lunes, 1 de abril de 2019

Borges por él mismo

El verso es una cosa canturridora


Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires el jueves 24 de agosto de 1899 y falleció en Ginebra el sábado 14 de junio de 1986 (dos meses y diez días antes de su aniversario 87).
Jorge Luis Borges
Caricatura de Sábat
        En Madrid, para el orbe del idioma español (y más allá de él), la editorial Visor Libros publica la Colección Visor de Poesía/Serie El poeta en su voz —libros que “van acompañados con un CD, donde los propios autores leen sus textos”—, en cuya catálogo han aparecido antologías de Ángel González, Mario Benedetti/Daniel Viglietti, Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda, Federico García Lorca, Rafael Alberti, León Felipe, Pedro Salinas, Mario Benedetti, Pablo Neruda, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Augusto Monterroso, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Juan Rulfo y Jorge Luis Borges.

Colección Visor de Poesía núm. 428
Serie el Poeta en su Voz
Madrid, 1999
       Ilustrada la primera de forros por lo que semeja la firma del escritor y por una célebre caricatura de Hermenegildo Sábat, a quien no se le da crédito en el libro (se trata de un decrépito y arrugado Borges con bastón y alas de angelito mofletudo) —pero sí en la contraportada del disco compacto—, Borges por él mismo se editó por Visor, con el número 428 de la serie, en 1999, año de las múltiples y multitudinarias celebraciones del centenario de su natalicio. (El tecleador, por ejemplo, pudo observar en el Museo Rufino Tamayo, de la Ciudad de México, una efímera muestra de objetos personales y papeles manuscritos de Borges que le dieron la vuelta al mundo). No lo registra Visor Libros, pero Borges por él mismo es homónimo (o casi homónimo) de un casi olvidado elepé grabado y editado en 1967 por AMB, discográfica de Buenos Aires, Argentina; que a su vez es homónimo de un casi olvidado libro del crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal impreso en 1980, en Caracas, Venezuela, por Monte Ávila Editores; y en 1984, en Barcelona, España, por Editorial Laia; cuya casi olvidada primera versión apareció en francés, en 1970, editada en París por Éditions du Seuil con el número 86 de la colección “Écrivains de toujours”: Borgès par lui-même

   
Col. “Écrivains de toujours” núm. 86, Éditions du Seuil
París, 1970
        Pese a que en la página legal el copyright de 1995 acredita a la viuda María Kodama como la propietaria de los derechos de autor de Borges por él mismo (se dice, además, que ha sido “Reproducido por autorización de Alianza Editorial, S.A.”), el libro antológico (no obstante la singularidad invaluable de que el disco compacto que lo acompaña documenta, preserva y reproduce la voz del poeta ciego de Buenos Aires) no fue datado en Jorge Luis Borges: bibliografía completa (Buenos Aires, FCE, 1997), libro del argentino Nicolás Helft —“director de la Colección Jorge Luis Borges en la Fundación San Telmo”—, pues la consecutiva entrada: “LIBROS DE BORGES”, que parte de “1923”, sólo llega hasta “1993”. No obstante, esa supuesta Bibliografía completa (a falta de pan, tortilla) sigue siendo “una herramienta fundamental para investigadores, profesores, estudiantes, bibliotecarios y libreros”, con “más de 2700 entradas”; que además incluía un flamante y novedoso CD-ROM —para uso en “computadoras tipo PC, con sistema operativo 3.1 o superior (por ejemplo, Windows 95)”—, vertiginosamente obsoleto ante el desarrollo de los sistemas operativos de Microsoft (y de Macintosh) y a los modos de navegar (y resguardar) en internet y en la nube, pero que por entonces pretendía ser: “La más poderosa base de datos para organizar toda la obra”.
Col. Tezontle, FCE
Buenos Aires, 1997
         Vale añadir que el citado elepé de 1967, curiosamente, sí fue datado en Jorge Luis Borges. Bibliografía total. 1923-1973 (Buenos Aires, Casa Pardo, 1973), libro del crítico argentino Horacio Jorge Becco. En este sentido, se lee entre las páginas 107-108: 

Jorge Luis Borges por él mismo. Buenos Aires, J. AMB, Discográfica, 1967. Disco, 123-1 [sic] Documentos, 33 r.p.m. Alta fidelidad.
   
Página 107 de
Jorge Luis Borges. Bibliografía total. 1923-1973
(Casa Pardo, Buenos Aires, 1973)
       “Nota: Segunda edición con nuevos poemas, diciembre 1967. Foto: Francisco Ferrer; Diseño gráfico, Lorenzo Amengual; Semblanza en estuche de José Edmundo Clemente.
    “Contenido: Lado 1: 1) El general Quiroga va en coche al muere; 2) Poema conjetural; 3) Fundación mítica de Buenos Aires; 4) Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad; 5) Página para recordar al coronel Suárez, vencedor en Junín; 6) El Gólem; 7) A Leopoldo Lugones.
    “Lado 2: 1) Borges y yo; 2) Milonga de los dos hermanos; 3) Milonga de Jacinto Chiclana; 4) La noche que en el sur [sic] lo velaron; 6 [debería leerse 5]) Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges; 6) Límites; 7) Del rigor de la ciencia; 8) Cuarteta: 9) El poeta declara su nombradía; 10) Le regret d’Héraclite; 11) Everness; 12) Spinoza; 13) Poema de los dones.
   
Página 108 de
Jorge Luis Borges. Bibliografía total. 1923-1973
(Casa Pardo, Buenos Aires, 1973)
       “La mayoría de los poemas están precedidos por un comentario del autor.
    “Aclaración complementaria: En la primera edición, mayo 1967, se incluían los siguientes poemas [además de los anteriores], que luego fueron modificados: Un soldado de Urbina; A un viejo poeta; Baltasar Gracián; El tango; Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y tantos; La noche cíclica; A un poeta menor de la antología.”  
 
Colección Visor de Poesía núm. 428
Serie el Poeta en su Voz
Madrid, 1999
(Contraportada del CD)
        El título Borges por él mismo, tanto el libro como el disco compacto editados por Visor, reúnen veinte textos pertenecientes a cinco libros de Jorge Luis Borges —los mismos veinte textos (y en el mismo orden no cronológico) del susodicho elepé de diciembre de 1967. Y en la versión impresa se distinguen por las omisiones y erradas atribuciones editoriales; lo cual implica que María Kodama y los dizque “primermundistas” editores de Visor Libros (y su legión de subterráneos e insomnes galeotes) no hicieron la elemental revisión, el elemental cotejo y la debida corrección siguiendo lo asentado por Borges en el tomo de sus Obras completas (amorosamente dedicas a su madre y que es un modelo de íntima y filial gratitud), cuya primera impresión de Emecé Editores data de 1974. Era “Un grueso volumen único encuadernado y en papel biblia” (Monegal dixit) que doña Leonor Acevedo de Borges conservó junto a su cama hasta el día de su muerte. (Murió a los 99 años el 8 de julio de 1975.)
Borges y su madre en su departamento mínimo en el sexto piso de Maipú 994, a dos pasos de la Plaza San Martín”.
        De Luna de enfrente (1925) figuran los poemas: “El general Quiroga va en coche al muere” y “Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad”. De Cuaderno San Martín (1929) los poemas: “Fundación mítica de Buenos Aires” y “La noche que en el Sur lo velaron”, que aparece con la dedicatoria a “A Leticia Álvarez de Toledo”, pero sin el pie del libro al que pertenece desde 1929. De El hacedor (1960): “A Leopoldo Lugones”, la dedicatoria del libro, que es una prosa poética fechada en “Buenos Aires, 9 de agosto de 1960”; el poema en prosa “Borges y yo”; el poema “Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges (1833-1874)”, homenaje a la mítica heroicidad y valentía de su abuelo paterno, esposo de su abuela inglesa Fanny Haslam (1842-1935), de quien en la infancia el pequeño Georgie aprendió el habla del inglés y “a leer en inglés antes que en español”; el celebérrimo “Poema de los dones”, pero sin la consabida dedicatoria a María Esther Vázquez, que sí se lee en la página 809 del volumen de sus Obras completas. El tomo del reseñista es la catorceava edición y data de “septiembre de 1984”; no obstante, ya no figura en la póstuma (y redividida) reedición de “abril de 2005” impresa en Argentina por Emecé Editores bajo los oficios y el visto bueno de María Kodama. En torno al “Poema de los dones” y la extirpación de la dedicatoria (repetida en otros libros y antologías) apunta María Esther Vázquez en la página 208 de su biografía Borges. Esplendor y derrota (Barcelona, Tusquets, 1996): “En diciembre de 1958 Borges escribió el ‘Poema de los dones’ incluido en El hacedor, que apareció en 1960. Posteriormente y en ediciones sucesivas, Borges me lo dedicó. Dedicatoria que persistió hasta su muerte; luego fue borrada. El editor B. del Carril [de Emecé] dijo que fue una orden dada por quien ha heredado los derechos de Borges, María Kodama.”

   
Borges y María Esther Vázquez en Villa Silvina
(febrero de 1964)
Foto: Adolfo Bioy Casares
         También de El hacedor figuran en Borges por él mismo cuatro textos breves de la sección “Museo” (con sus respectivos pies imaginarios): “Del rigor de la ciencia”, “Cuarteta”, “El poeta declara su nombradía” y “Le regret d’ Héraclite”. 
     De El otro, el mismo (1964): “Poema conjetural”, que en Borges por él mismo erróneamente se atribuye o se ubica en Cuaderno San Martín (1929), pese a que Borges lo fechó en “1943”; fecha omitida por los editores de Visor; además de que según se lee en las páginas 65 y 214 de la Bibliografía completa de Nicolás Helft, se publicó por primera vez el 4 de julio de 1943 en el periódico porteño La Nación. De El otro, el mismo sigue: “Página para recordar al coronel Suárez, vencedor en Junín”, homenaje a su bisabuelo materno el coronel Manuel Isidoro Suárez (1799-1846), que Visor también atribuye al susodicho poemario de 1929, pese a que está fechado en “1953”; fecha que asombrosa y contradictoriamente en Borges por él mismo se lee junto a la errada atribución; y según se apunta en la página 347 de Borges en Sur (Buenos Aires, Emecé, 1999), se publicó por primera vez en el número 226 de la revista Sur, correspondiente a enero-febrero de 1954; además de que allí también se acrecita que desde 1964 es parte de El otro, el mismo, lo cual coincide con la datación de Nicolás Helft (op. cit., p. 76 y 211). 
   
Borges por él mismo (Visor, 1999)
Páginas 14 y 15
         De El otro, el mismo sigue “El Golem”, poema fechado en “1958”; “Límites”, poema publicado por primera vez el 30 de marzo de 1958 en La Nación, que erróneamente Visor ubica en El hacedor (1960), pues además de que nunca fue parte de éste, también desde 1964 se halla en El otro, el mismo (Nicolás Helft, op. cit., p. 80 y 198). De tal libro siguen los sonetos: “Everness” y “Spinoza”. Y de Para las seis cuerdas (1965): “Milonga de dos hermanos” y “Milonga de Jacinto Chiclana”.  
Detalle de la contraportada del elepé
       Tal índice de veinte textos —en el libro y en el disco compacto Borges por él mismo— basta para que ciertos borgeanos asentados en México se percaten de que se trata de la misma antología otrora editada en elepé (con un cuaderno adjunto) por Difusión Cultural de la UNAM dentro de la serie Voz Viva de América Latina. Es decir, se hizo tal vinilo de larga duración a través de “un convenio entre la Universidad Autónoma de México y AMB Discográfica de Buenos Aires, Argentina”, cuya primera edición —con el número 13 de la serie— data de 1968, y la segunda y última de 1982. (Elepé y cuaderno adjunto, vale subrayarlo, no datados por Horacio Jorge Becco ni por Nicolás Helft.)

Esto permite observar varios puntos de comparación. Si bien el disco compacto preserva la grabación mucho pero mucho más tiempo que el elepé (a lo que se añade la fácil y vertiginosa manipulación digital que ha hecho posible que el común de los mortales de la aldea global escuchen tales grabaciones en YouTube), la factura del cuaderno adjunto editado por la UNAM es mucho mejor que la factura del libro Borges por él mismo. Además de los citados descuidos editoriales de Visor Libros, tal empresa se limita a antologar los textos que Borges dijo durante la grabación, pero no se transcribieron las variantes con que los recitó de memoria, ni los seis comentarios que improvisó en el estudio. Mientras que el cuaderno que acompaña al elepé editado por la UNAM incluye, a modo de prefacio, un sesudo ensayo que el narrador mexicano Salvador Elizondo firmó en “Oberengadin, Suiza, 15 de febrero, 1968”. Pero además de la transcripción de los textos que Borges recita de memoria en el vinilo, se lee una anónima “NOTA DEL EDITOR”, firmada en “México, D.F., agosto de 1982”, que declara a la letra: 
Jorge Luis Borges, Octavio Paz y Salvador Elizondo
(Capilla del Palacio de Minería de la Ciudad de México, 1981)
Foto: Paulina Lavista
       “En la presente reedición transcribimos los seis comentarios improvisados por el autor en el momento de la grabación de este fonograma y que (a excepción del primero) preceden a los textos.

“Para la escritura de los poemas se respetó la versión del propio Borges, sus adiciones y omisiones. En notas a pie de página señalamos las variantes, en relación con las Obras completas de Jorge Luis Borges, publicadas por Emecé Editores, S.A., Buenos Aires, 1977.”
Vale apuntar que la transcripción de los seis comentarios que Borges improvisó durante la grabación figuran así: “Comentario I”, al término de “El general Quiroga va en coche al muere”; “Comentario II”, al inicio de la “Fundación mítica de Buenos Aires”; “Comentario III”, al principio de “El Golem”; “Comentario IV”, al inicio de “Milonga de dos hermanos”; “Comentario V”, al iniciar “Límites”; y el “Comentario VI” al comienzo del “Poema de los dones”. (Comentarios audibles en el disco compacto y en YouTube.)
El joven Borges en Mallorca (1919)
        En “A manera de profesión de fe literaria”, un ensayo que el joven Borges publicó el 27 de junio de 1926 en el periódico porteño La Prensa, incluido por él (con el título reducido) en El tamaño de mi esperanza (Buenos Aires, Editorial Proa, 1926) —su segundo libro de ensayos, proscrito por él del citado volumen único de sus Obras completas, pero reeditado por María Kodama en 1993 a través de Seix Barral—, además de decir que “el verso es una cosa canturridora que anubla la significación de las voces” (lo cual no siempre es así y la voz de Borges es un ejemplo), formula una especie de declaración de principios: “Este es mi postulado: toda literatura es autobiográfica, finalmente. Todo es poético en cuanto nos confiesa un destino, en cuanto nos da un vislumbre de él.”

      A estas alturas del vertiginoso y volátil siglo XXI, cuando en toditita la minúscula, expoliada y recalentada aldea global se han multiplicado como rosquillas o enervantes hongos las biografías de Borges, los ensayos sobre su obra, los libros de entrevistas, sus conferencias, sus clases magistrales, ciertas cartas y fotografías, los volúmenes de sus Obras completas, y los tomos que compilan sus mil y un textos dispersos y exhumados de las polvorientas catacumbas —¡recontra interminable biblioteca de senderos que eternamente se bifurcan!: laberinto de tiempo y laberinto de laberintos: “un sinuoso laberinto creciente que abarca el pasado y el porvenir y que implica [...] de algún modo los astros”)—, se requetesabe y recontrasabe que su obra narrativa, ensayística, periodística, editorial, antologadora y poética es esencialmente autobiográfica.
En este sentido, casi resulta tautológico decir que uno de los lúdicos y cognoscitivos meollos que implica leer (o volver a leer) a Borges es desvelar o descubrir las múltiples y a veces crípticas implicaciones y alusiones (autobiográficas, históricas, sociales, políticas, ideológicas, estéticas y literarias) que conllevan u ocultan la urdimbre de sus textos. 
(Seix Barral, 2006)
       Entre los más aventurados están sus biógrafos y sus eruditos ensayistas (a veces abstrusos); y entre ellos destaca el británico Edwin Williamson con su Borges, una vida (Buenos Aires, Seix Barral, 2006); biografía traducida del inglés al español por Elvio E. Gandolfo, apuntalada por éste y por el biógrafo (más otros amanuenses y diosecillos bajunos) y por ende es “una edición corregida y aumentada con respecto a la edición original en inglés” publicada en 2004, en la que Edwin Williamson, para pergeñar sus aseveraciones y sus sugestivas hipótesis y conjeturas, ha aprovechado un extraordinario caudal de testimonios, documentos, libros y volúmenes compilatorios, ensayísticos y biográficos que hace unos años no existían.  


Jorge Luis Borges, Borges por él mismo. Incluye un disco compacto con la voz del autor. Colección Visor de Poesía/Serie El poeta en su voz, núm. 428. Visor Libros. Madrid, 1999. 48 pp. 


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La hija de Rappaccini


Creció en mi frente un árbol
                                           
I de III
1956 es el año de la primera edición, en el FCE, del ensayo El arco y la lira (corregido y aumentado en 1967), la poética del poeta y ensayista Octavio Paz (1914-1998), que se complementa con Los hijos del limo (Seix Barral, 1974) y con “Poesía y fin de siglo”, ensayo incluido en La otra voz (Seix Barral, 1990). Pero también es el año de “La hija de Rappaccini” —el único drama teatral escrito por él—, cuyo estreno se sucedió el 30 de julio de 1956 en el Teatro del Caballito de la Ciudad de México dentro del segundo programa de Poesía en Voz Alta, con la dirección de Héctor Mendoza, la escenografía y el vestuario de Leonora Carrington y la música incidental de Joaquín Gutiérrez Heras. Y el año de su publicación en el número 7 de la Revista Mexicana de Literatura, correspondiente a septiembre-octubre de 1956, coeditada por Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo.
 
Nathaniel Hawthorne
(1804-1864)
        El libreto “La hija de Rappaccini” es la adaptación dramática del cuento “Rappaccini’s Daughter” que el norteamericano Nathaniel Hawthorne publicó en su libro Mosses from an Old Manse (1846), traducido por Marcelo Cohen como Musgos de una vieja casa parroquial (Acantilado, 2009) y por Rafael Lassaletta como Musgos de una vieja rectoría (Valdemar, 2015). “La hija de Rappaccini” es, asimismo, el título de un cuadro del pintor Roger von Gunten basado en la obra de Octavio Paz; y es, también, el nombre de la adaptación de tal libreto que hizo el dramaturgo Juan Tovar para la homónima ópera en dos actos del músico y compositor Daniel Catán, estrenada el jueves 25 de abril de 1991 en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México.

     
En 1958 “Ante la casa de Ireneo Paz, su abuelo paterno,en la que hoy es la Plaza Valentín Gómez Farías.” 
Donde el poeta vivió en la infancia, en la adolescencia y en la primera juventud.
Foto de Ricardo Salazar incluida en Octavio Paz, entre la imagen y el hombre (CONACULTA, 2010),
iconografía en blanco y negro seleccionada y prologada por Rafael Vargas.
      Junto a la inefable calidad de la poesía de Octavio Paz —piénsese, por ejemplo, en los textos de La estación violenta (FCE, 1958), en “Nocturno de San Ildefonso” y en algunos poemas de Árbol adentro (Seix Barral, 1987)—, y junto a los alcances de su vasta y controvertida labor crítica y ensayística, el libreto “La hija de Rappaccini”, al ser el único resulta un homúnculo (“especie de duendecillo que pretendían fabricar los brujos de la Edad Media”, reza la obsolescente antigualla del Pequeño Larousse) y en consecuencia es una curiosidad dentro de la escritura del Premio Nobel de Literatura 1990, quien la incluyó —con fecha de 1956 y dedicado a la pintora y escultora surrealista Leonora Carrington— en el onceavo volumen de sus Obras completas: Obra poética I (1935-1970), impreso en Barcelona, en 1996, por Círculo de Lectores, y en México, en 1997, por el Fondo de Cultura Económica.

      
(FCE, 2ª edición, México, marzo 31 de 1997)
        “La hija de Rappaccini”, el libreto de Octavio Paz, fue antologado por Maruxa Vilalta en la Primera antología de obras en un acto (1959), Colección de Teatro Mexicano dirigida por Álvaro Arauz; y por Antonio Magaña-Esquivel en el tomo V de Teatro mexicano del siglo XX (FCE, 1970). Y sólo hasta 1990 se publicó en un libro impreso por Ediciones Era; en cuya portada de la coedición de 2008 pergeñada entre Era y El Colegio Nacional se aprecia una foto en blanco y negro de la histórica puesta en escena de “La hija de Rappaccini”, en 1956, dentro del segundo programa de Poesía en Voz Alta; y en la contraportada se lee una nota donde Octavio Paz acota y alecciona sobre su libreto (nota no incluida en el onceavo volumen de sus Obras completas): 

Portada de la coedición del Colegio Nacional y Ediciones Era (2008).
Foto de la puesta en escena de 
“La hija de Rappaccini, en 1956,
dentro del segundo programa de Poesía en Voz Alta.
          “Adaptación de un cuento de Nathaniel Hawthorne, mi pieza sigue la anécdota, no el texto ni su sentido: son otras mis palabras y otra mi noción del mal y del cuerpo. La fuente de Hawthorne —o la fuente de las fuentes— está en la India. Mudra Rakshasa (El sello del anillo de Rakshasa), del poeta Vishakadatta, que vivió en el siglo IX, es un drama político que tiene por tema la rivalidad de dos ministros. Entre las estratagemas de que se vale uno de ellos para vencer a su rival se encuentra el regalo de una deseable muchacha alimentada con venenos. El tema de la doncella convertida en viviente frasco de ponzoña es popular en la literatura india y aparece en los Puranas. De la India pasó a Occidente y, cristianizado, figura en la Gesta Romanorum y en otros textos. En el siglo XVII Burton recoge el cuento en The Anatomy of Melancholy y le da un carácter histórico: Porus envía a Alejandro una hermosa muchacha repleta de veneno. Thomas Browne repite la historia: ‘Un rey indio envió a Alejandro una hermosa muchacha alimentada con acónito y otros venenos, con la intención de destruirlo, fuese por medio de la copulación o por otro contacto físico.’ Browne fue la fuente de Hawthorne.



II de III
El libreto “La hija de Rappaccini” de Octavio Paz es una especie de fábula, una “pieza en un acto” con IX escenas, un “Prólogo”, un “Epílogo”, y seis personajes: El mensajero (ser intemporal); Isabel (criada vieja); Juan (estudiante de jurisprudencia oriundo de Nápoles); Rappaccini (célebre médico en Padua); Beatriz (hija de Rappaccini); y Baglioni (doctor de la facultad de medicina). Todo ocurre con celeridad en un ámbito fantástico, herbolario y arbóreo ubicado en Padua. Los protagonistas no tienen carne ni huesos, son artificiales, alegorías de los sentimientos humanos, de la controvertida ética de la indagación científica, y de las fronteras y vínculos morales entre la vida y la muerte, entre un padre y su hija, y entre una volátil y joven pareja de recién enamorados. Bajo el tamiz y el trazo de una visión y aliento poético, los personajes poetizan a cada instante: todos hablan como poetas, con infalible prosa poética o poemas en prosa. 
La otra voz, es decir, la música y tesitura de la poesía de Octavio Paz se escucha y aletea aquí en líneas y pasajes; el simple mortal y el lector de alto pedorraje pueden reconocerlo, oír la “raíz del hombre” que indujo la pulsión y el latir de la pluma y el fluir de la tinta: “se oye como quien oye llover”, “el laberinto de la soledad”, “el cántaro roto”, su “libertad bajo palabra”, quedarse con la pedrería (“¿no hay salida?”), con las “semillas para un himno entre ruinas”. 
Octavio Paz y Elena Garro en 1937
       Por ejemplo, en el primero de los cuatro poemas (escritos entre 1935 y 1936) que integran Raíz del hombre —título de su tercera plaquette publicada en 1937 con el sello de Simbad e integrada como sección en Libertad bajo palabra. Obra poética (1935-1957) (FCE, 1960)—, la voz poética canta: 


        Más acá de la música y la danza,
         aquí, en la inmovilidad,
         sitio de la música tensa,
         bajo el gran árbol de mi sangre,
         tú reposas. Yo estoy desnudo
         y en mis venas golpea la fuerza,
         hija de la inmovilidad.

         Este es el cielo más inmóvil,
         y ésta la más pura desnudez.
         Tú, muerta, bajo el gran árbol de mi sangre.

         Mientras que en los dos parlamentos con los que en la “Escena IX” casi termina La hija de Rappaccini, como si Octavio Paz hubiera urdido un diálogo entre los cuatro poemas de Raíz del hombre y el libreto teatral, Beatriz, la bella tarántula o enigmática flor envenenada y venenosa en esa romántica e inextricable comunión de muerte y vida que es su suicidio: su entrega y abandono al árbol fantástico de sus días y sus noches y de sus pulsiones más íntimas y oscuras (su árbol adentro), monologa y canta lo siguiente: 

“No, regreso a mí misma. Al fin me recorro y me poseo. A oscuras me palpo, a oscuras penetro en mi ser y bajo hasta mi raíz y toco el lugar de mi nacimiento. Estatua, sangre sin salida, isla, peñasco solitario, torre de llamas: en mí empiezo y en mí termino. Me ciñe un río de cuchillos, soy intocable [...]
        “Ya di el salto final, ya estoy en la otra orilla. Jardín de mi infancia, paraíso envenenado, árbol, hermano mío, hijo mío, mi único amante, mi único esposo, ¡cúbreme, abrázame, quémame, disuelve mis huesos, disuelve mi memoria! Ya caigo, ¡caigo hacia dentro y no toco el fondo de mi alma!”

No obstante, vale observar que en el epicentro del apasionado, onírico y ardiente fantaseo que en la “Escena VI” dialogan Juan y Beatriz (cuyos arquetipos son el Cantar de los cantares y de Romeo y Julieta), ambos urden la platónica telaraña, inasible y evanescente, de una comunión arbórea y amorosa aparentemente inextricable y sin fin: 

Octavio Paz y Elena Garro en 1937
        “JUAN. Rodearte como el río ciñe a una isla, respirarte, beber la luz que bebe tu boca. Me miras y tus ojos tejen para mí una fresca armadura de reflejos. Recorrer interminablemente tu cuerpo, dormir en tus pechos, amanecer en tu garganta, ascender el canal de tu espalda, perderme en tu nuca, descender hasta tu vientre... Perderme en ti, para encontrarme a mí mismo, en la otra orilla, esperándome. Nacer en ti, morir en ti. 

“BEATRIZ. Girar incansablemente a tu alrededor, planeta yo y tú sol
“JUAN. Frente a frente como dos árboles
“BEATRIZ. Crecer, echar hojas, flores, madurar
“JUAN. Enlazar nuestras raíces
“BEATRIZ. Enlazar nuestras ramas
“JUAN. Un solo árbol
“BEATRIZ. El sol se posa en nuestra copa y canta
“JUAN. Su canto es un abanico que se despliega lentamente
“BEATRIZ. Estamos hechos de sol
“JUAN. Caminamos y el mundo se abre a nuestro paso
“BEATRIZ. (Despertando.) No, eso no. El mundo empieza en ti y acaba en ti. Y este jardín es todo nuestro horizonte.
“JUAN. El mundo es infinito; empieza en las uñas de los dedos de tus pies y acaba en la punta de tus cabellos. Tú no tienes fin.”

     
Teatro del Caballito (donde estuvo la Sala Guimerà)
Ciudad de México
Allí, el 30 de julio de 1956 se estrenó 
“La hija de Rappaccini”,
el único libreto teatral escrito por Octavio Paz.
         No obstante, considerado dentro de la estructura y el decurso de la obra, el lenguaje poético, para ciertos naturalistas y realistas obtusos, quizá resulte retórico y muy recitado o muy ampuloso y artificial para significar el intríngulis que los protagonistas se dicen unos a otros. Ante esto, vale volver a recordar que la obra fue escrita y montada para el segundo programa de Poesía en Voz Alta, el legendario e histórico experimento poético y teatral de los años 50 del siglo XX concebido en el seno del teatro universitario de la UNAM, y que sobre ello el historiador y crítico teatral Antonio Magaña-Esquivel, en el citado tomo V de Teatro mexicano del siglo XX —donde también fue antologado “La señora en su balcón” (1960), libreto de Elena Garro—, anotó lo siguiente sobre “La hija de Rappaccini”:

“Se advierte en Octavio Paz el afán de renovar la función poética del drama, sacar a la poesía de su soledad, de su clandestinidad, para recuperar acción y procurar la reconciliación de los términos poesía-teatro.”
Vale añadir que en el cuarto programa de Poesía en Voz Alta, “ya casi sin el patrocinio de la UNAM”, el 19 de junio de 1957 en el Teatro Moderno de la Ciudad de México participó Elena Garro, “también bajo la dirección de Héctor Mendoza”, con sus primeros libretos: “Andarse por las ramas”, “Los pilares de doña Blanca” y “Un hogar sólido”, luego reunidos por ella, con otras tres obras en un acto, en Un hogar sólido (UV, 1958), su primer libro. Cuya segunda y última edición la Universidad Veracruzana publicó en 1983, en Xalapa, con seis piezas más y una serie de viñetas del pintor y escultor Juan Soriano.


III de III
Se puede decir que una especie de fantasmal e híbrido de aromática flor negra y tóxica tarántula sigue recorriendo la urdiembre maldita y las oscuras nervaduras y profundidades de La hija de Rappaccini”, que su terrible, magnético y enervante efluvio odorífico no ha perdido actualidad y quizá nunca lo pierda mientras el solitario planeta Tierra esté infestado por la beligerante y corrosiva plaga humana.
El mensajero —personaje inmaterial de La hija de Rappaccini— juega el papel que en el teatro otrora jugó el coro griego. El mensajero es un ente hermafrodita ataviado con los arcanos del Tarot. No es Dios, pero es omnisciente, eterno y ubicuo. A él le corresponde, como cronista intemporal, resumir, acotar e interpretar los trasfondos, sueños, deseos y sucesos que se dialogan y establecen entre los protagonistas. Para ello, al principio, traza y cierne la fatalidad cósmica que cifran los designios de los personajes: el centro de la danza (vida y muerte) que rige el movimiento de los astros, del mar y de la naturaleza terrestre. El centro de la danza cósmica es la Reina nocturna, la dama infernal, la estrella fija, la lunar piedra de sol (una especie de diosa hindú de mil rostros y brazos —caprichosamente podría decirse y parafrasearse— pariente o descendiente de Mutra, amorosa madre a un tiempo engendradora y destructora), “que duerme la mitad del año y luego despierta ataviada de pulseras de agua, alternativamente dorada y oscura, en la mano derecha la espiga solar de la resurrección”; y el Rey de este mundo, su enemigo, está “sentado en su trono de estiércol y dinero, el libro de las leyes y el código de la moral sobre las rodillas temblorosas, el látigo al alcance de la mano —el Rey justiciero y virtuoso, que da al César lo que es del César y niega al Espíritu lo que es del Espíritu”.
En ese contexto simbólico, complejo, abstruso, ominoso, beligerante y contradictorio, el doctor Rappaccini, célebre en Padua, quien ha concebido curas sorprendentes ante el respeto y el repudio de los colegas de su tiempo, es una mezcla de alquimista, farmacéutico, médico y botánico. En el jardín de su casa-laboratorio cultiva una serie de hierbas, plantas, árboles y flores insólitas inventadas por él. Todo ese herbario, atractiva y enigmáticamente aromatizado, es inmortal, venenoso, repulsivo y antiestético a simple vista. Allí no zumban las moscas ni las abejas. No cantan los grillos ni las cigarras. No hay insectos ni lagartijas, ni ningún tipo de pájaros ni arácnidos astronautas. No hay rosas ni margaritas ni violetas, ni ningún ejemplar de flor silvestre y mucho menos de onírica flor de Coleridge. Pero la más preciada y seductora de las flores del mal creadas por él es nada menos que Beatriz, su aromática hija. 
Irresistiblemente bella y fragante, Beatriz semeja una flor letal que a la vez es una mefítica y hermosa tarántula, cuya condena es subsistir en el inframundo de los hilos de la telaraña de ese laberinto de la soledad, creado para la megalomanía y el egocéntrico beneficio de los experimentos y pesquisas de su padre. A través de esos malabares con la vida y la muerte, el doctor Rappaccini busca la vida eterna: el elíxir de la larga vida, casi como en las laberínticas catacumbas el jorobado y subterráneo nigromante busca la piedra filosofal: el poder de transmutar los metales en oro. Todo sugiere que a través de ese plantío y de su hija, su conejillo de indias, casi lo ha conseguido. Beatriz ha sido nutrida con los venenos y con las olorosas ponzoñas del jardín, cuyo epicentro es un árbol fantástico; por ende, para sobrevivir, ella necesita esas texturas, esas savias y esos efluvios. Las emanaciones de su aliento, enervantes y perfumados, al mínimo soplo ennegrecen y marchitan un ramo de rosas en su arríate o recién cortadas. 
Todo sugiere que nadie puede acercársele y tocarla con la punta de los dedos porque enloquecería o moriría con enfermedades como la lepra, la peste, el tifo, “las arañas del delirio” o “la baba verde”. Así, parece una descendiente o lejana hermanastra de la mítica mandrágora, esa planta maldita de forma humana descrita por Margarita Guerrero y Jorge Luis Borges en el Manual de zoología fantástica (FCE, 1957), y que según las inmemoriales y antiguas leyendas crecía al pie de las horcas, precisamente del semen que los ahorcados lanzaban o dejaban escurrir sobre la tierra segundos antes de morir. 
Mandrágora femenina
         Según esto, las hojas de la mandrágora son útiles para fines narcóticos, curativos, mágicos y laxantes. La fuerza de su olor deja mudas a las personas. Grita y muere cuando la arrancan. Y su grito enloquece a quienes lo oyen. Por ello sólo puede ser arrancada de la tierra por medio de perros suicidas debidamente entrenados que mueren al instante. Beatriz, en su calidad de peligrosa mandrágora, es víctima y culpable aunque se piense inocente y pura; acepta su condena de flor del mal, de “manzana envenenada”, de “isla maldita”, de mortífera tarántula, la soledumbre, brindando a su hermano que la nutre: el solitario árbol fantástico plantado en medio del jardín, su nostalgia por el amor de un príncipe azul, no del Paraíso ni de un cuento de hadas con eterno final feliz, sino de carne y hueso y por ende susceptible de amar y ser amado.

Cuando éste se le aparece en la figura de Juan, el estudiante de derecho oriundo de Nápoles, no puede eludir el influjo de la seducción amorosa ni caer en las telarañas del deseo; es decir, pese a que Beatriz se sabe una especie de mortal mandrágora (con seductor canto de sirena) frente a los simples humanos, no puede detenerse ante lo que exigen las pulsiones más íntimas de su cuerpo y de sus recónditos sentimientos. Pero cuando Juan, que parecía haberse enamorado de ella hasta el límite de renunciar a su propia vida (según presupone el canon de la ideal y platónica pasión romántica), descubre que la fémina lo ha convertido en un bicho venenoso, que sin consultarlo lo ha atrapado en los hilos negros y transparentes de esa telaraña-laberinto y odorífico herbario de la muerte y que ahora su propio aliento ennegrece y marchita a una flor húmeda por las gotas del rocío; entonces la insulta, la desprecia, le grita, le sorraja y le escupe su dizque respeto por la vida de los otros, que en realidad maquilla y disfraza su aprehensión hacia sí mismo, su egoísmo que lo impele a rechazar su conversión —gracias a los entomológicos oficios del doctor Rappaccini— en un insecto mortífero atrapado sin salida en ese delirante laberinto de soledad y telaraña del mal. Pero sobre todo lo induce a renunciar y a odiar a esa paradójica, aromática y atractiva mujer, a esa negra tarántula, mantis religiosa o esplendente flor supuestamente amada y amorosa, que lo conducía, como un minúsculo gusano ciego y por el costo de su libre albedrío y de su libertad, hacia el encierro, hacia el silencio sin retorno donde se oscurece y diluye el sentido y para siempre, no sin antes acceder, por breves y vaporosos instantes, a la intensidad del placer, que quizá sea la única comunión carnal y amorosa que permite a la pareja vislumbrar, en ínfimos y fugaces segundos, el misterio e inescrutable sentido de lo eterno, si es que tal entelequia existe o es posible.
        Beatriz, encarnando el arquetipo de la frustrada pasión romántica, ante el rechazo, la incomprensión y la pérdida del sujeto amado, decide suicidarse con un antídoto que en ella funciona como veneno. Pero su muerte es también un paradójico abandono y entrega a otra vida (sin vida), una entrega incestuosa al árbol fantástico de ese jardín del mal, su árbol adentro, su otro yo al que día a día solía confesarle sus sueños y secretos. Íntima comunión que recuerda lo que se lee en los versos de “Árbol adentro”, poema que Octavio Paz incluyó en su libro homónimo de 1987 (el último poemario que publicó): 

Creció en mi frente un árbol.
Creció hacia dentro.
        Sus raíces son venas,
        nervios sus ramas,
        sus confusos follajes pensamientos.
        Tus miradas lo encienden
         y sus frutos de sombras
        son naranjas de sangre,
        son granadas de lumbre.

        Amanece
        en la noche del cuerpo.
        Allá adentro, en mi frente,
        el árbol habla.

        Acércate, ¿lo oyes?

        
Octavio Paz el 9 de agosto de 1977
Foto: Manuel Álvarez Bravo
       Ese árbol fantástico, engendro del pesadillesco y aromático laboratorio-jardín del doctor Rappaccini, fue el único amante incestuoso que tuvo Beatriz: la nutría con sus venenos, con su presencia, con su mudo vocabulario, y con sus sordos y elocuentes oídos; y al que ahora, con su muerte, reconoce como esposo amado, padre, hijo y hermano, y que con su entrega se poseen, se deja poseer hasta perderse entre sí y por los siglos de los siglos en la telaraña del críptico e inaudible lenguaje de los árboles

Ante el drama de Beatriz, el doctor Rappaccini se desespera, trata de salvarla y de salvar al jovenzuelo, objeto de la pasión de su hija, pero más que por ella, por su apego hacia sí mismo, para evitar que lo deje extraviado en su propio laberinto de la soledad. “Hija, ¿por qué me has abandonado?”, es lo último que dice ante su irreparable pérdida.
        En el centro gravitacional de toda esa danza macabra, de toda la exaltación de egoísmos confrontados, de contradicciones, debilidades y ambiciones humanas, lo terrible y siniestro —más allá de las limitaciones, de las necesidades afectivas y sexuales de Beatriz y de su inequívoca falta de ética— se vislumbra y advierte en lo que en un instante Juan, el amante engañado, le replica a ella (y ante lo cual la contradictoria fémina se lavaba las manos con la máscara de la inocencia, de la pureza y la bondad): “Este jardín es un arsenal. Cada hoja, cada flor, cada raíz, es un arma mortal, un instrumento de tortura. Nos paseamos muy tranquilos por la casa del verdugo y nos enternecemos ante sus creaciones...” 
      Tiene razón el doctor Rappaccini cuando dice que “la esfera [cósmica] está hecha de muerte y vida”, y que “lo que para unos es vida, para otros es muerte”. Pero resulta estremecedor (y muy elocuente como minúsculo e infinitesimal espejo de la espiral de la historia) que para satisfacer sus egocéntricas y caprichosas investigaciones y sus razonamientos científicos (sin escrúpulos de ninguna especie) haya utilizado la vida de otros humanos y la de su propia hija. “La razón cría monstruos”, acota el doctor Baglioni, uno de los personajes, lo cual, por analogía, evoca el sentido profundo y tenebroso de El sueño de la razón produce monstruos, que tal vez sea el más célebre de los ochenta Caprichos (1799) del pintor y grabador español Francisco de Goya y Lucientes. 
El sueño de la razón produce monstruos (1799)
Grabado de Francisco de Goya y Lucientes
       Y el cuestionamiento a la ética de los procedimientos de la razón científica (no siempre pura ni benévola) se hace todavía más patente, si se fantasea en la multiplicación de ese herbazal deletéreo, enervante y aromático convertido en infalible y masiva arma al servicio de los militares (de la supuesta inteligencia o no) que manipulan y ningunean no sólo las naciones más poderosas, belicosas y genocidas del solitario y sangriento globo terrestre; o en el remoto caso (suena a argumento de novela underground o de película de ciencia ficción hollywoodense) de que se llegase a la posibilidad de fabricar ejércitos de homúnculos capaces de “secar las cosechas y envenenar las fuentes”, de asesinar con el tacto y con el sopor atractivo de sus alientos.


Octavio Paz, La hija de Rappaccini, en Obra poética I (1935-1970), p. 235-260, undécimo volumen de Obras completas. Edición del autor. Círculo de lectores/FCE. México, marzo 31 de 1997. 



martes, 5 de marzo de 2019

Mary Wollstonecraft / Mary Shelley

Todo cabe en un jarrito

I de XII
En 2015 a la norteamericana Charlotte Gordon (Saint Luis, Missouri, 1962) se le otorgó en su país el Premio del Círculo Nacional de Críticos del Libro, en el área de biografía, por su volumen: Romantic Outlaws: The Extraordinary Lives of Mary Wollstonecraft and Mary Shelley, editado ese año en Nueva York por Penguin Random House. Y traducido al español por Jofre Homedes Beutnagel en mayo de 2018 fue publicado en Barcelona, por Circe Ediciones, con el título: Mary Wollstonecraft. Mary Shelley. Proscritas románticas.
Circe Ediciones, 2ª edición
(Barcelona, junio de 2018)
 
       Como el rótulo en inglés lo indica, se trata de las biografías de las celebérrimas escritoras británicas Mary Wollstonecraft (1759-1797) y Mary Shelley (1797-1851), que fueron madre e hija, pero prácticamente no convivieron, puesto que la progenitora murió de sepsis puerperal diez días después del parto. Para desglosar ambas vertientes de un modo cronológico y en 40 capítulos, Charlotte Gordon no expone dos bloques biográficos consecutivos, sino que después de su “Introducción” general desarrolla ambas biografías de manera alterna y paralela; es decir, se trata de dos biografías en un mismo libro, puesto que en el primer capítulo empieza a bosquejar la vida de Mary Shelley y en el segundo capítulo la vida de Mary Wollstonecraft, y así sucesivamente hasta el fin de la vida de ambas protagonistas; o sea: hasta el término de cada vertiente. (No obstante, el último capítulo, el 40, es una especie de epílogo.) 

     
Flora Tristán
(1803-1844)
         Recurso narrativo que evoca la novela El Paraíso en la otra esquina (Alfaguara, 2003), obra del escritor peruano Mario Vargas Llosa, donde de un modo alterno y paralelo noveliza, en veintidós capítulos y sin estricta sujeción cronológica, la biografía del pintor francés Paul Gauguin (1848-1903) y la biografía de Flora Tristán (1803-1844) —hija de padre peruano y madre francesa—, escritora, feminista y luchadora social, y por ende: defensora de los derechos de la mujer, de los niños trabajadores y de los obreros; abuela materna del pintor, a quien obviamente no conoció. Es decir, se trata de dos novelas biográficas en una misma novela. 

Tanto los corpus biográficos, como las “Notas” y la “Bibliografía seleccionada”, dan sobrados indicios de la amplia investigación bibliográfica y documental que Charlotte Gordon hizo para pergeñar su erudito, persuasivo y ameno libro. No obstante, esto no quiere decir que no esté exento de errores y de lapsus, y que el lector quede del todo satisfecho o conforme con el total de sus criterios argumentales, críticos e interpretativos. Y esto sobre todo se advierte en lo que corresponde a la biografía de Mary Shelley, pues si bien a estas alturas del tiempo en el ámbito del español se pueden localizar esbozos biográficos y alguna biografía de la vida y obra de Mary Wollstonecraft (la de Claire Tomalin, por ejemplo), así como traducciones y ediciones de su libro central: Vindicación de los derechos de la mujer (1792), la bicentenaria popularidad (influjo y latencia en el inconsciente colectivo) de Frankenstein (en todas las latitudes y rincones de la recalentada, expoliada y virulenta aldea global) se refleja en que el lector promedio tenga muchísimo más presentes anécdotas y menudencias de la vida de Mary Shelley, y sobre todo de su fantástica novela y de su legendaria génesis (inoculada en Villa Diodati a mediados de junio de 1816), ya sea la versión anónima de 1818 —en la que participó el poeta y ensayista Percy Bysshe Shelley (1792-1822)— y/o la versión de 1831, revisada, modificada e introducida en solitario por la autora; la cual, según dice la biógrafa en la página 206 de su libro: es “la versión que leen hoy en día la mayoría de los estudiantes”. (Curioso y limitado criterio profesoral, puesto que la novela no sólo es leída por tales estratos y grupos de heterogéneos millennials.)
    Desde hace décadas en el disperso orbe del idioma inglés (ese archipiélago de soledades) se cultivan y fermentan, por mímesis y tradición, las libres (y disparatadas) lecturas más o menos psicoanalíticas (y psicoanalistoides) de la novela Frankenstein en relación con los avatares privados, íntimos, circunstanciales y psíquicos de Mary Shelley, y Charlotte Gordon también, arbitrariamente, incurre en ello. De modo que el lector puede compartir, o no, sus lecturas e interpretaciones de esa índole. No obstante, vale decirlo, esas lecturas y especulaciones no son privativas del idioma inglés. Por ejemplo, la talentosa escritora puertorriqueña Rosario Ferré (1938-2016) compiló en su feminista libro Sitio a Eros (Joaquín Mortiz, 1980) un ensayo (repleto de yerros y lagunas en torno a la biografía de Mary Shelley y su novela) titulado: “Frankenstein: una versión política del mito de la maternidad”, en su cuya tesis central ve la creación del monstruo que hace Victor Frankenstein “como una representación simbólica de la tiranía de la maternidad de la mujer”. Y por ello apunta entre las páginas 36-37 de su libro: 
     
Rosario Ferré
(1938-2016)
         “[...] Mary logra tomar dos de los temas más profundos del feminismo: en primer lugar, considera que, usurpado por el hombre el poder de dar vida, éste se verá irremediablemente condenado al fracaso. Por eso Víctor olvida que la maternidad es un proceso misterioso, que exige la humildad de parte del creador, y que implica la esclavitud ante lo creado. En segundo lugar, se refiere al rechazo inicial implícito en toda maternidad, tema que hace de ella una adelantada del estudio de la sicología femenina. No ha sido hasta hoy que los sentimientos de rechazo de la maternidad han sido reconocidos como normales y comprensibles, dadas las consecuencias que conlleva el tener hijos en la vida de toda mujer. Y si los sentimientos de culpabilidad y rechazo conviven en una maternidad normal con sentimientos de felicidad y satisfacción, es necesario recordar que las maternidades de Mary distaron mucho de ser normales. De manera simbólica, la fuga de Víctor perseguido por Frankenstein a través de las estepas del polo expresa la rebelión de Mary ante la esclavitud de la maternidad. [En realidad es al revés: Victor persigue al monstruo (a toda costa) porque éste estrangula a su esposa la noche de bodas (el clímax de sus crímenes, que además suscita el fallecimiento de Alphonse Frankenstein, el padre de Victor) y porque con tal asesinato el monstruo, que podría matarlo de un manotazo, hace que lo persiga rumbo al Polo Norte, durante varios meses, dejándole pistas y mensajes burlones e irónicos.]
(Joaquín Mortiz, 1980)
Contraportada
        “Pero Mary establece un paralelo entre la situación del monstruo y la situación de la mujer en más de una ocasión. Como Frankenstein [se refiere al monstruo y no a Victor], la mujer del siglo XIX nacía condenada a la ignorancia; no poesía bienes materiales; le era imposible beneficiarse de los privilegios del rango; y las estructuras de poder (económico y político) permanecían siempre más allá de su alcance. Su ignorancia y su destitución la condenaban a la soledad y a la comunicación imperfecta con los hombres y aún con el propio marido (como puede verse, por ejemplo, en las cartas y en el diario de Mary).

“Mary especifica que la situación en la que se encuentra el monstruo, como la de la mujer, no era el resultado de su naturaleza intrínseca: el monstruo estaba dotado de una inteligencia prodigiosa, y era capaz de sentimientos nobles y generosos. La monstruosidad de Frankenstein, como la de la mujer, es, en la opinión de Mary, consecuencia de cómo el hombre ha estructurado el mundo en las bases de la esclavitud. En ningún momento es éste una máscara tan transparente de la mujer como cuando se dirige al cadáver de Víctor al final de la novela. En sus palabras resuenan indudables ecos de la culpabilidad y de la desesperación que debió experimentar la autora ante la muerte de sus hijos, así como ante la magnitud de las injusticias a las que se veía sometida por haber nacido mujer: [...]”
William Shelley
(1816-1819)

Retrato de Amelia Curran
      Vale precisar, no sólo con el auxilio del libro de Charlotte Gordon, que la autora de Frankenstein tuvo cuatro hijos con Percy Bysshe Shelley (los únicos de su vida), más un aborto ocurrido el 16 de junio de 1822; año fatal, pues además de que Mary estuvo a punto de morir desangrada por ese aborto, el 20 de abril muere de tifus Allegra (la niña de cinco años que Claire Clairmont tuvo con lord Byron) y el 8 de julio Percy se ahoga en el golfo de La Spezia, casi un mes antes de cumplir 30 años de edad. El primer hijo de Mary y Percy fue una niña que vino al mundo el 22 de febrero de 1815, muerta trece días después (secuela del parto prematuro). El segundo fue William, nacido el 24 de enero de 1816 (cinco meses antes de que brotara la simiente de Frankenstein), muerto de malaria el 7 de junio de 1819. El tercero fue Claire, nacida el 2 de septiembre de 1817 (seis o cuatro meses después de concluido el manuscrito de la novela); muerta de fiebre el 24 de septiembre de 1818 (ocho meses después de la edición príncipe de la obra). Y el cuarto (y último) fue Percy Florence, nacido el 12 de noviembre de 1819; y fue el único que sobrevivió a sus padres, pues falleció el 5 de diciembre de 1889, convertido en 1844 (tras morir su abuelo paterno y recibir la codiciada y caudalosa herencia) en el Tercer Baronet de Castle Goring y sin haber engendrado ningún hijo con Jane Gibson St. John, la joven viuda con quien se casó el 22 de junio de 1848.


II de XII
Pero quizá lo que más asombra en el premiado y exitoso libro de Charlotte Gordon son los descuidos y olvidos en que incurre. Por ejemplo, en la citada página 206 la biógrafa apunta: “Mary permitió que Shelley insertase observaciones filosóficas y políticas en algunos capítulos claves. En el capítulo 8 (volumen 1) el poeta intercaló un breve pasaje donde explicaba que la tradición democrática suiza era superior a los gobiernos de Francia e Inglaterra, y en el capítulo 4 (volumen 1) escribió un párrafo sobre la influencia de Agrippa y Paracelso en la ciencia moderna.”
    Obviamente Charlotte Gordon se está refiriendo a la edición de 1818, en cuyo manuscrito colaboró Percy Bysshe Shelley, pues además tal edición se hizo en tres volúmenes, mientras que la edición de 1831 se hizo en un solo tomo y en él ya no participó el difunto poeta. De modo que se puede cotejar que en el “Volumen I” no hay “capítulo 8”. Y que en el “Capítulo 5” del “Volumen I” es donde se halla lo que con yerros alude, pues allí no se habla de “la tradición democrática suiza”, sino de Ginebra, que es una amurallada ciudad-país independiente de Suiza, lugar donde reside la familia de Victor Frankenstein y donde éste nació y por ende su supuesta lengua natural es el francés. Así que Elizabeth Lavenza, la prima hermana y prometida de Victor, en la carta que desde Ginebra le envía a la Universidad de Ingolstadt, en Alemania, ella le dice: “Las instituciones republicanas de nuestro país han permitido costumbres más sencillas y felices que las que suelen imperar en las grandes monarquías que lo circundan. Por ende hay menos diferencias entre las distintas clases sociales de sus habitantes, y los miembros de las más humildes, al no ser ni tan pobres ni estar tan despreciados, tienen modales más refinados y morales. Un criado en Ginebra no es igual que un criado en Francia o Inglaterra. Así pues, en nuestra familia Justine [Moritz] aprendió las obligaciones de una sirvienta, condición que en nuestro afortunado país no conlleva la ignorancia ni el sacrificar la dignidad del ser humano.”
   
Colección Letras Universales núm. 230,
 Ediciones Cátedra, 4ª edición
(Madrid, 2003)
           La traducción al español de tal fragmento es de María Engracia Pujals y se lee en la página 177 de la edición crítica y anotada del Frankenstein de 1818 que Isabel Buriel hizo para Ediciones Cátedra, cuya primera edición apareció en Madrid, en 1996, con el número 230 de la serie Letras Universales. De modo que en su correspondiente nota apunta Burdiel: “Todo el párrafo, desde ‘las instituciones republicanas...’ en adelante lo introduce Percy B. Shelley en el manuscrito original. Abinger Collection. Dep. c. 477/1. Chap. 7.” Esto es así porque uno de los principales cometidos de tal edición crítica y anotada es indicarle al lector (del idioma español) los sitios de la versión de 1818 donde se localizan las colaboraciones de Percy Bysshe Shelley. En este sentido, en la página 41 de su erudita “Introducción”, Burdiel afirma (y lo apuntala con una nota al pie): “Para la preparación de esta edición he consultado los fondos propiedad de Lord Abinger depositados en la Bodleian Library de [la Universidad de] Oxford que contienen, en dos secciones, largos fragmentos de los manuscritos preparatorios de la obra con correcciones, tanto de Mary, como de Percy Shelley.”  
     
Biblioteca Bodleiana de la Universidad de Oxford
        Pero regresando a lo aseverado por Charlotte Gordon: no es en el “capítulo 4”, sino en el “Capítulo 2” del “Volumen I” donde se lee el “párrafo sobre la influencia de Agrippa y Paracelso en la ciencia moderna”. Allí, Victor Frankenstein le refiere a Robert Walton que, recién llegado a la Universidad de Ingolstadt (a sus 17 años), en contraposición a la burla e inicial “desdén del señor Krempe”, el señor Waldman, especialista en “química moderna” y a la postre su mentor, expresó todo lo contrario sobre “Cornelio Agrippa y Paracelso [que Victor descubriera y estudiara a sus 13 años]. Dijo ‘que a la entrega infatigable de estos hombres debían los filósofos modernos los cimientos de su sabiduría. Nos habían legado, como tarea más fácil, el dar nuevos nombres y clasificar adecuadamente los datos que en gran medida ellos habían sacado a la luz. El trabajo de los genios, por muy desorientados que estén, siempre suele revertir a la larga en sólidas ventajas para la humanidad’.” (Op. cit., p. 160, en cuya correspondiente nota al pie señala Burdiel: “Todo el entrecomillado fue añadido por Percy Shelley al manuscrito original. Abinger Collection. Dep. c. 477/1. Chap. 4.”)
Biblioteca Bodleiana de la Universidad de Oxford



III de XII
        Y luego, entre las páginas 206-207 de su libro, comenta Charlotte Gordon con una perspectiva psicoanalítica: “Los sufrimientos de la criatura [se refiere al monstruo creado por Victor Frankenstein] estaban pensados para reflejar la situación de la autora, no la del poeta [Percy Bysshe Shelley]. Las madres solteras y los hijos ilegítimos eran odiados por la sociedad, igual que la criatura de Frankenstein.” Vale objetar que, pese a los legendarios ingredientes autobiográficos y psíquicos que Mary Shelley insertó en la urdimbre de su novela (algunos sutiles, otros muy obvios), parece poco probable que ella se haya propuesto, ex profeso, pensar los sufrimientos del monstruo para reflejar los suyos. Si subyace una impronta de sus íntimos sufrimientos personales, esto debió de transponerlo y verterlo de manera inconsciente e intuitiva. Y si bien los hijos ilegítimos eran repudiados y discriminados por la mojigata e intolerante sociedad británica de la vida real (de ahí que el 29 de marzo de 1797 Mary Wollstonecraft se casara con William Godwin para legitimar y proteger al inminente vástago que resultó ser la futura Mary Shelley), la “criatura de Frankenstein” no es repudiada y rechazada por ilegítima, sino por su monstruosidad. 
   
Ilustración de Lynd Ward
         No sólo su enorme estatura es monstruosa y provoca horror (mide “unos ocho pies” o sea “unos dos metros y medio”), sino que al unísono adolece de una terrible, cadavérica y repulsiva fealdad (o deformidad) que hace intolerable mirarlo (“su diabólica fealdad hacían imposible mirarlo”, constata Victor en la solitaria cima del Montanvert cuando el monstruo se le ha acercado saltando y avanzando hacía él con una “velocidad sobrehumana”). De ahí la fobia y la virulencia de los aldeanos del entorno del bosque cercano a Ingolstadt que se aterrorizan, lo rechazan y agreden tan solo al verlo. 
Y algo parecido ocurre con el violento y fóbico rechazo de la amorosa y culta familia De Lacey; intríngulis muy doloroso y traumático para el sensible y sentimental monstruo, pues se había enamorado de sus idealizados y supuestos “protectores” (de quienes en secreto aprendió a hablar y a leer en francés) y su mayor anhelo existencial era ser aceptado, escuchado, comprendido, querido, apapachado y amado por ellos. Recuérdese, además, que Victor Frankenstein huye del engendro no porque sea su hijo ilegítimo, sino precisamente por esa horrorosísima, monstruosa y nauseabunda fealdad (cosa que debió advertir durante la obsesiva, posesa, insomne y neurótica elaboración que duró “casi dos años” y no nueve meses de gestación), primero al verlo abrir por primera vez “sus ojos amarillentos y apagados”, y luego, unas horas después, al descubrirlo observándolo y haciendo muecas al pie de su cama (iluminado por la amarillenta luz de la luna) tras una agitada pesadilla (cuyas visiones eróticas, necrófilas e incestuosas incitan a la especulación freudiana). Cuyo corolario es la fiebre nerviosa que padece durante varios meses y que lo mantiene postrado, amnésico y débil en la cama de su departamento en la Universidad de Ingolstadt, asistido por su entrañable amigo Henry Clerval, a quien nunca le revela nada de su descubrimiento ni de su investigación y creación científica. 
 
Ilustración de Lynd Ward
        Y cuando el monstruo le narra a Victor las venturas y desventuras de su patética y proscrita infravida (después de que con sus enormes manazas ha estrangulado al niño William Frankenstein y encausado el encarcelamiento y la condena a la horca de la inocente criada Justine Moritz), no lo hace para que lo quiera y le brinde achuchones, aceptación, reconocimiento y legitimidad, sino para que, como su creador y supuesto “padre”, asuma responsabilidades supuestamente cosmogónicas y paternas. Y por ende, con verborrea culterana y criminales amenazas, lo persuade e impele a que haga, en el laboratorio, una hembra tan monstruosa y horrenda como él, para convivir, sentirse amado y paliar la extrema soledad que lo signa y condena. Y tampoco se lo exige e impone para legitimarse y ser aceptado por la sociedad que lo rechaza y agrede por horrible y monstruoso, sino para alejarse de ella, para siempre, en latitudes lejanas e inaccesibles para el común de los humanos.





IV de XII
Dado el criterio interpretativo de la biógrafa, quizá el lector no se sorprenda al tropezarse, continuamente, con párrafos y frases que incitan el desacuerdo y al debate. Por ejemplo, dice categórica en la página 302 en torno a una consabida y tópica interpretación: “La novela de Mary pone en guardia contra las consecuencias de una ambición descontrolada.” Pues esto implica reducir la fantástica obra (precursora de la ciencia ficción) a una oscurantista fábula, conservadora y con supuesta moraleja, cuyo fin es fustigar, reprimir y contraponerse tanto a la investigación y creación científica, como a la exploración marítima, geográfica y técnica habida y por haber. 
   
Ilustración de Lynd Ward
        Y más aún: en la misma página afirma Charlotte Gordon: “En la novela de Mary, Prometeo (Frankenstein) destruye a todos sus seres queridos.” Lo cual es totalmente falso, pues si bien Victor Frankenstein (El moderno Prometeo) resulta irresponsable y falto de ética al desentenderse y abandonar a su suerte al monstruoso ser que recién ha creado (en secreto y de manera clandestina) con trozos de cadáveres humanos y de animales y con procedimientos imaginariamente científicos (que se agencia de un modo egocéntrico, egoísta y megalómano, y no para el cognoscitivo beneficio de la humanidad y su devenir), a él no se le puede achacar la naturaleza violenta y destructiva del monstruo, ni los alevosos asesinatos que comete a mansalva (con conocimiento de causa) para dañar, acosar y conminar a su creador. 
   
Ilustración de Lynd Ward
          En ese errada perspectiva en la página 325 asegura la biógrafa tergiversando el sentido (o dándole vuelta a la tortilla o una imaginaria vuelta de tuerca en el cogote), pues el monstruo padece, reclama y maldice el abandono y la ausencia de su supuesto padre, y no la ausencia y el abandono de la madre que nunca tuvo (y que nunca añora): “En Frankenstein, a falta de amor materno, la criatura cae en la violencia, y a la ambición de [Victor] Frankenstein se le permite crecer sin control [...] ya que para Mary todos los problemas nacían de la supresión del influjo materno.” Quizá Mary no pensara tal reduccionista planteamiento. Y pese a que creció sin madre y malquerida por su madrastra, vale objetar, y subrayar, que “la falta de amor materno” no es la causa que incita y desencadena la intrínseca y cruenta violencia del monstruo; y tampoco es la causa de que “la ambición [científica] de Frankenstein” (trunca a la postre) supuestamente haya crecido “sin control”.  
    Pero además de múltiples tergiversaciones parecidas, en el libro de Charlotte Gordon no faltan los minúsculos fallos informativos. Por ejemplo, luego de regresar a Londres, en septiembre de 1814, del primer viaje a Europa que hicieron Percy Shelley, Mary Godwin y Jane Clairmont (dizque muy “radicales” y “liberados” de la tiranía paterna y del fastuoso patrimonialismo familiar y sus inextricables convenciones y preceptos conservadores), en la página 123 la biógrafa dice que “Tras pasar la noche en una pensión de Oxford Street”, Percy “encontró una casa sencilla en Margaret Street, cerca de Chapel Street”. Y que allí “recibieron una incómoda visita: Mary-Jane y Fanny, que llamaron al timbre de Margaret Street, pero no quisieron entrar”. 
Joseph Henry
(1797-1878)
   En ese pasaje la polémica minucia radica en que por entonces no había timbres en las casas (ni luz eléctrica en los interiores ni en los exteriores), pues el físico norteamericano Joseph Henry (1797-1878) inventó el timbre hasta 1831. Algo parecido apunta la biógrafa en la página 156, cuando narra que Percy Shelley, un día de febrero de 1816, fue a la casa de William Godwin en Skinner Street, pero éste no lo quiso recibir: “Godwin dio orden a los criados de que no le dejaran entrar, pero Shelley se negó a marcharse y siguió llamando al timbre.” Tales lapsus evocan un pasaje de la página 435 cuando la biógrafa bosqueja el Londres que Mary Shelley (viuda, sin un clavo en el bolsillo, sin empleo y con un hijo pequeño) halla en 1823 tras cinco años fuera de Inglaterra: “[...] habían surgido fábricas que vomitaban humo en el aire londinense, tan contaminado ya. En todas las esquinas brotaban farolas que convertían el Londres nocturno, hasta entonces un oscuro y polvoriento laberinto, en una colmena intensamente iluminada [...]”

V de XII
Y entre otras menudencias descuella lo que concierne al mítico “año sin verano”: 1816, cuando en el entorno del lago de Ginebra germinó la onírica, pesadillesca y larvada simiente de lo que luego sería el horrorosísimo Frankenstein de 1818 —y la simiente del vampírico “Augustus Darvell”, fragmento de un relato inconcluso de lord Byron (1788-1824), “publicado al final de su poema Mazzepa” (1819), simiente de “El vampiro” (1819), cuento de John William Polidori (1795-1821), médico particular de Byron, a quien inicialmente se atribuyó—. Pues en la página 157 apunta la biógrafa:


Los cuatro magníficos
    “Mary, Shelley, Claire y el pequeño William [el bebé de Percy y Mary, nacido el pasado 24 de enero] llegaron a Francia a principios de mayo [de 1816]. Como esta vez Shelley tenía dinero para un coche privado, preveían un viaje agradable a través de las montañas, pero la expedición resultó mucho más ardua de lo que esperaban. Llamado ‘el año sin verano’, 1816 es una anomalía famosa en la historia climática. En abril entró en erupción un volcán en Indonesia. Esta explosión, la mayor del mundo en más de quinientos años, lanzó una espesa capa de cenizas a la atmósfera y trastocó las pautas climáticas normales en Europa, Aisa e incluso Norteamérica. Se desbordó el Yangtsé, cayó nieve roja en Italia, cundió el hambre desde Moscú hasta Nueva York, se congeló el maíz, se marchitó el trigo, subieron vertiginosamente los precios de los alimentos, y se duplicaron los índices de mortalidad.”
 
(Edhasa, 2012)
        Pese al colorido y espeluznante esbozo de Charlotte Gordon, casi de literatura fantástica (ídem el súbito e instantáneo hechizo de una malvada bruja de un cuento de hadas hollywoodense o no), el yerro radica en que esa erupción volcánica no ocurrió en abril de 1816, sino en abril de 1815. Entre los comentaristas que bosquejan esto figura Ángela Pérez, quien en el libro antológico La noche de los monstruos (Edhasa, 2012) apunta en el primer párrafo de su ensayo preliminar titulado: “El extraño verano de 1816: veladas en Villa Diodati”: 
     “El año de 1816 ha pasado a la historia como ‘el año sin verano’ en el hemisferio Norte, por las bajas temperaturas registradas en Europa y en la región nororiental de América, con brumas, nieblas, heladas, tormentas, ventiscas y lluvias torrenciales. Se perdieron muchas cosechas, hubo hambruna y problemas sociales. Tan extrañas alteraciones climáticas se han identificado a posteriori como efecto de la prolongada erupción del monte Tambora (en la isla Sumbawa del archipiélago de la Sonda, Indonesia) el año anterior, cuyas explosiones se oyeron a dos mil kilómetros de distancia, y que causó directa e indirectamente más de cien mil muertos en la región. La enorme cantidad de polvo y gases volcánicos que había lanzado a la estratósfera llevaban meses desplazándose sobre el planeta.”  

VI de XII
Y para completar el cuadro de piedrecillas, nubarrones y cenizas en el camino, en el libro de Charlotte Gordon tampoco faltan las vistosas y fulgurantes erratas (quizá descuido del traductor o de los subterráneos, sudorosos, malpagados, insomnes y somnolientos galeotes de Circe Ediciones). Por ejemplo, en la página 32 se lee: “Considerado antaño como el adalid intelectual del movimiento reformista, gracias a la publicación, en 1791, de Justicia política, Godwin defendía la necesidad de abolir cualquier tipo de gobierno [...]”. Pues Justicia política, el libro más célebre del narrador y filósofo radical William Godwin (1756-1836), que además Mary Shelley menciona en la anónima dedicatoria del anónimo Frankenstein de 1818, no data de “1791”, sino de 1793.
   
William Godwin
(1756-1836)
     
Percy Bysshe Shelley
(1792-1822)

Retrato de Amelia Curran
          Y, entre otros ejemplos, en la nota 17 que figura en la página 522 se lee: “Véase la exposición por Seymour de la complicada relación entre Seymour, Hogg y Mary en MS, pp. 125-130.” Obsérvese que en el lugar del segundo “Seymour” debería leerse “Shelley”, pues además de que en la página correspondiente (la 130) la biógrafa retoma y prosigue el bosquejo de la liberalidad de Percy al pretender crear “una comunidad basada en el amor libre” (incluso su aún esposa Harriet Westbrook fue convocada por él en una carta escrita en Europa el “13 de agosto de 1814”), y por ende su compinche Thomas Hogg (1792-1862) —su ex condiscípulo en Oxford que participó en la escritura y edición del legendario panfleto La necesidad del ateísmo (1811)— fue invitado a convivir con el “radical” triángulo: Percy-Mary-Jane/Claire; es decir, para que Hogg tuviera relaciones sexuales con Mary (pese a la gravidez de su primer embarazo), mientras Percy, obviamente (se infiere), se refocilaba en secreto con Jane/Claire Clairmont (1798-1879) durante sus frecuentes salidas con ella, pese a los celos y al desasosiego de Mary. En este sentido, apunta la biógrafa en la página 130: “A instancias de Shelley, Hogg redobló sus esfuerzos y estableció su campamento en el domicilio de su amigo, donde pasaba la noche con frecuencia. En enero [de 1815], finalmente, Mary cedió y les prometió (a él y a Shelley) que se plantearía mantener relaciones sexuales tras el nacimiento del bebé, previsto para abril. El aplazamiento no hizo sino enardecer más a Hogg. La situación, no obstante, adquirió tintes de tragedia. El 22 de febrero Mary tuvo un parto prematuro. La niña, nacida con ocho semanas de adelanto, solo sobrevivió trece días.” 
  Vale añadir que el tal “Seymour” es Miranda Seymour, autora de la biografía Mary Shelley (New York, Grove Atlantic, 2000), libro citado con frecuencia por Charlotte Gordon.  

VII de XII
Pero lo que tiene mayor notoriedad, peso y relevancia son las conjeturas, interpretaciones, ensamblajes y suturas de supuesta auscultación y examen psicoanalítico que hace la biógrafa Charlotte Gordon para armar y hacer andar su enorme y descomunal libro, pues con malabares y virtud de prestidigitadora de circo manipula, ajusta, omite, acomoda, restringe o tergiversa los datos para que sus argumentos parezcan y resulten lógicos, veraces y persuasivos. O sea, como reza el popular dicho: todo cabe en un jarrito sabiéndolo acomodar cómodo. Por ejemplo, en la página 186 apunta sobre Mary Shelley y la génesis de su novela:
 
Mary Shelley
(1797-1851)

Retrato de Richard Rothwell
         “[...] Mary tenía sentimientos encontrados sobre la idea de que el hombre crease vida. Ella había dado a luz a un niño a quien quería mucho, pero también había perdido un bebé, y a su propia madre de parto. Esas tragedias no las habría sufrido si los hombres pudieran controlar la vida (y la muerte). Por otra parte, se preguntaba en qué quedaría el papel especial de las mujeres si era posible crear vida a través de métodos artificiales. También le preocupaba lo que le pasara a Dios, o a la idea de Dios, el poder misterioso y hasta místico detrás de la Naturaleza. Obsesionada por estas preocupaciones, dejó de escribir desde el punto de vista del creador y trasladó su perspectiva al creado, haciendo que el ser fabricado por el doctor Frankenstein partiera en busca de su padre. Pero cuando la criatura da con Frankenstein, no hay feliz reencuentro, sino rechazo por parte del joven científico, como rechazó Godwin a Mary. Rabiosa y dolida, la criatura asesina a todos los seres queridos de Frankenstein, desde su mejor amigo hasta su prometida. A partir de una historia sobrenatural, la narración de Mary evolucionó hasta desembocar en un complejo estudio psicológico con múltiples perspectivas. Había pasado de indagar en el poder creador de la humanidad —uno de los temas favoritos de Shelley y Byron— a sondear las profundidades de la condición humana.” 
   
Mary Wollstonecraft
(1759-1797)

Retrato de John Opie
         Vale puntualizar que Mary Wollstonecraft, pese a los atavismos y a la ignorancia de la época, no murió “de parto” (ni por el parto), sino por la infección bacteriana causada por la falta de pericia obstétrica de una comadrona y por la ausencia de higiene con que fue asistida por un médico después del alumbramiento (“aún tenía que expulsar la placenta”). Es decir, porque no hubo yerba, bebedizo o pócima médica que la salvara, ni previa agua curativa semejante al agua milagrosa de los terapéuticos manantiales de Bagni di Luca que, según apunta la biógrafa en la página 255, “tenían fama de curarlo prácticamente todo: cálculos biliares, esguinces, tumores, sordera, dolores de cabeza, problemas dentales, acné, depresión y fealdad.” 
   
Ilustración de John Coulthart
       Hay que destacar, no obstante, que la propia Charlotte Gordon, entre las páginas 426-430 bosqueja el nacimiento de Mary Shelley “poco antes de la medianoche del 30 de agosto de 1797” y el drama postparto que Mary Wollstonecraft comenzó a padecer al dar a luz y que finalmente la hizo morir “poco antes de las ocho de la mañana del 10 de septiembre”. Según la biógrafa, un tal doctor Poignand “sacó la placenta desgarrándola sin anestesia”; placenta que no pudo extraer la comadrona, luego de más de nueve horas de parto. “[...] Finalmente, después de muchas horas, el doctor Poignand les aseguró que lo había extraído todo [pero ‘En el interior de Mary quedaban fragmentos que empezaban a descomponerse’]. Mary, aliviada, se durmió, pero el daño ya era irreparable. El doctor Poignand había introducido la enfermedad que mataría a su paciente, aunque no llegara a saber nunca que sus esfuerzos por salvar a Mary serían la causa de su muerte. En 1797 aún no existía la teoría de los gérmenes, y habría parecido absurda la idea de que un médico que no se hubiera lavado las manos pudiera propagar una infección.”
   
Cartel del filme Frankenstein (1931)
         El popular “doctor Frankenstein” (un clisé que suelen repetir no sólo los analfabetas funcionales que no han leído la novela) es el personaje de las películas dirigidas por James Whale: Frankenstein (1931) y La novia de Frankenstein (1935), mientras que Victor, el personaje novelístico (tanto en el edición de 1818 como en la de 1831), no es ningún “doctor”, sino un joven que estudió filosofía natural (especialidad equivalente a las ciencias naturales de nuestra época, nos dice la doctora Burdiel) y el área que más lo atrajo (y estudió) no fue la medicina ni la cirugía sino la química, incluso perfeccionó aparatos químicos, lo que lo hizo sobresalir entre los rebuznos de la fauna universitaria (maestros y alumnos). 
   

Cartel de Frankenstein (1931) 
         Y cuando el monstruo parte en busca de su creador, no va en pos de un “feliz reencuentro”, ni empieza a asesinar a los seres queridos de Victor por no producirse tal filial y fraterna exultación. Vale recordar que antes de emprender la ruta a Ginebra en busca de su creador, el monstruo —que ha perdido la inocencia, la bondad y la fe en los humanos—, signado por el resentimiento, el odio, la venganza, la perfidia y la maldad, pese a su inteligencia y cultura, incendia la deshabitada cabaña de madera donde vivía exiliada la familia De Lacey. Y por la azarosa lectura del diario de Victor Frankenstein (descubierto en un bolsillo del gabán con que huyera de la Universidad de Ingolstadt) ya conoce las menudencias de su clandestina creación científica en el oculto laboratorio (con trozos de cadáveres humanos y de animales). 
   
Cartel de Frankenstein (1931) 
       

   
Ilustración de Lynd Ward
 Y tal no va en pos de un “feliz reencuentro”, que aún antes de presentarse ante Victor, al coincidir en el bosque de Plainpalais (que son las inmediaciones de la casa de la ricachona familia Frankenstein) con el pequeño William (quien iba solitario por allí y a quien el monstruo pensó robar para educarlo y mangonearlo a su manera) y al oír el sonoro e inequívoco apellido entre la alharaca, los insultos y el desprecio que contra él vocifera su aguda e infantil vocecilla, lo estrangula ipso facto con sus enormes y cadavéricas manazas, sin miramientos ni conmiseración; y poco después, en tal tenor, incrimina de ese cruel y repentino crimen a la noble e inocente sirvienta Justine Moritz deslizando, en uno de sus bolsillos, la miniatura que arrancó del cuello del chiquillo (era un retrato de la fallecida madre de Victor y William). Mientras que el posterior asesinato del mejor amigo de Victor: Henry Clerval, y el asesinato de su prometida: su prima hermana Elizabeth Lavenza, son parte de la encarnizada venganza, crueldad y sadismo del monstruo ante la inesperada destrucción de la monstruosa compañera de éste, que Victor estaba por concluir en el laboratorio montado, ex profeso, en una rupestre y solitaria cabaña en la más lejana de las Islas Orcadas. 
 
Fotograma de La novia de Frankenstein (1935)
      O sea: meollo nada equiparable con el “rechazo de Godwin a Mary”, que para el caso, según el esbozo de la biógrafa, es la reprobación y el rechazo de William Godwin ante la huida de Mary y Percy (proscritos de su hogar), pues el poeta aún estaba casado con la joven Harriet Westbrook, quien en el momento de la huida —la madrugada del 28 de junio de 1814— estaba embarazada de Percy (ese bebé, Charles, su segundo hijo, nacería el próximo 30 de noviembre), y con quien tenía una pequeña hija de un año: Eliza Ianthe; cuyo fin fue dramático y oscuro, pues el 10 de diciembre de 1816, a sus 21 años, apareció ahogada en el Lago Serpentine del londinense Hayde Park. Según apunta la biógrafa en la página 207: “se había lanzado desde un puente al Serpentine” y “Según la nota del periódico [The Times], se hallaba ‘en avanzado estado de gestación’.” Sorpresiva e inesperada muerte (tal vez suicidio o no) que abrió la posibilidad legal de que Percy y Mary se casaran veinte días después, por obvias conveniencias sociales y familiares (e intereses monetarios implícitos en la abultada herencia por la que él peleaba rabiosa y constantemente contra su padre sir Timothy Shelley, Segundo Baronet de Castle Goring), no obstante su compartida y radical oposición al matrimonio, según los parámetros ideológicos otrora expuestos por los filósofos radicales Mary Wollstonecraft y William Godwin.





VIII de XII
Además de las dispersas menudencias sobre la urdimbre de Frankenstein y de las presuntas, hipotéticas y conjeturales transposiciones vivenciales, existenciales y psicológicas de Mary Shelley que pueden discutirse y cuestionarse, también abunda en el libro toda una variedad de detalles que resultan discutibles o incompletos. Por ejemplo, Charlotte Gordon, en la página 208, refiere el matrimonio de Percy y Mary celebrado en la iglesia de Santa Mildred, en Londres, el 30 de diciembre de 1816, y apunta: “Shelley se quejó en una carta a Claire [Clairmont, embarazada de Byron] de que ‘los señores G. y G. [William Godwin y su segunda esposa Marie-Jane Clairmont, madre de Claire] estaban los dos presentes, y no era poca la satisfacción que daban muestras de sentir, y dio en el blanco, porque Godwin, orgulloso del enlace de Mary, presumía ante sus parientes de que su hija se había ‘casado bien’, con el primogénito de un baronet.” 
   
Charlotte Gordon
         Si durante el casorio esto fue así, la biógrafa no alude un soterrado matiz en la cuestionable, prejuiciosa y atávica mentalidad de William Godwin que sí refiere Isabel Burdiel, precisamente entre las páginas 30-32 de su “Introducción” (op. cit.), cuya médula es el fragmento de una carta que el filósofo le envió a su hermano Hull Godwin el “21 de febrero de 1817”, datada en su correspondiente pie: 
   “[...] el 30 de ese mismo mes [diciembre de 1816], Mary y Percy se casaron en Londres en una ceremonia privada. William Godwin escribió entonces una carta a su hermano, el más apropiado e hipócrita epitafio para sus años más deshonrosos: ‘La pequeña noticia que tengo que darte es que fui a la iglesia con esa chica grande que se ha casado hace muy poco. Su marido es el hijo mayor de Sir Timothy Shelley, de Field Place, en el condado de Sussex, Baronet. Por lo tanto, y de acuerdo con las vulgares ideas del mundo, se ha casado bien, y tengo grandes esperanzas de que el joven sea un buen marido. Te preguntarás, me imagino, cómo una joven sin fortuna puede haber conseguido un partido tan bueno. Pero ésas son las vueltas que da la vida. Por mi parte, me preocupo poco, comparativamente, de la riqueza y espero que su destino en la vida sea el de ser respetable, virtuosa y satisfecha.’”
       Vale contrastar que Charlotte Gordon bosqueja la supuesta alta estima y el aprecio que William Godwin tenía sobre la cultura y el potencial intelectual de su hija Mary —pese a su trato frío, distante y nada afectuoso (incrementado tras casarse el 13 de julio de 1801 con la supuesta viuda Mary-Jane Clairmont, madre de dos hijos ilegítimos de distintos padres: Charles y Jane), en detrimento de la subestimada, malquerida y depresiva Fanny (hija ilegítima de Mary Wollstonecraft y del aventurero y comerciante norteamericano Gilbert Imlay, que acabaría suicidándose con láudano a los 21 años, precisamente el 9 de octubre de 1816), y en detrimento de la locuaz, casquivana, ligera y competitiva Jane (hija natural de la susodicha Marie-Jane Clairmont), quien por su postura “radical” cambió su nombre por el de Claire—, y los modos (incluso subrepticios) en que el filósofo dizque “radical” conminaba y asediaba a Percy Shelley para que le brindara un jugoso “préstamo” que lo sacara de sus patéticos y perennes apremios pecuniarios. 
   
William Godwin
(1756-1836)
       Y sobre esto también hay alguna contradicción (entre otras dispersas por ahí), pues Charlotte Gordon, en la página 203, apunta: “Una semana más tarde llegó otra carta de Fanny [fechada el ‘3 de octubre de 1816’, seis días antes de su suicidio] con un colérico mensaje de Godwin: convenía que Mary presionara a Shelley para que le prestara ayuda económica. ¿Cómo iba a escribir libros, si para ganar dinero tenía que aceptar siempre encargos de poca monta?” Es decir, Godwin, por interpósita persona, está pidiéndole a Percy el jugoso dizque “préstamo”. Cosa que al parecer hizo varias veces, sin pudor, desde que el poeta huyó con Mary y Jane la madrugada del 28 de julio de 1814, no sin dejarle, “por fin”, se lee en la página 103, “el prometido préstamo, salvando al filósofo de la ruina económica”. Lo cual dio pie, se dice en la misma página, a que la dolida y resentida Harriet Westbrook hiciera correr, entre “sus amigos”, un lapidario chisme: “Godwin había vendido a sus dos hijas a Shelley por mil quinientas libras”. Pero luego, sobre esa constante petición de dinero, en la página 209 se lee en el contexto del inminente matrimonio de Mary y Percy: “También Mary había cambiado. Ya no era la adolescente rebelde a quien recordaba él, la del verano de 1814. Había sido madre, vivido aventuras que él no podía imaginar y recorrido países que él jamás había visto. Aun así, Godwin no se admiró de verla tan mayor, ni le preguntó por el pequeño William o por sus viajes. En ningún momento se disculpó por su silencio. Lo que hizo fue sacar a colación su situación económica. Ahora que su hija iba a casarse de verdad con Shelley exigió una transfusión de fondos por parte de su futuro yerno. En los últimos dos años no se había rebajado ni una sola vez a pedirle dinero al poeta, pero ahora quería una suma mayor, que los Shelley no podían permitirse. Mary procuró pasar por alto la conducta de su padre, era difícil no tomar nota de su hipocresía. El filósofo de la verdad y de la libertad, el mismo que había perorado en otros tiempos contra el matrimonio, se prestaba al fin a hablar con ella porque se casaba. Y por lo visto no quería nada más que dinero.”
    Habría que preguntarse sobre el monto de la sangría requerida por el sanguijuela y desvergonzado William Godwin como para que Charlotte Gordon anote que era una suma que “los Shelley no podían permitirse”, pues según apunta en la página 137, Percy era “un hombre enormemente rico, más o menos el equivalente de un millonario de nuestros días”; quien, por lo que más o menos ilustra la biógrafa, además de toda una variedad de dolencias y manías, y de su adición al láudano, era un pésimo administrador, un gastalón que solía endeudarse, huir y esconderse de sus acreedores, y un interesado filántropo; es decir, no daba paso sin huarache. Y según se lee en la página 133, “En junio [de 1815], con el dinero heredado de su abuelo paterno [sir Bysshe Shelley, Primer Baronet de Castle Goring], Shelley arrendó una mansión de dos plantas y extensos jardines, hecha de ladrillo rojo, en Bishopsgate, cerca de Eton, a menos de dos kilómetros de la localidad de Windsor, y a pocos pasos de la entrada este a Windsor Great Park.” Y luego, en la primavera de 1816, se lee en la página 137: “transcurrido un año desde la muerte de su abuelo seguía peleándose con los abogados de su padre por el estatus de su herencia, y tenía que ir a Londres demasiado a menudo para el gusto de Mary. Por suerte, este tira y afloja acabó bien para él. Sir Timothy [su padre] aceptó pagarle algunas de sus deudas, y mantener su partida de mil libras al año. De esos ingresos, Shelley reservó doscientas libras para Harriet: cicatera asignación para la madre de sus dos hijos [Ianthe y Charles], pero es que la tenía conceptuada como una traidora, y se decía que con un poco de contención podría mantenerse por sus propios medios.” 
   
Percy Bysshe Shelley (1919)

Retrato de Alfred Clint
          Lo cual transluce, contrario a las ideas libertarias, igualitarias y humanitarias que animan la retórica y la imaginería de su poema narrativo La revuelta del islam (1818), una hedionda y anquilosada pátina de machismo, misoginia, tacañería, malaleche y venganza, que se exacerba y se hace aún más patente en el pleito por ganarle a la familia Westbrook la custodia de sus hijos Ianthe y Charles, por quienes en vida de Harriet mostrara nulo interés. A esto se añada el infundio del supuesto adulterio de su esposa, pues al inicio de su galanteo con Mary (se lee en la página 84) le mentía “al insinuar que Harriet, su mujer, le había sido infiel, y al exponer sus dudas de que fuera suyo el bebé que esperaba”, y que resultó ser el susodicho Charles, por quien peleaba en el juzgado; virulento pleito en cuyo trasfondo late y subyace la codicia por la enorme fortuna de la herencia paterna. En este sentido, se lee en la página 227: “Como último y desesperado intento por quedárselos, Shelley pasó a la ofensiva. No era, dijo, el único pecador a quien se estaba juzgando. Aunque estuviera muerta, Harriet no estaba exenta de culpa: se había suicidado embarazada. Este dato desencadenó un feo debate sobre la paternidad del hijo nonato, del que sacó provecho Shelley. Si bien existe una remota posibilidad de que fuera él el padre —pocos meses antes de salir para Ginebra viajó a Londres sin Mary—, lo que parece más probable es la versión aceptada por la familia y los amigos de Harriet: se había hecho amante de un militar, y al ser abandonada por éste, e intentar volver a casa de su familia, se había visto rechazada por su padre. Unos seis meses antes de morir había desaparecido. Se rumoreó que había estado ganándose la vida como meretriz. Fue lo que expuso Shelley ante el tribunal, declarando que Harriet había ‘descendido por los escalones de la prostitución hasta vivir con un mozo de cuadra de nombre Smith, y al ser abandonada por él se quitó la vida’.” 
 
Byron con traje de albanés (1835),
réplica de Thomas Phillips
      Y más aún, entre diciembre de 1821 y enero de 1822, cuando los Shelley convivían en el suntuoso Palazzo Lanfranchi, en Pisa, rentado por el carnavalesco y estrafalario lord Byron para él y los supuestos libertinos y cofrades de “la Liga del Incesto y del Ateísmo”, la biógrafa, casi sin proponérselo, refrenda el machismo consubstancial e idiosincrásico del supuesto “radical” Percy Bysshe Shelley, pues según apunta en la página 379 —no obstante el inveterado, angular, magnético y seductor intelectualismo de la fría, reservada y distante Mary Shelley—, “la mujer ideal” del camaleónico poeta no era su querida esposa, sino un prototipo de fémina que “careciese de opiniones propias” (o sea: para que la supuesta zombi sólo escuchara, pensara y parloteara la perorata de Percy), cuya idolatrada y sensual imagen le insuflaba vitalidad, testosterona e inspiración para rendirle versos a la “musa” de turno. Meollo y papel que otrora jugó, para él y su ombligo, la supuesta “ignorancia de Harriet”; y que en ese episodio en el Palazzo Lanfranchi lo protagoniza la inculta joven de 22 años Jane Williams (“un poco tonta y un poco deferente”, pareja de Edward Williams, con quien tenía dos hijos ilegítimos, a quien incluso “le compró una guitarra con incrustaciones de nácar” para que le cantara en hindi); y que recién había encarnado la inculta joven de 18 años “Teresa Viviani, hija del gobernador de Pisa”, quien, según se lee en la página 353, era “alta, con cuello de cisne y aires trágicos”: “Era como una virgen del Renacimiento, con rizos de color negro azabache y una piel de alabastro, como la doncella imaginada por Shelley en The Revolt of Islam.” 
      En ese espléndido y visual catálogo de mujeres sin “opiniones propias” (cada una con un tentador cuerpo de pecado, se infiere) quizá habría que incluir a la casquivana y ligera Jane/Claire Clairmont, pese a que según bosqueja la biógrafa, ella se sentía la auténtica heredera del ideario radical de Mary Wollstonecraft y por ende, según dice en la página 126, coincidiendo con el aniversario del nacimiento de ésta, el 27 de abril de 1815 decidió extirparse el hombre de Jane (por la obvia impronta del sonoro nombre de su convencional y conservadora madre Marie-Jane) y autoetiquetarse con el nombre de Claire Clairmont. 
   
Claire Clairmont (1819)

Retrato de Amelia Curran
         Vale añadir que esa estrafalaria y estridente temporada en Pisa y alrededores, y en el corazón del Palazzo Lanfranchi, fue escenario, además, de las teatrales actuaciones del par de vanidosos egos alfa luciéndose y compitiendo entre sí: Percy Shelley versus lord Byron. En este sentido, según reporta la biógrafa en la página 377: “Cuando estaban juntos ignoraban a los demás y hablaban exclusivamente el uno con el otro, arrogancia que no solo no suscitaba protestas, sino que hacía que cesaran las conversaciones para escuchar a los dos maestros. Ambos poetas exageraban sus maneras de hablar para dar más relieve a sus diferencias: Byron se volvía más byroniano, y Shelley más shelleyesco.” Y según se lee en la siguiente página, en las cenas de los miércoles solo parloteaban entre sí los machines de “la liga”. (Byron, además, era un célebre y herético macho cabrío con amores, aventuras e inclinaciones homosexuales.) Y “Mary [Shelley] se sentía algo excluida de aquel club masculino.” Marginación de la que dejó irónica constancia en una carta fechada el 13 de marzo de 1822, según se lee en la página 378: “Nuestros bravos caballeros se buscan mutuamente [...], y como no les gusta salir a pasear con el absurdo género femenino, nos quedamos solas Jane [Williams] y yo, hablando de moralidad y cogiendo violetas.”
      Vale añadir que el consubstancial e intrínseco machismo de lord Byron se transluce no sólo en lo que concierne a la utilización sexual y al maltrato que le brindó a Claire Clairmont y a su hija Allegra, enclaustrada por él en un convento donde pescó el tifus que la hizo morir. 
   
Lápida de Allegra Byron
        Y por ello refulge comprimido en un aforístico cuchillo sin hoja al que le falta el mango transcrito por Burdiel de una carta fechada por Byron el 17 de noviembre de 1814 (op. cit., p. 24): “De todas las perras vivas o muertas, una mujer escritora es la más canina.” No obstante, la escritora Mary Wollstonecraft Shelley, por su ascendencia, cultura e inteligencia, le suscitaba cierto respeto como para morderse y refrenar la bífida y viperina lengüetilla de mazacuata prieta. De modo que oía sus ideas y opiniones, y eventualmente le brindaba honorarios para que ejerciera de copista de sus poemas; notoriamente tras la muerte de Percy, dado que su suegro interrumpió la mesada que le brindaba a su hijo el poeta maldito y Mary empezó a quedarse sin recursos. De modo que en Génova, hacia agosto-septiembre de 1822, según se lee entre las páginas 433-434, “Viendo que [Mary] se había quedado casi sin dinero, le pagó por copiar algunas obras nuevas, corrigió algunos pasajes de acuerdo a sus sugerencias, le pidió consejo sobre la publicación de sus memorias y le aseguró que el padre de Shelley le pagaría una pensión; no en vano era viuda, y tenía un hijo pequeño.” E incluso, ante el silencio, la indiferencia y el lapidario desdén de sir Timothy, lord Byron “escribió al padre de Shelley de parte de Mary para ponerle al corriente de las necesidades económicas de la viuda”. (Ibidem.) Pero además elogió el corrosivo e infecto Frankenstein de 1818 en una carta dirigida a su editor John Murray, fechada en “Venecia 15 de mayo de 1819”, parcialmente antologada en La noche de los monstruos (op. cit., p. 401): “La historia del acuerdo de escribir libros de fantasmas es cierta [...] Mary Godwin (ahora señora Shelley) escribió Frankenstein, que habéis reseñado creyendo que es de Shelley. Me parece un libro excelente para una joven de diecinueve años: bueno, ni siquiera los había cumplido entonces.”

La noche de los monstruos (Edhasa, 2012)
Cuarta de forros


IX de XII
El caso es que después del verano de 1816 en Villa Diodati, con la novela de Mary en ciernes, y ya en Inglaterra “a principios de septiembre” de ese año, los Shelley y su hijo William, y Claire embarazada de Byron, no pudieron reinstalarse en la mansión de Bishopsgate, dado que Percy no pagó el arrendamiento y sus adeudos, y se escondía de sus acreedores. Y para ocultar el embarazo de Claire, dice la biógrafa, rentaron “una casa en Bath”, donde el 12 de enero de 1817 nació su bebé: Clara Allegra Byron. Y más adelante, en la página 228, apunta: “La negativa del tribunal a entregarle sus hijos era para Shelley otra prueba del odio que le tenía Londres, por lo que en la primavera de 1817 instaló a Mary, a William, Claire y Allegra en una espléndida finca de Marlow, cerca de donde vivía su viejo amigo de la escuela Thomas Peacock [1785-1866]. Boyante gracias a la asignación que había empezado a recibir después de la muerte de su abuelo [murió el 6 de enero de 1815], arrendó por veintiún años Albion House, a unos cincuenta kilómetros al oeste de Londres, una residencia aún más elegante que Bishopsgate. Esta extensa mansión de cinco dormitorios, con establo y un enorme jardín cuyas flores y majestuosos árboles hacían las delicias de Mary, tenía como principal y mejor característica una vasta biblioteca. Al instalarse en la casa, encontraron dos estatuas en mal estado de Apolo y Venus desechadas por los anteriores inquilinos, y para Shelley y Mary fue como si el destino hubiera dejado su tarjeta de visita: nada menos que el dios y la diosa de la Poesía y el Amor, la Creación y el Deseo, los principales rectores de sus vidas. A Shelley le encantaba tener el Támesis a un corto paseo. Se compró una barca de remos y la dejó amarrada en el embarcadero, lista para sus expediciones.”
    Allí, en ese idílico, principesco, paradisiaco, mullido y romántico entorno de conservadores y pudientes lores del siglo XVIII, Mary concluyó, con la intrínseca e inextricable participación de Percy, el manuscrito de su legendaria y bicentenaria novela. Según apunta la biógrafa en la página 229: “Mary acabó una ‘copia en limpio’, en sus propias palabras, de Frankenstein. Había tardado nueve meses en terminar la última versión, de finales de junio de 1816 a marzo de 1817, más seis semanas para copiarla a un documento que pudieran usar los editores. En marzo, mientras redactaba los párrafos finales, le aquejaron pesadillas ‘de que estaban vivos los muertos’. Su bebé. Fanny. Su madre. Pero ninguno tan aterrador como Harriet, saliendo a flote en el Serpentine, dispersos los cabellos en el agua, para fijar la vista en la mujer que le había robado a su marido.” 
    Vale añadir que por el hecho de haber concluido el manuscrito en Albion Hause, el anónimo “Prefacio” del anónimo Frankenstein de 1818 fue datado en “MARLOW, 1817”. Fecha aumentada por Mary Shelley en el revisado y modificado Frankenstein de 1831 y por ende se lee así: “Marlow, septiembre de 1817”. Esa revisada edición en un solo tomo tuvo “una tirada de 3.500 ejemplares”, y fue impresa en la serie Standard Novels del sello editorial de Henry Colburn y Robert Bentley, del que “se hicieron varias reimpresiones en los años siguientes (1832, 1836, 1839 y 1849)”, apunta Ángela Pérez en “Los textos” (op. cit., p. 25). Y en cuya “Introducción”, datada por la viuda Mary Wollstonecraft Shelley en “Londres, 15 de octubre de 1831”, además de escamotear (entre otras cosas) la intrínseca presencia de Percy en la urdimbre de la obra, miente (con todos los largos y puntiagudos dientes) al restringir su colaboración sólo en la escritura del “Prefacio”: “Ciertamente no le debo una sola sugerencia o una mera línea de sentimiento a mi marido, y sin embargo, si no hubiese sido por su estímulo mi historia nunca hubiese tomado la forma en que fue presentada al mundo. De esta afirmación debo excluir el Prefacio. Hasta donde puedo recordar fue escrito íntegramente por él.” (Cátedra, op. cit., p. 352). 
    Obsérvese que Charlotte Gordon yerra al sostener que el anónimo “Prefacio” del Frankenstein de 1818 estaba firmado por Percy Bysshe Shelley, y que esto fue parte del prejuicioso, misógino y efervescente cotilleo que le achacaba a él la autoría de la anónima y fustigada novela, pese a que por entonces sólo era un escandaloso poeta en ciernes sin la fama y popularidad de lord Byron (a quien aún no conocía). Según dice en la página 236: “La repugnancia que produjo el libro entre los críticos no impidió que lo leyera la gente, ni que se especulase con la identidad del autor. La mayoría lo atribuyó a Shelley, no solo por el ateísmo de la obra, lo chocante de su argumento y su filosofía godwiniana, sino porque firmaba el prólogo, y el libro estaba dedicado a su suegro [pero de manera anónima]. Nadie se paró a pensar que el autor pudiera ser la hija de Godwin. Un libro tan atrevido no podría haber sido escrito en ningún caso por una mujer.”
 
El Frankenstein de 1818
        Hay que tener en cuenta que el tiraje de la edición príncipe fue sólo de 500 copias y que en Londres no hubo otro tiraje hasta la edición en dos volúmenes que hizo William Godwin en 1823. Según apunta Ángela Pérez en su “Cronología” (op. cit., p. 439), la “Segunda edición de Frankenstein” apareció el 11 de agosto de 1823. Es decir, Godwin la retocó y editó cuando Mary, viuda y con su pequeño hijo Percy Florence, aún estaba en Italia, pues, según anota Charlotte Gordon en la página 435, ella y su hijo “Llegaron a Londres el 25 de agosto” de ese año. Y en “Los textos” (op. cit., p. 25) abunda Ángela Pérez: “En 1823, William Godwin aprovechó el inminente estreno de una versión teatral [de Frankenstein] para preparar y negociar (tras consultarlo con su hija, que seguía en Italia), una segunda edición (Whittaker) en dos volúmenes, con algunas correcciones, en la que figuraba el nombre de la autora: Mary W. Shelley.”
    Charlotte Gordon,  curiosamente, sobre esa histórica segunda edición de Frankenstein —la primera con el nombre de la autora—, no dice ni mu ni pío ni guau ni miau ni bu, pese a que debió ser notoria y relevante en el contexto del regreso de Mary Shelley a Londres después de cinco años fuera de su país. Tampoco dice nada de “la primera edición de Frankenstein en francés (París, Corréard, trad. de Jules Saladin)”, que según Ángela Pérez (op. cit., p. 438) apareció en julio de 1821. Pero eso sí, entre las páginas 435-436 esboza la constatación de la fama, hecha por la propia Mary, al asistir en 1823 a una legendaria representación teatral basada en su novela: “Pero aunque Mary ya no reconociese Londres, la ciudad no la había olvidado. Durante la primera semana de agosto [de 1823], el Lyceum Theatre había estrenado una obra titulada Presumption; or, The Fate of Frankenstein [Arrogancia, o el destino de Frankenstein]. Delante del teatro había manifestaciones con pancartas de condena a la ‘monstruosa obra basada en el indecoroso libro titulado Frankenstein’. A pesar de que Mary quedó consternada por la hostilidad que despertaba su novela, no dejó de ir a ver la obra con la que disfrutó. Percibió ‘una ansiosa expectación en el público’. También percibió el orgullo de Godwin: ‘Hete aquí que me he visto famosa’, le escribió a [Leigh] Hunt.” 
    En el segundo párrafo de su “Introducción” (op. cit., p. 9), Isabel Burdiel también alude ese legendario montaje escenográfico: “En 1823, [...] Mary Shelley asistió a la primera versión teatral de su novela (que estuvo en cartel hasta finales del siglo) y descubrió que se había vuelto súbitamente famosa. Desde entonces, las versiones teatrales no dejaron de sucederse y hoy en día pueden contarse en más de cien las películas que se han realizado a su costa.”
Portada de The Edison Kinetogram donde se anuncia el
 cortometraje Frankenstein (1910), el primer filme
basado en la novela de Mary Shelley.

X de XII
Una de las características más notables del ensayo introductorio de Isabel Burdiel es su crítico bosquejo del carácter revulsivo y espontáneo del Frankenstein de 1818 (no obstante las erratas en la edición príncipe y la ampulosa retórica aportada por Percy en varios pasajes donde, incluso, trastoca el ritmo), en contraste con el crítico esbozo de la moralina, el pesimismo y el interesado conservadurismo que Mary Shelley vertiera en las correcciones, mutilaciones, aumentos y cambios que figuran en el Frankenstein de 1831 y en su correspondiente prefacio, pergeñados de cara a su cicatero, tacaño, represivo y manipulador suegro sir Timothy Shelley (1753-1844), Segundo Baronet de Castle Goring, al aseguramiento de la enorme y sustanciosa herencia que podría no recibir su hijo Percy Florence, y del mojigato, conservador y represivo establishment. De modo que entre las páginas 46-48 apunta:  
     
Isabel Burdiel
      “James Rieger ha publicado, en su edición del texto de 1818 [Frankenstein; or, The Modern Prometheus (The 1818 Text), Chicago University Press, 1974 y 1982], una consistente relación de los cambios introducidos a lo largo de aquellos años y que Mary Shelley entregó a su amiga Mrs. Thomas en 1823 [notas manuscritas de la narradora en los históricos volúmenes de la edición de 1818 resguardados en la Biblioteca y Museo Morgan de Nueva York]. Aquellos cambios no vieron la luz y fueron, de nuevo, revisados para la tercera edición de 1831, de la que Mary Shelley es íntegramente responsable.
    
Ejemplar del Frankenstein de 1818 con correcciones manuscritas de
Mary Shelley

The Morgan Library & Museum de Nueva York
       “Para entonces, su situación vital y sus posiciones políticas y filosóficas habían sufrido cambios considerables. De hecho, lo que hizo con aquellas revisiones fue incorporar al texto (o subrayar) las lecturas más conservadoras del mismo (que ya habían comenzado a producirse) y que lo entendían como una crítica desilusionada a la fe en el progreso y a las grandes utopías radicales, de perfección social y personal, que habían defendido sus padres y su marido. Utopías que podían encarnar tanto Victor Frankenstein como su roussoniana criatura. El discurso radical de Elizabeth Lavenza [ver la carta a Victor, ‘Capítulo 5’ del ‘Volumen I’, op. cit., p. 177], por ejemplo, frente a las injusticias y los prejuicios sociales responsables del ajusticiamiento de la inocente criada Justine [Moritz], es eliminado y sustituido por unas palabras a favor de la resignación y de la necesidad de someterse a los designios del Cielo que subrayan todas las virtudes de sumisión y de autorrenuncia femenina. La responsabilidad personal de Frankenstein por su creación y por los crímenes de su criatura se suaviza aún más hasta convertirse en el juguete de un destino fatídico del que no puede escapar y por el cual debe ser más compadecido que condenado. La prometida de Victor, Elizabeth, que en el texto original es su prima hermana, deja de serlo para evitar cualquier resonancia incestuosa y se convierte en una huérfana recogida por su familia. Ella representa ya, sin paliativos, todas las virtudes del ángel doméstico, del ideal burgués de la feminidad y de la familia que se opone abiertamente a la ambición y a la arrogancia del ‘moderno Prometeo’ que encarna Victor Frankenstein. En suma, Mary Shelley incrementó en 1831 el tono alegórico de una obra concebida inicialmente, como ha argumentado G. Levine, en clave realista e hizo todo lo posible por convertirla en la fábula moral conservadora que algunos críticos han querido ver en ella y que las versiones teatrales de la época, y más tarde el cine, han ido avalando.” En este sentido, reitera en su nota “Esta edición” (op. cit., p. 96): “la ‘Introducción [de Mary Shelley] como las revisiones de 1831, tendieron a enfatizar los aspectos más conservadores y pesimistas de la misma y a limar algunos de sus supuestos más escandalosos.”
 
El Frankenstein de 1831
        Y esto contrasta, y se contrapone, con el hecho de que Charlotte Gordon no brinda un examen comparativo, minucioso y analítico entre ambas ediciones: 1818 y 1831; y porque ella se decanta (de manera breve, falaz, superficial, laudatoria y apoteósica) por las supuestas virtudes críticas de la versión de 1831 que supuestamente aventajan y se sobreponen a la versión de 1818. De modo que apunta en la página 466: “la serie Standard Novel de Bently le ofreció un hueco dentro de su lista para Frankenstein, a condición de que revisara la novela para que pudiera ser Bently el titular de los derechos.” Y añade (ibidem, p. 466-467): “Cuando dejó la pluma, Mary tenía en sus manos un nuevo Frankenstein, mucho más crítico con la sociedad que el primero. La edición de 1831 describe los perjuicios que provoca la ambición humana (masculina) y el afán de poder. Aunque los personajes femeninos sean incapaces de salvarse, o de salvar a los demás, su inocencia es total. Si sufren es tan solo por su relación con Frankenstein. Frente a los agoreros convencidos de que la autoría de la primera versión correspondía a Percy Shelley, y frente a quienes acusaban a Mary de tibieza y medias tintas, como [Edward] Trelawny y Clare [Clairmont], el Frankenstein de 1831 se erige en una obra de suprema originalidad, una visión distópica debida de principio a fin a su autora, Mary Shelley. Sin su marido, Mary no había tenido más remedio que ir haciéndose cada vez más independiente, y de ese modo fue capaz de escribir un libro más complejo y con más fuerza que a los diecinueve años, cuando aún vivía su amado Shelley.”



(Sexto Piso, 2013)



XI de XII
Para no hacer más largo el cuento de nunca acabar obsérvese, por lo menos, que Safie, la novia árabe de Félix De Lacey, para nada cabe en esa limitada categoría de “personajes femeninos [...] incapaces de salvarse, o de salvar a los demás”, cuya supuesta “inocencia es total”. Pues por su pensamiento, y conducta libertaria y liberal, a Safie se le podrían endilgar los versos de la dedicatoria a Mary Shelley que preludian La rebelión del islam (1818), poema de Percy Bysshe Shelley, los cuales se leen en la página 83 del libro de Charlotte Gordon: 

                           Qué bella, qué serena y libre fuiste
                           al quebrantar, con juvenil sapiencia,
                           de la costumbre la mortal cadena. 

        
Ilustración de John Coulhart
           Es decir, Safie, de origen turco, sí es capaz de “salvarse” y de “salvar a los demás”. Se salva a sí misma al huir del represivo, misógino y polígamo orbe musulmán al que la tenía condenada su padre. Y “salva a los demás”, motu proprio, al viajar y sumarse a la familia De Lacey. Su presencia en ese hogar campirano no sólo atempera y alivia la tristeza y el depresivo desánimo de Félix, sino que, por lo que reporta el monstruo a Victor Frankenstein, la familia De Lacey (el anciano ciego y sus hijos Félix y Ágatha) se tornó alegre, relajada y feliz, e incluso mejoró su magra situación económica. Idílico e idealizado núcleo familiar que encandiló y enamoró al monstruo (entonces sentimental, inocentón y noble).
       Vale recapitular que Safie cuestiona —con su conducta, ideas y rebeldía— el papel de las mujeres en la sociedad, pero sobre todo en la sociedad musulmana —y por ello resulta crítica, revulsiva y opuesta a la idiosincrasia islámica y a la poligamia y menoscabo de la mujer en el ámbito islamista de Constantinopla—. Safie, una singular joven árabe-cristiana, en contra de lo maquinado y ordenado por su padre turco-mahometano, y sin hablar ni escribir francés ni alemán, huye de su reclusión en un convento de Leghorn (“Livorno [...], la ciudad portuaria más importante de la Toscana, en el mar de Liguria”) y viaja al bosque cercano a Ingolstadt (en cuya solitaria cabaña los De Lacey sobreviven exiliados de Francia y en la pobreza), con el añorante y feliz objetivo de ser mujer (y esposa) de su amado, soñado e idealizado Félix De Lacey.  
     
Ilustración de Lynd Ward
         Según le narra el monstruo a Victor (Frankenstein anotado, p. 171): “Safie contó que su madre era una árabe cristiana, capturada y esclavizada por los turcos. Destacada por su belleza, conquistó el corazón del padre de Safie, quien se casó con ella. La joven hablaba en términos muy elevados y entusiastas sobre su madre, que, nacida en libertad, rechazaba la sumisión a la que ahora se veía reducida. Instruyó a su hija en la doctrina de su religión y la enseñó a aspirar a un nivel intelectual elevado y a una independencia de espíritu prohibidos para las mujeres seguidoras de Mahoma. Esta mujer murió, pero sus lecciones se impregnaron profundamente en la mente de Safie, que enfermaba ante la perspectiva de regresar de nuevo a Asia y ser encerrada entre los muros de un harén con la única autorización de entregarse a divertimentos pueriles, poco acordes con la disposición de su espíritu, ahora acostumbrado [tras vivir en París y conocer a Félix y mutuamente enamorarse] a una mayor amplitud de pensamientos y a la noble emulación de la virtud. La posibilidad de casarse con un cristiano y permanecer en un país en el que las mujeres podían ocupar un lugar en la sociedad le resultaba cautivadora.” 
(Akal, 2018)
       Es decir, lo que reporta el monstruo a Victor Frankenstein, tras leer en francés las cartas de Safie a Félix (dictadas a un amanuense-traductor), y quizá por oír de ellos ciertas anécdotas, son las consabidas, atávicas y ancestrales circunstancias sociales (familiares y religiosas), de índole medieval, que limitan y constriñen a la mujer en una Constantinopla bajo el dominio de la machista y falocéntrica idiosincrasia musulmana (o sea: de los seguidores de Mahoma, cuyo libro sagrado y dogmático es el Corán). Ámbito donde la madre de Safie, nacida libre (no se narra en qué país), en contra de su voluntad subsistía robada y esclavizada por los turcos. (Cabe preguntarse: ¿de qué tipo de esclavitud se trató?, ¿sexual?) Y donde Safie, según dijo, sería “encerrada entre los muros de un harén con la única autorización de entregarse a divertimentos pueriles” (eufemismo que implica la tácita y consabida lujuria), perspectiva que rechaza y por ende la enferma. 

       
Ilustración de Lynd Ward
         Vale añadir que el padre de ella, un turco musulmán y enriquecido comerciante en París, de pocos escrúpulos y proclive a la traición y a la puñalada trapera (caído en desgracia en la capital francesa), muy probablemente compró la supuesta “libertad” de la madre de Safie, dado que, antes de desposarla, fue capturada y esclavizada por los turcos; crimen no muy distinto de la trata de blancas (mestizas y negras) en el orbe occidental. Es decir, por lo que narra Safie, se infiere que el matrimonio de su madre (árabe cristiana con un turco musulmán) no fue un vínculo amoroso, sino una transacción de compraventa que supuestamente la liberó de la esclavitud. Y para su hija Safie, al parecer, el turco musulmán urdía algo parecido, pues según se lee en la página 173 del
Frankenstein anotado (y en la página 242 de la edición de Cátedra y en la página 139 de la edición de Alma Clásicos Ilustrados), el padre de Safie, en París, pese a que permitía el galanteo y el amistoso trato con Félix (dialogaban en francés a través de un intérprete) y “alentaba las esperanzas de los jóvenes amantes”, “en su corazón ya había trazado otros planes muy distintos”, pues “Odiaba la idea de que su hija se uniera con un cristiano”. 


XII de XII
En fin, hay mucho por dónde cortar y recortar en el novelesco culebrón (con visos dieciochescos y decimonónicos) que repta por todos los sinuosos recovecos del magnético e interesantísimo libro de Charlotte Gordon. Así que el desocupado lector podría abandonarse a ello hasta la consumación de los tiempos, enclaustrado y culiatornillado, quizá, no en la posada de Chamonix donde se hospedaron Percy, Mary y Jane Clairmont en julio de 1816, en cuyo libro de huéspedes el iconoclasta, histriónico, provocador, infantiloide y diabólico loco Shelley (así lo apodaron de escuincle en Eton College) anotó “en griego que él era ‘demócrata, filántropo y ateo’, y como ‘Destino’ puso L’enfer” (¡el infierno!), sino en la solitaria cabaña en la cima del Montanvert, frente al Mont Blanc y el Mar de Hielo, donde dialogaron Victor Frankenstein y el horrorosísimo y gigantón monstruo creado por él, y donde aún hoy es posible percibir el rumor de sus voces. O quizás, como si te adentrases entre las inestables páginas de un cuento de los Hermanos Grimm, en algún habitáculo subterráneo y secreto del auténtico castillo de Frankenstein, del que según apunta Charlotte Gordon en la página 109 de su libro, Mary y Percy tuvieron noticia, no en el verano (sin verano) de 1816, sino en septiembre de 1814 durante su regreso a Londres navegando por el Rin, no en una calabaza encantada, sino en un pestilente barquichuelo repleto de viajeros ruidosos, bebedores, vulgares y léperos:
   “Un día de principios de septiembre [de 1814], durante una pausa de la barcaza en Gernsheim [Alemania], a pocos kilómetros de Mannheim, Mary y Shelley se zafaron de Jane [Clairmont] para dar un paseo entre las casitas a dos aguas y las calles adoquinadas, hasta salir al campo. Vieron a lo lejos, recortadas en el cielo, las torres de un pintoresco castillo cuyo nombre era Frankenstein.

Castillo de Frankenstein
(Alma Clásicos Ilustrados, 2018)
     “A este castillo estaba vinculada una inquietante leyenda. Un habitante del pueblo se la explicó a cambio de algunas monedas. En 1673 había nacido entre sus muros un alquimista de triste fama, llamado Konrad Dippel. Obsesionado con hallar una ‘cura’ para la muerte, hacía experimentos macabros para los que profanaba tumbas, robaba restos humanos y molía los huesos a fin de mezclar el polvo con la sangre y administrárselo a cadáveres, pretendiendo así devolverles la vida. Murió sin haberlo conseguido, y dejó sin respuesta la pregunta de si era posible resucitar a los muertos.”

Konrand Dippel
(1673-1734)
                    


Bibliografía

Ferré, Rosario, Sitio a Eros. Trece ensayos literarios. Joaquín Mortiz. México, julio 22 de 1980. 168 pp.
Gordon, Charlotte, Mary Wollstonecraft. Mary Shelley. Proscritas románticas. Traducción del inglés al español de Jofre Homedes Beutnagel. Iconografía en blanco y negro. Circe Ediciones. 2ª edición. Barcelona, junio de 2018. 
Pérez, Ángela, La noche de los monstruos. Incluye: Frankenstein o el moderno Prometeo (1831), de Mary W. Shelley (traducción del inglés de Mercedes Rosúa); “Augustus Darvell, fragmento” (1819), de Lord Byron (traducción de Ángela Pérez); y “El vampiro” (1819), de John William Polidori (traducción de Ángela Pérez). Edición, prólogo, notas biográficas, epistolario, cronología y bibliografía de Ángela Pérez. Edhasa. Barcelona, abril de 2012. 446 pp.
Shelley, Mary, Frankenstein. Traducción del inglés al español de Alejandro Pareja Rodríguez. Ilustraciones en blanco y negro de John Coulthart. Alma Clásicos Ilustrados/Anders Producciones. Barcelona, 2018. 256 pp.
Shelley, Mary, Frankenstein. Traducción del inglés al español de Francisco Torres Oliver. Introducción de James Rieger. Notas de Gabriel Casas y Cristina Garrigós. Iconografía en color y en blanco y negro de Fuencisla del Amo y Francisco Solé. Colección Aula de Literatura núm. 38, Ediciones Vicens Vives. Barcelona, 2006. 318 pp.
Shelley, Mary, Frankenstein anotado. Traducción del inglés al español de Lucía Márquez de la Plata. Edición, prólogo y notas de Leslie S. Klinger. Investigación adicional de Janet Byrne. Introducción de Guillermo del Toro. Epílogo de Anne K. Mellor. Iconografía en color y en blanco y negro. Ediciones Akal. Madrid, 2018. 456 pp.
Vargas Llosa, Mario. El Paraíso en la otra esquina. Alfaguara. México, marzo de 2003. 488 pp.
Wollstonecraft Shelley, Mary, Frankenstein o El moderno Prometeo. Traducción del inglés al español de María Engracia Pujals. Edición, prólogo, notas y bibliografía de Isabel Burdiel. Iconografía en blanco y negro. Colección Letras Universales núm. 230, Ediciones Cátedra. 4ª edición. Madrid, 2003. 260 pp. 
Wollstonecraft Shelley, Mary, Frankenstein o el moderno Prometeo. Traducción del inglés de Rafael Torres. Epílogo de Joyce Carol Oates (traducción de Jesús Gómez Gutiérrez). Ilustraciones en blanco y negro de Lynd Ward. Editorial Sexto Piso. España, 2013. 264 pp. 


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