miércoles, 1 de abril de 2020

El vizconde Pajillero de los Cojones Blandos



Una lanza dirigida contra Dios

André Breton (1896-1966), el heresiarca del surrealismo, incluyó al poeta Benjamin Péret (1899-1959) en su Antología del humor negro (1940). No fue gratuito. Firmado en 1928, El vizconde Pajillero de los Cojones Blandos —cuyo título original en francés Les rouilles encagées fue impreso en 1970 por Eric Losfeld— aunque no está incluido ni citado es un ejemplo del por qué. Se trata de una especie de fragmentaria nouvelle pornográfica y maldita que supura un pestilente e hilarante humor negro anticristiano. Benjamin Péret, en calidad de acólito y oficiante del surrealismo, empleó, como receta infalible, varias de sus pregonadas prerrogativas: exacerbación freudiana, absurdos caricaturescos e insólitos, anticatolicismo, juego, manierismos de escritura automática y libre asociación, pero siempre en dosis precisas y controladas por el dictado y dictamen de la razón, todo vertido y alambicado en una conjura de géneros: noveleta que incluye prosa, poemas en prosa y poesías, pero cada uno de los procedimientos bien definido y separado de los otros; es decir, no pugnó por una urdimbre y un concepto antitradicional, mucho más amplio y profundo de la poesía y lo poético. 

(Tusquets, Barcelona, 1990)
Ilustración de la tapa:
dibujo a pluma-tinta china (1986) de Eugène Darnet
La escritura de El vizconde Pajillero de los Cojones Blandos es ligera, antisolemne y revulsiva. Benjamin Péret no buscó ningún erotismo esteticista ni pretendió que su imaginación cavara y explorara en un laberinto de complicaciones argumentales. Quiso ser —y es— porno y procaz, desacralizador de la Señora Poesía y, encerrado entre paredes de papel, trasgresor del statu quo
      Las voces de los personajes, que son parodias de hombres y mujeres comunes y corrientes, tienen el mismo tufillo interno, por lo que hablan sin pelos en la lengua de ayuntamientos sexuales y de eyaculaciones; es decir, muchas de sus líneas parecen jocoso e hilarante graffiti arrancado de las letrinas de lupanares y de secundarias infestadas de estereotipos de enfants terribles dispuestos a soltar la leperada a la menor provocación: “Se la meto por el culo a tu perro”; “Adivina y verás/ si mi verga es de turrón”; “tu culo dice sí”; “Te lameré el chumino”; “cago en Dios”. Así, tampoco sorprende que sus poemas, que resultan antipoemas, plagados de blasfemias, insultos, leperadas escatológicas y obscenidades, ostenten un carácter popular, lúdico, escandaloso y risible, que es su virtud y su límite: 

       Semen que se va 
       semen que no volverá
       La que hoy te la chupa mañana los cojones te roerá
       Mantenla tiesa viejo golferas tiesa
       sin cesar
       en donde quieras la meterás.

Remedios Varo y Benjamin Péret en México, 
donde fueron pareja entre 1941 y 1947
       Benjamin Péret es el ventrílocuo y el maestro de ceremonias del obsceno y corrosivo teatro guiñol: está y no está en los chistoretes y contorsiones que escenifican y vociferan sus títeres. Es la razón que manipula el lenguaje, el fantaseo, la voz todopoderosa que pergeña la trama, las anécdotas descabelladas, los personajes, los animales y objetos que cobran vida y fornican a través de él: el médium. Es el prestidigitador que convierte frases en imanes, que dizque libremente y quezque por sí mismas atrajeron y asociaron otras frases u ocurrencias igualmente imantadas; el que se da gusto etiquetando desflorados, hilarantes y sonoros nombres a sus personajes: Meada de Verga-Baja, Clitorisolda, Vagineta, Cachondín, Quemecorro de Polvazo, Semencillo, Libapitos de Anchocoño, Testiculón de Miculo, etcétera. Es el tejedor de las masturbaciones y orgías que se suceden de principio a fin (sin excluir varios asesinatos). El que en una radiografía, que abarca a todos los personajes, hace decir al vizconde a media puñeta en un vaso de oporto arrancándose pelo tras pelo: “Me amo... un poco... mucho... apasionadamente... sí... no”. Es la furia iconoclasta que arremete contra una piedra angular de la moral burguesa: la Iglesia católica. Ésta, registra la historia, en distintas épocas y lugares de la aldea global, ha sido responsable de mentiras, de oscuros y negros negocios no sólo políticos, de crímenes y genocidios; es la propulsora de tabúes, represiones e hipocresías que respira y transpira el establishment, tanto en los años veinte del siglo pasado, como en la época actual. Por ello no extraña que dicho “ataque” se repita una y otra vez a lo largo de la obra, que sea la obsesión burlesca de Benjamin Péret, su objetivo y principal leitmotiv. Así, el libro es “una lanza dirigida contra Dios”; y en pleno 1928 (para decirlo con Lichtenberg, uno de los apóstoles del siglo XVIII canonizados por los surrealistas) era un evanescente “cuchillo sin hoja al que le falta el mango” confinado a ciertos reductos intelectuales, pese a que no faltaban (ni faltan ahora) los fundamentalistas de extrema derecha que lo hubieran llevado al patíbulo y a la hoguera, por lo menos su efigie y sus libros. 
Dibujo: Ives Tanguy
Gilles Néret, en El erotismo en el arte del siglo XX (Tachen, 1993), recuerda que Adolf Loos, en Ornamento y delito (1908), habla de la Cruz como un objeto erótico: “La línea horizontal”, dice Loos, “representa a una mujer acostada, y la vertical, a un hombre que la penetra”. Quizá Péret leyó a Loos, quizá no, lo cierto es que en El vizconde Pajillero de los Cojones Blandos también es un desacralizado objeto de esa índole: “Las mujeres se masturbaban con la Cruz o meaban en cálices de los que saltaban grandes sapos”. 
Pero en general, y puesto que el libro es un tridente diabólico, risible, alharaquiento y onanista dirigido contra el cristianismo (aunque también arremete contra la fe musulmana), todo lo que se vincula con su iconografía, ritos, tradiciones y creencias resulta afrodisíaco, un pretexto para insultar, transgredir, destruir, fornicar, cometer incesto, violar y venirse sobre lo que resulta sagrado, prohibido y castrante. Así, dos de las cuatro mujeres que rodean al vizconde, las que sólo visten un consolador metido en el coño, se persignan doce veces en éste, mientras mascullan un rezo (un antipoema) que inicia: “Oh gran espíritu santo de caca”. 
Dibujo: Ives Tanguy
Los poemas del poeta Chupapollas de la Porculada, ascendiente del vizconde, fueron tatuados en las nalgas de sus familiares, que “hoy son las cúpulas de todas las mezquitas de Oriente”. Sólo los puede leer el que se haya “corrido siete veces consecutivas un día de Viernes Santo, con un crucifijo metido en el culo”. Esto lo hizo el marqués Braguetillo de Satiromonte, por lo que después leyó los poemas sentado en el dedo flamígero de Dios, mientras que con la otra mano le hacía un lenguado. 
Y entre las numerosas injurias y desenfrenos, hay una parodia y parafraseo al tradicional y consabido “Padre nuestro”, un antipoema que empieza canturreando: “Pichanuestra que estás en un coño/ Perforado sea nuestro ano”, que es el preludio de la orgía final y climática que ocurre en una iglesia. Allí, luego de una procesión con un coro lúbrico que encabezaron por la calle, y en maniática y perversa postura, el vizconde Pajillero y Lady Sexolina Pichadeoro, ésta se introduce una hostia y no tarda en parir “a un joven Cristo que llevaba la Cruz bajo el brazo como si fuera el portafolios de un ministro”.
Dibujo: Ives Tanguy
       Entre los dildos clásicos de escritura automática y libre asociación de los surrealistas descuella el que le que canonizaron a Lautréamont: “encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”, imagen que se transluce en el término cadáver exquisito, uno de sus juegos de azar colectivos (collages y poemas), pero también individuales, nacido de la frase “el cadáver exquisito beberá vino nuevo”, hecha de palabras elegidas en secreto por varios de ellos. Así, si una secuencia de preguntas parece dictada por el recurrente “automatismo psíquico” y la “libre asociación”, tampoco faltaron los encontronazos lautréamontnianos: el loro que sodomiza a una rubia; el perro que lo hace con un espejo que abre su propio coño, luego el perro se transforma en espejo, después en una venidota, la que a su vez se convierte en varios penes erizados que terminan siendo un descomunal y totémico falo, cuyas venas dibujan un texto en jeroglíficos: el “Poema leído en una picha”. Y así por el estilo, como cuando el vizconde Pajillero, al penetrar la rajadura de un vaso, la voz del médium dice que “penetró en el chocho como un autobús en una tienda de porcelanas”; o cuando el semen del vizconde “no estimó necesario imitar el croar de la rana, demostrando así que gozaba como un estanque bajo el sol”; o el instante en que su árbol genealógico, hecho de vergas y testículos, de pronto crece en el centro de la pieza.
Dibujo: Ives Tanguy
      La versión del francés al castellano de Xavier Domingo no eludió el tamiz españolete. Y quizá porque el fraseo y los rasgos de los protagonistas parecen extirpados de las letrinas, El vizconde Pajillero de los Cojones Blandos incluye dibujitos, de Ives Tanguy (1900-1955), en los que abundan los monoides con descomunales miembros de los que saltan grandes chorros de semen. Obedeciendo el dictado y dictamen de la trama, parece que los hizo, también en las letrinas, algún escuincle puñetero del octavo día. Lástima que no los haya concebido con un talento equiparable al de un Hans Bellmer (1902-1975), un André Masson (1896-1987) o un Jean Cocteau (1909-1963).


Benjamin Péret, El vizconde Pajillero de los Cojones Blandos. Traducción del francés al español de Xavier Domingo. Dibujos de Ives Tanguy. Colección La sonrisa vertical (69), Tusquets Editores. Barcelona, 1990. 88 pp.


El Evangelio según Jesucristo


Todo cuanto interesa a Dios, interesa al Diablo 


En su momento, el anuncio mundial del Premio Nobel de Literatura 1998 otorgado al escritor José Saramago [nacido en Azinhaga, Santarém, Portugal, el 16 de noviembre de 1922; muerto en Tías, isla de Lanzarote, España, el 18 de junio de 2010] exacerbó, como es tradicional, las numerosas ediciones y reediciones masivas y las traducciones múltiples de sus libros. E ineludiblemente a tal golosa publicidad y tumultuosa venta (tal si se tratara de rosquillas milagrosas o de gladicroquetas afrodisíacas para resucitar al muerto) contribuyó la condena del Vaticano a su novela El Evangelio según Jesucristo, traducida al español por Basilio Losada, cuya primera edición en portugués data de 1991. Quizá no venga al caso, pero algo semejante sucedió, también en su momento y aún más terrible en el ámbito musulmán, cuando el 14 de febrero de 1989 el ayatollah Jomeini ordenó la búsqueda y el asesinato del escritor anglo-hindú Salman Rushdie (Bombay, 1947) por las presuntas “blasfemias” de su novela Los versos satánicos (1988), obra maldita y apestada, que por maldita y apestada (¡qué buen marketing!) se volvió aún más célebre y multitraducida.

Primera edición en México: noviembre de 1998
Alfaguara/Biblioteca José Saramago
   Desde las primeras páginas de El Evangelio según Jesucristo (Alfaguara, 1998), las que describen el grabado en madera, en cuya estampa (reproducida en el libro) se ve a Jesús recién crucificado en el Gólgota, rezuma el afán iconoclasta, irónico, erótico y crítico de José Saramago, que es el corrosivo que predomina a lo largo de la novela al cuestionar, imaginariamente, ciertos cánones que en toda la aldea global preserva y dicta la poderosa Iglesia católica. 

Grabado sin título reproducido en
El Evangelio según Jesucristo (Alfaguara, México, 1998)
   Repleta de digresiones, comentarios desde el siglo XX, bagazo y palabrería de la que se place la voz narrativa (y que celebran hasta el hartazgo los corifeos de aquí, allá y acullá que idolatran a José Saramago y queman cirios e incienso por él), la novela El Evangelio según Jesucristo narra la vida de Jesús, desde que nace hasta que muere crucificado. Sin embargo, la obra no se apega al pie de la letra a lo que rezan los libros canónicos, los Evangelios apócrifos y la mistificada tradición católica, sino que a manera de un palimpsesto y como le viene en gana al autor, trastoca y manipula los episodios más populares y consabidos (incluso integrando versículos); es decir, según los propósitos novelísticos de José Saramago, que no son los de un teólogo erudito que dicta cátedra con los pelos de la burra en la mano, sino los de un mortal sin fe con nociones religiosas e históricas que juzga y arremete a mazazos contra la catedral católica; el resultado de la ostia: literatura repleta de anécdotas perversas, sangrientas y crueles que ponen en tela de juicio los cruentos, legendarios y míticos cimientos sobre los que se erige la colosal y todopoderosa idea de Dios y de Cristo en la cruz con que a lo largo de los siglos ha gobernado la Iglesia con mayor poder e influjo en el inconsciente e imaginario colectivo del mundo occidental, en su pensamiento e historia.
Cuando el muchachito Jesús tiene 14 años, después de que José, su padre, carpintero de Nazaret, fue crucificado entre un grupo de 39 guerrilleros de las huestes de Judas de Galilea, obliga a María, su madre, a que le cuente la pesadilla que atormentaba y perseguía al carpintero José desde que Jesús nace en una cueva próxima a Belén, y en la que José se veía como un soldado del roñoso rey Herodes dispuesto a consumar el asesinato de los niños de Belén menores de tres años (lo que contrasta con el sueño que tuvo el rey Herodes donde el profeta Miqueas le reveló que en Belén había nacido el que gobernará Israel), matanza que se conmemora cada 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes. Al enterarse de la culpa onírica y moral que perseguía y martirizaba al carpintero José, su fallecido padre, y al suponer que éste pudo salvar a los 25 niños sacrificados y que por ende fue uno de los asesinos (cosa absurda y vil infundio, puesto que se trató de una orden inapelable, no hubo tiempo de avisarles a los demás, y a José ni siquiera se le ocurrió e inmediatamente hubiera sido ejecutado en caso de oponerse a la brava), Jesús, adolorido por la nauseabunda y sangrienta noticia, abandona la casucha familiar. Es decir, pese a ser el primogénito y a contravenir sus obligaciones atávicas y éticas, deja en la miseria a su madre María y a sus ocho hermanos menores, y no tarda en encontrarse ante un pastor con el que vive durante cuatro años en el desierto como aprendiz de su rebaño, y que luego resulta ser nada menos y nada más que el mero Diablo, quien también fue el Ángel de la Anunciación, el que otrora visitara a María el día en que Dios introdujo en ella su simiente a través de la simiente de José y de la que nació Jesús. 
   La ubicuidad y omnisciencia del Diablo no son fortuitas, puesto que de un modo axial y neurálgico en El Evangelio según Jesucristo, el Diablo comparte su poder con los misterios y decisiones inescrutables de Dios; por ejemplo, en el papel secundario destinado a la mujer. De ahí que cuando Jesús ya tiene 25 años de edad y se entrevista por segunda y última vez con Dios (la primera ocurre en el desierto y rubrica, a sus 18 años, el fin de su estancia con el Diablo), el Diablo también está presente e incluso los rasgos físicos de éste y los de Dios son muy parecidos, casi como una gota de agua se parece a otra gota de agua, con lo que se subraya lo bien que se sobrentienden y equilibran sus intereses y fuerzas dentro del siniestro artilugio universal creado por Dios, dicotomía y dualidad que el mismo Dios reitera diciendo: “todo cuanto interesa a Dios, interesa al Diablo”.
   Allí, durante la segunda y última entrevista con Dios, la revelación otrora dicha a Jesús por el Diablo/los diablos que habitaban a un poseso: que Jesús es el hijo de Dios, le es confirmada por el propio Dios. Pero lo más trascendente es el hecho de que Dios, para quien el hombre es un simple títere con el que hace y deshace como le dé su regalada, inescrutable, cruel, maldita, sangrienta y espeluznante gana, le vocifera la cifra de su destino: “Serás la cuchara que yo meteré en la humanidad para sacarla llena de hombres que creerán en el Dios nuevo en el que me convertiré”. Pero también, como poniéndolo ante una bola de cristal, le revela el futuro de la nueva religión; y numerosos cruentos detalles que ilustran los miles de tormentos y muertes que implica su procreación, sostenimiento, expansión y cisma a lo largo de la historia. 
   Así, a través de Jesús y de los sucesos que fermenten sus milagros, predicas y crucifixión, Dios, sangriento e insaciable titiritero, se dispone a edificar el nuevo templo; es decir, que sobre las piedras de la minúscula y aldeana iglesia de los judíos, construirá la todopoderosa y ubicua Iglesia católica que dominará el globo terráqueo sobre la base de miles y miles de torturas y asesinatos múltiples, habidos y por haber.
José Saramago
Premio Nobel de Literatura 1998
En El Evangelio según Jesucristo, la novela de José Saramago, como se ve, Dios no es amor, sino un monstruo sanguinario, un ogro cruel, un vampiro despiadado que todo lo ordena, manipula y controla: no vuela un zancudo ni alguien eructa ni restalla una hedionda flatulencia sin que él lo permita o lo haya dispuesto. Jesús, por el poder y la voluntad de Dios, tiene el poder de favorecer a los pescadores, de curar a los desahuciados, de darle la vista a los ciegos de nacimiento, de hacer caminar a los paralíticos, de revivir a los muertos, de desaparecer las tempestades, de transformar en pájaros vivos un puñado de aves de barro amasadas por él, de alimentar a una multitud de quince mil personas hambrientas a partir de seis panes y seis pescados, de exorcizar a un poseso habitado por mil y un diablos/el Diablo. No obstante, tal poder, siempre bajo el ubicuo escrutinio del omnisciente ojo avizor, tiene sus límites, como en el caso de la higuera que Jesús, en un berrinche de escuincle, condena a la esterilidad y muerte y luego no puede otorgarle nueva vida. 
   Pero lo que a lo postre resulta singular es el hecho de que Jesús, pese a su origen divino, está marcado por rasgos y contradicciones humanas. Por ejemplo, cuando por primera vez Dios se le aparece y le ofrece “el poder y la gloria” a cambio de su fiel y ciega obediencia, Jesús, con tal de obtener el cetro, el manto y la corona, no duda en sacrificar a la oveja de sus afectos, que es como su hijita de inocentes y tiernos ojitos aborregados, lo cual equivale a un asesinato (casi un infanticidio), pese a que el animal también haya sido manipulado por Dios, quien, casi sobra decirlo, degusta con harto placer los buches de sangre de la oveja con que se atiborra su gran panza de insaciable ogro. 
   Varias veces se hace evidente que Jesús no es muy listo; por ejemplo, cuando al exorcizar al poseso de los mil y un diablos/el Diablo, permite que los demonios infesten una piara de dos mil cerdos, lo cual supone que “podrían los gentiles ingerir también a los demonios que encerraban y quedar posesos”. 
    Jesús, junto a cierta nobleza y bondad que lo distingue, es también un engreído y un resentido incorregible que nunca perdona ni vuelve a querer a su madre y a sus hermanos menores, sólo por el irrelevante hecho de que no le creyeron que había visto nada menos y nada más que a Dios. A ello se agrega su notable e inveterado egoísmo cuando dos veces los abandona en su miseria (las monedas que les deja la segunda vez sólo son un fugaz y momentáneo paliativo), en lugar de involucrarse con ellos para solventar la pobreza extrema, según dicta el canon del primogénito y bueno por antonomasia. 
   Vive en unión libre con María de Magdala, legendaria prostituta mayor que él, cuyos siete días de iniciación sexual que Jesús pasa con ella conforman excelentes páginas eróticas, de lo mejor de esta novela de José Saramago. Pero Jesús es un burro, un reverendo inútil cuando intenta ganarse la vida trabajando como si fuera el marido de ella, pues el escarnio y el desprecio de los aldeanos de Magdala los obliga a irse de allí. 
   Al conocer a Jesús, María de Magdala abandona para siempre su antiguo oficio y se entrega a una relación amorosa de mutua y recíproca confianza y complicidad, que poco antes de que empiecen a sucederse las anécdotas finales que preludian la prisión de Juan el Bautista y su consecuente degollamiento, la lleva a decirle a su amado: “Miraré tu sombra si no quieres que te mire a ti”; “Quiero estar donde mi sombra esté, si es allí donde están tus ojos”; palabras que fascinan a Pilar del Río, la otrora joven esposa de José Saramago a quien dedicó El Evangelio según Jesucristo.
Pilar del Río y José Saramago
Lo más significativo y trascendente de los rasgos humanos de Jesús empieza a fermentarse durante la susodicha segunda y última entrevista con Dios en medio del mar rodeado de niebla espesa (un día para él, cuarenta días para el común de los mortales). Ante los siniestros y despóticos actos y planes del terrible y sanguinario Dios, Jesús intenta oponerse, negarse a ser su instrumento; sin embargo, se somete y comienza a cumplir con la misión que el sumo vampiro y titiritero dispuso para él. “Todo cuanto la ley de Dios quiera es obligatorio, las excepciones también”, le dice, lapidario y dictatorial. 
   Pero lo más notable que logra pergeñar por sí mismo, según cree él, es adelantar su crucifixión con el fin de evitar cientos de torturas y muertes. Así, ante los doce apóstoles, planea que Judas de Iscariote simule que lo traiciona y delata en Jerusalén yendo con el chisme de que Jesús de Nazaret, el tipo de los milagros, el que pregona el arrepentimiento, el fin de los tiempos y la llegada del reino de Dios, se dice rey de los judíos y por ende instigador del pueblo para derribar al rey Herodes del trono y expulsar de Israel a los romanos.


José Saramago, El Evangelio según Jesucristo. Traducción del portugués al castellano de Basilio Losada. Alfaguara. México, 1998. 520 pp.

De lágrimas y de santos



La vida no es más que una pirueta en el vacío

Imposible no acercarse a De lágrimas y de santos (1988), libro del filósofo y aforista rumano Emile Michel Cioran (1911-1995), con cierta curiosidad más o menos arqueológica, pues su primera edición en su lengua natal data de 1937.
E.M. Cioran
Foto: Sophie Bassouls
Encargado él mismo de propagar a los cuatro pestíferos vientos, como principio ontológico y gnoseológico, que era hijo de un pope ortodoxo, Cioran había contado que De lágrimas y de santos era (y es) un libro concebido tras una crisis suscitada, en buena medida, por su hábito pernicioso de leer vidas y obras de santos (entrevista de María Dolores Aguilera en Quimera número 30, abril de 1983). 
Quimera núm. 30, Barcelona, abril de 1983
Cuando en 1936 quiso publicar De lágrimas y de santos, un editor rumano se negó a hacerlo argumentado que lo que tenía lo había logrado gracias a Dios, por lo que no podía publicar algo donde a éste le iba tan mal. Por otra parta, en 1937, al estar instalado ya en París y al aparecer en Rumania el libro, su madre le escribió desaprobando el agravio que a ella y a su padre, dado su estatus eclesiástico, les había causado.
      Durante la Segunda Guerra Mundial, Cioran permaneció en París y una de sus placenteras y hedonistas ocupaciones era consumir y degustar los volúmenes de la biblioteca de la iglesia rumana asentada allí. No es difícil suponer, entonces, que mientras realizaba esa herética disección hagiográfica estuviera revisando, depurando y ampliando lo que había escrito en sus anteriores libros rumanos, entre ellos la primera versión de Breviario de podredumbre. Esta apareció en su lengua de origen en 1939; pero sería hasta 1949, después de haberlo reescrito cuatro veces, que el mismo Cioran lo tradujo al francés.
Traducción y ensayo preliminar de Fernando Savater
(Taurus, Madrid, 5ta. reimpresión, 1986)
Al adoptar tal idioma y con tal título, comienza en la Europa occidental (y por ende en América) la propagación y el mito de un autor que se clasificaba a sí mismo como escéptico y desesperado. En consecuencia, el lector del siglo XXI localiza en la versión definitiva de Breviario de podredumbre los fundamentos angulares de su literatura y pensamiento. 
En este sentido, cuando Cioran decía que una de las cosas que le impedía autorizar la traducción de sus obras juveniles escritas en rumano era su “mezcla deplorable de jerga filosófica y lirismo extravagante” y al tener ahora la posibilidad tardía de incursionar (en español) en De lágrimas y de santos, se puede deducir que no sólo era tal intríngulis (o carozo de la mazorca) lo que lo detenía, sino sobre todo que éste, en su calidad embrionaria, azarosa y fragmentaria, está contenido en Breviario de podredumbre. Es decir, no se trata simplemente de tópicos implícitos, sino que en éste hay un desglose más meditado, trabajado y profundizado, de las mismas posturas críticas e irónicas.
(Tusquets, Barcelona, 1988)
Lo que en De lágrimas y de santos resulta somero y aleatorio —sobre la vida, la religión, Dios, la muerte, la música, la santidad, la soledad, la nada, la mística, el éxtasis, la filosofía, las lágrimas, el escepticismo, el conocimiento, la inteligencia, etcétera—, es ahondado a lo largo del Breviario de podredumbre y concretado, en cierta medida, en la parte denominada “La santidad y las muecas de lo absoluto”.
Es así que De lágrimas y de santos es la exhumación de un ejercicio iconoclasta y revulsivo que prefigura libros subsiguientes; por ejemplo, El aciago demiurgo (1969), La tentación de existir (1972) e, incluso, Ese maldito yo (1987). 
(Tusquets, Barcelona, 1987)
Si a estas alturas del milenio es requete consabida la compulsión transgresora de Cioran, cuyo arrojo —(lúdico para unos, corrosivo para otros, inocuo para tantos más) implica y representa la pérdida de la fe, el desencanto, el nihilismo, la desesperanza, la parodia y la cosificación del hombre moderno encerrado en sí mismo y en una visión solipsista del universo y de la historia, De lágrimas y de santos se lee como una serie de repeticiones y variantes de temas neuróticos e insomnes que el rumano ya había abordado hasta la saciedad y el cansancio (la náusea o la esclerosis múltiple), como si fuera un fraile enajenado que se autoflagela sin cesar sobre la supuración de las mismas llagas hasta lograr la lubricidad que desencadene el éxtasis o el goce frenético o paulatino de las lágrimas.
Los fragmentos o aforismos reunidos en De lágrimas y de santos son una exacerbación que reflexiona y filosofa a veces desde una postura sardónica o juguetona: “Un día el mundo, esta vieja chabola, acabará por derrumbarse de una vez. Nadie puede saber de qué manera, pero ello no tiene la menor importancia, pues desde el momento en que todo carece de substancia y la vida no es más que una pirueta en el vacío, ni el comienzo ni el final prueban nada.”
O a través del sofisma de un taxista, enterrador de pueblo o boletero de cine que piensa y punza con un tono concluyente y lapidario; por ejemplo, ante el supuesto “camino de perfección” que ciertos santos siguen por medio del dolor, de la abstinencia, del martirio de la carne y de la autodestrucción: “¿No habría aún suficiente sufrimiento en este mundo? Se diría que no, a juzgar por la complacencia de los santos, expertos en el arte de la auto-flagelación. No existe santidad sin voluptuosidad del sufrimiento y sin un refinamiento sospechoso. La santidad es una perversión inigualable, un vicio del cielo.” (Lo que equivale a decir que no vuela una mosca ni nadie muerde un plátano ni se tira una trompetilla sin que lo sepa Dios).
Si en Breviario de podredumbre, Cioran, refiriéndose a su pasado, decía: “Estimaba yo que ser secretario de una santa constituía la más alta carrera reservada a un mortal”, en De lágrimas y de santos cifró más o menos la misma postura e inmediatez, pero con un matiz lascivo y lúdico: “Por el beso culpable de una santa, aceptaría yo la peste como una bendición.”
E.M. Cioran
La mística es para Cioran una evasión fuera del conocimiento, y el escepticismo un conocimiento sin esperanza. De ahí que si el supuesto anhelo de perfección de los santos lo entiende como una nostalgia y búsqueda del Paraíso, para él la desesperanza y su enfrentamiento y cuestionamiento ante la idea de Dios es la certidumbre de la nada y de la soledad cósmica: “Todo es nada: ésa es la revelación inicial de los conventos. Así comienza la mística. Entre la nada y Dios no hay ni siquiera un paso, pues Dios es la expresión positiva de la nada; “Estar solo, despiadadamente solo, ése es el imperativo al que hay que someterse cueste lo que cueste. El universo es un espacio vacío y las criaturas no existen más que para atestiguar y consolidar nuestro aislamiento. Yo nunca he encontrado a nadie, no he hecho más que tropezar con sombras simiescas.”
Yacer enterrado en el miasma de sí mismo, ser un solitario empedernido en el vacío infinito y una simiesca pero civilizada sombra misántropa (“Detesto a todos los seres. Pero soy extremadamente social”) es la condición dramática de un individuo efímero, egocéntrico e infinitesimal que no espera nada. Sin embargo, a imagen y semejanza de un retorcido y megalómano egotista, se exhibe dueño de una voz, de una melodía y un pensamiento con el poder del sarcasmo, de la mordacidad y del fragmentario artilugio literario, filosófico y moralista.
E.M. Cioran
(1911-1995)
En el plano del placer de la palabra escrita, si Cioran disfruta negando y cuestionando todo lo metafísico y religioso que se le ofrece como verdad hagiográfica o irreductible y única, no extrañe que en De lágrimas y de santos, tanto en Bach, en el órgano y en el instante de la música, como buen sofista, vislumbre un kepleriano grumo divino y evanescente: “La música es la emanación final del universo, como Dios es la emanación última de la música.”

E.M. Cioran, De lágrimas y de santos. Traducción del francés al español de Rafael Panizo. Prefacio de Sanda Stolojan. Colección Marginales (100), Tusquets Editores. Barcelona, 1988. 120 pp.



Por si las moscas



Entre soplos y soplidos: galas del juglar                     

El escritor Hernán Lavín Cerda (Santiago de Chile, 1939) es una mezcla de hereje, sátiro, juglar y bufón. Para confirmarlo, baste leer su plaquette Por si las moscas (1992), desprendible número 13 de la extinta colección Margen de Poesía editada por la revista Casa del tiempo de la Universidad Autónoma Metropolitana.
Hernán Lavín Cerda
       Hernán Lavín Cerda entiende la poesía como una respiración de voces en la que se conjugan y amalgaman voces antiguas y presentes, múltiples y contradictorias, conscientes e inconscientes. Es por ello que una de las particularidades humorísticas de Galas del trovar (el subtítulo del poemario) es el eco, pero también lo es el desdoblamiento. El trovador pulsa el laúd de voces, emite su voz con tesituras que son y no son la suya, y, “por si las moscas”, dadas sus supuestas blasfemias, imprudencias y lujurias, dizque intenta “escribir con tinta invisible”. 
(UAM, 1992)
       La voz esencial, obviamente, es la del juglar. Suyo es el sentido eufónico, suyas son las humoradas, lo revulsivo, la ventriloquia, las sátiras y las anécdotas. Es él quien rubrica el proemio: esa “Alabanza de la respiración” que inaugura la plaquette, abre el círculo vicioso, traza una espiral a través de las páginas, y lo cierra con una “confesión” y un aforismo que lo signa y exime casi de toda culpa y de todo pecado: 


Eres voluntariamente ocioso:
casi fuiste un Santo.


Hernán Lavín Cerda
      Puesto que la idea de Dios, la mitología e imaginería de los Libros Sagrados (formas de la literatura fantástica, Borges dixit) y el poder del cristianismo permean el comportamiento y el curso de la vida social, política, económica y cultural, una serie de sardónicas caricaturas (reflexivas, pero al fin caricaturas) sobre tales tópicos, no dejan de ser corrosivas y sacrílegas para quienes de buena (y de mala fe) comulgan y ofician con dichas creencias (no obstante que la irreverencia resulta inocua, dados los mil 700 ejemplares de la remota edición, otrora circunscrita a algunas librerías chilangas y a unos cuantos subterráneos lectores que los rescataron de por allí, si bien le fue a la revista universitaria que incluía la desprendible plaquette y si es que al lector que la adquirió le interesa la poesía, género no muy leído y muchas veces subestimado a imagen y semejanza del patito feo de la literatura). Una de las bromas, por ejemplo, alude a Nonata Pedroso, quien sostiene con orgullo, sin ningún rubor y con cierto tinte lautréamontniano (por aquello del “encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección” que tanto celebraron los surrealistas, pregoneros del automatismo psíquico y de la libre asociación): 

Aunque ustedes no lo crean, juro que tuve relaciones
con el espíritu de Nuestro Señor Jesucristo 
sobre el bramadero de una cama ortopédica
[...]
El me besó tres veces, dijo no te apresures, éste es el fin. 
Yo le mordí los labios, tres veces, la trinidad en sus labios,
pero no tuve el valor para decirle tu boca es mía, sólo mía.


      Sin embargo, coexistiendo con el hereje que parece exigir a gritos la condenación eterna en las llamas del Infierno y como suele dictar el lugar común, en el fondo de todo crítico de los mitos, supersticiones y tradiciones religiosas, transpira encerrado o encadenado un moralista. Un moralista libre de atavismos y prejuicios que se coloca los dedos de la siniestra en la frente y a sí mismo se diagnostica: “La satiriasis te hizo perder la razón: tu cerebro es un strip-tease permanente”. Pero ante todo se trata de un poeta sin pelos en la lengua, de un fabulador que se divierte al tañer las cuerdas vocales, ya al dibujar fantasías, voces y escenas que puntualizan vestigios antediluvianos y ancestrales. En “La maldición”, por ejemplo, se da cuenta del “lobo que recibió una maldición desde el cielo”, “se convirtió en la más hermosa criatura humana”, la cual, “como si recién hubiera comenzado la Edad de las Cavernas”, “se dedicó a cultivar el crimen y el canibalismo”.
       Cierta nostalgia en la olla, una pizca de sorna y algo de espolvoreada melancolía ante la figura imposible y nunca vista de Dios, ante lo Eterno, frente al llevado y traído Edén, las manzanas desnudas, la viperina y colmilluda mazacuata prieta enredada en el tronco del Árbol del Conocimiento y la Eva sin la hoja de parra, luciendo por completo, y por lo siglos de los siglos, su tentador cuerpo de pecado.
Mas por lo pronto, vapuleada por la ausencia del Único y su consubstancial e inextricable y ancestral silencio, la especie de las religiosas costumbres sigue, como San Francisco de Asís, abandonada “sobre las nieves del Universo”. Es decir, todo parece indicar que la creación universal, la vida y la muerte no dejarán de ser un inescrutable enigma mientras el conglomerado de las más o menos razonables hordas no extravíe por completo su razón no siempre pura. Y mientras ya concluido el milenio (con su cauda de augurios milenaristas), el fin de siglo (con su cauda de presagios finiseculares), y en tanto se sigue tardando el cordero que limpia los pecados del mundo, el ocioso, desocupado e hipócrita lector, nomás “para no aburrirse mientras se acaba el mundo” (así rezan en coro y vestidos de monaguillos ciertos catastrofistas que ofician en las catacumbas de la historia), puede castrar al diocesillo Cronos leyendo Por si las moscas, si es que le da su regalada gana.
Hernán Lavín Cerda
       Entre las voces que confluyen en estas juglarescas páginas figura la del “Beato de Liébana”, monje que vive escondido desde el siglo VIII “en una de las celdas de Santo Toribio de Liébana”, obstinado en fabricar láminas policromadas, que incluso llegó a leer un ejemplar de El nombre de la rosa (novela donde también “el nombre es arquetipo de la cosa” y por ende, dicta el juego palimpséstico, en las letras de risa está la risa, alguna vez prohibida en el siglo XIII en una escarpada abadía benedictina del norte de Italia (por dizque lépera, alharaquienta, gesticulante, irrespetuosa y transgresora), pero que no obstante albergaba la biblioteca más rica de la cristiandad de la época, según se narra en el libro de Umberto Eco y como bien no lo supo el ciego, obtuso y siniestro bibliotecario e inquisidor Jorge de Burgos). La del casto onanista (como por antonomasia también lo es el mórbido fabulador de “La ceremonia” y Nonata Pedroso “que sólo se masturba pensando en Dios”) quien a sí mismo se dice: 

Noche a noche, bailo desnudo, lento, semidesnudo 
y soy adamita en la tonsura que brilla como una hostia: 
me voy de poligamia intelectual, el sueño es cómplice,
           [...] 
Noche a noche, bailando, sólo bailando, soy adamita 
en el prepucio, el más viejo 
y más joven de los prepucios, el circunciso con algo de humor.

     Definitivamente, Por si las moscas sirve para reírse el sábado de Gloria (la del barrio), el domingo (de ramos o sin ramos) y durante toda la semana no siempre santa. 
Y si algunas de las caricaturas de Hernán Lavín Cerda son tan reflexivas como sardónicas y satíricas, también hay poemas, con la misma satiriasis, en los que predomina la humorada, lo absurdo, el juego rítmico, la vil fantasía (“Elogio de la virginidad”, “Canción para una bella dama”, “Peluquerías”, “Música de Cámara”, por nombrar varios).
      Se puede concluir la nota (si el lector lo permite y si por razones de peste bufónica no se irrita con el chistorete y la especular nomenclatura escatológica) leyendo la “Brevísima descripción del ser humano” (toda semejanza por el estilo es un fenómeno insólito, una caprichosa e impostergable coincidencia): 

Un poco de excremento, 
tal vez una sonrisa, un sueño muy antiguo 

           y otro poco de excremento
y otro poco, venid a mí, de excremento:

la santidad, la santidad, sólo la santidad 
y a veces la locura, aquel sueño tan ambiguo 
y otro poco de excremento, bienaventurado 
el que ya viene, y otro poco de excremento.



Hernán Lavín Cerda, Por si las moscas. Galas del trovar. Serie Margen de Poesía (13), revista Casa del tiempo, Universidad Autónoma Metropolitana. México, 1992. 72 pp.


domingo, 1 de marzo de 2020

Terra Alta

El día que no jodo a nadie, no soy feliz

I de VI
En “noviembre de 2019”, en la serie Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta publicó, en España y en México, Terra Alta, novela policíaca del escritor español Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962), ganadora del “Premio Planeta 2019, concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Pere Gimferrer, Carmen Posadas, Rosa Regàs y Belén López Celada.”
Editorial Planeta Mexicana
Primera edición impresa en México
Noviembre de 2019
       Los sucesos de la novela Terra Alta se desglosan en dos partes, cada una de cinco capítulos. Y en el decurso narrativo se distinguen dos vertientes paralelas. Una es el esbozo biográfico e íntimo de Melchor Marín, el protagonista de la obra, un joven detective o policía de investigación destinado en la comisaría de “Nou Barris, un distrito de emigración situado al norte de Barcelona”, donde dizque lo persigue “una fama antitética de matón intelectual”. Pero la escandalosa fama mediática que podría convertirlo en un volátil blanco (detonada por el oportunismo gubernamental y político, inextricable al lucrativo y propagandístico negocio de los manipuladores mass media), lo sorprende de un modo imprevisto, cuando “a mediados de agosto de 2017”, “Poco después de la una de la madrugada”, se halla manejando “a veinte kilómetros de Tarragona”, donde recibe otra llamada de la comisaría que le ordena desviarse “hacia Cambrils”, pues “Parece que puede haber otro atentado terrorista”. Y, en efecto, lo hay. (En la vida real esto ocurrió horas después de los atentados en Barcelona del 17 agosto de 2017, precisamente la madrugada del 18 de agosto.) Y Melchor, que va con las pilas cargadas de adrenalina y frustración ante la imposibilidad de hallar y castigar a los criminales que violaron, torturaron y mataron a su madre, en una escena de acción peliculesca o de popular serie televisiva donde impera la ley del revólver del viejo, lejano y salvaje Oeste, balea a cuatro yihadistas con su atronadora y humeante arma de cargo (su poderosa “Walter P99 de 9 milímetros”), “mientras una frase de Los miserables no paraba de martillearle el cerebro: ‘Era un hombre que hace el bien a tiros’”. Según reporta la voz narrativa, “El balance de los ataques fue devastador: dieciséis muertos y un centenar de heridos en Barcelona; un muerto y seis heridos en Cambrils. En total, seis terroristas abatidos, cuatro de ellos por Melchor. (El resto de los terroristas de la célula que organizó los hechos, hasta llegar a doce, también resultaron muertos o apresados.) Para Melchor, en cambio, el balance fue distinto. A pesar de que desde el primer momento se intentó preservar el secreto de su identidad, a fin de evitar posibles represalias islamistas, de un día para otro se convirtió en el héroe oficial del cuerpo: le llovían felicitaciones de sus compañeros, de sus mandos policiales y de sus mandos políticos, que en seguida buscaron la forma de explotar su hazaña. Lo bautizaron como ‘el héroe de Cambrils’, y no tardaron en circular rumores sobre él: se dijo que era una mujer, se dijo que había sido legionario y que por eso era un experto en el manejo de las armas y había reaccionado como lo había hecho, se dio por supuesto que estaba adscrito a la comisaría de Cambrils.” Incluso “el gobierno catalán” filtró “a la prensa algunos datos personales y una imagen de Melchor, de espaldas y casi de perfil, recibiendo el aplauso de sus compañeros, de sus mandos y hasta del presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont”.

Carles Puigdemont en la marcha contra el terrorismo en Barcelona
Sábado 26 de agosto de 2017
        Y es precisamente por el peligro que implica esa leyenda y fama mediática que Melchor acaba refugiándose en la comarca de la Terra Alta, precisamente en la pequeña comisaría de Gandesa, pueblo, donde se suele recordar y rumiar la cruenta Batalla del Ebro (julio 25-noviembre 16 de 1938) y donde promedia el consenso social y policíaco de que allí “nunca pasa nada”; y donde, en principio, sólo sus jefes: el subinspector Barrera y el sargento Blai, oficialmente saben que es “el héroe de Cambrils”.

En este sentido, la otra vertiente narrativa transcurre cuatro años después de 2017, con epicentro en Gandesa, donde Melchor, que aún no cumple 30 años de edad, tiene una pequeña hija llamada Cosette, producto de su matrimonio con Olga Ribera, nativa de la Terra Alta, lectora insaciable y bibliotecaria de la biblioteca pública (se casaron por el embarazo cuando ella tenía 40 años y él 25). Y es precisamente esa vertiente narrativa la que inicia esta novela de Javier Cercas de un modo recurrente y consabido en el género negro: la descripción de la cruenta escena de un crimen, la cual inaugura la intriga, el suspense, las pesadillas y el insomnio del lector tras formularse la implícita e ineludible pregunta: ¿quién mató a fulanito de tal? Pues un domingo de junio, poco después del amanecer, Melchor, al que le tocó guardia nocturna, recibe una llamada telefónica que le informa que “hay dos muertos en la masía de los Adell”. O sea en el hábitat de los acaudalados propietarios de Gráficas Adell, cuya masía se localiza fuera del perímetro de Gandesa, “Junto a la carretera de Vilalba dels Arcs”. 
Javier Cercas
       Así que Melchor, con la pistola en la sobaquera, va en su Opel Corsa hacia allá. Y como llega solo y antes que el sargento Blai y que el subinspector Barrera, al frente de uno de los dos patrulleros apostados en los accesos de la masía, entra a ésta, hojea los recodos de la casona de tres plantas y la espeluznante escena del crimen, que parece rubricada por un minucioso y sangriento ritual narcosatánico:

  “Es la primera escena de un asesinato que presencia Melchor desde que llegó a la Terra Alta, pero antes presenció muchas y no recuerda nada semejante.
“Dos amasijos ensangrentados de carne roja y violácea se hallan  frente a frente, en un sofá y un sillón empapados de un líquido grumoso —mezcla de sangre, vísceras, cartílagos, piel— que ha salpicado asimismo las paredes, el suelo y hasta la campana de la chimenea. En el aire flota un violento olor a sangre, a carne atormentada y a suplicio, y una sensación rara, como si aquellas cuatro paredes hubieran preservado los aullidos del calvario al que asistieron; pero, al mismo tiempo, Melchor cree percibir en la atmósfera de la estancia —y esto quizá es lo que más le perturba— un cierto aroma de exultación o de euforia, algo que no tiene palabras con que definir o que, si las tuviese, tal vez definiría como la estela festiva de un carnaval macabro, de un rito demente, de un gozoso sacrificio humano.
“Fascinado, Melchor avanza hacia ese doble revoltijo espantoso, tratando de no pisar evidencias (en el suelo hay dos trozos de tela desgarrados y empapados de sangre, que sin duda han servido para amordazar a alguien), y, al llegar al sofá, advierte a simple vista que los dos bultos sanguinolentos son los dos cadáveres meticulosamente torturados y mutilados de un hombre y una mujer. Les han sacado los ojos, les han arrancado las uñas, los dientes y las orejas, les han cortado los pezones, les han abierto el vientre en canal y luego han descuajado sus tripas y las han esparcido alrededor. Por lo demás, sólo hay que ver el gris blanquecino de su pelo y la flacidez descarnada de sus miembros (o de lo que queda de ellos) para comprender que se trata de dos ancianos.” 
A tales cadáveres se les suma otro, el de “la criada rumana”, observada por Melchor en otra habitación y sin indicios de tortura, la cual “lleva encima un camisón color crema y una bata azul, y tiene los ojos abiertos como si hubiera visto al diablo y un orificio del tamaño de una moneda de diez centímetros en la frente, del que baja hacia la nariz y la boca un reguero perpendicular de sangre seca.” 
Para desfacer el sanguinolento y diabólico entuerto (un patrullero suelta una vomitona e incluso el subinspector Barrera), la escueta Unidad de Investigación de la Terra Alta se ve impelida a solicitar el apoyo de la Unidad de Investigación Territorial de Tortosa, cuyo jefe, el subinspector Gomà, que parece muy sagaz y profesional, es quien se pone al mando de la pesquisa y por ende conforma un equipo abocado exclusivamente a “investigar los crímenes de la masía de los Adell”. La sargento Pires, dice, “va a ser la encargada de llevar la investigación y de redactar el atestado”. Y solicita “que un policía científico de la Terra Alta centralice la recogida de pruebas a fin de entregárselas a ella”. Y para esa tarea el sargento Blai escoge a Sirvent. Y además les pide que le presten otros dos elementos de la Terra Alta; uno es Melchor, elegido por el propio Gomà, pues dizque en secreto conoce la secreta identidad y el calibre del “héroe de Cambrils”. Y como el requisito del otro es “que conozca bien la comarca y que viva aquí”, el sargento Blai escoge al caporal Salom, quien además “Es amigo de la familia.” Es decir, conoce a Rosa Adell, la hija del matrimonio asesinado; y sobre todo a Albert Ferrer, el yerno y su contemporáneo. No obstante, pese a tratarse de una colaboración entre dos unidades de investigación policial, el subinspector Gomà, en pos del secreto del sumario, excluye del grupo al subinspector Barrera y al sargento Blai, mandos de la Unidad de Investigación de la Terra Alta.  

II de VI
Vale resumir que pese al protocolo y a la parafernalia detectivesca y científica, aparentemente muy chipocluda, infalible y chingonauta, la investigación policíaca fracasa. No da pie con bola para aclarar el triple crimen. Así que un día de julio, “seis semanas dedicados a éste”, el juez y el subinspector Gomà “de común acuerdo deciden cerrar el caso Adell”. Obviamente, Melchor, “el héroe de Cambrils” y justiciero héroe de la novela, no queda satisfecho y hace lo que está en su criterio y en sus manos para saltarse las normas e indagar por su cuenta.
Javier Cercas
       Y eso de saltarse las normas, en medio de la corrupción sistémica, resulta ser un repetitivo cliché que trasmina la conducta y la ética de buena parte de los protagonistas de esta novela de Javier Cercas. Por ejemplo, Melchor, con sus años carcelarios y su expediente delictivo (en el clímax de sus fechorías fue pistolero y guardaespaldas de un cártel de narcos colombianos que lo entrenó para proteger y matar a sangre fría), no hubiera podido ingresar, en Barcelona, a la escuela de policía, o sea: al Instituto de Seguridad Pública de Cataluña. Pero lo pudo hacer porque Domingo Vivales, el abogado que le contactó su madre para que lo defendiera en el juicio y que paulatinamente se convierte en su protectora e infalible figura paterna, tras cumplir su condena (luego del “tercer grado penitenciario, lo que significaba que únicamente debía dormir en prisión”), le entregó un falso “certificado de cancelación de antecedentes penales” e hizo desaparecer, sin temor al delito y como por arte de birlibirloque, su expediente “de los archivos policiales”. Y el sarcástico policía de Asuntos Internos que, como salido del retrete, lo acosó (de un modo latente y amenazante) restregándole en la cara que pasó “unos años en la cárcel”, que su “certificado de penales” es “una falsificación”, que su expediente desapareció de los archivos policiales, pero “no de los del juzgado” y ahí sigue (quizá se proponía chantajearlo o coaccionarlo para algo sucio), tras convertirse en el mediático y sonoro “héroe de Cambrils”, le anuncia que está “limpio”, que su expediente penitenciario también desapareció del juzgado (y todos tan contentos con el tejemaneje tras bambalinas de la luz pública). Así que le sorraja el muy valentón: “Si por mí fuera, te habría empapelado. Pero órdenes son órdenes.” O sea: además de que un mando chantajea, soborna o coacciona a ese policía de Asuntos Internos para que cierre el hocico, se meta la lengua por el fondillo y no mueva un dedo, un poderoso y oscuro interés sistémico opta por hacerse de la vista gorda ante el pasado delictivo del flamante, capitalizable y explotable “héroe de Cambrils”.


III de VI
En la índole literaria del policía Melchor Marín descuella el hecho de que durante su estancia “en la cárcel de Quatre Camins, muy cerca de Barcelona”, se hizo empedernido lector de novelas del siglo XIX, gracias al circunstancial magisterio e influjo del encargado de la biblioteca de la prisión, “el Francés”, un cretino (que se las da de sabihondo) que mató a martillazos a su mujer y a su amante. El caso es que por la influencia de ese verborreico, lenguaraz, iconoclasta, culocéntrico y aforístico criminal, Melchor descubre Los miserables, la celebérrima e inmortal novela de Victor Hugo, de la que se vuelve adicto. Fantasiosa y onírica adicción que se entronca con el asesinato de su madre, prostituta de oficio. La noticia, en la cárcel, se la dio el abogado Domingo Vivales: “le contó a Melchor lo que sabía: al amanecer habían encontrado el cuerpo sin vida de su madre en un descampado de La Sagrera, en Sant Andreu, todo indicaba que la muerte había tenido lugar aquella misma noche”. Y Melchor pudo ver el cadáver en la capilla ardiente: “a pesar de los esfuerzos de los embalsamadores de la funeraria, que lo habían lavado, limpiado y maquillado, la muerte había reducido a su madre a un espanto irreconocible, con el cráneo y la nariz rotos y el cuerpo tatuado de hematomas”. Algo que lo desborda de ira y rabia (restalla aullidos, relinchos, patadas y puñetazos), muy doloroso y traumático para él. 
Según dice la voz narrativa: “A raíz del asesinato de su madre, Melchor abandonó los talleres que frecuentaba y dejó de practicar deporte en las canchas de la cárcel. Se encerró en sí mismo. Engordó. No acertaba a controlar su pensamiento, así que era su pensamiento quien lo controlaba a él, un pensamiento mórbido e inalterable, obsesionado con lo que le había ocurrido. Las dos únicas actividades que aliviaban en apariencia su fijación eran las que más la alimentaban: hablar con Vivales y leer Los miserables, que en aquellos días de luto dejó de ser para él una novela y se transformó en otra cosa, una cosa sin nombre o con muchos nombres, un vademécum vital o filosófico, un libro oracular o sapiencial, un objeto de reflexión al que dar vueltas como un calidoscopio infinitamente inteligente, un espejo y un hacha.” Pero el meollo de esa envolvente lectura y relectura (“La mitad de un libro la pone el escritor, la otra la pones tú”, le rebuznó el didáctico Francés) es que Melchor decide convertirse en policía debido a la impronta del policía Javert, el eterno perseguidor de Jean Valjean. Así que Melchor “sobre todo pensaba en Javert, en la rectitud alucinada de Javert, en la integridad y el desprecio por el mal de Javert, en el sentido de la justicia de Javert, en que Javert, nunca permitiría que el asesinato de su madre quedara impune.”
Así que cuatro años después de ese impune crimen, cuando ya está asignado en la comisaría de Nou Barris, para indagar por su cuenta y riesgo (o sea: saltándose las normas), le pide a Vicente Bigara —un mosso d’esquadra que fue su compañero durante “sus prácticas de patrullero en Cornellà de Llobregat”—, que le consiga tras bambalinas, en la comisaría de Sant Andreu, copia del expediente de su madre, cosa que pudo hacer por sus contactos y porque era “treinta años mayor que” él y porque “no creía en su oficio y se burlaba del reglamento”. Según le había dicho el abogado Vivales cuando Melchor estaba en la cárcel, “su madre había sido asesinada a pedradas, pero no había sido violada”; pero ahora lee y descubre que “el fallecimiento había tenido lugar después de que la víctima hubiera sido violada varias veces, anal y vaginalmente, lo que le había provocado diversas desgarraduras en ambos orificios”. Melchor habla con el forense y con los tres testigos nombrados en el sumario: un proxeneta y dos prostitutas, las cuales “añadieron un dato decisivo, que para estupefacción de Melchor no figuraba en el expediente: la prostituta que acompañaba a su madre cuando negociaba con sus últimos clientes se llamaba Carmen Lucas.” Así que rastrea y por fin logra hallar a Carmen Lucas retirada en Llano de Molina, “una pedanía de Molina de Segura, una ciudad situada a quince kilómetros de Murcia y a seis horas en coche de Barcelona”. De quien fraternamente se despide unas horas antes de convertirse (sin buscarlo) en “el héroe de Cambrils”, el mediático y condecorable matón de terroristas. Pero Carmen sólo recuerda que el auto al que su madre esa noche se subió pasó dos veces. La primera vez no lo hizo. Carmen le preguntó “quiénes eran”; y ella le respondió que “Nadie”. “Una panda de niños bien que han salido a divertirse con el coche de papá. No me fío.” Así que le extrañó que “ya hacia las tres y media o las cuatro, con la jornada de trabajo acabándose”, se subiera. No recuerda la matrícula, pero sí que “era un coche oscuro, de gama alta y con los vidrios de las ventanillas tintados, y que dentro habían varios hombres.”

IV de VI
Ante la inicial opinión del subinspector Gomà de que los ricos suelen tener enemigos: “Cuanto más ricos, más enemigos”, el caporal Salom le contrapone y canta las supuestas bondades de los Adell, dueños de Gráficas Adell y de “media Gandesa”: “Piense que daban trabajo a mucha gente, la mitad de la comarca trabaja para ellos. Además eran personas muy religiosas. Se habían hecho del Opus Dei, aunque lo llevaban con mucha discreción. Eran así, discretos. Y austeros. Y se relacionaban con todo el mundo. Y ayudaban a la gente. No, yo creo que aquí más bien se los quería. Y a su familia también.” Pues lo que luego cobra relevancia e incide en la intriga y en la infructuosa indagación policial para desvelar la identidad de los asesinos y del autor intelectual, es que el viejo Paco Adell, ya nonagenario, no tenía amigos y era una especie de autoritario y caprichoso cacique, que además de voraz acaparador en múltiples renglones de la economía de la Terra Alta (y más allá de las fronteras españolas: en Europa y en Latinoamérica), ninguneaba y tiranizaba a todos sus subalternos, directivos y gerentes, incluidos el viejo Josep Grau, su eterno mano derecha y segundo de a bordo; y Albert Ferrer, su menospreciado yerno y decorativo consejero delegado de Gráficas Adell.
    Así que siendo la ubicua familia Adell “la más acaudalada de la comarca” (oscila hasta en las alcantarillas y el drenaje profundo), sorprende y resulta inverosímil que después de cuatro años en Gandesa “el héroe de Cambrils”, perspicaz sabueso de investigación y justiciero miserablesco, no supiera casi nada de las propiedades de los Adell y de la maligna y venenosa calaña de ese personaje (maquillado de benefactor por Salom ante el subinspector Gomà) y que sea su mujer, Olga Ribera, en la intimidad del amoroso y dulce hogar, quien le resume la negra entraña del viejo Adell. Por ejemplo, le dice que “era huérfano”, que “a su padre lo mataron en la guerra”; que “De chico se ganaba la vida recogiendo metralla en las sierras, como mi padre y como tanta gente en la comarca, después de la guerra el campo estaba sembrado de metralla. Luego Adell se hizo chatarrero, y en los años sesenta o setenta compró por cuatro duros una empresa de artes gráficas en quiebra. Ahí empezó a hacer su fortuna.” Que su padre siempre le contaba que cuando él y Adell eran amigos, éste le solía repetir: ‘Mira, Miquel, el día que no jodo a nadie, no soy feliz.’” Lo cual, por lo que luego se narra, resulta su angular declaración de ambiciosos y voraces principios empresariales y pseudoéticos. Y ante la ingenua y bobalicona observación de Melchor (que repite lo dicho por Salom a Gomà): “Por lo menos dan trabajo a mucha gente”, Olga, muy docta, le replica lo que el sabueso callejero y cibernauta debería saber al respirar, pedalear, transpirar, hacer pipí y consumir Coca-Colas en Gandesa: “Los sueldos que pagan son bajísimos, porque los pactan con los demás empresarios de la comarca, y sus fábricas ni siquiera tienen comités de empresa. Quien quiera quedarse en la Terra Alta se tiene que conformar con la miseria que les dan. Eso lo sabes tú mejor que yo [ídem Salom, que se queja y lloriquea como una desconsolada Magdalena por su bajo salario]. ¿Cuántos trabajadores forasteros deben de haber ahora mismo en la Terra Alta por cada trabajador de aquí?
   “—Tres o cuatro —contesta Melchor—. La mayoría rumanos y muchos ilegales.
   “—O sea —explica Olga—, pobre gente dispuesta a trabajar por tres veces menos dinero que los de aquí.” Y para que el cabezota entienda y no se dé furiosos topes de cabra contra la pared, añade: “Mira, Melchor”, “Los Adell son como un árbol que da mucha sombra, pero no deja crecer nada a su alrededor. Lo controlan todo. Tienen propiedades por toda la Terra Alta, y media Gandesa es suya, así que dan trabajo a la gente en sus empresas, les venden las casas donde viven y hasta los muebles con que las llenan, ¿de quién te crees que es Muebles Terra Alta? En fin, la verdad es que Adell era un cacique. Eso no es hablar mal de él, es describirlo.”

V de VI
El justiciero Melchor Marín, que tiene por norma saltarse las normas, busca en Tortosa a un tal Luciano Barón, el ex marido de Olga Ribera, y por haberla maltratado (“Le dejaba unos moretones tremendos”) le aplica una golpiza, lo humilla y lo amenaza. Y ante el caso Adell, cerrado e irresuelto, sigue investigando por su cuenta. Y por ende persuade al caporal Salom, su compañero y amigo desde que llegó a Gandesa, para que también se pase las normas por el arco del triunfo y le consiga las llaves para ingresar de noche a las oficinas de Josep Grau, puesto que lo supone “el principal sospechoso”. Así que Salom, amiguete y compinche de Albert Ferrer, sin revelare cómo lo hizo, le entrega “un llavín argentado, de cabeza rectangular y cuerpo liso”, que “abre todas las puertas de Gráficas Adell, salvo la del patio”. Y además, “una tarjeta plastificada a nombre de Albert Ferrer, con una foto tamaño carné de su dueño y dos palabras estampadas en ella: ‘Consejero delegado’”, la cual “sirve para la barrera de entrada, para la del vestíbulo y para conectar los ordenadores”. Pero cuando Melchor, tras su sigilosa y peliculesca introducción nocturna “en el polígono de La Plana, en las afueras de Gandesa”, concluye la lectura de los mensajes en la computadora de Joseph Grau, lo sorprende Albert Ferrer.
Además de que no hubo denuncia formal (dizque Salom persuadió a Ferrer para que no lo hiciera), el subinspector Barrera no le abre un expediente, pues los superiores de Melchor, el sargento Blai y el caporal Salom, lo defendieron “a ultranza”; y más aún, le dice, “Hasta el comisario Ferrer ha llamado desde la central, alguien ha debido de avisarle, por lo que sigue usted significando algo en el cuerpo...” Y en la perorata del sermón y del jalón de orejas, para que deje de saltarse la normativa y de indagar por su cuenta en ese caso cerrado por un juez, el subinspector Barrera, quien ya es un sesentón con cuarenta años de experiencia y a punto de jubilarse, le resume el punto medio y el sentido moral de su postura: “Mire, hacer justicia es bueno. Para eso nos hicimos policías. Pero lo bueno llevado al extremo se convierte en malo. Eso he aprendido en estos años. Y también otra cosa. Que la justicia no es sólo cuestión de fondo. Sobre todo, es cuestión de forma. Así que no respetar las formas de la justicia es lo mismo que no respetar la justicia. Lo comprende, ¿verdad? [...] Bueno ya lo comprenderá. Pero acuérdese de lo que le digo, Marín: la justicia absoluta puede ser la más absoluta de las injusticias.”
Referéndum independentista en Cataluña
Octubre 1 de 2017
       Ese dogma, además, coincide con la declaración de principios ontológicos que el sargento Blai vocifera en torno al histórico “referéndum independentista del 1 de octubre” de 2017, ocurrido días después del arribo del “héroe de Cambrils” a la Terra Alta, pues “cuando el Tribunal Constitucional suspendió la consulta, los jueces ordenaron a los Mossos d’Esquadra que impidieran la votación y, presionados por los políticos independentistas que habían convocado el plebiscito ilegal desde el gobierno autónomo, los mandos del cuerpo dieron a sus subordinados instrucciones soterradas pero suficientes de que no obedecieran a los jueces, o no demasiado, o no del todo. Esta discrepancia entre las órdenes explícitas de la judicatura y las órdenes implícitas de los mandos provocó tensiones en casi todas las comisarías del cuerpo; también en la de la Terra Alta. Quien más las padeció fue el sargento Blai, que se enzarzó en varios altercados verbales con compañeros de Seguridad Ciudadana partidarios de facilitar la celebración del referéndum, como mínimo de no impedirlo. Melchor y Salom asistieron a una de esas trifulcas mientras tomaban café una mañana en el comedor de la comisaría; luego, ya a solas los tres, el caporal trató de apaciguar al sargento quitando hierro a la disputa y bromeando con su condición de independentista. La broma acabó de soliviantar a Blai.” Quien en el panel de corcho de su oficina tiene (y sigue teniendo cuatro años después) “en un extremo, bien visible, una pegatina con la bandera independentista catalana”, cuya leyenda proclama a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global: “Catalonia is not Spain”. 

       
        
       No obstante, en las afueras de la comisaría de Gandesa ondean paralelas, hermanadas (o rencorosas) y casi pegadas de cachetito, las banderas de España y de Cataluña.

 
      “—Me cago en Dios, Salom —dijo [Blai], agarrando al caporal de la solapa de su camisa—. Yo soy independentista desde que mi madre me parió, no como esta panda de conversos que nos gobiernan y que nos dejarán en la estacada en cuanto puedan. Pero antes que independentista soy policía y los policías estamos para hacer cumplir la ley, o sea para hacer lo que digan los jueces, no lo que nos salga de los cojones, yo me pongo en primer tiempo de saludo, me meto mi independentismo por el culo, cierro los colegios electorales y en paz. ¿Ha quedado claro?”
Referéndum independentista en Cataluña
Octubre 1 de 2017
        No obstante, pese a la orden del juez y al jalón de orejas, Melchor no ceja en investigar por su cuenta el caso Adell; más aún cuando ocurre el asesinato de Olga Ribera: un auto, que se dio a la fuga, se subió a la banqueta para atropellarla y luego falleció en el quirófano. Después del entierro, Melchor le pide a Vivales que se lleve y cuide a su hija en Barcelona; deja su casa familiar en Gandesa (que era la casa donde vivía Olga desde antes de que se casara con él) y se instala en el minimalista cuartucho de un edificio en Vilalba dels Arcs. Allí lo visita el caporal Salom, quien además de llevarle un mensaje del subinspector Barrera: que se tome el tiempo que necesite, trata de persuadirlo de que el asesinato de Olga “pudo ser cosa de islamistas”, pues dizque mucha gente sabe que él es quien mató a los terroristas en el paseo de Cambrils, y se ofrece a dizque ayudarlo a investigar. Pero Melchor opta por hacerlo solo sin tener muy claro por dónde ir. Y tras casi 24 horas sin comer ni dormir encerrado en su cuartucho, al disponerse a salir para desayunar algo, ve que en su computadora entra un mensaje anónimo titulado “La respuesta”: “La respuesta a su pregunta está en la investigación.” Y él “deduce que la pregunta a la que alude el correo es la pregunta sobre la muerte de Olga”. Así que Melchor acude al sargento Blai, a quien además de pedirle que averigüe “de quién es esa dirección de correo”, para eludir su huella informática, le pide que le permita “revisar otra vez la investigación del caso Adell”, pues Blai sí tiene autorización para husmear en el expediente. Así, durante una guardia nocturna, además de facilitarle su contraseña y de indicarle que nadie debe verlo, introduce a Melchor por la puerta trasera de la comisaría, “tumbado en el asiento trasero” de su coche. Pero Melchor, exhausto, no halla nada. Y un tanto desalentado, teclea un mensaje dirigido al remitente anónimo que lo llevó allí: “¿La investigación donde está la respuesta es la del caso Adell?” Y unas horas después, de nuevo en la computadora de su casa, lee la respuesta: “Revise las huellas dactilares”. Y otra vez con el subrepticio apoyo del sargento Blai, “restringe su búsqueda a las huellas dactilares recogidas en la masía de los Adell durante las horas siguientes al asesinato”. De modo que la ampliación de una foto de la huella encontrada en el cuarto de las alarmas de la masía le parece emborronada, quizá a propósito o por insólita torpeza. La amplía de nuevo y descubre que coincide con las huellas de Albert Ferrer. Y como Sirvent fue el policía científico de la Terra Alta formalmente encargado de reunir la recogida de pruebas para entregárselas a la sargento Pires, supone que el responsable fue Sirvent. Así que Melchor, muy airado, tras llamarlo por teléfono, va a la casa de éste en Móra d’Ebre y agarrándolo del cogote le exige explicaciones. Pero Sirvent afirma que él no fue y que sólo pudo ser Salom, quien por su experiencia como policía científico se ofreció, con autorización del subinspector Gomà, a echarles una mano ese mismo domingo de junio en que se descubrieron los cadáveres de los Adell y de la criada rumana. Y le puntualiza y revela: “El domingo Salom acabó siendo el encargado de reunir los indicios y hacérselos llegar a Pires. Y luego, al otro día, siguió supervisándolo todo. Había empezado él a hacerlo y lo mejor era que él también lo terminara. Yo me ocupé de recoger las pruebas en casa de los Adell, pero Salom las organizó en comisaría y se las mandó a Pires. Nadie más. Te digo que el único que pudo hacer esa ampliación fue él.” 

    Esa misma madrugada de noviembre, cinco meses después del triple asesinato, Melchor regresa a Gandesa rumbo al departamento de Salom, su supuesto amiguete, guía y compañero policial desde que hace cuatro años se instaló en esa comisaría de la Terra Alta. Con algunos golpes y sin mucho esfuerzo, Salom, regordete, de unos 47 o 48 años, viudo, solitario, pobretón y con dos hijas universitarias en Barcelona, le confiesa el móvil y los pormenores de su complicidad en el asesinato de los Adell, pagado a sicarios por Albert Ferrer. Pero niega su participación en el asesinato de Olga. Dice que Ferrer no quería matarla, sino sólo asustarlo a él para que dejara de investigar. 
Según la voz narrativa, “El interrogatorio de Salom y Ferrer se desarrolla en la comisaría de Tortosa y se prolonga durante los tres días preceptivos. Melchor no toma parte en él. Lo lleva en persona el subinspector Gomà, apoyado por la sargento Pires y el sargento Blai. Él es oficialmente quien ha resuelto el caso al dar con la pista de la ampliación defectuosa de la huella de Ferrer mientras consultaba el expediente por otro caso [¿cuál?, si no había ninguno], y acto seguido desenmascaró a Salom con la ayuda de Melchor y de Sirvent.”

VI de VI
Así como el teniente investigador Mario Conde, allá en La Habana, suele tener una infalible corazonada debajo de la tetilla izquierda, “Melchor tiene la certeza (una certeza que le desasosiega profundamente, pero que no comparte con nadie) de que en realidad el caso Adell no está del todo resuelto, o de que se ha resuelto en falso.” A tal inquietud contribuye la información que le da el sargento Blai (convertido en el mediático y pavoneante héroe del caso Adell) sobre el anónimo mensaje que recibió; “es imposible saber quién creó esa cuenta”, le dice, pero “los de la central” “están seguros de que el mensaje te lo mandaron desde una dirección de Ciudad de México”. Eso contribuye a “fortalecer la desazón que le carcome”. Por ende planea hablar con Rosa Adell; pero no lo hace porque “todavía debe de encontrarse en estado de shock por la detención de su marido [padre de sus cuatro hijas], acusado del asesinato de sus padres”. “Otro día” planea hablar con el gerente Josep Grau “sobre la filial de Gráficas Adell en México”, pero tampoco lo hace. Y luego, una noche, ya pasadas las once, a punto de abrir la puerta del edificio donde vive en Vilalba dels Arcs, lo secuestran; es decir, le dan “un golpe seco en la cabeza” y le aplican “un pinchazo en el cuello”.
La Torre Glòries
       Atado de las manos y los pies, sin celular y sin pistola, cuatro guaruras lo llevan “sentado en el asiento trasero de un coche provisto de vidrios polarizados que circula a velocidad de crucero por una autopista” rumbo a Barcelona; precisamente a una espaciosa y lujosa suite en el piso 21 del “hotel Arts”, desde donde se otea “la Torre Glòries, con su forma de supositorio”. Allí, tumbado en una otomana, lo recibe un viejo octogenario, decrépito y convaleciente, atendido como todo un pachá por enfermeras y serviles guardaespaldas lameculos. El mafioso vejestorio, que “habla con acento mexicano”, dice llamarse Daniel Armengol, y según él: “en México hasta los escuincles han oído hablar de mí” y “la gente sabe quién soy en cuanto pisa México”. Y es tan legendario y poderoso que, dice, le “atribuyen la capacidad de poner y quitar presidentes”. Quizá, pues según le dice: “Conocí a Albert Ferrer hará cosa de cuatro o cinco año, en una recepción que dio el presidente Peña Nieto en el Palacio Nacional.”

 
Los tres magníficos”:
Emilio Lozoya Austin, Javier Duarte y Enrique Peña Nieto
      Pero previo a lo que el vejete le narra in extenso con pelos y señales (y sin temor a que lo delate con las autoridades), Melchor infiere que fue él quien le envió los anónimos mensajes con los que pudo resolver el caso Adell. Y para compensarlo (incluso por la pérdida de Olga, que no fue cosa suya), el todopoderoso capo mexicano ha decidido revelarle el intrínseco y secreto motivo que hizo que decidiera organizar la rocambolesca tortura y el asesinato de los ancianos Adell manipulando a Albert Ferrer, de quien dice: “es un hombre transparente, no sabe engañar, su sonrisita de arribista lo delata, otro pendejo como el presidente Peña Nieto, peor que Peña Nieto, el hombre más manipulable del mundo, porque no hay nadie más manipulable que un arribista.”
Peña Nieto aplaude las triquiñuelas y chanchullos de Emilio Lozoya
       Según afirma el mafioso vejestorio, “Peña Nieto es un pendejo, pero cuando estaba en el poder, no paraba de pedirme favores, y yo era incapaz de negárselos. Es uno de los muchos inconvenientes que tiene ser un patriota, ¿sabe usted? El caso es que aquel día el presidente me pidió que asistiera a una recepción de empresarios españoles interesados en México, la mayor parte gente que ya había invertido en el país y a la que había que seducir para que invirtiera más y colaborara con empresas mexicanas. Una vaina de ese estilo. No sé quién me presentó a Ferrer, pero recuerdo muy bien que me lo presentó como consejero delegado de Gráficas Adell, una importante empresa de artes gráficas catalana que había fundado una filial en Puebla.” Y ante el retintín del apellido Adell, el mafioso descubre en el diálogo, con táctica de ajedrecista de parque público, que el suegro de Albert Ferrer es Francisco Adell, el dueño de Gráficas Adell. Y en esa identidad es donde radica el mortífero quid de la cruenta venganza y del embrollo criminal, pues en 1942, cuando Armengol tenía 6 años y Adell una década más, en el corazón de Bot, un pueblo de la Terra Alta, mató a tiros al autor de sus días: “Un día su padre y su madre caminaban cogidos del brazo por la plaza del pueblo. Era domingo, la plaza estaba llena y su padre acababa de regresar a Bot tras cuatro años de exilio. De repente, alguien gritó su nombre, y un muchacho levantó la pistola que empuñaba en una mano, pronunció unas palabras que nadie entendió o que todo el mundo quiso olvidar al instante, y le descerrajó un tiro en la cabeza al padre de Armengol. Luego, de pie junto al cuerpo tendido en la tierra, lo remató de dos tiros. Todo eso ocurrió a la vista del pueblo entero, sin que nadie moviera un músculo para impedirlo, como si todos estuvieran paralizados por el miedo o como si aquello no fuera un asesinato sino una ceremonia.” 

    Ese impune asesinato que demudó a los lugareños de Bot (oprimidos bajo la bota de la violenta y sanguinaria dictadura franquista) hizo “que huyeran de la Terra Alta, su madre ingresó en el sanatorio psiquiátrico de Tarragona y, como sus tíos” eran muy humildes, “él ingresó en un orfanato”. Y “Su madre murió de tuberculosis año y medio más tarde.”
    Según le puntualiza el documentado mafioso a Melchor, el único “delito” de su padre fue haber sido “el único miembro del Ayuntamiento republicano que volvió al pueblo después de la guerra”. Es decir, su padre, “un militante de Esquerra Republicana”, “había aceptado ser concejal del Ayuntamiento”. Y huyó de Bot “en la primavera del treinta y ocho” cuando los franquistas entraron “al caer el frente de Aragón”. Según el mafioso, su padre “se pasó el resto de la guerra en Barcelona, trabajando en la construcción de refugios antiaéreos y, cuando la guerra terminó, se marchó a Francia”, donde estuvo “tres años”. Según le comenta a Melchor, “hizo muy bien en marcharse, porque al volver al pueblo, los rebeldes [franquistas] responsabilizaron de los asesinatos [de la gente de derechas] a todos los republicanos que estaban en el Ayuntamiento, aunque sabían muy bien que la decisión de a quién matar y a quién no la habían tomado los comités de los partidos, no ellos. El problema fue que no encontraron a nadie a quien responsabilizar, porque toda la gente que había tenido alguna relación política o sindical con la República se había marchado, igual que había hecho mi padre. Estaban asustados, creían que los franquistas volvían para vengarse, y tenían razón.” No obstante, su crédulo padre volvió a Bot porque se tragó “la propaganda franquista, esa que decía que los republicanos que no tuvieran las manos manchas de sangre no tenían nada que temer, y que podían volver a casa sin que nadie los molestase.”
   
Javier Cercas
       

        Pero el adolescente Francisco Adell, al matar a sangre fría al padre de Domingo Armengol, vengó el impune asesinato de su padre, que era un humilde “jornalero que trabajaba para el hombre más rico del pueblo, el propietario de Ca Paladella”. Según narra Armengol, “En las primeras jornadas de la guerra los republicanos locales fusilaron a doce o trece personas a un kilómetro de Corbera d’Ebre, en una larga recta de la carretera por la que, conjetura el viejo, Melchor ha debido de pasar mil veces, y en la que hasta hace poco tiempo una cruz recordaba los asesinatos. Entre esas doce o trece personas, paisanos de los criminales, convecinos suyos, se hallaba el padre de Francisco Adell. No se sabe a ciencia cierta por qué lo mataron: quizá porque era fiel como un perro a su amo y, como no encontraron al amo, lo mataron a él; quizá porque era católico y los domingos iba a misa; quizá porque alguien quería vengarse de él.”
    Luego de revelarle toda la verdad y nada más que la verdad (eso parece), el gánster mexicano deja ir a Melchor sin que nadie lo toque ni lo despeine, incluso los gorilas le devuelven su pistola y el celular. Y enredado en sus cavilaciones miserablescas: denunciar al viejo o no denunciarlo, lo más probable es que no lo haga, y no sólo por el notorio y patético estado terminal del parlanchín vejestorio, que, según le dijo, recién llegó a Barcelona y se instalará en Bot, lugar donde nació en 1936, y donde vivieron y yacen sus mayores.


Javier Cercas, Terra Alta. Serie Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta Mexicana. 1ª edición impresa en México, noviembre de 2019. 384 pp.