jueves, 27 de junio de 2013

Arquitectura vegetal. La casa deshabitada y el fantasma del deseo




Habrá una vez


El jueves 24 de octubre de 2002, Lourdes Andrade, historiadora de arte e investigadora del
Lourdes Andrade
(1952-2002)
CENIDIAP del INBA (Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información del Instituto Nacional de Bellas Artes), se encontraba en Chilpancingo invitada por el Instituto de Cultura del Estado de Guerrero a la cuarta Feria del Libro de tal entidad, donde al día siguiente presentaría su libro sobre la obra literaria de Leonora Carrington: Leyendas de la Novia del Viento (Artes de México/CONACULTA, México, noviembre de 2001); pero cerca de las nueve y media de la noche, tras salir de una de las actividades de la feria, mientras caminaba por la banqueta, un auto conducido por un ebrio atropelló a un grupo de personas y ella fue la única que murió en el acto.


 
(Artes de México/CONACULTA, México, noviembre de 2001)
 
(Artes de México/CONACULTA, México, agosto de 1997)
       En agosto de 1997, Lourdes Andrade dio a conocer el ensayo Arquitectura vegetal. La casa deshabitada y el fantasma del deseo, título de la serie Libros de la Espiral, colección que exhibe un diseño “libremente inspirado en los libros art decó de los años treinta”, coeditada por la revista Artes de México y el CONACULTA (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes). En el meollo de su ensayo, Lourdes Andrade (que llevaba más de 18 años “dedicada al estudio del surrealismo, específicamente, en su relación con México”) desarrolla y amplía lo expuesto en “Dédalo surrealista: Edward James y las construcciones de Xilitla”, ensayo impreso por primera vez en El gallo ilustrado (octubre 18 de 1992), suplemento del periódico El Día, luego reunido en su libro Para la desorientación general. Trece ensayos sobre México y el surrealismo (Editorial Aldus, 1996).

(Editorial Aldus, México, septiembre de 1996)
         Discípula de José Pierre, “antiguo miembro del grupo bretoniano, quien la inicia en los ‘arcanos’ del surrealismo”, Lourdes Andrade “entre 1992 y 1995 vive con Jean Schuster, quien fuera albacea testamentario de André Breton, lo cual la pone en contacto cotidiano con los ex surrealistas”. Viene a cuento esto por el hecho de que Lourdes Andrade le dedica Arquitectura vegetal. La casa deshabitada y el fantasma del deseo a Jean Schuster; pero además porque la piedra angular de su ensayo, el epicentro, gira en torno al viaje que ella hizo con él a Xilitla (en “noviembre de 1993”), pueblo de la Huasteca potosina, en cuyas inmediaciones el excéntrico y ricachón Edward James (1907-1984), en su finca La Conchita, construyó, entre 1962 y 1984, sus abigarradas, delirantes y ruinosas edificaciones de ascendencia e índole surrealista, conocidas como Las Pozas. De cuya actividad —según una crónica de Xavier Guzmán Urbiola publicada en el número 14 de México en el arte (otoño de 1986), extinta revista editada por el INBA— “llegaron a beneficiarse sesenta y ocho familias, puesto que las cabezas de éstas trabajaban con don Eduardo —
decían— en sus construcciones, haciendo muchas formas y figuras”.
Portada
   
Página 1
        Fuera de los círculos donde comulgan y ofician ciertos demiurgos que dominan el abracadabra de los vericuetos y minucias de la historia del movimiento surrealista, secuelas y vínculos allende las fronteras parisinas, poco o casi nada se sabe o se sabía de las venturas y desventuras de Edward James, de hecho Lourdes Andrade sólo brinda ciertos rasgos, pinceladas y datos diseminados a lo largo de su ensayo que puede enriquecerse con la iconografía y el ensayo de Margaret Hooks que se lee en Edward James y Las Pozas. Un sueño surrealista en la selva mexicana (Turner, 2007) y con la iconografía y el ensayo de Irene Herner que se lee en Edward James y Plutarco Gastélum en Xilitla. El regreso de Robinson (GESLP/CONACULTA/UNAM, 2011); un inglés con montañas de dinero, extravagante, “con algo de minotauro y algo de dandy”, que no fue acólito del grupo de André Breton (1896-1966), pero que sin embargo “publicó dos artículos en Minotaure”, además de convertirse, en los años 30, “en coleccionista y mecenas de René Magritte y Salvador Dalí”; autor de una fantasmal novela: The Gardner who Saw God (1937), que ni siquiera Lourdes Andrade, suma sacerdotisa del surrealismo en México, había podido leer; viajero insaciable que solía instalarse en los hoteles con sus cuadros, “boas, guacamayas”, fetiches y demás chácharas; en cuyas “múltiples y variadas casas que habita (o de las que es propietario) a lo largo de su vida, en Inglaterra, Italia, Francia o California”, además de que casi siempre tienen un horrorosísimo y espeluznante fantasma, suele convertirlas en ruinas antifuncionales: 

“Las dificultades de orden práctico lo rebasan [dice Lourdes Andrade]. La plomería, la basura, las instalaciones eléctricas constituyen para él problemas irresolubles. Prefiere abandonar una casa que limpiarla. Por otro lado, se las arregla siempre para dar un toque personal, casi siempre marcado por la extravagancia a los lugares que reside. Hace transformaciones y remodelaciones que en el caso de un inquilino más sensato o convencional, son inimaginables: huellas bordadas en la alfombra por amor, carrizos de yeso sobre una fachada, un sillón en forma de enormes labios diseñado por Dalí.” 
Edward James soñando al atardecer
Fotografía de Michael Schuyt con anotaciones de Edward James
Imagen antologada en la iconografía de
Edward James y Las Pozas. Un sueño surrealista en la selva mexicana (Turner, 2007),
volumen con iconografía de varios autores y  ensayo de Margaret Hooks.
         Y para el caso que nos ocupa, las ruinosas y laberínticas construcciones de su finca contigua a Xilitla, donde Edward James visualiza la onírica simbiosis arquitectura-naturaleza, de ahí el título que Lourdes Andrade eligiera para su libro: Arquitectura vegetal. La casa deshabitada y el fantasma del deseo, que además alude y remite al nombre y a los andamios y arbóreos habitáculos del cuadro Arquitectura vegetal (1962), óleo sobre tela de la española Remedios Varo (1908-1963).

Arquitectura vegetal (1962)
Óleo sobre tela de Remedios Varo

Foto en Remedios Varo. Catálogo razonado (Era, 1994)
  Ilustrado con viñetas de María Sada, Lourdes Andrade divide su ensayo en tres capítulos. En el primero, “Fantasmas en el traspatio del castillo”, para decirlo somera y sintéticamente, la autora, de un modo caprichoso y persuasivo, además de esbozar ciertos detalles y paralelismos entre la personalidad y biografía de Edward James y la personalidad y biografía de varios personajes legendarios: William Beckford (1760-1844) y Leonora Carrington (1917-2011), entre otros, traza la ascendencia y genealogía arquitectónica implícita en las construcciones de Xilitla; es decir, reseña libros e imágenes donde la arquitectura fantástica juega un papel protagónico, como es el caso del libro de 1949 que Aldous Huxley prologó y que reproduce los 16 grabados de prisiones laberínticas y ciclópeas que Giovanni Battista Piranesi concibió en el siglo XVIII dizque “bajo los efectos de una fiebre delirante”; la novelas góticas El castillo de Otranto (1764) de Horace Walpole, Vathek (1782) de William Beckford y El monje (1796) de Matthew Gregory Lewis; la novela neogótica El castillo de Argol (1938) de Julien Gracq; tres cuentos fantásticos, herederos de la antigua tradición gótica, de Leonora Carrington: “Jemima y el lobo”, “Las hermanas” y “Conejos blancos”; algunas pinturas de Leonora Carrington donde los elementos arquitectónicos, el bosque, las simbiosis y los seres fantásticos e híbridos son protagonistas, por ejemplo, Crookhey Hall (1947), Ethiops (1964), Cockrow (1950), Nine, Nine, Nine (1948) y Samain (1951); ciertos dibujos que Woolfgang Paalen publicó, en 1937, en el número 10 de Minotaure; dos pinturas de Remedios Varo: Arquitectura vegetal (1962) y Catedral vegetal (1957); una foto de Kati Horna: Vieja hacienda de Actipan (1950), perteneciente a una serie de haciendas mexicanas; y, desde luego, lo observado por Lourdes Andrade durante su recorrido en las construcciones de Xilitla imaginadas y bocetadas por Edward James.

Detalle de las construcciones de Las Pozas de Xilitla
Foto de Jorge Vértiz en
Arquitectura vegetal

La casa deshabitada y el fantasma del deseo (1997)
      “Fantasmal recuerdo de México”, el segundo capítulo de Arquitectura vegetal, es una digresión que implica vasos comunicantes con el tema central del libro. Como el rótulo lo indica, Lourdes Andrade refiere algunas cuestiones que André Breton plasmó en Souvenir du Mexique, texto escrito en París tras su viaje a México en 1938; tal es el caso de la casona barroca, en ruinas, heredada por un loco e infestada de menesterosos y ex sirvientes ladrones, que el surrealista francés visitó en Guadalajara y en cuyos márgenes vio la bella silueta de “una admirable criatura de 16 ó 17 años, idealmente despeinada, [...] desnuda bajo su vestido blanco de gala hecho jirones”, lo que le permite a Lourdes Andrade, dados los visos brujeriles y arquitectónicos que observa, saltar a la reseña de Aura (1962), la novela corta de Carlos Fuentes, alguna vez demonizada por el ya fallecido Carlos Abascal, entonces secretario del trabajo del gobierno panista de Vicente Fox. Pero el meollo de lo que Lourdes Andrade expone se puede advertir en el pasaje donde apunta: “En un texto de 1930, ‘Habrá una vez’, cuyo título lleva implícito cuanto de paradójico y audaz contiene el planteamiento en él expuesto, Breton vuelve a construir la metáfora arquitectónica con cuyos muros se levanta la esperanza de un mundo que —en una proyección hacia el futuro y no en la nostalgia de un pasado legendario— colme nuestra sed de lo maravilloso.”



Detalle de las construcciones de Las Pozas de Xilitla
Foto de Jorge Vértiz en
Arquitectura vegetal

La casa deshabitada y el fantasma del deseo (1997)
      En “Una estética antiutilitarista”, el tercer y último capítulo de Arquitectura vegetal, Lourdes Andrade hace una apología y celebración de las posibilidades subversivas, libertarias, imaginativas, lúdicas y humorísticas del surrealismo, ya a través de la reseña y cita de ciertos postulados de André Breton, de los collages de Max Ernst; pero sobre todo al referir y ejemplificar ciertos textos de Benjamin Péret, pasando por la ascendencia y el carácter intrínseco de los objetos surrealistas, ejemplificando con la descripción de Bordando su cielo (s/f) de Elisa Breton, Desayuno en piel (1936) de Méret Oppenheim y El genio de la especie (1938) de Woolfgang Paalen. Así, frente al rasgo principal que la investigadora e historiadora de arte observa en el objeto surrealista: antifuncional, “inútil en el plano meramente práctico”, se interroga y concluye ante las construcciones de Xilitla (“materialización del ‘sin-sentido’, ruina prefabricada, laberinto poético”): “¿Qué habría opinado Breton de las construcciones de Edward James? En mi opinión, este singular fenómeno arquitectónico puede considerarse un miembro más —un miembro destacado— de la monstruosa familia a que se alude en este libro.”
Las construcciones de Xilitla, San Luis Potosí, 1962-1984
Foto sin crédito del fotógrafo en 

Para la desorientación general. 
Trece ensayos sobre México y el surrealismo (1996)
  El texto sobre las construcciones de Edward James que Lourdes Andrade compiló en su citado libro Para la desorientación general. Trece ensayos sobre México y el surrealismo, está ilustrado con dos fotos a color; una (no se apunta quién la tomó) es una vista en la que se aprecia, en medio de la abundante vegetación, unas escaleras de caracol y unas columnas; la otra fotografía es un retrato sin fecha tomado por Michael Schuyt, en el que Edward James, en medio del bosque, yace recostado sobre la espalda en una especie de lápida de piedra con dos largas velas encendidas en cada costado; está desnudo y unas grandes hojas verdes cubren su sexo; y su cabeza, con cabellos y barbas canosas, descansa sobre sus manos entrelazadas, tal si estuviera en espera del inicio de un rito, quizá erótico y herético, tal vez con algunas dríades que danzan semidesnudas por allí. 



Edward James en Xilitla
Foto sin fecha de Michael Schuyt en
Para la desorientación general.

Trece ensayos sobre México y el surrealismo (1996)
  En Arquitectura vegetal, además de la imagen en color que figura en la portada: Vista desde las torres de Edward James (1994) óleo sobre tela de María Sada, se dice en la página legal, fotografiada por Carlos Ysunza, en las páginas interiores se exhiben cuatro fotos en blanco y negro tomadas por Jorge Vértiz que sólo permiten advertir ciertos detalles y perspectivas de las construcciones de Las Pozas de Xilitla. Si hubiera sido mucho mejor que el simple mortal se encontrara con una serie fotográfica, el libro hubiera sido más rico y placentero en el diálogo con el lector si hubiera incluido una amplia iconografía relativa a las obras que cita y comenta Lourdes Andrade; es decir, si para un civil no es muy difícil localizar un libro o un catálogo con reproducciones de los cuadros de Remedios Varo y de Leonora Carrington; o ahora a través de la web observar imágenes fotográficas de las Torres Watts que el albañil Simon Rodia empezó a construir en los años 20 en Los Ángeles, California; del Palacio Ideal que el cartero Ferdinand Cheval comenzó a edificar en 1879 en el sur de Francia; de los grabados de Piranesi; de la arquitectura fantástica de Gaudí; del “bosque monstruoso de Bomarzo”; y Desayuno en piel de Méret Oppenheim; de otras obras no es muy fácil, por ejemplo, Vieja hacienda de Actipan, foto de Kati Horna; y los dibujos de Woolfgang Paalen que cita.
 
Detalle de las construcciones de Las Pozas de Xilitla
Foto de Jorge Vértiz en 

Arquitectura vegetal.
La casa deshabitada y el fantasma del deseo (1997)




Lourdes Andrade, Arquitectura vegetal. La casa deshabitada y el fantasma del deseo. Fotografías en blanco y negro de Jorge Vértiz. Portada y dibujos a tinta de María Sada. Colección Libros de la Espiral núm. 4, Artes de México/CONACULTA. México, agosto de 1997. 84 pp. 



miércoles, 19 de junio de 2013

Galaxia Borges




Una suerte de telaraña que une a diferentes escritores

Impreso en Buenos Aires, en 2007, por Adriana Hidalgo editora, Galaxia Borges es una antología narrativa urdida por dos porteños de distintas generaciones: Eduardo Berti (Buenos Aires, 1964) y Edgardo Cozarinsky (Buenos Aires, 1939). Pese a la amplitud cósmica que implica el sonoro título, los antólogos delimitan su espacio a la República Argentina y de tal extensa geografía sólo han escogido a 16 autores (la selección borgeana), quienes son presentados así en la marquesina interior: “Vida y literatura de Jorge Luis Borges en los relatos de Leopoldo Lugones, Ricardo Güiraldes, Macedonio Fernández, Manuel Peyrou, Santiago Dabove, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Marta Mosquera, Alfredo Pippig, José Bianco, Luisa Mercedes Levinson, Héctor Murena, Betina Edelberg, J.R. Wilcock, Ángel Bonomini y Gloria Alcorta.”
(Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2007)
Portada
   
(Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2007)
Contraportada
 
Eduardo Berti
   
Edgardo Cozarinsky
 
Borges murió en Ginebra el 14 de junio de 1986.
En la foto (captada por Eduardo Comesaña) se le ve al pie de
la Biblioteca Nacional de Buenos Aires,
que él dirigió entre 1955 y 1973.
       En su “Prólogo”, además de proclamar a los cuatro pestíferos vientos de la aldea global que Borges es “una galaxia literaria”, dicen de él en términos apoteósicos: “Sin lugar a dudas, Borges es la mayor figura que ha dado la literatura argentina. Su sola obra bastaría para encarnar una ‘edad de oro’ y exhibe un peso equivalente a lo que, en otras tradiciones, es la suma de varias individualidades. Dicho de otra forma, Borges es al mismo tiempo nuestro Tolstoi, nuestro Dostoievsky y nuestro Chejov.” Siendo así de inmensa la galáctica creación, vale citar lo que, según los astrónomos, Betina Edelberg “anotaría en 1997”: “Para Borges y sus contemporáneos el problema era escribir después de Lugones. Para los que llegamos después de Borges, la gran dificultad es salvarnos de su magia para inventar algo distinto”.

Betina Edelberg
        Betina Edelberg (1921-2010) —con quien Borges urdió los ensayos breves reunidos en Leopoldo Lugones (Troquel, 1955), libro compilado con modificaciones en el volumen de sus Obras completas en colaboración (Emecé, 1979), y “un argumento de ballet, La imagen perdida, parodia hablada del caudillismo peronista, imposible de publicar en 1953 y aún hoy prudentemente inédita” (sic)—, es el único caso de la escueta Galaxia Borges del que se presentan tres “Textos inéditos hasta la fecha, cedidos especialmente para esta antología”. “Mutante”, uno de los “Tres delirios”, es un brevísimo palimpsesto sobre la metamorfosis de Gregorio Samsa (cuyo implícito autor Borges contribuyó a introducir en la Argentina y en el orbe del español); y en los otros dos figura el propio Borges en calidad de personaje. “Xul Solar” —seudónimo de Oscar Agustín Schulz Solari (1887-1963), uno de sus legendarios amigos— tiene un asterisco que apostrofa: “Delirio nacido de un encuentro real”. Y esto mismo puede decirse del que se titula “Confidencia”, que a la letra dice: “‘Le pregunté una vez más qué había soñado y me volvió a decir que nunca soñaba. Yo no podía seguir queriendo a una mujer que nunca soñara’, me dijo Borges con su escondido tartamudeo y sacó su famoso pañuelo marchito y cubrió su entrecortada carcajada sonora.” Pues recrea una consabida y patética anécdota, que varios biógrafos han esbozado, en torno a Elsa Astete Millán, la primera esposa de Borges, con quien estuvo casado entre septiembre de 1967 y octubre de 1970.

Elsa Astete Millán y Jorge Luis Borges
         De los otros 15 autores, los antólogos eligieron un cuento en cada caso, con su correspondiente ficha bibliográfica. Pero cada uno de los 16 está precedido por una breve nota que bosqueja y sopesa minucias de su vida y obra, siempre en relación a Borges, a cuyos datos, antes del “Índice”, se les añade una “Breve nota final”. Sin embargo, no falta el bemol: además de que no se incluyó una fe de erratas, en la nota sobre Ángel Bonomini (1929-1994) le citan unas palabras a las que les mutilaron un fragmento; de él eligieron “Después de Oncativo”, cuento de Los elefantes lentos de Milán (Editorial Fraterna, 1978.) 

Una vertiente de las confluencias temáticas y atmosféricas es aquella donde figura Borges como personaje o donde por lo menos se le alude. Por ejemplo, Gloria Alcorta (1915-2012), a quien Borges le prologó en francés su poemario escrito en francés: La Prison de L’Enfant (Lithographies de Héctor Basaldua, Buenos Aires, 1935), prefacio compilado de manera bilingüe en el póstumo volumen de Borges: Textos recobrados 1931-1955 (Emecé, 2001). De ella presentan el “Coronel Borges”, cuento “escrito originalmente en francés” e incluido en un libro publicado en París: Le crime de doña Clara (Presses de la Renaissance, 1998), el cual, dicen los antólogos, “se traduce en esta antología por primera vez al castellano”. En el cuento (que no es una maravilla) el lúdico tributo a Borges es total. El título alude al coronel Francisco Borges (1832-1874), abuelo paterno del escritor e inicia con un epígrafe transcrito de uno de sus célebres poemas: “Fundación mítica de Buenos Aires”. En el texto, la femenina voz narrativa evoca el onírico día de su infancia en que yendo en tren a casa de su abuela, saltó de éste en la llanura al ver el nombre de un fantasmal lugar: “Borges”, donde dialoga con un viejecillo solitario que dice no ser Borges (el famoso escritor), sino el Otro (“a quien le ocurren las cosas”). Su abuela, ya en su casa, le dijo que era “el nieto del coronel” (o sea: “el Otro, el Mismo”). 
Si Gloria Alcorta es una escritora casi olvidada, Alfredo Pippig fue exhumado de la catacumba. De él eligieron “Atisbo”, cuento impreso en la revista Sur (noviembre de 1947) y de quien tanguean los antólogos: “A principios del siglo XXI, Pippig se ha borrado con asombrosa perfección de la memoria literaria: ausente de diccionarios y diversos ‘quién es quién’, sólo asoma en los estantes de alguna librería de viejo. Luis Chitarroni sostiene que una vez Fogwill lo vio.”
Georgie y Adolfito
       Santiago Dabove (1889-1951), otrora contertulio en la confitería de la Plaza del Once donde los sábados oficiaba Macedonio Fernández (1874-1952), tampoco buscó la trascendencia. Borges, en el prólogo a La invención de Morel (Losada, 1940), novela de Adolfo Bioy Casares (1914-1999), lo menciona “olvidado con injusticia” y cataloga a ambos como ejemplos de “imaginación razonada”. Fue elegido, con “Ser polvo”, en la Antología de la literatura fantástica (Sudamericana, 1940), de Borges, Bioy y Silvina Ocampo (1903-1993), en cuya nota apuntaron: “Su especialidad es el cuento fantástico; recordamos: La Muerte y su Traje, Finis, El espantapájaros y la Melodía, Presciencia, El Experimento de Varinsky. Hasta ahora ha rehusado reunirlos en volumen.” Así, sólo publicó un póstumo libro de cuentos urdido por manos ajenas a él: La muerte y su traje (Editorial Alcántara, 1971), cuyo prólogo, escrito por Borges, fue recogido por el autor en Prólogos, con un prólogo de prólogos (Torres Agüero, 1975); libro compilado en el póstumo tomo IV de sus Obras completas (Emecé, 1996). Si “Ser polvo”, por figurar en la Antología (modificada en 1965 y sucesivamente reeditada) es su cuento más leído y famoso, ¿para qué incluirlo en Galaxia Borges? ¿Por qué no otro?, que obviamente no sería el “Tren”, porque Edgardo Cozarinsky 
—autor de Borges y el cine (Sur, 1974)— lo antologó en Galaxia Kafka (Adriana Hidalgo editora, 2010). 
(Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2010)
        No es el caso de “Los donguis”, de J.R. Wilcock (1919-1978), pues la versión incluida, en 1965, en la segunda edición de la Antología de la literatura fantástica es distinta a la que se lee en Galaxia Borges, la cual, apuntan los antólogos, es la que se lee en El caos (Sudamericana, 1999), “modificada respecto a la primera edición de 1974”. 

Silvina Ocampo en 1959
Foto de Adolfo Bioy Casares
         Uno de los mejores cuentos de Galaxia Borges es el de Silvina Ocampo. Se trata de “Los grifos”, de Los días de la noche (Sudamericana, 1970). Además de que Borges aparece allí en su papel de frecuente comensal en el departamento de los Bioy en el quinto piso de Posadas 1650 (esto no se precisa, pero se intuye), el relato está salpimentado con ciertos ejemplares de la zoología fantástica y mítica a la que Borges fue proclive; y dada la alusión a un viaje y a un impreciso e inaccesible “paraje del Oriente”, sitio de donde son originarios los enigmáticos grifos, se advierte un eco del entorno de los “Tigres azules”, cuento de Borges, póstumamente recogido en el tomo III de sus Obras completas (Emecé, 1989) y en su libro La memoria de Shakespeare (Emecé, 2004).

   
Borges observa tigres en su laberinto
Ilustración de Osvaldo
           Excelente cuento, con visos decimonónicos, es “El límite”, de José Bianco (1908-1986), que es la versión corregida por él para su libro Páginas escogidas de José Bianco (Celtia, 1984). Entre 1936 y 1961, Bianco fue secretario y luego jefe de redacción de la revista Sur. En un pasaje de una memoria sobre Borges compilada en Ficción y reflexión (FCE, 1988), Bianco dice de él: “Cuando entré a trabajar a Sur, en mayo de 1938, pocas cosas me daban más alegría que las colaboraciones de Borges. Me parecía, en cierto modo, que justificaban la revista. Recuerdo que a consecuencia de una operación en la que estuvo a punto de morir (en aquella época no existían los antibióticos) Borges temió por su integridad mental. Durante la convalecencia y después, ya curado, decidió abordar un género nuevo, escribir algo completamente distinto de lo que había hecho hasta entonces; que no se pudiera decir: ‘Es mejor o peor que el Borges de antes’. Así nació su primer cuento fantástico de inspiración metafísica: ‘Pierre Menard, autor del Quijote’. Borges estaba tan preocupado por el texto que acababa de entregarme —quizá ni él mismo se daba cuenta clara del resultado de su talento—, que a la mañana siguiente me llamó para saber qué me había parecido. Le dije la verdad: ‘Nunca he leído nada semejante’, y me apresuré a publicarlo, encabezando el número 56 de Sur.”

(FCE, México, 1988)
          Un buen cuento es “Yzur”, de Leopoldo Lugones (1874-1938), tomado de Las fuerzas extrañas (1906). Otro, “En memoria de Paulina”, de Bioy Casares, de La trama celeste (Sur, 1948). No se puede decir lo mismo de “El Zapallo que se hizo Cosmos (Cuento del Crecimiento)”, de Macedonio Fernández, pese al rimbombante rótulo, transcrito de Papeles del Recienvenido: continuación de la nada (Proa, 1926). Ni de “La deuda mutua”, de Ricardo Güiraldes (1886-1927), incluido en su libro Cuentos de muerte y de sangre (Librería La Facultad, 1915). 

   
Macedonio Fernández
       En “El sombrero de paja”, cuento de El centro del infierno (Sur, 1956), de H.A. Murena (1923-1975), los antólogos observan un influjo de “La flor de Coleridge”, el ensayo de Borges que se lee en Otras inquisiciones (Sur, 1952). Y en “La noche repetida”, el espléndido cuento de Manuel Peyrou (1902-1974), transcrito de su libro homónimo editado por Emecé en 1953, es imposible no pensar en un lúdico guiño a Borges en el paralelo trabajo que desempeña el escribano Anselmo Ciavelli: “Respondiendo a la solicitud de algunos amigos escritores, redactaba la página bibliográfica de una revista literaria”.

De Marta Mosquera Eatsman, a quien Borges dedicó su cuento “La casa de Asterión”, incluido en El Aleph (Losada, 1949), eligieron “La cuarta memoria” (en el que señalan un remanente de “Deutsches Requiem”),  publicado en la revista Sur (febrero de 1950) y ese mismo año en un ejemplar de Cuadernos de la Quimera, “colección de nouvelles que dirigía Mallea para Emecé”. De Luisa Mercedes Levinson (1909-1988) escogieron “El sueño olvidado”, de su libro La pálida rosa del Soho (Claridad, 1956). En la nota que le destinan mencionan a La hermana de Eloísa (Ene, 1955), que Borges escribió con ella; texto no incluido en el susodicho tomo de sus Obras completas en colaboración, que sería bueno reeditar, por borgeseana curiosidad bibliográfica y porque “Fue la única obra de ficción [publicada] que Borges escribiera a ‘cuatro manos’” con una fémina.


Eduardo Berti y Edgardo Cozarinsky, Galaxia Borges. Adriana Hidalgo editora. Buenos Aires, agosto de 2007. 228 pp.








martes, 11 de junio de 2013

Diatriba de amor contra un hombre sentado



 ¡Nada se parece tanto al infierno
 como un matrimonio feliz!  

Rubricado en la Ciudad de México en “noviembre de 1987”, Diatriba de amor contra un hombre sentado (Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1995), libro del periodista y narrador Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927), es un libreto teatral cuyo estreno, según la presente edición, se efectuó “en Colombia en el Teatro Nacional, el día 23 de marzo de 1994, en el marco del IV Festival Iberoamericano de Teatro, con la coproducción del Teatro Libre de Bogotá, el Teatro Nacional y el Instituto Colombiano de Cultura”. Laura García fue la actriz, Juan Antonio Roda el escenógrafo, Juan Luis Restrepo el compositor, y Ricardo Camacho el director.
 
(Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1995)
       El monólogo en un acto de Graciela, la protagonista, transcurre en la recámara de una mansión ubicada en una ciudad del Caribe. Inicia “poco antes del amanecer del 3 de agosto de 1978”, que es el día en que su matrimonio, uno de los más adinerados y notables, celebra sus bodas de plata. Y concluye cuando una paulatina invasión de canastas de rosas y las siluetas de ciertos invitados hacen patente la proximidad de la rimbombante y ampulosa fiesta que se avecina.

     
Gabriel García Márquez
          En este drama teatral no hay realismo mágico ni metáforas insólitas ni maravillosas, como quizá el lector podría esperar de un Gabriel García Márquez eventualmente convertido en dramaturgo. El lenguaje y las imágenes escenográficas que construye tienen que ver más que nada con los consabidos y melodramáticos lugares comunes que infestan y erosionan la vida sentimental y doméstica de una pareja latina de la high society, cuya vida íntima, con un tinte convencional y conservador, se ha convertido en un vacío, en una farsa, en un desastre sin remedio. En este sentido, apenas hay por allí alguna que otra pincelada poética que ínfimamente dejan entrever las virtudes narrativas del célebre narrador colombiano, como cuando Graciela, al evocar la primera vez que entró a la fastuosa casona donde se halla, recuerda que en medio del silencio “Había un canario en alguna parte, y cada vez que cantaba se movían las flores”. O cuando en una momento dice: “El avión se parece a un milagro, pero va tan rápido que una llega con el cuerpo solo, y anda dos o tres días como una sonámbula, hasta que llega el alma atrasada.”

       Lo primero que se oye en el escenario, incluso antes de la tercera llamada, es el ruido de una vajilla que está siendo rota y hecha añicos con cierto júbilo, pero también con “una rabia inconsolable”. Los cacharros, los no siempre sacros recipientes de un ritual cotidiano, casi sobra decirlo, son los depósitos donde día a día se cocinan, se sirven y paladean los humores que pueden atemperar los afectos y las rutinas domésticas y familiares. Así, el destrozo implica el amargo sazón de un resquebrajamiento irremisible, de un perentorio exterminio.
      Tal preludio es puntualizado con la primera y lapidaria frase que a sí misma se dice y vocifera Graciela ante un maniquí (el marido) que siempre permanecerá sentado e inmóvil leyendo el periódico, sumergido en la más negra, abyecta, sorda y ciega indiferencia: “¡Nada se parece tanto al infierno como un matrimonio feliz!” Así, todo lo que ocurre en la obra (flashbacks a episodios del pasado y retornos al presente) le da sentido a tales actitudes y palabras; constata los matices y fisuras de ese solitario averno e infelicidad doméstica que a luz pública se exhibe de otra manera, aunque no engañe la mirada de basilisco de ningún carroñero lobo ni de ninguna vieja cabra. Por ejemplo, Graciela recuerda: “Las revistas de comadres van a publicar que hemos pasado todo el día celebrando las bodas de plata en la cama.” De ahí el ambiguo matiz del claustrofóbico encierro en la rutilante jaula de oro: ¿sola con un fantasma inasible o con alguien de cuerpo presente que ignora el estiércol y el miasma de su neurótico y solitario parloteo?
       Si el cúmulo de quejas, resquemores y resentimientos que monologa la protagonista, representan una serie de variaciones sobre consabidos y domésticos clisés, el juego escénico propuesto en el libreto, si está bien trazado, tampoco escapa a ciertos cánones dramatúrgicos y escenográficos. Son los casos en los que se va del presente al pasado y viceversa. En tales instantes de transición, la actriz mueve objetos apoyada por la móvil utilería y por la tramoya y por otros elementos que pueden ser la música, sus palabras, su canto o la sombra ausente de un criado. O cuando la iluminación enfoca ciertos ángulos del escenario o simplemente cuando la actriz habla ante el supuesto espejo, que es un marco hueco a través del cual da la cara al público como si en realidad estuviera observando sus rasgos y gestos.
       Borges decía que la memoria es una forma del olvido, en el sentido de que lo que uno recuerda o elige recordar va siendo trastocado por ciertas vivencias (que pueden ser circunstanciales o convenencieras). Graciela se habla a sí misma, parece sincera ante sí, que dice la verdad y nada más que la verdad. Pero el lector ¿tiene que creerle al pie de la letra? ¿No se estará engañando a sí misma con un fardo de mentiras y de complejos y culpas que ha terminado por retorcer y creer para justificar y matizar su soledad y fracaso?
       Esta fémina, amasijo de contradicciones, dibuja para sí una variante del consabido mito de la mujer que ama demasiado y pese a todo: por amor se entregó virgen al hombre de su vida y en contra de los atavismos y prejuicios familiares, por amor lo ayudó a conseguir un empleo, por amor aceptó acercarse a la casa de los padres de él, por amor ha resistido vejaciones, que mil veces la engañe con otras, especialmente con una mujer que le quita el sueño y la hace sobrevivir masacrada y corroída por los celos, y que es la querida con la que al parecer el marido tiene un rebaño de bastardos bajo la férula de un esposo postizo comprado por él. Sin embargo, Graciela siempre fue más fiel que un perro apaleado, nunca lo coronó con nadie, pese a que pudo hacerlo y a que ahora colige y apostrofa: “hay un momento de la vida en que una mujer casada puede acostarse con otro sin ser infiel”. Así, además de primera actriz y heroína de sí misma, es siempre la eterna víctima del villano y malvado de su cónyuge, cuya riqueza e influyentes nexos translucen las sucias complicidades con los hombres del dinero y del poder.
 
Gabriel García Márquez
         No obstante, pese a sus baños de martirio, de resignación y fidelidad, da visos de que tampoco cantó mal las rancheras. El pirurris de ambos, de 25 años, sintomáticamente se niega a asistir a la inminente fiesta de las bodas de plata. Pero además le rebuzna dizque “de muy buen tono”, quezque “sin deseos de ofender”, que siente como si ella y su papi estuvieran muertos desde siempre. ¿Qué le habrán hecho o habrán hecho los muy méndigos, egocéntricos y condenados para que el junior vomite tal cosa?

      Pese a que nunca confiesa que no se le borran las macbethrianas manchas de las neuróticas manos, se sirvió con la cuchara grande: disfrutó la rancia posición de los Jaraiz de la Vera, los puercos vínculos, simulaciones y haberes de su marido; allí están las elocuentes joyas familiares en el cofre del tesoro, un botín de pirata, que si las arroja por la taza del retrete, las había atesorado para otros rutilantes y exhibicionistas fines; se transformó en una culta dama con cuatro doctorados, dos maestrías y dos lenguas extranjeras; y durante años se consoló con la para nada modesta ilusión “de una casa de reposo frente al mar”, donde, casi una reina, se iría a vivir “lejos de tanto horror”, seguida por la cohorte de demiurgos menores y diocesillos bajunos que para ella son sus hombres de letras.
      Sin embargo, parece que está harta de ese sainete de cartón y oropel, que después de 25 años de matrimonio el estallido de la loza son los añicos y el saldo de la mala inversión de su vida. Haciendo agua en la pestilente charca de su derrota y escepticismo, las relaciones entre la gentezuela donde se mira y mueve le resultan un asco. Así, la androfobia con que una y otra vez sataniza y vapulea a su marido no es más que un indicio del miasma, a punto de reventar, que aún la atosiga y refleja con la fidelidad de un espejo: “No te aguanto más a ti travestido de manola, con la cara pintorreteada y la voz de retrasada mental cantando la misma cagantina de siempre”.
      Pese a todo, según ella, tiene esperanza de rehacerse, de encontrar un hombre que la ame de verdad, aunque en el idilio que visualiza sólo habla de sexo, como si el sexo lo fuera todo y eterno, la piedra angular de la comunión afectiva, intelectual y doméstica. Si quizá esto es un espejismo, el último manotazo de ahogada, el vituperio moraloide con que flagela a su marido implica su propia autoflagelación e ineludible autocensura y condena. En este sentido, cuando literalmente (y como no queriendo, casi como un descuido) le prende fuego y lo sentencia a la hoguera de la eterna consumación, el lector puede entrever que esas llamas también la rozan y la tocan y quizá la envuelvan y la lleven a la extinción definitiva.
Gabriel García Márquez 



Gabriel García Márquez, Diatriba de amor contra un hombre sentado. Grijalbo Mondadori. Barcelona, 1995. 88 pp. 







miércoles, 29 de mayo de 2013

El imperio perdido



El lugar donde los vivos hablan con los muertos



I                                   
A imagen y semejanza de la virtud histriónica de Joseph Roth para desdoblarse en otro, el narrador y ensayista José María Pérez Gay transfigurado en otro: lector de sí mismo, podría decir lo siguiente con la consabida frase garciamarquina que tanto lo entusiasma y usa: muchos años después de que José María Pérez Gay dominara el alemán como el mejor de los discípulos de Karl Kraus, se perdiera en Viena, en sus legendarios cafés, en los vestigios del Imperio de Austro-Húngaro, y leyera de cabo a rabo toda la obra de Hermann Broch (1886-1951), de Robert Musil (1880-1942), de Karl Kraus (1874-1936), de Joseph Roth (1894-1939) y de Elías Canetti (1905-1994), más biografías y numerosos ensayos de otros autores, escribió, sobre y a partir de ellos, un libro en español publicado en la Ciudad de México.
 
José María Pérez Gay
     
(Cal y Arena, México, 1991)
         Escrito con el apoyo de una beca para ensayo literario otorgada por el CONACULTA entre 1989 y 1990, la idea de El imperio perdido (Cal y Arena, 1991) nació en el curso Literatura y Sociedad en Austria (1880-1938) que José María Pérez Gay [México, febrero 15 de 1943-mayo 26 de 2013], doctor en sociología por la Universidad Libre de Berlín, impartió durante 1982-1983 en la División de Estudios de Postgrado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Y pese a que afirma que sus “opiniones críticas nunca buscaron otro tono que el personal, ni mayor alcance que una reflexión íntima”, el libro abunda en frases canónicas y concluyentes como las que suelen acuñar y blandir los profesores y ensayistas que están convencidos de lo que dicen. Esto resulta, a veces, muy exagerado o exultante; por ejemplo, cuando José María Pérez Gay cuenta que Die Fackel, la revista que Karl Kraus hizo durante 36 años, cuyo primer número sólo tiró 300 ejemplares y entonces Robert Scheu, dice, registró: “Viena no volvió a vivir un día como ese, fue un alboroto, un rumor y un escalofrío. En las calles, en los tranvías y los parques, todas las personas leían un cuaderno rojo [...] Era sencillamente increíble”. Puede suponerse que Robert Scheu se refiere al primer día de la revista y quizá al hecho, “insólito en la historia editorial de Europa”, de que en menos de un mes se tuvo que reimprimir treinta mil ejemplares más. No obstante, José María Pérez Gay no es un profesor-ensayista común y corriente. Si la mayoría de los profesores de literatura tuvieran sus conocimientos, su fervor y magnetismo para exponer en forma oral y escrita, quizá las condiciones en las universidades mexicanas empezarían a ser otras.

   
José María Pérez Gay
Foto que ilustra la segunda de forros de El imperio perdido (1991)
           El imperio perdido no es sólo un conjunto de ensayos (o cátedras) sobre los autores citados; es también celebración, nostalgia y tributo a la cultura austriaca de las primeras décadas del siglo XX, a Viena, su corazón, y a sus míticos cafés. 

Según el reseñista, los mejores ensayos del libro son los que tienen como epicentros, respectivamente, las tribulaciones y atributos de Robert Musil, las mitomanías del cronista y santo bebedor de Joseph Roth, y el que desentraña y resume la serie de conceptos que sustentan la obra narrativa y ensayística de Hermann Broch: la degradación de los valores de la cultura occidental, el sentido ético que salva a la obra de la oquedad y banalidad del kitsch, y la democracia como uno de los derechos humanos fundamentales. 
José María Pérez Gay traza la genealogía y los dramáticos ires y venires de una semblanza biográfica, y al unísono discurre por los trasfondos y puntos que él considera más significativos en cada obra; evoca episodios históricos, vidas paralelas y entrecruzamientos con otros escritores, intelectuales, filósofos, psicoanalistas y personajes. Tal es su capacidad narrativa, que muchas de las escenas que reconstruye parecen fragmentos de extraordinarios filmes.
   
Joseph Roth
 

       
Frield Reichler, "nacida en Galicia y dueña de grandes ojos",
quien fue esposa de Joseph Roth y estuvo recluida en el Centro
Steinhof, el manicomio estatal de Viena "donde vivían seis mil
locos"; mismo que Elías Canetti, cotidianamente, desde la ventana
del cuarto donde vivió seis años, observaba mientras en alemán
urdía el manuscrito de su voluminosa novela Auto de fe (1935).
          Cuenta el ensayista que en 1933, Joseph Roth, al abandonar Viena, se vio obligado a recluir a Friedl Reichler, su esposa de grandes ojos, en el manicomio estatal de Viena: el Centro Steinhof. Más tarde, en junio de 1935, trasladaron a Friedl al manicomio de Mauer-Ohling. Y en julio de 1940, un año después de que en París falleciera Roth, en un bosque cercano a Viena, Friedl murió asesinada por un comando nazi junto con otros 130 dementes. Elías Canetti, por otro lado, en su crónica autobiográfica sobre la génesis de su novela Auto de fe (publicada en alemán en 1935), reunida en su libro de ensayos La conciencia de las palabras (editado en alemán 1974 y en castellano en 1981 por el FCE) e insertada al final de la traducción al español de la novela que hizo Juan José del Solar (Muchnik Editores, 1980), relata que a partir de abril de 1927 (dos meses antes de que se sucediera el histórico incendio del Palacio de Justicia que presenció y le reveló el potencial de su corazón de masa), alquiló el cuarto de un segundo piso de una casa ubicada a las afueras de Viena en el que vivió durante seis años. Sin que Elías Canetti tuviera que asomarse a la ventana y mientras escribía su tesis doctoral o los borradores de lo que según él iban a ser un conjunto de novelas, podía ver desde allí los árboles de un gran jardín arzobispal y, por otro lado, la isla de los desdichados cercada por un muro: el manicomio Steinhof. Allí lo recibió la casera Teresa que vivía con su familia en el piso de abajo y que en ese momento (y sin que ambos lo supieran) le dio un diálogo del tercer capítulo de su única novela y el nombre del ama de llaves del sinólogo Peter Kien, la mujer que se encarga de erosionar su comunión bibliófila. En esa habitación decorada primero con detalles de los frescos de la Capilla Sixtina, luego sustituidos por fotograbados del Retablo de Isenheim y otras reproducciones de la iconografía de Grünewald, pocos años antes de que en los cafés de Viena sometiera sus manuscritos al escrutinio de Robert Musil y de Hermann Broch, el joven Elías Canetti leía a Stendhal, idolátricamente los ejemplares de Die Fackel y por primera vez La metamorfosis de Franz Kafka. Allí escribió su novela. “La perspectiva cotidiana sobre Steinhof, donde vivían seis mil locos, fue para mí un estímulo constante. Estoy totalmente seguro de que, sin aquel cuarto, jamás hubiera escrito Auto de fe.” 

(Muchnik Editores, Barcelona, 1983)
     
(FCE, México, 1981)
            Se puede suponer, entonces, como simple conjetura, que entre esos locos que participaron en la atmósfera propiciatoria de la novela y sus elocuentes partes (“Una cabeza sin mundo”, “Un mundo sin cabeza”, “Un mundo en la cabeza”), Elías Canetti, sin saber de quién se trataba, varias veces vio y sintió por breves y largos instantes, el destello interior de Friedl Reichler extraviada en sí misma.

  






***************


II


Elías Canetti
        El ensayo que en El imperio perdido José María Pérez Gay presenta sobre Elías Canetti es breve y apresurado. Apenas y esboza el itinerario y los lazos inextricables de vida, obra e historia. Algo parecido podría decirse sobre el que le dedica a Karl Kraus. En éste, siguiendo la tradición sucesivamente repetida a imagen y semejanza de un rezo hasta por el mismo Canetti, afirma que Kraus es el máximo escritor satírico en lengua alemana, digno de figurar al lado de Aristófanes, Juvenal, Quevedo, Swift y Gogol. Y si bien considera hechos históricos, anécdotas y datos biográficos, el ensayo es, en mayor medida, una apología. El autor no le cuestiona el egocentrismo, los excesos y las contradicciones a este crítico, agresor, snob y exhibicionista profesional. Sólo al término del ensayo, como para concluir con un moñito de bronce, alude que claudicó entregando su prestigio a un canciller austrofascista. 
Karl Krauus
       Karl Kraus bautizó a su instrumento publicitario con el incendiario e iluminador título Die Fackel (La antorcha); él financiaba y escribía todos los artículos, aforismos y panfletos; se sentía un santo redentor llamado a destruir sobre todo a los periodistas, esos corruptores de conciencias y vidas privadas; en un dizque poema escribió: 


            No quiero ser reseñado, ni nombrado,
            ni publicado o propagado, ni puesto en escena,
            ni leído públicamente, ni me da la gana
            aparecer en ningún catálogo, en ninguna
            antología, en ningún diccionario de escritores,
            por interesantes y atractivos que sean.

        Sin embargo, ¡oh reveladora y contradictoria paradoja!, se promovía en escenificadas lecturas públicas para verse admirado a través de los linchamientos que oficiaba y ejecutaba con insultos, sermones y visiones proféticas, amén de sus epigramas, parodias y libretos con pretensiones pedagógicas, y de su obsesión mesiánica por enseñar a leer el pozo negro de la información periodística. 
 
Karl Kraus
          Karl Kraus no era un santo. Si realmente estaba en contra de todo y de todos, ya encarrerado el gato, hubiera sido más congruente con sus diatribas (y digno para él) que se convirtiera en un asesino-suicida, precisamente como lo conceptualizó Joseph Roth en su artículo “Contra los suicidas” al reflexionar sobre esa fiebre contagiosa que estuvo de moda en esos años: “vale la pena preguntarse por qué las personas con la fuerza necesaria para quitarse la vida no consideran la posibilidad de llevarse consigo a quienes causaron su suicidio.” “Me suicido lenta, implacablemente”, escribió Hermann Broch, en 1948, y lo mismo hubieran podido anotar en sus diarios los autores reunidos en El imperio perdido ante el derrumbe de su entorno exterior e interior. “Si tuviera la capacidad de matarme, no me iría solo de este mundo”, subrayó Roth.

   
Hermann Broch
         
Robert Musil
     
Joseph Roth
         Los espléndidos ensayos sobre Hermann Broch, Robert Musil y Joseph Roth dejan en el lector la sensación de haberlos conocido y no sólo en la mesa de un café. Con el ensayo sobre Karl Kraus ocurre lo mismo que le sucedió a Elías Canetti cuando en Viena asistió, durante nueve años, a sus lecturas públicas: nunca supo quién era él. Desde luego que el provinciano y anónimo lector de café se entera de su lesión congénita en la columna vertebral, que su padre tenía una fábrica de papel, que no fue reclutado durante la Gran Guerra, que se enamoró como un idiota de una amiga de Rilke que vivía en un castillo checo y a la cual le escribía cartas como loquito y etcétera, etcétera; pero fuera del barniz sobre su misión moral y profética (“enseñó a leer a toda una generación”, fue “pionero en las advertencias contra el totalitarismo”), el lector no accede a los entretelones de su pensamiento y personalidad, ni a las pulsiones que determinaron los giros y actos de su vida.

   
José Emilio Pacheco
         Una lección ejemplar que brindan las pasiones y vidas inmersas en las páginas de este libro urdido por José María Pérez Gay, se puede resumir con palabras de José Emilio Pacheco (célebre catastrofista, cuya columna Inventario enseñó a leer y escribir a varias generaciones de energúmenos y humanoides): la literatura es la única clarificación de la abrumadora experiencia humana, y el único lugar donde los vivos hablan con los muertos. 

"Versión de J.M. Ripalda sobre la traucción de A. Gregori"
(Alianza Editorial, Madrid, 5ta. reimpresión en Alianza Tres, 1989)
         Otra, la más significativa, es el abismo al que están condenados los lectores del español que no leen alemán (mayoría en las latitudes mexicanas) y los que carecen de la voluntad y representación del joven Borges de quince años para enseñarse a sí mismo el idioma de Heine sólo con el auxilio de un diccionario alemán-inglés (casi como lo hizo otro joven de diecinueve años: el compadrito Funes el memorioso, que a sí mismo se enseñó latín). En este sentido, José María Pérez Gay descalifica la traducción al español de La muerte de Virgilio que J.M. Ripalda hizo sobre la versión de A. Gregori; y, por lo que se entiende, su tesitura, textura y sentido la hacen intraducible al castellano (claro, que en tal caso, para unos cuantos perdidos en el archipiélago de soledades queda el consuelo de leer la versión inglesa que hizo Jean Starr Untermayer). De los catorce volúmenes de las inasibles y fantasmagóricas obras completas de Karl Kraus “un traductor apenas si puede rescatar algo” [...]; y en la traducción que Seix-Barral editó de El hombre sin atributos se mutiló el capítulo inicial... Por si fuera poco, casi toda la obra de los autores pensados y explorados en El imperio perdido no ha sido traducida al español y la que lo está, se encuentra agotada o es difícil conseguirla.

   
Robert Musil
          Recorriendo las páginas de El imperio perdido, el lector, víctima de la melancolía y en calidad de desdichado en la isla de ninguna parte, puede asomarse a los cafés de Viena y ver allí, desde el rincón de una solitaria mesa, concentrados y discutiendo, a numerosas celebridades y leyendas (Milena Jesenská, Ea von Allesch) que sería largo enumerar. Pero ahora sabemos, que en esa tarde de abril de 1925, en una mesa del café Museum en la que ahora mismo se hallan Karl Kraus, Robert Musil, Hermann Broch y el joven Elías Canetti dialogando esa escena imposible, llega hasta ellos el imperceptible ectoplasma de un viajero mexicano de cabello blanco y fácil conversación y pronunciación nasal; y tal vez, sumido en esa mezcla de silencio y fascinación al verlos y escucharlos, piense en la fácil costumbre de estar lejos.

   
José María Pérez Gay
        No faltará, por otro lado, el borroso y evanescente profesorcito pseudocanónico (quizá un reseñista converso, efímero e infeliz a imagen y semejanza de los que describió Joseph Roth en su crónica “La reseña de los libros”) que después de leer El imperio perdido, escriba en el pizarra o declare en el infecto y solitario salón de clases: nadie entre los mexicanos ha rendido en los últimos años del siglo XX un homenaje público tan contundente a la literatura austriaca. Muchos lectores se han preguntado, y se preguntarán, si su autor, en el fondo, es un vienés: un habitual de los cafés de Viena que ya no existen. 




José María Pérez Gay, El imperio perdido. Iconografía en blanco y negro. Cal y Arena. México, 1991. 358 pp.