lunes, 17 de agosto de 2020

Pantaleón y las visitadoras

Un pendejo de siete suelas

I de III
Con motivo del 80 aniversario del escritor peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936) en febrero de 2016, en Villatuerta, Navarra, el consorcio Penguin Random House, a través de Alfaguara, terminó de imprimir su novela Pantalón y las visitadoras en una vistosa “Edición limitada”, cuya sobrecubierta y pastas duras fueron ilustradas con detalles de un prostibulario bailongo: Cuatro mujeres (1987), óleo sobre lienzo de Fernando Botero, celebérrimo pintor colombiano, que incluso tiene en su voluminoso y monumental haber un retrato del Premio Nobel de Literatura 2010, donde se le ve, algo caricaturesco, tecleando una minúscula máquina de escribir con regordetas manos y un ligero parecido al joven narrador de los años del boom en Barcelona.
Mario Vargas Llosa mirando su retrato pintado por Botero
        Tal “Edición limitada” tiene, además, un “Prólogo” que el novelista firmó en “Londres, 29 de junio de 1999”, donde queda claro su afán lúdico y ficcional (inextricable al marketing), translúcido no sólo en el quimérico cierre: “Algunos años después de publicado el libro —con un éxito de público que no tuve antes ni he vuelto a tener— recibí una llamada misteriosa, en Lima: ‘Yo soy el capitán Pantaleón Pantoja’, me dijo la enérgica voz. ‘Veámonos para que me explique cómo conoció mi historia’. Me negué a verlo fiel a mi creencia de que los personajes de la ficción no deben entrometerse en la vida real.”

Edición limitada con portada de Fernando Botero
Alfaguara, 2016
         Al principio del “Prólogo”, Mario Vargas Llosa declara a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y envirulada aldea global: “Escribí esta novela en una apretada casita de Sarrià, en Barcelona, entre 1973 y 1974, al mismo tiempo que su versión cinematográfica. Debía filmarla José María Gutiérrez, pero, por los absurdos malabares del cine, terminé dirigiendo la película al alimón con él (acepto toda la responsabilidad de la catástrofe).” Al parecer, la simiente del amistoso pacto de filmar el guion surgió del hecho de que José María Gutiérrez (cineasta español fallecido casi a los 74 años el 5 de febrero de 2007) estuvo cerca del génesis de la novela (y por ende se la dedicó), pues más adelante apunta el narrador: “A diferencia de mis libros anteriores, que me hicieron sudar tinta, escribí esta novela con facilidad, divirtiéndome mucho, y leyendo los capítulos a medida que los terminaba a José María Gutiérrez, y a Patricia Grieve y Fernando Tola, mis vecinos de la calle Osio.” 

       
Mario Vargas Llosa y José Sacristán durante el
rodaje de Pantaleón y las visitadoras (1975)
       Además de codirigirla y de actuar en un papel de militar del Ejército peruano, esa homónima versión fílmica, rodada en Santo Domingo con actores profesionales (José Sacristán, Katy Jurado) y estrenada en 1975, resultó un chasco y no tuvo la resonancia y el éxito de la parcial adaptación de la novela que el cineasta Francisco Lombardi estrenó en 1999. (Ni el focalizado éxito de la versión escénica que el actor y director Jorge Alí Triana estrenó, en 2009, en el teatro Repertorio Español de Nueva York. A la que se sumó la versión musical que, dirigida por Juan Carlos Fisher, se estrenó el 24 de mayo de 2019 en el Teatro Peruano Japonés, en Lima.) No obstante, se infiere que Mario el memorioso (la memoria es un forma del olvido, Borges dixit) no la escribió “entre 1973 y 1974”, pues la primera edición de Pantaleón y las visitadoras, su cuarta novela, Carlos Barral, a través de Seix Barral, la publicó en Barcelona en “mayo de 1973”. 

   
Primera edición en Seix Barral
(Barcelona, mayo de 1973)
        Y ya encarrerado con la infalible mercadotecnia del ficcional “olvido”, apunta al inicio del segundo párrafo de su “Prólogo”: “La historia está basada en un hecho real —un ‘servicio de visitadoras’ organizado por el Ejército peruano para desahogar las ansias sexuales de las guarniciones amazónicas—, que conocí de cerca en dos viajes a la Amazonía —en 1958 y 1962—, magnificado y distorsionado hasta convertirse en una farsa truculenta.” Vale recordar que en El pez en el agua (Seix Barral, 1993), Mario Vargas Llosa evoca que el primer viaje a la Amazonía lo hizo, efectivamente, en 1958, cuando él, casado con la tía Julia desde mediados de 1956, estaba en Lima organizándose y preparándose para viajar a Europa donde haría su doctorado en la Complutense tras obtener, ex profeso y en la Universidad de San Marcos, la beca Javier Prado. E imprevistamente lo invitaron a viajar a la Amazonía (de cuya estancia de tres semanas en la selva escribiría, en un hotel en Río de Janeiro y ya rumbo a Europa, una crónica para la revista Cultura Peruana, por petición de José Flórez Aráoz, su director, quien también viajó a la Amazonía en el mismo hidroavión, además del antropólogo mexicano José Matos Mar y del antropólogo y folclorista ayacuchano Efraín Morote Best): “Cuando ya estaban muy avanzados los preparativos, un día, en la Facultad de Letras, Rosita Corpancho [la secretaria] me preguntó si no me tentaba un viaje a la Amazonía. Estaba por llegar al Perú un antropólogo mexicano de origen español, Juan Comas, y con ese motivo el Instituto Lingüístico de Verano y San Marcos habían organizado una expedición hacia la región del Alto Marañón, donde las tribus aguarunas y huambisas, por las que él se interesaba. Acepté, y gracias a ese corto viaje conocí la selva peruana, y vi paisajes y gente, y oí historias que, más tarde, sería la materia prima de por lo menos tres de mis novelas: La casa verde [1966], Pantaleón y las visitadoras [1973] y El hablador [1987].”
     
Cuadernos marginales 21
Tusquets Editor
(Barcelona, 1971)
       Y la segunda vez que Mario Vargas Llosa viajó a la Amazonía no lo hizo en “1962”, sino en 1964; de sobra es consabido y así se data y documenta con fotos en el volumen colectivo Mario Vargas Llosa. La libertad y la vida (Editorial Planeta Perú/Pontificia Universidad Católica del Perú, 2008). Y así él lo registró en su conferencia, reflexiva y autobiográfica, Historia secreta de una novela, publicada en 1971, en Barcelona, por Tusquets Editor, con el número 21 de Cuadernos marginales (serie con portadas doradas), impresa con tinta verde y dedicada al escritor mexicano Carlos Fuentes, de la cual consigna al inicio en un breve fragmento: “Esta conferencia, originalmente escrita en un rudimentario inglés que mi amigo Robert B. Knox mejoró, fue leía en Washington State University (Pullman Washington, el 11 de diciembre de 1968.” (Sic.) Ese segundo viaje, Mario Vargas Llosa lo hizo por iniciativa propia, cuando aún tenía en sus manos el barajeado y trabajado borrador de La Casa Verde (obra que lo catapultaría aún más por la chismográfica aldea global: Premio de la Crítica en 1966, invitación al “congreso mundial del PEN Club en Nueva York”, y Premio Rómulo Gallegos en 1967) y quería constatar, de cuerpo presente y para su obra en ciernes, ese territorio mítico y legendario que desde 1958 bullía en su memoria y en su novelística imaginación: “Cuando terminé la novela, en 1964, me sentí inseguro, lleno de zozobra respecto al libro. Desconfiaba principalmente de los capítulos situados en Santa María de Nieva. Mi intención no había sido, desde luego, escribir un documento sociológico, un ensayo disfrazado de novela. Pero tenía la molesta sensación de que, a pesar de mis esfuerzos, había idealizado (para bien y para mal) el ambiente y la vida de la región amazónica. Tomé la determinación de no publicar el libro mientras no hubiera retornado a la selva. Ese año volví a Lima. Esa vez no fue tan fácil llegar a Santa María de Nieva, por la falta de comunicaciones. Seis años antes había viajado por la selva muy cómodamente, en el hidroavión-renacuajo del Instituto Lingüístico de Verano. Esta vez viajé por mi cuenta y acompañado de un amigo, el antropólogo José Matos Mar, que había formado parte de la expedición la primera vez.”

Mario Vargas Llosa con un nativo de Santa María de Nieva
(Perú, 1964)


II de III
Distanciado de la estructura tradicional de La ciudad y los perros (Seix Barral, 1963), con La Casa Verde (Seix Barral, 1966) y Conversación en La Catedral (Seix Barral, 1969), su segunda y tercera novela, y con su relato Los cachorros (Lumen, 1967), Mario Vargas Llosa les dijo, a los dispersos lectores del mundanal orbe, que no estaba dispuesto a urdir sus obras de una manera facilona y predecible. Y pese a que Pantaleón y las visitadoras es una ópera bufa, un divertimento risible y cómico (no obstante los incidentes, trasfondos y linderos dramáticos), muy accesible en relación a la laberíntica urdimbre y a las dificultades de lectura de las dos novelas precedentes, no por ello dejó de explorar varios procedimientos narrativos que parecían innovadores. A saber: el súbito y caprichoso cambio de voces y tiempos entre los párrafos y capítulos (algo muy frecuente en sus libros); recurrentes elipsis y estilística y repetitiva ruptura del orden lógico y sintáctico en numerosos enunciados; parodias de maneras de hablar y de escribir con yerros ortográficos o sin ellos; parodias de partes y órdenes militares; parodias de oficios y cartas; parodias de pesadillas y de alucinaciones por bebedizos y alcaloides; parodia de guion radiofónico y de reportajes periodísticos; abundancia de nombres y apodos en diminutivos; un sobrenombre (Pan-Pan), el par de apellidos de un coronel (López López) y los rótulos de un par de bares (Mao Mao y Camu Camu) parecen devenir y conmemorar el nombre del Negro Negro, ese mítico, oscuro y sombrío antro limeño que el autor conoció en los años 50, decorado con portadas de The New Yorker y donde él, con colegas de La Crónica y de Última Hora, se sentía bohemio y bebiendo y trasnochando en una boîte parisina; todo salpimentado con peruanismos, localismos, modismos y vulgarismos del habla cotidiana y popular; a lo que se añaden los episodios y entresijos eróticos y libertinos; las leyendas de bebedizos afrodisíacos y curativos y de seres míticos e híbridos del entorno selvático y amazónico de Iquitos; y la parodia e invención de un sangriento y fanático culto religioso y apocalíptico que sacrifica y crucifica animales, insectos, reptiles y seres humanos. De modo que el lector, de nueva cuenta, se ve inducido a reconstruir y a armar en la memoria el lúdico puzle narrativo. 
Mario Vargas Llosa entre Katy Jurado y José Sacristan
durante el rodaje de Pantaleón y las visitadoras (1975)
        Según dice Vargas Llosa en su “Prólogo”: “Por increíble que parezca, pervertido como yo estaba por la teoría del compromiso en su versión sartreana, intenté al principio contar esta historia en serio. Descubrí que era imposible, que ella exigía la burla y la carcajada. Fue una experiencia liberadora, que me reveló —¡sólo entonces!— las posibilidades del juego y el humor en la literatura.” Tal es así que en lo que va del siglo XXI y de sus 19 novelas, Pantaleón y las visitadoras —seguida por las vertientes lúdicas y humorísticas de La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, 1977)— es la más divertida, desenfadada, imposible e hilarante. De modo que no puede catalogarse de realista (de estricta transposición de la realidad a un libro), sino partícipe y contagiada del realismo mágico (y fantástico) del boom latinoamericano que en América Latina y Europa eclosionó la deslumbrante aparición de Cien años de soledad (Sudamericana, 1967), la novela central de Gabriel García Márquez y del idioma español del siglo XX, eje de Historia de un deicidio (Barral Editores/Monte Ávila Editores, 1971), la voluminosa investigación de Mario Vargas Llosa (que fue su tesis doctoral).

Barral Editores/Monte Ávila Editores
(Barcelona/Caracas, 1971)
      Los hechos medulares de Pantaleón y las visitadoras se sitúan en un promedio de tres años: entre 1956 y 1959. En el libro, cuando en 1959 casi concluye el tempo novelístico, el capitán Pantaleón Pantoja, reprendido en la oficina del general Collazos, rígido, sin mover los labios, “cuenta seis, ocho, doce condecoraciones en el frac del primer mandatario” que observa en un tácito retrato. Tal imagen, por defecto, remite a la estereotipada imagen del general Odría con la guerrera chapada de mellas (ídem el general Porfirio Díaz o algún histórico káiser), pues fue dictador del Perú durante el llamado ochenio (1948-1956); y por ende puede suponerse que en el Perú de la novela aún sigue siendo el “primer mandatario”. ¿O acaso la imagen del “primer mandatario” que observa el demudado capitán Pantalón Pantoja es el retrato del ministro de Guerra? En la vida real, en 1959, el presidente del Perú ya no era un militar, sino un civil, ingeniero de profesión: Manuel Prado. En la novela, además, la religión católica es la religión oficial y por ende la religión de las fuerzas armadas. De modo que en la jerarquía militar está imbricada la jerarquía católica. En este sentido, cuando el capitán Pantaleón Pantoja arriba a Iquitos con la secreta misión de organizar y dirigir un trashumante prostíbulo que dé servicio sexual a los calenturientos e irrefrenables soldados de las “Guarniciones, Puestos de Frontera y Afines”, sus primeros cuestionadores y opositores (en el mojigato e hipócrita entorno) son el par de jefes ante los que se cuadra y entrevista: el general Roger Scavino, “comandante en jefe de la V Región (Amazonía)”, y sobre todo el sacerdote y comandante Godofredo Beltrán Calila, “jefe del Cuerpo de Capellanes Castrenses de la V Región (Amazonía)”. No obstante, pese a sus objeciones, acatan las órdenes y se muerden la lengua; pero la moralina y el resquemor del cura son tales, que a la postre solicita su baja del Ejército (oficio que se lee en la obra). 

El capitán Pantaleón Pantoja y la Brasileña entre cachacos
(José Sacristán y Camucha Negrete)
Pantaleón y las visitadoras (1975)
         Según el dictamen del general Collazos: “soldado que llega a la selva se vuelve un pinga loca”. Y esto ocurre, dice, por el clima caluroso de la Amazonía, lo cual refleja la proliferación de violaciones, embarazos no deseados y abusos sexuales de todo tipo que sucesivamente comenten los cachacos, incluso en iglesias y lugares públicos, no importándoles que sus víctimas sean casadas, jóvenes o respetables ancianas. En este sentido, para canalizar y controlar ese caos y desenfreno, en Lima, el Tigre Collazos, o sea: “el general Felipe Collazos, jefe de Administración, Intendencia y Servicios Varios”, y su adjunto el coronel López López, “jefe del Departamento de Contabilidad y Finanzas”, (obviamente con la tácita e implícita anuencia del ministro de Guerra y del Estado Mayor), dada la impecable foja de formación e irreprochable conducta en la Escuela Militar de Chorrillos (“el único cadete que se lustraba los zapatos para salir a embarrárselos en las maniobras”) y la excelencia organizativa y administrativa recién demostrada en la Guarnición de Chiclayo, eligen al teniente Pantaleón Pantoja, recién ascendido a capitán de Intendencia, para que organice a todo vapor y ponga en funcionamiento el Servicio de Visitadoras.

Fotograma de Pantaleón y las visitadoras (1999)
         El capitán Pantaleón Pantoja viaja a Iquitos con la señora Leonor, su madre, y con Pochita, su esposa. Apenas bajan del avión y el matrimonio ocupa una recámara del Hotel Lima, Panta, casi poseso, pone en acción la mítica incidencia del clima caluroso y caliente de la Amazonía, pues aún antes de experimentar con afrodisíacos tradicionales y regionales, ni tardo ni perezoso induce a Pochita con una fogosidad nunca antes demostrada y con visos de concebir al cadetito cuanto antes. Encuentros sexuales que se intensifican y se hacen aún más frecuentes y exhaustivos cuando Panta, por sus investigaciones de campo, prueba diversos afrodisíacos, que incluso lo orillan al compulsivo onanismo. Es así que en la extensa carta que Pochita le envía a Chichi, su hermana, le cuenta sobre la índole sensual, cachonda y desinhibida de las féminas de Iquitos, y sobre los notorios e insaciables cambios de su marido: “Panta pisó la selva y se volvió un volcán”; lo cual confirma el supuesto dicho del general al subalterno: “la selva vuelve a los hombres unos fosforitos”. De modo que parece que en la Amazonía peruana tienen muy presente (y ponen en práctica día a día, noche tras noche y año tras año) ese milenario y sapientísimo axioma que se lee en el tercer tomo de Las mil y una noches (Aguilar, 1955), anotadas y traducidas del árabe por Rafael Cansinos Assens (el pontífice del madrileño Café Colonial, quien “podía saludar a las estrellas en once idiomas”, autor de un libro de psalmos eróticos editado por Renacimiento en 1914: El candelabro de los siete brazos, preceptor del joven Borges en el Madrid de 1919, quien cifró y cinceló en un pie que se lee en “Tlön” por toda la eternidad: “Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre.”): “La delicia de la vida en tres cosas se cifra: en comer carne, montar sobre carne y hacer entrar la carne en la carne.”  

Borges en Mallorca (1919)
      El caso es que el capitán Pantaleón Pantoja, un joven recto y sin vicios, es un obseso y maniático del orden y de la disciplina militar; ya en la manera en que planifica y ordena el Servicio de Visitadoras en todos sus renglones y menudencias, incluida la conducta y los vocablos de las rameras y de sus colaboradores, las responsabilidades laborales y sanitarias, los desplazamientos por agua y aire de cada convoy, el tipo, el lugar y el tiempo de cada sexoservicio, y los colores del vestuario de ellas (verde y rojo); ya en la verborrea y retórica castrense de sus minuciosos y risibles reportes y reglamentos; ya en la propuesta (y enmienda) del jocoso y chusco “Himno de las visitadoras”, cuyos versos se leen en la novela y que ellas cantan y corean con música de La Raspa; pero también en sus quiméricos proyectos para súper acrecentarlo y diversificarlo entre soldados, suboficiales y oficiales de toda laya.

Fotograma de Pantaleón y las visitadoras (1999)
        En un sucio y abandonado depósito del Ejército (que incluso fue reducto clandestino y escenario de un “brujo o curandero” y de los antihigiénicos ritos de un grupúsculo de la Hermandad del Arca), Panta, camuflado de civil y auxiliado por dos cachacos de civil sin inclinaciones por el sexo opuesto, limpia y acondiciona ese almacén ubicado en las inmediaciones del río Itaya. Él lo llama “centro logístico” (y la vox populi Pantilandia) y a su oficina “puesto de mando”. Solicita al Ejército y lo proveen de un barco y de una avioneta, que él camufla y bautiza con nombres de resonancias bíblicas y pecaminosas: Eva y Dalila; y ordena que los pinten de rojo y verde. Dispuesto por el general Scavino, el teniente Bacacorzo es su contacto con éste y su guía en los bares y bulines de Iquitos. A través de Bacacorzo contacta con el chino Wong, conocido como “el Fumanchú de Belén”, o sea: del “barrio de las casas flotantes, la Venecia de la Amazonía”; cuya divisa canturrea: Chino que nace pobletón/ Muele cafiche o ladlón. Personaje que “Consigue lavanderas a domicilio” y por ende se convierte en su “enganchador” a sueldo, quien lo pone en contacto con la patrona de Casa Chuchupe, o sea, con la madama Chuchupe, su “jefa de personal” en el Servicio de Visitadoras, quien se suma a la empresa junto con Chupito, un enano, su amante, mascota y socio. Y entre las rameras contratadas por Panta descuellan tres: Luisa Cánepa, que era sirvienta del teniente Bacacorzo, y, según dice, “la violó un sargento, y después un cabo y después un soldado raso [...] La cosa le gustó o qué se yo, mi comandante, pero lo cierto es que ahora se dedica al puterío con el nombre de Pechuga y tiene como cafiche a un marica que le dicen Milcaras.” Pechuga, además, tiene un hijo al que bautiza en el templo de San Agustín con el nombre de su padrino: Pantaleón, presente en la ceremonia, pese al pasmo de doña Leonor. Maclovia, quien antes de ser visitadora fue lavandera; o sea: hacía la calle pregonando su consabido servicio (el más antiguo del mundo) por callejuelas y barriadas de Iquitos. Y estando de visitadora en la Guarnición de Borja huyó, por amor, con el sargento primero Teófilo. Se casaron en Santa María de Nieva; allí, ella, creyente de la fanática secta de la Hermandad del Arca, lo convirtió a él; pero cuando los atraparon, Panta la despidió. Y a Teófilo, además de degradarlo a soldado raso, lo castigaron “con ciento veinte días de calabozo a pan y agua”. Pero en la celda se tornó puritano y fanático; así, decidido a convertirse en apóstol del Hermano Francisco, el mesías y profeta de la Hermandad del Arca, renuncia al sexo y a sus deberes matrimoniales. Maclovia, por su parte, para reinsertarse en el Servicio de Visitadoras y para visitar a Teófilo en la cárcel y para que sea restituido, infructuosamente le ruega a don Pantaleón Pantoja. Y para que incida en el criterio de éste, habla con Pocha en su casa, dando por supuesto que ella sabía que Panta era el cafiche de la boyante y famosa Pantilandia (“Zar de Pantilandia”, “Califa de Pantilandia”, “Farouk criollo”, “Gran Macró de la Amazonía”, “Emperador del Vicio”, “Barba Azul del río Itaya”, truena el Sinchi vociferando contra él, a todo gaznate y por toda la Amazonía, a través de las ondas hertzianas). Pero Pocha, al igual que doña Leonor, ignoraba el oficio de su marido y que no hacía encubierta inteligencia militar. Pocha se indigna y encolerizada y se larga de Iquitos con su hija, la pequeña y mofletuda Gladys, quien ya cumplió un añito. Por si fuera poca la adversidad, Maclovia es entrevistada en algún lugar por el Sinchi, el desvergonzado chantajista y lenguaraz pseudorreportero radiofónico, cuyo popular, sensacionalista e hipócrita programa se oye por todos los recovecos del departamento de Loreto y de la Amazonía a través de Radio Amazonas. Maclovia, que no es nada lista ni prudente, y sí extremadamente parlanchina, parlotea, sin pudor y sin pelos en la lengua, de todo lo que, para favorecerse, no debería parlotear. 

Fotograma de Pantaleón y las visitadoras (1999)
       Y por último la más notoria: la Brasileña, peruana de nacimiento (Olga Arellano Rosaura), pero apodada así por su etapa en los burdeles de Manaos. La Brasileña es la puta más atractiva y cachonda; la que trastorna los sentidos e induce al crimen; la más deseada, la más bella y requerida de las meretrices del Servicio de Visitadoras. (“En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua de los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que esa tarde sentí.”) Y la que trasmina las normas, el temple, el criterio, el sosiego y los deseos eróticos del capitán Pantaleón Pantoja, y la que, sin proponérselo, suscita que se resquebraje y haga trizas y polvo esa empresa solicitada, subvencionada y tolerada, en secreto, por el Ejército del Perú. Es decir, el 2 de enero de 1959, en un sorpresivo y violento asalto al barco Eva en las inmediaciones de Nauta (cuyo propósito era someter y fornicarse a las seis visitadoras del convoy), la Brasileña resultó asesinada en el tiroteo y luego, para inculpar a los fanáticos de la Hermandad del Arca, su cuerpo fue “clavado en el tronco de una lupuna”.

Pochita, Panta y la Brasileña
Pantaleón y las visitadoras: El musical (2019)
       La Brasileña fue velada en Pantilandia. Y el cortejo fúnebre desfiló por las calles, precedido por la “carroza de lujo de la principal agencia funeraria de Iquitos, la Modus Vivendi”; y su entierro se hizo en el “cementerio general”, en cuyo umbral esperaba, desde temprano, una multitud de curiosos y una escolta de seis soldados encabezados por el “teniente de Infantería Luis Bacacorzo”, que luego marcharía, en torno al féretro, rindiéndole solemnes honores como si se tratase de “un soldado caído en acción”. Pero la cereza del pastel de las pompas fúnebres es que el capitán Pantaleón Pantoja salió a la luz y comidilla pública ataviado con su flamante uniforme militar y de lentes oscuros, y así pronunció su sentida y conmovedora elegía con lagrimones en el rostro (se lee en la novela), reproducida por El Oriente, periódico que hizo, en un Número especial, una pormenorizada crónica y seguimiento de todos los sucesos que rodearon el hecho. Pese a su malhumor y a su contrariedad, “el ex capellán del Ejército y actual párroco encargado del cementerio de Iquitos, padre Godofredo Beltrán Calila”, “ofició con exagerada rapidez los responsos fúnebres, no pronunció sermón alguno, como se esperaba de él, y abandonó el lugar sin esperar el término de la ceremonia”.

El escándalo mediático de ese asesinato y llamativo entierro llegó a Lima y a las altas esferas del Estado Mayor y del ministro de Guerra. El Servicio de Visitadoras es cesado ipso facto. Por ende, Panta, a través del general Scavino, recibe la orden de desmantelar Pantilandia de inmediato, volar a la capital del Perú y presentarse en las oficinas del Ministerio. Ya allí, después de más de tres horas de espera en la antesala, el coronel López López “no le da la mano, no le hace una venia” y “le vuelve la espalda”. Y lo primero que le sorraja el Tigre Collazos reza al pie de la letra: “Creíamos que no mataba una mosca y resultó un pendejo de siete suelas”. Y entre lo que le echan en cara y le cuestionan revolcándolo hasta la saciedad (“Todavía no descubro si es usted un pelotudo angelical o un cínico de la gran flauta”), el coronel López López, el general Victoria y el Tigre Collazos ya tenían acordado que el capitán Pantalón Pantoja solicitara su baja del Ejército, porque allí tiene poco o ningún futuro. Pero Panta se niega. Y por sus “antecedentes personales” y para no acrecentar aún más el escándalo, lo confinan a la Puna, por “lo menos un año”. “La Guarnición de Pomata está necesitando un intendente”, dice el coronel López López. “En vez del río Amazonas tendrá el lago Titicaca.” “Y en vez del calor de la selva, el frío de la puna”, añade el general Victoria. “Y en vez de visitadoras, llamitas y vicuñas”, remata el Tigre Collazos.

III de III
En cuanto a las andanzas y sucedidos del Hermano Francisco y de los fanáticos de la Hermandad del Arca, se tienen visos y noticas desde la primera página de la novela, cuando Panta, Pochita y doña Leonor aún ignoran cuál es el intríngulis de esa supuesta “fraternidad religiosa” y cuál será su nuevo destino después de la Guarnición de Chiclayo, precisamente cuando Pocha les comenta: “Qué graciosa esta noticia en El Comercio”, “En Leticia un tipo se crucificó para anunciar el fin del mundo. Lo metieron al manicomio pero la gente lo sacó a la fuerza porque creen que es santo.”
Que hayan confinado al psiquiátrico al Hermano Francisco implica que la sociedad “normal” lo ve, clasifica y etiqueta como un loco. Al parecer, su cosmovisión, inextricable a su particular e insondable sesera, sí la signa alguna psicosis y megalomanía, pues por lo que fragmentariamente se va leyendo en el transcurso de la novela (incluida su “epístola” reproducida en El Oriente) se sabe que se siente mesías y profeta, un elegido que oye voces, y por ende es un itinerante misionero, supuestamente cristiano, que a sus feligreses les vaticina el inminente fin del mundo y el advenimiento del Juicio Final, y que ha conformado una especie de disperso y laberíntico culto religioso denominado la Hermanad del Arca. (En realidad es una vil superstición que se multiplica y degenera y que los protestantes y los católicos catalogarían de herejía.) Esto es así porque llaman “arcas” a los locales pueblerinos y a los reductos de la selva y de los caseríos donde el Hermano Francisco se presenta para sermonear y profetizar el fin del mundo. Pero el delirante meollo es que el Hermano Francisco, de origen incierto (al parecer brasileño), políglota que incluso habla en “lenguas de chunchos”, dicta sus homilías amarrado a una gran cruz. Y el culmen de los ritos, adoratorios y altares de la Hermandad del Arca es que se complementan con el sacrificio de seres vivos, entre los que descuellan los seres humanos, quienes son clavados en una cruz erigida ex profeso; y aún vivos son paulatinamente desangrados, mientras los “hermanos” dizque se “purifican” bañándose con esa sangre o embadurnándose con ella o bebiéndola.  
     
Marlon Brando
             En la carta a su hermana Chichi, Pocha le dice del fundador de la Hermandad del Arca: “En la Amazonía es más famoso que Marlon Brando”. De ahí que, por curiosidad, ella y su suegra hayan ido a verlo y a escucharlo en Moronacocha. Según le cuenta a Chichi en su carta: “Había muchísima gente, lo impresionante era que hablaba crucificado como Cristo, ni más ni menos. Anunciaba el fin del mundo, pedía a la gente que hiciera ofrendas y sacrificios para el Juicio Final. No se le entendía mucho, habla un español dificilísimo. Pero la gente lo oía hipnotizada, las mujeres lloraban y se ponían de rodillas. Yo misma me contagié de emoción y hasta solté mis lagrimones, y mi suegra no te imaginas, a sollozo vivo y no la podíamos calmar, el brujo la flechó Chichi. Después en la casa decía maravillas del Hermano Francisco y al día siguiente volvió al arca de Moronacocha para hablar con los hermanos y ahora resulta que la vieja también se ha hecho hermana. Mira por dónde le vino a salir el tiro: ella que nunca le hizo mucho caso a la religión verdadera, termina de beata de herejías. Figúrate que su cuarto está lleno de crucecitas de madera, y si fuera sólo eso tanto mejor que se distraiga, pero lo cochino del asunto es que la manía de esa religión es crucificar animales y eso ya no me gusta, porque en sus crucecitas cada mañana me encuentro pegadas cucarachas, mariposas, arañas y el otro día, hasta un ratón, qué asco espantoso.”
   
La madama Chuchupe y Pantaleón Pantoja
(Katy Jurado y José Sacristán)
Fotograma de Pantaleón y las visitadoras (1975)
          Doña Leonor no fue testigo del infanticidio, o sea, del momento en que un menor fue crucificado allí en el arca de Moronacocha, pero sí lo vio clavado en la cruz. “Tenía sus ojitos cerrados, la cabecita caída sobre el corazón, como un Cristo chiquito”. Dice. “De lejos parecía un monito, pero el cuerpo tan blanco me llamó la atención. Me fui acercando, llegué al pie de la cruz y entonces me di cuenta. Ay, Pochita, me estaré muriendo y todavía veré al pobre angelito.”

   
Marlon Brando y un niño de la selva
         Y al perecer será así, pues ese pequeño, bautizado por la vox populi como el “niño mártir de Moronacocha”, al que se le atribuyen milagros y poderes divinos, es reproducido en figurillas de bulto (“estatuas del niño mártir”), en medallas y en estampas que se llevan como protectores o milagrosos talismanes, se le hacen rezos y en su memoria un panadero, que es “hermano”, factura y comercia con unos panecillos llamados “panes del niño”, “panes del niño mártir de Moronacocha”, que, tras catarlos no sin cierta aprensión inicial, doña Leonor estipula con los carrillos batientes y repletos: “el pan del niño es el más rico de Iquitos”. Algo parecido ocurre con la imagen de una tal santa Ignacia, quien en vida fue la honorable “anciana Ignacia Curdimbre Peláez”, clavada viva en una cruz montada “en la placita de Dos de Mayo siendo las doce de la noche y estando presentes los doscientos catorce habitantes de la localidad [...] A dos guardias civiles que trataron de disuadir a los hermanos, les dieron una paliza terrible. Según los testimonios, la agonía de la viejita duró hasta el amanecer [...] La gente se embadurnaba caras y cuerpos con la sangre de la cruz y hasta se la bebían. Ahora han comenzado a adorar a la víctima. Ya circulan estampitas de la santa Ignacia.” Así que doña Leonor, cuando junto a su hijo se prepara y hace las maletas para irse de Iquitos, se surte de baratijas y artesanías amazónicas, “compra medallas del niño mártir, estampas de santa Ignacia, cruces del Hermano Francisco”.
Pantaleón y las visitadoras: El musical (2019)
Teatro Peruano Japonés
Lima, Perú
       Pese al poder de la Iglesia católica y a la serie de capellanes incrustados en la jerarquía del Ejército, la propagación de la Hermandad del Arca se disemina a vuelo de pájaro negro y nocturno (ídem el coronavirus del siglo XXI) entre los habitantes de la Amazonía (incluidos soldados y visitadoras; de ahí que el féretro de la Brasileña tenga forma de cruz y no la forma del consabido ataúd rectangular) y hay indicios de que, como peste negra o plaga de langostas, ya llegó hasta Lima, la “civilizada” capital del Perú. Sin embargo, pese a los sacrificios humanos y a los actos violentos de los fanáticos de la Hermandad del Arca, ni los militares ni la guardia civil tienen prioritario echarle el guante al Hermano Francisco y hacerle manita de puerco y encerrarlo en una mazmorra con aparatos de inquisidora tortura: el potro y la rueda. Pero la situación cambia cuando ocurre la crucifixión, en contra de su voluntad, del suboficial Avelino Miranda que iba de civil “en el caserío de Frailecillos”. Cuando por fin detienen al Hermano Francisco “por el río Napo, cerca de Mazán”, los fanáticos de Mazán, que son todos los habitantes del caserío, lo rescatan del encierro y se fugan con él a la selva. En Iquitos, al director de El Oriente, los fanáticos de la secta “le quemaron el auto y casi le queman la casa” porque lo suponen el delator del sitio donde se escondía. Pero en la huida, y para que no lo vuelvan a detener (y quizá enjuiciar o confinar de nuevo en el manicomio), el Hermano Francisco les ordena a sus feligreses que, vivito y coleando, lo claven “en las afueras de Indiana”. “Él mismo escogió el árbol”. “Bebe el cocimiento” (quizá que para amortiguar o suprimir el dolor y anular la conciencia); “se golpea el pecho” (quizá para bajar y soportar el buche impregnado y repleto de la amargura del bebedizo, y no por su culpa, por su gran culpa). “Dijo éste, córtenlo y hagan la cruz de este tamaño. Él mismo escogió el sitio, uno bonito, junto al río. Les dijo párenla, aquí ha de ser, así lo manda el cielo.”

La cruz donde poco a poco murió desangrado el Hermano Francisco no se tornará epicentro mundial de hormigueantes peregrinaciones de los fanáticos de la Hermandad del Arca, puesto “que los soldados se abrieron campo hasta la cruz a culatazos”, “la tiraron al suelo con un hacha” y la botaron al río para que las pirañas devoraran los malolientes restos del profeta, quien estuvo crucificado varios días. Pero el sitio quizá sí y el Hermano Francisco un aura divina, una presencia inmortal para los fanáticos. “Y dicen que en el mismo momento que murió se apagó el cielo, eran sólo las cuatro, todo se puso tiniebla, comenzó a llover, la gente estaba ciega con los rayos y sorda con los truenos”. “Los animales del monte se pusieron a gruñir, a rugir, y los peces se salían del agua para despedir al Hermano Francisco que subía”, pregona la ex visitadora Coca, quien “atiende el bar del Mao Mao, viaja en busca de clientes a campamentos madereros” y “se enamora de un afilador”. “Tenía la cabeza sobre el corazón, los ojitos cerrados, se le habían afilado las facciones y estaba muy pálido”; “Con la lluvia se había lavado la sangre de la cruz, pero los hermanos recogían esa agua santa en trapos, baldes, platos, se la tomaban y quedaban puros de pecado.” Testimonia y divulga la ex visitadora Rita, que “cambia tres veces de cafiche”. “Lo vi todo, yo estaba ahí, tomé una gota de su sangre y se me quitó el cansancio de caminar horas y horas por el monte. Nunca más probaré hombre ni mujer. Ay, otra vez siento que me llama, que subo, que soy ofrenda.” Dice el adicto al sexo y polimorfo Milcaras, el ex cafiche de Pechuga que alguna vez se vistió de mujer y se infiltró y camufló entre las visitadoras para que los cachacos, en fila india, lo sodomizaran hasta el cansancio o la náusea.
   
Elenco de Pantaleón y las visitadoras: El musical (2019)
Teatro Peruano Japonés
Lima, Perú
           Vale observar que si al capitán Pantaleón Pantoja le faltó malicia, agudeza, suspicacia, astucia y sigilo de jugador de ajedrez, y teatralización para capotear y sortear a su favor todas las amenazas e inconvenientes que dieron al traste con su querido puesto de jefe del Servicio de Visitadoras (él aprobaba sus cuerpos mirándolas desnudas o dándose un lujurioso festín), sí tuvo la inicial perspicacia para observar, reportar y sugerir sobre el Hermano Francisco y la Hermandad del Arca, según se lee en su Parte número uno, fechado el “12 de agosto de 1956”: 
“Que una semana para el acondicionamiento del lugar podría parecer excesivo, sintomático de lenidad o pereza, pero lo cierto es que el emplazamiento se encontraba en condiciones inutilizables, y, con permiso de la expresión, inmundas, por las razones que se exponen: aprovechando que el Ejército lo tenía abandonado, este depósito había venido sirviendo para prácticas heterogéneas e ilegales. Es así que se habían posesionado de él unos seguidores del Hermano Francisco, sujeto de origen extranjero, fundador de una nueva religión y presunto hacedor de milagros, que recorre a pie y en balsa la Amazonía brasileña, colombiana, ecuatoriana y peruana, alzando cruces en las localidades por donde pasa, y hasta haciéndose crucificar él mismo, para predicar en esta extravagante postura, sea en portugués, español o lenguas de chunchos. Acostumbra anunciar catástrofes y exhortar a sus devotos (innúmeros, pese a la hostilidad que le profesa la Iglesia católica y las protestantes, debido al carisma del sujeto, sin duda muy grande, pues su prédica no sólo hace mella en gente simple e inculta, sino también en personas de educación, como ha ocurrido por ejemplo y por desgracia con la propia madre del suscrito), a desprenderse de sus bienes y a construir cruces de madera y hacer ofrendas para cuando llegue el fin del mundo, lo que asegura será prontísimo. Aquí en Iquitos, por donde el Hermano Francisco ha pasado estos días, existen numerosas arcas (así llaman los templos de la secta creada por este individuo en quien, si la superioridad lo juzga adecuado, el Servicio de Inteligencia debería quizás interesarse) y un grupo de hermanos y hermanas, como se dicen entre ellos, habían convertido este depósito en arca. Tenían instalada una cruz para sus antihigiénicas y crueles ceremonias, que consisten en crucificar toda clase de animales a fin de que su sangre bañe a los adictos arrodillados al pie de la cruz. Es así que el suscrito encontró en el local incontables cadáveres de monos, perros, tigrillos y hasta loros y garzas, lamparones y manchas de sangre por doquier y, sin duda, enjambres de gérmenes infecciosos. Que el día que el suscrito ocupó el local hubo que recurrir a la fuerza pública para desalojar a los hermanos del Arca, en el momento que se disponían a clavar un lagarto, el mismo que fue decomisado y entregado a la Proveeduría Militar de la V Región;
  “Que, anteriormente, este infortunado local había sido usado por un brujo o curandero, al que los hermanos expulsaron por métodos compulsivos, el maestro Poncio, quien celebraba aquí ceremonias nocturnas con ese cocimiento de cortezas, la ayahuasca, que, al parecer, cura enfermedades y provoca alucinaciones, pero también, lamentablemente, trastornos físicos instantáneos, como abundantes esputos, caudalosos orines y masiva diarrea, excrecencias que, junto con los posteriores cadáveres de animales sacrificados y los muchos gallinazos y alimañas que llegaban hasta aquí, imantados por los desperdicios y la carroña, habían convertido este lugar en un verdadero infierno para la vista y el olfato.”



Mario Vargas Llosa, Pantalón y las visitadoras. Prólogo del autor. Portada de Fernando Botero. Edición limitada. Alfaguara/Penguin Random House Grupo Editorial. Febrero de 2016, Villatuerta, Navarra. 338 pp. 


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jueves, 6 de agosto de 2020

La mujer de la arena


Sendas de Okis 


Traducida al español por Kasuya Sakai (1927-2001) y editada por Siruela, La mujer de la arena, novela del escritor nipón Kôbô Abe (1924-1993), apareció en japonés en 1962 y su adaptación fílmica en blanco y negro, de 1964, dirigida por Hiroshi Teshigahara (1927-2001), en 1965 estuvo nominada al Oscar en los rubros de mejor director y mejor película extranjera y en Francia ganó el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes.
Kasuya Sakai
(1927-2001)
   
Kôbô Abe
(1924-1993)
     
Hiroshi Teshigahara
(1927-2001)
          La mujer de la arena
se divide en tres partes que comprenden treinta capítulos numerados con romanos. En el primero, se dice que “Cierto día de agosto, un hombre desapareció” y que “desconocida la verdadera causa de la desaparición, pasaron siete años, y, de acuerdo con el artículo 30 del código civil, el hombre fue definitivamente dado por muerto.” No obstante, la “Sentencia” de la “Corte de relaciones domésticas” que en la última página de la obra figura en un recuadro, reza que oficialmente no fue “dado por muerto”, sino declarado “persona desaparecida”. Allí se lee que la demandante es Niki Shino (la madre del interfecto, que en el corpus de la novela brilla por su ausencia); que el desaparecido se llama Niki Jumpei (cosa que él mismo dijo en su cautiverio al imaginar los términos de la denuncia a la policía que podría haber hecho el vicerrector del colegio donde él daba clases a niños); que nació el “7 de marzo de 1924” y que cuando desapareció (como él mismo lo dijo) tenía 31 años:

“Cursada la denuncia de desaparición correspondiente a la persona arriba mencionada, y verificados los trámites de su pública noticia; visto que se ha reconocido la inseguridad de la existencia o muerte de la persona en cuestión desde el 18 de agosto de 1955, durante siete años a la fecha se da a conocer la siguiente resolución.
“RESOLUCIÓN
“Por la presente se declara persona desaparecida a NIKI JUMPEI
“5 de octubre de 1962
“CORTE DE RELACIONES DOMÉSTICAS
“(Firma del juez)”
No obstante, pese a tales siete años transcurridos desde su desaparición, los sucesos centrales de la novela ocurren durante un breve período del tiempo inicial, al parecer en un margen de dos años.
(Siruela, Madrid, 2004)
       
DVD de  La mujer de la arena (1964),
película dirigida por 
Hiroshi Teshigahara,
basada en la novela homónima de 
Kôbô Abe.
       La mujer de la arena
, la novela de 
Kôbô Abe, expele y comprime una pesimista y desalentadora concepción idiosincrásica del individuo y del predador y antropófago género humano. En sus evocaciones del entorno que recién dejó en una ciudad imprecisa del Japón, Niki Jumpei traza la grisura y mediocridad de su trabajo de maestro de escuela (a imagen y semejanza de sus colegas, no menos egoístas, egocéntricos, competitivos y envidiosos que él), la pobreza y medianía de su vida doméstica e íntima (salpimentada por enfermedades venéreas, alguna mujer y alguna prostituta) y su candoroso sueño de descubrir, con su actividad de entomólogo aficionado, un ejemplar de escarabajo nunca antes visto, cuyo hallazgo haga que su nombre quede impreso para siempre en una enciclopedia. Es por ello que hizo, en un escueto período vacacional, ese corto viaje a una aldea aledaña al mar y contigua a desérticas colinas de arena (aldea de la que nunca se dice su nombre). Mientras otea y hace sus observaciones entomológicas, un viejo se le acerca y le pregunta si está “inspeccionando”, si es “un funcionario del gobierno local”. Y él, para que el vejete no lo apremie, le entrega su tarjeta con su crédito de maestro de escuela. El viejo le informa que ya el último autobús se fue y que podría brindarle ayuda para que esa noche se hospede. Así, con otros hombres de la cooperativa del pueblo, lo guía a pie hasta un pozo entre los arenales, donde hay una destartalada y misérrima casucha de tablas y a la cual desciende por una rústica escalera de mecate y donde lo recibe “una mujer pequeña de apariencia amable, de unos treinta años”. 
Niki Jumpei (Eiji Okada) y la mujer (Kyoko Kishida)
Fotograma de La mujer de la arena (1964)
        El caso es que en medio de absurdos visos kafkianos que plagan el orbe doméstico de la mujer (ignorante, supersticiosa y servil), muy pronto Niki Jumpei comprende que ha caído en una escatológica trampa, que en contra de su voluntad ha sido secuestrado y encerrado por la cooperativa y que la mujer, con su anuencia, trabaja para ese grupo gansteril. 

El trabajo de la mujer, de la que nunca se sabe su nombre y que siempre le habla de usted al cautivo, consiste en palear la arena durante la noche, amontonarla en cubetas cerca del lugar donde los hombres de la cooperativa dejan caer la escalera para subirla en sacos y llevársela en el único motocarro. Arena que no deja de caer y deslizarse en el pozo donde se halla la casucha y por ende invade el techo y todas las rendijas, trastos y rincones, incluso los cuerpos de sus ocupantes, por lo regular sudorosos, sucios y malolientes, y a veces desnudos o semidesnudos, se suscite o no la cópula casi animal. 
Fotograma de La mujer de la arena (1964)
       La mujer, con su inveterada actitud servil y sumisa, pero con claros indicios de que necesitaba un macho que la ayudara con el trabajo y que se ocupara de sus necesidades sexuales, le confiesa que el año anterior, durante un huracán, perdió a su marido y a su hijo, quien ya cursaba la secundaria, cuando ambos salieron de la casucha dizque a proteger el gallinero; pero al día siguiente, cuando el viento dejó de soplar, no había rastros de nadie, ni del gallinero. También le dice que existen otros pozos semejantes donde hay otros cautivos (casi insectos o Gregorios Samsas atrapados en sucesivas y pesadillescas telarañas); por ejemplo, un estudiante que vendía libros y un vendedor de tarjetas postales “que murió al poco tiempo”. Según ella, “no ha habido una sola persona que haya logrado escapar”; sin embargo, dice, “toda una familia se las arregló para escapar de noche”. 

Fotograma de La mujer en la arena (1964)
         En su secreto interior, Niki Jumpei no deja de divagar en otras cosas  ni en la manera de huir de esa subterránea y maldita telaraña. Y el prejuicioso, absurdo y esclavizante trabajo de la servil y laboriosa mujer le recuerda “la historia del guardián del castillo ilusorio”, cuya impronta kafkiana y aliento popular implica uno de los momentos más magnéticos y significativos de la novela:

“Había un castillo. No, no era exactamente un castillo, podía haber sido cualquier otra cosa: una fábrica, un banco, una casa de juego, eso no importaba. De la misma manera, el guardián podía haber sido un cuidador o un guardaespaldas. Bien, lo cierto es que ese guardia jamás descuidó la vigilancia, siempre estaba listo para el ataque enemigo. Un día el esperado enemigo llegó. Ése era el momento, e hizo sonar la alarma. Sin embargo, extrañamente, ninguno de la tropa acudió; de más está decir que el guardia resultó derrotado fácilmente en el primer embate. A través de su conciencia que se apagaba, el guardia vio al enemigo pasar como el viento a través de los portales, las paredes, los edificios sin que nadie lo detuviera. No, no el enemigo, sino el castillo todo era el viento. El guardia, él solo, como un árbol seco en medio del campo abierto y desolado, había estado cuidando una ilusión.” 
Fotograma de La mujer de la arena (1964)
        Tras siete días de su secuestro, el primer intento de Niki Jumpei para lograr que sus raptores lo liberen (amordaza y ata a la mujer y luego la suelta con la orden de que no debe trabajar sin que él se lo autorice) fracasa ante el hecho de que los mafiosos de la cooperativa, especie de rudimentaria y rural yakuza especializada en el trabajo forzado (lo que recuerda a los traficantes de esclavos y a los tratantes de blancas y de personas), son quienes les proveen agua y alimentos (de muy mala calidad), incluso cigarrillos y sake (también muy malo), pero sólo si trabajan. Hablándole desde el fondo del pozo, Niki Jumpei trata de persuadir al viejo que lo condujo allí de que con la ayuda de él podrían convertir la aldea en un centro turístico o aplicar ciertos cultivos o “usar la prensa para mover la opinión pública” y obtener recursos del gobierno. Pero la respuesta del viejo, frío e indiferente ante su drama, luego de subrayar la supuesta pobreza de la aldea y el fracaso de “toda clase de estudios” e intentos de cultivos, es lapidaria e implica anquilosada injusticia social y consabida deshumanización gubernamental: “según los reglamentos burocráticos, el daño causado por las tormentas de arena no está incluido en el presupuesto de ayuda por desastres”. 

Fotograma de La mujer en la arena (1964)
       Según le dice la mujer, y se da por entendido en el diálogo con el viejo, el trabajo de palear la arena que cae en los pozos es para proteger la aldea, dizque se hace por el bien de la comunidad. Pero una casi postrera plática que Niki Jumpei tiene con ella transluce un cariz todavía más siniestro, cruel y deshumanizado: la arena es vendida en secreto a compañías constructoras para mezclarla con el cemento, quizá “cobrando la mitad en el transporte”. Lo cual, replica él, infringe “la ley”, “los reglamentos de construcción”, pues la mezcla del cemento con esa arena repleta de sal haría que “los edificios o las presas empezaran a caerse a pedazos”; “no sería buen negocio”. Pero la respuesta de ella no puede ser menos egoísta, antropófaga y reveladora:

“—¿Por qué debemos preocuparnos de lo que les pase a los demás?
“Se quedó pasmado. Parecía que la mujer se hubiera quitado una máscara. La cara de la aldea se le presentaba al descubierto a través de la mujer.” Y ante su insistencia de que alguien “saca un montón de dinero de este sucio negocio”, ella parece no ver más allá de sus narices y de su coño y de la última neurona que le queda: “Nosotros hemos sido hasta bien tratados... Realmente, no nos han hecho ninguna injusticia...”
Fotograma de La mujer de la arena (1964)
      Tras 46 días de cautiverio y de trabajo forzado, Niki Jumpei logra salir del pozo con unas tijeras y una escalera elaborada a escondidas de la mujer. Pero dado que desconoce el territorio que lo rodea, en vez de alejarse de allí, en medio de la bruma camina hasta el centro de la aldea. Los ladridos de los perros delatan su presencia y en la huida cae en un pantano de arena movediza (grita pidiendo auxilio y llora angustiado ante la proximidad de la muerte), atolladero de donde sus raptores lo rescatan y lo devuelven al pozo.

Fotograma de La mujer de la arena (1964)
         En secreto, bajo el ras del suelo de arena, “el hombre puso una trampa para atrapar cuervos en el espacio libre detrás de la casa. La llamó ‘Esperanza’.” Su objetivo: atar una carta a la pata de un cuervo. Pese a que pasa el tiempo y la trampa falla, parece que no cejará en sus planes de huir de ese carcelario y esclavizante encierro. Pero su furtiva estrategia empieza a cambiar cuando descubre que en el balde de madera de la trampa se acumula agua, un agua cuya filtración hace que llegue mucho más limpia que el agua suministrada por la yakuza. En su búsqueda de que la captura del agua se multiplique (para no depender del tacaño, chantajista y coercitivo suministro de sus raptores), colige que necesita “una radio para enterarse de los informes del tiempo”. Así, ocultándole su secreto a la mujer, empieza a ayudarla en su labor de ensartar cuentas que ella hace para ahorrar y adquirir una radio. Sin embargo, el rumbo de la narración da un giro inesperado cuando el “cuerpo de la mujer se bañó en sangre, mientras se quejaba de un dolor agudo”. Un veterinario “diagnosticó un posible embarazo extrauterino” y por ello la yakuza la traslada “en el motocarro al hospital de la ciudad”. La escalera de cuerda queda colgada en el solitario pozo y él podría huir ipso facto, regresar a su mundo, rehacer su vida y demandar a sus raptores e incluso “usar la prensa para mover la opinión pública” y lograr que se castigue a esa banda de criminales. Pero no huye, se queda ahí, posterga su escape para “algún otro momento” (quizá incierto). Y no lo hace por la mujer ni por el posible vástago ni por la yakuza ni por la aldea, sino por él mismo, por su envanecimiento ególatra: “notaba que estaba deseoso de hablar con alguien sobre la trampa de agua. Y en ese caso, no podía pensar en un auditorio mejor que los aldeanos. Terminaría contándoselo a alguien.” Un alguien mafioso, cruel, deshumanizado, que lo secuestró, privó de la libertad, esclavizó y vejó hasta las heces, y no sólo cuando ansioso y desesperado, luego de varios meses en el agujero, quería que le permitieran “subir al promontorio y ver el mar una vez al día”, “aunque fuera por treinta minutos”. La obscena y babeante yakuza lo dejaría ver el mar, pero si a cambio él y la mujer se exhibían ante ellos fornicando “como macho y hembra”.



Fotograma de La mujer en la arena (1964)


Kôbô Abe, La mujer de la arena. Traducción del japonés al español de Kasuya Sakai. Siruela Bolsillo núm. 11, Ediciones Siruela. 3ª ed. Madrid, abril de 2004. 208 pp.


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La casa de las bellas durmientes




Una felicidad fuera de este mundo

El escritor y suicida nipón Yasunari Kawabata (1899-1972), Premio Nobel de Literatura 1968, publicó en japonés, en 1961, su novela breve La casa de las bellas durmientes. La traducción al español de Pilar Giralt data de 1976 y de diciembre de 2004 la quinta edición que Luis de Caralt Editor tiró en Barcelona, precedida por el “Prólogo” que el escritor y suicida nipón Yukio Mishima (1925-1970) urdió ex profeso
(Caralt, Barcelona, 2004)
       Dispuesta en cinco capítulos, La casa de las bellas durmientes narra las cinco visitas que el viejo Eguchi, de 67 años, hace a un pequeño y peculiar burdel erigido en el acantilado de un impreciso lugar del Japón. Eguchi supo de esa secreta casa de citas por el anciano Kiga, quien le dijo que “sólo podía sentirse vivo cuando se hallaba junto a una muchacha narcotizada” y “que acudía allí cuando la desesperación de la vejez le resultaba insoportable”. Ese camuflado lupanar es una discreta y pequeña posada (sin señas exteriores) con una sola habitación superior para el lúbrico servicio, a la que por las noches acuden (de uno en uno) ancianos que remuneran y que ya no tienen erecciones. Es decir, según deduce el viejo Eguchi, “no cabía la menor duda de que para los ancianos que pagaban”, “dormir junto a semejante muchacha era una felicidad fuera de este mundo”. A los deteriorados vejestorios los recibe, en kimono, una madrota de unos 45 años, que al parecer es la encargada de ese encubierto y clandestino negocio que funciona al margen de la ley y a través, se colige, de una red mafiosa, de una oscura y subterránea yakuza que engancha a las jóvenes (que acuden allí a narcotizarse y desnudarse por el dinero) y que quizá (o sin duda) soborna a ciertas autoridades policiales y gubernamentales que se hacen de la vista gorda ante su singular existencia, quizá boyante. (“Dígaselo al hombre que posee la casa. ¿Qué he hecho yo de malo?”, dice la madama en un defensivo y breve alegato.) 

        La madrota le recita al viejo Eguchi las estrictas reglas de la casa. La manceba (a veces menor de edad o muy joven), dormida con un fuerte narcótico, yace desnuda en el cuarto ex profeso del piso superior, desde donde se oye y otea el mar. El anciano, también desnudo, se acuesta y pasa la noche junto a ella. Y para conciliar el sueño tiene a la mano dos píldoras, dos somníferos de los que puede hacer uso o no, parcial o totalmente.
Yasunari Kawabata y una bella despierta
  “No debía poner el dedo en la boca de la muchacha dormida ni intentar nada parecido”, recita la madama, en cuyo nudo del obi se observa y observa “un pájaro grande y raro”, con “ojos y pies” muy realistas y estilizados. “Ciertos ancianos tal vez acariciarían todas las partes de su cuerpo, otros sollozarían”, piensa el viejo Eguchi. Pero los toqueteos, las observaciones eróticas y las exploraciones corporales que él hace en cada cuerpo desnudo, si bien no van más allá de lo superficial y de sus divagaciones mentales, denotan la probabilidad de que algún vejete sí desbarre en lo prohibido o cometa un crimen (viole o asesine a la bella durmiente). Más aún por el hecho de que el viejo Eguchi, según dice en su intimidad, aún “no ha dejado de ser hombre” y pasa una candente prueba de fuego: en su segunda cita le toca una joven dizque con experiencia, por cuya seducción e inefable belleza él apoda “la hechicera”. En el momento en el que se dispone a penetrarla (lo que equivale a una abusiva y artera violación), descubre su doncellez: “¡Una prostituta virgen, a su edad!”, exclama. Y se detiene, la respeta. Y entre sus posteriores devaneos mentales e íntimas evocaciones colige que todas las bellas durmientes de la casa son vírgenes. Pero tal vez yerre.

Rafel Cansinos Assens y una bella despierta
  En el refranero que figura al final del tercer tomo de Las mil y una noches (Madrid, Aguilar, 1955) traducidas del árabe al español por Rafael Cansinos Assens (1882-1964) se lee “Sobre los deleites de la vida”: “La delicia de la vida en tres cosas se cifra: en comer carne, montar sobre carne y hacer entrar la carne en la carne.” Quizá esa sibarita y golosa declaración de principios carnívoros y eróticos la suscribiría el viejo Eguchi;  y quizá también todos los decrépitos, feos y patéticos ancianos sin erecciones que frecuentan la casa de las bellas durmientes, que de budistas no tiene un pelo de monje calvo en busca de la inasible y evanescente entelequia del Nirvana, dado su apego a la carne, al placer de los sentidos y a sí mismos. 

Y si bien el viejo Eguchi se limita a oler y a tocar y a ciertas reflexiones mundanas y eróticas, las remembranzas de su pasado y de su actual estado civil (tiene esposa y tres hijas casadas), entreveradas en el desarrollo de cada visita, revelan que es un voluptuoso incorregible de larguísima data, que ha llevado y cultivado una doble vida y por ende radiografía: “Los ancianos que vienen aquí siguen atados a sus ligaduras”. O dictamina entorno a una noche fría: “Morir en una noche como ésta, con la piel de una muchacha para calentarse, debe ser el paraíso de un anciano”. O decanta al olisquear la aromática fragancia del sobaco de una desnuda bella durmiente de menos de 20 años: “La vida misma”. “Una muchacha como ésta insufla vida a un viejo de sesenta y siete años”.   
   
Yasunari Kawabata
        No extraña, entonces, que en su tercera visita a la casa, a un lado del cuerpo de una narcotizada adolescente de unos “Dieciséis años, más o menos”, rememore la felación, que “hacía mucho tiempo”, le hizo una meretriz de 14 años, ansiosa de terminar su trabajo e irse a un aledaño festival, quien “Usó su lengua larga y delgada. Estaba mojada, y Eguchi no se sintió complacido”. O que apenas hace tres años, a sus 64 años de edad, durante un viaje a Kobe, en un casual club nocturno haya conocido a una esbelta joven de menos de 30 años, a quien durante el baile invitó a la cama del hotel y que resultó tener dos pequeños hijos en casa y un marido laborando en Singapur, quien, pese a la contigüidad y al regreso de éste, según le dijo en varias cartas, estaba dispuesta a seguir con la secreta aventura sexual. 

La placentera quinta visita que el viejo Eguchi hace a la casa de las bellas durmientes queda marcada por el sorpresivo drama y el desasosiego. La madrota, esa “alcahueta fría y avezada” cuyo contacto le repugna, lo espera con antelación, pues se acude allí con previa cita telefónica. Esa vez, para su sorpresa y deleite, le ha dispuesto dos jóvenes para él solo, que ya están tendidas en la cama, desnudas y narcotizadas. 
El viejo Eguchi, desnudo y luego de sus previsibles toqueteos, olfateos, íntimos pensamientos y fragmentarias evocaciones de ciertos episodios de su vida, ingiere el par de píldoras y se queda dormido. Tiene algunas pesadillas eróticas. Y alrededor de las cuatro de la madrugada se despierta y descubre que una de las jóvenes, la morena, de menos de 20 años, yace muerta (con el cuerpo frío, sin respiración, sin latidos, sin pulso). Da la voz de alarma. La madrota no tarda en acudir al piso de arriba y en el diálogo que entablan se transluce que ésta, auxiliada por un hombre que está en el piso de abajo (quizá un custodio o el “hombre que posee la casa”), harán lo debido para que no ocurra un escándalo que trunque el clandestino negocio. “No se alarme. No le causaremos ningún problema. Su nombre no será pronunciado”, le dice la madama, quien también le ruega que no se vaya, “pues no conviene llamar la atención ahora”. 
La madrota, pese a la obvia evidencia, niega que la joven morena haya muerto y carga el cuerpo exánime al piso de abajo. Y al poco rato el viejo Eguchi, desde la ventana del piso de arriba, ve alejarse de allí un coche donde quizá lleven el cadáver; tal vez “a la ambigua posada donde condujeron al anciano Fukura”, piensa; que tal vez también sea propiedad del dueño de la casa de las bellas durmientes. O quizá lo trasladen a otro sitio encubierto y sombrío donde la mafia desaparecerá ese cuerpo muerto  (para no causar ningún problema y continuar con el lucrativo comercio clandestino), pues la novela de Yasunari Kawabata no narra qué ocurre con el cadáver de esa bella durmiente, ni qué suscita su desaparición en su entorno inmediato, familiar y social. Ni mucho menos dilucida cuál fue la causa de su súbita y silenciosa muerte, quizá imprudentemente provocada por el fuerte narcótico, el cual, según la madama, no tolerarían los seniles y climatéricos ancianos, y por ende se lo niega al viejo Eguchi cada vez que se lo pide prometiendo pagar más. 
Yasunari Kawabata
(1899-1972)
  Es decir, el viejo Fukura, “un director de empresa” y conocido del viejo Kiga, hace unos días murió de un infarto mientras allí en la casa pasaba una noche de placer junto al cuerpo desnudo y narcotizado de una joven. Y pese a que el viejo Kiga alude “una especie de eutanasia” y a que la madrota parlotea sobre “una muerte feliz”, hay indicios de que no fue así, sino que murió con dolores, angustia, fobia y desesperación ante la intempestiva y súbita muerte, pues la madrota oyó un “extraño gemido” y subió a indagar lo que ocurría: descubrió que “su respiración y su pulso se habían detenido” y que la bella durmiente “tenía un arañazo desde el cuello hasta el pecho”, “un arañazo con algunas gotas de sangre”, que hizo que la fémina quedara fuera de servicio, “de vacaciones hasta que cicatrice el arañazo”, y quien al despertarse y descubrir la herida e ignorante del infausto meollo, sentenció: “Qué viejo tan repugnante”.

El caso es que para ocultar su doble vida y preservar el buen nombre del “director de empresa” y para mantener en la sombra el clandestino negocio de “la casa de las bellas durmientes”, la mafia llevó el cuerpo del viejo Fukura a una posada que también solía frecuentar, donde se dijo que murió de un infarto. Así, no hubo investigación policíaca, no se interrogó a los otros ancianos ni a las muchachas, ni la familia se enteró de lo sucedido. De modo que en los periódicos sólo aparecieron dos notas necrológicas: “de su empresa” y “de su esposa e hijo”.
Vale advertir, por último, que el ligeramente preciosista diseño del libro luce estropeado (para la posteridad) con horrendas erratas.



Yasunari Kawabata, La casa de las bellas durmientes. Prólogo de Yukio Mishima. Traducción al español de Pilar Giralt. 5ª ed., Caralt. Barcelona, 2004. 158 pp.