los apartamentos apenas algo menos lúgubres de la parte superior de la casa.”

Edgar Allan Poe
  “La noche del séptimo u octavo día después de depositar a lady Madeline en la cripta” se desencadena, en el entorno de la casa, un torbellino que precede a una furiosa tormenta. Roderick irrumpe en la habitación de su huésped y abre las ventanas para que éste observe el fenómeno. Pero el narrador lo considera nocivo para la salud mental de Usher y le apostrofa con particular superstición (o razón metafísica): “Estas apariencias, que te confunden, no son más que fenómenos eléctricos bastante comunes, o puede ser que tengan su espectral origen en el miasma corrupto del lago”. Mientras truena y se agita la tempestad, para apaciguar y convalecer a Roderick, su huésped le lee pasajes de un libro de sir Launcelot Canning, una historia épica donde el héroe asalta la ermita de un ermitaño y con la espada descabeza a un dragón que custodia la entrada de “un palacio de oro con suelo de plata”. Pero el caso es que al unísono de los ruidos del ataque y de los alaridos de la muerte del dragón, se oyen unos estruendos y gritos en las catacumbas de la Casa de Usher. Y Roderick, cabizbajo, quien ha orientado su postura en la silla hacia la puerta de la recámara, le anuncia a su huésped lo que se avecina y que su pernicioso y agudo oído ya captaba (ídem el loco de “El corazón delator”): los latidos de Madeline que, dice, hace muchos días ha escuchado (sin haber dicho esta macabra y asesina oreja es mía). De modo que le advierte de la presencia de su hermana tras la puerta. Y cuando ésta se abre con una violenta ráfaga del viento, “se vio la alta y amortajada figura de lady Madeline de Usher. Había sangre en sus blancas vestiduras y huellas de una amarga lucha en cada parte de su demacrado cuerpo. Durante un momento quedó ella temblando, tambaleándose en el umbral; luego, con un bajo lamento, se volcó pesadamente hacia adentro sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta agonía final le arrastró al suelo, ya muerto, víctima de los terrones que había anticipado.”

Edgar Allan Poe
El huésped huye de allí y en el clímax del alejamiento y de la fantasmagórica disolución de la Casa de Usher en el deletéreo lago vuelve a ver, en un instante, la fisura en zigzag que observó cuando otrora se acercaba montado en su caballo. Según dijo: “Tal vez el ojo de un cuidadoso observador pudiera descubrir una fisura apenas perceptible, que se extendía desde el tejado de la casa a lo largo de la fachada y cruzaba el muro en zigzag hasta perderse en las tenebrosas aguas del lago.” Y en el final: “Huí horrorizado de aquella cámara, de aquella mansión. La tormenta seguía con toda su furia cuando me encontré cruzando la vieja calzada. De repente corrió por la senda una extraña luz y me volví para ver de dónde podía salir tan increíble brillo, pues la enorme casa y sus sombras quedaban solas detrás de mí. El resplandor venía de la luna llena que se ponía, roja como la sangre, y que brillaba vivamente a través de aquella grieta antes apenas perceptible, como he descrito, que se extendía en zigzag desde el tejado de la casa hasta su base. Mientras miraba, la fisura iba ensanchándose, abriéndose rápidamente; sopló un ráfaga feroz del torbellino, el globo entero de la luna estalló entonces ante mis ojos, mi cabeza daba vueltas al ver desplomarse los poderosos muros —hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil aguas— y a mis pies el profundo y corrompido lago se cerró sombrío y silencioso, sobre los restos de la ‘Casa de Usher’.”


V
Traducido por Julio Gómez de la Serna, “Los crímenes de la rue Morgue” (The Murders of the Rue Morgue) es el quinto cuento de la antología. Al inicio de su primer pie de página, Félix Martín afirma sobre su primera edición: “Publicada en marzo de 1841, en el Saturday Evening Post de Filadelfia.” Lo cual, de nuevo, desconcierta al lego, pues Margarita Rigal Aragón, en su correspondiente nota, dice que fue publicado en “Abril de 1841” en el Graham’s Lady’s and Gentelman’s Magazine; mientras que Julio Cortázar coincide con ella en la cita del magacín, pero refiere otra fecha: “diciembre de 1841”. ¿Quién tendrá la precisa razón?
(Seix Barral, Barcelona, 2006)
  En la misma llamada, Margarita Rigal Aragón telegrafía sobre lo consabido (y que Félix Martín menciona en su “Introducción”): “Esta obra de arte de la literatura occidental es considerada por la crítica como la primera narración policíaca moderna.” Histórica singularidad que Julio Cortázar alude diciendo que “nadie negará que inventó el cuento ‘detectivesco’”; y que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares glosan y ponderan en su “Prólogo” a Los mejores cuentos policiales 2 (Alianza/Emecé, Madrid, 1983), cuya saga de tres cuentos (“Los crímenes de la calle Morgue”, “El misterio de Marie Rogêt” y “La carta robada”), protagonizada por chevalier Auguste Dupin y su compañero y admirador el narrador estólido que refiere las historias, fue reunida en La trilogía Dupin (Seix Barral, Barcelona, 2006), con un “Prólogo” de Matthew Pearl, autor de la novela La sombra de Poe (Seix Barral, México, 2006). Según Julio Cortázar, tal relato “figura en casi todas las listas de los-diez-cuentos-que-uno-se-llevaría-a-la-isla-desierta”. Quizá sí, quizá no. Lo cierto es que inextricable a sus matices y pasajes folletinescos y de espeluznante nota roja y de compiladas declaraciones ministeriales, lo que impera y trasmina en sus páginas es su tratamiento de verosimilitud, en contraste con sus cuentos decididamente fantásticos, donde descuellan las estratagemas detectivescas y las analíticas inferencias del marisabidillo Auguste Dupin para atar los imperceptibles cabos y esclarecer los oscuros y cruentos asesinatos de madame L’Espanaye y su hija mademoiselle Camille L’Espanaye, sucedidos en la cerrada habitación ubicada en un cuarto piso de un edificio de la rue Morgue. 

Ilustración anónima
Página 209 de Edgar Allan Poe: Relatos (2009)
  Vale observar que en tal relato chevalier Dupin —caído en la pobreza, aficionado a lectura y proclive a la noche y a subsistir en el día encerrado en la oscuridad y en la semioscuridad de la rentada casa parisina que comparte con su camarada y admirador (sólo faltaron las volutas del opio)— no es un detective privado de oficio, sino alguien que posee virtudes para raciocinar sobre un delito y sobre una serie de minucias, pero más allá de la inteligencia y de la observación del común de los mortales. De modo que ante lo irresoluto de los asesinatos, lo cual mantiene en vilo a la opinión pública y a la policía en un callejón sin salida y sin saber por dónde ir, Dupin consigue, sin cobrar un centavo y sólo por la “buena diversión”, un permiso del prefecto de la policía para investigar en la escena del crimen y su entorno. No obstante, cuando le entrega la solución en bandeja de plata y Adolphe Le Bon, el inculpado, es puesto en libertad, el prefecto de la policía no puede eludir cierto disgusto. Según reporta el narrador: “El funcionario, por muy inclinado que estuviera a favor de mi amigo, no podía disimular de modo alguno su mal humor, viendo el giro que el asunto había tomado, y permitióse unas frases sarcásticas con respecto a la corrección de las personas que se mezclaban en las funciones que a él le correspondían.”


VI
Traducido por Doris Rolfe, “Un descenso en el Maelström” (A Descent into the Maelström) es el sexto cuento. Félix Martín, en su primer pie de página, dice que “El relato apareció publicado por primera vez en la Graham’s Magazine en mayo de 1841.” Julio Cortázar y Margarita Rigal Aragón coinciden en la fecha, pero ellos citan completo el nombre del magacín: Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine. “Un descenso en el Maelström” también tiene un tratamiento realista y de verosimilitud, pero sin duda es un relato fantástico. Guiado por un viejo, un forastero, quizá alter ego de Poe, ha subido el Helseggen, la Nublada, una montaña “en el distrito de Lofoden”, ubicado en la “gran provincia de Nordland”, “cerca de la costa de Noruega”, desde cuya cima —la cúspide de un acantilado cuya altura le produce vértigo— observa el punto exacto del archipiélago, entre Lofoden y la pequeña isla de Moskoe, donde periódicamente se sucede “el gran remolino del Maelström” (“formando un círculo de más de media milla de diámetro”), que él observa impresionado cuando surge en medio de las agitadas aguas del mar. Para explicar el sitio y la índole del fenómeno, el forastero cita la voz de Jonas Ramus —“Geógrafo noruego (1649-1718) que menciona la Historia Natural de Noruega (1755), de Erik Pontoppidan, como fuente información”, acota Félix Martín en su cuarto pie de página—. Y entre sus reflexiones y referencias también cita la Encyclopaedia Britanica y a Kircher —“Athanasius Kircher (1601-1680), jesuita alemán que describió la naturaleza subterránea del mundo como la reconstruyó aquí Poe”, se lee en el sexto pie—. E incluso menciona el mito que supone “que en el centro del canal de Maelström hay un abismo que penetra el globo, y que emerge en alguna región muy remota —el golfo de Botnia se nombra específicamente en un caso”. Quimera que cuestiona el viejo que lo guía (no obstante lo considera manifestación “del poder de Dios”) y para que comprenda sus razones, allí, al socaire y en lo alto del acantilado, casi al oído le narra los pormenores de su inesperado y accidental descenso al vórtice del Maelström a bordo de “un queche aparejado como goleta”, propiedad de él y sus dos hermanos, con el que hacían temerarias pescas en tales latitudes. 
Ilustración de Fuyuki para “Un descenso en el Maelström” 
Relato incluido en El gato negro y otros cuentos ilustrados
de misterio e imaginación
 (Valdemar, Madrid, 2006)
  Las minucias de tan vertiginosa, arriesgada y nocturna aventura, al filo de la muerte, es el meollo del relato, no exento de pinceladas poéticas en medio de la oscilación y de la turbulencia (piénsese en la súbita aparición de la luna en el centro de “un círculo de cielo despejado” y en el “magnífico arcoiris, semejante a ese estrecho y tambaleante puente que según los musulmanes es el único sendero entre el Tiempo y la Eternidad”). El viejo la vivió hace “unos tres años”. Y después de esas “seis horas de terror mortal”, emergió demudado, con distinto rostro y con el pelo blanco, que antes tenía “como las alas del cuervo”; es decir, según dice: “Bastó menos de un solo día para cambiar estos cabellos de un negro azabache a blanco, para debilitar mis miembros y trastornarme los nervios de tal forma que tiemblo cuando hago el menor esfuerzo y me asusto de una sombra.” 


VII
Con traducción de Doris Rolfe, “El pozo y el péndulo” (The Pit and the Pendulum) es el séptimo relato. En su primer pie de página, Félix Martín reporta que fue “Publicado en 1842, en The Gift.” Margarita Rigal Aragón precisa que fue en “Octubre de 1842” en The Gift: A Christmas and New Year’s Present for 1843. Julio Cortázar coincide en el título y en el año y añade que fue en Filadelfia; mas no tradujo el epígrafe (cuatro versos en latín), pero sí la nota entre paréntesis de Poe, cuya traducción es muy similar a la de Doris Rolfe, la cual reza: “(Cuarteto compuesto para las puertas del mercado que había de ser construido en el emplazamiento del Club de los Jacobinos en París).” Acota Margarita Rigal que “Según Baudelaire, el mercado al que alude Poe es el de St. Honoré, pero no tuvo puertas ni tal inscripción”. Y traduce, en prosa, los cuatro versos: “Aquí la malvada muchedumbre, insaciable, desde hacía mucho tiempo anhelaba el derramamiento de sangre inocente. Ahora que la patria ha sido salvada y la gruta de la muerte destruida, allí donde reinaba la nefasta muerte, florecen ahora la salud y la vida.” Doris Rolfe, por su parte, hizo siete versos de los cuatro: 
           Aquí la turba impía de verdugos
           alimentó con sangre de inocentes
           su gran furor y no quedó saciada.
           Salvada ya la patria, quebrantado
           el antro de la muerte,
           donde reinaba el crimen monstruoso
           la vida y la salud florecen.
        No obstante, ninguno de los traductores y comentaristas apuntan si son versos de Poe, anónimos o de otro autor.
Según Cortázar, “Se ha querido ver en este cuento la utilización de una pesadilla (o la combinación de más de una) resultante del opio.” Si esto es así, se limita a los inicios del cuento, cuando en Toledo un condenado por la Inquisición se desvanece al oír “La sentencia, la espantosa sentencia de la muerte”, pues entonces se sumerge en una serie de oníricas imágenes y pesadillescas alucinaciones que empiezan a desvanecerse cuando cobra conciencia del terrible lugar donde ha sido depositado por los monjes: un subterráneo y oscuro calabozo que le parece una tumba, una cripta. Según sabe el protagonista (cuyas herejías o pecados o calumnias se ignoran), los condenados a muerte por la Inquisición “normalmente perecían en un auto de fe” (es decir, quemado en la hoguera en la plaza pública); que “Elegía ésta para las víctimas de su tiranía dos clases de muerte: una llena de horrendas agonías físicas y otra saturada de los más espantosos horrores morales”; y, deduce, él está “destinado a la última”.
Ilustración de Samuel Casal para El pozo y el péndulo
Relato incluido en El gato negro y otros cuentos ilustrados
de misterio e imaginación
 (Valdemar, Madrid, 2006)
Ciertamente, una no excluye a la otra; y en tal sentido el meollo del relato discurre por las angustias, las fobias y las torturas físicas y mentales que sufre y sortea el convicto, inextricables al infernal calabozo subterráneo donde se halla encerrado: un oscuro foso en cuyo centro hay un pozo circular donde pudo haber caído y morir en la profundidad, si un accidental tropiezo no le advierte de su existencia, pues cae al piso de tierra y con el rostro descubre el borde. Al principio los frailes lo tienen a pan y agua. Pero en un momento, tras despertarse y beber ansioso del jarro, colige que le han disuelto alguna droga, pues somnoliento se hunde en un profundo sueño. Luego, al abrir los ojos, se percata de que lo han acostado de espaldas sobre “una especie de bajo armazón de madera”; puede mover la cabeza y el brazo izquierdo, pero su cuerpo está sujeto a los tablones con “una larga correa semejante a un cíngulo”. No le dejaron el jarro de agua; así que, hambriento, de un plato de barro alcanza un trozo de la “carne condimentada con picante”, dispuesta para incrementar la sed. Ésta se la disputan las enormes ratas que emergen del pozo circular. En la penumbra, observa el diabólico artilugio mecánico de la celda: es cuadrada y sus paredes son metálicas, ilustradas con imágenes demoníacas y maléficas, entre ellas “la figura pintada del Tiempo, tal como se le suele representar, salvo que, en vez de guadaña, sostenía lo que, a primera vista”, le parece “la imagen dibujada de un enorme péndulo, como suelen verse en los relojes antiguos”. Para su horror, cree ver y luego ve que el péndulo, colocado en lo alto encima de él, se mueve y lentamente oscila y desciende hacia su cuerpo para rebanarlo y que dará exactamente sobre su corazón, donde con el cíngulo los monjes le dejaron una abertura para que allí corte el filo de la “media luna de acero reluciente”. Pasan días y el péndulo oscila y desciende con lentitud. Así que el miedo a morir y su astucia lo inducen a untar, en el cíngulo, los restos de la carne picante; y las ratas, ávidos e insaciables roedores, rompen el cordón, casi en el instante en que el filo debía acabar con su vida. El condenado se libera, pero ante su horrorosísimo y espeluznante horror, huele el “vapor del hierro candente” de las paredes de hierro, que han sido puestas al rojo vivo, y que éstas dejan de ser cuadradas y empiezan a conformar un rombo destinado cerrarse y empujarlo hacia el centro, donde está el profundo pozo circular. Así que paulatinamente el ígneo espacio se reduce. Pero de nueva cuenta, a punto de morir, se salva por un pelo de rana: se sucede su inesperado y sorpresivo rescate en medio de un apoteósico final que parece un aleteo de ángeles mofletudos, una angelical y alharaquienta aleluya. Según narra la exultante voz del condenado: 

“¡Y escuché un zumbido discordante de voces humanas! ¡Resonó un fuerte toque de muchas trompetas! ¡Oí un áspero chirriar como de mil truenos! ¡Las ardientes paredes retrocedieron! Una mano extendida cogió la mía, cuando, desvanecido, caía al abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés acababa de entrar en Toledo. La Inquisición había caído en manos de sus enemigos.”


     
Edgar Allan Poe
         Vale añadir que en el noveno y último pie de página, Félix Martín telegráficamente le pone tiempo e identidad histórica a tal combatiente y salvador; y el lector se pregunta, entonces, ¿quién es tal anónimo condenado a muerte por la Inquisición para que lo rescate nada menos que tal valiente y relevante militar?: “El general Antonine Lasalle (1775-1809), conde de Lasalle, entró en Toledo durante la campaña de Napoleón en España, en 1808.”


VIII
“El corazón delator” (The Tell-Tale Herat), traducido por Doris Rolfe, es el octavo cuento de la antología. Félix Martín, en su primer pie de página, sólo dice que “Apareció en el primer número de The Pionner, en Boston.” Margarita Rigal Aragón y Julio Cortázar, por su parte, coinciden en el nombre de tal publicación y anotan la omitida fecha: “Enero de 1843”.
Casi al inicio del relato, un loco, que dice no estar loco, anuncia, a sus mentales fantasmas, que va a matar a un viejo con un ojo de buitre (“un ojo azul pálido, velado con una membrana”) que le produce fobia y aversión. Y según comenta Félix Martín en su segundo pie: “Este mismo órgano sensorial es centro de terror en otros relatos, por ejemplo, en Metzengerstein, Berenice, Ligia y El gato negro.” 
Edgar Allan Poe (John Cusack)
Fotograma de El cuervo: guía para un asesino (2012)
  Vale puntualizar que en sentido estricto esto no es determinante ni “Berenice” ni en “Ligia” y que en “El gato negro” el alcohólico protagonista, por el desprecio y la hostilidad que el minino le provoca, luego de haberlo recogido y querido, le saca un ojo con un cortaplumas; y, más tarde, ya tuerto, lo ahorca colgándolo de un árbol. Pero como el gato tuerto y extinto reaparece en el segundo gato negro y tuerto (casi idéntico al primero), emparedado junto con su mujer asesinada por él de un hachazo, en este caso palpita y subyace la posibilidad de que sea cierta la superstición popular, citada en el relato, de que una bruja puede transformarse en un gato negro y por ende el maleficio de la hechicera es la pulsión intrínseca que movió al beodo a envilecerse y a cometer sus crímenes. De ahí que durante una revisión en el sótano de la casa que hace un grupo de policías que buscan a su desaparecida esposa, sean los maullidos del felino los que lo delatan y condenan: “Por un instante el grupo de hombres, en la escalera, quedó inmóvil, preso de un extremo y espantoso terror. Al momento, una docena de fuertes brazos trabajaban en la pared. Cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y cubierto de sangre coagulada, apareció erguido ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el solitario ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatora me entregaba ahora al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!” Mientras que en “Metzengerstein” (el primer cuento gótico-fantástico que publicó Poe, editado el “14 de enero de 1832” en el “Saturday Courier de Filadelfia”, apunta Margarita Rigal Aragón) los ojos del “gigantesco caballo color fuego” —surgido de un antiguo lienzo de la pinacoteca del castillo del joven Frederick, barón de Metzengerstein— son y parecen tan humanos que asustan y aterrorizan a los vasallos y lugareños de esa comarca en Hungría. Y en el intríngulis de tan poderosa mirada, subyace, al parecer, la súbita reencarnación y venganza del anciano Wilhelm, conde de Berlifitzing (recuérdese que el caballo aparece con la frente marcada por las siglas W.V.B., las iniciales de Wilhelm von Berlifitzing), cuyo contiguo castillo casi acaba de ser devorado por las llamas, destrucción atribuida al autoritario y “disoluto barón de Metzengerstein”, no obstante que parece ajeno a ello. Pero dado que el indómito corcel salta y corre a imagen y semejanza del “verdadero Demonio de la Tempestad” —e incluso, cuando las llamas están devorando el castillo de Metzengerstein, llega a todo galope llevando al joven Frederick en su lomo (“sin sombrero y con las ropas revueltas”) y se arroja con él al fuego para matarlo—, podría tratarse de la transmigración de una identidad arcaica y demoníaca, perdida en la noche de los tiempos, y no del viejo Wilhelm, pues además de que el incendio de los dos castillos y la muerte del par de aristócratas se distancia o no cumple al pie de la letra con la antigua profecía que signa la remota enemistad que separa a las dos nobles y vecinas familias y que reza: “Un augusto nombre sufrirá una terrible caída cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing”, al vertiginoso final del relato lo rubrica y trasciende la inmortalidad y posibilidad de tal diabólica presencia:

“[...] Transcurrió un instante, y el resonar de los cascos se oyó clara y agudamente sobre el rugir de las llamas y el aullar de los vientos; pasó otro instante y, con un sólo salto que le hizo franquear el portón y el foso, el corcel penetró en la escalinata del palacio llevando siempre a su jinete y desapareciendo en el torbellino de aquel caótico fuego.
“La furia de la tempestad cesó de inmediato, siendo sucedida por una profunda y sorda calma. Blancas llamas envolvían aún el palacio como una mortaja, mientras en la serena atmósfera brillaba un resplandor sobrenatural que llegaba muy lejos; entonces una nube de humo se posó pesadamente sobre las murallas, mostrando la colosal figura de... un caballo.”
En lo que sí acierta Félix Martín es cuando observa, en el cuarto pie de página, que la “exagerada agudeza de los sentidos” del protagonista de “El corazón delator” recuerda “la intensidad sensorial de Roderick Usher”. Pues desde sus amplios y astrosos aposentos, Roderick oye los latidos del corazón de su hermana Madeline (quizá cataléptica o resucitada), encerrada —porque se le dio por muerta— en un ataúd colocado, tras una puerta de hierro, en una subterránea cripta de la decrépita Casa de Usher. Por su parte el loco, después de haber descuartizado al viejo del ojo de buitre y enterrado sus restos bajo los tablones de la recámara de éste, al creer oír los latidos del corazón del muerto, rítmico sonido in crescendo que lo angustia, aturde y atormenta, es lo que induce a confesar su delito ante los tres policías que han ido a la casa a las cuatro de las madrugada porque un vecino oyó un grito y denunció la posibilidad de un crimen.
El ojo sin párpado, Ediciones Siruela
Volumen segundo
Madrid, 1987
  “El corazón delator”, para Margarita Rigal Aragón, “Es uno de los cuentos más intensos y emotivos de Poe, una gran obra de arte, un ardiente monólogo, antecedente de la técnica del monólogo interior.” Italo Calvino —en el segundo libro de su antología Cuentos fantásticos del siglo XIX (Siruela, Madrid, 1987)— considera que tal “monólogo interior de un asesino, es la obra maestra de Poe”. Desde luego que no es la única ni la suprema, pero sin duda, como apunta Cortázar, “La admirable concisión del relato, su fraseo breve y nervioso, le dan un valor oral, de confesión escuchada, que lo hace inolvidable.

Por ende el lector se pregunta, y se preguntará (por lo siglos de los siglos), ¿por qué el loco cohabitaba en esa casa con el viejo del ojo de buitre? Al parecer no es su padre y eran sus únicos habitantes. 

IX
“El escarabajo de oro” (The Gold Bug), traducido por Julio Gómez de la Serna, es el noveno relato de la antología. Félix Martín, en su primer pie de página, dice que “apareció completo en el suplemento del Dollar Newspaper de Filadelfia, en junio de 1843”. Julio Cortázar coincide en el nombre del periódico y cifra las fechas de su primera edición: “21-28 de junio de 1843”; Margarita Rigal Aragón le añade el artículo “The” al nombre de tal rotativo y precisa que el cuento fue “Publicado en dos entregas, los días 21 y 28 de junio de 1843”. En su correspondiente nota, Cortázar dice que “El escarabajo de oro” “Probablemente es hoy el cuento más popular de Poe, pues la enorme latitud de su interés abarca todas las edades y niveles mentales.” Lo cual hace eco a lo que apunta en su prefacio: “Este cuento llegaría a ser el más famoso de los suyos, el que todavía tiene en suspenso el aliento de todo adolescente imaginativo. Era El escarabajo de oro, mezcla felicísima del Poe analítico con el de la aventura y el misterio.” Superlativa valoración que reitera Margarita Rigal Aragón: “Junto con ‘Los crímenes de la calle Morgue’ es, posiblemente, el cuento más famoso de Poe y uno de los mejor conseguidos del autor, que atrae la atención tanto de adultos como de jóvenes.” 
Avatares núm. 39, Valdemar
Madrid, mayo de 2000
Vale decir que razones no les faltan y que el leyente, si ya tiene sus años, con “El escarabajo de oro” vuelve a experimentar o a revivir el entusiasmo que tuvo en la niñez o en la adolescencia al leer La isla del tesoro (1883), la celebérrima novela de Robert Louis Stevenson (1850-1894) que todo incorregible lector, chaval o muchachito, lee. Y esto es así porque el relato es un feliz divertimento y un ameno artilugio de relojería, donde, para decirlo con palabras de Cortázar, confluye el “misterio que late, ambiguo y amenazador, en la primera parte”, en torno al insecto dorado, y “la brillante labor de raciocinio que llena la segunda”, a cuyo raciocinador, el joven William Legrand, “Poe le incorporó el genio analítico de Dupin”.  

El meollo de “El escarabajo de oro” ocurre “en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en Carolina del Sur”. El protagonista sin nombre que evoca y narra el relato dice que “hace muchos años”, en esa ínsula, cuando él trabajaba en Charleston, conoció e hizo amistad con el joven William Legrand, quien vivía refugiado en la isla tras perderse su fortuna familiar en Nueva Orleáns. Allí, en un sitio distante del fuerte Moultrie y de algunas casuchas, se construyó una solitaria cabaña de madera, donde convivía con Júpiter, su viejo y fiel criado negro, ya manumitido y de pocas luces, y Wolf, su enorme perro terranova. Tenía libros y se dedicaba a la caza y a la pesca, y a vagabundear entre los mirtos y la playa, donde nutría su colección de conchas e insectos. De ahí que una tarde de octubre, al ir a visitar a Legrand el único raro día del año en que hizo frío y hubo que encender la chimenea de la cabaña, éste le hable de un escarabajo de oro hallado ese mismo día, pero que no se lo puede mostrar porque en el camino se lo prestó al teniente G, del fuerte Moultrie. Entonces Legrand le dibuja el insecto en un sucio y viejo trozo de pergamino que traía en el bolsillo; pero tras el examen que el anónimo narrador hace del dibujo, luego de la afectiva y súbita llegada del perro terranova, ve que el esbozo no es el esquema de un escarabajo, sino el trazo de una calavera. El diálogo entre el narrador y William Legrand se torna ríspido, puesto que éste sostiene que sí sabe dibujar y sabe lo que dibujó. Y el visitante, que colige que Legrand está loco y por ende le recomienda meterse en la cama ante la noticia del escarabajo dizque de oro, termina yéndose.
Cerca de un mes después, en Charleston, el narrador recibe la visita del crédulo, tontorrón y supersticioso criado negro (de quien apunta Cortázar, “Resulta imposible traducir adecuadamente la jerga con que se expresa”, “propia de los negros del sur de los Estados Unidos”, e incluso, según Félix Martín, “a veces ininteligible para los propios ingleses o yanquis”, “máxime en la época en que Poe sitúa este relato”). El negro Júpiter, analfabeta, le trae un mensaje escrito en el que William Legrand le pide que vaya a verlo porque quiere exponerle un asunto “de la más alta importancia”. El narrador, aún preocupado por la salud mental del joven, va a la isla de Sullivan a bordo de un bote de vela, donde el negro lleva tres instrumentos recién comprados: una guadaña y un par de azadas.
     
Edgar Allan Poe
          Ya en la cabaña, el narrador se entera de que se trata de hacer una expedición al sitio exacto donde el supuesto escarabajo de oro le brindará a Legrand una gran riqueza con la que podrá resarcir la perdida fortuna familiar. El narrador, inquieto por la locura de su amigo, se suma a la descabellada aventura. Tal episodio, repleto de anécdotas lúdicas y detalles chuscos, en el que también incide la presencia y el olfato del perro terranova, culmina con el hallazgo de un par de esqueletos enterrados y lo más trascendente: el hallazgo de un enorme y pesado cofre oblongo rebosante de antiguas monedas de oro, piedras preciosas, y valiosísimos y vetustos cachivaches, cercano a los restos de un naufragado navío. Inestimable tesoro que, exhaustos, trasladan a la cabaña, cuyas rutilantes y deslumbrantes menudencias enumera y reseña el narrador; caudal, según conjetura William Legrand, era el botín del capitán Kidd, un legendario pirata del que corrían “mil vagos rumores acerca de tesoros enterrados en algún lugar de la costa del Atlántico”. En este sentido, la segunda parte del cuento la conforma el relato y la explicación que el joven William Legrand le hace al boquiabierto narrador (y por ende al asombrado lector), pormenorizando el intríngulis de su conducta y de su aparente locura, y el modo en que dedujo, investigó y comprobó que la calavera trazada en el pergamino era parte del croquis, con caracteres invisibles, logogríficos y criptográficos, donde el capitán Kidd registró y suscribió el rebuscado sitio donde ocultó sus caudales. ¿Por qué el capitán Kidd extravió por allí el mapa del tesoro y nunca nadie lo halló? Es un misterio que el relato no desvela. Pero William Legrand sí le brinda al narrador una hipótesis sobre el par de esqueletos enterrados cerca del cofre: “No veo, por cierto, más que un modo plausible de explicar eso; pero mi sugerencia entraña una atrocidad tal, que resulta horrible de creer. Aparece claro que Kidd (si fue verdaderamente Kidd quien escondió el tesoro, lo cual no dudo), debió de hacerse ayudar en su trabajo. Pero, una vez terminado éste, pudo juzgar conveniente suprimir a todos los que compartían su secreto. Acaso un par de azadonazos fueron suficientes, mientras sus ayudantes estaban ocupados en el hoyo; acaso necesitó una docena. ¿Quién nos lo dirá?”


X
Traducido por Doris Rolfe, “El gato negro” (The Black Cat) es el décimo cuento de la antología. Félix Martín, en su primer pie de página, sólo reporta: “Escrito en 1842, apareció en Filadelfia en 1843 en el Saturday Evening Post.” Julio Cortázar data su aparición el 19 de agosto de 1843 en tal medio, que cita entre paréntesis, luego de referir el United States Saturday Post; nombre y fecha en los que coincide Margarita Rigal Aragón. La voz narrativa de “El gato negro” es la voz del asesino y alcohólico, que, como una especie de expiación ante el mundo, evoca y relata desde la cárcel. Su afecto y debilidad por los animales, dice, inició desde la infancia. De entre las mascotas domésticas, cuya afición compartía con su mujer, el gato negro era su preferido. Y si bien en su creciente maledicencia y envilecimiento, según narra, confluye su alcoholismo y su creciente irritabilidad y la oscura e intrínseca pulsión que él llama (con prejuicios pseudofrenológicos) “espíritu de la perversidad” —lo cual significa ejecutar “una acción malvada o tonta por la simple razón de que no debía cometerla”—, lo que subyace en su tendencia a “hacer el mal por el mal mismo” tiene su origen en una presencia metafísica y demoníaca que perturba y envenena su visión y sus actos, la cual está cifrada en “la antigua creencia popular” que solía rumorar su esposa: “que todos los gatos negros eran brujas disfrazadas”. Es decir, primero, sólo por una rabieta, el beodo, con un cortaplumas, le saca un ojo al gato; y más tarde, sin justificación alguna y sabiendo que quiere al minino, pese a que no lo tolera, con lágrimas en los ojos lo cuelga de un árbol. Y luego, la noche de ese día se desata un incendio que consume su domicilio, menos un muro “situado en el centro de la casa y contra el cual se apoyaba la cabecera” de su cama, en cuyo yeso, recién restituido, aparece “grabada en bajorrelieve sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen mostraba una precisión verdaderamente maravillosa. Había una cuerda alrededor del pescuezo del animal.” Por si fuera poco, cuando tiempo después en una taberna halla un gato negro muy parecido al anterior, que no es la mascota del patrón ni de ningún comensal y que lo sigue hasta su casa, resulta que está tuerto, y por ende, se infiere, es la misma identidad inasible e inescrutable, pese a que se diferencia por una mancha blanca en el pecho, la cual poco a poco revela y augura su amenazante forma: “¡la imagen del patíbulo!” Ante la que él exclama: “¡Oh, fúnebre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!” Y entonces el protagonista ya no tiene sosiego, ni de día ni de noche, pues además lo acosan nocturnas pesadillas que evocan la antigua creencia popular de que la pesadilla se personifica en una decrépita vieja (una bruja) que oprime el cuerpo de quien la padece. Según dice, quejumbroso: “¡Ay, ni de día ni de noche conocía ya la bendición del descanso! De día el animal no me dejaba en paz ni un momento, y de noche despertaba yo sobresaltado por sueños de indescriptible terror para sentir el ardiente aliento de aquella cosa en mi cara y su enorme peso —encarnada pesadilla que no tenía yo poder de quitarme de encima— descansando eternamente sobre mi corazón.”
Edgar Allan Poe
  En este sentido, resulta consecuente que cierto día al bajar las escaleras del sótano de su casa, donde ahora él y su mujer subsisten debido a su pobreza, el gato se le meta entre la piernas y él esté apunto de caer. Entonces levanta el hacha para matarlo, pero su esposa le detiene el brazo. No obstante, a quien mata ipso facto de un hachazo en la cabeza es a ella y la empareda allí, en el sitio donde estuvo una falsa chimenea. El gato negro y tuerto desaparece y no vuelve a tener noticia de él hasta el término de la segunda visita de un grupo de policías que indagan la desaparición de su mujer, pues cuando los gendarmes se están yendo, el micifuz empieza emitir horribles maullidos que delatan su incomprensible e inesperada presencia dentro de la pared y por ende es descubierto el corrompido y sanguinolento cadáver de la fémina, y él es encerrado en la cárcel, preludio del temido y horrorosísimo patíbulo, según el vaticinio de la mancha blanca en el pecho del minino. ¿Asombra entonces que el primer gato negro, sin duda reencarnado o transformado en el segundo, se llame Pluto? Pues se trata de un “Nombre referido al rey de los infiernos o Hades en la antigüedad clásica”, apunta Félix Martín en su tercer pie de página.


XI
Con traducción de Julio Gómez de la Serna, “La carta robada” (The Purloined Letter) es el onceavo cuento de la antología. En su primer pie de página, Félix Martín dice que fue “Publicada en The Gift, el 31 de mayo, 1844.” Margarita Rigal Aragón precisa que fue en “Septiembre de 1844” en The Gift: A Christmas, New Year’s and Birthday Present for 1845. Julio Cortázar coincide, con ella, con el nombre de tal medio, pero lo data en “Nueva York, 1845”. Al igual que éste, Félix Martín no tradujo el epígrafe en latín atribuido a Séneca (ni apunta nada al respecto): “Nil sapientiae odiosius acumine nimio.” Pero Margarita Rigal Aragón sí lo tradujo en su segunda nota y allí lo comenta: “‘Nada es tan detestable para la sabiduría como el exceso de ingenio’. La cita, atribuida a Séneca, en realidad no figura entre las obras del escritor latino. Se trata, en el fondo, de una paráfrasis o ampliación de la frase ‘es demasiado astuto para ser profundo’, con que Dupin concluía el razonamiento de ‘Los crímenes de la calle Morgue’.”
 
Edgar Allan Poe

  “La carta robada” es el tercer y último cuento protagonizado por el marisabidillo chevalier Auguste Dupin y su anónimo amigo y narrador, con quien cohabita, en París, en una rentada casa ubicada en “el número 33 de la rue Dunôt en el Faubourg Saint-Germain”. En el primero, “Los crímenes de la calle Morgue”, porque Dupin conoce a monsieur G, el “prefecto de la Policía parisiense”, por iniciativa propia y sin cobrar un centavo, consigue un salvoconducto de éste para desmadejar y resolver las espeluznantes muertes de madame L’Espanaye y su hija mademoiselle Camille L’Espanaye, crímenes inexplicables para la opinión pública y para la policía. En el segundo, “El misterio de Marie Rogêt (Continuación de ‘Los crímenes de la calle Morgue’)”, después de tres semanas de que el cadáver de la joven Marie Rogêt apareciera flotando en el Sena, el prefecto de la policía visita a Dupin en su casa para proponerle que dé con los asesinos, puesto que los gendarmes no han podido hacerlo. Hay treinta mil francos de recompensa y alguna suma generosa conviene con el prefecto. De modo que Dupin, por un pago, oficia como una especie de detective privado y su amigo, el narrador, asume el papel de su ayudante, pues él es quien compila los testimonios recogidos por la policía y los periódicos que han seguido el caso desde distintos ángulos. Pero Dupin, a diferencia de “Los crímenes de la calle Morgue”, no investiga ni observa en los escenarios relativos al homicidio, sino que a través de las notas periodísticas razona e infiere que el culpable de la violación y asesinato de Marie Rogêt no fue una banda de delincuentes, como se daba por sentado entre ciertos testimonios y cierta prensa, sino un hombre, cuyas señas de identidad desvela y entrega en bandeja de plata al prefecto. Y la narración, al unísono, a través de una serie de pies de página y algunos comentarios del narrador (incluso cita un “artículo del señor Poe”), señala un paralelismo entre tal crimen y “el reciente asesinato de Mary Cecilia Rogers, en Nueva York”. De ahí que Julio Cortázar diga en el primer párrafo de su correspondiente nota: “Mary Cecilia Rogers, empleada del negocio de tabacos de John Anderson, en Liberty Street, Nueva York, fue asesinada en agosto de 1841. Poe parece haberse procurado todos los recortes periodísticos concernientes a este famoso crimen y los delegó al chevalier Dupin, instalando la escena en París para exponer con más libertad su teoría, tendiente a probar que el asesinato había sido cometido por un solo individuo (un enamorado de la víctima) y no por una pandilla de malhechores.”
Edgar Allan Poe
Y en “La carta robada”, luego de varios años de no ver al prefecto de la policía —no obstante el anónimo narrador y el chevalier Dupin recién han hablado del “asunto de la rue Morgue” y del “misterio relacionado con el asesinato de Marie Rogêt”—, monsieur G los visita en la casa que comparten en la rue Dunôt del Faubourg Saint-Germain. Su objetivo: que Auguste Dupin lo auxilie y aconseje para localizar y recuperar una carta hurtada, en la casa real, por el ministro D; misiva con la que chantajea y coacciona a una nobiliaria persona, que a la postre se revela es una dama. Según les dice el prefecto, le han ofrecido el caso y una jugosa recompensa (pero a Dupin no le ofrece ningún centavo ni éste le pide nada). Durante tres meses él y sus gendarmes, por las noches, han revisado exhaustiva y minuciosamente la casa del ministro D (incluso con un potente microscopio) y el par de casas contiguas; y además lo hizo “atracar dos veces por dos maleantes”, bajo su supervisión y escrutinio, y no han dado con la comprometedora misiva. Dupin, luego de oírlo, no sin ciertos matices e ironía, le aconseja lacónico lo reiterativo: “Una investigación concienzuda en la casa.”

El prefecto se va convencido de que la carta no está oculta en la casa del ministro y un mes después les hace una segunda vista. Les dice que “la recompensa ha sido doblada”, que ignora “a cuánto asciende exactamente”, pero, le dice a Dupin, “yo me comprometería a entregar por mi cuenta un cheque de cincuenta mil francos a quien pudiese conseguirme esa carta”. Entonces, para que el prefecto no se siga haciendo el remolón y el desentendido, Dupin le narra una especie de apólogo que a la letra dice: “Pues una vez cierto hombre rico concibió el propósito de obtener gratis una consulta médica de Abernethy. Con tal fin entabló con él en una casa particular una conversación corriente, a través de la cual insinuó su caso al galeno como si se tratase de un individuo imaginario. ‘Supongamos —dijo el avaro— que sus síntomas son tales y cuales; y ahora, doctor, ¿qué le mandaría usted que tomase?’ ‘Pues —dijo Abernethy— le mandaría que tomase... el consejo de su médico.’” Como respuesta, y no sin desconcierto, el prefecto reitera y enfatiza que daría los 50 mil francos a quien lo ayudara. Entonces Dupin, para sorpresa del narrador y del prefecto, le dice a éste que le llene un pagaré por tal suma (abre un cajón y saca un talonario) y que cuando lo haya firmado le entregará la carta robada por el ministro D. Cosa que se hace en un instante. El prefecto, sin decir palabra, se va contento con la carta. Y entonces el narrador cuenta la charla que tiene con Dupin, donde éste, además de lucir su intelecto y su virtud para raciocinar, le esboza la astuta manera en que localizó el sitio exacto donde estaba camuflada la carta en la casa del ministro D y el teatral y explosivo modo en que la recobró sin que el funcionario ladrón lo advirtiera, lo cual implica y conlleva su previsible “ruina política”, rubricada por un mensaje oculto, personal y a quemarropa, que Dupin le dejó a manera de venganza, pues, según le dice al narrador, otrora, en Viena, el ministro D —“el monstrum horrendum, un hombre genial sin escrúpulos”— le jugó “una mala pasada”. 
Grabado en madera para La carta robada de la primera edición
ilustrada de los Cuentos de Poe (Londres, 1852)

Página 308 de Edgar Allan Poe: Relatos (2009)
  Vale añadir que tal mensaje, escrito en francés (“...Un dessein si funeste,/ S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste”), Margarita Rigal Aragón lo tradujo así y sin ningún comentario: “Un plan tan funesto, sino es digno de Atreo, lo es de Tiestes.” Mientras que en el sexto de pie de página de la presente traducción, se lee: “‘Tan funesto designio, si no es digno de Atreo, digno, en cambio, es de Tiestes.’ (En francés en el original). Prosper Jolyot, señor de Crais-Billon, llamado Crébillon (1674-1762), fue un dramaturgo francés, autor de nueve tragedias. Atrée fue representada en 1707. (Nota del traductor.)”


XII
Traducido por Doris Rolfe, “Los hechos en el caso del señor Valdemar” (The Facts of M. Valdemar’s Case) es el doceavo cuento de la antología. Félix Martín, en su primer pie de página, apunta que fue “Aparecida [sic] en diciembre de 1845, en la American Review.” Julio Cortázar y Margarita Rigal Aragón coinciden con él en la fecha y en el nombre de la revista.
Ilustración de Vania e Ivan Zouravliov para “Los hechos en el caso del señor Valdemar”
Relato incluido en El gato negro y otros cuentos ilustrados
de misterio e imaginación
 (Valdemar, Madrid, 2006) 
  Tal relato es la evocación y recuento que hace el señor P (obvio alter ego y homónimo del autor) en torno a su singular experiencia al hipnotizar a una persona in articulo mortis, es decir, a punto de morir. Interesado “Durante los últimos tres años en el tema del mesmerismo”, su objetivo, dice, era “averiguar, en primer lugar, si en tal estado existiera en el paciente cualquier susceptibilidad a la influencia magnética; y segundo, si en caso de que existiera, su estado la aumentaría o la disminuiría; y un tercero, hasta qué punto y durante cuánto tiempo las incursiones de la muerte podían ser detenidas por el proceso hipnótico. Quedaban otros puntos por aclarar, pero éstos eran los que más despertaron mi curiosidad, en especial el último, dada la enorme importancia de sus consecuencias.”

El elegido, quien acepta serlo, es el culto señor Ernest Valdemar, un “tuberculoso crónico”, residente “en Harlem, Nueva York, desde el año 1839”, a quien el señor P varias veces había “hipnotizado con poca dificultad”. Además de la narración del proceso hipnótico (a través de pases manuales y de la mirada, ídem un mago) y sobre todo del visual instante en que el señor Valdemar muere, el meollo de tal experimento radica en que durante “casi siete meses” el hipnotizado, muerto, permanece en una especie de impasse, pues su cadavérico y rígido cuerpo no se corrompe y desde el más allá, haciendo vibrar su “lengua hinchada y ennegrecida” y con una espeluznante voz de ultratumba, se comunica con su hipnotizador (voz que hace huir a dos enfermeros y desmayarse a un estudiante de medicina). Así que transcurridos esos “casi siete meses”, el señor P, junto con su asistente (el estudiante de medicina), más el par de médicos que asistían al señor Valdemar y dos enfermeros, deciden “hacer el experimento de despertarle”. Además de los indicios de que el cadáver empieza a corromperse, la voz del muerto informa al señor P de la fobia, angustia, desesperación, certidumbre y confusión que lo aqueja y aterroriza: “¡Por amor de Dios! ¡De prisa, de prisa! ¡Hágame dormir... o de prisa... despiérteme... de prisa! ¡Le digo que estoy muerto!
Ilustración de Vania e Ivan Zouravliov para “Los hechos en el caso del señor Valdemar
Relato incluido en El gato negro y otros cuentos ilustrados
de misterio e imaginación
 (Valdemar, Madrid, 2006) 
  Vale recordar que al inicio de su correspondiente nota, Cortázar dice que “En Marginalia, I, Poe, se ocupa de las repercusiones que este relato tuvo en Londres, donde fue tomado por un informe científico.” Y al principio del segundo párrafo de su nota, Margarita Rigal Aragón hace una vaga referencia de ello: “Con este cuento que fue interpretado por los lectores como un caso verídico con gran sorpresa de Poe, el autor pretende reflejar, una vez más, su interés en la vida después de la muerte y el mesmerismo.” Lo cual asombra, pues a mucha distancia de los atavismos y de la idiosincrasia de los romos lectores de la época, el relato, a lo largo de sus páginas, rebosa el inapelable y fehaciente hecho de que se trata de un cuento y no de “un informe científico” ni de “un caso verídico”, más aún porque el súbito y extraordinario final que reporta el hipnotizador subraya su naturaleza fantástica, cuya instantánea disolución del cadáver ineludiblemente evoca la no menos fantasmagórica, vertiginosa y muy visual disolución de la gótica casona de los incestuosos gemelos Madeline y Roderick Usher en el pestilente y deletéreo miasma de las negras aguas del aledaño lago. Reporta el señor P del término de su infausto intento por despertar al muerto:

“Pero lo que ocurrió realmente fue algo para lo cual era, de veras, imposible que ningún ser humano pudiera estar preparado.
“Mientras con presteza ejecutaba yo los pases mesméricos, entre exclamaciones de ‘¡Muerto, muerto!’, que literalmente estallaban de la lengua y no de los labios de la víctima, su cuerpo entero inmediatamente, en el espacio de un solo minuto o aun menos, se encogió, se desmoronó, se pudrió bajo mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, quedó sólo una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción.”

XIII
Con traducción de Doris Rolfe, “El tonel del amontillado” (The Cask of Amontillado) es el treceavo y último cuento de la antología. En su primer pie de página, Félix Martín dice que fue “Aparecida [sic] en noviembre de 1846, en Godey’s Magazine.” Julio Cortázar y Margarita Rigal Aragón coinciden con él en la fecha, pero no en el nombre del magacín, que refieren así: Godey’s Lady’s Book.
Aunque en “El tonel del amontillado” descuella el diálogo que sostienen sus dos protagonistas, el relato está contado por la voz y la perspectiva del personaje, de apellido Montresor, que en el íncipit anuncia que va a vengarse de un hombre que lo ha ofendido de mil maneras: “Había yo soportado lo mejor que podía los mil agravios de Fortunato, pero, cuando se atrevió a insultarme, juré que me vengaría.” Se ignora el tiempo y la índole de las injurias y de los improperios, pero inextricable al fermentado resentimiento y al ponzoñoso anhelo de venganza, la narración trasmina, rezuma y expele una idiosincrásica crueldad y sadismo, signada por el odio y la hipocresía, todo ello, curiosamente, cifrado en el augurio heráldico que ilustra el escucho de armas de los Montresor, la casa y estirpe del vengador, quien se lo describe a su olvidadiza víctima: “Una gran pie humano de oro en campo de azur, el pie aplasta una serpiente rampante cuyos dientes se clavan en el talón.” Cuyo lema en latín: Nemo me impune lacessit (“Nadie me hostiga impunemente”) “Es la divisa de Escocia”, dice la traductora en un asterisco al pie de página. 
Ilustración de Van Fraële para El tonel del amontillado
Página 342 de Edgar Allan Poe: Relatos (2009)
  Según narra el vengador, él y Fortunato (italianos, se da a entender), con acaudalada posición social, son buenos conocedores de vinos y se tiene a éste por un excelso catador. Así que durante una tarde de carnaval, cuando lo encuentra ebrio y disfrazado de bufón (“Llevaba un ajustado traje a rayas multicolores y su cabeza quedaba coronada con un cónico gorro de cascabeles”), con sutil hipocresía y oculta y puntillosa ironía, lo induce a que vaya con él, a las criptas de su palazzo, a verificar la autenticidad (o no) de un supuesto tonel de amontillado dizque recién adquirido. Al unísono de que el vengador simula estar preocupado por la salud de Fortunato (tiene catarro y lo ataca la tos) y por ello podría afectarle la humedad “de las catacumbas de los Montresor”, lo lleva a su solitario palazzo, pues la servidumbre también anda de farra, cuya folclórica hipocresía contrasta con la del vengador, quien reporta: “No encontramos a los sirvientes en casa; habían marchado ellos también a divertirse haciendo honor al carnaval. Yo les había anunciado que no regresaría hasta el amanecer, y había dado órdenes expresas de que no se movieran de casa. Y estas órdenes bastaban, como yo bien sabía, para asegurar la desaparición inmediata de cada uno en el momento que les volvía la espalda.” Así que cada uno con una antorcha, el vengador, con buenos modales y mentiras, guía al borrachín de Fortunato por las subterráneas, oscuras, laberínticas y húmedas criptas, donde, a imagen y semejanza de “las grandes catacumbas de París”, abundan los huesos, los esqueletos y las calaveras, paredes y pilas de restos humanos, testigos mudos de tácitas venganzas, condenas, torturas y muertes. Montresor, sin que Fortunato lo advierta, lo introduce en una cripta donde hay un nicho en cuyas rocas están “dos argollas de hierro, separadas horizontalmente, a uno dos pies una de la otra. De la primera de las argollas colgaba un corta cadena y de la siguiente un candado.” Allí lo encadena sin esfuerzo. Y aún con la burla y el sarcasmo de su simulada cortesía y supuestas amables palabras (“¡por el amor de Dios!”), con su “paleta de albañil” —dizque su insignia de masón (quizá lo sea)—, mortero y piedras estratégicamente halladas en el osario, empieza erigir un muro en el único hueco del nicho donde está encadenada la aterrorizada, alharaquienta y cascabelera víctima. Por si fuera poco, “Contra la nueva mampostería”, vuelve “a levantar la antigua muralla de huesos.” Y según dice, sádico y cáustico, “Durante medio siglo ningún mortal los ha perturbado. In pace requiescat!” Florido latinajo de Edgar Allan Poe, cuyo asterisco de la traductora puntualiza: “‘¡Descanse en Paz!’ (En latín en el original). El orden correcto de la frase es Requiescat in pace, y pertenece a la liturgia católica de difuntos.”

Edgar Allan Poe
(1809-1849)



Edgar Allan Poe, Relatos. Traducciones del inglés al español de Doris Rolfe y Julio Gómez de la Serna. Edición, introducción y notas de Félix Martín. Iconografía en blanco y negro. 1ª edición en Mil Letras, Ediciones Cátedra. Madrid, 2009. 352 pp.

Edgar Allan Poe, Narrativa completa. Traducciones del inglés al español de Julio Cortazar y Margarita Rigal Aragón. Edición, introducción y notas de Margarita Rigal Aragón. Bibliotheca AVREA, Ediciones Cátedra. Madrid, 2011. 1024 pp.

Edgar Allan Poe, Cuentos 1. Edición, prólogo, traducción del inglés al español y notas de Julio Cortázar. El libro de bolsillo núm. 277, Alianza Editorial. 11ª edición. Madrid, 1984. 546 pp.

Edgar Allan Poe, Cuentos 2. Edición, prólogo, traducción del inglés al español y notas de Julio Cortázar. El libro de bolsillo núm. 278, Alianza Editorial. 8ª edición. Madrid, 1983. 546 pp.



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Enlace a un trailer subtitulado de El cuervo: guía para un asesino (2012), película dirigida por James McTeigue, basada en la manoseada leyenda y en los relatos de Edgar Allan Poe.




domingo, 1 de julio de 2018

Los perros duros no bailan

Estoy aquí para morir matando

Signada por un epígrafe transcrito de El coloquio de los perros de Miguel de Cervantes, dedicada a una élite canina y dividida en doce capítulos con títulos, en junio de 2018 se publicó la primera edición mexicana del divertimento Los perros duros no bailan, caricaturesca fábula (novelística, crítica y negra) del escritor español Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, noviembre 25 de 1951), autor de los artículos testimoniales y autobiográficos reunidos en Perros e hijos de perra (Alfaguara, 2014). El protagonista de la obra es el Negro, un perro mestizo (“cruce de mastín español y fila brasileño”), que además es el héroe y la voz narrativa.  
Alfaguara, 5ª edición española
Valladolid, abril de 2015
    Reza el consabido dicho que los perros se parecen a sus dueños; y aquí, en el bestiario perruno que pulula en las páginas de la novela, esto es norma e hilarante tipología, pues la humanizada caracterización y conducta del catálogo de perros (incluso su habla, proclive a los refranes y a los aforismos) es radiográfica parodia de la conducta humana y de ciertos modos de hablar, vociferar, insultar y maldecir. En este sentido, el perro que al parecer se parece al novelista Arturo Pérez-Reverte (“miembro de la Real Academia Española”) es Agilulfo, “un podenco flaco, filósofo y culto” (que además de recitador de mitos, leyendas y atavismos, suele pontificar con frases en latín y en español), cuyo “dueño es un humano con biblioteca grande y que va mucho al cine”. “Ser o no ser, como dijo el bardo”, sentencia en su idioma canino.
   
Arturo Pérez-Reverte, Tintín y Milu
            El principal escenario de las aventuras y sucesos que evoca y narra el Negro (con paneos y encuadres cinematográficos) son ciertos márgenes de un prototipo de ciudad española (quizá Madrid). Al igual que otros pulgosos (La pulga hace guitarrista al perro), el Negro y Agilulfo suelen ir al “Abrevadero de Margot”, una especie de peña y bar perruno que se halla “junto a la destilería de anís que vierte su desagüe en el río”, donde se ponen a medias tintas o hasta las chanclas dándole “lengüetazos al canalillo”. Y se infiere que fue bautizado así porque la cantinera es “Margot la Porteña, la boyera de Flandes”, quien además de su origen argentino (por ende habla con los modismos y apócopes de un boludo de por allá), cuida el reducto de la contaminación: “limpia las basuras y los plásticos, y mantiene alejados a los gatos y sus meadas y a las palomas y sus cagadas”.
     Agasajándose con el anisado, Agilulfo y el Negro comentan la misteriosa desaparición, desde hace dos semanas, de Teo y Boris el Guapo. Teo es un sabueso rodesiano que era el mejor amigo del Negro, cuyo distanciamiento empezó al estrecharse el vínculo sexual que Teo estableció con Dido, “una setter irlandesa tirando a rubia, de andares elegantes”. Según jadea el Negro con los párpados a media asta y lamiéndose los bigotes: “Dido era un definitivo pedazo de hembra. Estaba tan buena que derretía el asfalto con sólo mover el rabo, y bastaba con verla caminar para comprender que lo sabía. Ellas, las perras, siempre lo saben.” Y del efebo Boris el Guapo, “un lebrel ruso de ojos dorados”, baste apuntar que “había ganado premios” y que “lo cruzaban de vez en cuando con espléndidas hembras de pelo rubio y largas patas, de esas que sólo ves fotografiadas en la revista Perros y Perras”.
       
Arnold Schwarzenegger
        El Negro es un perrazo de ocho años con poderosas mandíbulas y con la fortaleza de Arnold Schwarzenegger (y quizá con su musculatura), cuya ascendencia se la recitó Agilulfo, el “filósofo y culto que sabe de estas cosas”. Según reporta el Negro: “asegura que nací para el combate; que soy un guerrero antiguo con una estirpe gladiadora tan vieja como la historia de los humanos. Por lo visto, mis antepasados destripaban osos y lobos en las montañas, leones en el Coliseo, acompañaron a las legiones romanas y despedazaron bárbaros en las selvas de Germania y el limes del Danubio, cazaron indios en el Caribe y esclavos negros fugitivos en las selvas amazónicas. Todo un currículum, dice Agilulfo. Quizá por eso, añade, los perros de mi casta, ya desde cachorros, tenemos ojos de viejo, alma llena de costurones y mirada resignada, hecha de siglos de sangre y fatalidad.”
      Durante un par de años el Negro fue un aguerrido perro de pelea; un temible campeón, célebre entre las jaurías (y entre la pestilente hez de la canalla: las hordas de negociantes clandestinos y apostadores del género infrahumano). Ahora es un ex combatiente a quien a veces se le va la chaveta con pesadillescas visiones de encarnecidas riñas y se pone rabioso, como ladrándole a la Luna sin ton ni son (obvio síndrome postraumático). Logró retirarse del coso de arena, y convertirse en un perro guardián de garaje doméstico, mediante una estratagema que narra. Apenas “cosa de un año atrás, recién retirado yo de los garitos de pelea”, dice, fue cuando allí, lengüeteando en el Abrevadero de Margot, conoció a Teo: “una noche en que cada uno bebía en el canalillo por su cuenta”.
      Por lealtad a esa amistad es que el Negro emprende la detectivesca búsqueda de Teo y de Boris el Guapo (“Un perro no es más que una lealtad en busca de una causa”). El Negro no le tema a nada, salvo a las furgonetas verdes de la perrera municipal, pues el apaño de esos empleados municipales implica el “camino de la Puerta Sin Retorno, la inyección letal y la Orilla Oscura”. El norte del sitio al que fueron a parar Teo y Boris se lo brinda Rufus, un galgo español, consejero de Tequila, “una xoloitzcuintle mexicana, inmigrante”, cuya “banda de perros callejeros controlaba todo el tráfico de huesos y restos de carnicería aprovechables al otro lado del río, cerca del puente nuevo”. El precio por la información (que no circuló a través de la frecuencia de Radio Perro) fue el robo de un solomillo (de unos tres kilos) que colgaba en la carnicería al fondo del “supermercado junto al puente”.
     El caricaturesco, jocoso y paródico trazo de la imagen y de la leyenda de la perra Tequila (descendiente de Xólotl) ilustran (aún más) por dónde van los ladridos de la narración. Custodiada en un callejón “por dos mastines del Pirineo grandes como hipopótamos, uno blanco y otro negro, que daban miedo con sólo mirarlos”, la madriguera de la mexicana es un característico “garaje abandonado”. Según ladra el Negro: 
 
Tequila
         “Uno de los mastines me empujó con el hocico contra una pared cubierta de grafitis mientras el otro iba a pedir instrucciones. Y al rato me dejaron pasar. Tequila estaba dentro del garaje, tumbada encima de unas cubiertas de neumáticos. Era fea de cojones. Una xoloitzcuintle de pura raza, de esos perros que se conservan en su tierra como algo especial aunque tienen la piel pelada y gris, excepto un mechón de pelo entre las orejas. Sin embargo, descienden directamente de los que tenían los aztecas, o una de esas tribus antiguas de allí, así que son muy valorados. Se contaba que Tequila había llegado a España de polizón en un barco portacontenedores, tras escaparse de un parque de la capital [quizá cercano a la Casa Azul de Coyoacán] y largarse a pata a Veracruz, con un par. Era despiadada y lista, y en menos de un año se había hecho dueña de aquella parte de la ciudad. La jefa de jefes. Su nombre real era Lupe, pero la apodaban la Reina Tequila; y hasta Los Chuchos del Norte le habían compuesto aquel perro-corrido que decía:

     También las cánidas pueden
     ladrarte peligrosas.
     Cuando se enojan son fieras
     esas caritas preciosas...”

      Vale añadir, entre paréntesis, que ese prototipo de inmigrante no es el único. Por ejemplo, hay por allí “Un tal Moro”, “un chucho flaco y pulgoso”, “venido de Marruecos o de un sitio de ésos escondido en un camión”, a quien tres bestias neonazis (dos dóberman y un pastor belga) están a punto de destripar; pero el Negro y Mórtimer, un pequeño teckel, los surten. Helmut, el líder de esas tres bestias neonazis, dice peyorativo de Tequila: “esa traficante panchita de mierda”. Y sobre su pandilla perruna ladra una consubstancial supremacía racista y una xenofobia de puertas cerradas parecida a la que el megalómano y egocéntrico Donald Trump ladra sobre los inmigrantes sin papeles (de origen mexicano y centroamericano) en Estados Unidos: “Tiene pulgas la cosa. Esos inmigrantes vienen y se instalan aquí como en su casa. Delincuentes, es lo que son. Escoria. Y nadie hace nada... Europa se va al carajo y nadie hace nada.”
     
Donald Trump 
        Así que Rufus, el galgo español y sabihondo consejero de Tequila, le dice al Negro sobre el sitio a donde fueron llevados Teo y Boris el Guapo: “Hay unas chabolas en la Cañada Negra. Allí los guardan en jaulas y los entrenan. No tiene pérdida, porque oyes los ladridos desde lejos. A los campeones los llevan al Desolladero.” 
    Para no desvelar todos los vericuetos de la travesía para rescatar a Teo y a Boris el Guapo, vale resumir que el Negro, quien dice y repite que no es muy listo (pero esto nadie lo cree ni yendo a bailar a Chalma), logra infiltrarse en la Cañada Negra, un asentamiento irregular de miserables chabolas en los sucios márgenes de la urbe, donde un grupúsculo delincuencial tiene sus camuflados reales. Allí, custodiadas por un dogo mestizo (el guardia de seguridad), hay una serie de jaulas en las que subsisten encerrados una veintena de perros de distinta catadura (cada uno en su correspondiente jaula), robados o capturados en la calle para que sirvan de sparrings (carne de cañón) ante un perro de pelea. Y, eventualmente, si poseen la debida fortaleza y ferocidad (es decir, si matan a su contrincante), son trasladados a la Barranca, donde sólo hay dos o tres jaulas con los auténticos perros de combate, los cuales son entrenados, alimentados y dopados para confrontarlos a muerte en el Desolladero. O sea al mismo cruento sitio (más o menos encubierto) donde el Negro peleó y fue campeón durante dos años. Y que al oírlo pronunciar por Rufus, apunta: “Aquella palabra siniestra me hizo volver de nuevo atrás. El Desolladero: una nave industrial abandonada en las afueras de la ciudad, donde se celebraban las peleas de perros. Prohibidas por las leyes de los humanos, pero con la policía —ella sabría por qué— haciendo la vista gorda. Humo de cigarros, sudor, griterío cruel, billetes grasientos que cambiaban de dueño. Allí no tenías enfrente a sparrings más o menos indefensos, sino a perros entrenados como tú. Profesionales de colmillos aguzados, músculos duros e instinto ciego de matar, ante los que te situabas vaciando la mente de todo cuanto no fuera pelear para sobrevivir. Para esquivar una vez más, sin saber cuántas veces aún podrías conseguirlo, la Orilla Oscura.”
   
Alfaguara, 1ª edición mexicana
México, junio de 2018
       Luego de ganarse una jaula en la Cañada Negra con sus cualidades de imbatible perro de pelea, el Negro traza una semblanza de ese caserío (con visos de basurero) donde se vende y consume droga (tal vez heroína adulterada) y donde la vestimenta de las mujeres quizá se deba a un origen étnico, marginal e inmigrante:
    “Durante la noche me habían puesto un cacharro con agua y unos pocos restos de comida de humanos en un cuenco. Despaché con apetito la comida, me enjuagué el hocico dolorido con el agua antes de bebérmela toda, y luego, sin prisas, estudié los alrededores; chabolas, coches grandes nuevos y viejos, abollados y polvorientos, objetos inservibles y amontonados: frigoríficos, televisores, lavadoras. Unos niños de aspecto sucio jugaban entre ellos, y un grupo de mujeres de faldas largas y pañuelos en la cabeza charlaban a lo lejos. A veces, ante la indiferencia de los críos y las mujeres, algún humano de mal aspecto, flaco y cochambroso, se acercaba por el camino que llevaba a la carretera de la ciudad, entraba en una chabola, salía al poco rato para sentarse cerca y se metía algo con una jeringuilla en un brazo y o en los muslos, o los tobillos. Todo tenía un aspecto sórdido y siniestro.” 
    Luego de exhibir aún más sus virtudes de perro de pelea, el cancerbero de las jaulas de la Cañada Negra, el dogo mestizo, se acerca a la jaula del Negro para averiguar quién cagarrutas es y le da la información que busca. Sobre Teo le dice: “no deja enemigo vivo”. “Lo tienen en el Desolladero.” “Por lo que cuentan, ha hecho ganar un costal de dinero a sus amos. Vive allí y pelea casi cada noche... Según parece, es un luchador nato. Un killer.” Y esa misma noche le facilita la salida del encierro y lo lleva a la jaula donde tienen preso a Boris el Guapo, que no es sparring ni mucho menos guerrero, sino un semental de lujo al que cruzan con perras finas para que el grupúsculo gansteril venda los costosos cachorros. Según le dice el propio Boris encerrado en una jaula con tres perras: “Estoy hecho una mierda, Negro. [‘Exprimido como un limón de paella’] Todo el día que te pego, y no paran de traerlas... Son insaciables, oye. Tremendas. No sabes cómo son, de verdad. Y cuando se juntan, ni te digo —miró de soslayo a las hembras dormidas—. Aquí tiras un cipote al aire y no toca el suelo.” 
   
Brad Pitt
        Según ladra el Negro al verlo echado en la penumbra: “tardé en reconocerlo porque parecía otro. El Brad Pitt perruno al que yo había conocido semanas atrás, el de los ojos de oro aterciopelados, el del pelo rubio y sedoso de lebrel ruso con pedigrí y abuelos en la corte de los zares, el nacido para posar haciendo posturitas en las portadas de las revistas caninas, era ahora un despojo demacrado, con unas ojeras que le llegaban al hocico, la trufa descolorida y la piel pegada a los huesos.” No obstante, el trío de perras que están encerradas con Boris el esmirriado no cantan mal las rancheras, pues según aúlla el Negro: “las tres cánidas estaban de aquí te espero. O sea. Espectaculares de la muerte. Una, la que había ladrado primero, era una pastora shetland que quitaba el hipo, esbelta y de largas patas. Una especie de Charlize Theron perruna, para que me entiendan. Y las otras, ya digo: una afgana de orejas con melena hasta el lomo y patas que parecían bailar cuando caminaba, y una Beagle regordetilla pero compacta, con mucho donde apoyarse. Las tres espléndidas, en todo lo suyo. Y olían a perra en celo desde veinte patas de distancia.”
   
Charlize Theron
        Pero el objetivo del Negro no es liberar a Boris con pasito tun tun a dos patas y perder la crinolina ipso facto, sino que los mafiosos lo entrenen y lo lleven al Desolladero y lo confronten con Teo el despiadado killer. Ya en el Desolladero y para colocarse frente a Teo, el Negro se obstina en que no lo saquen del circular coso en una sesión de tres peleas consecutivas (“Estoy aquí para morir matando”). Primero derrota a “un moloso negro con patas marrones” y luego a “un pastor francés”, cuyo previo diálogo está de ladrido loco:
     “—Date pog muegto, peggo español —gruñó el gabacho, bajito pero claro.
    “—Antes me vas a chupar el ciruelo —respondí—. Franchute de mierda.
    “Parpadeó, confuso.
    “—¿El cigüelo?
    “—La polla, subnormal.”
   Vale ladrar que el aspecto de Teo es otro, el de un perro marcial que ha vivido una terrible temporada en el infierno, en lo profundo del corazón de las tinieblas. Según reporta el Negro: “Apenas lo reconocí. Le habían recortado las orejas y el rabo, y se veía más flaco y musculoso. Su pelo trigueño rojizo estaba rapado por todo el cuerpo, y en la piel del lomo, el pecho, las patas y el hocico tenía marcas y cicatrices recientes. Pero lo que me costó más trabajo de identificar fueron sus ojos: siempre habían sido de color castaño oscuro, con reflejos dorados —a Dido la volvían loca esos reflejos—, aunque ahora parecían haber cambiado de tonalidad, como si en las últimas semanas las cosas vistas y los horrores vividos los hubieran decolorado hasta convertirlos en dos círculos fríos de escarcha pálida, que miraban el mundo y me miraban a mí como si nada tuviera consistencia real.”  
   
Perros de pelea
        Y además parece que Teo no lo reconoce, que está ido, que algo borró su memoria y que habrá bronca mortal. Pero luego de un furioso encontronazo, de un principio de sanguinaria pelea a muerte (el Negro vaticina su derrota), el nombre de Dido apacigua a Teo y parece que los recuerdos de su vida pasada vuelven a su entrecejo; de modo que ambos acuerdan huir del Desolladero, no sin causar a mansalva destrozos y muertes de infrahumanos; una encarnizada matanza. De allí se van trotando hacia la Cañada Negra; y, con apoyo del dogo custodio, liberan a todos los perros enjaulados, incluidos los canes de la Barranca. El Negro se propuso no matar ninguna persona de la Cañada Negra, mucho menos a menores de edad (los cachorros); pero Teo no asumió tal postura. El Negro da por hecho que Teo regresará con él (antes del secuestro vivía con una viejecita que le daba de comer y a quien le cuidaba la casa); pero Teo, inspirado en la rebelión emancipadora de Espartaco (el esclavo, quizá encarnado por Kirk Douglas, de cuya leyenda contra el imperio romano les habló el culto Agilulfo), decide irse al monte y se va a pata pelada seguido de la mayor parte de la alharaquienta jauría, incluidos el dogo custodio, Boris el esmirriado y sus tres perras. 
 
Espartaco
(Kirk Douglas)
            Según le dijo Teo, “Aún quedan campos, bosques y montañas donde una jauría resuelta puede refugiarse. Arroyos donde encontrar agua, conejos que atrapar, ganado al que atacar para comer... Lugares donde ser libres, como nuestros primos los lobos.” No obstante, esa imagen ideal, utópica y onírica (ajena a la quintaesencia y al non plus ultra de la ancestral ley de la selva: o matas o te matan) no fue piedra angular, fundacional y ontológica de su tribu salvaje, “que, poco a poco, engrosó con la llegada de otros proscritos abandonados o fugitivos”. Pues en lugar de mantenerse distantes de los asentamientos humanos (libres de la esclavitud del hombre) y hacer una vida silvestre, esquiva y furtiva, se dedicaron, con ímpetu vengativo, a asediarlos y atacarlos con empeño y descaro, como si el Gran Perro les hubiera soplado al oído el milenario y eterno axioma que contrapone no sólo a las especies: “Mataos los unos contra los otros, por lo siglos de los siglos”. En este sentido, reporta el Negro: “con el paso del tiempo, aquella jauría se había vuelto aún más dañina que una manada de lobos. Una especie de peligrosa guerrilla perruna. A menudo recibíamos, a través del mundo de los humanos, noticias de sus incursiones: periódicos arrugados con fotos, alguna imagen entrevista en la televisión de nuestros amos o en las tiendas de electrodomésticos con escaparates a la calle. Perros echados al monte causan estragos, decían. Bandoleros de cuatro patas asolan el campo. Protestan los ganaderos, pastores y demás. Imágenes de caballos, terneras y ovejas destrozados, apriscos y establos ensangrentados. Los perros asilvestrados siembran el terror. Etcétera.”
   Así que “ocho meses después” de que Teo emprendiera su fuga al monte seguido por su tribu de bestezuelas depredadoras, Fido, el perro policía, les da la mala noticia cuando el Negro salía “del Abrevadero de Margot con Agilulfo y Mórtimer, el teckel”: “Les tendió una emboscada esa policía rural de los humanos, la Guardia Civil. Pillaron a varios atacando un redil de ovejas. Se estaban dando un banquetazo cuando les fueron encima. Teo estaba con ellos... Era el jefe, claro.”
   Ante la deprimente y lastimera imagen que implica el “camino de la Orilla Oscura” (o sea: “perrera, inyección y a dormir el sueño eterno”), Agilulfo, exultante y proclive a imaginar y recitar mitos y leyendas, les puntualiza dando una vuelta de tuerca: “¿Pobre, dices?... ¿Teo?... Nada de eso. Pensadlo un poco. Ha sido feliz ocho meses, corriendo por los montes y los campos. Como él quería: libre. Un maquis canino. Con sus camaradas perros.” “Y sus camaradas perras”, añade Mórtimer, “relamiéndose el hocico”, “Que no habrán sido, reguau, mala compañía durante todo ese tiempo.”
   
Espartaco
(Kirk Douglas)
         El caso es que ya separados de Fido, el perro policía, los tres amigos (el Negro, Agilulfo y Mórtimer) observan, en el escaparate de “una tienda de electrodomésticos”, la emisión de un telediario que exhibe los recientes destrozos causados por la pandilla de Teo el killer. Según reporta el Negro: “Pegamos los tres el hocico al escaparate. Las imágenes mostraban un paisaje parecido a un campo de batalla: las puertas de un aprisco rotas, el suelo ensangrentado y media docena de ovejas panza arriba con cara de panolis, hechas cisco a dentelladas. Más muertas que mi abuela. Era evidente que alguien se había dado un buen festín con ellas. Después salía un pastor muy enfadado, hablándole al micrófono mientras señalaba la matanza. Y al cabo, entre dos humanos guardias civiles que vigilaban, la cámara se acercaba a la reja de una jaula.”
   En esa jaula hay dos cánidos presos, quizá los únicos sobrevivientes de la guerrilla. Uno es un perro chicuelo y el otro es Teo el frío killer. Según apunta el Negro: “A diferencia del pequeñajo, al que superaba en tres palmaos de estatura, mi antiguo amigo no intentaba congraciarse con nadie. Miraba a la cámara erguido y firme, desafiante, como diciendo: ‘Lo haría otra vez en cuanto me soltarais’. Nunca lo había visto tan imperturbable, tan seguro de sí. Permanecía sentado sobre las patas traseras, musculoso y duro, con las fauces ensangrentadas y aquellos ojos que seguían pareciendo cuajados de escarcha, pero que ahora mostraban un brillo entre resignado y divertido. Un relampagueo irónico.”
 
Espartaco
(Kirk Douglas)

Fotograma de Spartacus (1960)
        “Como Espartaco”, pontifica Agilulfo con admiración ante la mitificada imagen del esclavo rebelde e indómito, seguido hasta la muerte por su infame turba de nocturnas aves, las irrefrenables bestezuelas de la noche. Y esto basta para que también el Negro vea en la elección de Teo (y en su corto destino) una imagen indeleble y una historia poética y feliz que lo regocija y congratula. Que además es matizada y potenciada por la melancólica perspectiva de Agilulfo, que con su tendencia mitómana y cinéfila lo sitúa mucho más allá del planeta Tierra, en una lejana latitud de la bóveda celeste, que tal vez sólo ha sido vislumbrada por la perra Laika en su fugaz viaje sin retorno. “Ha visto atacar naves en llamas más allá de Orión”, ladra, parafraseando una de las últimas frases que, antes de morir, reza Roy Batty (el último androide Nexus 6) casi al final de la película de culto Blade Runner.
Roy Batty
(Rutger Hauer)


Fotograma de Blade Runner (1982)



Arturo Pérez-Reverte, Los perros duros no bailan. Alfaguara. 1ª edición mexicana. México, junio de 2018. 168 pp.