martes, 19 de enero de 2021

La gota de oro



En busca del rostro perdido

La gota de oro, novela de Michel Tournier (París, diciembre 19 de 1924-Choisel, enero 18 de 2016)), fue publicada en francés, en 1985, por Editions Gallimard. Y la traducción al español de Jacqueline y Rafael Conte impresa en Madrid, en 1988, por Alfaguara, denota el poder verbal, intelectual, poético, imaginario y narrativo de su autor. En La gota de oro confluye una veta signada por varias de sus obsesiones narrativas; por ejemplo, su atracción y reescrituración de mitos, supersticiones, leyendas y cuentos de tradiciones orales; pero también la fotografía, y la investigación y documentación a partir del tema y subtemas implícitos en la obra. 

Michel Tournier
Idriss, el protagonista de La gota de oro, es un adolescente de Tabelbala, un diminuto oasis perdido en las profundidades del desierto argelino. Cierto día, dunas adentro, mientras cuida su rebaño de ovejas y cabras, pasa un Land Rover, casi un espejismo, y de allí desciende una rubia inquietante que le toma una foto. Ella, a petición de él, le promete enviársela desde París, pero la foto nunca llega. Así que Idriss emprende la travesía y búsqueda de esa imagen que, según sus ágrafos y rupestres atavismos musulmanes, es parte suya y el no tenerla bajo control implica ser vulnerable a maleficios como el mal de ojo, por lo que puede enfermar, enloquecer e incluso morir.
      El itinerario de Idriss comienza en el mismo Tabelbala. Es un acto preparatorio (que sin embargo se prolonga hasta sus días parisinos). Entre las anécdotas iniciales se cuentan: la muerte de su amigo el camellero de una tribu Chaamba; las visitas a Mogadem ben Abderrahman, su tío, el ex cabo, dueño de la única foto que existe en el oasis; las burlas de Salah Brahim, el camionero que lleva y trae los enseres y el correo; el ambiente en la casucha familiar; las preocupaciones de su madre; la celebración de una boda tradicional a la que asiste un grupo de bailarines y músicos del Alto Atlas, entre ellos la negra Zett Zobeida, con velos rojos y rutilantes y cantarinas joyas, quien canta unos versos que Idriss evoca y varía una y otra vez hasta las páginas finales. 

(Alfaguara, Madrid, 1988)
       Pero durante la boda —luego de oír el relato “Barbarroja o el retrato del rey”, que narra Abdullah Fehr, un negro de los confines del Sudán y del Tibesti, en cuyas palabras Idriss encuentra un aliento más para partir—, resulta que al dirigirse a Zobeida y al grupo, éstos ya se han ido y sólo halla tirada y solitaria una gota de oro que pendía del cuello de la bailarina. La joya es una bulla áurea, un antiguo emblema que era colocado en el cogote de los niños que nacían libres y que sólo se quitaban al cambiar la toga pretexta por la toga viril. Es decir, es un símbolo de inocencia y libertad; así, Idriss lo hace suyo. Pero al unísono se trata de un metal que “excita la codicia y provoca el robo, la violencia y el crimen”; cuya imagen y recuerdo también evoca hasta el término, precisamente cuando el significado de los versos que cantaba Zobeida inextricablemente se urde a la cifra de su destino.
       Idriss, siempre en medio de ricas anécdotas y digresiones, atraviesa Béni Abbès, donde sin buscarlo observa su hábitat y a sí mismo entre las curiosidades del museo sahariano. Béchar, donde es el efímero ayudante de Mustafá, un fotógrafo de estudio. Orán, donde la vieja Lala Ramírez, eterna apestada y viajera, lo lleva al cementerio español e intenta que en él reencarne su hijo Ismaïl. Marsella, donde una prostituta disfrazada de rubia le arrebata la gota de oro, cumpliéndose así los venales signos implícitos en el metal y su forma. 
Ya en París, guiado por Achour, su primo diez años mayor, Idriss se instala en el hogar Sonacotra de un gueto musulmán. Francia es llamada “el país de las imágenes” y París: “capital de las pantallas”. No es fortuito, entonces, que se diga que “la imagen es el opio de Occidente”. 
Idriss, ingenuo y recién desempacado en la Ciudad Luz, es uno más de los inmigrantes árabes y bereberes sujetos a discriminaciones y subempleos, tan históricos, legendarios y pintorescos, como son, por ejemplo, la Torre Eiffel, el Louvre, la Plaza de la Concorde, o los pestilentes vagabundos de las subterráneas inmediaciones del Sena. “Creíamos que los habíamos alquilado [dice una voz sobre los inmigrantes árabes] y que luego podríamos devolverlos a sus casas cuando ya no les necesitáramos, y ahora resulta que los hemos comprado y que nos los tenemos que quedar en Francia.” 
La primera chamba de Idriss es la de barrendero. Pero como es un inocente y un supersticioso que busca su foto y no puede discernir el trasfondo y el sentido de los signos visuales, no sólo es atraído por los escaparates y las pantallas, sino que su propio hado lo introduce al mundo de las imágenes y de la reproducción en serie: recorre las calles mirando las vitrinas y anuncios; penetra, aunque no toque fondo, el mundillo del Electronic, un antro de videojuegos para jovencitos donde se instala un grupúsculo de delincuentes; se deja ir por la rue Saint-Denis, siente la llamada y el tufillo del sexo en los letreros que rezan: Sex shop, Live show y Peep show; entra en uno de éstos y a través de una pantalla mira los lascivos movimientos de una piruja. 
Por alguna droga que seguramente le dio uno de los mozalbetes del Electronic, mientras en el rincón de un café hojea un cómic, alucina que en los cuadros lee el diálogo que tuvo con la rubia que lo fotografió y lo que ésta se dijo con el hombre que conducía el Land Rover, y luego imagina que éste se dedica a explotar la imagen de ella y entonces Idriss asume el papel de héroe y trata de proteger y rescatar a la rubia del café y del cómic, pero para su sorpresa lo llevan a la cárcel, le toman fotos y lo fichan. Su primo Achour, al explicarle la magia onírica del cine, le dice: “¡Cuántos de nosotros no han hecho el amor más que en el cine! No tienes ni idea”.
El director de un grupo que filma anuncios para la televisión, ve a Idriss con su escoba y le paga para que figure de barrendero. Un poco después lo invita para otro anuncio, el del Palmeral, un refresco; pero a pesar de su creencia, no es parte del elenco, sino el beduino que tras bambalinas mueve a un escuálido camello que sí participa en el rodaje; y luego, como el nómada sahariano que no deja de ser, cruza París de un extremo a otro para llevar al camello a un matadero. 

Michel Tournier
Más tarde, Idriss va a los almacenes Tati por un overol, allí conoce a un fotógrafo y coleccionista de maniquíes (sólo efigies de muchachitos de los años 60 del siglo XX), de quien escucha su maniático y soporífero monólogo y al que acompaña a su pocilga. Pero también conoce a un decorador de escaparates, que al verlo, lo invita a que se preste para reproducir en serie un modelo idéntico a él. 
Después de asistir a los laboratorios de la Glyptoplástica (pese a su fobia) donde se somete al proceso para obtener su efigie, Idriss termina deprimido y se refugia en el hogar Sonacotra. Allí, al lado de los viejos musulmanes, como si tratara de recuperar algo muy suyo, muy profundo y recóndito, los escucha, comparte ciertos ritos, y oye las noticias y acentos árabes que los ancianos oyen en la radio a través de La Voix des Arabes. Pero sobre todo escucha a Mohammed Amouzine, un viejo egipcio que le habla de la historia de su país y de la cantante Oum Kalsoum. Mohammed Amouzine le presenta al calígrafo Abd Al Ghafari, del que Idriss se hace su discípulo. 
Abd Al Ghafari lo introduce en la mística de la antigua caligrafía árabe, que comprende la fabricación de la tinta, de las cañas, los estilos caligráficos, la sincronía entre la respiración y el trazo de los signos, los aforismos, los poemas en prosa, y el relato “La Reina Rubia”, que comienza con el clásico íncipit de los milenarios cuentos tradicionales: “Érase una vez”, y que el maestro, rodeado de sus alumnos, narra como “la conclusión de su enseñanza y de toda la sabiduría de la caligrafía”. 
En el relato hay un muchachito (alter ego de Idriss y de los otros discípulos) al que Ibn Al Houdaïda, el calígrafo, le enseña a leer las líneas del rostro. Es decir, así como la quiromancia supone que el destino de un hombre está escrito en la palma de la mano, la mística de la caligrafía supone que en las líneas de un rostro hay versos, los cuales, en conjunto, son un poema que revela los diferentes rostros de un mismo individuo; pero también revela su origen, pasado y futuro. 
Después de tal revelación, Idriss, al empuñar un taladro en la Plaza Vendôme, inesperadamente se encuentra ante un escaparate que exhibe la bulla áurea, la misma joya que vio por primera vez en el cuello de la negra bailarina Zett Zobeida; entonces, iluminado desde dentro y al zumbar y hundir la herramienta en una erógena fisura de Francia, comulga con el sentido profundo de sus líneas (proyectadas en las grietas de la vitrina), su signo, el poema escrito en su rostro, que no cifra y canta otra cosa más que a sí mismo, su destino, prefigurado en la forma de la gota de oro y en los versos del canto de Zett Zobeida, la negra de velos rojos y rutilantes y cantarinas joyas.


Michel Tournier, La gota de oro. Traducción del francés al español de Jacqueline y Rafael Conte. Alfaguara Literaturas (251). Madrid, 1988. 272 pp.






sábado, 21 de noviembre de 2020

La bestia debe morir

 

Mi venganza será para mí solo

 

I de IV

Nicholas Blake es el consabido seudónimo que el poeta irlandés Cecil Day-Lewis (1904-1972) utilizó para escribir un conjunto de novelas policíacas protagonizadas por el detective Nigel Strangeways. En el ámbito del idioma de Cervantes la más célebre es, al parecer, La bestia debe morir, cuya primera edición en el idioma de Shakespeare (The Beast Must Die) data de 1938. La traducción al español del escritor argentino Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978), impresa por primera vez en Buenos Aires el 22 de febrero de 1945, fue el número 1 de El Séptimo Círculo, la colección de novelas policiales que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares dirigieron y editaron, para Emecé, entre 1945 y 1955. Misma que en Barcelona, en abril de 2011,  la editorial RBA recuperó con el número 117 de la Serie Negra.

           

(RBA, 2011)

         Vale observar que si bien el cineasta Claude Chabrol en 1969 dio a conocer, en francés y en París, una versión cinematográfica (Que la b
ête meure) basada en el libro de Nicholas Blake, el 8 de mayo 1952, en Buenos Aires y español, tuvo lugar el estreno del primer filme, en blanco y negro, basado en tal novela negra, muy probablemente leída y adaptada a partir de la traducción de J.R. Wilcock, dado que la película y la obra literaria son homónimas.

 

(Emecé, 1945)

II de IV

La novela de Nicholas Blake: La bestia debe morir, se divide en cuatro partes (con sus correspondientes capítulos y rótulos), más un “Epílogo”. La “Primera parte” la conforma “El diario de Felix Lane” y está narrada en primera persona por Frank Cairnes, viudo de 35 años y un metro 65 de estatura (“hombrecito”, suelen tildarlo los grandotes y grandotas que lo observan), quien, desde su casa de campo en las inmediaciones del pueblito de Sawyer’s Cross, ha tenido por lucrativo y cómodo oficio la escritura de novelas policíacas, las cuales firma con el seudónimo de Felix Lane. (El contrato con el editor de sus libros, en Londres, implica que su verdadera identidad permanezca oculta; mientras que en Sawyer’s Cross ha chismorreado, incluso a su criada, que escribe una “biografía de Wordsworth”.) Las entradas de su diario van del “20 de junio de 1937” al “20 de agosto” de ese año. Así, en el íncipit se canturrea a sí mismo (el especular e hipócrita lector: “mi compañero”, “mi hermano”) que cometerá un crimen: “Voy a matar a un hombre. No sé cómo se llama, ni dónde vive, no sé cómo es. Pero lo encontraré y lo mataré...”

        

Nicholas Blake
(Cecil Day-Lewis)

          
Según se lee en el diario, ese “20 de junio de 1937” su hijo Martie, pequeño y frágil, hubiera cumplido siete añitos y ambos lo hubieran festejado con un “picnic en el Golden Cap”, donde le hubiera enseñado a maniobrar un bote de vela. El 3 de enero de ese año, alrededor de las seis de la tarde, el chiquillo, autorizado por su papá y como otras veces, había ido caminando al pueblo a comprar caramelos. Al regreso, en una curva próxima a su domicilio, un auto, que iba veloz y sin precauciones, lo atropelló y se dio a la fuga. Frank Cairnes, por la conmoción, estuvo en un sanatorio “durante bastante tiempo” (“fiebre cerebral, ataque de nervios o algo parecido”). Luego, para distenderse y más o menos recuperarse, no fue a su casa de campo (atendida por la sirvienta: la señora Teague), sino que se refugió, solo, en el búngalo de un amigo, desde cuya ventana, ese día, observa “el Golden Cap que brilla bajo el sol de la tarde, las olas metálicas y encrespadas de la bahía y el brazo curvo del Cobb con sus barquitos, cuarenta metros más abajo”.

   

Fotograma de Que la bête meure (1969)

           Frank Cairnes no tiene ninguna pista para dar con el asesino de su hijo; no obstante, se interroga e inicia algunas indagaciones. Pero, como si el dedo flamígero del todopoderoso hado estuviera de su parte, el “29 de junio”, rumbo a Oxford, un accidente en su auto (se mete en un río al pasar por Cotswolds) lo pone en contacto con un testigo que le dice que no hace mucho, en ese mismo sitio, cayó otro coche. Al preguntarle por la fecha de tal semejante imprevisto, el testigo le dice que fue el “3 de enero”, y Frank, fingiendo que ese conductor era su amigo, obtiene datos relevantes: que el tipo que manejaba se llamaba George y que las siglas de la matrícula corresponden al condado de Gloucestershire. Y es en ese episodio cuando empieza a descollar el ancestral, rancio y arraigado tópico machista que trasmina, por diversas tesituras y vericuetos, las páginas de La bestia debe morir, pues para que el testigo suelte aún más la mojigata lengua, Frank le dice con mojigatería: “tendré que preguntarle a George acerca de esta amiga suya. Esas cosas no se pueden hacer. ¡Y un tipo casado! Me gustaría saber quién era ella.” En este sentido, Frank oye que la furtiva fémina de su supuesto amigo era, nada menos, que Polly, la protagonista de una película recién vista por el testigo y su esposa: Pantorrillas de criada. Y esa información el matrimonio se la da reflejando en sus dichos su elemental nivel cultural y sus idiosincrásicos prejuicios. Así, el testigo le dice: “oí su nombre, pero no lo recuerdo. La semana pasada la vi en una película. En Chel’unham. Aparecía en paños menores, y no llevaba demasiados” [...] Mi mujer se escandalizó.” Y la esposa, quien es la que recuerda el título del filme, dice, no menos atávica, puritanoide y mojigata: “esa señorita era Polly, la criada, ¿comprende? Dios, casi no enseñaba las piernas” [...] “Me pareció una loca”. Y el testigo añade: “Mi Gerti está colocada, pero no usa ropa interior de encaje, ni tiene tiempo de andar mostrando sus encantos como esa desvergonzada de Polly. Le daría su merecido.”

     Así, en lugar de encaminarse a Oxford, Frank Cairnes se dirige al Cheltenham a averiguar sobre esas impúdicas Pantorrillas de criada que ponen de punta los vellos púbicos. Allí ve que se trata de “una película inglesa”; y, según apunta peyorativo y gazmoño, es típica “de la inclinación británica hacia la indecencia barata y vulgar”; ve que la actriz (que se cubría la cara para que no la reconocieran en el accidente en el río) se llama Lena Lawson; dizque “Es lo que llaman una ‘aspirante a estrella’”; y remata con petulancia de abuelita ñoña: “Dios, ¡menuda expresión!”. El caso es que, para grabarse el rostro de la actriz, al día siguiente ve Pantorrillas de criada en el Gloucester. Y antes de verla, cavilando en matar a Georges con precisión de relojería suiza y sin dejar rastros que lo inculpen, apunta con una inmoralidad e indiferencia que lo equiparan al asesino de su hijo Martie: “El único peligro podría ser Lena; tal vez tenga que deshacerme de ella; espero que no, aunque no tengo razones para suponer que su desaparición sea una pérdida para el mundo.” Lo cual está en la misma tesitura del verborreico general Shrivenham, su vecino, dispuesto a aterrorizar con su Winchester 44 a la persona que a Frank Cairnes le deja en su casa anónimos de malaleche: “No es que me importe matar a una mujer; hay tantas que es fácil matarlas por equivocación, especialmente de perfil.”  

     

Cartel del filme La bestia debe morir (1952)

             Al verla en el filme, Lena Lawson le resulta “bastante guapa”. Y para que ella (sin enterarse de nada) la lleve hasta el maldito Georges, corporifica y asume la falsa identidad del famosillo autor de sus novelas policiales: Felix Lane; por ende, se deja crecer la barba y anota: “Me gustaría saber si Lena se enamorará de mi barba; uno de los personajes de Huxley habla de las propiedades afrodisiacas de las barbas; comprobaré su veracidad.” Lo cual es una de las referencias librescas (lúdicas, chuscas, irónicas, culteranas) que pueblan la verborrea de Frank Cairnes (y que además es un aderezo que sazona in extenso el libro de Nicholas Blake), proclive a mencionar los estereotipados clichés de las novelas policíacas y a decir estupideces; por ejemplo, ante la visita que el “3 de julio” le hizo en su casa de campo el general Shrivenham, “Un hombre admirable”, según dice, anota en su diario: “¿Por qué todos los generales son inteligentes, encantadores e instruidos, mientras que los coroneles son aburridos, y casi todos los mayores incalificables? En este tema podría profundizar la estadística.”

            Frank Cairnes se instala en Maida Male, en Londres, en un departamento amueblado. Y como a Holt, su editor, le informa que pretende ubicar su “nueva novela policíaca en un estudio cinematográfico”, le da una tarjeta que lo contacta con un tal “Callaghan, no sé qué de la British Regal Films Inc., la compañía donde trabaja Lena Lawson”, quien le chismorrea sobre ella de un modo muy despectivo: “se cree una segunda Harlow, todas lo creen”; y añade (quizá reprimido y con la lengua de fuera y escurriendo baba): “De piernas para arriba... está muy bien como percha de lencería”; no obstante, le parece “tonta”. Criterio misógino parecido al criterio misógino, utilitarista y cosificante, de un tal Weinberg que Callaghan parodia al rebuznar con impostada voz aguda y afeminada: “¡Oh, Weinberg quiere que salga en todas las películas!”

         

Alfred Hitchcock

               No obstante, para que Callaghan lo ponga en contacto con esas inquietantes pantorrillas, el falso Felix Lane le dice que busca que su novela en ciernes pueda “adaptarse cinematográficamente tipo Hitchcock— y Lena Lawson podría ser la adecuada para ser la protagonista”. Y cuando ya la ha conocido repara: “No sé qué quiso decir Callaghan cuando la llamó ‘tonta’; frívola, sin duda, pero no tonta.” Y otro día anota en su “diario íntimo de un asesino”: “ella es, a su manera, una criatura fascinadora, que me será útil y me permitirá combinar el placer con los negocios [de matar], mientras no me enamore”. Y otro día: “Lena no es tan tonta como parece, o más bien, como parecen las de su calaña.” Pues según apunta el engreído y misógino Frank Cairnes (en su papel del novelista Felix Lane con seductora e irresistible barba afrodisiaca): lo que los vincula “Es un asunto de negocios: toma y daca. Los dos ganamos algo. Yo quiero a George [para matarlo], y Lena mi dinero.”

    Así, el día que la lleva a su departamento londinense ella le parlotea los hirientes dichos del tal Weinberg: “¿Qué se ha creído que es? ¿Una actriz o una anguila embalsamada? No le pago para que intente parecer una piedra, ¿no? ¿Qué le pasa? ¿Se ha enamorado de alguien, gallina clueca?” (No extraña, entonces, que ante ese ríspido trato en el plató Lena Lawson haya escupido sobre él con veneno antisemita: “todos esos judíos están confabulados... Aquí no nos vendría mal un poco de Hitler, aunque a mí que no me vengan con cachiporras y esterilización.”) 

   

Fotograma de El gran dictador (1940)

           Pero cuando la cacareante “gallina clueca” descubre y toma el osito tuerto de Martie que el fetichista Frank Cairnes tenía atesorado en la chimenea de su dormitorio, la incontrolable neurosis de él suscita una mutua tensión e intercambio de dimes y diretes; escaramuza verbal que queda rubricada cuando el machín de Frank Cairnes le da “su merecido”; es decir, le suelta una bofetada a Lena Lawson, inicio de una pelea (que termina en revolcón y en sexo) matizada por los reclamos que ella le vocifera: “¿Así que no soy lo bastante pura como para tocar el osito de tu sobrino? Podría contaminarlo. Te avergüenzas de mí, ¿verdad? Está bien, llévate esa porquería.” [...] “Pero, realmente, te avergüenzas de mí, ¿no? ¿Me crees una loca vulgar? [...] “¡Qué viejo más cauteloso eres! Crees que voy enredarte en un matrimonio.” [...] “¡Qué buena idea! Me gustaría ver la cara de George”.

    “¿George? ¿Quién es George?” Le pregunta el falso Felix Lane y ella le responde: “Bueno, bueno, no tienes que saltarme encima, celoso. Georges es solo... bueno, está casado con mi hermana.”

   Esa revelación le indica a Frank Cairnes que no anda desencaminado en sus vengativos y asesinos propósitos, y que su buena estrella lo alienta y dirige hasta el epicentro del empantanado y pestilente miasma, pues Lena Lawson, ahora sí para utilizar al barbudo Felix Lane (y retribuirlo con la misma moneda: él la usa “como si fuera un peón de ajedrez”), lo invita a Severnbridge, el pueblo pesquero del condado de Gloucestershire, donde George Rattery tiene una mancomunado taller mecánico: Rattery & Carfax; una esposa doméstica, maltratada y sumisa: Violeta; un resentido y traumatizado hijo de unos doce años: Phil; y una repulsiva, serpentina y decrépita madre: Ethel Rattery, viuda de un militar (fallecido en un manicomio), atávica, machista, metiche, lenguaraz, intrigante, manipuladora, mandona, autoritaria, y con un falaz concepto del honor y de la honra, de la guerra y del crimen: “En la guerra es cuestión de honor”, dictamina, “no es asesinar, cuando se trata de honor”.

 

III de IV

Para no desvelar todas las menudencias de la urdimbre narrativa de La bestia debe morir, vale resumir que en el “El diario de Felix Lane”, Frank Cairnes reporta su arribo al pueblo de Severnbridge en compañía de Lena Lawson, su hospedaje en el hotel Angler’s Arms, y luego en la casa del asesino de su hijo Martie, y los dos intentos que pergeña para matarlo en un supuesto e impune “crimen perfecto”. Uno: empujarlo por un acantilado (falla porque, apunta, George Rattery en el instante peliagudo le dijo padecer acrofobia). Dos: propiciar que se ahogue en el río, pues dizque no sabe nadar ni conducir un bote. Asesinas tentativas que luego quedan trastocadas y hechas trizas por el revelador hecho que el grandulón y voluminoso George Rattery le vocifera y restriega en el rostro al ocurrente hombrecito Frank Cairnes: había leído su escondido diario in progress y sabía que planeaba borrarlo del mapa.

   Pero “El diario de Felix Lane” también reporta que el tal Georges Rattery es un patán y un machote en toda la extensión de la palabra; de ahí que se comporte como “un gallo en su gallinero”, que además fanfarronea y mueve el culo sintiéndose el matón del pueblo y el amo y señor del entorno que pisa, cruza y siembra de escupitajos. Supremacía anacrónica y cerril que apoya la colmilluda abuela Ethel Rattery recriminándole a su nieto Phil: “no puede haber más de un dueño en la casa”. Pues Philip Rattery, blanco del odio, del menosprecio y del maltrato de su agrio, cascarrabias y gruñón progenitor (por ende su carcelario y desmantelado cuarto casi está vacío), se opone a que insulte y golpee a su madre, y a que (delante de las narices de todo ese núcleo familiar, incluido el matrimonio Carfax, con quienes suelen comer, departir y jugar tenis) tenga por amante a tal Rodha, la esposa de James Harrison Carfax, su socio mayoritario en el taller mecánico.

   

Fotograma de Que la bête meure (1969)

          Al sopesar la conducta y los abruptos modos de tal cretino, parece increíble que Violeta alguna vez se haya enamorado de él (lleva 15 años soportándolo encadenada en esa tóxica relación matrimonial sadomasoquista y con un torturador pie en el cogote: “ha sido su felpudo durante quince años”). Y más aún: que Lena Lawson, que parece perspicaz y no una vil tontorrona de poca monta, haya traicionado a su hermana y aceptado ser, durante un tiempo, la furtiva amante de turno del paleto e inveterado adúltero y gordinflón Georges Rattery.

 

Fotograma de Que la bête meure (1969)

        Oculto en la trinchera e impostura de su barbudo personaje Felix Lane, Frank Cairnes, durante una cena con la familia Rattery (incluida Lena Lawson y el niño Philip con las orejas bien erectas y los ojos abiertos como platos soperos), formula su intrínseco y secreto leitmotiv, su íntima declaración de principios existenciales y asesinos: que a él le “parece justificado matar a una persona” “que hace desgraciada la vida de todos y de cada uno de los que le rodean”; que “Esa clase de persona no tiene derecho a vivir”; y que él la mataría “si no corriera riesgo alguno”.

 

IV de IV

A partir de la “Segunda parte” de la novela: “Plan en un río”, pasando por la “Tercera parte”: “El cuerpo del delito”, y hasta la “Cuarta parte”: “La culpa se revela”, las voces y sucesos de la trama de La bestia debe morir son hilados por una ubicua e impersonal voz narrativa (incluido el “Epílogo”).

           

Fotograma de La bestia debe morir (1952)

        El plan “impune” y “perfecto” de que Georges Rattery se ahogara en el río se deshace y se diluye en un instante, como un quebradizo e inasible terrón de azúcar caído en un charco de agua, porque el malandrín hurtó el diario de Felix Lane y se lo envió a sus abogados para que sea abierto y leído si algo le sucede. No obstante, unas horas después de haberse alejado del tal barbudo escritor de novelas policíacas, el voluminoso y grandulón Georges Rattery muere en su casa envenenado con una dosis de estricnina diluida en el tónico que solía ingerir después de la cena. Así, dados los indicios que se leen en el diario de Felix Lane, el presunto asesino parece ser Frank Cairnes. (Por ejemplo, el “2 de julio” mencionó la estricnina: “Me gustaría quemarlo despacio, pulgada a pulgada, o ver cómo lo devoran las hormigas; o, si no, la estricnina, que retuerce el cuerpo y lo convierte en un arco rígido. Por Dios, me gustaría empujarlo por la pendiente que dirige al infierno.”) De modo que con su verdadera identidad: Frank Cairnes solicita los servicios del abogado y detective privado Nigel Strangeways. Su objetivo: desfacer el entuerto y demostrar que él no mató a Georges Rattery.

            Con departamento en Londres, el detective Nigel Strangeways, que rebasa la treintena y está casado con la atlética Georgia desde hace un par de años, se traslada con su esposa al pesquero pueblo de Severnbridge y se instalan en el hotel Angler’s Arms, donde también se hospeda Frank Cairnes. Georgia es de índole viajera y aventurera; y en sus actos, bromas y diálogos con Nigel refleja el aprecio, la confianza y el amor que se tienen, y que ella es apoyo y complemento logístico y medular de sus andanzas y reflexiones detectivescas. No obstante, en una puntillosa réplica que Georgia le hace a Nigel alude el estereotipado y consubstancial machismo que le otorga a la mujer un papel secundario y tipificado: “El lugar de la mujer es la cocina. De ahora en adelante me quedaré allí. Estoy harta de tus calumnias. Si quieres plantar víboras en los senos de la gente, ve y plántalas tú mismo, para variar.”

            La investigación oficial y policíaca la encabeza el inspector Blount, de la New Scotland Yard; quien es un viejo conocido del detective Nigel Strangeways. De tal modo que ambos dialogan, exploran y comparten datos y observaciones; no obstante, compiten entre sí. Y en los episodios que preceden al desvelamiento de la identidad de quien parece el verdadero asesino, siguen, cada uno por su lado, divergentes hipótesis. 

           

Edgar Allan Poe

            Cabe observar, entonces, que si bien el asesinato no es una variante del arquetípico crimen de cuarto cerrado (inaugurado en 1841 por Edgar Allan Poe con “Los crímenes de la calle Morgue”), casi lo parece; y por ello los principales sospechosos después de Frank Cairnes, quien no estaba en la casa de Georges Rattery cuando murió, son todos los que estaban en tal residencia, incluida la servidumbre, y los que entraron y salieron de ella, como es el caso del furtivo y cornudo esposo de Rodha Carfax.

         

Fotograma de Que la bête meure (1969)

            Las conjeturas y pistas que sigue el inspector Blount le indican que el asesino es el niño Phil, quien ha huido del hotel Angler’s Arms, donde, por sugerencia de Felix Lane (quien lo ve, trata e instruye como si fuera su hijo porque le recuerda al pequeño Martie), estaba protegido por Georgia y su esposo (y también por el didáctico novelista) del dominio, de la manipulación y de la insidia de su abuela paterna Ethel Rattery. Mientras que el detective Nigel Strangeways ha inferido que el asesino es (o puede ser) nada menos que Frank Cairnes. Pero una conversación con él, un inútil revólver que empuña el presunto asesino, y un acuerdo pacífico y empático le permite rasurarse, cambiar de apariencia y huir del cerco policíaco. 

           

Cecil Day-Lewis
(Nicholas Blake)

           No obstante, según se lee en el “Epílogo”, lo que no dedujo ni previó Nigel Strangeways es que el escritor Frank Cairnes, quien era un experimentado y diestro navegante, buscara perecer, cerca de la playa de Portland, haciendo que una furiosa tempestad hiciera añicos el barco Tessa, bautizado así por el nombre de su muy amada ex mujer, la madre de su único y muy querido hijo, quien falleció en el parto hace un poco más de siete años.

 

 

Nicholas Blake, La bestia debe morir. Traducción del inglés al español de Juan Rodolfo Wilcock. Serie Negra número 117, RBA. Barcelona, abril de 2011. 240 pp. 

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La bestia debe morir (1952), película dirigida por Román Viñoly Barreto, basada en la novela homónima de Nicholas Blake.


domingo, 1 de noviembre de 2020

Un hogar sólido

La raíz de todas las hierbas

En 1957 el narrador xalapeño Sergio Galindo, al frente de un grupo de jóvenes intelectuales, fundó en Xalapa y en el seno de la Universidad Veracruzana, la revista La Palabra y el Hombre. Y “el 25 de marzo de 1958” al autopublicarse su novela Polvos de arroz inició, con el número 1, la no menos legendaria y emblemática colección Ficción, auspiciada por la misma casa de estudios. En este sentido, “el 29 de noviembre de 1958” editó, con el número 5 de la colección Ficción, Un hogar sólido, el primer libro de la dramaturga y narradora poblana Elena Garro (1916-1998), donde ella reunió seis libretos teatrales, cada uno en un acto; de ahí el título completo que se lee en interior, normalmente omitido u olvidado: Un hogar sólido y otras piezas en un acto.  
       
Uno hogar sólido y otros piezas en un acto
Colección Ficción núm. 5, Universidad Veracruzana
Xalapa, 1958
       Por iniciativa (o apoyo) del poeta y traductor Jaime García Terrés, entonces director de Difusión Cultural de la UNAM, en 1956 se proyectó el programa Poesía en voz alta, el cual comprendería dos vertientes: poesía española, con “selección de Juan José Arreola” y “escenografía de Juan Soriano”; y poesía surrealista, con “selección de Octavio Paz” y “escenografía de Leonora Carrington”. 

            Según se dice en una nota anónima que figura en La hija de Rappaccini, libreto teatral de Octavio Paz, coeditado en 2008 por Ediciones Era y El Colegio Nacional:   
     
(Ediciones Era/El Colegio Nacional, 2008)
      “En la primera reunión Octavio Paz y Leonora Carrington propusieron que, en lugar de recitar poemas, se montasen obras teatrales, de preferencia en un acto, ya que se contaba con un notable grupo de actores.

       “La idea se aceptó y así se transformó Poesía en voz alta en una compañía teatral. Los principales animadores fueron Juan Soriano, Octavio Paz, Héctor Mendoza y José Luis Ibáñez. La hija de Rappaccini fue escrita para el segundo programa (que incluía también una corta pieza de Ionesco), y fue representada por primera vez el 30 de julio de 1956, en el Teatro del Caballito, en la Ciudad de México. Director de escena: Héctor Mendoza; escenografía y vestuario: Leonora Carrington; música incidental: Joaquín Gutiérrez Heras.”
      Con sus previsibles altibajos, la compañía teatral Poesía en voz alta estuvo activa durante siete años, entre 1956 y 1963. Y en ella Elena Garro, esposa de Octavio Paz desde el 25 de mayo de 1937, debutó como dramaturga, pues “el 19 de julio de 1957, en el cuarto programa de Poesía en Voz Alta”, montado en el Teatro Moderno de la capital del país, ya prácticamente sin el apoyo pecuniario de la UNAM, estrenó, bajo la dirección de Héctor Mendoza, tres obras en un acto: “Andarse por las ramas”, “Los pilares de doña Blanca” y “Un hogar sólido”.  
       Esas tres obras, junto con otras tres: “El Rey Mago”, “Ventura Allende” y “El Encanto, Tendajón Mixto”, conformaron el citado libro Un hogar sólido y otras piezas en un acto, editado en 1958 por la UV, en Xalapa, con el número 5 de la susodicha Colección Ficción; donde, en abril de 1962, con el número 34 de la serie, el colombiano Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura 1982, dio a conocer su libro de cuentos Los funerales de la Mamá Grande, que fue (y es) su primer libro editado en México, país donde concibió y escribió su novela central: Cien años de soledad (Buenos Aires, Sudamericana, 1967).
        
Elena Garro y Gabriel García Márquez bailando twist
(México, 1964)
      Sólo hasta el “3 de enero de 1983” la Universidad Veracruzana, en la Colección Ficción, llevó a la imprenta la segunda edición de Un hogar sólido —ya sin número de serie y retitulado en el interior: Un hogar sólido y otras piezas—, ilustrada con viñetas y dibujos del pintor y escultor Juan Soriano, entre ellas las ilustraciones de la edición príncipe. A las seis obras iniciales se añadieron otras seis: “Los perros”, “El árbol”, “La Dama Boba”, “El rastro”, “Benito Fernández” y “La mudanza”.

      
Un hogar sólido y otras piezas
Col. Ficción, Universidad Veracruzana
Xalapa, 1983
      “La mudanza” había sido publicada en el número 10 de La Palabra y el Hombre, correspondiente al trimestre abril-junio de 1959; y “La señora en su balcón” en el número 11 de tal revista, correspondiente al trimestre julio-septiembre de 1959.

     
     Vale añadir que en Tramoya, cuaderno de teatro —revista editada por la UV, fundada y dirigida por el dramaturgo Emilio Carballido—, precisamente en el número 21-22 (conmemorativo de su quinto aniversario), correspondiente a septiembre-diciembre de 1981, Elena Garro publicó su libreto “El rastro”. Y que en el número 84 de Tramoya (“nueva época”), correspondiente a julio-septiembre de 2005, de manera póstuma se publicó su libreto “Parada de San Ángel”, compilado entre los dieciséis libretos teatrales que integran el volumen Obras reunidas II. Teatro, editado en 2009 por el FCE, con una “Introducción de Patricia Rosas Lopátegui”; los cuales conforman el libro Teatro completo, editado en 2016 por el FCE con una “Nota de la autora” (“Escrita originalmente para presentar la segunda versión teatral de El árbol”), más una “Nota editorial” de Álvaro Álvarez Delgado y un prefacio de Jesús Garro Velázquez y Guillermo Schmidhuber de la Mora: “Elena Garro, dramaturga. Ensayo celebratorio del centenario 1916-2016”.
   
(FCE, 2016)
        Impreso en “noviembre de 1963” por Joaquín Mortiz, el segundo libro publicado en México por Elena Garro fue su primera novela: Los recuerdos del porvenir (al parecer escrita en Berna, Suiza, en 1953, y luego guardada en un baúl), que mereció el Premio Xavier Villaurrutia de 1963. Y luego, el “15 de octubre de 1964”, editado por Sergio Galindo en la UV, apareció en Xalapa su tercer libro con el número 58 de la colección Ficción: La semana de colores, su primer libro de cuentos, todavía en la época de oro de esa trascendente labor editorial patrocinada por Universidad Veracruzana (su mejor época, sin duda).  
     
La semana de colores
Col. Ficción nún. 58, Universidad Veracruzana
Xalapa, 1964
        Si bien el libreto teatral “Un hogar sólido” se publicó el 3 de agosto de 1957 en la revista mexicana Mañana y en el número 251 de Sur —la prestigiosa revista argentina dirigida en Buenos Aires por Victoria Ocampo—, correspondiente a marzo-abril de 1958, entre su notable y trascendente destino descuella el haber sido seleccionado en la celebérrima Antología de la literatura fantástica, de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. 

     
Antología de la literatura fantástica
Col. Piragua núm. 100, Sudamericana
Buenos Aires, 1965
         La primera edición de la Antología de la literatura fantástica, impresa en Buenos Aires por Editorial Sudamericana con el número 1 de la Colección Laberinto, data de 1940 (se terminó de imprimir el 24 de diciembre, se lee en el colofón), el año en que Borges fue uno de los testigos de la boda de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo (se casaron “el 15 de enero en Las Flores, un pequeño poblado situado a unos 200 kilómetros al sudoeste de Buenos Aires”), y el del surgimiento de La invención de Morel, novela de Bioy, editada por Losada en noviembre de 1940, con un laudatorio y canónico prefacio de Borges. Sólo hasta 1965 apareció la segunda edición de la Antología de la literatura fantástica, editada en Buenos Aires por Sudamericana con el número 100 de la Colección Piragua, que es la sucesivamente reeditada, por diversas editoriales, hasta lo que va del siglo XXI. Al “Prólogo” con que la signó Bioy en 1940, además de ciertos cambios y correcciones, se añadió su cuento “El calamar opta por su tinta” y una “Posdata” firmada por él, más un conjunto de textos de varios autores, entre ellos: Ryunosuke Agutagawa, Léon Bloy, Martin Buber, Richard Francis Burton, Jean Cocteau, José Bianco, Julio Cortázar, Elena Garro, Silvina Ocampo, Edwin Morgan, Carlos Peralta, H. A. Murena, Barry Perowne, Juan Rodolfo Wilcock y Gerald Willoughby-Mead.

       La inclusión de Elena Garro en la Antología de 1965 ineludiblemente recuerda la legendaria relación amorosa, más o menos furtiva, que ésta sostuvo con Adolfo Bioy Casares entre 1949 y 1969 (según lo indica la leyenda y la correspondencia de Bioy a Elena Garro, vendida por ésta en 1997, junto con otros documentos, a la Universidad de Princeton, institución norteamericana que la abrió al público y a los investigadores), pues al inicio ambos estaban casados y él tenía fama de galán y donjuán. (Bioy, además, nunca se divorció de Silvina Ocampo; mientras que Elena Garro y Octavio Paz formalizaron su divorcio “el 15 de julio de 1959”.) 
       
Elena Garro y Adolfo Bioy Casares
Octavio Paz y su hija Helena Paz Garro
(Nueva York , 1956)
       Sobre tal vínculo amoroso, en una carta más o menos autobiográfica fechada en “Madrid, 29 de marzo de 1980”, que se lee en el libro Protagonistas de la literatura mexicana (México, Ermitaño/SEP, 1986), Elena Garro le dijo al crítico y entrevistador Emmanuel Carballo: 

      “Guardé la novela [Los recuerdos del porvenir] en un baúl, junto con algunos poemas que le escribía a Adolfo Bioy Casares, el amor loco de mi vida y por el cual casi muero, aunque ahora reconozco que todo fue un mal sueño que duró muchos años.” 
      Vínculo amoroso y pasional hecho trizas y sonoro polvo alrededor de una serie de malos entendidos que suscitaron cuatro gatos que Elena Garro le envió a Bioy de México a la Argentina, pues él era y fue aficionado a los perros y no a los felinos. En una entrevista que le hizo José Alberto Castro, publicada el 9 de noviembre de 1997 en el número 1097 de la revista Proceso, Elena Garro lo recordó así:
       
Elena Garro en 1964
(Foto: Kati Horna)
         “Lo conocí a fines de los cuarenta en París, en el hotel George V, el más elegante de París, con su esposa Silvina Ocampo. Él llegó atribulado con la fama de ser un hombre rico, amable, risueño y encantador. Mantuvimos una amistad que se prolongó durante 20 años, pero de repente se acabó. Fue un gran amor y creo que yo fui el amor de su vida. Cuando me fui de México después de 1968 tenía cuatro gatos y no los quería dejar aquí. Me vino a la mente recurrir a Bioy, entonces le mandé mis bichitos en una caja por avión a Buenos Aires, porque sabía que era muy rico y tenía casas grandes donde acogerlos. Aceptó y dijo ‘los recojo a todos’. Los tuvo un tiempo en su casa. Sin embargo, Pepe Bianco me escribió que luego se los había llevado a una casa de campo, a una Quinta, y los había dejado ahí. Me dio coraje. El adujo que lo hizo para darles más libertad. Yo, en cambio, me dije: pobrecitos de mis gatos. El amor que sentía por él se secó. Haga de cuenta que nunca estuve enamorada.”

       Sin embargo, si el nexo afectivo y amoroso con Adolfo Bioy Casares incidió en su elección para la Antología de 1965 (y quizá también para su citada publicación en la revista Sur), también es verdad que el libreto “Un hogar sólido” posee su propio valor literario, fantástico y estético: un inextricable y lírico tejido de drama, ópera bufa, divertimento, farsa y poesía metafísico-religiosa.
        No hay diferencias esenciales entre las dos ediciones de la obra “Un hogar sólido” publicadas por la UV (1958 y 1983); que es la misma versión que figura en la compilaciones editadas por el FCE (2005 y 2016). Pero en la versión que se lee en la Antología de 1965 se dice que “el traje blanco antiguo” que viste la niña Catita es “de los usados hacia 1865”. Y a un parlamento de Mamá Jesusita (anciana de 80 años) se le añadió la frase: “¡Éramos pocos y parió la abuela!”, consabida expresión lúdica y popular de anónimo origen que también vocifera Horacio Oliveira, protagonista de Rayuela (Buenos Aires, Sudamericana, 1963), la novela central de Julio Cortázar. Y si en las ediciones de la UV (y del FCE) se dice que Mamá Jesusita está acostada en su litera de piedra: “en camisón y en cofia de dormir de encajes”, en la Antología se dice que está “en camisón de encajes y en cofia de dormir de encajes”.
     
Antología de la literatura fantástica
(Editorial Sudamericana, 16a edición especial, 1999)
         En “Un hogar sólido” palpita y subyace una heterodoxa y fantástica imagen de la muerte, y de la eternidad, que evoca y remite a los sueños y anhelos de trascendencia más antiguos e íntimos del imaginario e inconsciente colectivo e individual, cuyos fantaseos y visión mítica implica el idealismo religioso que en México suele manipular la vox populi de la tradición cristiana, particularmente de la católica.

        
(UV, 1958)
       Siete personajes, decimonónicos y de las primeras décadas del siglo XX, se hallan muertos en una subterránea cripta familiar de un panteón mexicano. Cada uno lleva la vetusta ropa con que fue enterrado (“Los trajes lujosos de todos están polvorientos y los rostros pálidos”) y conserva la edad con que murió. El más antiguo de los siete muertos es Catita, la juguetona e ingenua chiquilla de 5 años. Vicente Mejía, el segundo en descender a la tumba, tiene 23 años y viste “traje de oficial juarista”.  

       Mientras la última en llegar, Lidia, de 32, desciende a la cripta (y por ende ya son ocho los muertos) se oye (en off) al orador que parlotea en su entierro: “don Gregorio de la Huerta y Ramírez Puente, presidente de la Asociación de Ciegos”, “de la Banca, de los Caballeros de Colón, de la Bandera y del Día de la Madre”; un pudiente y doliente de rancio y estereotipado conservadurismo, se transluce, quien en su discurso de circunstancias le dice a la fallecida que ha dejado “un hogar cristiano y sólido en la orfandad más atroz”.
       Allí, en la oscura y subterránea tumba, los muertos esperan la lejana hora del Juicio Final. Mientras tanto, cifran su nostalgia de un Paraíso Terrenal: un hogar sólido, edénico, ideal y hogareño, repleto de armonía, amor, bienestar y eterna felicidad de angelitos alados y mofletudos. 
      Muni, de 28 años, un melancólico incurable en pijama y con el “rostro azul” porque se suicidó con cianuro para huir de su vida marginal y de apaleado perro callejero, lo expresa así dirigiéndose a su prima Lidia: 
     
Viñeta de Juan Soriano
(UV, 1958)
         “¿No has visto a los perros callejeros caminar y caminar banquetas, buscando huesos en las carnicerías llenas de moscas, y el carnicero, con los dedos remojados en sangre a la fuerza de destazar? Pues yo ya no quería caminar banquetas atroces buscando entre la sangre un hueso. Ni ver las esquinas, apoyo de borrachos, meadero de perros. Yo quería una ciudad alegre, llena de soles y de lunas. Una ciudad sólida, como la casa que tuvimos de niños: con un sol en cada puerta, una luna para cada ventana y estrellas errantes en los cuartos. ¿Te acuerdas de ella, Lilí? Tenía un laberinto de risas. Su cocina era cruce de caminos; su jardín, cauce de todos los ríos; y ella toda, el nacimiento de los pueblos”.

      Eva, la rubia y extranjera madre de Muni, suicida de 20 años, refrenda algo parecido en el trasfondo de sus palabras: 
      “También yo, Muni, hijo mío, quería un hogar sólido. Una casa que el mar golpeara todas las noches, ¡bum! ¡bum!, y ella se riera con la risa de mi padre llena de peses y de redes.”
       Y lo mismo expresa Lidia, la recién llegada a la catacumba, mientras relata sus avatares de la vida: 
      
Viñeta de Juan Soriano
(UV, 1958)
       “¡Un hogar sólido, Muni! Eso mismo quería yo... y ya sabes, me llevaron a una casa extraña. Y en ella no hallé sino relojes y unos ojos sin párpados, que me miraron durante años... Yo pulía los pisos, para no ver las miles de palabras muertas que las criadas barrían por las mañanas. Lustraba los espejos, para ahuyentar nuestras miradas hostiles. Esperaba que una mañana surgiera de su azogue la imagen amorosa. Abría libros, para abrir avenidas en aquel infierno circular. Bordaba servilletas, con iniciales enlazadas, para hallar el hilo mágico, irrompible, que hace de dos hombres uno [...] Pero todo fue inútil. Los ojos furiosos no dejaron de mirarme nunca. Si pudiera encontrar la araña que vivió en mi casa —me decía a mí misma— con su hilo invisible que une la flor a la luz, la manzana al perfume, la mujer al hombre, cosería amorosos párpados a estos ojos que me miran, y esta casa entraría en el orden solar. Cada balcón sería una patria diferente; sus muebles florecerían; de sus copas brotarían surtidores; de las sábanas, alfombras mágicas para viajar al sueño; de las manos de mis niños, castillos, banderas y batallas... pero no encontré el hilo, Muni...”

        Ante esto, es don Clemente, el padre de Lidia, viejecillo de 60 años que ya chochea, quien juega cierto papel de inequívoco oráculo y Profeta del Nopal del más allá: 
   “Hallarás el hilo y hallarás la araña”, le dice. “Ahora tu casa es el centro del sol, el corazón de cada estrella, la raíz de todas las hierbas, el punto más sólido de cada piedra.” […] “Después de haber aprendido a ser todas las cosas, aparecerá la lanza de San Miguel, centro del Universo. Y a su luz surgirán las huestes divinas de los ángeles y entraremos en el orden celestial.”
         
Elena Garro de actuando con Carlos Fuentes y Rita Macedo
(México, 1964)
         Así, mientras en la bóveda celeste aún gire el globo terráqueo y aún no se oiga la estentórea trompeta del Juicio Final y luego empiece la vida eterna (en el Paraíso o en el Infierno) y por lo siglos de los siglos, amén, el aprendizaje de “ser todas las cosas” implica que tienen la virtud y la facultad de ser todo tipo de pequeñeces microscópicas y fenómenos naturales (o no), cuyas alusiones evocan las efímeras minucias que al unísono ve (como si lo hiciera a través de la esfera mágica de Alejando de Macedonia) el personaje Borges (el eterno e infructuoso pretendiente de la inasible Beatriz Viterbo) al acceder en la oscuridad a la visiones del minúsculo y esférico aleph, ubicado en la parte inferior del decimonoveno escalón de la escalera del sótano de la casona en la calle Garay (a punto de ser derruida) del poeta Carlos Argentino Daneri (“un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos”, “el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”): 

       “¡Yo quiero ser el pliegue de la túnica de un ángel!”, dice Muni, el suicida (de “cara azul”) de 28 años. 
      “¡Yo quiero ser el dedo índice de Dios Padre!”, dice Catita, la traviesa y juguetona chiquilla de 5. 
      “¡Y yo una ola salpicada de sal, convertida en nube!”, dice Eva, la nostálgica extranjera, ahogada a los 20. 
       “¡Y yo los dedos costureros de la Virgen, bordando... bordando...!”, dice Lidia, de 32. 
       “Y yo la música del arpa de Santa Cecilia”, dice doña Gertrudis, de 40.
   
Arturo Ripstein y Elena Garro bailando rocanrol
(México, 1964)
      “Y yo el furor de la espada de San Gabriel”, dice Vicente Mejía, de 23, listo para el virulento combate con su “traje de oficial juarista”.
      “Y yo una partícula de la piedra de San Pedro”, dice don Clemente, el Profeta del Nopal del más allá. 
      “¡Y yo la ventana que mira al mundo!”, dice Catita.
       Así, en el interior de la oscura cripta familiar (que es el escenario) cada uno empieza a desaparecer en un mágico y fugaz destello, puesto que se supone que en un tris se transforma en lo que declara: 
   “Me voy. Soy el viento. El viento que abre todas las puertas que no abrí, que sube en remolino las escaleras que nunca subí, que corre por las calles nuevas para mi uniforme de oficial y levanta las faldas de las hermosas desconocidas... ¡Ah, frescura!”. Dice Vicente Mejía. 
    “¡Ah, la lluvia sobre el agua!”. Dice don Clemente. 
   “¡Leño en llamas!”. Dice doña Gertrudis. 
   “¿Oyen? Aúlla un perro. ¡Ah, melancolía!”. Dice Muni, el triste suicida de “cara azul”. 
  “¡La mesa donde comen nueve niños! ¡Soy el juego!” Dice Catita, la escuincla de “botitas negras y un collar de corales en el cuello”.
  “¡El cogollito fresco de una lechuga!”. Dice Mamá Jesusita, la anciana de 80 confinada en su litera de piedra, siempre en camisón de dormir y “con la cofia de encajes”.
  “¡Centella que se hunde en el mar negro!” Dice Eva, la extranjera ahogada en las violentas aguas del mar, añorando siempre su indestructible casa en lo alto de las rocas (su hogar sólido) frente al eterno movimiento del agreste y salvaje océano.
 “¡Un hogar sólido! ¡Eso soy yo! ¡Las losas de mi tumba!” Dice Lidia, la recién llegada.  

Octavio Paz, Elena Garro y su hija Helena Paz Garro
(París, 1949)



Elena Garro, “Un hogar sólido”, en Un hogar sólido y otras piezas en un acto, p. 9-34; primera edición editada en Xalapa por la Universidad Veracruzana con el número 5 de la Colección Ficción, impresa en los “Talleres Gráficos de la Nación el 29 de noviembre de 1958” con 152 páginas.


Colofón de Uno hogar sólido y otros piezas en un acto
Colección Ficción núm. 5, Universidad Veracruzana
Xalapa, 1958