jueves, 6 de agosto de 2020

La mujer de la arena


Sendas de Okis 


Traducida al español por Kasuya Sakai (1927-2001) y editada por Siruela, La mujer de la arena, novela del escritor nipón Kôbô Abe (1924-1993), apareció en japonés en 1962 y su adaptación fílmica en blanco y negro, de 1964, dirigida por Hiroshi Teshigahara (1927-2001), en 1965 estuvo nominada al Oscar en los rubros de mejor director y mejor película extranjera y en Francia ganó el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes.
Kasuya Sakai
(1927-2001)
   
Kôbô Abe
(1924-1993)
     
Hiroshi Teshigahara
(1927-2001)
          La mujer de la arena
se divide en tres partes que comprenden treinta capítulos numerados con romanos. En el primero, se dice que “Cierto día de agosto, un hombre desapareció” y que “desconocida la verdadera causa de la desaparición, pasaron siete años, y, de acuerdo con el artículo 30 del código civil, el hombre fue definitivamente dado por muerto.” No obstante, la “Sentencia” de la “Corte de relaciones domésticas” que en la última página de la obra figura en un recuadro, reza que oficialmente no fue “dado por muerto”, sino declarado “persona desaparecida”. Allí se lee que la demandante es Niki Shino (la madre del interfecto, que en el corpus de la novela brilla por su ausencia); que el desaparecido se llama Niki Jumpei (cosa que él mismo dijo en su cautiverio al imaginar los términos de la denuncia a la policía que podría haber hecho el vicerrector del colegio donde él daba clases a niños); que nació el “7 de marzo de 1924” y que cuando desapareció (como él mismo lo dijo) tenía 31 años:

“Cursada la denuncia de desaparición correspondiente a la persona arriba mencionada, y verificados los trámites de su pública noticia; visto que se ha reconocido la inseguridad de la existencia o muerte de la persona en cuestión desde el 18 de agosto de 1955, durante siete años a la fecha se da a conocer la siguiente resolución.
“RESOLUCIÓN
“Por la presente se declara persona desaparecida a NIKI JUMPEI
“5 de octubre de 1962
“CORTE DE RELACIONES DOMÉSTICAS
“(Firma del juez)”
No obstante, pese a tales siete años transcurridos desde su desaparición, los sucesos centrales de la novela ocurren durante un breve período del tiempo inicial, al parecer en un margen de dos años.
(Siruela, Madrid, 2004)
       
DVD de  La mujer de la arena (1964),
película dirigida por 
Hiroshi Teshigahara,
basada en la novela homónima de 
Kôbô Abe.
       La mujer de la arena
, la novela de 
Kôbô Abe, expele y comprime una pesimista y desalentadora concepción idiosincrásica del individuo y del predador y antropófago género humano. En sus evocaciones del entorno que recién dejó en una ciudad imprecisa del Japón, Niki Jumpei traza la grisura y mediocridad de su trabajo de maestro de escuela (a imagen y semejanza de sus colegas, no menos egoístas, egocéntricos, competitivos y envidiosos que él), la pobreza y medianía de su vida doméstica e íntima (salpimentada por enfermedades venéreas, alguna mujer y alguna prostituta) y su candoroso sueño de descubrir, con su actividad de entomólogo aficionado, un ejemplar de escarabajo nunca antes visto, cuyo hallazgo haga que su nombre quede impreso para siempre en una enciclopedia. Es por ello que hizo, en un escueto período vacacional, ese corto viaje a una aldea aledaña al mar y contigua a desérticas colinas de arena (aldea de la que nunca se dice su nombre). Mientras otea y hace sus observaciones entomológicas, un viejo se le acerca y le pregunta si está “inspeccionando”, si es “un funcionario del gobierno local”. Y él, para que el vejete no lo apremie, le entrega su tarjeta con su crédito de maestro de escuela. El viejo le informa que ya el último autobús se fue y que podría brindarle ayuda para que esa noche se hospede. Así, con otros hombres de la cooperativa del pueblo, lo guía a pie hasta un pozo entre los arenales, donde hay una destartalada y misérrima casucha de tablas y a la cual desciende por una rústica escalera de mecate y donde lo recibe “una mujer pequeña de apariencia amable, de unos treinta años”. 
Niki Jumpei (Eiji Okada) y la mujer (Kyoko Kishida)
Fotograma de La mujer de la arena (1964)
        El caso es que en medio de absurdos visos kafkianos que plagan el orbe doméstico de la mujer (ignorante, supersticiosa y servil), muy pronto Niki Jumpei comprende que ha caído en una escatológica trampa, que en contra de su voluntad ha sido secuestrado y encerrado por la cooperativa y que la mujer, con su anuencia, trabaja para ese grupo gansteril. 

El trabajo de la mujer, de la que nunca se sabe su nombre y que siempre le habla de usted al cautivo, consiste en palear la arena durante la noche, amontonarla en cubetas cerca del lugar donde los hombres de la cooperativa dejan caer la escalera para subirla en sacos y llevársela en el único motocarro. Arena que no deja de caer y deslizarse en el pozo donde se halla la casucha y por ende invade el techo y todas las rendijas, trastos y rincones, incluso los cuerpos de sus ocupantes, por lo regular sudorosos, sucios y malolientes, y a veces desnudos o semidesnudos, se suscite o no la cópula casi animal. 
Fotograma de La mujer de la arena (1964)
       La mujer, con su inveterada actitud servil y sumisa, pero con claros indicios de que necesitaba un macho que la ayudara con el trabajo y que se ocupara de sus necesidades sexuales, le confiesa que el año anterior, durante un huracán, perdió a su marido y a su hijo, quien ya cursaba la secundaria, cuando ambos salieron de la casucha dizque a proteger el gallinero; pero al día siguiente, cuando el viento dejó de soplar, no había rastros de nadie, ni del gallinero. También le dice que existen otros pozos semejantes donde hay otros cautivos (casi insectos o Gregorios Samsas atrapados en sucesivas y pesadillescas telarañas); por ejemplo, un estudiante que vendía libros y un vendedor de tarjetas postales “que murió al poco tiempo”. Según ella, “no ha habido una sola persona que haya logrado escapar”; sin embargo, dice, “toda una familia se las arregló para escapar de noche”. 

Fotograma de La mujer en la arena (1964)
         En su secreto interior, Niki Jumpei no deja de divagar en otras cosas  ni en la manera de huir de esa subterránea y maldita telaraña. Y el prejuicioso, absurdo y esclavizante trabajo de la servil y laboriosa mujer le recuerda “la historia del guardián del castillo ilusorio”, cuya impronta kafkiana y aliento popular implica uno de los momentos más magnéticos y significativos de la novela:

“Había un castillo. No, no era exactamente un castillo, podía haber sido cualquier otra cosa: una fábrica, un banco, una casa de juego, eso no importaba. De la misma manera, el guardián podía haber sido un cuidador o un guardaespaldas. Bien, lo cierto es que ese guardia jamás descuidó la vigilancia, siempre estaba listo para el ataque enemigo. Un día el esperado enemigo llegó. Ése era el momento, e hizo sonar la alarma. Sin embargo, extrañamente, ninguno de la tropa acudió; de más está decir que el guardia resultó derrotado fácilmente en el primer embate. A través de su conciencia que se apagaba, el guardia vio al enemigo pasar como el viento a través de los portales, las paredes, los edificios sin que nadie lo detuviera. No, no el enemigo, sino el castillo todo era el viento. El guardia, él solo, como un árbol seco en medio del campo abierto y desolado, había estado cuidando una ilusión.” 
Fotograma de La mujer de la arena (1964)
        Tras siete días de su secuestro, el primer intento de Niki Jumpei para lograr que sus raptores lo liberen (amordaza y ata a la mujer y luego la suelta con la orden de que no debe trabajar sin que él se lo autorice) fracasa ante el hecho de que los mafiosos de la cooperativa, especie de rudimentaria y rural yakuza especializada en el trabajo forzado (lo que recuerda a los traficantes de esclavos y a los tratantes de blancas y de personas), son quienes les proveen agua y alimentos (de muy mala calidad), incluso cigarrillos y sake (también muy malo), pero sólo si trabajan. Hablándole desde el fondo del pozo, Niki Jumpei trata de persuadir al viejo que lo condujo allí de que con la ayuda de él podrían convertir la aldea en un centro turístico o aplicar ciertos cultivos o “usar la prensa para mover la opinión pública” y obtener recursos del gobierno. Pero la respuesta del viejo, frío e indiferente ante su drama, luego de subrayar la supuesta pobreza de la aldea y el fracaso de “toda clase de estudios” e intentos de cultivos, es lapidaria e implica anquilosada injusticia social y consabida deshumanización gubernamental: “según los reglamentos burocráticos, el daño causado por las tormentas de arena no está incluido en el presupuesto de ayuda por desastres”. 

Fotograma de La mujer en la arena (1964)
       Según le dice la mujer, y se da por entendido en el diálogo con el viejo, el trabajo de palear la arena que cae en los pozos es para proteger la aldea, dizque se hace por el bien de la comunidad. Pero una casi postrera plática que Niki Jumpei tiene con ella transluce un cariz todavía más siniestro, cruel y deshumanizado: la arena es vendida en secreto a compañías constructoras para mezclarla con el cemento, quizá “cobrando la mitad en el transporte”. Lo cual, replica él, infringe “la ley”, “los reglamentos de construcción”, pues la mezcla del cemento con esa arena repleta de sal haría que “los edificios o las presas empezaran a caerse a pedazos”; “no sería buen negocio”. Pero la respuesta de ella no puede ser menos egoísta, antropófaga y reveladora:

“—¿Por qué debemos preocuparnos de lo que les pase a los demás?
“Se quedó pasmado. Parecía que la mujer se hubiera quitado una máscara. La cara de la aldea se le presentaba al descubierto a través de la mujer.” Y ante su insistencia de que alguien “saca un montón de dinero de este sucio negocio”, ella parece no ver más allá de sus narices y de su coño y de la última neurona que le queda: “Nosotros hemos sido hasta bien tratados... Realmente, no nos han hecho ninguna injusticia...”
Fotograma de La mujer de la arena (1964)
      Tras 46 días de cautiverio y de trabajo forzado, Niki Jumpei logra salir del pozo con unas tijeras y una escalera elaborada a escondidas de la mujer. Pero dado que desconoce el territorio que lo rodea, en vez de alejarse de allí, en medio de la bruma camina hasta el centro de la aldea. Los ladridos de los perros delatan su presencia y en la huida cae en un pantano de arena movediza (grita pidiendo auxilio y llora angustiado ante la proximidad de la muerte), atolladero de donde sus raptores lo rescatan y lo devuelven al pozo.

Fotograma de La mujer de la arena (1964)
         En secreto, bajo el ras del suelo de arena, “el hombre puso una trampa para atrapar cuervos en el espacio libre detrás de la casa. La llamó ‘Esperanza’.” Su objetivo: atar una carta a la pata de un cuervo. Pese a que pasa el tiempo y la trampa falla, parece que no cejará en sus planes de huir de ese carcelario y esclavizante encierro. Pero su furtiva estrategia empieza a cambiar cuando descubre que en el balde de madera de la trampa se acumula agua, un agua cuya filtración hace que llegue mucho más limpia que el agua suministrada por la yakuza. En su búsqueda de que la captura del agua se multiplique (para no depender del tacaño, chantajista y coercitivo suministro de sus raptores), colige que necesita “una radio para enterarse de los informes del tiempo”. Así, ocultándole su secreto a la mujer, empieza a ayudarla en su labor de ensartar cuentas que ella hace para ahorrar y adquirir una radio. Sin embargo, el rumbo de la narración da un giro inesperado cuando el “cuerpo de la mujer se bañó en sangre, mientras se quejaba de un dolor agudo”. Un veterinario “diagnosticó un posible embarazo extrauterino” y por ello la yakuza la traslada “en el motocarro al hospital de la ciudad”. La escalera de cuerda queda colgada en el solitario pozo y él podría huir ipso facto, regresar a su mundo, rehacer su vida y demandar a sus raptores e incluso “usar la prensa para mover la opinión pública” y lograr que se castigue a esa banda de criminales. Pero no huye, se queda ahí, posterga su escape para “algún otro momento” (quizá incierto). Y no lo hace por la mujer ni por el posible vástago ni por la yakuza ni por la aldea, sino por él mismo, por su envanecimiento ególatra: “notaba que estaba deseoso de hablar con alguien sobre la trampa de agua. Y en ese caso, no podía pensar en un auditorio mejor que los aldeanos. Terminaría contándoselo a alguien.” Un alguien mafioso, cruel, deshumanizado, que lo secuestró, privó de la libertad, esclavizó y vejó hasta las heces, y no sólo cuando ansioso y desesperado, luego de varios meses en el agujero, quería que le permitieran “subir al promontorio y ver el mar una vez al día”, “aunque fuera por treinta minutos”. La obscena y babeante yakuza lo dejaría ver el mar, pero si a cambio él y la mujer se exhibían ante ellos fornicando “como macho y hembra”.



Fotograma de La mujer en la arena (1964)


Kôbô Abe, La mujer de la arena. Traducción del japonés al español de Kasuya Sakai. Siruela Bolsillo núm. 11, Ediciones Siruela. 3ª ed. Madrid, abril de 2004. 208 pp.


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La casa de las bellas durmientes




Una felicidad fuera de este mundo

El escritor y suicida nipón Yasunari Kawabata (1899-1972), Premio Nobel de Literatura 1968, publicó en japonés, en 1961, su novela breve La casa de las bellas durmientes. La traducción al español de Pilar Giralt data de 1976 y de diciembre de 2004 la quinta edición que Luis de Caralt Editor tiró en Barcelona, precedida por el “Prólogo” que el escritor y suicida nipón Yukio Mishima (1925-1970) urdió ex profeso
(Caralt, Barcelona, 2004)
       Dispuesta en cinco capítulos, La casa de las bellas durmientes narra las cinco visitas que el viejo Eguchi, de 67 años, hace a un pequeño y peculiar burdel erigido en el acantilado de un impreciso lugar del Japón. Eguchi supo de esa secreta casa de citas por el anciano Kiga, quien le dijo que “sólo podía sentirse vivo cuando se hallaba junto a una muchacha narcotizada” y “que acudía allí cuando la desesperación de la vejez le resultaba insoportable”. Ese camuflado lupanar es una discreta y pequeña posada (sin señas exteriores) con una sola habitación superior para el lúbrico servicio, a la que por las noches acuden (de uno en uno) ancianos que remuneran y que ya no tienen erecciones. Es decir, según deduce el viejo Eguchi, “no cabía la menor duda de que para los ancianos que pagaban”, “dormir junto a semejante muchacha era una felicidad fuera de este mundo”. A los deteriorados vejestorios los recibe, en kimono, una madrota de unos 45 años, que al parecer es la encargada de ese encubierto y clandestino negocio que funciona al margen de la ley y a través, se colige, de una red mafiosa, de una oscura y subterránea yakuza que engancha a las jóvenes (que acuden allí a narcotizarse y desnudarse por el dinero) y que quizá (o sin duda) soborna a ciertas autoridades policiales y gubernamentales que se hacen de la vista gorda ante su singular existencia, quizá boyante. (“Dígaselo al hombre que posee la casa. ¿Qué he hecho yo de malo?”, dice la madama en un defensivo y breve alegato.) 

        La madrota le recita al viejo Eguchi las estrictas reglas de la casa. La manceba (a veces menor de edad o muy joven), dormida con un fuerte narcótico, yace desnuda en el cuarto ex profeso del piso superior, desde donde se oye y otea el mar. El anciano, también desnudo, se acuesta y pasa la noche junto a ella. Y para conciliar el sueño tiene a la mano dos píldoras, dos somníferos de los que puede hacer uso o no, parcial o totalmente.
Yasunari Kawabata y una bella despierta
  “No debía poner el dedo en la boca de la muchacha dormida ni intentar nada parecido”, recita la madama, en cuyo nudo del obi se observa y observa “un pájaro grande y raro”, con “ojos y pies” muy realistas y estilizados. “Ciertos ancianos tal vez acariciarían todas las partes de su cuerpo, otros sollozarían”, piensa el viejo Eguchi. Pero los toqueteos, las observaciones eróticas y las exploraciones corporales que él hace en cada cuerpo desnudo, si bien no van más allá de lo superficial y de sus divagaciones mentales, denotan la probabilidad de que algún vejete sí desbarre en lo prohibido o cometa un crimen (viole o asesine a la bella durmiente). Más aún por el hecho de que el viejo Eguchi, según dice en su intimidad, aún “no ha dejado de ser hombre” y pasa una candente prueba de fuego: en su segunda cita le toca una joven dizque con experiencia, por cuya seducción e inefable belleza él apoda “la hechicera”. En el momento en el que se dispone a penetrarla (lo que equivale a una abusiva y artera violación), descubre su doncellez: “¡Una prostituta virgen, a su edad!”, exclama. Y se detiene, la respeta. Y entre sus posteriores devaneos mentales e íntimas evocaciones colige que todas las bellas durmientes de la casa son vírgenes. Pero tal vez yerre.

Rafel Cansinos Assens y una bella despierta
  En el refranero que figura al final del tercer tomo de Las mil y una noches (Madrid, Aguilar, 1955) traducidas del árabe al español por Rafael Cansinos Assens (1882-1964) se lee “Sobre los deleites de la vida”: “La delicia de la vida en tres cosas se cifra: en comer carne, montar sobre carne y hacer entrar la carne en la carne.” Quizá esa sibarita y golosa declaración de principios carnívoros y eróticos la suscribiría el viejo Eguchi;  y quizá también todos los decrépitos, feos y patéticos ancianos sin erecciones que frecuentan la casa de las bellas durmientes, que de budistas no tiene un pelo de monje calvo en busca de la inasible y evanescente entelequia del Nirvana, dado su apego a la carne, al placer de los sentidos y a sí mismos. 

Y si bien el viejo Eguchi se limita a oler y a tocar y a ciertas reflexiones mundanas y eróticas, las remembranzas de su pasado y de su actual estado civil (tiene esposa y tres hijas casadas), entreveradas en el desarrollo de cada visita, revelan que es un voluptuoso incorregible de larguísima data, que ha llevado y cultivado una doble vida y por ende radiografía: “Los ancianos que vienen aquí siguen atados a sus ligaduras”. O dictamina entorno a una noche fría: “Morir en una noche como ésta, con la piel de una muchacha para calentarse, debe ser el paraíso de un anciano”. O decanta al olisquear la aromática fragancia del sobaco de una desnuda bella durmiente de menos de 20 años: “La vida misma”. “Una muchacha como ésta insufla vida a un viejo de sesenta y siete años”.   
   
Yasunari Kawabata
        No extraña, entonces, que en su tercera visita a la casa, a un lado del cuerpo de una narcotizada adolescente de unos “Dieciséis años, más o menos”, rememore la felación, que “hacía mucho tiempo”, le hizo una meretriz de 14 años, ansiosa de terminar su trabajo e irse a un aledaño festival, quien “Usó su lengua larga y delgada. Estaba mojada, y Eguchi no se sintió complacido”. O que apenas hace tres años, a sus 64 años de edad, durante un viaje a Kobe, en un casual club nocturno haya conocido a una esbelta joven de menos de 30 años, a quien durante el baile invitó a la cama del hotel y que resultó tener dos pequeños hijos en casa y un marido laborando en Singapur, quien, pese a la contigüidad y al regreso de éste, según le dijo en varias cartas, estaba dispuesta a seguir con la secreta aventura sexual. 

La placentera quinta visita que el viejo Eguchi hace a la casa de las bellas durmientes queda marcada por el sorpresivo drama y el desasosiego. La madrota, esa “alcahueta fría y avezada” cuyo contacto le repugna, lo espera con antelación, pues se acude allí con previa cita telefónica. Esa vez, para su sorpresa y deleite, le ha dispuesto dos jóvenes para él solo, que ya están tendidas en la cama, desnudas y narcotizadas. 
El viejo Eguchi, desnudo y luego de sus previsibles toqueteos, olfateos, íntimos pensamientos y fragmentarias evocaciones de ciertos episodios de su vida, ingiere el par de píldoras y se queda dormido. Tiene algunas pesadillas eróticas. Y alrededor de las cuatro de la madrugada se despierta y descubre que una de las jóvenes, la morena, de menos de 20 años, yace muerta (con el cuerpo frío, sin respiración, sin latidos, sin pulso). Da la voz de alarma. La madrota no tarda en acudir al piso de arriba y en el diálogo que entablan se transluce que ésta, auxiliada por un hombre que está en el piso de abajo (quizá un custodio o el “hombre que posee la casa”), harán lo debido para que no ocurra un escándalo que trunque el clandestino negocio. “No se alarme. No le causaremos ningún problema. Su nombre no será pronunciado”, le dice la madama, quien también le ruega que no se vaya, “pues no conviene llamar la atención ahora”. 
La madrota, pese a la obvia evidencia, niega que la joven morena haya muerto y carga el cuerpo exánime al piso de abajo. Y al poco rato el viejo Eguchi, desde la ventana del piso de arriba, ve alejarse de allí un coche donde quizá lleven el cadáver; tal vez “a la ambigua posada donde condujeron al anciano Fukura”, piensa; que tal vez también sea propiedad del dueño de la casa de las bellas durmientes. O quizá lo trasladen a otro sitio encubierto y sombrío donde la mafia desaparecerá ese cuerpo muerto  (para no causar ningún problema y continuar con el lucrativo comercio clandestino), pues la novela de Yasunari Kawabata no narra qué ocurre con el cadáver de esa bella durmiente, ni qué suscita su desaparición en su entorno inmediato, familiar y social. Ni mucho menos dilucida cuál fue la causa de su súbita y silenciosa muerte, quizá imprudentemente provocada por el fuerte narcótico, el cual, según la madama, no tolerarían los seniles y climatéricos ancianos, y por ende se lo niega al viejo Eguchi cada vez que se lo pide prometiendo pagar más. 
Yasunari Kawabata
(1899-1972)
  Es decir, el viejo Fukura, “un director de empresa” y conocido del viejo Kiga, hace unos días murió de un infarto mientras allí en la casa pasaba una noche de placer junto al cuerpo desnudo y narcotizado de una joven. Y pese a que el viejo Kiga alude “una especie de eutanasia” y a que la madrota parlotea sobre “una muerte feliz”, hay indicios de que no fue así, sino que murió con dolores, angustia, fobia y desesperación ante la intempestiva y súbita muerte, pues la madrota oyó un “extraño gemido” y subió a indagar lo que ocurría: descubrió que “su respiración y su pulso se habían detenido” y que la bella durmiente “tenía un arañazo desde el cuello hasta el pecho”, “un arañazo con algunas gotas de sangre”, que hizo que la fémina quedara fuera de servicio, “de vacaciones hasta que cicatrice el arañazo”, y quien al despertarse y descubrir la herida e ignorante del infausto meollo, sentenció: “Qué viejo tan repugnante”.

El caso es que para ocultar su doble vida y preservar el buen nombre del “director de empresa” y para mantener en la sombra el clandestino negocio de “la casa de las bellas durmientes”, la mafia llevó el cuerpo del viejo Fukura a una posada que también solía frecuentar, donde se dijo que murió de un infarto. Así, no hubo investigación policíaca, no se interrogó a los otros ancianos ni a las muchachas, ni la familia se enteró de lo sucedido. De modo que en los periódicos sólo aparecieron dos notas necrológicas: “de su empresa” y “de su esposa e hijo”.
Vale advertir, por último, que el ligeramente preciosista diseño del libro luce estropeado (para la posteridad) con horrendas erratas.



Yasunari Kawabata, La casa de las bellas durmientes. Prólogo de Yukio Mishima. Traducción al español de Pilar Giralt. 5ª ed., Caralt. Barcelona, 2004. 158 pp.





martes, 4 de agosto de 2020

Bartleby, el escribiente


 Encerrado en sí mismo

Todo indica que Jorge Luis Borges (1899-1986) prologó tres veces el cuento “Bartleby, el escribiente” del neoyorquino Herman Melville (1819-1891), autor de Moby Dick (1851), “la novela infinita que ha determinado su gloria”. El primer prólogo fue para Bartleby, traducido del inglés por el propio Borges, número 1 de la Colección Cuadernos de la Quimera, impreso en Buenos Aires, en 1943, por Emecé Editores, según se asienta en la página 64 de Jorge Luis Borges: bibliografía completa (Buenos Aires, FCE, 1997), de Nicolás Helft; prólogo antologado por el autor en Prólogos con un prólogo de prólogos (Buenos Aires, Torres Agüero, Editor, 1975), donde está datado en 1944 y seleccionado así en el Ficcionario (México, FCE, 1985), antología de textos de Borges, con “Edición, introducción, prólogos y notas” de ese exhumador, compilador y coleccionista de curiosidades borgesanas que fue el uruguayo Emir Rodríguez Monegal (1921-1985), autor de la espesa y voluminosa Borges. Una biografía literaria (México, FCE, 1987), y, con el cubano Enrique Sacerio Garí, de la antología y edición de Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939) (Barcelona, Tusquets Editores, 1986). 
La Biblioteca de Babel núm. 9, Ediciones Siruela
Madrid, septiembre de 1984
  El segundo prólogo fue para Bartleby lo escrivano, ex profeso para La Biblioteca di Babele, la espléndida colección de lecturas fantásticas que Borges, con el tácito e implícito auxilio de María Esther Vázquez, dirigió y prologó a petición de Franco Maria Ricci, quien la editó en italiano, en Parma y Milán, entre 1975 y 1985; en ésta apareció en 1978 con el número 7 de la serie de 33 números, la cual fue publicada en español, en Madrid, por Ediciones Siruela, entre 1983 y 1988, en cuya segunda de forros, de cada número, se lee: “ha querido respetar el diseño original, haciendo honor a la colección ideada por Ricci”. En Siruela, Bartleby, el escribiente, con la traducción de Borges, se publicó en 1984 con el número 9 de La Biblioteca de Babel; pero en 1978, prólogo y traducción, habían aparecido en Buenos Aires con el número 5 de los 6 números de la serie editados por Ediciones Librería de la Ciudad entre 1978 y 1979. 

Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 21
Hyspamérica Ediciones
Madrid, 1985
  El tercer prólogo precede la trilogía de cuentos de Herman Melville: Benito Cereno, Billy Budd, y Bartleby, el escribiente (los dos primeros son traducciones de Julián del Río y el tercero es la susodicha traducción de Borges), que conforman el número 21 de la serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, impreso en Madrid, en 1985, por Hyspamérica Ediciones; colección de 75 libros, tres de ellos sin prólogo de Borges, dirigida y seleccionada por éste con el auxilio de María Kodama, quien entonces era su secretaria, lazarilla y compañera. 

       
Herman Melville
(Nueva York, agosto 1 de 1819-septiembre 28 de 1891)
         Pese a que en esencia abordan los mismos puntos, se trata de prólogos distintos. El primero, al que en 1974 el autor le añadió una breve “Posdata”, es una revaloración de la obra de Herman Melville a la luz del conocimiento de la lengua y de la literatura inglesa que tenía Borges; en este sentido refiere las afinidades que encuentra entre Melville y otros autores como G.K. Chesterton, William Shakespeare, Thomas de Quincey, Thomas Browne, Thomas Caryle, Charles Dickens, y señala, además, a quienes posteriormente se ocuparon de él hasta convertirlo, con la participación de la publicidad y los anónimos lectores, en “una de las tradiciones de América”. “Typee, su primer libro, data de 1846”, apuntó en el segundo prólogo: “En 1851 publicó la novela Moby Dick, que pasó casi inadvertida. La crítica la descubriría hacia 1920. Ahora es famosa; la ballena blanca y Ahab tienen su lugar en esa heterogénea mitología que es la memoria de los hombres.”

   
Jorge Luis Borges
(Buenos Aires, agosto 24 de 1899-Ginebra, junio 14 de 1986)
     Vale destacar lo que Borges dijo en el primer prólogo con relación a Franz Kafka (1883-1924), lo cual implica que Herman Melville pudo ser nombrado en su canónico ensayo “Kafka y sus precursores”, publicado en el periódico porteño “La Nación, agosto 19 de 1951”, luego incluido en su libro Otras inquisiciones (1937-1952) (Buenos Aires, Sur, 1952), del cual dice Emir Rodríguez Monegal en la nota 73 del Ficcionario: “Esta presentación retrospectiva desarrolla en forma de ensayo una idea que ya había ficcionalizado en ‘Pierre Menard, autor del Quijote’[cuento publicado por primera vez en el número 56 de la porteña revista Sur, correspondiente a mayo de 1939]. Este trabajo sobre Kafka se ha convertido en uno de los más seminales de la nueva crítica literaria. Gerard Genette en 1964 y Harold Bloom en 1970 han elaborado y ampliado la perspectiva abismal que contiene.” 
 
Franz Kafka
(1883-1924)
    En este sentido, dice Borges en el prólogo de 1943: “Bartleby” está escrito “en un idioma tranquilo y hasta jocoso cuya deliberada aplicación a una materia atroz parece prefigurar a Franz Kafka [...]”; “yo observaría que la obra de Kafka proyecta sobre ‘Bartleby’ una curiosa luz ulterior. ‘Bartleby’ define ya un género que hacia 1919 reinventaría y profundizaría Franz Kafka: el de las fantasías de la conducta y del sentimiento o, como ahora malamente se dice, psicológicas. Por lo demás, las páginas iniciales de ‘Bartleby’ no presienten a Kafka; más bien aluden o repiten a Dickens... En 1849, Melville había publicado Mardi, novela inextricable y aun ilegible, pero cuyo argumento esencial anticipa las obsesiones y el mecanismo de El castillo, de El proceso y de América; se trata de una infinita persecución, por un mar infinito.”
       El prólogo para el libro de la serie La Biblioteca de Babel, más breve que el anterior y sin el compendio enciclopédico, alude de nuevo la coincidencia entre la locura de Ahab, el capitán mutilado por la Ballena Blanca, y la locura de Bartleby, el copista encerrado en sí mismo, cuya obstinación y desvaríos (evidencias de una extrema soledad y abandono que lo conducen a la muerte) trastocan los sentimientos, la conducta y la psique de quienes los rodean. Así, este prólogo, apoyado por la tácita asimilación de “la primera monografía americana” sobre el autor de Moby Dick: Herman Melville, Mariner and Mystic (1921), de Raymond Weaver, y por la biografía crítica Herman Melville (1926), de John Freeman, es una suerte de ensayo breve y biografía sintética, semejante a las breves reseñas y biografías sintéticas que Borges ejercitó en la revista El Hogar en los años 30; pero también es un prólogo parecido a los prólogos que hizo para la susodicha colección de libros editados por Hyspamérica, en cuyo correspondiente prefacio bosqueja: “Bartleby, que data de 1856, prefigura a Franz Kafka. Su desconcertante protagonista es un hombre oscuro que se niega tenazmente a la acción. El autor no lo explica, pero nuestra imaginación lo acepta inmediatamente y no sin mucha lástima. En realidad son dos los protagonistas; el obstinado Bartleby y el narrador que se resigna a su obstinación y acaba por encariñarse con él.”
      En el prólogo para el libro de La Biblioteca de Babel, Borges resume un curioso retrato de la personalidad que Nathaniel Hawthorne hizo de Hermann Melville, que revela, además, la ascendencia, el sello y el destino de Maqroll el Gaviero, el marino y aventurero acuñado por el colombiano Álvaro Mutis (1923-2013), ganador en España del Premio Cervantes de Literatura 2001: “Siempre estaba impecable, aunque su equipaje se limitaba a un bolso ya muy usado, que contenía un pantalón, una camisa colorada y dos cepillos, uno para los dientes y otro para el pelo. El reiterado hábito de la marinería habría arraigado en él esa austeridad. El olvido y el abandono fueron su destino final.”

Herman Melville
       No obstante, lo que descuella en tal prólogo de Borges es de nuevo la alusión de Herman Melville como precursor de Kafka, más concisa pero más feliz: “En la segunda década de este siglo, Franz Kafka inauguró una especie famosa del género fantástico; en esas inolvidables páginas lo increíble está en el proceder de los personajes más que en los hechos. Así, en El proceso el protagonista es juzgado y ejecutado por un tribunal que carece de toda autoridad y cuyo rigor él acepta sin la menor protesta; Melville, más de medio siglo antes, elabora el extraño caso de Bartleby, que no sólo obra de una manera contraria a toda lógica sino que obliga a los demás a ser sus cómplices.”
   
Marginales núm. 92, Tusquets Editores
Barcelona, septiembre de 1986
       Cabe añadir que el temprano fervor del argentino por Franz Kafka, que Borges podía leer en alemán, lo llevó, además de ocuparse de él en la sección “Libros y autores extranjeros” de la revista de señoras elegantes El Hogar (el “6 de agosto de 1937” comentó una edición de El proceso en inglés), a publicar en Buenos Aires, en 1938, a través de Editorial Losada y con el número 1 de la serie La Pajarita de Papel, la primera traducción al español de La metamorfosis (1915), que Borges no tradujo, 
“pese a que figura como traductor del libro (ni tampoco tradujo “Un artista del hambre” ni “Un artista del trapecio”), pero sí prologó; celebérrimo y erudito prefacio antologado por él en Prólogos con un prólogo de prólogos, libro incluido, en 1996, en el póstumo tomo IV de sus Obras completas, editadas en Barcelona por su viuda María Kodama y Emecé Editores. 
     
(Emecé Editores, Barcelona, 1996)

        Escrito en 1853 e incluido en The Piazza Tales (1856), “Bartleby, el escribiente” es la historia de “un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza”. La voz narrativa es la de un abogado que tenía su bufete en el segundo piso de un alto edificio de Wall Street. Tras recibir el nombramiento de agregado a la Suprema Corte del Estado de Nueva York, se vió en la necesidad de contratar a un nuevo copista. Bartleby es quien acudió al llamado de su anuncio. Y a partir de esa figura que se le presenta: “¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada!”, el abogado evoca la serie de impertinencias y singularidades que trastocan su tranquilidad interior y la rutina de sus oficinas. El abogado, para contrastar y contextualizar el extraño y patético comportamiento del escribano, refiere las útiles y perniciosas características de la fauna que lo rodea: Turkey, Nippers y Ginger Nut, sus otros empleados. 
   Sin embargo, tanto la voz narrativa como el lector ignoran el pasado, los pensamientos, los sentimientos, los sueños y la imaginación de Bartleby. Sólo se asiste a las tribulaciones del abogado, a su punto de vista en torno a Bartleby, a la forma en que reflexiona en el laberinto de sus cavilaciones y dudas, a la manera en que trata de resolver, decorosa y piadosamente, el problema del triste y solitario escribiente que se apoderó de su oficina y de su cotidianidad a través de una conducta, sino premeditada, sí reflejo de una especie de autismo, de una perniciosa psicosis, y de un abandono que trasmina la miseria de su mundo interior y exterior. “El tema constante de Melville es la soledad; la soledad fue acaso el acontecimiento central de su azarosa vida”, dice Borges, quien también observa: Herman Melville “padeció rigores y soledades que serían la arcilla de los símbolos de sus alegorías”. “Hubiera querido ser cónsul pero tuvo que resignarse a un cargo subalterno de inspector de aduana de Nueva York, que desempeñó durante muchos años. Este empleo, lo salvó de la miseria, fue obra de los buenos oficios de Hawthorne. Nos consta que Melville, entre otras penas, no fue afortunado en el matrimonio. Era alto y robusto, de piel curtida por el mar y de barba oscura.” 
   En el absurdo y patético decurso de “Bartleby, el escribiente” se pueden destacar varios aspectos: Bartleby llegó al bufete a solicitar el empleo (lo cual implica que tal vez no estaba tan mal); copia con esmero todos los documentos que el abogado le indica, pero se niega a hacer otra cosa escudándose con el estribillo: “preferiría no hacerlo”, las únicas (o casi las únicas) palabras que emite; su dieta se restringe a biscochos de jengibre; ahorra dinero en un pañuelo oculto; no sale nunca de las oficinas; y sin autorización y casi sin pertenencias se queda a vivir allí. Poco después decide dejar de copiar los documentos, pero no abandona el sitio tras el biombo, su ermita, que elige para estar fijo (al parecer), sin hacer nada y mirando la pared (o el vacío o quién sabe qué demonios). El abogado, luego de intentar disuadirlo y protegerlo de mil paternales y benevolentes formas, se cambia de edificio. El nuevo inquilino se desespera y Bartleby, que sigue allí y después en ámbitos del edificio, termina sus días en la cárcel. En ésta, pese al insistente paternalismo y protección del abogado, no habla, no come, no acepta dinero ni auxilios y sólo mira la pared (o el vacío o el silencio o quién sabe qué tipo de fantasmas o pesadillas).
  “Bartleby es más que un artificio o un ocio de la imaginación onírica; es, fundamentalmente, un libro triste y verdadero que nos muestra esa inutilidad esencial, que es una de las cotidianas ironías del universo.” Dice Borges al término de su prólogo. 
 
(Alfaguara, México, 1997)
       No extraña, entonces, que la legendaria traducción al español que hizo de “Bartleby, el escribiente” sea el primer texto elegido por Augusto Monterroso (1921-2003) y Bárbara Jacobs en su Antología del cuento triste (México, Alfaguara, 1997).


Herman Melville, Bartleby, el escribiente. Prólogo y traducción del inglés al español de Jorge Luis Borges. La Biblioteca de Babel núm. 9, Ediciones Siruela. Madrid, septiembre de 1984. 84 pp. 


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Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos

 El laberinto, la telaraña y el círculo
 (algo tan necesario como respirar)

Nacido en Melo, Cerro Largo, el 28 de julio de 1921, el crítico y ensayista uruguayo Emir Rodríguez Monegal falleció de cáncer en New Haven el 14 de noviembre de 1985, 7 meses antes de que el argentino Jorge Luis Borges muriera en Ginebra el 14 de junio de 1986 (había nacido en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899). Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos (México, FCE, 1985) basada en la antología que Monegal publicó en inglés, en Estados Unidos, con la colaboración del escocés Alastair Reid (1926-2014), traductor de Borges: Borges. A reader. A selection from the writings of Jorge Luis Borges (New York, Dutton, 1981), y Borges. Una biografía literaria (México, FCE, 1987) originalmente escrita en inglés y publicada en Nueva York, en 1978, por Dutton, son el par de libros, editados en México por el Fondo de Cultura Económica, que el crítico, profesor y editor uruguayo destinó a la vida y obra del celebérrimo argentino que nunca recibió el Premio Nobel de Literatura.
(Dutton, New York, 1978)
     
(FCE, México, 1987)
         A Emir Rodríguez Monegal la muerte le impidió observar los cambios que preparara especialmente para la traducción al español que por encomienda suya hizo Homero Alsina Thevenet de su citada Biografía literaria. En contraste, la introducción, los prólogos, la cronología, la bibliografía y las notas del Ficcionario (compendio firmado en “Yale University”) los concibió en castellano, así como la edición de los textos de Borges. Sin embargo, quizá no haya visto el libro impreso (pero tal vez sí), puesto que la primera edición de diez mil ejemplares “se terminó de imprimir el 30 de agosto de 1985”. La muerte de Emir Rodríguez Monegal también se interpuso en la edición final de los Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939) (Barcelona, Tusquets, 1986), antología de reseñas, biografías sintéticas y ensayos breves que Borges escribió en la revista bonaerense El Hogar, que el crítico uruguayo preparaba en la Universidad de Yale (donde era profesor de Literatura Iberoamericana) con la colaboración del cubano Enrique Sacerio-Garí (Sagua la Grande, Villa Clara, agosto 2 de 1945) y por ende fue éste quien la concluyó y prologó.

(Tusquets, Barcelona, 1986)
       La muerte de Monegal también interrumpió la escritura de sus memorias, proyecto iniciado después de que en marzo de 1985 supo que tenía cáncer (apunta Manuel Ulacia en la segunda de forros de Los Magos). Monegal había planeado escribir cinco tomos: “el primero destinado a su infancia y adolescencia; el segundo, a sus años como editor en el suplemento Marcha; el tercero, a su experiencia en Inglaterra; el cuarto, a sus años en París como director de Mundo Nuevo, y por último, el quinto, dedicado a su vida como profesor en los Estados Unidos”. Pero sólo alcanzó a escribir el primero, mismo que póstumamente publicó en México la extinta Editorial Vuelta, “el 30 de agosto de 1989”, con el título Las formas de la memoria (I): Los Magos.

     
(FCE, México, 1985)
        El ágil e interactivo sistema de llamadas-enlaces que en el Ficcionario llevan y traen al lector navegando de un lado a otro de la introducción, prólogos y notas de Emir Rodríguez Monegal y de los textos de Borges (incluidas la cronología y la bibliografía), hacía pensar, en los años 90 del siglo XX, en los botones interactivos de un CD-ROM (ahora anacrónico); y ya encarrerado el gato en lo que va del siglo XXI: en las páginas web que a través de Internet llevan y traen de un sitio a otro del ciberespacio. En este sentido, el Ficcionario traza un laberinto o telaraña que es “un círculo cuyo centro no está en ninguna parte y cuya circunferencia está en todas”; y por ende evoca o remite a la cabalística y ancestral “tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como la esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia) su noveno atributo, la eternidad —es decir, el conocimiento inmediato de todas las cosas que serán, que son y que han sido en el universo”. Dicho de un modo quizá más elemental y especular: el Ficcionario es “una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía” Borges, donde al instante y simultáneamente convergen “infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos”. Es decir, “Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades.”

Jorge Luis Borges, César Fernández Moreno y Emir Rodríguez Monegal
Montevideo, c. 1948
  En su introducción al Ficcionario, Emir Rodríguez Monegal, entre lo que argumenta para justificar la elección-discriminación que hizo de los textos de Borges, dice, con algo de razón paleográfica y arqueológica, que “casi no hay texto suyo (como el hueso que un antropólogo encuentra en el barro) que no pueda ser usado para reconstruir la fábrica entera de su obra”. Pero una de sus tesis principales (
derivada de la tesis “desarrollada por Gérard Genette en 1964” y que trasmina el total de las páginas), se lee cuando afirma que Borges con “el cuento ‘Pierre Menard, autor del Quijote’ funda una teoría de la literatura. Allí se demuestra que el lector de un clásico se convierte, en cierto sentido, en colaborador del mismo: su lectura altera el texto.” [...] “En vez de mero consumidor, el lector debe convertirse en colaborador. Es decir: en escritor del texto”. 
Borges es un clásico (al menos eso cree y cultiva una mínima tribu que subyace dispersa entre los oscuros y amnésicos trogloditas de la laberíntica y subterránea Ciudad de los Inmortales), y bajo tal perspectiva el simple lector, en calidad de demiurgo menor, de diosecillo bajuno o de nanohomúnculo umbelífero, colabora con él, realiza una doble lectura (o quizá triple, cuádruple o quíntuple), reescribe sus textos de cabo a rabo, es uno más de los incesantes Pierres Menards, autores de la obra de Borges, que infestan las catacumbas de la recalentada y laberíntica aldea global y que sin cesar reescriben (leyendo) —palabra por palabra, línea a línea, párrafo tras párrafo— una obra efímera, mental, cuyo evanescente palimpsesto de rapsoda impenitente acaso coincide con exactitud (sin que se trate de una copia fiel) con la obra única de Borges. 
     
(Dutton, New York, 1981)
         El Ficcionario no es una antojolía crítica que se lee de una sentada. Es un libro de consulta que se lee y relee por un insaciable hedonismo cognoscitivo y estético, y no por una ampulosa aspiración pseudoacadémica. Desde luego que tiene yerros y minucias que el tiempo ha vuelto evidentes y caducas y otras con las que se puede estar en desacuerdo. Por ejemplo, Monegal dice que “El general Quiroga va en coche al muere” y “El Golem” son “poemas que son notas a pie de página de estudios eruditos escritos por otros”. Pero si bien el primero implica un pasaje histórico que aborda Faustino Sarmiento en Facundo, civilización y barbarie (1845), y el segundo la indirecta e implícita lectura de El Golem (1915) —el primer libro que el joven Georgie descifró en alemán (aún en Europa)—, pero sobre todo de las Principales tendencias del misticismo judío (1941), de Gershom Scholem (que Borges leyó en inglés), y “el libro de Frachtenberg sobre supersticiones judías” (dice en el consabido comentario que preludia su grabada recitación de su poema “El Golem” al referirse a la póstuma obra de Abraham von Franckenberg), no son, precisamente, “poemas que son notas a pie de página de estudios eruditos escritos por otros”.

       
(Alfaguara, México, 1998)
          Siendo las cosas más o menos así (o no), el lector puede hacer sus propias modificaciones, parodias y añadidos. Por ejemplo, colocar en el supuesto final de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” la datación “1940, Salto Oriental”, pues por un descuido editorial se mutiló. O seguir al pie de la letra (o no) las observaciones críticas que Augusto Monterroso señala en “El otro aleph” —ensayo reunido en su libro La vaca (Alfaguara, México, 1998)—, donde cuestiona y hace polvo lo que Monegal asienta, en su nota 51, sobre el argumento de “El Aleph” y sus presuntos vínculos con la Divina Comedia y con el nombre de Dante Alighieri. O quizá, con humor borgesano, insertar en la cronología lo que una mano anónima redactó en Destiempo de Borges, el polifónico y monográfico número 188 de La Gaceta del FCE, correspondiente a agosto de 1986, al comentar la noticia de la muerte del escritor: “Recientes investigaciones permiten suponer que Borges murió hacia 1986 en la ciudad de Ginebra. Hay quien aventura que la fecha precisa fue el 14 de junio. La Redacción se limita a dar noticia de estas especulaciones, no se hace responsable de su veracidad, toda vez que cierto encabezado rezaba al día siguiente a ocho columnas: ‘Borges no ha muerto’.”

El Ficcionario, no obstante, y pese al tiempo y a sus yerros, es un buen libro para descubrir y empezar a conocer la vida y obra de Borges. En este sentido, quizá no falte el recién iniciado al que le suceda lo mismo (o algo parecido) a lo que Monegal narra en Los Magos cuando siendo un adolescente en la habitación de una de sus tías, en Montevideo, se tropezó con una página de El Hogar firmada por un tal Borges. Monegal dice, con la pátina y el aderezo del tiempo, que fue en 1936, a sus 15 años; pero quizá haya sido en 1937, por lo que afirma a continuación y porque el primer número donde colaboró Borges data del “16 de octubre de 1936”: 
(Vuelta, México, 1989)
        “Ese mismo año, sin embargo, estando en el cuarto de mi tía Nilza, me puse a hojear una revista femenina que ella solía comprar, El Hogar, y entre fotos de señoras de la mejor sociedad argentina que lucían sus pieles en Buenos Aires o se ventilaban en Mar del Plata, encontré una sección bibliográfica, sobriamente titulada ‘Libros y Autores Extranjeros’, y firmada por un tal Jorge Luis Borges. Una mera hojeada me reveló que aquello era lo que precisamente andaba buscando desde hacía algunos años: noticias críticas sobre literatura contemporánea. En el espacio de una página compacta, este tal Borges se las ingeniaba para resumir en treinta o cuarenta líneas la biografía de Virginia Woolf, además de dar un fragmento del Orlando en su propia versión. Reseñas de libros de mediana extensión marginaban estos textos, y hasta había lugar para unas cómicas apostillas sobre la vida literaria. Lo que primero me impactó fue la gracia del estilo, el uso impecable de la ironía y la capacidad de definir a un escritor en términos tan precisos que de desconocido se convertía en conocido. Nunca había oído hablar de Mrs. Woolf, pero a partir de esa biografía no sólo sabía qué había escrito sino cuál era la singularidad de su obra. Revolví entre los viejos números de la revista y encontré otras páginas, con reseñas sobre Wells (cuyas primeras novelas de ciencia y ficción ya había leído en portugués, en Río), sobre Oswald Spengler, otro desconocido, sobre William Bluter Yeats (ídem de ídem). Después de leer a Borges sabía perfectamente qué se proponía el filósofo alemán y cuáles eran los puntos más flacos de la brillante coraza del vate irlandés. Con avidez, empecé a coleccionar esas páginas, saqueando todas la revistas de casa y otras amigas.”

Ese mismo año, bajo tal deslumbramiento y devoción, al revolver los estantes de una antigua librería de viejo cercana a su casa familiar de Montevideo, La Bolsa de los Libros, encontró, dice, “un ejemplar aún virgen de la Historia universal de la infamia de Borges, publicado en 1935 y en edición popular por la Editorial Tor, casa que me era muy familiar por sus ediciones de los clásicos.” [...] “Decir que la lectura de la Historia universal me trastornó del todo, es decir poco. De golpe descubrí que se podía escribir en español con el ingenio, la velocidad, y la puntería de la mejor literatura francesa o inglesa. Descubrí que no estábamos condenados a la cacofonía, al pleonasmo, o a las migajas de la oratoria del siglo XIX.” 
Colección Megáfono número 3
Editorial Tor, Buenos Aires, 1935
  Resulta consecuente, entonces, que “en una librería más grande y moderna, El Palacio del Libro”, al descubrir accidentalmente “una colección completa de la revista Sur” (cuyo primer número data de enero de 1931) a Monegal le pareciera “sagrada porque tenía a Borges de colaborador. Fue una revelación. Como mis recursos eran limitados, decidí someterme a un riguroso racionamiento: cada mes, compraba el nuevo ejemplar de Sur, y uno de los atrasados. Así llegué a poseer la colección completa de la revista.” [...] “La mera existencia de Borges me probaba que había otros niveles de crítica.”

Revista Sur número 1
Buenos Aires, enero de 1931
        Vale añadir que tal deslumbramiento y fascinación evoca, y en algo o mucho coincide, con lo que Augusto Monterroso (1921-2003) bosqueja al inicio de su ensayo “Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges”, reunido en su libro Movimiento perpetuo (México Joaquín Mortiz, 1972), y que remite a una época en que en América Latina los dispersos y reducidos círculos intelectuales descubrían a Franz Kafka a través de La metamorfosis (Buenos Aires, Losada, 1938), libro de narraciones prologado por Borges (con varias traducciones suyas), y cuando aún no aparecía su libro El Aleph (Losada, Buenos Aires, 1949) y aún eran recientes sus libros de cuentos publicados en la capital argentina por la editorial de la influyente revista Sur, de la que era, desde el primer número de enero de 1931, un distinguido y notable colaborador: El jardín de senderos que se bifurcan (1941) y Ficciones (1944):

(Joaquín Mortiz, México, 1972)
     


        “Cuando descubrí a Borges, en 1945, no lo entendía y más bien me chocó. Buscando a Kafka, encontré su prólogo a La metamorfosis y por primera vez me enfrenté a su mundo de laberintos metafísicos, de infinitos, de eternidades, de trivialidades trágicas, de relaciones domésticas equiparables al mejor imaginado infierno. Un nuevo universo, deslumbrante y ferozmente atractivo. Pasar de aquel prólogo a todo lo que viniera de Borges ha constituido para mí (y para tantos otros) algo tan necesario como respirar, al mismo tiempo que tan peligroso como acercarse más de lo prudente a un abismo. Seguirlo fue descubrir y descender a nuevos círculos: Chesterton, Melville, Bloy, Swedenborg, Joyce, Faulkner, Woolf; reanudar viejas relaciones: Cervantes, Quevedo, Hernández; y finalmente volver a ese ilusorio Paraíso de lo cotidiano: el barrio, el cine, la novela policial.
Colección La Pajarita de Papel número 1
Editorial Losada, Buenos Aires, 1938

En Jorge Luis Borges. Bibliografía completa (FCE, 1997),
Nicolás Helft dice que 
“Borges figura como traductor del libro,
pero los textos de La metamorfosis, Un artista del hambre
 y Un artista del trapecio no fueron traducidos por él.
       “Por otra parte, el lenguaje. Hoy lo recibimos con cierta naturalidad, pero entonces aquel español tan ceñido, tan conciso, tan elocuente, me produjo la misma impresión que experimentaría el que, acostumbrado a pensar que alguien está muerto y enterrado, lo ve de pronto en la calle, más vivo que nunca. Por algún arte misterioso, este idioma nuestro, tan muerto y enterrado para mi generación, adquiría de súbito una fuerza y una capacidad para las cuales lo considerábamos ya del todo negado. Ahora resultaba que era otra vez capaz de expresar belleza; que alguien nuestro podía contar nuevamente e interesarnos nuevamente en una aporía de Zenón, y que también alguien nuestro podía elevar (no sé si también nuevamente) un relato policial a categoría artística. Súbditos de resignadas colonias, escépticos ante la utilidad de nuestra exprimida lengua, debemos a Borges el habernos devuelto, a través de sus viajes por el inglés y el alemán, la fe en las posibilidades del ineludible español.”



Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos. Edición, introducción, prólogos, notas, cronología y bibliografía de Emir Rodríguez Monegal. Colección Tierra Firme, FCE. 1ª edición. México, agosto 30 de 1985. 488 pp.


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