sábado, 12 de septiembre de 2020

La metamorfosis y otros relatos

El zumbido de la mosca en la rama engomada

                                            Para Aris y Sophie la cantora



I de IV
En el inconsciente colectivo del disperso ámbito del idioma español es consabido e indeleble el eufónico retintín del íncipit de Don Quijote (1515): “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.” (Crítica, 2001). Y lo mismo sucede con Pedro Páramo (1955): “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.” Y con Cien años de soledad (1967): “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Si la prosa es la poesía que la poesía no es (Pasolini dixit), algo semejante tiene que ser en alemán el íncipit de “La transformación” (1915), el relato más celebérrimo de Franz Kafka (1883-1924), leído y popularizado en los oscuros y subterráneos túneles y luminosos recovecos de la aldea global del español con el título “La metamorfosis”. No obstante, en la lengua de Cervantes cunden hasta la saciedad las mil y una variaciones. Por ejemplo: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto.” (Losada, 1943). “Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto.” (Cátedra, 1985). “Cuando, una mañana, Gregor Samsa se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho.” (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2003). “Una mañana, cuando Gregor Samsa despertó, después de un sueño intranquilo, se encontró en su cama transformado en un monstruoso insecto.” (Navona, 2009). “Una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso.” (Libros del Zorro Rojo, 2009). “Una mañana, al despertar de sueños intranquilos, Gregor Samsa se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho.” (Austral, 2010). “Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana de unos sueños intranquilos, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho.” (Cátedra, 2011). “Cuando una mañana Gregor Samsa despertó una mañana de un sueño inquieto, se encontró en la cama convertido en un monstruoso insecto.” (Astiberri, 2011). “Cuando una mañana se despertó de un sueño agitado, Gregor Samsa se encontró en su cama transformado en un espantoso insecto.” (Alma Clásicos Ilustrados, 2018).
Alma Clásicos Ilustrados
Barcelona, 2018
       Esta última versión, publicada por Editorial Alma, se debe a un tal R. Kruger y figura en el título La metamorfosis y otros relatos (homónimo del citado libro impreso por Ediciones Cátedra en 1985 con el número 37 de la serie Letras Universales), con espléndidas ilustraciones y viñetas del artista argentino Santiago Caruso, listón separador, preciositas guardas, pastas duras y en relieve la tipografía central de la tapa (que parece articulada a mano con las numerosas patas de un insecto). Dado que en la página legal se enumeran sin fechas los “Títulos originales” en alemán (Die Verwandlung, Das Urteil y Brief an den Vater), se infiere que Kruger tradujo del idioma de Goethe los tres textos que conforman el libro de 144 páginas: “La metamorfosis”, “La condena” y “Carta al padre”. Y curiosamente se lee en la página 3: “Edición revisada y actualizada”; lo cual, además de ser un falaz eslogan de mercadotecnia (quizá los sedientos e insaciables lectores caigan y queden atrapados como moscas panzudas y zumbonas), implica las arbitrariedades que se aprecian en la edición y en la traducción. 

Por ejemplo, las ediciones críticas y anotadas de Cátedra (2011) y GG/CL (2003), cuya principal prerrogativa es ser los más fiel a las fuentes originales en alemán, argumentan que el título más certero (ideado por Kafka) para “La metamorfosis” es “La transformación”. Y por lo que se observa en las páginas interiores se ve que Kafka dividió tal relato en tres partes (figuran numeradas con romanos). No obstante, en el libro publicado por Editorial Alma se prescindió de tal división, que no es gratuita, puesto que el término de las dos primeras partes está signado por la violencia con que el padre acosa y ataca a su hijo Gregor Samsa (el monstruoso “escarabajo pelotero”) para recluirlo en su carcelaria recámara (paulatinamente convertida en una mugrosa y pestilente pocilga y en un polvoriento cuartucho repleto de tiliches y trebejos en desuso).  
   Vale apuntar, entonces, que la primera parte concluye cuando el padre, que ha hostigado a Gregor tronando bufidos (o silbidos) y blandiendo hacia él “un grueso periódico” y el bastón del “jefe de personal” (quien huyó despavorido del departamento dejando su abrigo, su sombrero y el bastón), le da un fuerte golpe que lo introduce “hasta el medio del cuarto”, donde queda herido e inconsciente. Es decir, según se lee en la página 28: el lento y torpe “Gregor, sin reparar en medios, se comprimió en el marco de la puerta [una hoja estaba abierta y la otra cerrada]. Se levantó de medio cuerpo. Quedó cruzado en el umbral, con el costado totalmente comprimido. En la pintura de la puerta se formaron unas manchas repugnantes. Se quedó allí atrancado, sin posibilidades de efectuar ningún movimiento. Las patitas de uno de los lados oscilaban en el aire y las del otro estaban penosamente apretujadas contra el suelo... En esa postura el padre le propinó un golpe contundente y liberador, que lo impulsó hasta el medio del cuarto, sangrando abundantemente. Después cerró la puerta con el bastón y todo pareció tornar a la calma.” 
   
Ilustración de Santiago Caruso
(detalle, p. 26-27)
       Mientras que la segunda parte del relato concluye de manera muy dramática, cuando el padre, recién llegado de su empleo embutido en su flamante (pero astroso) uniforme de ordenanza bancario, después de corretearlo en torno a la mesa del comedor, lo empieza a atacar lanzándole las manzanas del frutero y por ende una manzana le da en el caparazón y de nuevo lo deja herido e inconsciente (herida que se suma a la que unos minutos antes le causó su hermana Grete, pues al quebrar accidentalmente un frasco “una esquirla se clavó en la cara de Gregor, chorreándole un líquido cáustico”). 
     Ese dramático noqueo que corresponde al fin de la segunda parte del relato se lee así en la página 52 de Editorial Alama:
    “De repente, algo certeramente disparado cayó y rodó junto a él. Era una manzana, a la que no tardó en seguir otra cosa. Se detuvo asustado, sin hacer el menor movimiento. De nada servía seguir huyendo, pues el padre había apelado a aquellos proyectiles. Se había provisto con el contenido del frutero que estaba en el aparador, y disparaba manzana tras manzana, aunque afortunadamente por ahora sin hacer blanco.
   “Al fin, una le acertó de lleno. Intentó escapar, como si aquel insoportable dolor pudiese aliviarse al mudar de lugar, pero sintió que le clavaban al lugar en que se encontraba, y cayó allí despatarrado, sin noción ninguna de lo que pasaba a su alrededor.
  “Su última mirada le sirvió para ver que se abría bruscamente la puerta de su habitación y aparecía su madre en camisón —Grete la había desvestido para hacerla volver en sí—, seguida por la hermana que gritaba, lanzándose hacia el padre y perdiendo en la carrera varias prendas interiores, para después de enredare en éstas caer en los brazos del padre, apretándose fuertemente a él.
  “Y con la vista ya desvanecida, sintió por último que la madre, con las manos cruzadas en la nuca del padre, le imploraba que perdonase la vida del hijo.”
   
Ilustración de Santiago Caruso
(p. 53)
        Mientras que tal episodio se lee de un modo más claro y detallado entre las páginas 122 y 123 del tomo III de GG/CL: “[...] en ese preciso instante, algo lanzado sin fuerza pasó volando a su lado, cayó a tierra y rodó delante de él. Era una manzana, a la que al momento siguió una segunda. Gregor se quedó paralizado por el miedo; seguir corriendo era inútil, pues el padre había decidido bombardearlo. Con el contenido del frutero que había sobre el aparador se había llenado los bolsillos y empezó a lanzar manzana tras manzana, si afinar mucho, de momento, la puntería. Aquellas manzanas pequeñas, rojas, rodaban por el suelo como electrizadas y chocaban unas con otras. Una de ellas, arrojada débilmente, cayó sobre la espalda de Gregor, pero se deslizó por ella sin hacerle daño. En cambio, otra que la siguió de inmediato se le incrustó; Gregor quiso arrastrarse un poco más, como si el increíble e inesperado dolor pudiera desaparecer cambiando de lugar, pero se sintió como clavado en el sitio y se estiró, presa de una confusión total. Aún alcanzó a ver, con una última mirada, cómo la puerta de su habitación se abría violentamente y por ella, precediendo a la hermana, que chillaba, salía corriendo la madre en enaguas, pues la hermana la había desvestido para que pudiera respirar en su desmayo más libremente, y vio también cómo la madre corría hacia el padre y en el camino se le iban resbalando una tras otra las enaguas desatadas, y cómo, tropezando con ellas, se abalanzaba hacia el padre, y abrazándolo, estrechamente unida a él —ya aquí la vista le falló a Gregor—, le suplicaba, con las manos pegadas a la nuca del padre, que le perdonase la vida a Gregor.” 
Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores
Barcelona, 1999
    Y más aún. En la misma página 52 de Editorial Alma, precisamente al inicio del párrafo que corresponde al principio de la tercera parte del relato, se lee: “Aquella dolorosa herida tardó un mes en curar —no se atrevió nadie a quitarle la manzana, quedó incrustada en su cuerpo, como testimonio indudable de los acontecimientos”. Y allí permanece incrustada hasta que unos meses después, ya casi sin alimentarse, se avecina “su último aliento” encerrado bajo llave en su sucio cuartucho repleto de cachivaches y tiliches. “Incluso [los tres inquilinos] habían trasladado al piso parte de su mobiliario, lo que convertía innecesarias muchas cosas, imposibles de vender, pero que no se querían tirar. Y todo esto iba a dar al cuarto de Gregor, y también ceniceros y el cajón de la basura. Todo aquello que momentáneamente parecía no tener ninguna utilidad, sin vacilar demasiado, la asistenta [vieja] lo tiraba al cuarto de Gregor”; “[...] debido a la suciedad en que vivía, el menor movimiento que hacía levantaba nubes de polvo a su alrededor, e incluso él estaba cubierto de polvo y acarreaba en la espalda y en los costados hilachas, pelusas y restos de comida.” Se lee en las páginas 61 y 63 de Editorial Alma. Y luego en la 73: “Casi no le molestaba ya la manzana podrida que llevaba incrustada en su caparazón y la inflamación rodeada de blanco polvo. Pensaba en los suyos con ternura y emoción. Estaba más decidido que su hermana a su desaparición. Y este estado de serena reflexión y apatía se mantuvo hasta oír dar las tres de la mañana en el reloj de la iglesia. Aún pudo vivir hasta el comienzo del alba, que clareaba tras los cristales. Después, a pesar suyo, su cabeza se hundió del todo y su hocico despidió su último aliento.”
Letras Universales núm. 439
Ediciones Cátedra, 4ª edición

Madrid, 2002
           Pero en el corpus de “La metamorfosis” traducida por R. Kruger también se observan controvertidas nimiedades que no se limitan al vocabulario, al sentido, a la sintaxis y a la puntuación. Por ejemplo, en la página 35 se lee: “Desde el primer día [de la transformación de Gregor Samsa] el padre informó a la familia de la situación real de la economía familiar y las posibilidades que les deparaba el porvenir. Con alguna frecuencia se levantaba de la mesa para buscar en su pequeña caja fuerte [...]” Aquí el frijol en la sopa de letras radica en que Kruger extirpó el nombre de la marca de esa “pequeña caja fuerte”: “Wertheim”, sobre la cual, en la página 254 de la susodicha edición crítica de Cátedra se lee en una nota: “Empresa alemana dedicada a la fabricación de cajas registradoras y de caudales; en la tienda de los Kafka había una de ellas. Hoy estas máquinas, así como las de escribir, son objetos de colección.” Mientras que en la página 1000 de la edición anotada en el tomo III de GG/CL se lee: “Marca de unas cajas de caudales muy habituales en el territorio imperial de aquellos años, de tamaño vario; las había, por ejemplo, grandes, de color marrón oscuro, habitualmente dispuestas detrás del mostrador donde se colocaba la caja registradora en tiendas y negocios como el que poseía el padre de Kafka en Praga; de menor tamaño, las solían tener en sus casas los comerciantes y hombres de negocios.” Como es el caso del padre de Gregor Samsa, pese a que al inicio de la metamorfosis de éste ya hace cinco años que quebró su negocio y se endeudó con el empresario y empleador de su hijo, cuyo puesto era el de viajante de comercio de telas. Empleo y boyantes ingresos con que Gregor Samsa sostenía a su familia (además de cubrir el paulatino pago de la deuda paterna y la renta del oneroso piso 
en la tranquila pero céntrica Charlottenstrasse —nombre de la calle también mochado por Kruger en la página 37): padre y madre, más la cocinera y su querida hermana Grete, de 17 años y aficionada al violín, a quien amorosamente pensaba inscribir en el conservatorio el año entrante, tras darle la noticia a la familia la noche de Navidad. Cuya notoria y trascendente falta, debido a la transformación de Gregor en el monstruoso y repelente insecto, merma y trastoca con celeridad la vida íntima y doméstica de la católica familia: el padre, que estaba en retiro y con secretos ahorros en su caja Wertheim, se ve obligado a emplearse de uniformado ordenanza en un banco; la madre, pese al asma que padece, a coser en casa “ropa blanca de calidad para una tienda”; y Grete a trabajar de dependienta y a estudiar “por la noche taquigrafía y francés, con el deseo de mejorar de empleo”. Pero además de cavilar sobre “la dificultad para dejar aquel piso, excesivamente oneroso en las circunstancias que atravesaban”, los Samsa tienen “que recurrir a la venta de algunas alhajas de la familia, que antaño habían exhibido felices la madre y la hermana en reuniones y fiestas”. Parece razonable, entonces, que Kruger traduzca en la página 56: “Tuvieron que apurar hasta el final la hez del cáliz que la vida exige a los desdichados.” (Arbitrario y escatológico trago y enunciado si se compara con las límpidas e idénticas traducciones de Cátedra y GG/CL: “Todo cuanto el mundo exige de la gente pobre lo cumplían ellos con creces”; páginas 270 y 125, respectivamente.) Incluso llegan a rentar una habitación a los tres inquilinos de largas barbas, cuya similar tipología (de índole judía, se infiere), parlamentos y movimientos escenográficos y coreográficos hacen pensar en un posible influjo teatral del actor Jizchak Löwy y su compañía de teatro yidis, con quienes Franz Kafka convivió en Praga durante varios meses de 1911 y principios de 1912. (Según se lee en la página 990 del tomo III de las Obras Completas editadas por GG/CL, “Franz Kafka escribió La transformación entre el 17 de noviembre y el 7 de diciembre de 1912.”)  
     
Ilustración de Santiago Caruso
(detalle, p. 68-69)
        Amistad y convivencia que el cáustico, prejuicioso y autoritario padre de Kafka desaprobó y cuestionó. Amargo intríngulis que Kafka, brevemente, le echa en cara en su recriminatoria y patética “Carta al padre”. En el presente libro de Editorial Alma ese pasaje se lee así en la página 102: “[...] Bastaba con que yo demostrase algún interés por una persona —cosa que, por mi forma de ser, no ocurría con frecuencia— para que tú, con ninguna consideración a mi sentimiento ni respeto por mi opinión, te manifestaras inmediatamente con insultos, calumnias, humillaciones. Personas inocentes e ingenuas, como por ejemplo el actor Löwy, fueron víctimas. Sin conocerlo, lo comparaste de un modo horrible, que ya he olvidado, con una sabandija. ¡Con cuánta frecuencia, para aludir a personas que apreciaba, mencionabas automáticamente el refrán de los perros y las pulgas! [
Quien con perros se acuesta, con pulgas se levanta.] Recuerdo especialmente al actor, porque anoté tus juicios sobre él con la siguiente nota: ‘Así habla mi padre de mi amigo (a quien desconoce), por el solo hecho de ser mi amigo. Siempre se lo podré recriminar cuando me reproche falta de amor y gratitud filiales’. Nunca he podido entender tu absoluta insensibilidad ante el dolor y la vergüenza que podías causarme con tus palabras y tus juicios. Era como si no fueras consciente de tu poder [...]”
Jizachk Löwy
          Y en la nota correspondiente que se lee en la página 102 de su versión de “Carta al padre”, Kruger apunta sobre Löwy: “Componente de una compañía de teatro de judíos polacos, que recorría Europa central representado obras en yiddish. La relación con este actor y con la compañía en general fue de especial importancia en la vida de Kafka. Por medio de él conoció el judaísmo oriental, pietista y sionista.” 

Además de lo que Klaus Wagenbach bosqueja en su biografía en torno a la mínima y escasa cultura judía de Kafka y al vínculo amistoso de éste y Löwy, compilada en el tomo I de las Obras Completas de Kafka editado en 1999 por GG/CL, en la página 867 del tomo II de éstas se lee una nota sobre esa Compañía de teatro judía: “Una compañía de teatro yídish, de Lemberg, visitó Praga entre el 24 de septiembre de 1911 y el 21 de enero de 1912. Se alojó primero en el hotel Central, en la Hybernergasse, y luego en el café Savoy, en la Ziegenplatz, donde también actuaba. A este segundo lugar acudió Kafka en diversas ocasiones, y allí conoció, además de los actores citados en esta y siguientes entradas, a Jizchak Löwy, con quien trabó una estrecha y larga amistad, origen de la bien conocida influencia del teatro yídish en la obra de Kafka, así como del interés del autor por la lengua y la cultura judías centroeuropeas (véase al respecto el libro de Evelyn Torton Beck, Kafka and the Yiddish Theater. Its Impact on his Work).” 
     Otra minucia de Kruger, más polémica, se lee en la página 43 en torno a la segunda cocinera de la familia Samsa (la primera, de nombre Ana —con doble ene en Cátedra y en GG/CL—, rogó de rodillas su despido debido a la presencia del enorme y horrorosísimo insecto cautivo en su cuarto): “Tampoco [Grete, la hermana de Gregor,] podía apelar a la sirvienta, pues ésta, una buena mujer que rondaba los sesenta, pese a que había mostrado gran valor después de que se despidiera [sic] su antecesora, había pedido como condición indispensable poder tener siempre cerrada la puerta de la cocina y abrirla solamente cuando fuese requerida.” Aquí el salatarín frijol en la sopa de letras radica en que esa segunda sirvienta no es una anciana sino una muchachita, según se lee en la página 115 del tomo III de GG/CL: “[...] la criada seguro no la habría ayudado, pues aunque esa chiquilla de dieciséis años venía resistiendo valientemente desde que despidieron a la cocinera anterior, había pedido como favor especial que le permitiesen mantener siempre cerrada la puerta de la cocina y abrirla tan solo si oía una llamada concreta.” Mientras que en la página 260 del libro de Cátedra ese pasaje se lee así: “[...] la criada no la hubiera ayudado con toda seguridad, pues aquella chica de unos dieciséis años resistía con verdadero valor desde que despidieron a la cocinera anterior, pero había pedido como favor especial que la dejaran mantener cerrada la puerta de la cocina y abrirla solamente al oír una determinada llamada.” 
     
Gregor Samsa
Dibujo del profesor  Nabokov
         En fin, entre otras pequeñeces, vale mencionar y subrayar lo que concierne a la nomenclatura fantástica del insecto Gregor Samsa (que posee el tamaño de un perro, inteligencia, torpeza y atavismos de humano, un frágil y convexo caparazón, cabeza y antenas, mandíbulas sin dientes, y numerosas patitas en constante movimiento involuntario cuando yace panzarriba y que dejan una baba viscosa cuando se desplaza por las paredes y el techo), misma que vocifera la tercera y última sirvienta, ésta sí una vieja (y que a la postre es quien lo encuentra muerto una mañana de marzo y da a la católica y persignada familia la fúnebre y liberadora noticia): “una mujerona huesuda, con un halo de cabellos blancos alrededor de la cabeza, que acudía una hora por la mañana y otra por la tarde”, se lee en la página 45. Mujer ruda y hosca que no le teme al monstruoso insecto y por ende se entromete en su cuarto, lo hojea, lo azuza, lo enfrenta y a voces lo apostrofa, quizá con el cariño que se le endilga a un gato tuerto o a un horripilante perro sarnoso, según se lee en la página 59: “¡Ven aquí, pedazo de bicho! ¡Menudo pedazo de bicho éste!” Mientras que en la página 128 del tomo III de GG/CL le grita: “¡Ven aquí, viejo escarabajo! o: ¡Caramba con el viejo escarabajo estercolero!” Versión que casi coincide con la versión de Cátedra: “¡Ven aquí, viejo escarabajo pelotero! o ¡Vaya con el viejo escarabajo pelotero!”, se lee en la página 272. Lo cual corresponde al vocablo alemán usado por Kafka (con “un ritmo fluido y maravilloso en la sucesión de las frases”), pues según reporta el profesor Nabokov en su célebre cátedra sobre “La metamorfosis”: “En el texto original alemán la vieja asistenta le llama Mistkäfer, ‘escarabajo pelotero’.” No obstante, vale observarlo, Gregor Samsa, quien convertido en el monstruoso insecto repele la alimentación humana, no resulta coprófago, sino saprófago, y por ende rechaza la leche (su otrora “bebida favorita”) y el olor de los “alimentos frescos” que su hermana Grete le lleva al carcelario cuarto, y se deleita con las “legumbres ya pasadas, a punto de descomponerse”, y chupando, con lágrimas de placer, el “mohoso trozo de queso, que dos días antes Gregor consideraba indigesto”.

II de IV
Vale apuntar que en la página 989 del tomo III de GG/CL se bosqueja con vaguedad en torno al divulgado y arraigado título en español “La metamorfosis” —incluso en francés: La Métamorphose (traducción de Alexandre Vialatte, 1928), en italiano: La metamorfosi (traducción de R. Paoli, 1934), e inglés: la británica: Metamorphosis (traducción de Eugene Jolas, 1936) y la norteamericana: The Metamorphosis (traducción de A.L. Lloyd, 1937)—, catalogada, en “la Bibliografía de Maria Luise Caputo y Julius Michael Herz” (ver la ficha bibliográfica en la p. 995 del tomo III), como “la primera traducción universal del cuento de Kafka”. No obstante, se lee, “Lo más curioso e inexplicable del caso es que la primera traducción al inglés del cuento de Kafka, a cargo de [los esposos] Willa y Edwin Muir, se editó, junto con En la colonia penitenciaria, bajo el título The Transformation (1933; no reseñada por Caputo y Herz en su Bibliografía), título que luego desapareció en favor de la voz de origen griego.” Según se apunta allí, con el título “La metamorfosis” el relato de Kafka en alemán, Die Verwandlung, apareció por primera vez en español, en 1925, “en los números 24 y 25 de la Revista de Occidente”, dirigida por José Ortega y Gasset. La traducción fue anónima y se infiere que la pudo hacer el mismo José Ortega y Gasset “o el secretario de redacción, por entonces Fernando Vela, ambos buenos conocedores de la lengua alemana”. 
   
La pajarita de papel núm. 1
Editorial Losada
Buenos Aires, 1938
          Según se lee, esa traducción anónima fue incorporada al libro La metamorfosis, publicado por “la editorial Losada, Buenos Aires, 1938”, en el que Jorge Luis Borges colaboró. 
Pero lo que no se precisa allí es que Borges figuró como autor de la Traducción y Prólogo; y así permaneció en las sucesivas reediciones de Losada (se infiere que con la anuencia de Borges o con su patente caso omiso). Es decir, a partir de esa edición (capitalizada por Losada) empezó a circular un equívoco que tampoco se bosqueja en el tomo III de GG/CL, pues a la luz pública se daba por sentado que Borges había traducido “La metamorfosis” y optado por ese título. Así lo creyeron muchos novatos, entre ellos el joven Gabriel García Márquez, pésimo estudiante de derecho en Bogotá (un caso perdido), que descubrió a Kafka a mediados de agosto de 1947 (y las mil y una posibilidades narrativas) al leer un ejemplar de esa legendaria edición de Losada, número 1 de la colección La pajarita de papel, creyendo que Borges era el traductor. Y lo mismo sucedió con cientos de anónimos y dispersos lectores de la recalentada aldea global que leyeron ese prólogo de Borges en las ediciones de Losada o compilado en su libro Prólogos, con un prólogo de prólogos (Buenos Aires, Torres Agüero, 1975), luego reunido (con la anuencia de María Kodama) en el póstumo volumen IV de sus Obras Completas (Barcelona, Emecé, 1999), pues en la ficha bibliográfica del celebérrimo prefacio se acredita a Borges como autor de la “Traducción y prólogo” (y así se relee en la reedición argentina de 2005 “al cuidado de Sara Luisa del Carril”). Nicolás Helft, por su parte, en la página 52 de su Jorge Luis Borges: bibliografía completa (Buenos Aires, FCE, 1997), en la ficha bibliográfica correspondiente a esa edición de Losada impresa en 1938, matiza (para las huestes de crédulos e incautos que zumbaron y papalotearon en torno a la rama engomada) con una breve nota aclaratoria: “Borges figura como traductor del libro, pero los textos ‘La metamorfosis’, ‘Un artista del hambre’ y ‘Un artista del trapecio’ no fueron traducidos por él. Reimpreso con el mismo prólogo por la misma editorial en la colección Clásica y contemporánea. Hay varias reediciones.” 
     
Colección Biblioteca Clásica y Contemporánea núm. 118
Editorial Losada, 8ª edición
Buenos Aires, dicembre 10 de 1970
             Es decir, si bien al parecer se ignora quién tradujo “La metamorfosis”, “Un artista del hambre” y “Un artista del trapecio”, Borges tradujo del alemán los restantes cuentos que conformaron ese legendario libro antológico editado por Losada en 1938 por primera vez: “La edificación de la muralla china”, “Una cruza”, “El buitre”, “El escudo de la ciudad”, “Prometeo” y “Una confusión cotidiana”. 
   
Antología de la literatura fantática
Col. Laberinto núm. 1, Editorial Sudamericana
Buenos Aires, diciembre 24 de 1940
        A tal conjunto, el 24 de diciembre de 1940 —según el colofón de la Antología de la literatura fantástica editada en Buenos Aires por Editorial Sudamericana con el número 1 de la Colección Laberinto—, al parecer se sumaron “Josefina la cantora o El pueblo de los ratones” y “Ante la Ley”, pues si bien no se acredita al traductor de tales cuentos de Kafka, Borges, ante los aún recién casados Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares (se casaron el “15 de agosto de 1940” y Borges fue uno de los testigos de la boda), era el erudito y políglota espíritu tutelar y fehaciente que desde su juventud en Europa leía y traducía el idioma de Gustav Meyrink (la leyenda reza que a sí mismo se enseñó alemán con auxilio de un diccionario alemán-inglés y el Intermezzo lírico de Heinrich Heine; y que el primer libro que descifró en ese idioma fue Der Golem, la onírica e intrincada novela de Meyrink publicada en 1915, en Leipzig, por Kurt Wolff); e incluso lúdico, pues una versión de su cuento “Historia de los dos que soñaron” figura en la Antología atribuida al orientalista alemán “Gustavo Weil”.

     
El libro de bolsillo núm. 4
Alianza Editorial, 1
8ª edición
Madrid, 1984
             Vale añadir que las susodichas traducciones anónimas de La metamorfosis”, “Un artista del hambre” y “Un artista del trapecio”, en 1966, en Madrid, fueron publicadas por Alianza Editorial, también de manera anónima —y sin mencionar la edición príncipe de Losada—, con el título La metamorfosis, número 4 de la serie El libro de bolsillo, sucesivamente reeditado. Anónima y canónica traducción de 
“La metamorfosis” compilada, incluso, en el homónimo libro editado en 1996 ex profeso para la celebratoria serie: Biblioteca Conmemorativa del 30 Aniversario de Alianza Editorial, que además de pastas duras, listón separador y sobrecubierta, incluyó un “Prólogo” de Fernando Savater; un “Apéndice” integrado por la “Carta al padre de Kafka (traducida por Feliu Formosa y sin notas) y la “Carta de su padre”, originalmente escrita en inglés por Nadine Gordimer y reunida en su libro de cuentos: Something out there (1984), traducido al español por Alicia Bleiberg con el título Hay algo ahí afuera (Alianza, 1987); más un espléndido “Álbum” en separata (por su numeración propia), armado a cuatro manos por Javier Setó y Alberto Manguel, que comprende cronología e iconografía (a veces no muy legible) sobre la vida y obra de Kafka.
   
Biblioteca Conmemorativa del 30 Aniversario de Alianza Editorial
Madrid, noviembre 15 de 1996
         Por ende, el consabido íncipit de la llevada y traída “La metamorfosis” sigue canturreando, desde 1925, a quien quiera oírlo: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto.” Pesadilla que parece cumplir al pie de la letra la especie de declaración de principios literarios del joven Kafka, transcrita de una carta que le envió, en 1904, a su amigo Oskar Pollak, según se lee en la página 19 del susodicho “Álbum”: “[...] Creo que sólo deberían leerse libros que a uno le muerdan y le puncen. Si el libro que leemos no nos despierta con un puñetazo en el cráneo, entonces ¿para qué leemos un libro? [...] Lo que necesitamos son libros que hagan en nosotros el efecto de una desgracia, que nos duelan profundamente, como la muerte de una persona a quien hubiésemos amado más que a nosotros mismos, como si fuésemos arrojados a los bosques, lejos de los hombres, como un suicidio, un libro tiene que ser el hacha para el mar heleado que llevamos dentro.” (Subrayado del reseñista.) (Carta que se puede leer completa, traducida por Adan Kovacsics, en las páginas 30 y 31 del tomo IV de las Obras Completas de Kafka editadas por GG/CL.)
     Pesadillesca narración, sin duda, cuya simiente Klaus Wagenbach refiere entre las página 77 y 78 de su biografía de Kafka editada en 1970 por Alianza, con traducción de Francisco Latorre: 
   “[...] El motivo de La metamorfosis, el famoso relato de Kafka [escrito en 1912], hélo aquí, expuesto ya cinco años antes:  
   “[...] Me parece que cuando estoy echado en la cama tengo la forma de un gran coleóptero, de un ciervo volante o de un escarabajo.
 
Ilustración de Santiago Caruso
(detalle, p. 10-11)
       “De un escarabajo de gran tamaño, eso es. Hago como si se tratase de un sueño hibernal y aprieto mis piernecillas contra el cuerpo tripudo. Y cuchicheo unas palabras. Son órdenes que dirijo a mi triste cuerpo, que está a mi lado, inclinado. Pronto termino; él hace una reverencia, se escabulle para llevarlo todo a cabo con la mayor perfección y, mientras tanto, yo reposo.”
   Fragmento transcrito por Wagenbach de “Preparativos para una boda en el campo y otros fragmentos en prosa de las obras póstumas” de Kafka, citado, con la misma traducción de Francisco Latorre, entre las páginas 33 y 35 del susodicho “Álbum”. (Texto originalmente fragmentario e inconcluso, cuyas tres versiones en ciernes se leen, con traducción de Juan José del Solar, en el tomo III de las Obras Completas de Kafka editas por GG/CL.)
 
La Biblioteca de Babel núm. 6
Ediciones Librería de La Ciudad/Franco Maria Ricci
Buenos Aires, diciembre 31 de 1979
          Pero para desasosiego y desconcierto del kafkiano y subterráneo lector, esas presuntas traducciones anónimas de “Un artista del hambre” y “Un artista del trapecio” editadas por Losada en 1938 por primera vez, figuran, atribuidas a Borges, entre los doce cuentos de Kafka que conforman el título El buitre, numero 6 de la serie La Biblioteca de Babel, editado por Ediciones Librería de La Ciudad (con autorización expresa de Franco María Ricci) y prologado ex profeso por Borges, cuyos “cuatro mil ejemplares numerados” se terminaron de “imprimir el día 31 de diciembre de 1979, en el Instituto Salesiano de Artes Gráficas (I.S.A.G.), Don Bosco 4053, Buenos Aires, República Argentina”. Y según el colofón del ejemplar 1732, cuidó la edición Miguel Acevedo Ballesteros, quien en la página legal, entre la enumeración de los títulos en alemán, se reparte las traducciones con Borges. Vale observar que “Un artista del trapecio” se titula allí “Primera tristeza”; no obstante, la traducción del cuento, repito, es exactamente la misma que la editada en 1938 por Losada (y aún en 1970 en la “Octava Edición” en la serie Biblioteca Clásica y Contemporánea, cuya primera edición en ésta data de 1943). La cual, además, de nuevo con el rótulo “Un artista del trapecio” y atribuida a Borges, figura antologada en el título Conversación con el Orante, segundo número de la serie Cuadernos del Aqueronte, editado por Losada, en Buenos Aires, en “agosto de 1990”. De modo que en El buitre —el sexto y último libro de la serie La Biblioteca de Babel editada en Buenos Aires, entre 1978 y 1979, por Ediciones Librería de La Ciudad y Franco Maria Ricci—, Borges figura como traductor de ocho cuentos de Kafka: “El buitre”, “Un artista del hambre”, “Primera tristeza”, “El escudo de la ciudad”, “Prometeo”, “Una confusión cotidiana”, “Una cruza” y “La edificación de la Muralla China”. Y Miguel Acevedo Ballesteros como traductor de cuatro cuentos de Kafka: “Chacales y árabes”, “Informe para una academia”, “Once hijos” y “La aldea más cercana”.
La Biblioteca de Babel núm. 6
(contraportada)


III de IV
El libro La metamorfosis y otros relatos, editado en Barcelona por Editorial Alma en la atractiva y vistosa serie Clásicos Ilustrados, no le brinda al lector ningún dato sobre la vida y obra de Franz Kafka (pese al notorio y laudable esmero en el cuidado y diseño de la edición), ni registra las fechas de las primeras ediciones de los tres textos que reúne. Al respecto, fuentes informativas (y eruditas) para el novicio (y para el añejo y subterráneo lector de a pie) pueden ser los susodichos títulos editados por Ediciones Cátedra y Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. 
Franz Kafka
(c. 1915-1916)
          En este sentido, se lee que “La transformación” (supraconocida como “La metamorfosis” en el ámbito del español y más allá de él) se publicó por primera vez en “el otoño de 1915, en la revista mensual Die Weissen Blätter, año 2, cuaderno 10, a instancias de Kurt Wolff, que había oído mencionar a su colaborador Franz Werfel —también amigo personal de Kafka— la historia de un ‘chinche’.” Y en forma de libro “debió salir a la calle a fines de 1915”, pese a que está datado en 1916, en Leipzig, “como volumen doble de la serie ‘Der Jüngste Tag’, Kurt Wolff Verlag”. Luego, “entre septiembre y noviembre de 1918 salió una nueva edición del relato, siempre en la editorial Kurt Wolff, con un copyright que induce al error, pues reza: Kurt Wolff Verlag, Leipzig, 1917”. Pero la segunda fue “la única edición que el autor corrigió personalmente”.

Portada de la primera edición en formato de libro
(“la única edición que el autor corrigió personalmente”)
        Kafka escribió “La condena” en “septiembre de 1912”, lo hizo “de un tirón durante la noche del 22 al 23, entre las diez de la noche y las seis de la mañana”. Y apareció por primera vez a principios de junio de 1913 en el único número de la revista Arkadia, almanaque de poesía, dirigida por Max Brod y editada en Leipzig por Kurt Wolff Verlag. Y “supervisada con toda seguridad por Kafka”, la segunda edición en forma de libro (“casi de plaquette, pues ocupaba 31 páginas en total”) “fue el número 34 de la colección ‘Der Jüngste Tag’ (El Juicio Final), título (el de la colección, asociado al contenido del texto) que hizo muchísima gracia al escritor.” Y “La tercera edición de La condena tuvo lugar en 1919 (pie de imprenta, 1920), en la misma colección ‘Der Jüngste Tag’ editada por Kurt Wolff, sin que pueda asegurarse que Kafka interviniera en la corrección de pruebas e introdujera ninguna de las escasas variantes que en ella se registran.” El cuento “La condena” fue dedicado por Kafka a Felice Bauer —a quien le pidió matrimonio por primera vez en una carta escrita en 1913, al parecer entre el 8 o el 10 y el 16 de junio—. Tal dedicatoria en la revista Arkadia se leía así: “Para la señorita Felice B.” Y en la plaquette fue “más escueto y misterioso”: “Para F.” Íntima e histórica dedicatoria que no figura en la presente edición de Alma Clásicos Ilustrados, vinculada a la amistad y al noviazgo que Kafka sostuvo con su dos veces prometida Felice Bauer, destinataria de numerosas cartas, editadas y anotadas en diversos libros traducidos al español. Entre ellos: Cartas a Felice. Correspondencia de la época del noviazgo (1912-1917) (Salamanca, Nórdica Libros, 2013) y el parcial (pero cronológico y exhaustivo) tomo IV de las Obras Completas de Kafka editadas por GG/CL: Cartas 1900-1914 (Barcelona, 2018).

Dibujo de Kafka
(Nórdica, 2013)
      Franz Kafka, a los 36 años de edad, escribió su autobiográfica y recriminatoria “Carta al padre” “en la pensión Stüdl, en la localidad de Schelesen, cerca de Liboch, entre el 4 y el 20 de noviembre de 1919”. Pero nunca llegó a las manos de Hermann Kafka, su autoritario e intolerante progenitor. Y sólo se publicó hasta 1953 a instancias del escritor Max Brod, amigo íntimo de Kafka, su memorioso biógrafo y póstumo albacea editorial. (Según apunta en la página 997 del tomo II de GG/CL: “Después de que Brod editada la carta a partir, básicamente, de la copia mecanografiada, se halló la parte sustancial del manuscrito original, que el lector curioso podrá consultar en la siguiente edición facsimilar: Franz Kafka, Brief an den Vater. Faksimile, editada y con un epílogo de Joachim Unseld, Frankfurt am Main, Fischer Taschenbuch Verlag, 1994.”)

     Al unísono de los matices del desdén, encierro, desamor, abandono y deterioro in crescendo que padece Gregor Samsa en su núcleo familiar tras convertirse en un monstruoso insecto del tamaño de un perro de unos 90 centímetros de la largo (según calcula el profesor Nabokov, op. cit.) —recuérdese que, antes de posarse en la pared o en el techo, se encarama sobre una butaca (o sillón) para observar por la ventana de su cuarto—, cobra relevancia el egocentrismo del padre y la tiranía hacia su hijo, precisamente porque ese es el tema nodal que descuella y trasciende en “La condena” y en la interrumpida “Carta al padre”. 
     
Ilustración de Santiago Caruso
(detalle, p. 38-39)
       A la luz de la póstuma “Carta al padre”, llaman poderosamente la atención las coincidencias y lo premonitorio de algunos detalles axiales del cuento “La condena”, con algunos datos y anécdotas del esbozo autobiográfico que Kafka vertería en la misiva siete años después del relato, inextricable a la imagen que él tenía de su autoritario y tiránico progenitor, desde la infancia, en la adolescencia, en la juventud y en la adultez. 
  Para no desgranar todo el carozo de la mazorca, tanto del cuento, como el de la epístola, recuérdese que Georg Bendemann, el joven protagonista de “La condena”, desde hace meses tiene planeado casarse con su prometida Frieda Brandenfeld e invitar a la boda a un amigo y coterráneo suyo que lastimosamente sobrevive a cierta enfermedad y a los malos negocios en San Petersburgo y con cual se cartea. Georg Bendemann lleva el negocio de su padre y aún vive con él en una pequeña casa frente a un río (cuyo modelo es el río Moldava). Ese padre es un vejestorio viudo que al parecer padece cierta debilidad física, cierta amnesia y cierta demencia senil. Cuando Georg va a verlo en la penumbra de su cuarto, su padre se levanta “para recibirlo”. Y “Al aproximarse, se entreabrió su gruesa bata y en amplio vuelo onduló crujiente en torno a él.” Y al ver su íntima corporeidad, Georg se dice así mismo: “Mi padre todavía es un gigante”. Y esto es lo que, curiosamente, también le resulta su padre a Gregor Samsa convertido éste en un monstruoso insecto del tamaño de un perro. Y por ende, se lee en la página 51 de “La metamorfosis”: “Gregor quedó sorprendido de las descomunales proporciones de sus suelas. No obstante, esa actitud no le preocupó excesivamente, pues no ignoraba que, desde el primer día de su nueva existencia, había adoptado frente a él una actitud de extrema severidad. Empezó a correr delante de su progenitor, deteniéndose cuando éste lo hacía y reanudando la huida al menor movimiento de su progenitor.” Vale contrastar, en torno a ese hilarante pasaje de cine mudo que ocurre previo al dramático ataque de manzanas que el padre lanza sobre Gregor Samsa en esquivo e intermitente movimiento, un fragmento de la “Carta al padre” que en Editorial Alma se lee en la página 106; pero el reseñista prefiere la versión que figura en la página 815 del tomo II de GG/CL: 
   
Kafka con 10 años y sus hermanas
Valli (izquierda) y Elli (centro)
      “Los insultos los reforzabas con amenazas, y eso sí lo sufría yo en mis propias carnes. Por ejemplo, me aterrorizaba oírte decir: ‘Te voy a abrir en canal’; sabía muy bien que no iba a suceder nada grave (de pequeño no estaba tan seguro), pero, de acuerdo con la idea que tenía de tu poder, no dudaba de que habrías sido capaz de hacerlo. También sufría terriblemente cuando echabas a correr gritando alrededor de la mesa en persecución de alguno de nosotros [el chiquillo Franz y sus tres hermanas menores que él: Elli, Valli y Ottla], y, aunque obviamente no tenías intención de capturarlo, fingías que sí, hasta que al final mamá, sumándose a la pantomima, nos salvaba la vida.”
 
Las hermanas de Kafka hacia 1898
De izquierda a derecha: Valli, Elli y Ottla
        Vale recordar, entonces, que en varios pasajes y anécdotas de su “Carta al padre”, Kafka cuenta que de niño lo veía enorme y poderoso (“¡Eras tan gigantesco en todos los aspectos!”), y junto a él a sí mismo se veía pequeño, frágil y débil: un escuálido alfeñique. 

   
Kafka a los 5 años
         Y, asombrosamente: aún de adulto. O quizá sin asombro: porque a sus 36 años (estigmatizado por la tuberculosis desde septiembre de 1917 y sobre todo por la corrosiva dependencia y ciega obediencia psíquica y emocional hacia él) aún le tenía miedo, pese que Kafka se doctoró en derecho en junio de 1906 y “medía un metro ochenta y dos centímetros, según su hoja de alistamiento para el servicio militar”. De ahí que apunte en la “Carta”: “Durante años seguía atormentándome aún la idea de que el hombre gigantesco, mi padre, la última instancia [el poder supremo], podía venir a mí casi sin motivo y en la noche levantarme de la cama y sacarme a la terraza. Esto significaba que yo no era [sic] absolutamente nada para él.” Y más aún sobre ese descomunal hombre gigantesco: poco antes del término de la misiva le dice: “Algunas veces me imagino el mapamundi desplegado y a ti extendido transversalmente sobre él. Me parece entonces que para poder vivir no puedo contar más que con las regiones que tú no ocupas o que están fuera de tu alcance. Estas partes, de acuerdo con la idea que tengo formada de tu grandeza, ni son muchas ni muy habitables, y el matrimonio no está en ellas.” Y esto es algo muy parecido a lo que ocurre con Georg Bendemann en el dramático y suicida final de “La condena”. El padre —hipócrita, egoísta, envidioso y manipulador por antonomasia—, ante la inminencia del matrimonio de Georg Bendemann con Frieda Brandenfeld, de un iracundo manotazo se arranca la máscara de su presunta amnesia y supuesta fragilidad: le revela lo fuerte que es, que no está chocheando ni está tan decrépito (remember que el padre de Gregor Samsa, antes de la transformación y para sacarle jugo al sostén de la familia, también fingía una desvalida y vulnerable vejez), que lo ha espiado y traicionado confabulándose con su amigo en San Petersburgo, que se opone a su inminente casorio, a su íntima felicidad afectiva y erótica, y con su irascible egocentrismo y bestial tiranía lo condena a muerte ipso facto, que Georg, patológicamente ciego y atado a las órdenes y causticidad de su padre, cumple como un zombi o autónoma a la voz de ya: “te sentencio a morir ahogado”. Es decir, con todo el embrollo y la mezquindad de su odio y la maledicencia de su verborrea viperina, el padre (ídem el gigantesco ogro de las pesadillas nocturnas de Kafka) transluce que, desde antaño y desde lo más intrínseco, su hijo era absolutamente nada para él.  
   
Ilustración de Santiago Caruso
(p. 82)
        Y en esa virulenta diatriba contra Georg Bendemann y contra su inminente boda con Frieda Brandenfeld, descuella un calumnioso fragmento donde se transluce la carencia de amor del padre hacia su hijo y la falta de empatía y respeto ante la libre e íntima decisión del vástago de casarse con quien mutuamente ha elegido, inextricable a la misoginia que vocifera el rapaz progenitor, matizada con una procaz parodia: 
   “—Como ella se levantó las faldas —empezó a decir el padre—, como ella se levantó las faldas así, la cerda inmunda —y, como remedo, se alzó la camisa tan arriba que podía verse en su muslo la cicatriz de la guerra—, como ella se levantó las faldas así, te entregaste completamente; y para gozar tranquilamente con ella, manchaste la memoria de tu madre, traicionaste al amigo y arrojaste en el lecho a tu padre para que no pudiera moverse.”
    Sin buscarlo ni preverlo a través del minúsculo aleph o de una bola de cristal, ese fragmento evoca o remite a un pasaje de la “Carta al padre” donde Kafka traza (y acentúa) la catadura idiosincrásica y misógina de su progenitor (al parecer o sin duda inconsciente arquetipo del padre de Georg Bendemann), recién opuesto a su tentativa de matrimonio con la joven judía Julie Wohryzek y que caló en él: “[...] ¿qué restaba de mí a los treinta y seis años que todavía pudiera ser herido? Aludo a una rápida conversación que se produjo uno de aquellos días intranquilos que sucedieron a la noticia de mi propósito de casarme. Lo que dijiste fue más o menos esto: ‘Probablemente se puso una blusa muy bonita, como saben hacer las judías de Praga, y por supuesto tomaste la resolución de casarte rápidamente con ella. Y cuanto antes, mejor, dentro de una semana, mañana, mejor hoy. No te comprendo. Eres un hombre ya formado, vives en la ciudad y lo mejor que se te ocurre es casarte con la primera mujer que te parece propicia. ¿Acaso no existen otras posibilidades? Si es por temor, yo mismo iré contigo.”
     En este sentido, para hacer más comprensible el intríngulis y el lacerante y traumático leitmotiv que incitó la escritura de la “Carta al padre” a los 36 años del autor, se puede transcribir un postrero y revelador pasaje de la biografía de Franz Kafka escrita por Klaus Wagenbach, compilada casi al inicio del tomo I de GG/CL:
   
Julie Wohryzek
         “Por lo demás, en aquel momento (que los análisis de la Carta desde un punto de vista clínico no suelen tener en cuenta) Kafka tenía toda la razón en quejarse de la rudeza y falta de interés de su padre, como muestra la reacción de este a la aparición de En la colonia penitenciaria en octubre del mismo año [1919]. Como siempre que Kafka le entregaba un ejemplar de un libro suyo, el padre, molesto aquella vez al ver interrumpido el juego de cartas de todas las noches, le dijo: ‘¡Déjalo en la mesita de noche!’. Lo que en este caso pudo ser simple falta de interés, se convirtió en rudeza cuando el hijo le comunicó que se había prometido con Julie Wohryzek, lo que provocó una airada protesta paterna. A los ojos de Hermann Kafka, aquella unión era simple y llanamente ‘una vergüenza’ que ensuciaría ‘su nombre’. En la escala social de la burguesía judía, un sacristán de sinagoga [además de zapatero] como el padre de Julie ocupaba el último peldaño del mundo profesional. Después de insultar al hijo —como refiere este—, acabó aconsejándole (no olvidemos que Kafka tenía ya treinta y seis años) que acudiera a un burdel. ‘Seguro que se ha puesto una blusa bonita, como hacen todas las judías de Praga, y tú, claro, a la primera de cambio has decidido casarte con ella. Y lo antes posible, la semana que viene, hoy mejor que mañana. De verdad no te entiendo. Eres una persona adulta, vives en la ciudad, y no se te ocurre nada mejor que casarte con la primera que pasa. Como si no hubiera otras posibilidades. Si te da miedo, te acompaño yo mismo.’
    “En esas circunstancias escribió Kafka la Carta al padre, un documento autobiográfico tan doloroso como opaco, en el que el escritor, indignado por tanto desprecio y opresión, tergiversó en exceso algunos hechos de su vida [Afirmación que se contrapone a lo que se apunta en la página 996 del tomo II de GG/CL: ‘Sea como fuere, esta Carta al padre es, sin duda, el documento autobiográfico más completo, sincero y de mayor recorrido temporal de cuantos documentos legó Kafka a la posteridad.’].
    “En diciembre de 1919, Kafka regresa a Praga [de Schelesen, donde escribió la misiva] (sin que la Carta al padre llegara nunca a su destinatario, ni por correo ni en mano), y se queda allí hasta principios de abril del año siguiente.”
   
El libro de bolsillo núm. 241
Alianza Editorial
Madrid, 1970
             En 1964, Klaus Wagenbach publicó en alemán la primera versión de tal monografía o ensayo biográfico sobre la vida y obra de Franz Kafka. Traducida por Federico Latorre, cientos de lectores de habla hispana pudieron leerla en la edición publicada en 1970, en Madrid, por Alianza Editorial con el número 241 de la serie El libro de bolsillo, ilustrada con una pertinente y rica iconografía, por ende se titula: Franz Kafka en testimonios personales y documentos gráficos; rótulo que sigue el título original en alemán: Franz Kafka in Selbstzeugnissen und Bilddokumenten. En el tomo I de GG/CL se prescindió de la iconografía, “así como de la tabla cronológica, la bibliografía y la breve selección de testimonios de contemporáneos de Kafka que lo complementan”. Y el traductor Joan Parra Contreras tradujo “de la última edición revisada (1995)”. Y según se lee en la página 171: “Todos los fragmentos citados se dan en traducción del propio Joan Parra, a excepción de los correspondientes a las novelas y narraciones de Kafka, que se dan conforme a las nuevas versiones de Miguel Sáenz y de Juan José del Solar, respectivamente, y la Carta al padre, que se cita según la traducción de Feliu Formosa (Barcelona, 1974). Toda vez que procede hacerlo así, la toponimia de las calles y lugares se dan en checo, y no en alemán. A continuación se ofrece una tabla de equivalencias de una y otra lengua (en cursiva los nombres en alemán): [...]”
   
(GG/CL, 1998)
      Vale observar que la ausencia iconográfica en el ensayo biográfico de Klaus Wagenbach se cubre con el título de éste: Franz Kafka. Imágenes de su vida, editado por GG/CL en 1998; que la edición crítica y anotada en los tomos de GG/CL “se basa en la edición crítica de las Obras Completas de Franz Kafka, publicadas por S. Fischer Verlag, Frankfurt am Main”, “a partir de 1982”; y que la traducción de la “Carta al padre” que se lee en el tomo II no es la citada de Feliu Formosa, que en 1974 se publicó en Barcelona con un ensayo y notas de Ricard Torrents (edición reeditada por Lumen en 1996), sino de Joan Parra, quien tal vez sea el autor de las notas que acompañan su traducción (pero quizá no sea así y provengan de la edición alemana); las cuales a veces amplían (o precisan) la información o coinciden con las notas de Ricard Torrents; las cuales a veces son iguales o muy parecidas a las que figuran en la traducción de Kruger editada por Editorial Alma.

IV de IV
Claro está que lector puede leer esas tres versiones de la “Carta al padre” y decidir con cuál se queda. Encrucijada que se suscita ante el dilema de elegir, a priori, entre las mil y una traducciones de las obras de Kafka de nunca acabar. Por ejemplo, en el tomo III de GG/CL se pondera (y profusamente se anota) la traducción que Juan José del Solar hizo de “Josefina la cantante o El pueblo de los ratones”, “la última [narración] de cuantas Kafka escribió” (se dice que enfermo de la laringe, consecuencia de la tuberculosis), entre el 18 de marzo y el 5 de abril de 1924; primero fue “publicada en el diario Prager Presse, 20 de abril de 1924” (en el “Álbum” se dice que era “el número de Pascua de 1924”); y luego incluida con varios cambios en Un artista del hambre. Cuatro historias (Ein Hungerkünstler. Vier Geschichten), libro que “apareció [en Berlín] a finales de agosto de 1924, a los tres meses escasos de la muerte del autor”; que fue (y es) “el último de los libros que Franz Kafka escribió, mandó a un editor y corrigió en vida”. 
       
Antología de la literatura fantática
Col. Laberinto núm. 1, Editorial Sudamericana
Buenos Aires, diciembre 24 de 1940
          En la versión de Juan José del Solar (como en muchas otras) los ratones silban (incluida Josefina), pero en la anónima versión que se lee en la citada Antología de la literatura fantástica, titulada “Josefina la cantora o el pueblo de los ratones”, éstos chillan y no silban (incluida Josefina), lo que resulta, para el reseñista (y quizá para otros lectores), más persuasivo, convincente y acorde con su modelo natural: la índole de los familiares ratones de la vida doméstica y cotidiana; pese a que ahora se dice, por presuntas divulgaciones científicas, que ciertos “roedores emiten sonidos ultrasónicos para cortejar y defender su territorio”; es decir, “lanzan un pequeño chorro de aire procedente de la tráquea contra la pared interior de la laringe, causando una resonancia y produciendo un silbido ultrasónico”. 

     
Compactos núm. 61
Editorial Anagrama
Barcelona, 1990
         El caso es que el crítico Jordi Llovet —nada menos que el director editorial de las Obras Completas de Kafka editadas por GG/CL—, en su antología de los dizque “más importantes relatos de Kafka protagonizados por animales”, titulada Bestiario (Barcelona, Anagrama, 1990), con “Selección, prólogo y notas” suyas (y traducciones históricas de varios autores, entre ellos Borges), además de denominar a “La transformación” con el habitual “La metamorfosis” (quizá por razones de mercadotecnia, ídem Fernando Savater y Alberto Manguel, op. cit.), la excluyó porque, según apunta en su prefacio, “se encuentra publicada en múltiples ediciones, como obra independiente”, y “merece la denominación de ‘novela corta’”. No obstante, en GG/CL “La transformación” no está compilada en el tomo I, dedicado a las “Novelas” de Kafka (El desaparecido —supraconocida con el título elegido por Max Brod en 1927: América—, El proceso y El castillo), donde quizá debería estar —si es que se trata de una “novela corta” y no de una “narración larga” o de un “cuento largo” o “relato largo”—, sino que se halla en el tomo III, dedicado a las “Narraciones y otros escritos”, donde, como para no contradecirse con las llevadas y traídas etiquetas, se le llama “narración” (“celebérrima narración”). Y también excluyó el relato “La construcción” (titulado “La obra” en el tomo III de GG/CL), porque “el protagonista”, dice, “no aparece en ningún momento calificado o descrito como un verdadero animal, aunque en el supuesto de que lo fuera podría tratarse de un topo”. Y el célebre cuento “Josefina la cantante o el pueblo de los ratones” también fue excluido por él porque, según apunta, “los ratones sólo constituyen una vaga referencia colectiva, una especie de masa anónima y amorfa”. Interpretación algo errónea, pues si bien los ratones del pueblo son una “referencia colectiva, una especie de masa anónima y amorfa”, el hecho es que se trata de una parabólica y paradójica fábula o narración contada en primera persona por un ejemplar de esa gregaria tribu o dispersa raza de ratones errantes, quien funge como anónimo cronista y consciencia crítica, omnisciente, especulativa y escéptica de Josefina la cantante y de ese contradictorio y errabundo pueblo de ratones fantásticos y especularmente humanizados (que algunos han interpretado como una metáfora o alegoría de “las comunidades judías esparcidas por todos los reinos y naciones del Este de Europa en su tiempo histórico, escasamente relacionadas entre sí aunque emergiera entre ellas, precisamente por esa época, el movimiento sionista que conduciría a la fundación del Estado de Israel”), entre los cuales descuella la idolatrada Josefina, que es una ratona común y corriente (y por ello: a imagen y semejanza de la ratona original y de todas las ratonas habidas y por haber), con un canto semejante al consustancial canto de cada uno de los ejemplares de ese disperso pueblo de ratones que, “en general, no ama la música”; y por ende no es muy distinta de las otras ratonas (incluida la niña ratona que la iguala en el canto), pero que, por una oscura pulsión inefable, atrae, encandila y parcialmente cohesiona a su dispersa comunidad (sobre todo a sus incondicionales feligreses) emitiendo unos chillidos (o silbidos, según se lea), no muy distintos (repito) a los chillidos (o silbidos) de los demás ratones que silban (o chillan) sin darse cuenta, sin saber que tal peculiaridad es una de sus características congénitas y taxonómicas; pero que, no obstante, la distinguen y la tornan singular, única, irrepetible y sobresaliente a la hora de presentarse y cantar ante la masa anónima y amorfa que la oye y la sigue embelesada, y bobalicona, para oírla en silenciosa asamblea popular; como si la sonoridad de esa especie de canto a cappella (el non plus ultra de la quintaescencia: la ambrosía auditiva y la panacea fónica) o la presunta melodía de sus órficos chillidos o silbidos (quizá ultrasónicos) tuvieran un poder mágico, poético, seductor, somnífero e hipnótico semejante a los eufónicos sonidos del flautista de Hamelín. Con ese poder fónico e hipnótico podría metafísicamente redimir a la masa anónima y amorfa que la idolatra, sigue y concurre ex profeso desde distintos rincones y recovecos del subterráneo laberinto (quizá judío) para escucharla arrobada en esa silenciosa asamblea popular. Incluso, podría conducirla al abismo de nunca jamás. O a la Tierra Prometida.

   
Primeras líneas del último cuento de Kafka, Josefina la cantora”,
publicado en el número de Pascua de 1924 de la Prager Presse
“Nuestra cantora se llama Josefina. Quien no la ha oído
no conoce el poder del canto...
         Tal vez no yerre esa interpretación (quizá reduccionista) que supone que ese disperso y errante pueblo de ratones son una metáfora (o mentáfora) o alegoría de ciertas comunidades judías centroeuropeas de la época de Franz Kafka. Si no yerra y es así (o más o menos así), se puede concluir la azarosa nota con los siguientes fragmentos de una carta que, en junio de 1921, Kafka le envió a Max Brod, los cuales se leen entre las pátinas 58 y 61 del citado “Álbum”. Allí, el magnético y cautivador canto de sirena (o de ratona) sería la lengua y la literaria alemana para ciertos judíos literatos que aspiraban integrarse a cierta germanofilia y a cierto pangermanismo, y que quizá hablaban el checo en Praga (y el alemán en la universidad praguense) e ignoraban el yidis y el hebreo. Y esa tribu de escribientes judíos que alude Kafka en su carta, con “patas traseras” y “patas delanteras”, podrían ser ratones, con sus infalibles colas y característicos incisivos superiores:

   
Dora Diamant, compañera de Kafka
durane el último período de su vida
      “Pero ¿por qué se ven los judíos arrastrados de forma tan irresistible hacia esta lengua [el alemán]? [...] existe una relación entre todo esto y el judaísmo, o, para ser más precisos, entre los judíos jóvenes y su judaísmo, con el horrible agobio interno de estas generaciones [...]
   “El psicoanálisis hace hincapié en el complejo respecto al padre y son muchos los que encuentran fecundo este concepto. En este caso concreto yo prefiero otro punto de vista, en el que el asunto gira no en torno al inocente padre, sino en torno al judaísmo del padre. La mayoría de los judíos jóvenes que empezaron a escribir en alemán quería dejar el judaísmo atrás, cosa que sus padres aprobaban, aunque vagamente (era esta vaguedad lo que les resultaba vergonzosa). Pero tenían las patas traseras prisioneras aún en el judaísmo de sus padres, mientras que con sus patas delanteras manoteaban si hallar una nueva tierra [subrayado del reseñista]. La desesperación resultante se convirtió en su inspiración.
  “Una inspiración tan honorable como otra cualquiera, pero, vista más de cerca, con ciertas peculiaridades desgraciadas. En primer lugar, el producto de su desesperación no podría ser literatura alemana, aunque exteriormente lo pareciera. Su existencia se movía entre tres imposibilidades que se me ocurre llamar lingüísticas. [...] Son las siguientes: la imposibilidad de no escribir, la imposibilidad de escribir alemán y la imposibilidad de escribir otra cosa. Se podría añadir todavía una cuarta, la imposibilidad de escribir (como la desesperación no se podía ver aliviada con la escritura, se revolvía tanto contra la vida como contra la escritura; ésta no es más que un recurso, como lo es para el que está escribiendo su testamento antes de colgarse: un recurso que puede prolongarse toda una vida). Así pues, el resultado fue una literatura imposible bajo todos los puntos de vista, una literatura gitana que había raptado de su cuna al niño alemán y lo había adiestrado a toda prisa, ya que alguien tenía que caminar sobre la cuerda floja. (Aunque ni siquiera era un niño alemán; no era nada. La gente se limitaba a decir que alguien caminaba.)”




Bibliografía

Bioy Casares, Adolfo; Borges, Jorge Luis; Ocampo, Silvina, Antología de la literatura fantástica. Prólogo de Adolfo Bioy Casares. Textos en español y traducciones anónimas. Colección Laberinto núm. 1, Editorial Sudamericana. Buenos Aires, diciembre 24 de 1940. 332 pp.
Borges, Jorge Luis, Obras completas IV. 1975-1988. Contiene: Prólogos con un prólogo de prólogos; Borges oral; Textos cautivos; y Biblioteca personal. Prólogos. Emecé Editores España. Barcelona, 1996. 550 pp.
Borges, Jorge Luis, Obras completas IV. 1975-1988. Contiene: Prólogos con un prólogo de prólogos; Borges oral; Textos cautivos; y Biblioteca personal. Prólogos. Emecé Editores. Buenos Aires, 2005. 592 pp.
Helft, Nicolás, Jorge Luis Borges: bibliografía completa. Prólogo de Noé Jitrik. Supervisión general de Élida Lois. FCE. Buenos Aires, 1997. 290 pp.
Kafka, Franz, Bestiario. Selección, prólogo y notas de Jordi Llovet.  Traducciones de Jorge Luis Borges y otros. Compactos núm. 61, Editorial Anagrama. Barcelona, 1990. 158 pp.
Kafka, Franz, Cartas a Felice. Correspondencia de la época del noviazgo (1912-1917). Traducción, notas y cronología de Pablo Sorozábal. Nórdica Libros. Valencia, noviembre de 2013. 832 pp.
Kafka, Franz, Conversación con el Orante. Traducciones del alemán de Jorge Luis Borges y Francisco Zanutigh Núñez. Cuadernos del Aqueronte núm. 1, Editorial Losada. Buenos Aires, agosto de 1990. 96 pp.
Kafka, Franz, El buitre. Selección y prólogo de Jorge Luis Borges.  Traducciones del alemán de Jorge Luis Borges y Miguel Ballesteros Acevedo. La Biblioteca de Babel núm. 6, Ediciones Librería de La Ciudad/Franco Maria Ricci. Buenos Aires, diciembre 31 de 1979. 104 pp. 
Kafka, Franz, La metamorfosis. Traducciones anónimas. El libro de bolsillo núm. 4, Alianza Editorial. 18ª edición. Madrid, 1984. 144 pp.
Kafka, Franz, La metamorfosis. Prólogo de Jorge Luis Borges. Traducciones anónimas y de Jorge Luis Borges. Biblioteca Clásica y Contemporánea núm. 118, Editorial Losada. 8ª edición. Buenos Aires, diciembre 10 de 1970. 144 pp. 
Kafka, Franz, La metamorfosis. Prólogo de Fernando Savater. Incluye: de Franz Kafka: La metamorfosis (traducción anónima) y Carta al padre (traducción de Feliu Formosa); de Nadine Gordimer: Carta de su padre (traducción de Alicia Bleiberg); y Álbum, de Javier Setó y Alberto Manguel. Iconografía en blanco y negro. Biblioteca Conmemorativa del 30 Aniversario de Alianza Editorial, Alianza Editorial. Madrid, noviembre 15 de 1996. 314 pp.
Kafka, Franz, La metamorfosis y otros relatos. Edición, introducción, traducciones y notas de Ángeles Camargo. Iconografía en blanco y negro. Letras Universales núm. 37, Ediciones Cátedra. 9ª edición. Madrid, 2002. 270 pp.
Kafka, Franz, La metamorfosis y otros relatos. Traducción y notas de R. Kruger. Ilustraciones en color de Santiago Caruso. Alma Clásicos Ilustrados, Editorial Alma. Barcelona, 2018. 144 pp.
Kafka, Franz, La transformación y otros relatos. Edición, introducción, traducciones y notas de Ángeles Camargo y Bernd Kretzschmar. Iconografía en blanco y negro. Letras Universales núm. 439, Ediciones Cátedra. 4ª edición. Madrid, 2002. 472 pp.
Kafka, Franz, Obras Completas I. Edición dirigida y presentada por Jordi Llovet. Incluye: Franz Kafka: una biografía, de Klaus Wagenbach (traducción de Joan Parra Contreras). Y de Franz Kafka, con traducción de Miguel Sáenz: El desaparecido (América), El proceso y El castillo. Índices y notas. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 1999. 1088 pp. 
Kafka, Franz, Obras Completas II. Edición dirigida y presentada por Jordi Llovet. Incluye: prólogo de Nora Catelli. De Franz Kafka: Diarios (traducción de Andrés Sánchez Pascual), Diarios de viaje y Carta al padre (traducción de Joan Parra Contreras). Notas, índices y Cronología de la vida de Kafka. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2000. 1054 pp. 
Kafka, Franz, Obras Completas III. Edición dirigida, presentada y prologada por Jordi Llovet. Incluye: con traducción de Juan José del Solar: Libros publicados en vida y Textos publicados solo en revistas o periódicos; con traducción de Juan José del Solar, Adan Kovacsics y Joan Parra: Escritos y fragmentos póstumos. Notas, tablas e índices. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2003. 1230 pp. 
Kafka, Franz, Obras Completas IV. Edición dirigida, presentada y prologada por Jordi Llovet. Incluye de Kafka y con traducción de Adan Kovacsics: Cartas 1900-1914; más: Cartas a Kafka (1902-19014); Inscripciones en álbumes y dedicatorias de Kafka (1897-1914) y Dedicatorias a Kafka (1907-1914). Notas, cronología, apéndices e índices. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2018. 1262 pp.
Nabokov, Vladimir, “Franz Kafka. La metamorfosis”, p. 369-415, en Curso de literatura europea. Introducción de John Updike. Traducción del inglés de Francisco Torres Oliver. Iconografía en blanco y negro (con pésima y deficiente resolución). Colección Maxi, Ediciones B. 2ª edición. Barcelona, diciembre de 2016. 576 pp.
Wagenbach, Klaus, Franz Kafka en testimonios personales y documentos gráficos. Traducción del alemán de Federico Latorre. Iconografía en blanco y negro. El libro del bolsillo núm. 241, Alianza Editorial. Madrid, 1970. 194 pp. 



lunes, 17 de agosto de 2020

Pantaleón y las visitadoras

Un pendejo de siete suelas

I de III
Con motivo del 80 aniversario del escritor peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936) en febrero de 2016, en Villatuerta, Navarra, el consorcio Penguin Random House, a través de Alfaguara, terminó de imprimir su novela Pantalón y las visitadoras en una vistosa “Edición limitada”, cuya sobrecubierta y pastas duras fueron ilustradas con detalles de un prostibulario bailongo: Cuatro mujeres (1987), óleo sobre lienzo de Fernando Botero, celebérrimo pintor colombiano, que incluso tiene en su voluminoso y monumental haber un retrato del Premio Nobel de Literatura 2010, donde se le ve, algo caricaturesco, tecleando una minúscula máquina de escribir con regordetas manos y un ligero parecido al joven narrador de los años del boom en Barcelona.
Mario Vargas Llosa mirando su retrato pintado por Botero
        Tal “Edición limitada” tiene, además, un “Prólogo” que el novelista firmó en “Londres, 29 de junio de 1999”, donde queda claro su afán lúdico y ficcional (inextricable al marketing), translúcido no sólo en el quimérico cierre: “Algunos años después de publicado el libro —con un éxito de público que no tuve antes ni he vuelto a tener— recibí una llamada misteriosa, en Lima: ‘Yo soy el capitán Pantaleón Pantoja’, me dijo la enérgica voz. ‘Veámonos para que me explique cómo conoció mi historia’. Me negué a verlo fiel a mi creencia de que los personajes de la ficción no deben entrometerse en la vida real.”

Edición limitada con portada de Fernando Botero
Alfaguara, 2016
         Al principio del “Prólogo”, Mario Vargas Llosa declara a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y envirulada aldea global: “Escribí esta novela en una apretada casita de Sarrià, en Barcelona, entre 1973 y 1974, al mismo tiempo que su versión cinematográfica. Debía filmarla José María Gutiérrez, pero, por los absurdos malabares del cine, terminé dirigiendo la película al alimón con él (acepto toda la responsabilidad de la catástrofe).” Al parecer, la simiente del amistoso pacto de filmar el guion surgió del hecho de que José María Gutiérrez (cineasta español fallecido casi a los 74 años el 5 de febrero de 2007) estuvo cerca del génesis de la novela (y por ende se la dedicó), pues más adelante apunta el narrador: “A diferencia de mis libros anteriores, que me hicieron sudar tinta, escribí esta novela con facilidad, divirtiéndome mucho, y leyendo los capítulos a medida que los terminaba a José María Gutiérrez, y a Patricia Grieve y Fernando Tola, mis vecinos de la calle Osio.” 

       
Mario Vargas Llosa y José Sacristán durante el
rodaje de Pantaleón y las visitadoras (1975)
       Además de codirigirla y de actuar en un papel de militar del Ejército peruano, esa homónima versión fílmica, rodada en Santo Domingo con actores profesionales (José Sacristán, Katy Jurado) y estrenada en 1975, resultó un chasco y no tuvo la resonancia y el éxito de la parcial adaptación de la novela que el cineasta Francisco Lombardi estrenó en 1999. (Ni el focalizado éxito de la versión escénica que el actor y director Jorge Alí Triana estrenó, en 2009, en el teatro Repertorio Español de Nueva York. A la que se sumó la versión musical que, dirigida por Juan Carlos Fisher, se estrenó el 24 de mayo de 2019 en el Teatro Peruano Japonés, en Lima.) No obstante, se infiere que Mario el memorioso (la memoria es un forma del olvido, Borges dixit) no la escribió “entre 1973 y 1974”, pues la primera edición de Pantaleón y las visitadoras, su cuarta novela, Carlos Barral, a través de Seix Barral, la publicó en Barcelona en “mayo de 1973”. 

   
Primera edición en Seix Barral
(Barcelona, mayo de 1973)
        Y ya encarrerado con la infalible mercadotecnia del ficcional “olvido”, apunta al inicio del segundo párrafo de su “Prólogo”: “La historia está basada en un hecho real —un ‘servicio de visitadoras’ organizado por el Ejército peruano para desahogar las ansias sexuales de las guarniciones amazónicas—, que conocí de cerca en dos viajes a la Amazonía —en 1958 y 1962—, magnificado y distorsionado hasta convertirse en una farsa truculenta.” Vale recordar que en El pez en el agua (Seix Barral, 1993), Mario Vargas Llosa evoca que el primer viaje a la Amazonía lo hizo, efectivamente, en 1958, cuando él, casado con la tía Julia desde mediados de 1956, estaba en Lima organizándose y preparándose para viajar a Europa donde haría su doctorado en la Complutense tras obtener, ex profeso y en la Universidad de San Marcos, la beca Javier Prado. E imprevistamente lo invitaron a viajar a la Amazonía (de cuya estancia de tres semanas en la selva escribiría, en un hotel en Río de Janeiro y ya rumbo a Europa, una crónica para la revista Cultura Peruana, por petición de José Flórez Aráoz, su director, quien también viajó a la Amazonía en el mismo hidroavión, además del antropólogo mexicano José Matos Mar y del antropólogo y folclorista ayacuchano Efraín Morote Best): “Cuando ya estaban muy avanzados los preparativos, un día, en la Facultad de Letras, Rosita Corpancho [la secretaria] me preguntó si no me tentaba un viaje a la Amazonía. Estaba por llegar al Perú un antropólogo mexicano de origen español, Juan Comas, y con ese motivo el Instituto Lingüístico de Verano y San Marcos habían organizado una expedición hacia la región del Alto Marañón, donde las tribus aguarunas y huambisas, por las que él se interesaba. Acepté, y gracias a ese corto viaje conocí la selva peruana, y vi paisajes y gente, y oí historias que, más tarde, sería la materia prima de por lo menos tres de mis novelas: La casa verde [1966], Pantaleón y las visitadoras [1973] y El hablador [1987].”
     
Cuadernos marginales 21
Tusquets Editor
(Barcelona, 1971)
       Y la segunda vez que Mario Vargas Llosa viajó a la Amazonía no lo hizo en “1962”, sino en 1964; de sobra es consabido y así se data y documenta con fotos en el volumen colectivo Mario Vargas Llosa. La libertad y la vida (Editorial Planeta Perú/Pontificia Universidad Católica del Perú, 2008). Y así él lo registró en su conferencia, reflexiva y autobiográfica, Historia secreta de una novela, publicada en 1971, en Barcelona, por Tusquets Editor, con el número 21 de Cuadernos marginales (serie con portadas doradas), impresa con tinta verde y dedicada al escritor mexicano Carlos Fuentes, de la cual consigna al inicio en un breve fragmento: “Esta conferencia, originalmente escrita en un rudimentario inglés que mi amigo Robert B. Knox mejoró, fue leía en Washington State University (Pullman Washington, el 11 de diciembre de 1968.” (Sic.) Ese segundo viaje, Mario Vargas Llosa lo hizo por iniciativa propia, cuando aún tenía en sus manos el barajeado y trabajado borrador de La Casa Verde (obra que lo catapultaría aún más por la chismográfica aldea global: Premio de la Crítica en 1966, invitación al “congreso mundial del PEN Club en Nueva York”, y Premio Rómulo Gallegos en 1967) y quería constatar, de cuerpo presente y para su obra en ciernes, ese territorio mítico y legendario que desde 1958 bullía en su memoria y en su novelística imaginación: “Cuando terminé la novela, en 1964, me sentí inseguro, lleno de zozobra respecto al libro. Desconfiaba principalmente de los capítulos situados en Santa María de Nieva. Mi intención no había sido, desde luego, escribir un documento sociológico, un ensayo disfrazado de novela. Pero tenía la molesta sensación de que, a pesar de mis esfuerzos, había idealizado (para bien y para mal) el ambiente y la vida de la región amazónica. Tomé la determinación de no publicar el libro mientras no hubiera retornado a la selva. Ese año volví a Lima. Esa vez no fue tan fácil llegar a Santa María de Nieva, por la falta de comunicaciones. Seis años antes había viajado por la selva muy cómodamente, en el hidroavión-renacuajo del Instituto Lingüístico de Verano. Esta vez viajé por mi cuenta y acompañado de un amigo, el antropólogo José Matos Mar, que había formado parte de la expedición la primera vez.”

Mario Vargas Llosa con un nativo de Santa María de Nieva
(Perú, 1964)


II de III
Distanciado de la estructura tradicional de La ciudad y los perros (Seix Barral, 1963), con La Casa Verde (Seix Barral, 1966) y Conversación en La Catedral (Seix Barral, 1969), su segunda y tercera novela, y con su relato Los cachorros (Lumen, 1967), Mario Vargas Llosa les dijo, a los dispersos lectores del mundanal orbe, que no estaba dispuesto a urdir sus obras de una manera facilona y predecible. Y pese a que Pantaleón y las visitadoras es una ópera bufa, un divertimento risible y cómico (no obstante los incidentes, trasfondos y linderos dramáticos), muy accesible en relación a la laberíntica urdimbre y a las dificultades de lectura de las dos novelas precedentes, no por ello dejó de explorar varios procedimientos narrativos que parecían innovadores. A saber: el súbito y caprichoso cambio de voces y tiempos entre los párrafos y capítulos (algo muy frecuente en sus libros); recurrentes elipsis y estilística y repetitiva ruptura del orden lógico y sintáctico en numerosos enunciados; parodias de maneras de hablar y de escribir con yerros ortográficos o sin ellos; parodias de partes y órdenes militares; parodias de oficios y cartas; parodias de pesadillas y de alucinaciones por bebedizos y alcaloides; parodia de guion radiofónico y de reportajes periodísticos; abundancia de nombres y apodos en diminutivos; un sobrenombre (Pan-Pan), el par de apellidos de un coronel (López López) y los rótulos de un par de bares (Mao Mao y Camu Camu) parecen devenir y conmemorar el nombre del Negro Negro, ese mítico, oscuro y sombrío antro limeño que el autor conoció en los años 50, decorado con portadas de The New Yorker y donde él, con colegas de La Crónica y de Última Hora, se sentía bohemio y bebiendo y trasnochando en una boîte parisina; todo salpimentado con peruanismos, localismos, modismos y vulgarismos del habla cotidiana y popular; a lo que se añaden los episodios y entresijos eróticos y libertinos; las leyendas de bebedizos afrodisíacos y curativos y de seres míticos e híbridos del entorno selvático y amazónico de Iquitos; y la parodia e invención de un sangriento y fanático culto religioso y apocalíptico que sacrifica y crucifica animales, insectos, reptiles y seres humanos. De modo que el lector, de nueva cuenta, se ve inducido a reconstruir y a armar en la memoria el lúdico puzle narrativo. 
Mario Vargas Llosa entre Katy Jurado y José Sacristan
durante el rodaje de Pantaleón y las visitadoras (1975)
        Según dice Vargas Llosa en su “Prólogo”: “Por increíble que parezca, pervertido como yo estaba por la teoría del compromiso en su versión sartreana, intenté al principio contar esta historia en serio. Descubrí que era imposible, que ella exigía la burla y la carcajada. Fue una experiencia liberadora, que me reveló —¡sólo entonces!— las posibilidades del juego y el humor en la literatura.” Tal es así que en lo que va del siglo XXI y de sus 19 novelas, Pantaleón y las visitadoras —seguida por las vertientes lúdicas y humorísticas de La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, 1977)— es la más divertida, desenfadada, imposible e hilarante. De modo que no puede catalogarse de realista (de estricta transposición de la realidad a un libro), sino partícipe y contagiada del realismo mágico (y fantástico) del boom latinoamericano que en América Latina y Europa eclosionó la deslumbrante aparición de Cien años de soledad (Sudamericana, 1967), la novela central de Gabriel García Márquez y del idioma español del siglo XX, eje de Historia de un deicidio (Barral Editores/Monte Ávila Editores, 1971), la voluminosa investigación de Mario Vargas Llosa (que fue su tesis doctoral).

Barral Editores/Monte Ávila Editores
(Barcelona/Caracas, 1971)
      Los hechos medulares de Pantaleón y las visitadoras se sitúan en un promedio de tres años: entre 1956 y 1959. En el libro, cuando en 1959 casi concluye el tempo novelístico, el capitán Pantaleón Pantoja, reprendido en la oficina del general Collazos, rígido, sin mover los labios, “cuenta seis, ocho, doce condecoraciones en el frac del primer mandatario” que observa en un tácito retrato. Tal imagen, por defecto, remite a la estereotipada imagen del general Odría con la guerrera chapada de mellas (ídem el general Porfirio Díaz o algún histórico káiser), pues fue dictador del Perú durante el llamado ochenio (1948-1956); y por ende puede suponerse que en el Perú de la novela aún sigue siendo el “primer mandatario”. ¿O acaso la imagen del “primer mandatario” que observa el demudado capitán Pantalón Pantoja es el retrato del ministro de Guerra? En la vida real, en 1959, el presidente del Perú ya no era un militar, sino un civil, ingeniero de profesión: Manuel Prado. En la novela, además, la religión católica es la religión oficial y por ende la religión de las fuerzas armadas. De modo que en la jerarquía militar está imbricada la jerarquía católica. En este sentido, cuando el capitán Pantaleón Pantoja arriba a Iquitos con la secreta misión de organizar y dirigir un trashumante prostíbulo que dé servicio sexual a los calenturientos e irrefrenables soldados de las “Guarniciones, Puestos de Frontera y Afines”, sus primeros cuestionadores y opositores (en el mojigato e hipócrita entorno) son el par de jefes ante los que se cuadra y entrevista: el general Roger Scavino, “comandante en jefe de la V Región (Amazonía)”, y sobre todo el sacerdote y comandante Godofredo Beltrán Calila, “jefe del Cuerpo de Capellanes Castrenses de la V Región (Amazonía)”. No obstante, pese a sus objeciones, acatan las órdenes y se muerden la lengua; pero la moralina y el resquemor del cura son tales, que a la postre solicita su baja del Ejército (oficio que se lee en la obra). 

El capitán Pantaleón Pantoja y la Brasileña entre cachacos
(José Sacristán y Camucha Negrete)
Pantaleón y las visitadoras (1975)
         Según el dictamen del general Collazos: “soldado que llega a la selva se vuelve un pinga loca”. Y esto ocurre, dice, por el clima caluroso de la Amazonía, lo cual refleja la proliferación de violaciones, embarazos no deseados y abusos sexuales de todo tipo que sucesivamente comenten los cachacos, incluso en iglesias y lugares públicos, no importándoles que sus víctimas sean casadas, jóvenes o respetables ancianas. En este sentido, para canalizar y controlar ese caos y desenfreno, en Lima, el Tigre Collazos, o sea: “el general Felipe Collazos, jefe de Administración, Intendencia y Servicios Varios”, y su adjunto el coronel López López, “jefe del Departamento de Contabilidad y Finanzas”, (obviamente con la tácita e implícita anuencia del ministro de Guerra y del Estado Mayor), dada la impecable foja de formación e irreprochable conducta en la Escuela Militar de Chorrillos (“el único cadete que se lustraba los zapatos para salir a embarrárselos en las maniobras”) y la excelencia organizativa y administrativa recién demostrada en la Guarnición de Chiclayo, eligen al teniente Pantaleón Pantoja, recién ascendido a capitán de Intendencia, para que organice a todo vapor y ponga en funcionamiento el Servicio de Visitadoras.

Fotograma de Pantaleón y las visitadoras (1999)
         El capitán Pantaleón Pantoja viaja a Iquitos con la señora Leonor, su madre, y con Pochita, su esposa. Apenas bajan del avión y el matrimonio ocupa una recámara del Hotel Lima, Panta, casi poseso, pone en acción la mítica incidencia del clima caluroso y caliente de la Amazonía, pues aún antes de experimentar con afrodisíacos tradicionales y regionales, ni tardo ni perezoso induce a Pochita con una fogosidad nunca antes demostrada y con visos de concebir al cadetito cuanto antes. Encuentros sexuales que se intensifican y se hacen aún más frecuentes y exhaustivos cuando Panta, por sus investigaciones de campo, prueba diversos afrodisíacos, que incluso lo orillan al compulsivo onanismo. Es así que en la extensa carta que Pochita le envía a Chichi, su hermana, le cuenta sobre la índole sensual, cachonda y desinhibida de las féminas de Iquitos, y sobre los notorios e insaciables cambios de su marido: “Panta pisó la selva y se volvió un volcán”; lo cual confirma el supuesto dicho del general al subalterno: “la selva vuelve a los hombres unos fosforitos”. De modo que parece que en la Amazonía peruana tienen muy presente (y ponen en práctica día a día, noche tras noche y año tras año) ese milenario y sapientísimo axioma que se lee en el tercer tomo de Las mil y una noches (Aguilar, 1955), anotadas y traducidas del árabe por Rafael Cansinos Assens (el pontífice del madrileño Café Colonial, quien “podía saludar a las estrellas en once idiomas”, autor de un libro de psalmos eróticos editado por Renacimiento en 1914: El candelabro de los siete brazos, preceptor del joven Borges en el Madrid de 1919, quien cifró y cinceló en un pie que se lee en “Tlön” por toda la eternidad: “Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre.”): “La delicia de la vida en tres cosas se cifra: en comer carne, montar sobre carne y hacer entrar la carne en la carne.”  

Borges en Mallorca (1919)
      El caso es que el capitán Pantaleón Pantoja, un joven recto y sin vicios, es un obseso y maniático del orden y de la disciplina militar; ya en la manera en que planifica y ordena el Servicio de Visitadoras en todos sus renglones y menudencias, incluida la conducta y los vocablos de las rameras y de sus colaboradores, las responsabilidades laborales y sanitarias, los desplazamientos por agua y aire de cada convoy, el tipo, el lugar y el tiempo de cada sexoservicio, y los colores del vestuario de ellas (verde y rojo); ya en la verborrea y retórica castrense de sus minuciosos y risibles reportes y reglamentos; ya en la propuesta (y enmienda) del jocoso y chusco “Himno de las visitadoras”, cuyos versos se leen en la novela y que ellas cantan y corean con música de La Raspa; pero también en sus quiméricos proyectos para súper acrecentarlo y diversificarlo entre soldados, suboficiales y oficiales de toda laya.

Fotograma de Pantaleón y las visitadoras (1999)
        En un sucio y abandonado depósito del Ejército (que incluso fue reducto clandestino y escenario de un “brujo o curandero” y de los antihigiénicos ritos de un grupúsculo de la Hermandad del Arca), Panta, camuflado de civil y auxiliado por dos cachacos de civil sin inclinaciones por el sexo opuesto, limpia y acondiciona ese almacén ubicado en las inmediaciones del río Itaya. Él lo llama “centro logístico” (y la vox populi Pantilandia) y a su oficina “puesto de mando”. Solicita al Ejército y lo proveen de un barco y de una avioneta, que él camufla y bautiza con nombres de resonancias bíblicas y pecaminosas: Eva y Dalila; y ordena que los pinten de rojo y verde. Dispuesto por el general Scavino, el teniente Bacacorzo es su contacto con éste y su guía en los bares y bulines de Iquitos. A través de Bacacorzo contacta con el chino Wong, conocido como “el Fumanchú de Belén”, o sea: del “barrio de las casas flotantes, la Venecia de la Amazonía”; cuya divisa canturrea: Chino que nace pobletón/ Muele cafiche o ladlón. Personaje que “Consigue lavanderas a domicilio” y por ende se convierte en su “enganchador” a sueldo, quien lo pone en contacto con la patrona de Casa Chuchupe, o sea, con la madama Chuchupe, su “jefa de personal” en el Servicio de Visitadoras, quien se suma a la empresa junto con Chupito, un enano, su amante, mascota y socio. Y entre las rameras contratadas por Panta descuellan tres: Luisa Cánepa, que era sirvienta del teniente Bacacorzo, y, según dice, “la violó un sargento, y después un cabo y después un soldado raso [...] La cosa le gustó o qué se yo, mi comandante, pero lo cierto es que ahora se dedica al puterío con el nombre de Pechuga y tiene como cafiche a un marica que le dicen Milcaras.” Pechuga, además, tiene un hijo al que bautiza en el templo de San Agustín con el nombre de su padrino: Pantaleón, presente en la ceremonia, pese al pasmo de doña Leonor. Maclovia, quien antes de ser visitadora fue lavandera; o sea: hacía la calle pregonando su consabido servicio (el más antiguo del mundo) por callejuelas y barriadas de Iquitos. Y estando de visitadora en la Guarnición de Borja huyó, por amor, con el sargento primero Teófilo. Se casaron en Santa María de Nieva; allí, ella, creyente de la fanática secta de la Hermandad del Arca, lo convirtió a él; pero cuando los atraparon, Panta la despidió. Y a Teófilo, además de degradarlo a soldado raso, lo castigaron “con ciento veinte días de calabozo a pan y agua”. Pero en la celda se tornó puritano y fanático; así, decidido a convertirse en apóstol del Hermano Francisco, el mesías y profeta de la Hermandad del Arca, renuncia al sexo y a sus deberes matrimoniales. Maclovia, por su parte, para reinsertarse en el Servicio de Visitadoras y para visitar a Teófilo en la cárcel y para que sea restituido, infructuosamente le ruega a don Pantaleón Pantoja. Y para que incida en el criterio de éste, habla con Pocha en su casa, dando por supuesto que ella sabía que Panta era el cafiche de la boyante y famosa Pantilandia (“Zar de Pantilandia”, “Califa de Pantilandia”, “Farouk criollo”, “Gran Macró de la Amazonía”, “Emperador del Vicio”, “Barba Azul del río Itaya”, truena el Sinchi vociferando contra él, a todo gaznate y por toda la Amazonía, a través de las ondas hertzianas). Pero Pocha, al igual que doña Leonor, ignoraba el oficio de su marido y que no hacía encubierta inteligencia militar. Pocha se indigna y encolerizada y se larga de Iquitos con su hija, la pequeña y mofletuda Gladys, quien ya cumplió un añito. Por si fuera poca la adversidad, Maclovia es entrevistada en algún lugar por el Sinchi, el desvergonzado chantajista y lenguaraz pseudorreportero radiofónico, cuyo popular, sensacionalista e hipócrita programa se oye por todos los recovecos del departamento de Loreto y de la Amazonía a través de Radio Amazonas. Maclovia, que no es nada lista ni prudente, y sí extremadamente parlanchina, parlotea, sin pudor y sin pelos en la lengua, de todo lo que, para favorecerse, no debería parlotear. 

Fotograma de Pantaleón y las visitadoras (1999)
       Y por último la más notoria: la Brasileña, peruana de nacimiento (Olga Arellano Rosaura), pero apodada así por su etapa en los burdeles de Manaos. La Brasileña es la puta más atractiva y cachonda; la que trastorna los sentidos e induce al crimen; la más deseada, la más bella y requerida de las meretrices del Servicio de Visitadoras. (“En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua de los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que esa tarde sentí.”) Y la que trasmina las normas, el temple, el criterio, el sosiego y los deseos eróticos del capitán Pantaleón Pantoja, y la que, sin proponérselo, suscita que se resquebraje y haga trizas y polvo esa empresa solicitada, subvencionada y tolerada, en secreto, por el Ejército del Perú. Es decir, el 2 de enero de 1959, en un sorpresivo y violento asalto al barco Eva en las inmediaciones de Nauta (cuyo propósito era someter y fornicarse a las seis visitadoras del convoy), la Brasileña resultó asesinada en el tiroteo y luego, para inculpar a los fanáticos de la Hermandad del Arca, su cuerpo fue “clavado en el tronco de una lupuna”.

Pochita, Panta y la Brasileña
Pantaleón y las visitadoras: El musical (2019)
       La Brasileña fue velada en Pantilandia. Y el cortejo fúnebre desfiló por las calles, precedido por la “carroza de lujo de la principal agencia funeraria de Iquitos, la Modus Vivendi”; y su entierro se hizo en el “cementerio general”, en cuyo umbral esperaba, desde temprano, una multitud de curiosos y una escolta de seis soldados encabezados por el “teniente de Infantería Luis Bacacorzo”, que luego marcharía, en torno al féretro, rindiéndole solemnes honores como si se tratase de “un soldado caído en acción”. Pero la cereza del pastel de las pompas fúnebres es que el capitán Pantaleón Pantoja salió a la luz y comidilla pública ataviado con su flamante uniforme militar y de lentes oscuros, y así pronunció su sentida y conmovedora elegía con lagrimones en el rostro (se lee en la novela), reproducida por El Oriente, periódico que hizo, en un Número especial, una pormenorizada crónica y seguimiento de todos los sucesos que rodearon el hecho. Pese a su malhumor y a su contrariedad, “el ex capellán del Ejército y actual párroco encargado del cementerio de Iquitos, padre Godofredo Beltrán Calila”, “ofició con exagerada rapidez los responsos fúnebres, no pronunció sermón alguno, como se esperaba de él, y abandonó el lugar sin esperar el término de la ceremonia”.

El escándalo mediático de ese asesinato y llamativo entierro llegó a Lima y a las altas esferas del Estado Mayor y del ministro de Guerra. El Servicio de Visitadoras es cesado ipso facto. Por ende, Panta, a través del general Scavino, recibe la orden de desmantelar Pantilandia de inmediato, volar a la capital del Perú y presentarse en las oficinas del Ministerio. Ya allí, después de más de tres horas de espera en la antesala, el coronel López López “no le da la mano, no le hace una venia” y “le vuelve la espalda”. Y lo primero que le sorraja el Tigre Collazos reza al pie de la letra: “Creíamos que no mataba una mosca y resultó un pendejo de siete suelas”. Y entre lo que le echan en cara y le cuestionan revolcándolo hasta la saciedad (“Todavía no descubro si es usted un pelotudo angelical o un cínico de la gran flauta”), el coronel López López, el general Victoria y el Tigre Collazos ya tenían acordado que el capitán Pantalón Pantoja solicitara su baja del Ejército, porque allí tiene poco o ningún futuro. Pero Panta se niega. Y por sus “antecedentes personales” y para no acrecentar aún más el escándalo, lo confinan a la Puna, por “lo menos un año”. “La Guarnición de Pomata está necesitando un intendente”, dice el coronel López López. “En vez del río Amazonas tendrá el lago Titicaca.” “Y en vez del calor de la selva, el frío de la puna”, añade el general Victoria. “Y en vez de visitadoras, llamitas y vicuñas”, remata el Tigre Collazos.

III de III
En cuanto a las andanzas y sucedidos del Hermano Francisco y de los fanáticos de la Hermandad del Arca, se tienen visos y noticas desde la primera página de la novela, cuando Panta, Pochita y doña Leonor aún ignoran cuál es el intríngulis de esa supuesta “fraternidad religiosa” y cuál será su nuevo destino después de la Guarnición de Chiclayo, precisamente cuando Pocha les comenta: “Qué graciosa esta noticia en El Comercio”, “En Leticia un tipo se crucificó para anunciar el fin del mundo. Lo metieron al manicomio pero la gente lo sacó a la fuerza porque creen que es santo.”
Que hayan confinado al psiquiátrico al Hermano Francisco implica que la sociedad “normal” lo ve, clasifica y etiqueta como un loco. Al parecer, su cosmovisión, inextricable a su particular e insondable sesera, sí la signa alguna psicosis y megalomanía, pues por lo que fragmentariamente se va leyendo en el transcurso de la novela (incluida su “epístola” reproducida en El Oriente) se sabe que se siente mesías y profeta, un elegido que oye voces, y por ende es un itinerante misionero, supuestamente cristiano, que a sus feligreses les vaticina el inminente fin del mundo y el advenimiento del Juicio Final, y que ha conformado una especie de disperso y laberíntico culto religioso denominado la Hermanad del Arca. (En realidad es una vil superstición que se multiplica y degenera y que los protestantes y los católicos catalogarían de herejía.) Esto es así porque llaman “arcas” a los locales pueblerinos y a los reductos de la selva y de los caseríos donde el Hermano Francisco se presenta para sermonear y profetizar el fin del mundo. Pero el delirante meollo es que el Hermano Francisco, de origen incierto (al parecer brasileño), políglota que incluso habla en “lenguas de chunchos”, dicta sus homilías amarrado a una gran cruz. Y el culmen de los ritos, adoratorios y altares de la Hermandad del Arca es que se complementan con el sacrificio de seres vivos, entre los que descuellan los seres humanos, quienes son clavados en una cruz erigida ex profeso; y aún vivos son paulatinamente desangrados, mientras los “hermanos” dizque se “purifican” bañándose con esa sangre o embadurnándose con ella o bebiéndola.  
     
Marlon Brando
             En la carta a su hermana Chichi, Pocha le dice del fundador de la Hermandad del Arca: “En la Amazonía es más famoso que Marlon Brando”. De ahí que, por curiosidad, ella y su suegra hayan ido a verlo y a escucharlo en Moronacocha. Según le cuenta a Chichi en su carta: “Había muchísima gente, lo impresionante era que hablaba crucificado como Cristo, ni más ni menos. Anunciaba el fin del mundo, pedía a la gente que hiciera ofrendas y sacrificios para el Juicio Final. No se le entendía mucho, habla un español dificilísimo. Pero la gente lo oía hipnotizada, las mujeres lloraban y se ponían de rodillas. Yo misma me contagié de emoción y hasta solté mis lagrimones, y mi suegra no te imaginas, a sollozo vivo y no la podíamos calmar, el brujo la flechó Chichi. Después en la casa decía maravillas del Hermano Francisco y al día siguiente volvió al arca de Moronacocha para hablar con los hermanos y ahora resulta que la vieja también se ha hecho hermana. Mira por dónde le vino a salir el tiro: ella que nunca le hizo mucho caso a la religión verdadera, termina de beata de herejías. Figúrate que su cuarto está lleno de crucecitas de madera, y si fuera sólo eso tanto mejor que se distraiga, pero lo cochino del asunto es que la manía de esa religión es crucificar animales y eso ya no me gusta, porque en sus crucecitas cada mañana me encuentro pegadas cucarachas, mariposas, arañas y el otro día, hasta un ratón, qué asco espantoso.”
   
La madama Chuchupe y Pantaleón Pantoja
(Katy Jurado y José Sacristán)
Fotograma de Pantaleón y las visitadoras (1975)
          Doña Leonor no fue testigo del infanticidio, o sea, del momento en que un menor fue crucificado allí en el arca de Moronacocha, pero sí lo vio clavado en la cruz. “Tenía sus ojitos cerrados, la cabecita caída sobre el corazón, como un Cristo chiquito”. Dice. “De lejos parecía un monito, pero el cuerpo tan blanco me llamó la atención. Me fui acercando, llegué al pie de la cruz y entonces me di cuenta. Ay, Pochita, me estaré muriendo y todavía veré al pobre angelito.”

   
Marlon Brando y un niño de la selva
         Y al perecer será así, pues ese pequeño, bautizado por la vox populi como el “niño mártir de Moronacocha”, al que se le atribuyen milagros y poderes divinos, es reproducido en figurillas de bulto (“estatuas del niño mártir”), en medallas y en estampas que se llevan como protectores o milagrosos talismanes, se le hacen rezos y en su memoria un panadero, que es “hermano”, factura y comercia con unos panecillos llamados “panes del niño”, “panes del niño mártir de Moronacocha”, que, tras catarlos no sin cierta aprensión inicial, doña Leonor estipula con los carrillos batientes y repletos: “el pan del niño es el más rico de Iquitos”. Algo parecido ocurre con la imagen de una tal santa Ignacia, quien en vida fue la honorable “anciana Ignacia Curdimbre Peláez”, clavada viva en una cruz montada “en la placita de Dos de Mayo siendo las doce de la noche y estando presentes los doscientos catorce habitantes de la localidad [...] A dos guardias civiles que trataron de disuadir a los hermanos, les dieron una paliza terrible. Según los testimonios, la agonía de la viejita duró hasta el amanecer [...] La gente se embadurnaba caras y cuerpos con la sangre de la cruz y hasta se la bebían. Ahora han comenzado a adorar a la víctima. Ya circulan estampitas de la santa Ignacia.” Así que doña Leonor, cuando junto a su hijo se prepara y hace las maletas para irse de Iquitos, se surte de baratijas y artesanías amazónicas, “compra medallas del niño mártir, estampas de santa Ignacia, cruces del Hermano Francisco”.
Pantaleón y las visitadoras: El musical (2019)
Teatro Peruano Japonés
Lima, Perú
       Pese al poder de la Iglesia católica y a la serie de capellanes incrustados en la jerarquía del Ejército, la propagación de la Hermandad del Arca se disemina a vuelo de pájaro negro y nocturno (ídem el coronavirus del siglo XXI) entre los habitantes de la Amazonía (incluidos soldados y visitadoras; de ahí que el féretro de la Brasileña tenga forma de cruz y no la forma del consabido ataúd rectangular) y hay indicios de que, como peste negra o plaga de langostas, ya llegó hasta Lima, la “civilizada” capital del Perú. Sin embargo, pese a los sacrificios humanos y a los actos violentos de los fanáticos de la Hermandad del Arca, ni los militares ni la guardia civil tienen prioritario echarle el guante al Hermano Francisco y hacerle manita de puerco y encerrarlo en una mazmorra con aparatos de inquisidora tortura: el potro y la rueda. Pero la situación cambia cuando ocurre la crucifixión, en contra de su voluntad, del suboficial Avelino Miranda que iba de civil “en el caserío de Frailecillos”. Cuando por fin detienen al Hermano Francisco “por el río Napo, cerca de Mazán”, los fanáticos de Mazán, que son todos los habitantes del caserío, lo rescatan del encierro y se fugan con él a la selva. En Iquitos, al director de El Oriente, los fanáticos de la secta “le quemaron el auto y casi le queman la casa” porque lo suponen el delator del sitio donde se escondía. Pero en la huida, y para que no lo vuelvan a detener (y quizá enjuiciar o confinar de nuevo en el manicomio), el Hermano Francisco les ordena a sus feligreses que, vivito y coleando, lo claven “en las afueras de Indiana”. “Él mismo escogió el árbol”. “Bebe el cocimiento” (quizá que para amortiguar o suprimir el dolor y anular la conciencia); “se golpea el pecho” (quizá para bajar y soportar el buche impregnado y repleto de la amargura del bebedizo, y no por su culpa, por su gran culpa). “Dijo éste, córtenlo y hagan la cruz de este tamaño. Él mismo escogió el sitio, uno bonito, junto al río. Les dijo párenla, aquí ha de ser, así lo manda el cielo.”

La cruz donde poco a poco murió desangrado el Hermano Francisco no se tornará epicentro mundial de hormigueantes peregrinaciones de los fanáticos de la Hermandad del Arca, puesto “que los soldados se abrieron campo hasta la cruz a culatazos”, “la tiraron al suelo con un hacha” y la botaron al río para que las pirañas devoraran los malolientes restos del profeta, quien estuvo crucificado varios días. Pero el sitio quizá sí y el Hermano Francisco un aura divina, una presencia inmortal para los fanáticos. “Y dicen que en el mismo momento que murió se apagó el cielo, eran sólo las cuatro, todo se puso tiniebla, comenzó a llover, la gente estaba ciega con los rayos y sorda con los truenos”. “Los animales del monte se pusieron a gruñir, a rugir, y los peces se salían del agua para despedir al Hermano Francisco que subía”, pregona la ex visitadora Coca, quien “atiende el bar del Mao Mao, viaja en busca de clientes a campamentos madereros” y “se enamora de un afilador”. “Tenía la cabeza sobre el corazón, los ojitos cerrados, se le habían afilado las facciones y estaba muy pálido”; “Con la lluvia se había lavado la sangre de la cruz, pero los hermanos recogían esa agua santa en trapos, baldes, platos, se la tomaban y quedaban puros de pecado.” Testimonia y divulga la ex visitadora Rita, que “cambia tres veces de cafiche”. “Lo vi todo, yo estaba ahí, tomé una gota de su sangre y se me quitó el cansancio de caminar horas y horas por el monte. Nunca más probaré hombre ni mujer. Ay, otra vez siento que me llama, que subo, que soy ofrenda.” Dice el adicto al sexo y polimorfo Milcaras, el ex cafiche de Pechuga que alguna vez se vistió de mujer y se infiltró y camufló entre las visitadoras para que los cachacos, en fila india, lo sodomizaran hasta el cansancio o la náusea.
   
Elenco de Pantaleón y las visitadoras: El musical (2019)
Teatro Peruano Japonés
Lima, Perú
           Vale observar que si al capitán Pantaleón Pantoja le faltó malicia, agudeza, suspicacia, astucia y sigilo de jugador de ajedrez, y teatralización para capotear y sortear a su favor todas las amenazas e inconvenientes que dieron al traste con su querido puesto de jefe del Servicio de Visitadoras (él aprobaba sus cuerpos mirándolas desnudas o dándose un lujurioso festín), sí tuvo la inicial perspicacia para observar, reportar y sugerir sobre el Hermano Francisco y la Hermandad del Arca, según se lee en su Parte número uno, fechado el “12 de agosto de 1956”: 
“Que una semana para el acondicionamiento del lugar podría parecer excesivo, sintomático de lenidad o pereza, pero lo cierto es que el emplazamiento se encontraba en condiciones inutilizables, y, con permiso de la expresión, inmundas, por las razones que se exponen: aprovechando que el Ejército lo tenía abandonado, este depósito había venido sirviendo para prácticas heterogéneas e ilegales. Es así que se habían posesionado de él unos seguidores del Hermano Francisco, sujeto de origen extranjero, fundador de una nueva religión y presunto hacedor de milagros, que recorre a pie y en balsa la Amazonía brasileña, colombiana, ecuatoriana y peruana, alzando cruces en las localidades por donde pasa, y hasta haciéndose crucificar él mismo, para predicar en esta extravagante postura, sea en portugués, español o lenguas de chunchos. Acostumbra anunciar catástrofes y exhortar a sus devotos (innúmeros, pese a la hostilidad que le profesa la Iglesia católica y las protestantes, debido al carisma del sujeto, sin duda muy grande, pues su prédica no sólo hace mella en gente simple e inculta, sino también en personas de educación, como ha ocurrido por ejemplo y por desgracia con la propia madre del suscrito), a desprenderse de sus bienes y a construir cruces de madera y hacer ofrendas para cuando llegue el fin del mundo, lo que asegura será prontísimo. Aquí en Iquitos, por donde el Hermano Francisco ha pasado estos días, existen numerosas arcas (así llaman los templos de la secta creada por este individuo en quien, si la superioridad lo juzga adecuado, el Servicio de Inteligencia debería quizás interesarse) y un grupo de hermanos y hermanas, como se dicen entre ellos, habían convertido este depósito en arca. Tenían instalada una cruz para sus antihigiénicas y crueles ceremonias, que consisten en crucificar toda clase de animales a fin de que su sangre bañe a los adictos arrodillados al pie de la cruz. Es así que el suscrito encontró en el local incontables cadáveres de monos, perros, tigrillos y hasta loros y garzas, lamparones y manchas de sangre por doquier y, sin duda, enjambres de gérmenes infecciosos. Que el día que el suscrito ocupó el local hubo que recurrir a la fuerza pública para desalojar a los hermanos del Arca, en el momento que se disponían a clavar un lagarto, el mismo que fue decomisado y entregado a la Proveeduría Militar de la V Región;
  “Que, anteriormente, este infortunado local había sido usado por un brujo o curandero, al que los hermanos expulsaron por métodos compulsivos, el maestro Poncio, quien celebraba aquí ceremonias nocturnas con ese cocimiento de cortezas, la ayahuasca, que, al parecer, cura enfermedades y provoca alucinaciones, pero también, lamentablemente, trastornos físicos instantáneos, como abundantes esputos, caudalosos orines y masiva diarrea, excrecencias que, junto con los posteriores cadáveres de animales sacrificados y los muchos gallinazos y alimañas que llegaban hasta aquí, imantados por los desperdicios y la carroña, habían convertido este lugar en un verdadero infierno para la vista y el olfato.”



Mario Vargas Llosa, Pantalón y las visitadoras. Prólogo del autor. Portada de Fernando Botero. Edición limitada. Alfaguara/Penguin Random House Grupo Editorial. Febrero de 2016, Villatuerta, Navarra. 338 pp. 


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