martes, 4 de agosto de 2020

Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos

 El laberinto, la telaraña y el círculo
 (algo tan necesario como respirar)

Nacido en Melo, Cerro Largo, el 28 de julio de 1921, el crítico y ensayista uruguayo Emir Rodríguez Monegal falleció de cáncer en New Haven el 14 de noviembre de 1985, 7 meses antes de que el argentino Jorge Luis Borges muriera en Ginebra el 14 de junio de 1986 (había nacido en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899). Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos (México, FCE, 1985) basada en la antología que Monegal publicó en inglés, en Estados Unidos, con la colaboración del escocés Alastair Reid (1926-2014), traductor de Borges: Borges. A reader. A selection from the writings of Jorge Luis Borges (New York, Dutton, 1981), y Borges. Una biografía literaria (México, FCE, 1987) originalmente escrita en inglés y publicada en Nueva York, en 1978, por Dutton, son el par de libros, editados en México por el Fondo de Cultura Económica, que el crítico, profesor y editor uruguayo destinó a la vida y obra del celebérrimo argentino que nunca recibió el Premio Nobel de Literatura.
(Dutton, New York, 1978)
     
(FCE, México, 1987)
         A Emir Rodríguez Monegal la muerte le impidió observar los cambios que preparara especialmente para la traducción al español que por encomienda suya hizo Homero Alsina Thevenet de su citada Biografía literaria. En contraste, la introducción, los prólogos, la cronología, la bibliografía y las notas del Ficcionario (compendio firmado en “Yale University”) los concibió en castellano, así como la edición de los textos de Borges. Sin embargo, quizá no haya visto el libro impreso (pero tal vez sí), puesto que la primera edición de diez mil ejemplares “se terminó de imprimir el 30 de agosto de 1985”. La muerte de Emir Rodríguez Monegal también se interpuso en la edición final de los Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939) (Barcelona, Tusquets, 1986), antología de reseñas, biografías sintéticas y ensayos breves que Borges escribió en la revista bonaerense El Hogar, que el crítico uruguayo preparaba en la Universidad de Yale (donde era profesor de Literatura Iberoamericana) con la colaboración del cubano Enrique Sacerio-Garí (Sagua la Grande, Villa Clara, agosto 2 de 1945) y por ende fue éste quien la concluyó y prologó.

(Tusquets, Barcelona, 1986)
       La muerte de Monegal también interrumpió la escritura de sus memorias, proyecto iniciado después de que en marzo de 1985 supo que tenía cáncer (apunta Manuel Ulacia en la segunda de forros de Los Magos). Monegal había planeado escribir cinco tomos: “el primero destinado a su infancia y adolescencia; el segundo, a sus años como editor en el suplemento Marcha; el tercero, a su experiencia en Inglaterra; el cuarto, a sus años en París como director de Mundo Nuevo, y por último, el quinto, dedicado a su vida como profesor en los Estados Unidos”. Pero sólo alcanzó a escribir el primero, mismo que póstumamente publicó en México la extinta Editorial Vuelta, “el 30 de agosto de 1989”, con el título Las formas de la memoria (I): Los Magos.

     
(FCE, México, 1985)
        El ágil e interactivo sistema de llamadas-enlaces que en el Ficcionario llevan y traen al lector navegando de un lado a otro de la introducción, prólogos y notas de Emir Rodríguez Monegal y de los textos de Borges (incluidas la cronología y la bibliografía), hacía pensar, en los años 90 del siglo XX, en los botones interactivos de un CD-ROM (ahora anacrónico); y ya encarrerado el gato en lo que va del siglo XXI: en las páginas web que a través de Internet llevan y traen de un sitio a otro del ciberespacio. En este sentido, el Ficcionario traza un laberinto o telaraña que es “un círculo cuyo centro no está en ninguna parte y cuya circunferencia está en todas”; y por ende evoca o remite a la cabalística y ancestral “tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como la esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia) su noveno atributo, la eternidad —es decir, el conocimiento inmediato de todas las cosas que serán, que son y que han sido en el universo”. Dicho de un modo quizá más elemental y especular: el Ficcionario es “una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía” Borges, donde al instante y simultáneamente convergen “infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos”. Es decir, “Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades.”

Jorge Luis Borges, César Fernández Moreno y Emir Rodríguez Monegal
Montevideo, c. 1948
  En su introducción al Ficcionario, Emir Rodríguez Monegal, entre lo que argumenta para justificar la elección-discriminación que hizo de los textos de Borges, dice, con algo de razón paleográfica y arqueológica, que “casi no hay texto suyo (como el hueso que un antropólogo encuentra en el barro) que no pueda ser usado para reconstruir la fábrica entera de su obra”. Pero una de sus tesis principales (
derivada de la tesis “desarrollada por Gérard Genette en 1964” y que trasmina el total de las páginas), se lee cuando afirma que Borges con “el cuento ‘Pierre Menard, autor del Quijote’ funda una teoría de la literatura. Allí se demuestra que el lector de un clásico se convierte, en cierto sentido, en colaborador del mismo: su lectura altera el texto.” [...] “En vez de mero consumidor, el lector debe convertirse en colaborador. Es decir: en escritor del texto”. 
Borges es un clásico (al menos eso cree y cultiva una mínima tribu que subyace dispersa entre los oscuros y amnésicos trogloditas de la laberíntica y subterránea Ciudad de los Inmortales), y bajo tal perspectiva el simple lector, en calidad de demiurgo menor, de diosecillo bajuno o de nanohomúnculo umbelífero, colabora con él, realiza una doble lectura (o quizá triple, cuádruple o quíntuple), reescribe sus textos de cabo a rabo, es uno más de los incesantes Pierres Menards, autores de la obra de Borges, que infestan las catacumbas de la recalentada y laberíntica aldea global y que sin cesar reescriben (leyendo) —palabra por palabra, línea a línea, párrafo tras párrafo— una obra efímera, mental, cuyo evanescente palimpsesto de rapsoda impenitente acaso coincide con exactitud (sin que se trate de una copia fiel) con la obra única de Borges. 
     
(Dutton, New York, 1981)
         El Ficcionario no es una antojolía crítica que se lee de una sentada. Es un libro de consulta que se lee y relee por un insaciable hedonismo cognoscitivo y estético, y no por una ampulosa aspiración pseudoacadémica. Desde luego que tiene yerros y minucias que el tiempo ha vuelto evidentes y caducas y otras con las que se puede estar en desacuerdo. Por ejemplo, Monegal dice que “El general Quiroga va en coche al muere” y “El Golem” son “poemas que son notas a pie de página de estudios eruditos escritos por otros”. Pero si bien el primero implica un pasaje histórico que aborda Faustino Sarmiento en Facundo, civilización y barbarie (1845), y el segundo la indirecta e implícita lectura de El Golem (1915) —el primer libro que el joven Georgie descifró en alemán (aún en Europa)—, pero sobre todo de las Principales tendencias del misticismo judío (1941), de Gershom Scholem (que Borges leyó en inglés), y “el libro de Frachtenberg sobre supersticiones judías” (dice en el consabido comentario que preludia su grabada recitación de su poema “El Golem” al referirse a la póstuma obra de Abraham von Franckenberg), no son, precisamente, “poemas que son notas a pie de página de estudios eruditos escritos por otros”.

       
(Alfaguara, México, 1998)
          Siendo las cosas más o menos así (o no), el lector puede hacer sus propias modificaciones, parodias y añadidos. Por ejemplo, colocar en el supuesto final de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” la datación “1940, Salto Oriental”, pues por un descuido editorial se mutiló. O seguir al pie de la letra (o no) las observaciones críticas que Augusto Monterroso señala en “El otro aleph” —ensayo reunido en su libro La vaca (Alfaguara, México, 1998)—, donde cuestiona y hace polvo lo que Monegal asienta, en su nota 51, sobre el argumento de “El Aleph” y sus presuntos vínculos con la Divina Comedia y con el nombre de Dante Alighieri. O quizá, con humor borgesano, insertar en la cronología lo que una mano anónima redactó en Destiempo de Borges, el polifónico y monográfico número 188 de La Gaceta del FCE, correspondiente a agosto de 1986, al comentar la noticia de la muerte del escritor: “Recientes investigaciones permiten suponer que Borges murió hacia 1986 en la ciudad de Ginebra. Hay quien aventura que la fecha precisa fue el 14 de junio. La Redacción se limita a dar noticia de estas especulaciones, no se hace responsable de su veracidad, toda vez que cierto encabezado rezaba al día siguiente a ocho columnas: ‘Borges no ha muerto’.”

El Ficcionario, no obstante, y pese al tiempo y a sus yerros, es un buen libro para descubrir y empezar a conocer la vida y obra de Borges. En este sentido, quizá no falte el recién iniciado al que le suceda lo mismo (o algo parecido) a lo que Monegal narra en Los Magos cuando siendo un adolescente en la habitación de una de sus tías, en Montevideo, se tropezó con una página de El Hogar firmada por un tal Borges. Monegal dice, con la pátina y el aderezo del tiempo, que fue en 1936, a sus 15 años; pero quizá haya sido en 1937, por lo que afirma a continuación y porque el primer número donde colaboró Borges data del “16 de octubre de 1936”: 
(Vuelta, México, 1989)
        “Ese mismo año, sin embargo, estando en el cuarto de mi tía Nilza, me puse a hojear una revista femenina que ella solía comprar, El Hogar, y entre fotos de señoras de la mejor sociedad argentina que lucían sus pieles en Buenos Aires o se ventilaban en Mar del Plata, encontré una sección bibliográfica, sobriamente titulada ‘Libros y Autores Extranjeros’, y firmada por un tal Jorge Luis Borges. Una mera hojeada me reveló que aquello era lo que precisamente andaba buscando desde hacía algunos años: noticias críticas sobre literatura contemporánea. En el espacio de una página compacta, este tal Borges se las ingeniaba para resumir en treinta o cuarenta líneas la biografía de Virginia Woolf, además de dar un fragmento del Orlando en su propia versión. Reseñas de libros de mediana extensión marginaban estos textos, y hasta había lugar para unas cómicas apostillas sobre la vida literaria. Lo que primero me impactó fue la gracia del estilo, el uso impecable de la ironía y la capacidad de definir a un escritor en términos tan precisos que de desconocido se convertía en conocido. Nunca había oído hablar de Mrs. Woolf, pero a partir de esa biografía no sólo sabía qué había escrito sino cuál era la singularidad de su obra. Revolví entre los viejos números de la revista y encontré otras páginas, con reseñas sobre Wells (cuyas primeras novelas de ciencia y ficción ya había leído en portugués, en Río), sobre Oswald Spengler, otro desconocido, sobre William Bluter Yeats (ídem de ídem). Después de leer a Borges sabía perfectamente qué se proponía el filósofo alemán y cuáles eran los puntos más flacos de la brillante coraza del vate irlandés. Con avidez, empecé a coleccionar esas páginas, saqueando todas la revistas de casa y otras amigas.”

Ese mismo año, bajo tal deslumbramiento y devoción, al revolver los estantes de una antigua librería de viejo cercana a su casa familiar de Montevideo, La Bolsa de los Libros, encontró, dice, “un ejemplar aún virgen de la Historia universal de la infamia de Borges, publicado en 1935 y en edición popular por la Editorial Tor, casa que me era muy familiar por sus ediciones de los clásicos.” [...] “Decir que la lectura de la Historia universal me trastornó del todo, es decir poco. De golpe descubrí que se podía escribir en español con el ingenio, la velocidad, y la puntería de la mejor literatura francesa o inglesa. Descubrí que no estábamos condenados a la cacofonía, al pleonasmo, o a las migajas de la oratoria del siglo XIX.” 
Colección Megáfono número 3
Editorial Tor, Buenos Aires, 1935
  Resulta consecuente, entonces, que “en una librería más grande y moderna, El Palacio del Libro”, al descubrir accidentalmente “una colección completa de la revista Sur” (cuyo primer número data de enero de 1931) a Monegal le pareciera “sagrada porque tenía a Borges de colaborador. Fue una revelación. Como mis recursos eran limitados, decidí someterme a un riguroso racionamiento: cada mes, compraba el nuevo ejemplar de Sur, y uno de los atrasados. Así llegué a poseer la colección completa de la revista.” [...] “La mera existencia de Borges me probaba que había otros niveles de crítica.”

Revista Sur número 1
Buenos Aires, enero de 1931
        Vale añadir que tal deslumbramiento y fascinación evoca, y en algo o mucho coincide, con lo que Augusto Monterroso (1921-2003) bosqueja al inicio de su ensayo “Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges”, reunido en su libro Movimiento perpetuo (México Joaquín Mortiz, 1972), y que remite a una época en que en América Latina los dispersos y reducidos círculos intelectuales descubrían a Franz Kafka a través de La metamorfosis (Buenos Aires, Losada, 1938), libro de narraciones prologado por Borges (con varias traducciones suyas), y cuando aún no aparecía su libro El Aleph (Losada, Buenos Aires, 1949) y aún eran recientes sus libros de cuentos publicados en la capital argentina por la editorial de la influyente revista Sur, de la que era, desde el primer número de enero de 1931, un distinguido y notable colaborador: El jardín de senderos que se bifurcan (1941) y Ficciones (1944):

(Joaquín Mortiz, México, 1972)
     


        “Cuando descubrí a Borges, en 1945, no lo entendía y más bien me chocó. Buscando a Kafka, encontré su prólogo a La metamorfosis y por primera vez me enfrenté a su mundo de laberintos metafísicos, de infinitos, de eternidades, de trivialidades trágicas, de relaciones domésticas equiparables al mejor imaginado infierno. Un nuevo universo, deslumbrante y ferozmente atractivo. Pasar de aquel prólogo a todo lo que viniera de Borges ha constituido para mí (y para tantos otros) algo tan necesario como respirar, al mismo tiempo que tan peligroso como acercarse más de lo prudente a un abismo. Seguirlo fue descubrir y descender a nuevos círculos: Chesterton, Melville, Bloy, Swedenborg, Joyce, Faulkner, Woolf; reanudar viejas relaciones: Cervantes, Quevedo, Hernández; y finalmente volver a ese ilusorio Paraíso de lo cotidiano: el barrio, el cine, la novela policial.
Colección La Pajarita de Papel número 1
Editorial Losada, Buenos Aires, 1938

En Jorge Luis Borges. Bibliografía completa (FCE, 1997),
Nicolás Helft dice que 
“Borges figura como traductor del libro,
pero los textos de La metamorfosis, Un artista del hambre
 y Un artista del trapecio no fueron traducidos por él.
       “Por otra parte, el lenguaje. Hoy lo recibimos con cierta naturalidad, pero entonces aquel español tan ceñido, tan conciso, tan elocuente, me produjo la misma impresión que experimentaría el que, acostumbrado a pensar que alguien está muerto y enterrado, lo ve de pronto en la calle, más vivo que nunca. Por algún arte misterioso, este idioma nuestro, tan muerto y enterrado para mi generación, adquiría de súbito una fuerza y una capacidad para las cuales lo considerábamos ya del todo negado. Ahora resultaba que era otra vez capaz de expresar belleza; que alguien nuestro podía contar nuevamente e interesarnos nuevamente en una aporía de Zenón, y que también alguien nuestro podía elevar (no sé si también nuevamente) un relato policial a categoría artística. Súbditos de resignadas colonias, escépticos ante la utilidad de nuestra exprimida lengua, debemos a Borges el habernos devuelto, a través de sus viajes por el inglés y el alemán, la fe en las posibilidades del ineludible español.”



Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos. Edición, introducción, prólogos, notas, cronología y bibliografía de Emir Rodríguez Monegal. Colección Tierra Firme, FCE. 1ª edición. México, agosto 30 de 1985. 488 pp.


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Las aventuras de Pinocho




Entre rapazuelos te veas

Editado por Kalandraka Ediciones Andalucía (con sede en Sevilla, España), en 2005 se imprimió en China el libro Las aventuras de Pinocho, una versión más en español de la multitraducida novela infantil, originalmente escrita en italiano por Carlo Collodi, seudónimo del polígrafo florentino Carlo Lorenzini (1826-1890). Se trata de un volumen de buen tamaño (29.4 x 22.1 cm), de pastas duras y sobrecubierta con solapas, cuyas atractivas ilustraciones a color se deben al casi florentino Roberto Innocenti (1940), experimentado y reconocido ilustrador de libros para niños (algunos clásicos), cuyas laboriosas láminas recrean y reinventan detalles y escenas del relato, varias como si fueran simultáneos cuadros de costumbres y vistas aéreas, e incluso supuestas fotos del viejo y entrañable álbum familiar, como es el caso de la imagen donde se aprecia a la marioneta Pinocho junto al maestro y sus rapazuelos compañeros de escuela, y la imagen donde posan (para la cámara del tácito fotógrafo) el viejo Geppetto y el niño Pinocho (ya convertido en un escuincle de carne y hueso), con el homónimo títere de madera recargado y exangüe en una silla.
(Kalandraka, China, 2001)

Roberto Innocenti
       
Pinocho, el títere de madera, con el maestro y sus compañeros de escuela.
Ilustración: Roberto Innocenti
 
Geppetto y el niño Pinocho con el homónimo títere de madera
Ilustración: Roberto Innocenti
       Chema Heras, el traductor al español, no lo hizo de alguna edición en italiano (como hubiera sido lo más recomendable), sino del inglés, precisamente del libro publicado, en 2005, en Estados Unidos (en Mankato, Minnesota) por Creative Editions: The adventures of Pinocchio. Y quizá a ello se deban los cambios y omisiones; por ejemplo, los 36 capítulos no aparecen numerados con romanos (como lo hizo Collodi desde su inicial versión por entregas), sino con arábigos y precedidos, cada uno, de la palabra “Capítulo” (ausentes en la serie por entregas y en la edición príncipe del libro), y sus correspondientes encabezamientos fueron reducidos y modificados. Se omitieron los títulos de los libros que, en el capítulo XXVII, los rapazuelos le lanzan al títere Pinocho para golpearlo (una venganza o especie de bullyng por ser un alumno estudioso y bien portado). Y lo mismo sucedió con la paródica monserga que, en el capítulo XXXIII, vocifera el Director de la Compañía de payasos y saltimbanquis al presentar el estreno y la actuación de Pinocho transformado en un borrico (cosa que le ocurrió a él y a su amigo Mecha en el País de los Juguetes); es decir, la confusa, risible y torpe perota del Director fue vuelta del todo inteligible.


Pinocho y Mecha
Ilustración: Roberto Innocenti
        Tales son indicios del cometido de la presente traducción y edición. Es decir, se trata de brindarle al promedio del pequeño lector ibérico un libro de fácil lectura, es decir, digerible y más o menos expurgado de palabras “difíciles”, anacrónicas o poco usuales en el habla del español que actualmente se parla y parlotea en España, lo cual implica el empleo de modismos, vocablos, expresiones y oraciones ausentes o poco frecuentes en el habla que se urde y bulle en México y en otros países latinoamericanos. Pero no obstante tales divergencias, la esencia y el meollo del relato sí se preservan y transmiten. 


Carlo Collodi
(Florencia, noviembre 24 de 1826-octubre 26 de 1890)
        La presente edición de Las aventuras de Pinocho no incluye ningún prefacio ni un vocabulario al final (útiles herramientas para los muchachitos y muchachitas). Sólo en la segunda y en la tercera de forros, de manera anónima, se ofrecen un puñado de palabras y breves porras y algunos datos sobre la vida y obra de Carlo Collodi y sobre la vida y obra de Roberto Innocenti. Es así que se dice del legendario periodista, traductor y narrador Collodi: “Le Avventure di Pinocchio (Las Aventuras de Pinocho), su obra más conocida, se publicó en 1881, y hoy es considerada un clásico de la literatura infantil con innumerables versiones en todo el mundo, incluida la adaptación cinematográfica de animación realizada por Walt Disney en 1940.” 

Obviamente, en lo que se refiere al filme, no se yerra, pero sí en que lo respecta a la edición príncipe del libro. 

(Cátedra, Madrid, 2010)
        Vale recordar (Fernando Molina Castillo lo glosa muy bien en su erudita edición de Las aventuras de Pinocho editada en Madrid, en 2010, con el número 419 de la serie Letras Universales de Ediciones Cátedra) que Collodi, en el Giornale per i bambini (Periódico para los niños, con sede en Roma y dirigido por Ferdinando Martini), a modo de folletín, publicó por entregas numeradas con romanos, entre el “7 de julio de 1881” y el “27 de octubre de 1881”, la Storia di un burattino (Historia de un títere), que terminó en el capítulo XV con el ahorcamiento de la marioneta en la Encina Grande, no muy lejos de la casita blanca de la Niña de los Cabellos Azules, quien, muerta (o con el mágico cariz de una muerta) y hablándole sin mover los labios, se negó a darle refugio al títere que huía despavorido de los asesinos (los malandrines y estafadores de la Zorra y el Gato ocultos en unos costales de carbón). Pero como en el Giornale per i bambini llovieron cartas de los pequeños lectores inconformes con el término de la serie y con el triste destino de la marioneta y debido a los requerimientos y ofrecimientos de Guido Biagi, el editor responsable, Collodi, después de cuatro meses, con estiras y aflojas, retomó la historia donde la dejó. Es así que la reanudó el “16 de febrero de 1882” con el capítulo XVI y el título Le avventure di Pinocchio (Las aventuras de Pinocho); y la concluyó el “25 de enero de 1883” con el capítulo XXXVI, con el títere Pinocho transformado en niño. Y unos días después: a principios de febrero de 1883 aparecieron reunidas las XXXVI entregas (cada una con un sintético encabezamiento que no tenían y una serie de modificaciones) con el título Le avventure di Pinocchio. Storia di un burattino, libro impreso en Florencia por Felice Paggi Libraio-Editore, con ilustraciones de Enrico Mazzanti.


Pinocho ahorcado en la Encina Grande
Ilustración: Roberto Innocenti
         Inextricable a la serie de enseñanzas y moralejas que le recitan y le recetan al títere Pinocho a lo largo de sus venturas y desventuras (varias muy crueles y peliagudas) y a la índole maniquea, lacrimosa, sentimental y pedagógica de la fabulosa obra, cuyo mayor y transcendental ejemplo lo protagoniza la propia marioneta con sus autorrecriminaciones y con su postrera heroicidad, laboriosidad y buena conducta que inciden en su conversión en un niño de carne y hueso, descuella (con sus contradicciones, absurdos y aliento popular) su naturaleza fantástica, maravillosa y caricaturesca, desde que el rústico trozo de madera aún sin desbastar emite una meliflua vocecita de chiquillo (lo cual sorprende y asusta a maese Cereza, el carpintero), hasta el último episodio que inicia cuando en un sueño la marioneta Pinocho ve al Hada de los Cabellos Azules (su maternal espíritu tutelar que siempre lo protege y vela, aún sin que él lo sepa) y oye su premonitoria voz, quien así preludia el apoteósico, rutilante y feliz término del inmortal relato.

Maese Cereza oye la meliflua vocecita de un chiquillo
Ilustración: Roberto Innocenti



Carlo Collodi, Las aventuras de Pinocho. Traducción del inglés al español de Chema Heras. Ilustraciones a color de Roberto Innocenti. Kalandraka Ediciones Andalucía. China, abril de 2005. 192 pp.


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miércoles, 1 de julio de 2020

Conversación en La Catedral

Una pobre mierdecita entre los dos

I de VI
Conversación en La Catedral, la tercera novela del peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), Premio Nobel de Literatura 2010, “apareció a fines de noviembre de 1969” en dos libros editados en Barcelona por Seix Barral, con un tiraje de cinco mil ejemplares. Y “en noviembre de 2019”, Alfaguara, con una notoria estrategia de mercadotecnia, publicó en México la Edición Especial por su 50 Aniversario, en cuyo cintillo canturrea el autor a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y envirulada aldea global: “Si tuviera que salvar del fuego una sola de las novelas que he escrito, salvaría ésta.” 
     

         Palabras transcritas del fragmento con que el novelista concluye su “Prologo” firmado en “Londres, junio de 1998”, que a la letra dice: “Ninguna otra novela me ha dado tanto trabajo; por eso, si tuviera que salvar del fuego una sola de las novelas que he escrito, salvaría ésta.” Planteamiento que repite al final de la aún más breve: “Nota a esta edición”: “es la novela que más trabajo me costó escribir y con la que me quedaría si tuviera que elegir una sola entre las que he escrito.” No obstante, en “La novela del guardaespaldas”, la postrera sección complementaria con que se celebra y publicita el cincuentenario de Conversación en La Catedral, el profesor y bloguero Carlos Aguirre, ante la afirmación de que “ésta es la novela que más trabajo le dio”, pese a que parece coincidir con él al apuntar: “para mi gusto, la mejor de las que ha escrito”, replica que Mario Vargas Llosa “a veces ha dicho lo mismo de La guerra del fin del mundo”, su sexta novela, editada en Barcelona, por Seix Barral, en octubre de 1981. 

Editorial Seix Barral, Barcelona
Primera edición: octubre de 1981
     Entre lo que Carlos Aguirre apunta en su nota introductoria se lee que las primeras cuatro ediciones de Conversación en La Catedral “aparecieron en dos volúmenes con portadas ilustradas por el fotógrafo catalán César Malet”. (Las cuales se reproducen, en pequeñas estampas, en la página 746.) 

       

         Que “a partir de la quinta edición: se empezó a usar mayúscula para ‘La’ en el título (hasta la cuarta edición, el título aparecía como Conversación en la Catedral).” Y que “A partir de la sexta edición (agosto de 1972), se publicó en un solo volumen de 669 páginas, y fue ésta también la primera vez que se utilizó en la portada la icónica fotografía de los dos vasos de cerveza y los humeantes puchos de cigarrillos, del propio Malet.” (Portada que se observa en la página 747, cuya fotografía es la misma que ilustra la presente Edición Especial del cincuentenario de la obra.) 

Narrativa Hispánica, Alfaguara
Primera edición mexicana en este formato:
noviembre de 2019
        Pero para dar inicio a la parte medular de la antológica miscelánea que Carlos Aguirre tituló “La novela del guardaespaldas”, dice: “Lo que sigue es una colección de fragmentos de cartas y entrevistas, tanto del propio Vargas Llosa como de algunos personajes de su entorno, gracias a los cuales se puede reconstruir, a veces con bastante intimidad, el fatigoso proceso de redacción y la recepción inicial de una novela que está entre las más importantes del siglo XX en cualquier idioma.” Fragmento que tiene un par de asteriscos que remiten a una nota al pie en la que apunta: “La mayoría de cartas citadas se encuentran en diferentes secciones de la división de Libros Raros y Colecciones Especiales de la Universidad de Princeton. En algunos casos se han introducido ligeros cambios para uniformizar la redacción. Las cartas de Julio Cortázar han sido tomadas de los volúmenes 3 y 4 de Cartas editadas por Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga (Madrid, Alfaguara, 2012).” Vale decir, entonces, que, con algunas anotaciones del antólogo, se compilan cartas (o fragmentos de cartas) de Mario Vargas Llosa a Abelardo Oquendo, a Wolfgang Luchting, a José Donoso, y a Carmen Balcells; fragmentos de entrevistas donde habla Mario Vargas Llosa; la transcripción del “Informe de la oficina de censura sobre Conversación en La Catedral, 4 de diciembre de 1969”; una nota de Luis Harss transcrita de Los nuestros (Buenos Aires, Sudamericana, 1966); cartas (o fragmentos de cartas) que le dirigieron al peruano: Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Carlos Barral, Roberto Fernández Retamar, Emilio Adolfo Westphalen, Francisco Moncloa, Álvaro Mutis y Carlos Fuentes, quien el “24 de noviembre de 1970” le dice exultante y deificante: “De nuevo, Mario, mis felicitaciones y admiración por tu Conversación en La Catedral. Creo que no sólo es tu mejor libro, sino la única gran novela política que se ha escrito en castellano.” 

Carlos Fuentes con sus dos Premios Nobel


II de VI
En la dedicatoria de la cincuentenaria obra se lee: “A Luis Loayza, el borgiano de Petit Thouars, y a Abelardo Oquendo, el Delfín, con todo el cariño del sartrecillo valiente, su hermano de entonces y de todavía.” 


Luis Loayza y Abelardo Oquendo
En la repisa: Mario Vargas Llosa
Lima, 1956

       Pues bien, en sus memorias El pez en el agua (Barcelona, Seix Barral, 1993), Mario Vargas Llosa evoca anécdotas y episodios de su vínculo amistoso con Luis Loayza (1934-2018) y Abelardo Oquendo (1930-2018) y de las irónicas razones por las que a él fraternal y lúdicamente lo apodaron el sartrecillo valiente, con quienes soñaba “con sacar una revista literaria que fuera nuestra tribuna y el signo visible de nuestra amistad”. “Así nació Literatura, de la que apenas saldrían tres números”. Camaradería que germina y se asienta en el contexto de la dictadura del general Manuel Odría (1948-1956) —cuyo golpe de estado (dizque la Revolución Restauradora) el 27 de octubre de 1948 suscitó la caída del presidente democrático y constitucional José Luis Bustamante y Rivero, tío del escritor—.
     
José Luis Bustamante y Rivero, presidente del Perú,
entre el 28 de julio de 1945 y el 27 de octubre de 1948
          Pero al unísono esa amistad se ubica en el contexto de sus estudios en la Universidad de San Marcos (Literatura y Derecho) y de su militancia en Cahuide (nombre del proscrito, clandestino, ortodoxo y minúsculo Partido Comunista). En este sentido, en lo que concierne a tales estudios universitarios y a su subterránea instrucción y activismo político (durante un año) como militante de Cahuide, en El pez en el agua alude a las personas de la vida real (y las anécdotas) que le sirvieron de modelo para, en Conversación en La Catedral, acuñar a los personajes con los que el joven Santiago Zavala, aún menor de edad, coincide y convive durante su estancia en San Marcos y en Cahuide. 

Biblioteca Breve, Seix Barral
Segunda reimpresión en México: junio de 1993
      Pero también en El pez en el agua bosqueja vivencias y espacios físicos de su temprano y seminal paso en La Crónica: tres meses de 1952, cuando Mario Vargas Llosa aún no cumplía sus 16 años. 
 
Antiguo local de La Crónica
en la calle Pando, Lima
   De modo que en sus memorias se lee sobre su iniciación periodística y sobre arcaicos procedimientos periodísticos, sobre perfiles de periodistas, y anécdotas bohemias y prostibularias de los reporteros de la vida real que le sirvieron de modelo para crear varios personajes de Conversación en La Catedral, incluso homónimos: el periodista Carlitos Ney, poeta trunco y crónico borrachín, con quien en el Negro-Negro, decorado por portadas de The New Yorker,  Santiago Zavala se hace amiguete y compinche; Becerrita, beodo, corrupto y pendenciero jefe de la página policial de La Crónica; y Norwin, también de policiales, pero de Última Hora, vespertino de La Prensa. En este sentido, apunta Mario Vargas Llosa poco antes de concluir ese capítulo de sus memorias que se titula “Periodismo y bohema”: “La despedida fue también la celebración de mi cumpleaños, el 28 de marzo de 1952, tomando cerveza con Carlitos Ney, Milton von Hesse y Norwin Sánchez Geny, en una chifa de la calle Capón, el barrio chino de Lima. Fue una despedida lúgubre, porque eran amigos que llegué a apreciar y porque tal vez intuía que no volvería a compartir con ellos esas afiebradas experiencias con las que puse final a mi infancia. Así fue. Al año siguiente, al regresar a Lima [de Piura, y para ingresar a San Marcos], no volví a frecuentarlos ni a ellos ni esos ambientes, que mi memoria conservaría, sin embargo, con agridulce sabor, y que traté de recrear mucho después, con fantaseosos retoques, en Conversación en La Catedral.” 
   
Un joven y Mario Vargas Llosa de reportero en La Industria
Piura, 1952
         Vale observar, además, que a lo largo de
El pez en el agua se advierten minucias de la historia y geografía del Perú (y de Lima) y de la vida del autor (y de su ideario y postura y actividad política) transpuestos en el puzle de la caudalosa trama de Conversación en La Catedral, algunas nimias (y otras quizá desapercibidas para no pocos lectores). Por ejemplo, durante su segunda estancia en Piura (“entre abril y diciembre de 1952”), cuando vivió “en casa del tío Lucho y de la tía Olga” (los padres de su prima Patricia Llosa Urquidi), mientras estudiaba el quinto año de secundaria en el Colegio Nacional San Miguel y escribía artículos en La Industria, lo instalaron en el cuarto donde estaban “los libros del tío Lucho”, que, según dice, “estoy seguro de haber leído de principio a fin, ese año de voraces lecturas”. Pero para la presente nota lo singular es que reseña: “Entre los libros del tío Lucho encontré una autobiografía, publicada por la editorial Diana, de México, que me tuvo desvelado muchas noches y que me produjo un sacudón político: La noche quedó atrás, de Jan Valtin. Su autor había sido un comunista alemán, en tiempos del nazismo, y su autobiografía, llena de episodios de militancia clandestina, de sacrificadas peripecias revolucionarias y de atroces abusos, fue, para mí, un detonante, algo que me hizo pensar por primera vez, con cierto detenimiento, en la justicia, en la acción política, en la revolución. Aunque, al final del libro, Valtin criticaba mucho al partido comunista, que sacrificó a su mujer y actuó con él de manera cínica, recuerdo haber terminado la lectura sintiendo gran admiración por esos santos laicos que, a pesar del riesgo de ser torturados, decapitados o de pasarse la vida en las mazmorras nazis, dedicaban su vida a luchar por el socialismo.” Mítico e idealizado ideal con el que el adolescente Mario Vargas Llosa sueña y fermenta en Piura y con el que ingresa a San Marcos en 1953, donde coincide con Lea Barba y Félix Arias Schreiber, dos jóvenes idealistas que también soñaban con ser comunistas y revolucionarios, y por ende el trío se instruye y afilia con camaradas del clandestino, disperso y conspirativo Cahuide. Descuellan en los ritos de iniciación y elemental instrucción en los círculos de Cahuide: Washington Durán Abarca y Héctor Béjar, quien evoca ese período sanmarquino en un ensayo compilado por Albert Bensoussan en Mario Vargas Llosa. Vida que es palabra (México, Nueva Imagen, 2006). Vale decir, entonces, que Lea Barba y Félix Arias Schreiber, y lo que el futuro novelista vivió con ellos en las minúsculas células de Cahuide, en San Marcos y fuera de las aulas, son la simiente de lo que Santiago Zavala vive con sus amiguetes Aída y Jacobo (que luego se convierten en pareja), y que en el amistoso intercambio de libros Santiago le presta a Aída su leído ejemplar de La noche quedó atrás.
Con tal sobrecubierta, la primera edición de Diana, impresa en México, data
de diciembre de 1952. Y la cuarta de abril de 1960, con traducción de Juan
Rodríguez Chicano, pastas duras, 804 páginas y tres mil ejemplares.
      Pero si en El pez en el agua destaca lo que el novelista dice de Esparza Zañartu, quien en la vida real como “director de Gobierno” de la dictadura de Odría fue el brazo represor de éste, y que en Conversación en La Catedral es el modelo de la gris y obscena personalidad de Cayo Mierda y de sus fechorías (la maquiavélica y apestosa hez de la canalla) haciendo y deshaciendo más allá de la Ley de Seguridad Interior, descuella una anécdota donde figura el perrito Batuque y la tía Julia Urquidi Illanes (con quien el escritor se casó a mediados de 1955) y la simiente del astroso y pestilente baretucho (y bulín) donde a lo largo de Conversación en La Catedral dialogan, junto al Batuque (yo está aquí, echado a mis pies,/ mirándose mirarme mirado), Santiago Zavala y el zambo Ambrosio Pardo, mientras fuman y beben cerveza.
   
La tía Julia, Mario Vargas Llosa y el perrito Batuque
       “Un día, al mediodía, al regresar a la casa, encontré a Julia bañada en llanto. La perrera se había llevado al Batuque. Los del camión se lo habían arrancado poco menos de sus brazos. Salí volando a buscarlo, al galpón de la perrera, que estaba por el Puente del Ejército. Pude llegar a tiempo y rescatar al pobre Batuque, que, apenas lo sacaron de la jaula y lo cargué, me llenó de pis y caca y se quedó temblando en mis brazos. El espectáculo de la perrera me dejó tan espantado como a él: dos zambos, empleados del lugar, mataban a palazos, ahí mismo, a vista de los perros enjaulados, a los animales que no habían sido reclamados por sus dueños luego de unos días. Medio descompuesto con lo que había visto, fui con el Batuque a sentarme en el primer cafetucho que encontré. Se llamaba La Catedral. Y allí se me vino a la cabeza la idea de empezar con una escena así esa novela que escribiría algún día, inspirada en Esparza Zañartu y en esa dictadura de Odría, que, en 1956, daba las últimas boqueadas.”
   
Mario Vargas Llosa en la puerta del bar La Catedral
           Resulta consecuente, entonces, que en el primer capítulo de Conversación en La Catedral, Santiago Zavala —quien abandonó San Marcos tras una redada policial de apristas y comunistas, ya tiene 31 años y teclea editoriales en La Crónica (ubicada en la Avenida Tacna)—, al ir a rescatar al Batuque de la perrera, allá por Puente del Ejército, un zambo del par de zambos que estuvieron a punto de matar a palazos al perrito Batuque metido en un costal, resulta ser Ambrosio Pardo, otrora chofer de su padre ricachón (Bola de Oro) y antes de Cayo Mierda, quien luego de escudriñarlo lo reconoce como “el niño”; y como accede a charlar con él, el zambo le propone ir a un bar cercano: “La Catedral, uno de pobres, no sé si le gustará”, le dice.
Mario Vargas Llosa en el bar La Catedral
Foto: Félix Nakamura
    Previamente Ana, la esposa de Santiago Zavala, enfermera de 26 años y recién despedida de la Clínica Delgado, lo recibió alarmada en la casita de tejas rojas que comparten en “la quinta de los duendes” de la calle Porta: “Me lo arrancaron de las manos —solloza Ana—. Unos negros asquerosos, amor. Lo metieron al camión. Se lo robaron, se lo robaron.” Escena inspirada, obviamente, en lo que Mario vivió con la tía Julia, precisamente cuando convivían con el Batuque en “la quinta de los duendes”, de la que en El pez en el agua apunta: “Vivimos más de dos años allí y creo que, a pesar de mi agobiante ritmo, fue una temporada con muchas compensaciones, la mejor de las cuales resultó, sin la menor duda, la amistad de Luis Loayza y Abelardo Oquendo. Constituimos un triunvirato irrompible. Pasábamos juntos los fines de semana, en mi casa, o en casa de Abelardo y de Pupi, en la avenida Angamos, o salíamos a comer a una chifa, salidas a las que se unían, a veces, otros amigos, como Sebastián Salazar Bondy, José Miguel Oviedo —quien empezaba a hacer sus primeras armas de crítico literario—”, y era amigo de Mario desde la infancia en Lima, o sea: desde los tres años que estudió en el Colegio La Salle, y quien es, dice, “el primer crítico que escribió un libro sobre mí”: Mario Vargas Llosa: la invención de una realidad (Barcelona, Seix Barral, 1970). Es decir, “la quinta de los duendes” era “una quinta color ocre, de casitas tan pequeñas que parecían de juguete, al final de la calle Porta”; la cual, en la vida real, según cuenta en sus memorias, la localizó y consiguió su prima Nancy, cuando Julia aún estaba refugiada en Chile, en Antofagasta, dada las obtusas bravuconadas y amenazas asesinas del padre de Mario. —Episodio transpuesto en la trama de La tía Julia y el escribidor (Barcelona, Seix Barral, 1977), su quinta novela—. En Conversación, el jardinero de la Clínica Delgado le regaló el cachorrito a Ana poco antes de que un segundo infarto borrara del mapa a Fermín Zavala, el padre de Santiago: 
     “Había sido poco después de la adopción del Batuque, Zavalita. Una tarde, Ana volvió a la Clínica Delgado con una cajita de zapatos que se movía; la abrió y Santiago vio saltar una cosita blanca: el jardinero se lo había regalado con tanto cariño que no había podido decirle que no, amor. Al principio, fue un fastidio, motivo de discusiones. Se orinaba en la salita, en las camas, en el cuarto de baño, y cuando Ana, para enseñarle a hacer sus cosas fuera, le daba un manazo en el trasero y le hundía el hocico en el charco de caquita y pis, Santiago salía en su defensa y se peleaban, y cuando empezaba a mordisquear algún libro y Santiago le pegaba, Ana salía en su defensa y se peleaban. Al poco tiempo aprendió: rascaba la puerta de la calle cuando quería orinar y miraba el estante como si estuviera electrizado. Los primeros días durmió en la cocina, sobre un crudo, pero en las noches aullaba y venía a ulular ante la puerta del dormitorio, así que acabaron por instalarlo en un rincón, junto a los zapatos. Poco a poco fue conquistando el derecho de subir a la cama. Esa mañana se había metido al cajón de la ropa sucia y estaba tratando de salir, Zavalita, y tú lo estabas mirando. Se había encaramado, apoyado las patas en el borde, estaba descargando todo su peso hacia ese lado y el cajón comenzó a oscilar y por fin se volcó. Luego de unos segundos de inmovilidad, agitó la colita, avanzó hacia la libertad y en eso los golpes en la ventana y la cara de Popeye.” 
 

         Según cuenta en El pez en el agua, Mario, cuando era reportero de la “sección de locales” de La Crónica, lo enviaron a Trujillo a entrevistar al millonario ganador “de la ‘polla’ y el ‘pollón’”; por ende marchó en una camioneta del periódico, con un chofer y un fotógrafo. Pero “En el kilómetro 70 o 71 de la carretera, un camión que venía en dirección contraria obligó a nuestro chofer a salirse de la pista.” Y el fotógrafo y Mario fueron internados en “la Maison de Santé” con heridas leves. En Conversación en La Catedral, Arispe, el jefe de redacción, envía a Zavalita a Trujillo, con Periquito, el fotógrafo, y Darío, el chofer, para que, como reportero de locales, entreviste “al ganador del millón y medio de la Polla”. A la altura del kilómetro 83, un mastodóntico camión, que venía en sentido contrario, obliga a la camioneta de La Crónica a salirse de la carretera y por ello da unas volteretas en los arenales. El chofer y el fotógrafo salieron ilesos, pero Santiago fue internado en La Maison de Santé, donde conoce a Ana (“cinco años menor” que él): “La enfermera le trajo otro desayuno completo y se quedó en la habitación, observándolo mientras comía. Ahí estaba, Zavalita: tan morena [tan chola y huachafa para la racista y megalómana madre de Santiago], tan aseada y tan joven en su albo uniforme sin arrugas, con sus medias blancas, sus cortos cabellos de muchacho y toca almidonada, parada al pie de la cama con sus piernas esbeltas y su cuerpo filiforme de maniquí, sonriendo con sus dientecillos voraces.” La complicidad y simpatía que brota entre Santiago y Ana (ella lo provee de cigarros, pese a la prohibición) incide en la amistad y en el noviazgo que viven ya fuera de La Maison de Santé; el cual tiene un episodio dramático y crucial cuando Ana queda embarazada. Y ante el rechazo de Santiago optan por el aborto. (El sueldo de La Crónica sólo es útil para subsistir con el agua al cuello, además de que se hospeda en el estrecho cuartito de una pensión desde que abandonó su casa familiar tras haber sido rescatado de la Prefectura por su influyente padre, donde estuvo preso por la redada de apristas y comunistas ordenada por Cayo Mierda en el contexto del apoyo universitario a una huelga de tranviarios, de cuyo modelo, según dice el autor en El pez

    
Sin título (1978)
Óleo sobre tela de Botero
       “En Cahuide el único episodio que me dio la sensación de estar trabajando por la revolución fue la huelga de San Marcos en solidaridad con los tranviarios.”) Frente a esa prueba de desamor, Ana decide cortar el vínculo y se va a Ica, donde nació y residen sus padres. Santiago, atosigado por la culpa y el afecto, le pide un apresurado matrimonio y deciden casarse en Ica, ante la presencia de los padres de Ana, pero sin notificar ni invitar a la engreída y prejuiciosa familia burguesa de Santiago: Zoila y Fermín, sus progenitores; y el Chispas y la Teté, sus hermanos.
    En este sentido, se infiere que el perrito Batuque es el sustituto del hijo que Santiago y Ana pudieron tener; lo cual refleja la vida real, pues a Mario Vargas Llosa y a la tía Julia (trece años mayor que él) alguien les obsequió el perrito Batuque poco después de que ella perdiera un bebé tras su regreso de Chile, pues según evoca el novelista en El pez en el agua: “Creo que fue por ese tiempo que alguien nos regaló un perrito. Era chusco y simpatiquísimo, aunque algo neurótico, y le pusimos Batuque. Pequeño y movedizo, me recibía dando saltos y solía echarse en mis rodillas mientras yo leía. Pero lo sobrecogían rabias intempestivas y se lanzaba a veces contra una de nuestras vecinas de la calle Porta, la poetisa y escritora María Teresa Llona, que vivía sola, y cuyas pantorrillas, no sé por qué, atraían y enfurecían a Batuque. Ella lo tomaba con elegancia pero nosotros pasábamos muchas vergüenzas.”


La tía Julia y Mario Vargas Llosa



III de VI
En Conversación en Princeton con Rubén Gallo (México, Alfaguara, 2017), Mario Vargas Llosa dice sobre Conversación en Catedral: “Yo quería que la historia se fuera formando en la memoria del lector a medida que éste colocara cada figura en su lugar, como si se tratara de un gran rompecabezas.” Y unas páginas adelante añade: “Puede resultar confuso en una primera lectura, sin duda, pero la memoria del lector va reconstruyendo la cronología y la va integrando a la trama, quizá no siempre de una manera totalmente precisa, pero eso no afecta al sentido más amplio de la historia.”
Tiene razón el novelista: sólo al ir avanzando en la lectura del voluminoso libro el lector, despistado por la intrincada trama (plagada de huecos y lagunas intencionales, de saltos en el tiempo y en el espacio: adelante y hacia atrás), logra y puede ubicar (e inferir), en la memoria y en la novela, los distintos espacios y tiempos (incluido lo omitido, lo oculto, implícito, tácito o sólo sugerido), la sucesión de múltiples voces, escenas, monólogos interiores y diálogos aparentemente inconexos en no pocos casos, que se suceden de manera imprevista, intercalada y acumulativa a lo largo de las páginas. De tal modo que esto, a veces, se torna una prueba de resistencia, una kilométrica y fatigosa caminata y exploración de fondo por túneles y pasajes donde abunda la paja, la abulia y la somnolencia, y no sólo cuando en páginas y páginas se plantean y se suceden las maquinaciones y los soporíferos embrollos de quienes manipulan y urden el poder (o aspiran a él con un golpe de estado, traición o madruguete), o cuando las voces están ceñidas de atavismos, romos prejuicios y sonoridades pueblerinas, signadas por un aliento popular, melodramático y tremendista, como son los casos de ciertos parloteos del zambo Ambrosio Pardo y de Amalia, mujer de un mitómano de filiación aprista (torturado y asesinado por los esbirros de Cayo Mierda: Hipólito y Ludovico Pantoja) y luego mujer del zambo (con la que tuvo una hija y con la que vivió en Pucallpa y allí murió), quien fuera fámula en la burguesa casona de los Zavala en Miraflores y luego en la casa de San Miguel, la abastecida leonera de lujo que Cayo Mierda le montó, aparentemente a la Musa, pues no lo hizo por ella ni para ella, sino para sus tejemanejes de espionaje, intriga, complicidad, chantaje y coacción entre militares, políticos y empresarios de alto pedorraje que promueven y protegen sus intereses y los intereses y negocios norteamericanos (de los que Cayo saca taja contante y sonante), y al unísono para las borracheras y orgías lésbicas en las que él es un patético, nauseabundo, fantasioso y minúsculo voyeur. De ahí que no pocas veces el lector de marras evoque, boqueando, casi sin aliento y pidiendo esquina, ese consabido e indeleble precepto y apólogo de Borges que se lee en el prefacio a El jardín de senderos que se bifurcan, firmado por él en “Buenos Aires, 10 de noviembre de 1941”: 
   
Jorge Luis Borges, Mario Vargas Llosa y Alicia Jurado
        
“Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario. Así procedió Carlyle en
Sartor Resartus; así Butler en The Fair Haven; obras que tienen la imperfección de ser libros también, no menos tautológicos que los otros. Más razonable, más inepto, más haragán he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios.” Dificultad y fatigosa lectura que en Conversación en Princeton se refleja cuando Mario Vargas Llosa evoca: “La novela no tuvo éxito, sobre todo si se compara con otros libros míos, precisamente por la dificultad.” No obstante, observa: “Curiosamente ha ido ganando lectores con el tiempo, se ha ido reeditando y ahora está más viva que otros libros míos. Ha ido conquistando poco a poco a los lectores. Eso me alienta mucho. Si se hace una valoración de las cosas que yo he escrito, este libro debería figurara como uno de los principales.”

IV de VI
Un punto nodal del suspense y del enorme puzle narrativo que es Conversación en La Catedral (cuyo armatoste el lector se ve impelido a reconstruir en la memoria) gira en torno al asesinato de la Musa, quien fuera la mantenida y aparente querida de Cayo Mierda, cuando éste (diminuto, feo y enclenque) era el todopoderoso brazo represor de la dictadura del general Odría, quien en la polifónica obra es una ubicua y todopoderosa sombra tutelar, pero nunca habla con su voz de trueno ni se corporifica ni elimina en un tris con su fulgurante e incandescente mirada. 
       
Odría con miembros del clero y de las fuerzas armadas
       El crimen de la Musa ocurrió en 1958, cuando el presidente del Perú era Manuel Prado y Cayo Mierda, ya sin poder, está en el exilio. Santiago Zavala, quien trabaja en la sección de locales de La Crónica, dada la ausencia de Becerrita y de los dateros de la página policial, es enviado por Arispe, el jefe de redacción, al lugar del asesinato. Zavalita va con Darío, el chofer, y con Periquito, el fotógrafo.

       
La orquesta
Óleo sobre tela de Botero
         A la Musa, ex Reina de la Farándula, que fue hermosa (lesbiana, alcohólica y drogadicta) y tuvo celebridad como cantante no sólo en el Embassy y en Radio El Sol, le dieron “Ocho chavetazos” (o sea: fue un asesinato con saña) y sobrevivía en la pobreza en Jesús María (“General Garzón 311”), asistida por Amalia, su perruna y fiel criada que la sigue desde la casa de San Miguel. Y Santiago Zavala, mientras bebe, fuma, charla y rememora con el zambo Ambrosio en La Catedral, lleva ya “Diez años soñándote con ella, Zavalita, si Anita supiera creería que te enamoraste de la Musa y tendría celos.” Es decir, el efímero diálogo en La Catedral, y por ende el moroso presente de la novela (“El crítico hispano-dominicano Carlos Esteban Deive” contó “setenta personajes”), donde también se halla el inolvidable perruchito Batuque, ocurre durante unas cuatro horas de un día de 1968. Y Ambrosio, luego de charlar con él durante esas horas, quizá siga, con el zambo Pancras, matando perros a palos en la perrera municipal. 
O quizá no, pues casi al inicio del libro (en algún momento de la prolongada charla) Santiago le dijo: “En La Crónica necesitan un portero”. (Buscando que el zambo, ya ebrio, suelte la sopa y toda la recontrasopa en torno al asesinato de la Musa.) “Es un trabajo menos fregado que la perrera. Yo haré que te tomen sin papeles. Estarías mucho mejor. Pero, por favor, deja un ratito de hacerte el cojudo.” 
Dibujo de Miguel Covarrubias
          Pero el caso es que para supuestamente indagar las causas y el trasfondo del crimen de la Musa y ventilarlo y explotarlo hasta la náusea en la populachera y amarillista página policial de La Crónica, Becerrita se pone a la cabeza y escoge de supuesto reportero a Santiago (que se siente elegido por los hediondos demonios del Infierno). Y en el interrogatorio que Becerrita le hace a Queta (en el Montmartre, el burdel de la vieja Ivonne), ella, que fue cercana a la Musa y participante en los prostibularios guateques que Cayo Mierda orquestaba en la casa de San Miguel, declara algo que nunca sale a la luz pública (y que es parte de la impunidad del crimen), pero que descoloca a Zavalita e intriga al lector y a Santiago por el resto de sus días terrenales: “Bola de Oro lo mandó matar”, “El matón es su cachero. Se llama Ambrosio.” “Hortensia [o sea: la Musa, la ex querida de Cayo Mierda] le sacaba plata, lo amenazaba con su mujer, con contar por calles y plazas la historia de su chofer.” Y en la ríspida discusión con Becerrita, Queta y la madama Ivonne —quien se opone a que su protegida suelte la viperina y venenosa lengua bífida—, para que el ingenuo Zavalita (hijo de Bola de Oro) no oiga esos bochornosos intríngulis cuyo meollo asesino desconoce e ignora (incluso, pese a su inocua y larga charla con Ambrosio en La Catedral), Becerrita lo saca de allí: “¿Usted tenía algo que hacer, no? —gruñó Becerrita, mirando su reloj, la voz angustiosamente natural—. Váyase nomás, Zavalita.” 

Primera edición en México: octubre de 2017
          Curiosamente, casi al inicio de la sesión donde en Conversación en Princeton abordan los meandros de Conversación en La Catedral, Mario Vargas Llosa, al hablar de la estructura de su reputada obra, revela uno de los secretos mejor guardados, candentes y postergados de su cincuentenario libro, que desde luego gira en torno al asesinato de la Musa y al secreto que Ambrosio no le revela al “niño” Santiago Zavala. A estas alturas del medio siglo de su novela esto quizá no tenga la menor importancia, más aún, o sobre todo, porque numerosos thrillers y novelas policiacas comienzan la intriga y el suspense con la descripción de la espeluznante escena de un crimen, como es el caso de su novela ¿Quién mató a Palomino Molero? (México, Seix Barral, 1986). En este sentido, el catedrático y cicerone novelista les dice a sus atentos feligreses (corro del seminario “Literatura y política en la obra de Mario Vargas Llosa”), que pueden visualizarse con las orejas bien erectas, las cejas alzadas y los ojos como platos: 

   
Dibujo de Covarrubias
        
“Ésa es la estructura de Conversación en La Catedral: una conversación entre Zavalita y Ambrosio, el guardaespaldas que fue chofer y amante de su padre. Esa conversación ocurre después de que Zavalita va a rescatar a su perro a la perrera municipal y se encuentra con Ambrosio, que ha caído al fondo más bajo de la ruina y trabaja matando perros. Los dos se van a tomar una cerveza a ese barcito cerca de la perrera que se llama La Catedral. Ése es el eje de la historia: una conversación que aparece y luego desaparece durante largos intervalos pero que siempre vuelve a reaparecer. Esa columna vertebral va llamando otras historias que se desplazan en el espacio, en el tiempo, y de un personaje a otro. Un personaje que surge en la conversación entre Zavalita y Ambrosio puede llamar a otro personaje y evocar una historia que los dos vivieron en el pasado, para luego regresar a la historia central, llamar a otro personaje, y así sucesivamente.
   “La conversación central entre Zavalita y Ambrosio es como una especie de tronco del que van surgiendo muchas ramas, y esas distintas ramas al final van dibujando ese árbol que es la totalidad de la historia. No me importó que eso pudiera crear confusión en el lector. Al contrario, yo pensé que esa confusión era necesaria para que la historia fuera creíble. Si la historia hubiera sido clara desde el principio, no sería aceptada por el lector. Había demasiada truculencia, demasiados excesos en todo lo que ocurrió y era mejor que esa historia fuera llegando de una manera nublada para que el propio lector, impulsado por la curiosidad y por el deseo de saber, fuera contribuyendo de una manera creativa a establecer la trama.”

V de VI
Entresacando fragmentos del voluminoso puzle de Conversación en La Catedral (dividido en cuatro partes con sus correspondientes capítulos), se puede ver que el zambo Ambrosio Pardo, pese a que es un redomado tontorrón con tres dedos de frente, sobre el leitmotiv o trasfondo del asesinato de la Musa sólo le dijo a Santiago Zavala lo que el “niño” puede oír de él: que Ambrosio la mató motu propio, sin consultar a Bola de Oro, su querido, venerado, respetado e idolatrado patrón, dizque para defenderlo y liberarlo para siempre de la desalmada, insaciable y voraz extorsión de la Musa (en la última etapa de su vida le exigía cien mil soles), pues en la página 61, cuando el lector aún ignora de qué chinitas se habla, se lee:
        “—¿Lo hiciste por mí? —dijo don Fermín—. ¿Por mí, negro? Pobre infeliz, pobre loco.” Lo cual se corresponde con dos parlamentos donde le habla don Fermín al zambo, quien está en mutis (quizá llorando), y por ello no se hace presente ni le contesta, los cuales se leen en la página 215. En el primero se lee: “—Ya sé por qué lo hiciste, infeliz —dijo don Fermín—. No porque me sacaba plata, no porque me chantajeaba.” Y en el segundo, cuatro fragmentos abajo, añade: “—Sino por el anónimo que me mandó contándome lo de tu mujer —dijo don Fermín—. No por vengarme a mí. Por vengarte tú, infeliz.” O sea: para que Amalia, mujer de Ambrosio (a quien él considera su única mujer, incluso durante el tiempo que era la mujer del psicótico, torturado y asesinado aprista), nunca supiera que él tenía relaciones homosexuales con don Fermín, en cuya mansión en Miraflores fue sirvienta (donde Ambrosio la desvirgó en su cuarto, reducto individual por su servicio de chofer, a donde Amalia solía ir a escondidas hasta que el zambo se lo prohibió y truncó el supuesto noviazgo) y luego obrera en el laboratorio de su patrón, el Bola de Oro, al que la Musa chantajeaba, extorsionaba y amenazaba con hacer circular una carta donde exponía esos vínculos lascivos y vergonzosos: “Van a recibir la misma carta tus parientes, tus amigos, tus hijos. La misma que tu mujer. Tus empleados.” 
      El caso es que muchas hojas después, hasta en la página 621, por el asesinato que cometió y la mujer que irremediablemente tiene (con una bebé recién parida), don Fermín lo indemniza o compensa y le ordena que se vaya de Lima y deje de lloriquear: “—Veinte mil soles —había dicho don Fermín—. Sí, tuyos, para ti. Te ayudarán a empezar de nuevo, a desaparecer, pobre infeliz. Nada de llantos, Ambrosio. Anda vete. Que Dios te bendiga, Ambrosio.” 
   
Dibujo de Covarrubias
        Y para librarse del poli que supuestamente investiga el asesinato de la Musa, o sea, del oficial de tercera Ludovico Pantoja, de la División de Homicidios, quien más o menos es su compinche desde los tiempos represivos de Cayo Mierda, Ambrosio lo soborna con veinte mil soles, la mitad de los cuales, le dice (mintiéndole), se los otorga don Fermín Zavala, según se lee en la página 575: 
“—Él te regala diez mil, y yo diez mil, de mis ahorros —dijo Ambrosio—. Sí, está bien, me iré de Lima y nunca más te daré cara, Ludovico. Está bien, me llevo a Amalia también. No volveremos a pisar esta ciudad, hermano, de acuerdo.” Y como botón de supuesta buenaventura y buena voluntad, Ludovico Pantoja —matón infiltrado y sobreviviente de la Revolución de Arequipa que suscitó la caída de Cayo Mierda y la constitución de un “gabinete militar” que no duró mucho— le recomienda que se vaya con su mujer a Pucallpa, porque allí Hilario Morales, su tío, lo empleará de chofer en Trasportes Morales, su empresa. Y el crédulo zambo va hacia ya con su bebé recién nacida (Amalia Hortensia) y con su mujer Amalia, quien además de ignorar que el asesino es Ambrosio, cree que la busca y persigue la policía (creencia que el zambo alimenta) para confinarla en la cárcel por el asesinato de la Musa, su patrona, pese a que cuando ocurrió el crimen ella estaba de parto en el hospital, totalmente solitaria, y luego recuperándose allí durante varios días.
    En Pucallpa las expectativas no salen bien. El caricaturesco, sucio y zaparrastroso Hilario Morales resulta ser un malandrín de baja estofa, polígamo y ladrón, quien, con el cariado colmillo muy retorcido, cala la estúpida sesera del zambo Ambrosio, de tal modo que prácticamente de un manazo le arrebata quince mil soles para supuestamente invertirlos en la escuálida e improductiva funeraria Ataúdes Limbo y como chofer lo hace ir y venir (a imagen y semejanza de un condenado Sísifo o burro de noria) de Pucallpa a Tingo María en una lastimosa y destartalada carcocha de risible y sonoro nombre: “El Rayo de la Montaña”. En Pucallpa, Ambrosio deja abandonada a su pequeña hija con la vecina que enseñó a sembrar a Amalia, luego de que ésta muriera tras el parto de un bebé que murió al nacer o nació muerto. No obstante, y pese a que Ambrosio está en harapos y en la miseria, tendría que pagarle al hospital dos mil soles que no tiene. Y tras sus patéticas y humillantes peticiones a Hilario Morales para que lo auxilie, decide robarle “El Rayo de la Montaña”; carcocha que vende en Tingo Maria por “Cuatrocientos soles”, “Lo justo para llegar a Lima, niño.”  
      
Dibujo de Covarrubias
   Oriundo de la ranchería de Grocio Prado (la aldea donde el joven Mario se casó con la tía Julia), en cuya zona se hizo chofer, e hijo de la negra Tomasa, Ambrosio Pardo es un “zambo grande”, “musculoso” y tontorrón a más no poder; es decir, posee una corpulencia, una estatura y una fortaleza semejante a la del negro Trifulcio, su padre, quien en calidad de ex presidiario y matón a sueldo murió en la susodicha Revolución de Arequipa. Pero inextricable a ese impresionante tamaño y musculatura de jugador de basquetbol de la NBA, sus atavismos y su cerebro del tamaño de un minúsculo cacahuate, repleto de taras y complejos, lo hacen comportarse y pensar a imagen y semejanza de un torpe niñote del octavo día. Esto, obviamente, lo sabía Cayo Mierda, puesto que lo conoce desde que en Chincha, junto con el Serrano —el futuro coronel Espina y ministro de Gobierno que empleó a Cayo como “director de Gobierno” de la dictadura de Odría—, cuando los tres eran unos mozalbetes de rancho, lo ayudó a robarse a la hija de la lechera, horrenda mujer sin hijos, con la que Cayo Mierda está casado hasta la yunta. Y con sus correspondientes variantes lo deduce Queta la primera vez que lo ve con suspicacia en el Montmartre; y también don Fermín, su patrón y amante, quien lo observa en una borrachera en la casa de San Miguel, cuando el zambo es el chofer de Cayo Mierda. 

   
Homenaje a Bonnard (1972)
Óleo sobre lienzo de Botero
        Ambrosio suspira y babea por la escultural Queta y cabizbajo le habla de “usted”. Y ella, que lo ve servil, agachón y más bruto que un cabestro, lo menosprecia y le pone las cosas difíciles, lo tutea y le sube la tarifa. Y varias veces le da unos revolcones verbales que lo radiografían por dentro y por fuera. Más aún porque el zambo, cuando ya logró los pagados y eventuales favores sexuales de Queta, le confiesa sus secretos. Hablan, desde luego, de su vínculo homosexual con don Fermín; de su relación con Amalia, que durante años hizo lo posible por ocultársela a don Cayo, a la Musa, a don Fermín Zavala, pero no a su amiguete Ludovico Pantoja, quien le prestaba su cuarto para los acostones con Amalia en sus días libres y de fin de semana. “Qué malos ratos habrás pasado, Ambrosio, cómo me habrás odiado —dijo don Fermín—. Teniendo que disimular así lo de tu mujer, tantos años. ¿Cuántos Ambrosio?” “¿Creías que iba a resentirme contigo, pobre infeliz? —dijo don Fermín—. No, Ambrosio. Saca a tu mujer de esa casa [la de la Musa], ten tus hijos. Puedes trabajar aquí [de chofer en la residencia de Miraflores] todo el tiempo que quieras. Y olvídate de Ancón y de todo eso, Ambrosio.”
     En este sentido, Queta le machaca: “Se dio cuenta que te morías de miedo”, “Que no harías nada, que contigo podía hacer lo que quería.” “Tenías miedo porque eres servil”, “Porque él es blanco y tú no, porque él es rico y tú no. Porque estás acostumbrado a que hagan contigo lo que quieran.” Y despotrica con asco (antes o después): “Jugando contigo como el gato con el ratón.” “A ti te gusta eso, ya me he dado cuenta. Ser el ratón. Que te pisen, que te traten mal. Si yo no te hubiera tratado mal no te pasarías la vida juntando plata para subir aquí a contarme tus penas. ¿Tus penas? Las primeras veces creía que sí, ahora ya no. A ti todo lo que te pasa te gusta.” “Te ha vuelto a ti también”, “No es porque te paga bien ni por miedo. Te gusta estar con él.” “¿Y cuando se baja los pantalones y te dice cumple tus obligaciones?”, “¿Te gusta también?”
   
Foto: Robert Mapplethorpe
         Queta, ojo clínico y avizor, no se equivoca. La primera vez que don Fermín ve al zambo de cerca en la casa San Miguel no le quita los resbalosos ojos de encima, y Cayo, astuto y maquiavélico zorro, dispone que su chofer, el grandulón y servil Ambrosio, lo lleve a su casa. Y ya en el auto, el patrón Bola de Oro le agarra el miembro y le ordena que así maneje y así lo lleve sin chistar ni rebuznar, no a su respetable y honorable residencia familiar en Miraflores, sino a su solitaria casa de descanso en Ancón, que se convierte en el nidito de sus lúbricos encuentros y desahogos sexuales con el zambo. Se transluce en ello un lujurioso vínculo de dominio y sometimiento, con cierto matiz y entretelones sadomasoquistas. “Haciéndome sentir una basura, haciéndome sentir no sé qué”, gime y se queja con Queta “golpeando la cama con fuerza”, cuando va con ella para humillarse y rogarle que persuada a la Musa de no extorsionar más a su querido y respetable patrón: “A la única persona que se ha portado bien, al único que la ayudó sin tener por qué.” Y sobre todo, pese a que no lo enfatiza, para que no haga circular la amenazante y reveladora carta de cuyos pormenores podría enterarse Amalia (su mujer de los días de asueto, embarazada de él sin que a él le importe un comino el embarazo y con la que nunca ha conformado un hogar ni enfrentado al opresivo mundo), pues esa revelación, pública y multitudinaria, al unísono reventaría la cloaca y desquebrajaría para siempre su privilegiado y oculto vínculo homosexual con ese “verdadero señor”, de apariencia regia y “Presidencial” para él, que además le brinda un buen estatus social: “Me gusta ser su chofer”, “Tengo mi cuarto, gano más que antes, y todos me tratan con consideración.”
 
Estudio de un modelo masculino (1972)
Pastel sobre papel de Botero
        El caso es que para ponerlo calenturiento y gozar al máximo y sacarle todo el manjar blanco al garañón, don Fermín, el patrón, le mete “yobimbina” al enorme zambo y él también se la mete, no faltaba más, pese a cierta teatralización de culpabilidad y remordimiento del supuestamente atormentado Bola de Oro, que también le lloriquea de rodillas: “déjame ser una puta, Ambrosio”, “Que te toque, que te lo bese”. 
Melancolía (1989)
Óleo sobre tela de Botero
        Mítico y legendario afrodisíaco que también usaron Santiago Zavala y su futuro cuñado el pecoso y pelirrojo Popeye Arévalo (hijo de un connotado y ricachón senador odriísta), cuando ambos, ingenuos mocosos, quisieron poner calenturienta a “la chola” cuando en la mansión de Miraflores estaban ausentes los papás de Zavalita, es decir, a la criada Amalia, y darse un festín sexual con ella. Ese impúber episodio (que le costó la chamba a Amalia) se colige inspirado en lo que también evoca el novelista en El pez en el agua en torno a la “yobimbina”, precisamente en la época en que era adolescente y cadete del Colegio Militar Leoncio Prado:

       
Mario Vargas Llosa entre los cadetes
del Colegio Militar Leoncio Prado
           “A mis amigos del barrio, en Miraflores, los veía a veces, los días de salida, e iba con ellos a alguna fiesta de los sábados, o de los domingos, a la matinée y alguna vez al fútbol. Pero el colegio militar me fue apartando insensiblemente de ellos, hasta convertir la entrañable fraternidad de antes en una relación esporádica y distante. Sin suda por mi culpa: me parecían demasiado niños, con sus ritos dominicales —matinée, Cream Rica, pista de patinaje, parque Salazar— y sus castos enamoramientos, ahora que yo estaba en un colegio de hombres que hacían barbaridades y ahora que iba al jirón Huatica [la zona de tolerancia]. Buen número de los amigos del barrio seguían siendo vírgenes y esperaban desvirgarse con las sirvientas de sus casas. Recuerdo una conversación, uno de esos sábados o domingos por la tarde, en la esquina de Colón y Juan Fanning, en la que, en rueda de barrio, uno de ellos nos contó cómo se había ‘tirado a la chola’, luego de darle, con mañas, a tomar ‘yobimbina’ (unos polvitos que, decían, volvían locas a las mujeres, de los que hablábamos sin cesar como de algo mágico, y que, por lo demás, yo nunca vi). Y recuerdo otra tarde en que unos primos me relataron la maquiavélica estrategia que tenían urdida para ‘emboscarse’ a una sirvienta, un día que sus padres estaban ausentes. Y recuerdo mi malestar profundo en ambas ocasiones y siempre que mis amigos, de Miraflores o del colegio, se jactaban de tirarse a las cholas de sus casas.” 

VI de VI
Cuando en 1958 ocurrió el crimen de la Musa, Santiago Zavala ya sabía que su padre era marica. (“¿Echándose vaselina, piensa, jadeando y babeando como una parturienta debajo de él?”) Esto queda claro en la borrachera y diálogo que Zavalita tiene con Carlitos Ney en el sombrío Negro-Negro, luego de que Becerrita lo expulsara del Montmartre para que no siguiera oyendo las barbaridades que vociferaba Queta sobre el zambo y Bola de Oro, supuesto autor intelectual del asesinato de la Musa. De ahí que Santiago, inextricable a su aversión a la hipocresía e impostura del buen burgués (cuyos abominables y repelentes arquetipos son para él don Fermín y Zoila, sus progenitores), rechaza como herencia paterna la casa de Ancón, que también rechaza su madre viuda (al parecer leyó la carta de la Musa donde la puso al tanto de las relaciones homosexuales de su marido y el zambo chofer), y que no quiera recibir absolutamente nada de las acciones y negocios legados por don Fermín (ni un quinto), pese que a siga viviendo muy apretado en la casita de los duendes con el perrito Batuque y Ana, quien se enoja y desaprueba el rechazo de esa casa en Ancón, y a que su mediocre salario en La Crónica a penas le alcanza para sobrevivir haciendo agua, y a que su trabajo como editorialista de La Crónica le resulte deleznable, no menos excrementicio que Lima y el Perú.
   
La casa de Mariduque (1970)
Óleo sobre lienzo de Botero
        Tal derrotismo y visión pesimista de su persona, de sus padres, de su empleo, de sus colegas, de la política y de su entorno limeño se advierte desde el inicio de la novela y perdura hasta el punto final, luego de unas cuatro horas o más de conversación en La Catedral, (sin que el zambo le haya revelado al “niño” la catadura homosexual de su padre y sus amoríos con él). Por ejemplo, al acercarse al Depósito Municipal de Perros para rescatar al perruchito Batuque, ve “Un gran canchón rodeado de un muro ruin de adobes color caca —el color de Lima, piensa, el color del Perú—, flanqueado por chozas que, a lo lejos, se van mezclando y espesando hasta convertirse en un laberinto de esteras, cañas, tejas, calaminas.” Y sobre su chamba como editorialista de temas locales (no de política, porque la política no le interesa para nada), se dice a sí mismo, ahora que ya no hace reporterismo nocturno: “Vengo temprano, me dan mi tema, me tapo la nariz y en dos o tres horas, listo, jalo la cadena y ya está.”

   
Página 6 del ejemplar mecanografiado más antiguo que se
conserva de Conversación en La Catedral
Archivo Princeton University Libraries
        Pestilencia y hedor social e individual que también percibe en él, en el envejecido y astroso zambo y en los comensales de La Catedral: “El Batuque ladra una vez, ladra cien veces. Un remolino interior, una efervescencia en el corazón del corazón, una sensación de tiempo suspendido y tufo. ¿Hablan? La radiola deja de tronar, truena de nuevo. El corpulento río de olores parece fragmentarse en ramales de tabaco, cerveza, piel humana y restos de comida que circulan tibiamente por el aire macizo de La Catedral, y de pronto son absorbidos por una invencible pestilencia superior: ni tú ni yo teníamos razón papá, es el olor de la derrota papá”. 
Página 5 del ejemplar mecanografiado más antiguo que se
conserva de Conversación en La Catedral
Archivo Princeton University Libraries
       De ahí que en esa conversación en La Catedral, Santiago le diga a Ambrosio: “en este país el que no se jode, jode a los demás”. Y que sea Carlitos Ney, ebrio, el que le ponga sello indeleble e irrebatible catalogación de “cacógrafos” a su subterráneo y pálido oficio de supuestos periodistas librepensadores en un periodicucho amarillista que es propiedad de los intereses, políticos y mercantiles, de la familia de Manuel Prado, cuyo gobierno se volvió se volvió “una mafia terrible”. En este sentido, el crónico e incurable “cacógrafo” y borrachín Carlitos Ney encarna y refleja el futuro de Santiago Zavala como periodista hundido hasta las cejas en ese fecal marasmo: “entré a La Crónica y ahí mismo descubrí la tumba de la poesía, Zavalita”. “Entras y no sales, son arenas movedizas”. “Te vas hundiendo, te vas hundiendo. Lo odias pero no puedes librarte. Lo odias y, de repente, estás dispuesto a cualquier cosa por conseguir una primicia. A pasarte las noches en vela, a meterte en sitios increíbles. Es un vicio, Zavalita.” “Nosotros los cacógrafos”, “Todos reventaremos echando espuma, como Becerrita. A tu salud, Zavalita.” 

En El pez en el agua, Mario Vargas Llosa habla de la camaradería, del influjo y del magisterio que Carlitos Ney, lector aventajado y voraz, ejerció sobre él. De ahí que diga: 
Reportaje de Mario Vargas Llosa en La Crónica
Lima, marzo 27 de 1952
         “Hablar de libros, de autores, de poesía, con Carlitos Ney en los cuchitriles inmundos del centro de Lima, o en los bulliciosos y promiscuos burdeles, era exaltante. Porque Carlos era sensible e inteligente y le tenía un amor desmesurado a la literatura, la que, por cierto, debía representar para él algo más profundo y central que ese periodismo al que consagraría toda su vida. Siempre creí que, en algún momento, Carlitos Ney publicaría un libro de poemas que revelaría al mundo ese talento enorme que parecía ocultar y del que, en lo más avanzado de la noche, cuando el alcohol y el desvelo habían evaporado en él toda timidez y sentido autocrítico, nos dejaba entrever unas briznas. Que no lo haya hecho, y su vida haya transcurrido, más bien, sospecho, entre las frustrantes oficinas de redacción de los periódicos limeños y las ‘noches de inquieta bohemia’, no es algo que me sorprenda, ahora. Pues la verdad es que, como a Carlitos Ney, he visto a otros amigos de juventud, que parecían llamados a ser los príncipes de nuestra república de las letras, irse inhibiendo y marchitando, por esa falta de convicción, ese pesimismo prematuro y esencial que es la enfermedad por excelencia, en el Perú, de los mejores, una curiosa manera, se diría, que tienen los que más valen de defenderse de la mediocridad, las imposturas y las frustraciones que ofrece la vida intelectual y artística en un medio tan pobre.”

       

        Casi resulta tautológico decir que, a sus 31 años, Santiago Zavala es un mediocre. “Ni proletario ni burgués. Sólo una pobre mierdecita entre los dos”, lo cata y diagnostica Carlitos Ney. Y que tal vez esa mediocridad sea el signo definitorio del resto de sus días. Pues pese a que casi al inicio de la novela a Norwin, en el Bar Zela, le resume su rutina y supuestas aspiraciones: “Leo, duermo siestas”, “Quizá me matricule otra vez en Derecho”, lo más probable es que nunca lo haga, pese a sus numerosas menciones de hacerlo y no hacerlo, puesto que detesta el Derecho y la abogacía. Y porque al ingresar a
La Crónica por recomendación de su tío Clodomiro, el solterón y mediocre hermano de don Fermín, Vallejo, el director (cuyo apellido sin duda es un homenaje que Mario Vargas Llosa le hizo a César Vallejo, pues lo empezó a leer en la época en que era reportero de La Crónica, “seguramente por consejo de Carlos Ney”), como si viera su futuro en una nítida e inequívoca bola de cristal, le dice sobre tales aspiraciones de trabajar de periodista y “seguir asistiendo a las clases de Derecho”: “Desde que estoy aquí no he visto a muchos periodistas que sigan estudiando”. “Tengo que advertirle algo, por si no lo sabe. El periodismo es la profesión peor pagada. La que da más amarguras, también.” (En México, Manuel Buendía, un celebérrimo periodista, y maestro de periodistas, asesinado el 30 de mayo de 1984, solía decirle a sus alumnos: “el periodismo es la profesión del hombre que se quedó sin profesión”.)
El sastrecillo valiente
Ilustración: Dugina y Dugin
       Pese a que el “flaco”, o sea: Zavalita, era el intelectual de la familia y por ello el Chispas y la Teté irónica o afectuosamente lo llaman “supersabio” a lo largo del libro, carece de aspiraciones intelectuales y creativas, y se distingue por su afición al derrotismo, a los cafetines, a los bares, a los antros, al tabaco, al trago y al jalón de pichicata. Nada parecido al ambicioso y soñador Mario Vargas Llosa en su época de estudiante en San Marcos y militante de Cahuide; pues el novelista, según cuenta en El pez, mientras era el sartrecillo valiente y vivía en la casita de los duendes de la calle Porta, con el Batuque y la tía Julia, llegó a tener siete trabajos (
ídem al cabalístico siete de un golpe del sastrecillo de los hermanos Grimm), (en el Congreso, como asistente del senador Raúl Porras Barrenechea, cobró seis meses sin trabajar, dice, “Ese medio año fue mi primera y última experiencia de funcionario público”), nunca perdió la fe en llegar a ser escritor (“aunque me muriera de hambre”) y se propuso terminar “las dos facultades que seguía” (Literatura y Derecho), hacer a toda velocidad la tesis sobre Rubén Darío, ganarse una beca para doctorarse en la Complutense de Madrid (“nadie nacía novelista, uno se hacía escritor, también en literatura uno elegía lo que iba a ser”), y luego recalar en el idilio de París y quedarse a vivir en Europa para siempre. 


Mario Vargas Llosa durante su primer día en España,
luego de desembarcar en Barcelona, con Luis Loayza y
Julia en el restaurante Tobogán, octubre de 1958.




Mario Vargas Llosa, Conversación en La Catedral. Prefacios del autor. Nota y antología de Carlos Aguirre. Iconografía en color y en blanco y negro. Narrativa Hispánica, Alfaguara. Primera edición mexicana en este formato, noviembre de 2019. 784 pp.


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Mario Vargas Llosa conversa con Juan Cruz sobre Conversación en La Catedral.