martes, 14 de mayo de 2019

El gran Gatsby




Tú vales más que todos ellos juntos

Abundan las traducciones del inglés al español de El gran Gatsby, la novela más famosa del norteamericano Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), publicada por primera vez en 1925, en Nueva York, por la reputada editorial Charles Scribner’s Sons. La presente, urdida por Justo Navarro (Granada, 1953) con una serie de brevísimas notas, se distingue por estar vertida en una atractiva edición en cartoné editada en 2012, en Barcelona, por Sexto Piso, cuya medidas (24.2 x 17.2 cm), buen papel, diseño y maquetación favorecen las viñetas e ilustraciones en color del artista gráfico Jonny Ruzzo (Rhode Island, 1983), una de las cuales, la que se observa a lo largo y a lo ancho de las páginas 18 y 19, tributa la caracterización que la actriz Mia Farrow hizo de Daisy Buchanan en el filme homónimo, estrenado 1974, con guión de Francis Ford Coppola y la dirección de Jack Clayton. 
(Sexto Piso, Barcelona, 2012)
       
Portada del DVD del filme El gran Gatsby (1974)
basado en la novela homónima de Francis Scott Fitzgerald.
En la imagen:
Mia Farrow (Daisy Buchanan) y Robert Redford (Jay Gatsby), protagonistas.
       
Jordan Baker y Daisy Buchanan
Ilustración de Jonny Ruzzo que se observa en las
páginas 18 y 19 de El gran Gatsby (Sexto Piso, 2012)
       
Francis Scott Fitzgerald
(1896-1940)
     
Francis Scott Fitzgerald y Zelda Sayre
           No obstante, ni en la página legal ni en la cuarta de forros ni en las notas del traductor se acredita la susodicha primera edición, cuya fecha es significativa puesto que la trama de la novela se desarrolla en el contexto de la Prohibición y de la Era del Jazz. Se puede disentir de los criterios del traductor, ya sea en la elección del vocabulario, en la construcción sintáctica y sus añadidos culturales y en el arbitrio de las notas. Por ejemplo, Justo Navarro no dice nada de Zelda Sayre (1900-1948), la esposa de Fitzgerald, a quien se la dedicó (“Una vez más, a Zelda”); ni “del káiser Guillermo”, por decir algo. Pero las torpezas alarman y asombran en un traductor que se supone es un profesional del oficio, con reconocimientos y premios. En la página 77, por ejemplo, Jordan Baker, la joven jugadora de golf que se volvió amiga de Nick Carraway —quien es la voz narrativa que rememora y escribe el libro—, al narrarle a éste minucias de su pasado biográfico vinculado al pasado biográfico de Daisy en Louisville, dizque dice: “Y bueno, hace unas seis semanas, [Daisy] oyó el nombre de Gatsby por primera vez al cabo de los años. Fue cuando te pregunté en West Egg —¿te acuerdas?— si conocías a Gatsby.” Y es allí donde descuella un yerro, pues dentro de la lógica de la obra y como se lee en la página 21, Jordan Baker se lo preguntó en East Egg y no en West Egg.

Justo Navarro, traductor
Es decir, en el capítulo uno, cuando Nick Carraway empieza a contar la historia, deja claro que él llegó a vivir al Este, cerca de Nueva York, en “la primavera de 1922”, precisamente a la bahía de Long Island, a una pequeña casa rentada situada en West Egg (contigua a la descomunal mansión de Jay Gatsby, a quien entonces no conocía), y que Daisy, su ricachona prima lejana, casada con el riquísimo Tom Buchanan, tiene su mansión exactamente en el lado opuesto de la bahía: en East Egg. El día que Jordan Baker le pregunta a Nick Carraway si conoce a Gatsby, es el primer día que Nick visita la mansión de Daisy y el día que conoce a Jordan Baker y por ende el errado pasaje debió leerse más o menos como lo tradujo E. Piñas en una edición de Plaza & Janés publicada en Barcelona en julio de 1984: “Bueno, hace unas seis semanas oyó el nombre de Gatsby por vez primera en muchos años; fue cuando te pregunté, ¿te acuerdas?, si conocías a un Gatsby que vive en West Egg?”

(Plaza & Janés, Barcelona, julio de 1984)
  La novela El gran Gatsby se divide en nueve capítulos numerados. Los hechos centrales se suceden en un margen de tres meses: entre junio y septiembre de 1922. Y Nick Carraway —entonces un modesto vendedor de bonos en Nueva York que casi al final de tal lapso cumple 30 años— los evoca y narra en 1924 como una especie de tributo a la memoria y a la amistad de Jay Gatsby, ese legendario y romántico personaje, de súbito y dramático fin, cuya moral y actos, pese a enriquecerse y moverse en ámbitos mafiosos y proscritos por la ley, él coloca muy por encima de los petulantes burgueses de East Egg y de los locos, egoístas y fugaces advenedizos que los fines de semana infestaban su mansión en busca del prohibido alcohol, del banquete y del frenético desfogue con el shimmy y el jazz. “Son mala gente”, “Tú vales más que todos ellos juntos”, fue lo último que alcanzó a decirle unas horas antes de que lo mataran a balazos, casi como un corte de caja e ineludible epitafio.

Ilustración de Jonny Ruzo
La novela no hace una intromisión en las gansteriles andanzas de Jay Gatsby ni en el modus operandi con que, de manera vertiginosa, amasó esa miliunanochesca fortuna que derrocha a manos llenas en su infausto anhelo y frustrado intento de seducir y reconquistar a Daisy; pero sí brinda pistas de sus nexos, siendo el más elocuente su trato con Meyer Wolfshiem, el judío e impune capo que “amañó la serie mundial de las Grandes Ligas de béisbol en 1919”, quien desde la fachada de su empresa neoyorquina, cuyo rótulo reza: “The Swastika Holding Company”, confabula conexiones para favorecer “negocios” en el mercado negro. Es decir, según se narra, luego de que Gatsby retornó de Europa tras el armisticio que puso término a la Gran Guerra y de una estancia de cinco meses en Oxford, Inglaterra, en 1919, (una especie de premio por sus servicios en el ejército norteamericano), Wolfshiem lo rescató de la pobreza y lo hizo rico prácticamente en un santiamén. Y según le echa en cara Tom Buchanan, el treintañero esposo de Daisy, en un ríspido desencuentro en una suite del Hotel Plaza de Nueva York: “Él [Gatsby] y ese Wolfshiem compraron un montón de drugstores en callejuelas de aquí y de Chicago y se dedicaron a vender licor de contrabando.” 


Ilustración de Jonny Ruzzo
     
Jonny Ruzzo
       El caso es que Jay Gatsby, de origen humilde y cuyo nombre real era James Gatz, abandonó su casa paterna a los 17 años. Cuando en 1917 se entrenaba en Camp Taylor para ir a la Gran Guerra fue cuando conoció a Daisy, quien en Louisville era una opulenta joven de 18 años rodeada de pretendientes. Gatsby le hizo creer que eran de la misma posición social y la sedujo; pero dado que tuvo que partir a Europa, el romance, frente a frente, sólo duró un mes: entre octubre y noviembre de 1917. Se escribieron cartas; pero en junio de 1918 ella se casó con Tom Buchanan, de acaudalada familia en Chicago. Aún estaba en Oxford cuando recibió la funesta noticia en una carta de Daisy. Aún así, al regresar, y entonces los recién casados andaban de luna de miel en los Mares del Sur, fue a Louisville y recorrió los sitios donde estuvo con ella. 

Es decir, sin un clavo en el bolsillo, Gatsby se quedó prendado y obsesionado por Daisy. De modo que a mediados de 1922, ya fastuosamente enriquecido y con rutilante glamour, todo lo que ha hecho y hace gira en torno a ella. Sin embargo, la fémina, superficial y ligera, no es modelo de nada y a sí misma se retrata y radiografía cuando bosqueja lo que pensó cuando en 1919 nació su hija de 3 años (con Tom ausente): “Estupendo”, “me alegra que sea una niña. Y espero que sea tonta. Es lo mejor que en este mundo puede ser una chica: una tontita preciosa.”
Viñeta de Jonny Ruzzo
A través de Nick Carraway, su vecino, Gatsby logra acercarse a Daisy cuando el próximo noviembre de 1922 se cumplirán cinco años desde la última vez que se vieron. Le exhibe su enorme mansión y su deslumbrante opulencia y entre ambos se entabla un vínculo subrepticio que contrasta con la doble moral y la mojigatería que define a Tom Buchanan, pues además de megalómano y racista, ha sido un perpetuo donjuán que en esos momentos tiene una voluptuosa y locuaz amante: Myrtle, casada con Georges Wilson, un pobretón mecánico y gasolinero que también se dedica a la compraventa de autos usados. Para tal querida, Tom ha montado un departamento en Nueva York donde ocurre una borrachera, cuyo machista corolario es el manotazo con que él le rompe la nariz porque ella se empeña en pronunciar y repetir el sacrosanto nombre de Daisy.

Ilustración de Jonny Ruzzo
Durante el susodicho desencuentro entre Jay Gatsby y Tom Buchanan en una suite del Hotel Plaza de Nueva York, se transluce, en lo que argumenta Gatsby y acota Daisy, que ambos habían hablado sobre la posibilidad de que ella dejara a su marido y se fuera con él. Sin embargo, pese a lo que vocifera en contra de Tom, Daisy da visos de que no será así, pues le grita a Gatsby: “¡Pides demasiado!”, “Te quiero, ¿no es suficiente? No puedo borrar el pasado. —Empezó a sollozar sin poder contenerse—. Lo he querido, pero también te quería a ti.”

Ilustración de Jonny Ruzzo
  Después de los insultos, de la discusión y del melodrama, Gatsby y Daisy regresan a Long Island en el Rolls Royce amarillo de él; mientras más tarde lo hacen Nick Carraway, Jordan Baker y Tom Buchanan en el cupé azul de éste. Es en tal interludio cuando casi frente al puesto de gasolina de Georges Wilson, el veloz Rolls Royce amarillo atropella y mata a Myrtle, quien salió de su casa a toda carrera y haciendo señas suponiendo que lo iba manejando Tom (recién, de ida, lo había visto tras el volante). El Rolls Royce no se detuvo ni esquivó el golpe y se dio a la fuga. Y aunque al parecer fue un inesperado accidente, cabe la posibilidad de que no haya sido así, pues era Daisy quien lo conducía.

Ilustración de Jonny Ruzzo
El caso es que tras la muerte de Myrtle, sale a relucir, ante un vecino, que Georges Wilson había encerrado a su mujer, para llevársela a otro lugar, porque recién había descubierto indicios de que tenía una aventura (“había vuelto de la ciudad con la cara amoratada y la nariz hinchada” y “en el tocador, envuelta en papel de seda”, guardaba “una correa de perro, muy cara, de piel con adornos de plata”), pese a que no sabía quién era él. Deprimido, indaga el nombre y el domicilio del propietario del Rolls Royce amarillo. Es así que llega hasta la mansión de Gatsby; y mientras éste descansa en medio de la alberca echado sobre un colchón inflable, lo mata a balazos y luego se suicida en el jardín.

Ilustración de Jonny Ruzzo
  Nick Carraway, siempre preocupado y solidario con la suerte de su amigo, es quien se encarga de organizar las exequias, a las que, reveladoramente, casi no va nadie, ni siquiera el gánster judío que dizque lo hizo “un hombre de negocios”. Sólo un ser querido figura en el entierro: Henry C. Gatz, el padre de Gatsby, llegado “de un pueblo de Minnesota”, junto a los pocos asistentes circunstanciales: el ministro luterano, “cuatro o cinco criados y el cartero de West Egg, todos empapados hasta los huesos”. Y en los últimos minutos, ya en el cementerio, arriba “Ojos de Búho”, el único de entre los cientos de fiesteros que iban a saciarse a las ruidosas bacanales del gran Gatsby. 

Ilustración de Jonny Ruzzo
Aunado al hecho de que Gatsby y Tom quedaron en segundo plano ante la hipotética decisión que tomara Daisy: irse con el amante o quedarse con el marido, su rol de hipócrita femm fatale queda rubricado por la fría y egoísta indiferencia que observa Nick Carraway: “Daisy no había mandado ni un mensaje ni una flor”. Y más aún, poco después descubre, para sus adentros y al hablar con Tom, que Daisy, que no asumió su responsabilidad ante la muerte de Myrtle (imprudente o no), tampoco le reveló a su marido que era ella quien manejaba el Rolls Royce y no Gatsby, y por ende Tom le replica a Nick: “Ese individuo recibió lo que merecía. Te cegó igual que cegó a Daisy, pero era peligroso. Atropelló a Myrtle como quien atropella a un perro, y ni siquiera se paró.” 

        No asombra, entonces, que el buenazo y moralista de Nick Carraway, quien de sí mismo proclama: “soy una de las pocas personas honradas que he conocido en mi vida”, dictamine de ellos: “Tom y Daisy eran personas desconsideradas. Destrozaban cosas y personas y luego se refugiaban detrás de su dinero o de su inmensa desconsideración, o de lo que los unía, fuera lo que fuera, y dejaban que otros limpiaran la suciedad que ellos dejaban...”
Zelda Sayre y Francis Scott Fitzgerald



Francis Scott Fitzgerald, El gran Gatsby. Traducción del inglés al español de Justo Navarro. Ilustraciones a color de Jonny Ruzzo. Sexto Piso. Barcelona, 2012. 168 pp.


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Enlace a un trailer de El gran Gatsby (1974), largometraje dirigido por Jack Clayton, basado en la novela homónima de Francis Scott Fitzgerald.

Enlace a un trailer de El gran Gatsby (2013), película dirigida por Baz Luhrmann, basada en la novela homónima de Francis Scott Fitzgerald.

lunes, 1 de abril de 2019

Borges por él mismo

El verso es una cosa canturridora


Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires el jueves 24 de agosto de 1899 y falleció en Ginebra el sábado 14 de junio de 1986 (dos meses y diez días antes de su aniversario 87).
Jorge Luis Borges
Caricatura de Sábat
        En Madrid, para el orbe del idioma español (y más allá de él), la editorial Visor Libros publica la Colección Visor de Poesía/Serie El poeta en su voz —libros que “van acompañados con un CD, donde los propios autores leen sus textos”—, en cuya catálogo han aparecido antologías de Ángel González, Mario Benedetti/Daniel Viglietti, Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda, Federico García Lorca, Rafael Alberti, León Felipe, Pedro Salinas, Mario Benedetti, Pablo Neruda, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Augusto Monterroso, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Juan Rulfo y Jorge Luis Borges.

Colección Visor de Poesía núm. 428
Serie el Poeta en su Voz
Madrid, 1999
       Ilustrada la primera de forros por lo que semeja la firma del escritor y por una célebre caricatura de Hermenegildo Sábat, a quien no se le da crédito en el libro (se trata de un decrépito y arrugado Borges con bastón y alas de angelito mofletudo) —pero sí en la contraportada del disco compacto—, Borges por él mismo se editó por Visor, con el número 428 de la serie, en 1999, año de las múltiples y multitudinarias celebraciones del centenario de su natalicio. (El tecleador, por ejemplo, pudo observar en el Museo Rufino Tamayo, de la Ciudad de México, una efímera muestra de objetos personales y papeles manuscritos de Borges que le dieron la vuelta al mundo). No lo registra Visor Libros, pero Borges por él mismo es homónimo (o casi homónimo) de un casi olvidado elepé grabado y editado en 1967 por AMB, discográfica de Buenos Aires, Argentina; que a su vez es homónimo de un casi olvidado libro del crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal impreso en 1980, en Caracas, Venezuela, por Monte Ávila Editores; y en 1984, en Barcelona, España, por Editorial Laia; cuya casi olvidada primera versión apareció en francés, en 1970, editada en París por Éditions du Seuil con el número 86 de la colección “Écrivains de toujours”: Borgès par lui-même

   
Col. “Écrivains de toujours” núm. 86, Éditions du Seuil
París, 1970
        Pese a que en la página legal el copyright de 1995 acredita a la viuda María Kodama como la propietaria de los derechos de autor de Borges por él mismo (se dice, además, que ha sido “Reproducido por autorización de Alianza Editorial, S.A.”), el libro antológico (no obstante la singularidad invaluable de que el disco compacto que lo acompaña documenta, preserva y reproduce la voz del poeta ciego de Buenos Aires) no fue datado en Jorge Luis Borges: bibliografía completa (Buenos Aires, FCE, 1997), libro del argentino Nicolás Helft —“director de la Colección Jorge Luis Borges en la Fundación San Telmo”—, pues la consecutiva entrada: “LIBROS DE BORGES”, que parte de “1923”, sólo llega hasta “1993”. No obstante, esa supuesta Bibliografía completa (a falta de pan, tortilla) sigue siendo “una herramienta fundamental para investigadores, profesores, estudiantes, bibliotecarios y libreros”, con “más de 2700 entradas”; que además incluía un flamante y novedoso CD-ROM —para uso en “computadoras tipo PC, con sistema operativo 3.1 o superior (por ejemplo, Windows 95)”—, vertiginosamente obsoleto ante el desarrollo de los sistemas operativos de Microsoft (y de Macintosh) y a los modos de navegar (y resguardar) en internet y en la nube, pero que por entonces pretendía ser: “La más poderosa base de datos para organizar toda la obra”.
Col. Tezontle, FCE
Buenos Aires, 1997
         Vale añadir que el citado elepé de 1967, curiosamente, sí fue datado en Jorge Luis Borges. Bibliografía total. 1923-1973 (Buenos Aires, Casa Pardo, 1973), libro del crítico argentino Horacio Jorge Becco. En este sentido, se lee entre las páginas 107-108: 

Jorge Luis Borges por él mismo. Buenos Aires, J. AMB, Discográfica, 1967. Disco, 123-1 [sic] Documentos, 33 r.p.m. Alta fidelidad.
   
Página 107 de
Jorge Luis Borges. Bibliografía total. 1923-1973
(Casa Pardo, Buenos Aires, 1973)
       “Nota: Segunda edición con nuevos poemas, diciembre 1967. Foto: Francisco Ferrer; Diseño gráfico, Lorenzo Amengual; Semblanza en estuche de José Edmundo Clemente.
    “Contenido: Lado 1: 1) El general Quiroga va en coche al muere; 2) Poema conjetural; 3) Fundación mítica de Buenos Aires; 4) Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad; 5) Página para recordar al coronel Suárez, vencedor en Junín; 6) El Gólem; 7) A Leopoldo Lugones.
    “Lado 2: 1) Borges y yo; 2) Milonga de los dos hermanos; 3) Milonga de Jacinto Chiclana; 4) La noche que en el sur [sic] lo velaron; 6 [debería leerse 5]) Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges; 6) Límites; 7) Del rigor de la ciencia; 8) Cuarteta: 9) El poeta declara su nombradía; 10) Le regret d’Héraclite; 11) Everness; 12) Spinoza; 13) Poema de los dones.
   
Página 108 de
Jorge Luis Borges. Bibliografía total. 1923-1973
(Casa Pardo, Buenos Aires, 1973)
       “La mayoría de los poemas están precedidos por un comentario del autor.
    “Aclaración complementaria: En la primera edición, mayo 1967, se incluían los siguientes poemas [además de los anteriores], que luego fueron modificados: Un soldado de Urbina; A un viejo poeta; Baltasar Gracián; El tango; Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y tantos; La noche cíclica; A un poeta menor de la antología.”  
 
Colección Visor de Poesía núm. 428
Serie el Poeta en su Voz
Madrid, 1999
(Contraportada del CD)
        El título Borges por él mismo, tanto el libro como el disco compacto editados por Visor, reúnen veinte textos pertenecientes a cinco libros de Jorge Luis Borges —los mismos veinte textos (y en el mismo orden no cronológico) del susodicho elepé de diciembre de 1967. Y en la versión impresa se distinguen por las omisiones y erradas atribuciones editoriales; lo cual implica que María Kodama y los dizque “primermundistas” editores de Visor Libros (y su legión de subterráneos e insomnes galeotes) no hicieron la elemental revisión, el elemental cotejo y la debida corrección siguiendo lo asentado por Borges en el tomo de sus Obras completas (amorosamente dedicas a su madre y que es un modelo de íntima y filial gratitud), cuya primera impresión de Emecé Editores data de 1974. Era “Un grueso volumen único encuadernado y en papel biblia” (Monegal dixit) que doña Leonor Acevedo de Borges conservó junto a su cama hasta el día de su muerte. (Murió a los 99 años el 8 de julio de 1975.)
Borges y su madre en su departamento mínimo en el sexto piso de Maipú 994, a dos pasos de la Plaza San Martín”.
        De Luna de enfrente (1925) figuran los poemas: “El general Quiroga va en coche al muere” y “Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad”. De Cuaderno San Martín (1929) los poemas: “Fundación mítica de Buenos Aires” y “La noche que en el Sur lo velaron”, que aparece con la dedicatoria a “A Leticia Álvarez de Toledo”, pero sin el pie del libro al que pertenece desde 1929. De El hacedor (1960): “A Leopoldo Lugones”, la dedicatoria del libro, que es una prosa poética fechada en “Buenos Aires, 9 de agosto de 1960”; el poema en prosa “Borges y yo”; el poema “Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges (1833-1874)”, homenaje a la mítica heroicidad y valentía de su abuelo paterno, esposo de su abuela inglesa Fanny Haslam (1842-1935), de quien en la infancia el pequeño Georgie aprendió el habla del inglés y “a leer en inglés antes que en español”; el celebérrimo “Poema de los dones”, pero sin la consabida dedicatoria a María Esther Vázquez, que sí se lee en la página 809 del volumen de sus Obras completas. El tomo del reseñista es la catorceava edición y data de “septiembre de 1984”; no obstante, ya no figura en la póstuma (y redividida) reedición de “abril de 2005” impresa en Argentina por Emecé Editores bajo los oficios y el visto bueno de María Kodama. En torno al “Poema de los dones” y la extirpación de la dedicatoria (repetida en otros libros y antologías) apunta María Esther Vázquez en la página 208 de su biografía Borges. Esplendor y derrota (Barcelona, Tusquets, 1996): “En diciembre de 1958 Borges escribió el ‘Poema de los dones’ incluido en El hacedor, que apareció en 1960. Posteriormente y en ediciones sucesivas, Borges me lo dedicó. Dedicatoria que persistió hasta su muerte; luego fue borrada. El editor B. del Carril [de Emecé] dijo que fue una orden dada por quien ha heredado los derechos de Borges, María Kodama.”

   
Borges y María Esther Vázquez en Villa Silvina
(febrero de 1964)
Foto: Adolfo Bioy Casares
         También de El hacedor figuran en Borges por él mismo cuatro textos breves de la sección “Museo” (con sus respectivos pies imaginarios): “Del rigor de la ciencia”, “Cuarteta”, “El poeta declara su nombradía” y “Le regret d’ Héraclite”. 
     De El otro, el mismo (1964): “Poema conjetural”, que en Borges por él mismo erróneamente se atribuye o se ubica en Cuaderno San Martín (1929), pese a que Borges lo fechó en “1943”; fecha omitida por los editores de Visor; además de que según se lee en las páginas 65 y 214 de la Bibliografía completa de Nicolás Helft, se publicó por primera vez el 4 de julio de 1943 en el periódico porteño La Nación. De El otro, el mismo sigue: “Página para recordar al coronel Suárez, vencedor en Junín”, homenaje a su bisabuelo materno el coronel Manuel Isidoro Suárez (1799-1846), que Visor también atribuye al susodicho poemario de 1929, pese a que está fechado en “1953”; fecha que asombrosa y contradictoriamente en Borges por él mismo se lee junto a la errada atribución; y según se apunta en la página 347 de Borges en Sur (Buenos Aires, Emecé, 1999), se publicó por primera vez en el número 226 de la revista Sur, correspondiente a enero-febrero de 1954; además de que allí también se acrecita que desde 1964 es parte de El otro, el mismo, lo cual coincide con la datación de Nicolás Helft (op. cit., p. 76 y 211). 
   
Borges por él mismo (Visor, 1999)
Páginas 14 y 15
         De El otro, el mismo sigue “El Golem”, poema fechado en “1958”; “Límites”, poema publicado por primera vez el 30 de marzo de 1958 en La Nación, que erróneamente Visor ubica en El hacedor (1960), pues además de que nunca fue parte de éste, también desde 1964 se halla en El otro, el mismo (Nicolás Helft, op. cit., p. 80 y 198). De tal libro siguen los sonetos: “Everness” y “Spinoza”. Y de Para las seis cuerdas (1965): “Milonga de dos hermanos” y “Milonga de Jacinto Chiclana”.  
Detalle de la contraportada del elepé
       Tal índice de veinte textos —en el libro y en el disco compacto Borges por él mismo— basta para que ciertos borgeanos asentados en México se percaten de que se trata de la misma antología otrora editada en elepé (con un cuaderno adjunto) por Difusión Cultural de la UNAM dentro de la serie Voz Viva de América Latina. Es decir, se hizo tal vinilo de larga duración a través de “un convenio entre la Universidad Autónoma de México y AMB Discográfica de Buenos Aires, Argentina”, cuya primera edición —con el número 13 de la serie— data de 1968, y la segunda y última de 1982. (Elepé y cuaderno adjunto, vale subrayarlo, no datados por Horacio Jorge Becco ni por Nicolás Helft.)

Esto permite observar varios puntos de comparación. Si bien el disco compacto preserva la grabación mucho pero mucho más tiempo que el elepé (a lo que se añade la fácil y vertiginosa manipulación digital que ha hecho posible que el común de los mortales de la aldea global escuchen tales grabaciones en YouTube), la factura del cuaderno adjunto editado por la UNAM es mucho mejor que la factura del libro Borges por él mismo. Además de los citados descuidos editoriales de Visor Libros, tal empresa se limita a antologar los textos que Borges dijo durante la grabación, pero no se transcribieron las variantes con que los recitó de memoria, ni los seis comentarios que improvisó en el estudio. Mientras que el cuaderno que acompaña al elepé editado por la UNAM incluye, a modo de prefacio, un sesudo ensayo que el narrador mexicano Salvador Elizondo firmó en “Oberengadin, Suiza, 15 de febrero, 1968”. Pero además de la transcripción de los textos que Borges recita de memoria en el vinilo, se lee una anónima “NOTA DEL EDITOR”, firmada en “México, D.F., agosto de 1982”, que declara a la letra: 
Jorge Luis Borges, Octavio Paz y Salvador Elizondo
(Capilla del Palacio de Minería de la Ciudad de México, 1981)
Foto: Paulina Lavista
       “En la presente reedición transcribimos los seis comentarios improvisados por el autor en el momento de la grabación de este fonograma y que (a excepción del primero) preceden a los textos.

“Para la escritura de los poemas se respetó la versión del propio Borges, sus adiciones y omisiones. En notas a pie de página señalamos las variantes, en relación con las Obras completas de Jorge Luis Borges, publicadas por Emecé Editores, S.A., Buenos Aires, 1977.”
Vale apuntar que la transcripción de los seis comentarios que Borges improvisó durante la grabación figuran así: “Comentario I”, al término de “El general Quiroga va en coche al muere”; “Comentario II”, al inicio de la “Fundación mítica de Buenos Aires”; “Comentario III”, al principio de “El Golem”; “Comentario IV”, al inicio de “Milonga de dos hermanos”; “Comentario V”, al iniciar “Límites”; y el “Comentario VI” al comienzo del “Poema de los dones”. (Comentarios audibles en el disco compacto y en YouTube.)
El joven Borges en Mallorca (1919)
        En “A manera de profesión de fe literaria”, un ensayo que el joven Borges publicó el 27 de junio de 1926 en el periódico porteño La Prensa, incluido por él (con el título reducido) en El tamaño de mi esperanza (Buenos Aires, Editorial Proa, 1926) —su segundo libro de ensayos, proscrito por él del citado volumen único de sus Obras completas, pero reeditado por María Kodama en 1993 a través de Seix Barral—, además de decir que “el verso es una cosa canturridora que anubla la significación de las voces” (lo cual no siempre es así y la voz de Borges es un ejemplo), formula una especie de declaración de principios: “Este es mi postulado: toda literatura es autobiográfica, finalmente. Todo es poético en cuanto nos confiesa un destino, en cuanto nos da un vislumbre de él.”

      A estas alturas del vertiginoso y volátil siglo XXI, cuando en toditita la minúscula, expoliada y recalentada aldea global se han multiplicado como rosquillas o enervantes hongos las biografías de Borges, los ensayos sobre su obra, los libros de entrevistas, sus conferencias, sus clases magistrales, ciertas cartas y fotografías, los volúmenes de sus Obras completas, y los tomos que compilan sus mil y un textos dispersos y exhumados de las polvorientas catacumbas —¡recontra interminable biblioteca de senderos que eternamente se bifurcan!: laberinto de tiempo y laberinto de laberintos: “un sinuoso laberinto creciente que abarca el pasado y el porvenir y que implica [...] de algún modo los astros”)—, se requetesabe y recontrasabe que su obra narrativa, ensayística, periodística, editorial, antologadora y poética es esencialmente autobiográfica.
En este sentido, casi resulta tautológico decir que uno de los lúdicos y cognoscitivos meollos que implica leer (o volver a leer) a Borges es desvelar o descubrir las múltiples y a veces crípticas implicaciones y alusiones (autobiográficas, históricas, sociales, políticas, ideológicas, estéticas y literarias) que conllevan u ocultan la urdimbre de sus textos. 
(Seix Barral, 2006)
       Entre los más aventurados están sus biógrafos y sus eruditos ensayistas (a veces abstrusos); y entre ellos destaca el británico Edwin Williamson con su Borges, una vida (Buenos Aires, Seix Barral, 2006); biografía traducida del inglés al español por Elvio E. Gandolfo, apuntalada por éste y por el biógrafo (más otros amanuenses y diosecillos bajunos) y por ende es “una edición corregida y aumentada con respecto a la edición original en inglés” publicada en 2004, en la que Edwin Williamson, para pergeñar sus aseveraciones y sus sugestivas hipótesis y conjeturas, ha aprovechado un extraordinario caudal de testimonios, documentos, libros y volúmenes compilatorios, ensayísticos y biográficos que hace unos años no existían.  


Jorge Luis Borges, Borges por él mismo. Incluye un disco compacto con la voz del autor. Colección Visor de Poesía/Serie El poeta en su voz, núm. 428. Visor Libros. Madrid, 1999. 48 pp. 


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La hija de Rappaccini


Creció en mi frente un árbol
                                           
I de III
1956 es el año de la primera edición, en el FCE, del ensayo El arco y la lira (corregido y aumentado en 1967), la poética del poeta y ensayista Octavio Paz (1914-1998), que se complementa con Los hijos del limo (Seix Barral, 1974) y con “Poesía y fin de siglo”, ensayo incluido en La otra voz (Seix Barral, 1990). Pero también es el año de “La hija de Rappaccini” —el único drama teatral escrito por él—, cuyo estreno se sucedió el 30 de julio de 1956 en el Teatro del Caballito de la Ciudad de México dentro del segundo programa de Poesía en Voz Alta, con la dirección de Héctor Mendoza, la escenografía y el vestuario de Leonora Carrington y la música incidental de Joaquín Gutiérrez Heras. Y el año de su publicación en el número 7 de la Revista Mexicana de Literatura, correspondiente a septiembre-octubre de 1956, coeditada por Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo.
 
Nathaniel Hawthorne
(1804-1864)
        El libreto “La hija de Rappaccini” es la adaptación dramática del cuento “Rappaccini’s Daughter” que el norteamericano Nathaniel Hawthorne publicó en su libro Mosses from an Old Manse (1846), traducido por Marcelo Cohen como Musgos de una vieja casa parroquial (Acantilado, 2009) y por Rafael Lassaletta como Musgos de una vieja rectoría (Valdemar, 2015). “La hija de Rappaccini” es, asimismo, el título de un cuadro del pintor Roger von Gunten basado en la obra de Octavio Paz; y es, también, el nombre de la adaptación de tal libreto que hizo el dramaturgo Juan Tovar para la homónima ópera en dos actos del músico y compositor Daniel Catán, estrenada el jueves 25 de abril de 1991 en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México.

     
En 1958 “Ante la casa de Ireneo Paz, su abuelo paterno,en la que hoy es la Plaza Valentín Gómez Farías.” 
Donde el poeta vivió en la infancia, en la adolescencia y en la primera juventud.
Foto de Ricardo Salazar incluida en Octavio Paz, entre la imagen y el hombre (CONACULTA, 2010),
iconografía en blanco y negro seleccionada y prologada por Rafael Vargas.
      Junto a la inefable calidad de la poesía de Octavio Paz —piénsese, por ejemplo, en los textos de La estación violenta (FCE, 1958), en “Nocturno de San Ildefonso” y en algunos poemas de Árbol adentro (Seix Barral, 1987)—, y junto a los alcances de su vasta y controvertida labor crítica y ensayística, el libreto “La hija de Rappaccini”, al ser el único resulta un homúnculo (“especie de duendecillo que pretendían fabricar los brujos de la Edad Media”, reza la obsolescente antigualla del Pequeño Larousse) y en consecuencia es una curiosidad dentro de la escritura del Premio Nobel de Literatura 1990, quien la incluyó —con fecha de 1956 y dedicado a la pintora y escultora surrealista Leonora Carrington— en el onceavo volumen de sus Obras completas: Obra poética I (1935-1970), impreso en Barcelona, en 1996, por Círculo de Lectores, y en México, en 1997, por el Fondo de Cultura Económica.

      
(FCE, 2ª edición, México, marzo 31 de 1997)
        “La hija de Rappaccini”, el libreto de Octavio Paz, fue antologado por Maruxa Vilalta en la Primera antología de obras en un acto (1959), Colección de Teatro Mexicano dirigida por Álvaro Arauz; y por Antonio Magaña-Esquivel en el tomo V de Teatro mexicano del siglo XX (FCE, 1970). Y sólo hasta 1990 se publicó en un libro impreso por Ediciones Era; en cuya portada de la coedición de 2008 pergeñada entre Era y El Colegio Nacional se aprecia una foto en blanco y negro de la histórica puesta en escena de “La hija de Rappaccini”, en 1956, dentro del segundo programa de Poesía en Voz Alta; y en la contraportada se lee una nota donde Octavio Paz acota y alecciona sobre su libreto (nota no incluida en el onceavo volumen de sus Obras completas): 

Portada de la coedición del Colegio Nacional y Ediciones Era (2008).
Foto de la puesta en escena de 
“La hija de Rappaccini, en 1956,
dentro del segundo programa de Poesía en Voz Alta.
          “Adaptación de un cuento de Nathaniel Hawthorne, mi pieza sigue la anécdota, no el texto ni su sentido: son otras mis palabras y otra mi noción del mal y del cuerpo. La fuente de Hawthorne —o la fuente de las fuentes— está en la India. Mudra Rakshasa (El sello del anillo de Rakshasa), del poeta Vishakadatta, que vivió en el siglo IX, es un drama político que tiene por tema la rivalidad de dos ministros. Entre las estratagemas de que se vale uno de ellos para vencer a su rival se encuentra el regalo de una deseable muchacha alimentada con venenos. El tema de la doncella convertida en viviente frasco de ponzoña es popular en la literatura india y aparece en los Puranas. De la India pasó a Occidente y, cristianizado, figura en la Gesta Romanorum y en otros textos. En el siglo XVII Burton recoge el cuento en The Anatomy of Melancholy y le da un carácter histórico: Porus envía a Alejandro una hermosa muchacha repleta de veneno. Thomas Browne repite la historia: ‘Un rey indio envió a Alejandro una hermosa muchacha alimentada con acónito y otros venenos, con la intención de destruirlo, fuese por medio de la copulación o por otro contacto físico.’ Browne fue la fuente de Hawthorne.



II de III
El libreto “La hija de Rappaccini” de Octavio Paz es una especie de fábula, una “pieza en un acto” con IX escenas, un “Prólogo”, un “Epílogo”, y seis personajes: El mensajero (ser intemporal); Isabel (criada vieja); Juan (estudiante de jurisprudencia oriundo de Nápoles); Rappaccini (célebre médico en Padua); Beatriz (hija de Rappaccini); y Baglioni (doctor de la facultad de medicina). Todo ocurre con celeridad en un ámbito fantástico, herbolario y arbóreo ubicado en Padua. Los protagonistas no tienen carne ni huesos, son artificiales, alegorías de los sentimientos humanos, de la controvertida ética de la indagación científica, y de las fronteras y vínculos morales entre la vida y la muerte, entre un padre y su hija, y entre una volátil y joven pareja de recién enamorados. Bajo el tamiz y el trazo de una visión y aliento poético, los personajes poetizan a cada instante: todos hablan como poetas, con infalible prosa poética o poemas en prosa. 
La otra voz, es decir, la música y tesitura de la poesía de Octavio Paz se escucha y aletea aquí en líneas y pasajes; el simple mortal y el lector de alto pedorraje pueden reconocerlo, oír la “raíz del hombre” que indujo la pulsión y el latir de la pluma y el fluir de la tinta: “se oye como quien oye llover”, “el laberinto de la soledad”, “el cántaro roto”, su “libertad bajo palabra”, quedarse con la pedrería (“¿no hay salida?”), con las “semillas para un himno entre ruinas”. 
Octavio Paz y Elena Garro en 1937
       Por ejemplo, en el primero de los cuatro poemas (escritos entre 1935 y 1936) que integran Raíz del hombre —título de su tercera plaquette publicada en 1937 con el sello de Simbad e integrada como sección en Libertad bajo palabra. Obra poética (1935-1957) (FCE, 1960)—, la voz poética canta: 


        Más acá de la música y la danza,
         aquí, en la inmovilidad,
         sitio de la música tensa,
         bajo el gran árbol de mi sangre,
         tú reposas. Yo estoy desnudo
         y en mis venas golpea la fuerza,
         hija de la inmovilidad.

         Este es el cielo más inmóvil,
         y ésta la más pura desnudez.
         Tú, muerta, bajo el gran árbol de mi sangre.

         Mientras que en los dos parlamentos con los que en la “Escena IX” casi termina La hija de Rappaccini, como si Octavio Paz hubiera urdido un diálogo entre los cuatro poemas de Raíz del hombre y el libreto teatral, Beatriz, la bella tarántula o enigmática flor envenenada y venenosa en esa romántica e inextricable comunión de muerte y vida que es su suicidio: su entrega y abandono al árbol fantástico de sus días y sus noches y de sus pulsiones más íntimas y oscuras (su árbol adentro), monologa y canta lo siguiente: 

“No, regreso a mí misma. Al fin me recorro y me poseo. A oscuras me palpo, a oscuras penetro en mi ser y bajo hasta mi raíz y toco el lugar de mi nacimiento. Estatua, sangre sin salida, isla, peñasco solitario, torre de llamas: en mí empiezo y en mí termino. Me ciñe un río de cuchillos, soy intocable [...]
        “Ya di el salto final, ya estoy en la otra orilla. Jardín de mi infancia, paraíso envenenado, árbol, hermano mío, hijo mío, mi único amante, mi único esposo, ¡cúbreme, abrázame, quémame, disuelve mis huesos, disuelve mi memoria! Ya caigo, ¡caigo hacia dentro y no toco el fondo de mi alma!”

No obstante, vale observar que en el epicentro del apasionado, onírico y ardiente fantaseo que en la “Escena VI” dialogan Juan y Beatriz (cuyos arquetipos son el Cantar de los cantares y de Romeo y Julieta), ambos urden la platónica telaraña, inasible y evanescente, de una comunión arbórea y amorosa aparentemente inextricable y sin fin: 

Octavio Paz y Elena Garro en 1937
        “JUAN. Rodearte como el río ciñe a una isla, respirarte, beber la luz que bebe tu boca. Me miras y tus ojos tejen para mí una fresca armadura de reflejos. Recorrer interminablemente tu cuerpo, dormir en tus pechos, amanecer en tu garganta, ascender el canal de tu espalda, perderme en tu nuca, descender hasta tu vientre... Perderme en ti, para encontrarme a mí mismo, en la otra orilla, esperándome. Nacer en ti, morir en ti. 

“BEATRIZ. Girar incansablemente a tu alrededor, planeta yo y tú sol
“JUAN. Frente a frente como dos árboles
“BEATRIZ. Crecer, echar hojas, flores, madurar
“JUAN. Enlazar nuestras raíces
“BEATRIZ. Enlazar nuestras ramas
“JUAN. Un solo árbol
“BEATRIZ. El sol se posa en nuestra copa y canta
“JUAN. Su canto es un abanico que se despliega lentamente
“BEATRIZ. Estamos hechos de sol
“JUAN. Caminamos y el mundo se abre a nuestro paso
“BEATRIZ. (Despertando.) No, eso no. El mundo empieza en ti y acaba en ti. Y este jardín es todo nuestro horizonte.
“JUAN. El mundo es infinito; empieza en las uñas de los dedos de tus pies y acaba en la punta de tus cabellos. Tú no tienes fin.”

     
Teatro del Caballito (donde estuvo la Sala Guimerà)
Ciudad de México
Allí, el 30 de julio de 1956 se estrenó 
“La hija de Rappaccini”,
el único libreto teatral escrito por Octavio Paz.
         No obstante, considerado dentro de la estructura y el decurso de la obra, el lenguaje poético, para ciertos naturalistas y realistas obtusos, quizá resulte retórico y muy recitado o muy ampuloso y artificial para significar el intríngulis que los protagonistas se dicen unos a otros. Ante esto, vale volver a recordar que la obra fue escrita y montada para el segundo programa de Poesía en Voz Alta, el legendario e histórico experimento poético y teatral de los años 50 del siglo XX concebido en el seno del teatro universitario de la UNAM, y que sobre ello el historiador y crítico teatral Antonio Magaña-Esquivel, en el citado tomo V de Teatro mexicano del siglo XX —donde también fue antologado “La señora en su balcón” (1960), libreto de Elena Garro—, anotó lo siguiente sobre “La hija de Rappaccini”:

“Se advierte en Octavio Paz el afán de renovar la función poética del drama, sacar a la poesía de su soledad, de su clandestinidad, para recuperar acción y procurar la reconciliación de los términos poesía-teatro.”
Vale añadir que en el cuarto programa de Poesía en Voz Alta, “ya casi sin el patrocinio de la UNAM”, el 19 de junio de 1957 en el Teatro Moderno de la Ciudad de México participó Elena Garro, “también bajo la dirección de Héctor Mendoza”, con sus primeros libretos: “Andarse por las ramas”, “Los pilares de doña Blanca” y “Un hogar sólido”, luego reunidos por ella, con otras tres obras en un acto, en Un hogar sólido (UV, 1958), su primer libro. Cuya segunda y última edición la Universidad Veracruzana publicó en 1983, en Xalapa, con seis piezas más y una serie de viñetas del pintor y escultor Juan Soriano.


III de III
Se puede decir que una especie de fantasmal e híbrido de aromática flor negra y tóxica tarántula sigue recorriendo la urdiembre maldita y las oscuras nervaduras y profundidades de La hija de Rappaccini”, que su terrible, magnético y enervante efluvio odorífico no ha perdido actualidad y quizá nunca lo pierda mientras el solitario planeta Tierra esté infestado por la beligerante y corrosiva plaga humana.
El mensajero —personaje inmaterial de La hija de Rappaccini— juega el papel que en el teatro otrora jugó el coro griego. El mensajero es un ente hermafrodita ataviado con los arcanos del Tarot. No es Dios, pero es omnisciente, eterno y ubicuo. A él le corresponde, como cronista intemporal, resumir, acotar e interpretar los trasfondos, sueños, deseos y sucesos que se dialogan y establecen entre los protagonistas. Para ello, al principio, traza y cierne la fatalidad cósmica que cifran los designios de los personajes: el centro de la danza (vida y muerte) que rige el movimiento de los astros, del mar y de la naturaleza terrestre. El centro de la danza cósmica es la Reina nocturna, la dama infernal, la estrella fija, la lunar piedra de sol (una especie de diosa hindú de mil rostros y brazos —caprichosamente podría decirse y parafrasearse— pariente o descendiente de Mutra, amorosa madre a un tiempo engendradora y destructora), “que duerme la mitad del año y luego despierta ataviada de pulseras de agua, alternativamente dorada y oscura, en la mano derecha la espiga solar de la resurrección”; y el Rey de este mundo, su enemigo, está “sentado en su trono de estiércol y dinero, el libro de las leyes y el código de la moral sobre las rodillas temblorosas, el látigo al alcance de la mano —el Rey justiciero y virtuoso, que da al César lo que es del César y niega al Espíritu lo que es del Espíritu”.
En ese contexto simbólico, complejo, abstruso, ominoso, beligerante y contradictorio, el doctor Rappaccini, célebre en Padua, quien ha concebido curas sorprendentes ante el respeto y el repudio de los colegas de su tiempo, es una mezcla de alquimista, farmacéutico, médico y botánico. En el jardín de su casa-laboratorio cultiva una serie de hierbas, plantas, árboles y flores insólitas inventadas por él. Todo ese herbario, atractiva y enigmáticamente aromatizado, es inmortal, venenoso, repulsivo y antiestético a simple vista. Allí no zumban las moscas ni las abejas. No cantan los grillos ni las cigarras. No hay insectos ni lagartijas, ni ningún tipo de pájaros ni arácnidos astronautas. No hay rosas ni margaritas ni violetas, ni ningún ejemplar de flor silvestre y mucho menos de onírica flor de Coleridge. Pero la más preciada y seductora de las flores del mal creadas por él es nada menos que Beatriz, su aromática hija. 
Irresistiblemente bella y fragante, Beatriz semeja una flor letal que a la vez es una mefítica y hermosa tarántula, cuya condena es subsistir en el inframundo de los hilos de la telaraña de ese laberinto de la soledad, creado para la megalomanía y el egocéntrico beneficio de los experimentos y pesquisas de su padre. A través de esos malabares con la vida y la muerte, el doctor Rappaccini busca la vida eterna: el elíxir de la larga vida, casi como en las laberínticas catacumbas el jorobado y subterráneo nigromante busca la piedra filosofal: el poder de transmutar los metales en oro. Todo sugiere que a través de ese plantío y de su hija, su conejillo de indias, casi lo ha conseguido. Beatriz ha sido nutrida con los venenos y con las olorosas ponzoñas del jardín, cuyo epicentro es un árbol fantástico; por ende, para sobrevivir, ella necesita esas texturas, esas savias y esos efluvios. Las emanaciones de su aliento, enervantes y perfumados, al mínimo soplo ennegrecen y marchitan un ramo de rosas en su arríate o recién cortadas. 
Todo sugiere que nadie puede acercársele y tocarla con la punta de los dedos porque enloquecería o moriría con enfermedades como la lepra, la peste, el tifo, “las arañas del delirio” o “la baba verde”. Así, parece una descendiente o lejana hermanastra de la mítica mandrágora, esa planta maldita de forma humana descrita por Margarita Guerrero y Jorge Luis Borges en el Manual de zoología fantástica (FCE, 1957), y que según las inmemoriales y antiguas leyendas crecía al pie de las horcas, precisamente del semen que los ahorcados lanzaban o dejaban escurrir sobre la tierra segundos antes de morir. 
Mandrágora femenina
         Según esto, las hojas de la mandrágora son útiles para fines narcóticos, curativos, mágicos y laxantes. La fuerza de su olor deja mudas a las personas. Grita y muere cuando la arrancan. Y su grito enloquece a quienes lo oyen. Por ello sólo puede ser arrancada de la tierra por medio de perros suicidas debidamente entrenados que mueren al instante. Beatriz, en su calidad de peligrosa mandrágora, es víctima y culpable aunque se piense inocente y pura; acepta su condena de flor del mal, de “manzana envenenada”, de “isla maldita”, de mortífera tarántula, la soledumbre, brindando a su hermano que la nutre: el solitario árbol fantástico plantado en medio del jardín, su nostalgia por el amor de un príncipe azul, no del Paraíso ni de un cuento de hadas con eterno final feliz, sino de carne y hueso y por ende susceptible de amar y ser amado.

Cuando éste se le aparece en la figura de Juan, el estudiante de derecho oriundo de Nápoles, no puede eludir el influjo de la seducción amorosa ni caer en las telarañas del deseo; es decir, pese a que Beatriz se sabe una especie de mortal mandrágora (con seductor canto de sirena) frente a los simples humanos, no puede detenerse ante lo que exigen las pulsiones más íntimas de su cuerpo y de sus recónditos sentimientos. Pero cuando Juan, que parecía haberse enamorado de ella hasta el límite de renunciar a su propia vida (según presupone el canon de la ideal y platónica pasión romántica), descubre que la fémina lo ha convertido en un bicho venenoso, que sin consultarlo lo ha atrapado en los hilos negros y transparentes de esa telaraña-laberinto y odorífico herbario de la muerte y que ahora su propio aliento ennegrece y marchita a una flor húmeda por las gotas del rocío; entonces la insulta, la desprecia, le grita, le sorraja y le escupe su dizque respeto por la vida de los otros, que en realidad maquilla y disfraza su aprehensión hacia sí mismo, su egoísmo que lo impele a rechazar su conversión —gracias a los entomológicos oficios del doctor Rappaccini— en un insecto mortífero atrapado sin salida en ese delirante laberinto de soledad y telaraña del mal. Pero sobre todo lo induce a renunciar y a odiar a esa paradójica, aromática y atractiva mujer, a esa negra tarántula, mantis religiosa o esplendente flor supuestamente amada y amorosa, que lo conducía, como un minúsculo gusano ciego y por el costo de su libre albedrío y de su libertad, hacia el encierro, hacia el silencio sin retorno donde se oscurece y diluye el sentido y para siempre, no sin antes acceder, por breves y vaporosos instantes, a la intensidad del placer, que quizá sea la única comunión carnal y amorosa que permite a la pareja vislumbrar, en ínfimos y fugaces segundos, el misterio e inescrutable sentido de lo eterno, si es que tal entelequia existe o es posible.
        Beatriz, encarnando el arquetipo de la frustrada pasión romántica, ante el rechazo, la incomprensión y la pérdida del sujeto amado, decide suicidarse con un antídoto que en ella funciona como veneno. Pero su muerte es también un paradójico abandono y entrega a otra vida (sin vida), una entrega incestuosa al árbol fantástico de ese jardín del mal, su árbol adentro, su otro yo al que día a día solía confesarle sus sueños y secretos. Íntima comunión que recuerda lo que se lee en los versos de “Árbol adentro”, poema que Octavio Paz incluyó en su libro homónimo de 1987 (el último poemario que publicó): 

Creció en mi frente un árbol.
Creció hacia dentro.
        Sus raíces son venas,
        nervios sus ramas,
        sus confusos follajes pensamientos.
        Tus miradas lo encienden
         y sus frutos de sombras
        son naranjas de sangre,
        son granadas de lumbre.

        Amanece
        en la noche del cuerpo.
        Allá adentro, en mi frente,
        el árbol habla.

        Acércate, ¿lo oyes?

        
Octavio Paz el 9 de agosto de 1977
Foto: Manuel Álvarez Bravo
       Ese árbol fantástico, engendro del pesadillesco y aromático laboratorio-jardín del doctor Rappaccini, fue el único amante incestuoso que tuvo Beatriz: la nutría con sus venenos, con su presencia, con su mudo vocabulario, y con sus sordos y elocuentes oídos; y al que ahora, con su muerte, reconoce como esposo amado, padre, hijo y hermano, y que con su entrega se poseen, se deja poseer hasta perderse entre sí y por los siglos de los siglos en la telaraña del críptico e inaudible lenguaje de los árboles

Ante el drama de Beatriz, el doctor Rappaccini se desespera, trata de salvarla y de salvar al jovenzuelo, objeto de la pasión de su hija, pero más que por ella, por su apego hacia sí mismo, para evitar que lo deje extraviado en su propio laberinto de la soledad. “Hija, ¿por qué me has abandonado?”, es lo último que dice ante su irreparable pérdida.
        En el centro gravitacional de toda esa danza macabra, de toda la exaltación de egoísmos confrontados, de contradicciones, debilidades y ambiciones humanas, lo terrible y siniestro —más allá de las limitaciones, de las necesidades afectivas y sexuales de Beatriz y de su inequívoca falta de ética— se vislumbra y advierte en lo que en un instante Juan, el amante engañado, le replica a ella (y ante lo cual la contradictoria fémina se lavaba las manos con la máscara de la inocencia, de la pureza y la bondad): “Este jardín es un arsenal. Cada hoja, cada flor, cada raíz, es un arma mortal, un instrumento de tortura. Nos paseamos muy tranquilos por la casa del verdugo y nos enternecemos ante sus creaciones...” 
      Tiene razón el doctor Rappaccini cuando dice que “la esfera [cósmica] está hecha de muerte y vida”, y que “lo que para unos es vida, para otros es muerte”. Pero resulta estremecedor (y muy elocuente como minúsculo e infinitesimal espejo de la espiral de la historia) que para satisfacer sus egocéntricas y caprichosas investigaciones y sus razonamientos científicos (sin escrúpulos de ninguna especie) haya utilizado la vida de otros humanos y la de su propia hija. “La razón cría monstruos”, acota el doctor Baglioni, uno de los personajes, lo cual, por analogía, evoca el sentido profundo y tenebroso de El sueño de la razón produce monstruos, que tal vez sea el más célebre de los ochenta Caprichos (1799) del pintor y grabador español Francisco de Goya y Lucientes. 
El sueño de la razón produce monstruos (1799)
Grabado de Francisco de Goya y Lucientes
       Y el cuestionamiento a la ética de los procedimientos de la razón científica (no siempre pura ni benévola) se hace todavía más patente, si se fantasea en la multiplicación de ese herbazal deletéreo, enervante y aromático convertido en infalible y masiva arma al servicio de los militares (de la supuesta inteligencia o no) que manipulan y ningunean no sólo las naciones más poderosas, belicosas y genocidas del solitario y sangriento globo terrestre; o en el remoto caso (suena a argumento de novela underground o de película de ciencia ficción hollywoodense) de que se llegase a la posibilidad de fabricar ejércitos de homúnculos capaces de “secar las cosechas y envenenar las fuentes”, de asesinar con el tacto y con el sopor atractivo de sus alientos.


Octavio Paz, La hija de Rappaccini, en Obra poética I (1935-1970), p. 235-260, undécimo volumen de Obras completas. Edición del autor. Círculo de lectores/FCE. México, marzo 31 de 1997.