miércoles, 1 de septiembre de 2021

Lotería fotográfica mexicana

 

Quisiera ser zapatito

 

La norteamericana Jill Hartley (Los Ángeles, California, 1950) es una fotógrafa con estudios de pintura y cine etnográfico. Coeditada en México, en octubre de 1995, por Petra Ediciones y la Dirección General de Publicaciones del CONACULTA (el extinto Consejo Nacional para la Cultura y las Artes), su serie de imágenes en blanco y negro: Lotería fotográfica mexicana fue reproducida en los pequeños formatos de una “lotería de estampas fotográficas”; es decir, se trata de una variante del popular y consabido juego de lotería. 

       

(Petra Ediciones/CONACULTA, 1995)

           O sea: de un estuche homónimo que resguarda un conjunto de cartones numerados del 1 al 10, cada uno de los cuales presenta 16 fotos con su correspondiente número y título; más una serie de barajas numeradas del 1 al 54 que reproducen su respectiva fotografía, número y rótulo. Pero también, en la parte posterior de cada una de las barajas figuran las coplas populares que deben ser recitadas (o cantadas) cada vez que “el gritón” o “cantador de la suerte” las extraiga del azar. 

         

Foto: Jill Hartley

         Por ejemplo, al surgir “El tacón”, en cuyo cerrado encuadre se aprecia el sensual paso de unos tacones con unas femeninas piernas de falda corta, debe recitar con inextricable cachondería: “Quisiera ser zapatito/ de tu diminuto pie,/ para ver de cuando en cuando/ lo que el zapatito ve.” 

       

Foto: Jill Hartley

        Si sale “La bicicleta”
en cuya imagen un hombre en bicicleta se mira con una mujer que lleva la bolsa del mandado y que al unísono es una vista pueblerina con una calle empedrada, un muro roído, las torres de una iglesia, y cerros y nubes en el cielo, debe decir: “Cuando andes en bicicleta/ dale duro a los pedales,/ y acuérdate de tu amiga/ que le gustan los tamales.”

     

(Petra Ediciones/CONACULTA, 1995)

         
Pero también el estuche incluye un librito con el mismo rótulo: Lotería fotográfica mexicana, el cual empieza con dos prólogos: “Estampas de la fortuna” de Alfonso Morales (entonces director de la revista de foto Luna Córnea) y “Los dones del azar” de Alain-Paul Mallard. Y puesto que se trata de una lotería “Cantada con refranes y coplas de la lírica popular”, la tercera parte del librito
que es el epicentro se denomina “Fotografía y lírica popular”. Allí aparecen dos series alternas: los versos (titulados con el nombre de la correspondiente foto) que debe recitar “el gritón” o “cantador de la suerte”, y el conjunto de imágenes que Jill Hartley concibió, ex profeso, para las barajas y cartones. Por ejemplo, en la página 142 figura la copla de “La escoba”, que en realidad son los versos de una célebre y anónima adivinanza del dominio público: “Teque teteque/ por los rincones,/ tú de puntitas,/ yo de talones.” Y en la página siguiente se aprecia su correspondiente fotografía: en un astroso rincón de un antiguo edificio de pueblo, descansan un par de escobas de palo y ramas secas sujetas con mecate.

           

Foto: Jill Hartley

          Sin embargo, si los versos de las 54 barajas son los mismos que los del librito, algunas fotos de éste son distintas de las que se aprecian en los cartones y en las cartas, pese a que se titulan igual. Son los casos de “La calabaza”, “La flecha”, “El perro”, “El torito”, “La jaula”, “El violín”, “El guajolote”, “La mano” y “La esquina”. Tal discrepancia da visos de la infinita gama que implica variar o trastocar los tradicionales dogmas y principios iconográficos del popular juego de lotería. Pero como dato curioso
(nada menos que: ¡el fríjol en la sopa de letras y fotos!), hay, entre los versos e imágenes del librito, una lacrimosa cuarteta y una foto que no aparecen ni en las barajas ni en los cartones. Se trata de “El mar” (páginas 150 y 151), cuyos veros rezan: “Yo fui a pedirle a las olas/ lágrimas para llorar,/ y me regresé sin nada:/ se había secado el mar.” Cuya diminuta foto es una vista marítima con la central silueta oscura de un melancólico hombre al filo de las tenues olas. (Se infiere que los detalles estéticos de la imagen sólo es posible apreciarlos en un gran formato con alta resolución.)

       

Foto: Jill Hartley

           
Luego del capítulo “Fotografía y lírica popular”, aparecen unas breves “Instrucciones” para jugar a la lotería, donde se refiere el hecho, junto a seis representaciones gráficas, de que “Se puede jugar la lotería a tabla completa, línea horizontal, línea vertical, línea diagonal, cuadro cerrado y cuadro abierto, según el gusto de los jugadores. En todas las rifas el ganador se da a conocer con el grito ‘¡looootería!’, momento en el que el juego se da por terminado y puede volver a comenzar: otra vez la baraja a revolverse, de nuevo los cartones limpios, un nuevo gritón en el azar de las mismas estampas.”

        


          En el librito no se reseña cómo a Jill Hartley se le ocurrió hacer la presente lotería (si es que a ella se le ocurrió) tomando imágenes en diferentes rincones y latitudes del territorio mexicano, ni cuándo ni dónde ni cómo desarrolló la serie. Así, se puede suponer que primero concibió las fotos y luego se buscaron y seleccionaron sus respectivas coplas. Esto es así porque en la antepenúltima página del librito se acredita a quienes hicieron la “Investigación y recopilación” de los versos: Elsa Fujigaki, Francisco Hinojosa y Alfonso Morales. En este rubro, pese a posibles discrepancias, se puede decir que no cantaron mal las rancheras de barrio o de pueblo, pues además de la “Bibliografía”, acreditan los sitios donde tomaron las viñetas y dibujos que figuran como ilustraciones, y los repositorios a los que acudieron: Archivo General de la Nación y Biblioteca y Hemeroteca de la UNAM.

       

Foto: Jill Hartley


        
En el librito tampoco se dice nada sobre la formación y el itinerario de la artista visual. Sólo una baraja, titulada “La fotógrafa” y aderezada ex profeso, contiene algunos datos:  

   “En Los Ángeles, California, nació Jill Hartley en 1950. Luego de estudiar pintura y cine etnográfico, en 1975 sus ojos descubrieron otra lente para mirar el mundo: con su cámara fotográfica empieza a capturar los rostros múltiples de las ciudades y las gentes, recorriendo con su pincel de luz los trazos que iluminan el asombro de un viajero.

“Después de varios años, Nueva York conoce las imágenes de la exploradora Jill Hartley, aunque en poco tiempo París se convirtió en un buen lugar para establecerse. Y desde esta ciudad, y desde entonces, sigue compartiendo su mirada a través de libros, revistas y exposiciones internacionales.

“Ahora nos convida esta muestra de fortuna juguetona y de verídico infortunio, estampas barajadas en la memoria del viajero: la apuesta de su juego la tiene el jugador entre sus manos.”

   

Fotos: Jill Hartley


          Para su Lotería fotográfica mexicana, Jill Hartley no hizo foto etnográfica ni documentalismo alguno. Pero es obvio que sus encuadres e imágenes directas devienen y se engranan a los cánones e iconografía de la vieja tradición fotográfica mexicana que, desde el siglo XIX, han conformado y conforman los extranjeros fotógrafos
y no pocos nacionales con algo de exploradores (y a veces de antropólogos, etnólogos y arqueólogos), en cuyos viajes y recorridos por distintos y remotos puntos del país, trazan un diálogo directo con su gente, con sus tradiciones, su paisaje, sus vestigios prehispánicos, su arte y artesanías, sus festividades, sus vestimentas, sus usos y costumbres, que son parte inequívoca de los rasgos de la tipificada “identidad nacional”, del colorido y folclor del “ser mexicano”. Así, pese a lo reiterativo, cuando no se trata de denuncia o documento gráfico, miles de tales imágenes, con diferentes dosis de mitificación o mistificación, derivan en distintas y parecidas versiones de la trillada (pero siempre recurrente para el cristalino ojo de cíclope) “estética de la pobreza” del indio o del mestizo de pueblo.

          “También el arte fotográfico es un juego de azar”, es cierto, pero en su exploración de lo mexicano rural que es la perspectiva que predomina Jill Hartley lo hizo pensando en “los candorosos cartones de la lotería”. Buscó y encontró objetivos más o menos al azar. De ahí que trazara fronteras en su campo de visión, que discriminara y ordenara, lo cual es muy obvio, pese al hecho contundente de que la calidad de las diminutas reproducciones del librito y de los cartones es menos afortunada que la calidad de las impresiones que se observa en las cartas. En los mejores casos, halló detalles con poético magnetismo que enfatizó con la luz y el encuadre, como son los casos de “La pera”, “La hora” y “La mano”.

          

Foto: Jill Hartley


         Pero también realizó fotos que obedecen a imágenes arquetípicas que fermentan y palpitan en la psique colectiva y en el imaginario popular de los mexicanos, mismas que muchos fotógrafos y otros creadores de imágenes (pintores, grabadores y demás fauna) han recreado y parafraseado mil y un veces. Por ejemplo, “La mujer”: una vista aérea del volcán Iztaccíhuatl (La mujer dormida); “La Virgen”: un típico guadalupano (quizá del 12 de diciembre) con la imagen de bulto amarrada a la espalda; “El águila”: la mítica ave que devora una serpiente en la bandera mexicana; “La beata”: dos enlutadas con la cabeza cubierta (que podrían figurar en una página de Agustín Yáñez o de Juan Rulfo), una de ellas es parte de quienes cargan el Santo en una procesión pueblerina; “La estrella”: una piñatota a imagen y semejanza de las piñatas que los niños y niñas quiebran en las posadas y en los cumpleaños; “El maguey”... Y como ésta, hay otras que con sólo nombrarlas surgen en la mente de quienes hacen o están familiarizados con las tradiciones y el folclor de México: “El pulque”, “La tortilla”, “El jarrito”, “El sombrero”, “La olla”, “El danzante”, “El guajolote”, “El torito”, “El perro”. Vale observar que el perro que se ve en el librito —no en las barjas ni en los cartones— al parecer tiene una pizca de xoloizcuintle, el can “mexicano” por antonomasia, dado su origen prehispánico.

     

Foto: Jill Hartley


         
Y si la foto no reproduce el consabido icono que nombra el título, Jill Hartley jugó y parafraseó al unísono con otra imagen arquetípica: “La muerte”, cuyo esqueleto es el objetivo de un juego de tiro al blanco de una pueblerina feria; “El tigre”, un enmascarado de una tradicional fiesta en alguna ranchería de interior del país.

 

Foto: Jill Hartley


Jill Hartley, Lotería fotográfica mexicana. Estuche que guarda un juego de lotería con estampas fotográficas en blanco y negro de Jill Hartley (10 cartones y 54 barajas). Más un librito homónimo con textos introductorios de Alfonso Morales y Alain-Paul Mallard, fotos en blanco y negro de Jill Hartley, y refranes y coplas de la lírica popular antologados por Elsa Fujigaki, Francisco Hinojosa y Alfonso Morales. Petra Ediciones/DGP del CONACULTA. México, octubre de 1995. 176 pp.

 

 

La Templanza

Batallas para negociar a  cara de perro

 

I de III

Editada por el consorcio Planeta, en marzo de 2015 se publicó, en España y en México, La Templanza, la tercera novela de la prolífica escritora española María Dueñas (Puertollano, Ciudad Real, 1964), que tal vez sea su obra de ficción más documentada, detallista y minuciosa, base de una homónima, bilingüe, sintética e irregular adaptación a una serie televisiva en diez episodios, estrenada en streaming, en la plataforma de Amazon Prime, el 26 de marzo de 2021, con una estructura distinta (un par de voces en off, rótulos, y dos espacios-tiempos o vertientes narrativas, paralelas y entreveradas entre sí durante dos décadas, que finalmente convergen en un mismo espacio-tiempo), y con angulares y relevantes modificaciones argumentales, añadidos y énfasis dramáticos y melodramáticos, propios del culebrón.

           

María Dueñas con La Templanza (2015)

           Dedicada a su padre (Pedro Dueñas Samper, que sabe de minas y gusta de vinos), La Templanza comprende 56 capítulos distribuidos en tres partes, cuyos rótulos aluden los epicentros geográficos, históricos y socioculturales donde transcurren los hechos decimonónicos del presente que narra la obra: “Ciudad de México”, “La Habana” y “Jerez”, los cuales se suceden entre los márgenes de un año: entre septiembre de 1861 y septiembre de 1862.   

         

El joven minero Mauro Larrea en Real de Catorce

Fotograma de La Templanza (2021)

           Oriundo de una humilde herrería de un pueblo de Castilla (donde fue un niño abandonado por su madre y “nieto sin padre reconocido de un herrero vascongado”), el viudo Mauro Larrea, fortachón y proclive a las mujeres y a los lupanares, tiene 47 años cuando en septiembre de 1861, debido a un imprevisto suceso en la estadounidense Guerra de Secesión —los sudistas ejecutaron a su fabricante yanqui “en la batalla de Manassas” (ocurrida el 21 de julio de 1861) y decomisaron la maquinaria pedida y pagada por él desde México—, aunado a un previo y pésimo cálculo empresarial (se endeudó hasta las heces e invirtió todos sus fondos), pierde la casi la totalidad de su fortuna, acumulada durante más de veinte años con la boyante y voraz extracción de la plata en varias minas mexicanas; legendariamente en Real de Catorce, donde pretendía agenciarse y monopolizar los derechos de amparo para explotar y socavar Las Tres Lunas, un prometedor yacimiento cuyo nombre quizá implique un oblicuo homenaje a la Media Luna (“toda la tierra que se puede abarcar con la mirada”), el extenso y fantasmal territorio del fantasmal cacique Pedro Páramo en el fantasmal Comala.

            Embutido y maquillado con el lastre y la acartonada coraza de los atavismos y escleróticos prejuicios que comparte con la alta, mojigata y engreída burguesía de la Ciudad de México, con el apoyo afectivo y la discreción de su hija Mariana (quien está casada y embarazada y reside en un “palacio de la calle Capuchinas”), y con el auxilio operativo de Elías Andrade, su apoderado, empieza a vender, sigilosamente, el mobiliario de la casona de descanso de su hipotecada hacienda de Tacubaya, y decide escabullirse a La Habana para eludir el bochorno, las habladurías y el mordaz chismorreo de las élites de alto pedorraje; y al unísono para encontrar el modo inmediato de multiplicar el dinero que le permita recuperar en un tris la cédula de propiedad de su residencia en el centro del país mexicano (“un viejo palacio barroco comprado a los descendientes del conde de Regla”) que, por un préstamo, se vio impelido a empeñar con su implacable y rancio enemigo: el usurero Tadeo Carrús, quien le impone unas vengativas y coercitivas reglas “al cien por ciento”: “en tres vencimientos”: el primero “de hoy a cuatro meses”; el segundo a los ocho y con el tercero cierran “la anualidad”. Pero además lo vapulea y le vomita, con odio y veneno, una perentoria amenaza: “Si en cuatro meses contados a partir de hoy no te tengo de vuelta con el primer plazo, Mauro Larrea, no voy a quedarme con tu palacio, no. [...] Lo voy a mandar volar con cargas de pólvora desde los cimientos a las azoteas, como tú mismo hacías en los socavones cuando no eras más que un vándalo sin domesticar. Y aunque sea lo último que haga, me voy a plantar en mitad de la calle de San Felipe Neri para ver cómo se desploman una a una tus paredes y cómo con ellas se hunde tu nombre y lo mucho o poco que todavía te quede de crédito y prestigio.” 

          

El indio Santos Huesos y Mauro Larrea al llegar a La Habana
(La mulata Trinidad en un cameo)

Fotograma de La Templanza (2021)

         Seguido por su fiel y perruno criado, guardaespaldas y esbirro, el indio chichimeca de sonoro nombre español y rimbombantes apellidos de alcurnia literaria: Santos Huesos Quevedo Calderón (quien luce una folclórica y estilizada traza de folletín o historieta), el minero Mauro Larrea arriba a La Habana con tres capitales contantes y sonantes: el préstamo que le hizo Tadeo Carrús, los bolsones de cuero con el oro de su consuegra “la vieja condesa de Colima” (para que invierta y multiplique para ella en sus inciertos y aventureros negocios), y la copiosa suma monetaria de la herencia materna de una tal Carola Gorostiza, hermana menor del futuro suegro de Nico, el veinteañero y juerguista hijo de Mauro Larrea, quien por entonces anda en Francia en un período de supuesto aprendizaje “en las minas de carbón del Pas-de-Calais”; tarea impuesta por su presuntuoso y atávico padre, siempre preocupado por las apariencias conservadoras y burguesas, por el alto estatus y el qué dirán, quien no quiere que su peculiar retoño vaya por la libre, riegue el tepache y eche por la borda los intereses monetarios y sociales que implica casarse con Teresa Gorostiza Fagoaga, una joven de acaudalada dote, “descendiente de dos ramas de robusto abolengo desde el virreinato”.      

           

Editorial Planeta
Primera edición mexicana
México, marzo de 2015

        Entre las coloridas anécdotas y vivencias en La Habana (“una capital de vida licenciosa y derrochadora en la que el juego mueve querencias, designios y fortunas”) descuellan las relativas a la esclavitud y al tráfico y trata de esclavos, y a la aún improbable abolición y controvertida independencia de España; y el particular drama que sobre su abuela, esclava de origen africano, evoca doña Caridad, la obesa y mulata cuarterona que regenta la casa de huéspedes de la populosa calle de los Mercaderes (donde Mauro se aloja con su criado), quien (curiosa, cotilla y parlanchina) le canturrea un refrán habanero, propio para extranjeros recién desembarcados: “Tres cosas hay en La Habana que causan admiración: son el Morro, la Cabaña y la araña del Tacón.” Pero sobre todo destaca el hecho de que Mauro Larrea intenta que Carola Gorostiza se asocie a él y ambos inviertan en un modernísimo barco refrigerador. (Mientras, en un episodio, en la Plaza de Armas, una banda militar interpreta “los primeros compases de La Paloma de Iradier”; y en otro los paseantes corean “los primeros versos” de esa celebérrima y popular habanera que al parecer Sebastián de Iradier compuso hacia 1863: “Cuando salí de La Habana, válgame Dios”; popularizada en México durante la breve presencia del emperador Maximiliano de Habsburgo y la emperatriz Carlota, la musa de la burlesca paráfrasis del “Adiós, mamá Carlota”, a quien cierto pueblo mexicano, con aliento chinaco, le canturreaba paródico, jocoso y vocinglero: “Si a tu ventana llega un burro flaco, trátalo con desprecio que es un austríaco.” O también: “Si a tu ventana llega un burro flaco, trátalo con cariño que es tu retrato.” Por aquello que repite el pegajoso y sentimental estribillo: “Si a tu ventana llega una paloma, trátala con cariño que es mi persona.”) Pero Carola Gorostiza, por su parte, trata de involucrarlo, a espaldas de su marido, en el clandestino e inhumano negocio de un barco negrero. Y es por los equívocos de esos oscuros y subrepticios tejemanejes que sugieren un supuesto cortejo o amorío entre Mauro y Carola, que Gustavo Zayas, el cornudo esposo de ella, lo reta a una especie de “duelo de honor”, pero no a muerte con pistolas o espadas, sino en una mesa de billar, luego de verlo vencer, uno a uno, a los habituales caballeros del Café de El Louvre: “Al tocar la medianoche en el Manglar”; precisamente en la reservada mesa de billar de un pintoresco y abigarrado burdel (que tiene un baño decorado con un mural de escenas pornográficas y trazo naíf), cuya madama es una negra curvilínea y vieja ex prostituta de “ojos de miel” y “colmillo enjoyado”. “En casa de la Chucha. Una partida de billar. Si gano, no volverá a ver a mi esposa, la dejará para siempre en paz.” Y si pierde, le declara jactancioso: “Me iré. Me asentaré definitivamente en España y ella permanecerá en La Habana para lo que entre ustedes convengan. Les dejaré el terreno libre. Podrá hacerla su amante a ojos del mundo o proceder tal como les salga del alma. Jamás le importunaré.”

   

A la izquierda: Gustavo Zayas y Soledad Claydon
A la derecha: Mauro Larrea y Carola Gorostiza

Protagonistas de la serie: La Templanza (2021)

           Vale apuntar que Gustavo Zayas también es un experto jugador (instruido en Jerez por un maestro importado de Francia y Mauro con un azaroso aprendizaje y entrenamiento en pulquerías, cantinas y burdeles de los poblados mineros); y según le dijeron los asiduos en El Louvre, “Desde que llegó a La Habana hace ya unos buenos años”, “no ha tenido rival en una mesa de billar”. O sea: es “el rey del billar habanero”. Pero Mauro Larrea, aconsejado por las inferencias y las estratégicas reflexiones del viejo sabio don Julián Calafat (el dueño de la Casa Bancaria Calafat, ubicada “en un caserón de la calle de los Oficios”, donde el minero resguarda sus posibles y las bolsas de oro de la condesa de Colima) —quien hace el papel de su consejero y padrino—, deja que Gustavo Zayas le gane la larga partida, quien desconcertado y picado lo reta de nuevo: “Una casa, una bodega y una viña [‘En el sur de España’] es lo que yo apuesto, y un monto de treinta mil duros lo que le propongo que aventure usted. Ni qué decir tiene que el valor conjunto de mis inmuebles es muy superior.” En este sentido, en esa segunda y trascendental “partida privada” (que inicia “casi a las seis de la mañana”: en tus ojeras se ven las palmeras borrachas de sol), acuerdan que salgan los demás y sólo estén presentes don Julián Calafat y la Chucha, y el jorobado “Horacio como utilero”. Y tras decirle a la Chucha: “Yo me encargo de los gastos, negra. Tú sólo echa la moneda al aire cuando yo te diga” (“un doblón de oro” da volteretas por segunda vez “con el regio perfil de la muy españolaza Isabel II”), “El anciano recitó entonces los términos de la apuesta con la más adusta formalidad. Treinta mil duros contantes por parte de don Mauro Larrea de las Fuentes, frente a un lote compuesto por una propiedad urbana, una bodega y una viña en el muy ilustre municipio español de Jerez de la Frontera por la parte contraria, de las cuales responde don Gustavo Zayas Montalvo. ¿Están de acuerdo los dos interesados en jugarse lo descrito a cien carambolas y así lo atestigua doña María de Jesús Salazar?”

Doblón de oro de cien reales con el perfil de
Isabel II, reina de España entre 1833 y 1868


 

II de III

Al Viejo Mundo van “el Quijote de las minas y el Sancho chichimeca cabalgando de nuevo, sin rocín ni rucio que los sostuvieran”; es decir, seguido por el indio Santos Huesos, su criado, guardaespaldas y esbirro (quien es una especie de cómplice y servil esclavo sin las vejaciones y ataduras de un esclavo), Mauro Larrea viaja hasta Jerez de la Frontera a tomar posesión de sus nuevas propiedades: la casa, la bodega y la viña, que si bien están signadas por la ruina, el abandono y la desidia, el conjunto parece miliunanochezco, según la lectura que en la testamentaría hace don Amador Zarco, el viejo y obeso corredor de fincas: “Cuarenta y nueve aranzadas de viña con su caserío, pozos, aljibes y lindes correspondientes, las cuales detalló con profusión. Una bodega sita en la calle del Muro con sus naves, escritorios, almacenes y restos de dependencias, amén de varios centenares de botas —vacías muchas, pero no todas—, útiles diversos y un trabajadero de tonelería. Una casa en la calle de la Tornería con tres plantas, diecisiete estancias, patio central, patio trasero, cuartos de servicio, cocheras, caballerizas, y una extensión cercana a las mil cuatrocientas varas cuadradas, colindante por la izquierda, por la derecha y por detrás con tantos inmuebles anejos que asimismo quedaron pormenorizados.” 

 

Mauro Larrea y su sombra el indio Santos Huesos

Fotograma de La Templanza (2021)

           No obstante, pese a lo caudaloso que se entrevé y a que en Jerez el negocio del vino vive una venturosa etapa (Jerez huele “A mosto, a bodega, a soleras, a botas. Jerez siempre huele así.” Un efluvio distinto a “los aires marinos de La Habana” y al “perenne aroma a maíz tostado de las calles mexicanas”), Mauro Larrea no pretende asentarse de nuevo en España y convertirse en vinatero y bodeguero (asuntos y meollos que desconoce), sino vender de inmediato a través de ese rechoncho corredor de fincas (“Un hombretón entrado en años de cuerpo tocinero, dedos como morcillas y recio acento andaluz; vestido a la manera de un labrador opulento, con un sombrero de ala ancha y su faja negra a la cintura”) y regresar ipso facto a la Ciudad de México-Tenochtitlán para saldar su deuda con Tadeo Carrús, recuperar su palacio de la calle de San Felipe Neri, y resarcir su estatus social y pudiente de minero ricachón, concentrándose en los beneficios que multiplicará con las subterráneas vetas de Las Tres Lunas. Sin embargo, el primer obstáculo con el que tropieza es el hecho de que, según la normativa testamentaria, esas valiosas posesiones no pueden ser fragmentadas ni vendidas por separado (sólo en un lote conjunto) hasta que hayan transcurrido veinte años después de la muerte de don Matías, el autoritario patriarca fundador del patrimonio de los Montalvo. Y ese lapso se cumple dentro de once meses y medio.

El clan Montalvo en la bodega

Fotograma de La Templanza (2021)
   
         Siempre al tanto de las apariencias y del qué dirán, Mauro Larrea, en el ínterin de que surja el comprador del lote conjunto, se instala con su criado y folclórico matón en la deteriorada casona-palacio de la calle de la Tornería y va a echarle un vistazo a la bodega en la calle del Muro, donde lo reciben, informan y guían dos añosos ex empleados del clan Montalvo. “Llevaban ambos alpargatas desgastadas por el empedrado de las calles, pantalones de paño basto y ancha faja negra en la cintura.” Y el parlanchín de éstos le dice al “señorito”: “Servidor fue arrumbador de la casa durante treinta y seis años, y aquí mi pariente unos pocos más. Se llama Marcelino Cañada y está sordo como una tapia. Mejor hable para mí. Severiano Pontones, a mandar.” Pero, casi sin advertirlo, los planes del “señorito” de 47 años empiezan a trastocarse cuando aparece ante él la seductora figura y la seductora personalidad de Soledad Claydon, distinguida y rutilante miembro de la estirpe de los Montalvo.

 

Soledad Claydon

Fotograma de La Templanza (2021)

III de III

Atractiva, elegante y majestuosa, Soledad Claydon anda alrededor de las cuatro décadas. Aún “sin haber cumplido los dieciocho” se casó en Jerez con el británico Edward Claydon y desde entonces había residido en Londres, donde tienen cuatro hijas (Marina, Lucrecia, Brianda y Estela) que nunca aparecen ni interactúan en la novela. (“La mayor de diecinueve, la pequeña acaba de cumplir once”; “las dos pequeñas, internas en un internado católico en Surrey, y las mayores en Chelsea”, “al recaudo de unos buenos amigos”.) Su matrimonio con ese viudo marchante de vinos (treinta años mayor que ella y con un malcriado hijo de su primera esposa) fue impuesto y pactado, por interés y conveniencia, por el abuelo don Matías, el susodicho patriarca del clan Montalvo. Cuando Sol Claydon localiza a Mauro Larrea en la muy deteriorada y astrosa casona-palacio donde vivió su infancia, su adolescencia y su primera juventud, apenas hace casi dos meses que regresó de Londres y se instaló en Jerez, con su marido, en una casona ubicada en el número 5 de la Plaza del Cabildo Viejo. Sólo hasta que se vuelven cómplices a través de una serie de actos ilícitos y coercitivos con los que ambos pelean “a cara de perro” (sin excluir cierta dosis de violencia), Sol le revela a Mauro que ella, desde hace siete años, está al frente y al mando del negocio que presidía su esposo; la causa, oculta por ella ante el escrutinio de su hijastro y de la sociedad, es que desde entonces el viejo Edward Claydon está desconectado del mundo debido a una especie de locura o demencia senil, cuyos momentos críticos e inconsciencia la fémina controla y manipula con fármacos y drogas. Y como Alan Claydon, el hijo de Edward, pretendía dejar, en Londres, sin un clavo a Soledad y a sus cuatro hijas, ella hizo una serie de oscuras falsificaciones, tejemanejes, desfalcos y fraudulentos traspasos destinados a sus hijas y a su primo Luis Montalvo, el heredero de los bienes de la estirpe (la casa, la viña y la bodega); los cuales, antes de morir en Cuba y de ser enterrado en la Parroquia Mayor de Villa Clara, legó a su primo Gustavo Zayas Montalvo, mismos que éste perdió en la citada partida de billar ante el minero Mauro Larrea. (La pulsión teleológica o el quimérico non plus ultra de Gustavo Sayas era, al parecer, deshacerse de Carola Gorostiza y retornar a Jerez con suficiente parné para iniciar una onírica, ilusoria y quizá improbable reconquista amorosa.) A esto se añade el hecho de que Soledad Claydon sólo sabía con antelación (por un primer testamento) que eran sus cuatro hijas las herederas de su primo Luis y no su primo Gustavo, a quien ella parece despreciar desde lo más recóndito de su cascabelero esqueleto.

 

Mauro Larrea y Soledad Claydon
Carola Gorostiza y Gustavo Zayas

Protagonistas de la serie: La Templanza (2021)

              A través de la maraña novelística, el entretenido y desocupado lector (o lectora) descubre que Luis Montalvo —a quien Mauro Larrea nunca conoció con vida—, además de ser literalmente el enano de la familia (por ello lo apodan Comino o Cominillo), era frágil, acomplejado, incompetente y falto de carácter. Y que el insensato e imprevisto homicidio de su hermano mayor en un coto de caza (quien iba a ser el legatario elegido por el todopoderoso dedo flamígero del abuelo Matías), lo colocó, unos días después del casorio de Sol con Edward Claydon, como el heredero que nunca quiso ser. Oculto e innombrable crimen que signó y preludió el resquebrajamiento de la cohesión y bonanza de la estirpe de los Montalvo, y que inculpó a Gustavo y por ello el abuelo Matías lo expulsó y exilió en Cuba, la Gran Antilla, territorio de la Corona Española. Por si fuera poco el culebrón (parecido al “libreto de una opereta digna del Teatro Tacón”, que quizá rubricaría ex profeso la dramaturga cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda), Gustavo, al ver trunco su mutuo y lúdico enamoramiento con su prima Sol, aceptó, en silencio y doblando la cerviz, el castigo y la marginación por un asesinato que no cometió y por ello, antes de que el moribundo Comino falleciera en el cafetal que Gustavo poseía en Cuba (precisamente en la provincia de Las Villas), el enano decidió retribuirlo heredándole la casa, la viña y la bodega. Intríngulis en el que además, en las mientes del desahuciado Comino y a espaldas de Gustavo, incidieron las persuasivas e insinuantes cartas que desde Cuba (a Jerez) le escribía Carola Gorostiza, inextricables al coqueteo, a la voluptuosidad, y a las soterradas ambiciones pecuniarias que caracterizan a esa elegantísima y guapetona fémina con un tentador cuerpo de pecado.  

   

Carola Gorostiza

Protagonista de la serie: La Templanza (2021)

        Y si en La Habana, el minero Mauro Larrea fue testigo de que Carola Gorostiza actuaba y negociaba a espaldas de su marido, en Jerez supone que Soledad Claydon hace lo mismo cuando, al término de la visita que ella le propuso (primero en calesa y luego a caballo) para mostrarle el territorio de La Templanza, es decir: la extensión, la casa de la viña, la tierra albariza y las viñas (que parecen atrofiadas y muertas), Sol le pide que se haga pasar por su primo Luis Montalvo ante la inminente presencia de un escribano y un abogado inglés enviados por Alan Claydon a cotejar y constatar los datos de las transacciones financieras que ella manipuló. Por ello le puntualiza a priori: “Falsifiqué los documentos, las cuentas y las firmas de los dos: la de Luis y la de mi marido. Después, una parte de esas acciones y propiedades las transferí a mis propias hijas. Otras, en cambio, siguen a nombre de mi difunto primo.”     

          

Soledad Claydon y Mauro Larrea en la viña

Fotograma de La Templanza (2021)

         Para apuntarlo con brevedad y sin desvelar las numerosas menudencias, trasfondos, intrigas y vericuetos que conlleva el suspense y los vaivenes, equívocos y sucesos de la detallista y puntillosa urdimbre de la novela (en la que a veces Mauro o Soledad sueltan o contienen la última carcajada de la cumbancha), vale resumir que todo deriva en un incipiente y novelesco vínculo amoroso entre la viuda y marchante de vinos y el viudo e indiano Mauro Larrea (de ahí la ilustración de la portada). Pero también entre la mulata Trinidad con su turbante encarnado (baila yambó sobre un pie, la otrora esclava de Carola Gorostiza, quien, obligada por Mauro, tuvo que otorgarle el escamoteado documento ológrafo de manumisión) y el indio chichimeca Santos Huesos, siempre con su sarape de colores, su filoso cuchillo (pa’ lo que mande su mercé), su larga melena y el “paliacate anudado a la cabeza bajo el ala ancha del sombrero” (quizá con holgados calzones de manta cruda hasta el tobillo, descalzo o de guaraches, y tal vez con el peliculesco trotecito del indio Tizoc), quienes fincan su destino en Cuba (precisamente en Cienfuegos, donde “echaron un hijo al mundo”), a donde arrearon desde Cádiz a bordo de una fragata que transporta un cargamento de sal gorda.

     

El indio Tizoc
(Pedro Infante)

          Vale añadir que en ese mismo navío de carga, en una minúscula y claustrofóbica camareta, trasladan a Carola Gorostiza, secuestrada y coaccionada con una aguja hipodérmica y sin haber podido cumplimentar su cometido de hacerse con los bienes que, alega, no pertenecen a Mauro Larrea, si no a su marido (ausente en España y a quien Sol nunca volvió ver después de casarse e irse a Londres con Edward Claydon). Mientras que en otro minúsculo aposento llevan, engañado y secuestrado, al codicioso, egoísta, díscolo, lépero y agresivo Alan Claydon, quien además de haber sido desvalijado por una caterva de salteadores (al parecer rucios y analfabetas) que lo abandonaron casi desnudo en una zanja, fue blanco de un tasajo de filoso cuchillo de matancero mexicano que Sol le aplicó en el rostro y del que brotó sangre, precisamente a modo de furiosa y vengativa rúbrica y marca de fuego tras el frustrado y violento intento de obligarla a firmar unos documentos; es decir, Alan Claydon quería arrebatarle lo que consta a nombre de sus hermanastras (“las gitanas del sur de España”, las moteja), y lo que ella depositó en un lugar secreto; y, por si fuera poco, pretendía anularla e “inhabilitar a su padre”. Pero además, al ideograma de ese elocuente corte de cuchillo, se le agrega la posterior quebradura de ambos pulgares (que lleva entablillados por el doctor Manuel Ysasi), orden dada por el indiano y valentón Mauro Larrea (luego de rescatar a Sol de las manazas del hijastro) y ejecutada en el acto por su esbirro el indio Santos Huesos; cuyo primera encomienda clandestina, justiciera e ilegal —una especie de pacto de sangre que lo convirtió en la sombra de su patrón y amo, ocurrida cuando era un chamaco en el salvaje y lejano pueblo minero de Real de Catorce y apenas “llevaba un par de meses trabajando en sus pozos”—, fue sacar y ocultar los cadáveres (ultimados a golpes por el iracundo y viudo minero) de un par de briagos que asaltaron su solitaria casa con la intención de violar a la niña Mariana y a la indita Delfina, la nana del chiquillo Nico (cuya madre murió por una sepsis puerperal tras el parto en el pueblo castellano), quien “no paraba de llorar y gritar como un poseso”, “arrinconado en una esquina y medio tapado por un colchón de lana que sobre él había volcado su hermana a modo de parapeto”.

           

La madre Constanza y el indiano Mauro Larrea

Fotograma de La Templanza (2021)

        Mientras el joven naviero Antonio Fatou, la seductora marchante Soledad Claydon, el indiano Mauro Larrea, y el solterón y doctor Manuel Ysasi (entrañable amigo de la familia y otrora infeliz pretendiente de Inés Montalvo, la hermana mayor de Sol), están confabulados en Cádiz ultimando ese par de subrepticios secuestros y contrabando a La Habana que con sigilo inicia antes del alba, ocurre un incendio en Jerez (nunca se sabe qué o quién lo causó), precisamente en el convento de Santa María de Gracia, donde la Reverenda Madre de esas monjas “agustinas ermitañas” (“recluidas en la oración y el recogimiento al margen de las veleidades del resto de los humanos”) es la madre Constanza, o sea: Inés, la hermana mayor de Sol; y donde, ante las garras y el asedio de Alan Claydon, escondieron al viejo Edward, con quien de joven la monja soñó con casarse y vivir por siempre jamás en Londres; pero al hacerlo con Sol siempre la detestó y nunca la perdonó. La religiosa, casi inflexible y dura de roer, pudo ser rescatada del fuego y de los ardientes escombros gracias al arrojo del experimentado minero Mauro Larrea (en ese heroico episodio se dislocó un codo) y por ende las hermanas Montalvo pudieron darse un abrazo después de más de veinte años sin verse ni hablar, no sin que Sol le soltara, previamente, un sonoro y fugaz bofetón a su resentida hermana que se negaba a recibirla y a dialogar con ella. Y el viejo Edward Claydon, quizá en un lapso de intuitiva o mediana lucidez (o perdido en una fantasmagórica y laberíntica e infernal pesadilla), logró escabullirse del convento en llamas e introducirse en la mansión de la calle de la Tornería que ahora posee y habita el indiano Mauro Larrea. No obstante, se suicidó “sesgándose la yugular con precisión quirúrgica”. Cuando lo encuentran, después de buscarlo, tenía, “En la pechera, chorros de sangre. En la garganta, clavada, una escuadra de cristal.” [...] “Estaba sentado de espaldas a la puerta. Erguido, en una de las cabeceras de la gran mesa de los Montalvo. La misma mesa en la que se sirvió el almuerzo tras su propia boda, la misma en la que cerró tratos con el viejo don Matías degustando el mejor oloroso de la casa. La mesa en la que se rió a carcajadas con las ocurrencias de sus tremendos amigos Luis y Jacobo [los vástagos del patriarca del clan: el padre del liliputiense Comino y el padre de Sol, ambos juerguistas e irresponsables por antonomasia], e intercambió miradas galantes con dos bellezas casi adolescentes [Inés y Soledad] entre las que acabó eligiendo a la que habría de ser su mujer.”

 

El viejo Edward Claydon recién casado con Soledad Montalvo

Fotograma de La Templanza (2021)

          La viuda, de luto, regresó a Londres sin despedirse. Y nueve meses después, en septiembre de 1862, retorna a Jerez de la Frontera, ya sin la negra vestimenta del duelo, y ya enmendados los retorcidos y chuecos renglones de sus malabares e infracciones financieras, donde en La Templanza halla al indiano Mauro Larrea convertido en un prometedor vinatero y bodeguero, con quien hace migas y convenios para producir el amor y una firma signada por ambos en las etiquetas: “Montalvo & Larrea, Fine Sherry, se leía en ellas”.  

 

 

María Dueñas, La Templanza. Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta. 1ª edición mexicana. México, marzo de 2015. 542 pp.

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"La Paloma", de Sebastián de Iradier, cantada por la soprano Olimpia Delgado Herbert.

"Adiós, mamá Carlota", canción burlesca contra la Intervención Francesa de Vicente Riva Palacio. Intérprete: Amparo Ochoa.     

Trailer oficial de La Templanza (2021).

  

domingo, 1 de agosto de 2021

Knock Out, tres historias de boxeo

Había algo venenoso en sus ojos

I de III
Editado en Barcelona, en “septiembre de 2011”, por Libros del Zorro Rojo (“con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura [de España], para su préstamo público en Bibliotecas Públicas”), el título Knock Out, tres historias de boxeo reúne una trilogía de legendarios cuentos del legendario narrador norteamericano Jack London (1876-1916) en los que el box es el leitmotiv y el espectáculo visual: “Un bistec” (A piece of steak, 1909), “El mexicano” (The mexican, 1911) y “El combate” (The game, 1905). 
Libros del Zorro Rojo
Barcelona, septiembre de 2011
       Con pastas duras, sobrecubierta, generosa tipografía (recamada con una preciosa errata en la página 55), buen papel y buen tamaño (24.07 x 17 cm), los tres cuentos de Knock Out están traducidos del inglés por Patricia Willson. Y cada uno ha sido ilustrado ex profeso por el argentino Enrique Breccia con imágenes en blanco y negro que semejan grabados en madera: “Un bistec” (cinco estampas), “El mexicano” (seis estampas) y “El combate” (cinco estampas).

Jack London
(1876-1916)
      “Un bistec” tiene la contundencia de un veloz gancho al hígado, de un puñetazo que disloca la quijada y manda a la lona; y al unísono cada página exhuma la melancolía de un nostálgico y patético blues. Tom King es un buenazo sin antecedentes delictivos, un gigantón veterano de cuarenta años con más de dos décadas de experiencia en el cuadrilátero. Alguna vez fue “el campeón de los pesos pesados en Nueva Gales del Sur” y sus bolsillos estuvieron repletos de libras. El box ha sido su único oficio (y beneficio). Y en los últimos tiempos, para subsistir en la miseria (y en la ruina), ha tenido que emplearse de peón. Y ahora, poco después de las ocho de la noche, va a boxear (y boxea) con un tal Sandel, un joven inexperto oriundo de Nueva Zelandia, quizá con un futuro abundante en triunfos y dinero. (Por lo pronto, “El joven Pronto”, “del norte de Sydney, reta al ganador de esta pelea por cincuenta libras de apuesta”.)  

 
 Un bistec”

Ilustración: Enrique Breccia
       Tom King no tiene un clavo en bolsillo ni tabaco para su pipa. Viste ropa raída y unos zapatones (de Frankenstein) muy gastados. El secretario del Gayety Club (donde se halla el ring) ya le adelantó las tres libras del perdedor y Tom King ya se las gastó. Si le ganara al joven Sandel, ganaría treinta flamantes libras y pagaría sus deudas y la renta del cuchitril. Si pierde, regresará sin nada. Por su falta de dinero no ha tenido un buen entrenamiento con un sparring, ni tampoco una buena alimentación. Previo a la pelea con el joven Sandel ha estado deseando y suspirando por un bistec. Lizzie, su esposa, acostó a los dos chiquillos para que olvidaran el vacío en el estómago. El único malcomido es Tom King: un plato de harina con migajas de pan. La harina, Lizzie la obtuvo prestada con un vecino del conventillo. Por sus deudas, nadie quiso fiarle, ni siquiera el carnicero. Al despedirlo y desearle “Buena suerte”, Lizzie “se atrevió a besarlo, abrazándolo y obligándolo a inclinar su cara hasta la de ella. Parecía muy pequeña al lado de aquel gigante.” 
   Esas dos millas que Tom King hace a pie rumbo al cuadrilátero del Gayety Club resultan contraproducentes para la pelea. Y aunque con astucia y “táctica de economía” domina a su joven oponente y varias veces lo envía a la lona (hay que leer el relato de la contienda para verlo), la falta de ese plus (el suculento y jugoso bistec) incide en el drástico final.
“Un bistec”

Ilustración: Enrique Breccia
        La descripción de la testa y de la cara de ogro de ese veterano (sobreviviente de mil peleas) brindan una poderosa imagen para visualizar a ese gigantón moviéndose en el ring: “era la cara de Tom King lo que revelaba inconfundiblemente a qué se dedicaba. Era la cara de un típico boxeador por dinero, de uno que había estado durante largos años al servicio del cuadrilátero y que, por ello, había desarrollado y acentuado todas las marcas de las bestias de pelea. Tenía un semblante particularmente sombrío, y para que ninguna de sus facciones pasara inadvertida, iba bien rasurado. Los labios carecían de forma y constituían una boca hosca en exceso, como un tajo en la cara. La mandíbula era agresiva, brutal, pesada. Los ojos, de movimientos lentos y con pesados párpados, carecían casi de expresión bajo las hirsutas y tupidas cejas. En ese puro animal que era, los ojos resultaban el rasgo más animal de todos. Eran somnolientos, como los de un león: los ojos de una bestia de pelea. La frente se inclinaba abruptamente hacia el cabello que, cortado al ras, mostraba cada protuberancia de la horrible cabeza. Completaban el cuadro una nariz dos veces rota y moldeada por incontables golpes, y orejas deformadas, hinchadas y distorsionadas al doble de su tamaño, mientras la barba, aunque recién afeitada, ya surgía de la piel, dándole al rostro una sombra negra y azulada.”


II de III
Casi resulta tautológico apuntar que el protagonista del cuento “El mexicano” es un boxeador nacido en México y que el clímax de la narración es el espectáculo de las vicisitudes del combate boxístico en un cuadrilátero ubicado en Los Ángeles, California. Para urdir el cuento (dividido en cuatro partes numeradas con romanos) Jack London hizo uso de algunos datos, nombres y noticias en torno a la Revolución Mexicana (in progress) que en 1911 eran tempranas. Felipe Rivera, un joven mestizo de unos 18 años (se infiere que inmigrante sin papeles), se ha incorporado a una Junta de revolucionarios que en Los Ángeles opera y conspira en pro de la Revolución Mexicana; agrupación civil (que incluso publica un semanario) al parecer inspirada en la Junta Organizadora del Partido Liberal Mexicano fundada el 28 de septiembre de 1905, en San Luis, Misuri, por los hermanos Ricardo y Enrique Flores Magón, cuyo órgano ideológico y propagandístico era el periódico Regeneración
Ricardo y Enrique Flores Magón
        Felipe Rivera (que en realidad se llama Juan Fernández), por su carácter hermético, callado, inescrutable y sereno (de arcaica pieza prehispánica), y mirada de fría y venenosa mazacuata prieta, suscita aversión, fobia y suspicacia entre los miembros de la Junta; en el peor de los casos lo suponen un maiceado espía del dictador Porfirio Díaz (presidente de México entre el 1° de diciembre de 1884 y el 25 de mayo de 1911) y por ende no le permiten dormir en la casa de la Junta y al llegar le asignan el trabajo de un simple criado analfabeta: fregar los pisos, limpiar las ventanas, y lavar las saliveras y los retretes. Una vez le ofrecen dos dólares por el trabajo; pero Felipe Rivera no los acepta y declara patriótico: “Trabajo por la Revolución”. Pero lo más relevante son las aportaciones pecuniarias que hace, pese a los andrajos que viste: deja “sesenta dólares en oro” para el pago de la renta (la Junta debía dos meses y el propietario amenazó con echarlos). Incluso realiza alguna contribución furtiva: para el envío de 300 cartas (la Junta carecía de fondos para las estampillas), primero desaparece el reloj de oro de Paulino Vera y luego “el anillo de oro del dedo anular de May Sethby”. Y al regresar de la calle, les entrega “mil sellos de dos centavos”. Ante esto, Vera se pregunta y les pregunta a los camaradas de la Junta: “si no será el oro maldito de Díaz”.

Además de los aportes que el muchacho de la limpieza les deja en dólares y en monedas de oro, sin revelar cómo y dónde obtiene ese dinero, Felipe Rivera consigue que le asignen la peligrosa y temeraria encomienda de reabrir la comunicación entre Los Ángeles y Baja California (donde hay “recién incorporados a la Causa”), bloqueada por las sanguinarias huestes de “Juan Alvarado, el comandante federal”. El joven de la limpieza logra el cometido clavándole al comandante un cuchillo en el pecho.  
    En la Junta (de revolucionarios de oficina) cunde la fama del supuesto “mal genio” y “pendenciero” de Felipe Rivera, pues luego de periódicas ausencias, que pueden ser de una semana e incluso un mes, además de las “monedas de oro que les deja en el escritorio de May Sethby”, observan en él indicios físicos de que pelea en la calle o en algún sitio (quizá en una cantina, en un antro de juego o en un burdel): “A veces aparecía con el labio cortado, con una mejilla amoratada, con un ojo hinchado. Era evidente que había peleado, en algún lugar del mundo exterior donde comía y dormía, ganaba dinero y se movía de maneras desconocidas para ellos. Con el paso del tiempo, se encargó de mecanografiar el libelo revolucionario que publicaban semanalmente. Había ocasiones en que era incapaz de teclear, cuando sus nudillos estaban magullados y tumefactos, cuando sus pulgares estaban heridos e inmóviles, cuando uno de sus brazos pendía cansadamente a un costado, mientras en su cara se dibujaba un dolor silencioso.”
    Esto provoca, además de las preguntas que se hacen, y del recelo y de la desconfianza, que le teman y lo mitifiquen: “Me siento como un niño ante él”, confiesa Ramos. “Para mí, él es el poder, es el hombre primitivo, el lobo salvaje, la serpiente de cascabel, el ponzoñoso ciempiés”, dice Arrellano. Y Paulino Vera claramente lo deifica con retóricas metáforas: “Es la Revolución encarnada.” “Es su llama y su espíritu, el grito insaciable de venganza, un grito silencioso que mata sin hacer ruido. Es un ángel destructor que se desliza entre los guardias inmóviles de la noche.” De ahí el atroz pavor que siente ante él: “Me ha mirado con esos ojos suyos que no aman sino que amenazan; son salvajes como los de un tigre. Sé que si yo fuera infiel a la Causa, él me mataría. No tiene corazón. Es despiadado como el acero, filoso y frío como la escarcha. Se parece a la luz de la luna en una noche de invierno, cuando uno se congela hasta morir en la cima de una montaña desolada. No temo a Díaz ni a ninguno de sus matones, pero a este muchacho sí le temo. Ésa es la verdad, le tengo miedo. Es como el aliento de la muerte.”
   El caso es que, efectivamente y en secreto, Felipe Rivera pelea; pero lo hace en el ring y con guantes de boxeador, no por el dinero que obtiene, sino para contribuir con la Revolución Mexicana y vengar así las injusticias sociales, políticas y económicas, y el asesinato de sus propios progenitores, pues su padre era empleado en la fábrica textil de Río Blanco (en Veracruz, México) y por ende estuvo entre los obreros que desencadenaron la huelga (en la vida real fue el 7 de enero de 1907) y luego fueron masacrados. Dramático y cruento episodio que recuerda (en flashback) durante el combate boxístico que cierra el relato: “Vio las paredes blancas de las factorías con energía hidráulica de Río Blanco. Vio a los seis mil obreros, hambrientos y entristecidos, y a los niños, de siete y ocho años, que soportaban largas jornadas de trabajo por diez centavos al día. Vio los cuerpos en los carros, las atroces cabezas de los muertos que se afanaban en los talleres de tintura. Recordó que su padre había llamado a esos talleres los ‘agujeros del suicidio’, y en uno de ellos había muerto.” Incluso evoca cómo halló los cadáveres de sus padres: “Y luego, la pesadilla: la explanada frente al almacén de la compañía, los miles de obreros hambrientos, el general Rosalino Martínez y los soldados de Porfirio Díaz y los mortíferos rifles que parecían no dejar nunca de dispararse, mientras las faltas de los obreros eran lavadas y vueltas a lavar con su propia sangre. ¡Y aquella noche! Vio los vagones de carga donde se apilaban los cuerpos de la matanza, enviados a Veracruz como alimento para los tiburones de la bahía. Nuevamente se encaramó en los atroces montones, buscando y encontrando, desnudos y mutilados, los cuerpos de su padre y de su madre. Recordaba sobre todo a su madre; sólo se le veía la cara, pues el cuerpo estaba aplastado por el peso de decenas de cadáveres. Los rifles de los soldados de Porfirio Díaz volvieron a tronar, y él de nuevo saltó al suelo y se escabulló como un coyote herido entre las sierras.”
     Fue el gringo Roberts, entrenador y borrachín, el que descubrió al azar las cualidades pugilistas de Felipe Rivera. Según le dice a Michael Kelly, director de “las apuestas de Yellowstone” y hermano de un promotor boxístico: “Había visto a un famélico chico mexicano rondando por allí, y estaba desesperado. De modo que lo llamé [para que sirviera de sparring], le puse los guantes y lo subí al ring. Prayne [el boxeador profesional que se entrenaba] lo puso contra las cuerdas. Pero él resistió dos rounds durísimos y luego se desmayó. Estaba muerto de hambre, eso era todo. ¡Una paliza! Quedó irreconocible. Le di medio dólar y una comida abundante. Tendrías que haber visto cómo tragaba. No había probado bocado en dos días. Pensé que ahí se acababa todo, pero al día siguiente volvió, tieso y adolorido, listo para otro medio dólar y otra comida abundante. Y fue mejorando con el tiempo. Es un peleador nato, increíblemente duro. No tiene corazón. Es un pedazo de hielo. Y nunca ha dicho más de unas pocas palabras seguidas desde que lo conozco. Es de buena madera y hace su trabajo.” 
     Así que Felipe Rivera se fogueó como sparring. Y trabajando para la Revolución Mexicana a través de la Junta, en secreto y durante “los últimos meses”, ha peleado “en clubes pequeños” donde, por el dinero, ha estado “despachando a pequeños boxeadores locales”. No obstante, ante el hecho de que el boxeador Billy Carthey se fracturó un brazo y por ello el boxeador Danny Ward, de Nueva York, se quedó sin contrincante en una pelea organizada y publicitada con antelación (“Y ya están vendidas la mitad de las entradas”), el entrenador Roberts le propone a Michael Kelly que sea Felipe Rivera el que se confronte a Danny Ward.
   Todos suponen que el experimentado Danny Ward será el vencedor (incluidos los trúhanes asistentes del mexicano, el réferi, la mayoría de los apostadores y los diez mil gringos que asisten a la pelea). Y dirigiéndose a Rivera, Kelly le dice: “la bolsa será el sesenta y cinco por ciento de la recaudación. Eres un boxeador desconocido. Tú y Danny se repartirán la ganancia: veinte por ciento para ti y ochenta para Danny.” Pero por muy mudo y retrasado mental que les parezca, Rivera se obstina en su postura: “El vencedor se queda con todo.” Y entre las amenazas, el menosprecio, los insultos, los dimes y diretes, Rivera pica a Danny Ward en su orgullo y acepta el reto, no sin alardear: “Te noquearé y caerás muerto en el ring, muchacho, ya que te burlas de mí. Anúncialo en la prensa, Kelly. El ganador se lleva todo. Que salga en las columnas de deportes. Diles que será un combate de revancha. Voy a enseñarle a este chico un par de cosas.”
   
“El mexicano

Ilustración: Enrique Breccia
          El famoso boxeador Danny Ward (futuro campeón), de 24 años, tiene el pellejo blanco, cuerpo de fisiculturista y es “el héroe popular obligado a ganar” (casi todos apostaron por él, empezando por Michael Kelly). El advenedizo y desconocido boxeador Felipe Rivera, de 18 años, es prieto, de sangre india y no despliega la musculatura de su contrincante; por ende el público no “pudo adivinar la resistencia de las fibras, la instantánea explosión de los músculos, la precisión de los nervios que conectaban cada una de sus partes para convertirlo en un espléndido mecanismo de pelea”. Spider Hagerty, el jefe de sus asistentes —quien da por hecho que Rivera perderá, que se hace pipí y popó del miedo y se rendirá en un tris—, le rebuzna en su esquina del ring antes del inicio de la pelea: “Hazlo durar todo lo que puedas, son las instrucciones de Kelly. Si no lo haces, los periódicos dirán que es otra pelea amañada y hablarán pestes del boxeo de Los Ángeles.” Y luego añade: “No tengas miedo”. “Y recuerda las instrucciones. Tienes que durar. No te rindas. Si te rindes tenemos instrucciones de darte una paliza en los vestuarios. ¿Entendido? ¡Tienes que pelear!” 
     Las diez mil gargantas gritan a gaznate pelado como si cada uno tuviera un ardiente aguijón en el culo; y, a modo de teatral preámbulo de la pelea, Danny Ward, siempre sonriendo, se le acerca al banquillo donde aún, impasible y sin mover un músculo, está sentado Felipe Rivera (ídem una escultura sedente precortesiana) y parece que le brinda un saludo deportivo. Pero sólo Rivera oye la amenaza y el insulto xenófobo (propia de Donald Trump) que le receta a quemarropa: “Pequeña rata mexicana. Aplastaré al cobarde que tienes dentro.” Lo cual queda rubricado por el soez ladrido que le escupe “un hombre desde detrás de las cuerdas”: “Levántate, perro”.
     Antes de esa tensa y espectacular pelea de box, la Junta, sin un céntimo, necesita un montón de dólares para adquirir armas y municiones para la Revolución en México. Y Rivera, el “harapiento fregón”, oyéndoles parlotear el desasosiego de las últimas noticias, dejó de lavar el piso que cepillaba de rodillas. Preguntó si bastarían cinco mil dólares y les dijo que volvería en tres semanas con esa cantidad. “En tres semanas pidan las armas”, dijo. Inextricable a su intrínseca y secreta venganza personal, ese es el leitmotiv que galvaniza y catapulta al boxeador y revolucionario Felipe Rivera. De ahí que lo evoque durante la pelea y que a sí mismo se aliente y glorifique para no perder: “Rivera resistió, y el aturdimiento desapareció de su cerebro. Estaba entero. Los otros eran los odiados gringos, y todos ellos jugaban sucio. En lo peor del combate, las visiones seguían centelleando en su cabeza —largas líneas de ferrocarril que se recalentaban en el desierto; los rurales y los terratenientes americanos, las cárceles y los calabozos; las trampas en los tanques de agua—, todo el sórdido y doloroso panorama de su odisea después de lo de Río Blanco y la huelga. Y, resplandeciente y gloriosa, vio la gran Revolución roja, esparciéndose por su tierra. Las armas estaban ante él. Cada rostro odiado era un arma. Peleaba por las armas. Él era las armas. Él era la Revolución. Peleaba por todo México.”
   
“El mexicano

Ilustración: Enrique Breccia
(detealle)
        Pese a los diez mil gringos gritando y desgañitándose en su contra, a las dilaciones y trampas del réferi, y a los intentos de soborno de Kelly para que Rivera se dé por vencido y pierda, el mexicano derrota al gringo por nocaut en el decimoséptimo round
   
“El mexicano

Ilustración: Enrique Breccia
       
Grabado de José Guadalupe Posada
Detalle de hoja volante impresa por Antonio Vanegas Arroyo
(México, 1913)
     
Estampa incluida en la Monografía de las obras de José Guadalupe Posada,
publicada en México, en 1930, por Mexican Folkways,
con introducción de Diego Rivera.
       
Detalle de Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central (1947).
mural de Diego Rivera.

José Martí, Frida Kahlo, el niño Diego Rivera,
la Calavera Catrina y José Guadalupe Posada.
           Vale observar que entre las ilustraciones que Enrique Breccia hizo para “El mexicano” descuella el obvio tributo que rinde al grabador hidrocálido José Guadalupe Posada (1852-1913) y al muralista Diego Rivera (1886-1957) en el trazo de dos Calaveras Catrinas; pues Posada es el creador de la popular y celebérrima estampa del cráneo de la Calavera Catrina con sombrero, de afrancesada y elegante dama decimonónica, adornado con flores y plumas, pese a que originalmente se llamó La Garbancera (c. 1910), “en alusión a las indias que vendían garbanza y se daban aires de mujeres finas”; y Diego Rivera, en el epicentro de su icónico mural Sueño de una tarde dominical en el Alameda Central (1947), le puso a la Calavera Catrina un largo vestido y una larga estola de serpiente emplumada. Pero además, al parecer, también hay un homenaje al pintor y caricaturista José Clemente Orozco (1883-1949) en el trazo que Breccia hizo del prototipo de revolucionario de huaraches, gran sombrero de palma, carabina 30 30 y cartucheras cruzadas en el pecho, el cual se aprecia entre las estampas que ilustran el mismo cuento.

“El mexicano

Ilustración: Enrique Breccia


III de III
Dividido en cinco partes numeradas con romanos, el cuento “El combate” es, al unísono, una patética y triste historia de amor y una pelea boxística con un desenlace desafortunado y fatal. Joe Fleming, el protagonista, un joven boxeador de 21 años, célebre entre los chiquillos, jóvenes y rucos de West Oakland, está a punto de casarse con Genevieve Pritchard, una joven de 18 años, empleada en la pequeña dulcería de los Silverstein, un matrimonio judío de origen alemán. 
Pese a que el cuento data de 1905, los atavismos y los prejuicios, propios de la ñoña y mojigata idiosincrasia de la época (ahora anticuados, rancios y obsoletos), translucen una impronta decimonónica. Y esto se observa, sobre todo, en los escrúpulos, ofuscaciones, tabúes y represiones psíquicas que trasminan y limitan la conducta, el ideario, las erradas e ingenuas nociones de la desnudez, del deseo sexual y del sexo, y las divagaciones y ensoñaciones íntimas e inconfesables de ambos enamorados. 
Jack London
         Al parecer “El combate” es deudor de cierta vertiente narrativa que deviene del británico Charles Dickens (1812-1870) y del francés Victor Hugo (1802-1885). Y esto se observa tanto en el romanticismo que precede y signa el cortejo y el vínculo amoroso, como en el origen humilde de ambos personajes (“aristócratas de la clase obrera”). La gentil y bellísima Genevieve Pritchard, además de su empleo en la dulcería de los Silverstein, desde los 12 años de edad vive en el apartamento de ese matrimonio judío, ubicado encima de la tienda, pues quedó huérfana. Es decir, era “hija única de una madre inválida de la que se ocupaba, [y por ende] no había compartido las travesuras y los juegos callejeros con los chicos del vecindario.” Y “Su padre, un pobre empleado anémico, de contextura frágil y temperamento tranquilo, hogareño por su incapacidad para mezclarse con los hombres, se había dedicado a darle a su hogar una atmósfera de ternura y suavidad.” Sin embargo, pese a que los Silverstein le dieron cobijo y empleo (sobre todo para trabaje durante el Sabbath), no la adoptaron ni la convirtieron al judaísmo. Y la leyenda de abnegación y filantropía del joven boxeador Joe Fleming la sabe al dedillo el señor Silverstein, ante la sorpresa y la irritada desaprobación de su esposa, pues él también apuesta en los tugurios donde boxea y gana “Joe Fleming, el orgullo de West Oakland”. Según dice: después de que “Su padre murió, fue a trabajar con Hansen, el que hace velas para barcos [en un taller fabril]. Hermanos y hermanas, tiene seis, todos más jóvenes. Es el padrecito para todos. Trabaja duro, sin descanso. Compra el pan, la carne, paga el alquiler. El sábado por la noche vuelve a la casa con diez dólares. Si Hansen le da doce, ¿qué hace? Es el padrecito, le da todo a la mamá. Si trabaja doble, cobra veinte, ¿y qué hace? Lo lleva a la casa. Los hermanitos van a la escuela, tienen ropa de buena calidad, comen pan y carne de lo mejor. La mamá aprovecha, se ve la alegría en sus ojos, está orgullosa de su hijo Joe. No es todo: tiene un cuerpo magnífico —mein Gott, ¡magnífico!—, más fuerte que un buey, más rápido que una pantera, la cabeza más fría que un glacial, ojos que ven todo, ¡todo lo ven...! Hace entrenamiento con otros muchachos en el taller, es como un almacén. Va al club, pone nocaut a La Araña, un golpe directo, un solo golpe. La prima es de cinco dólares, y ¿qué hace? Se lo lleva a la casa, a su mamá. Va mucho a los clubes y junta muchos premios, diez dólares, cincuenta dólares, cien dólares. ¿Y qué hace? Hay que verlo. ¿Abandona el empleo con Hansen? ¿Se va de farra con los amigos? ¡No! Es un buen muchacho. Sigue trabajando todo el día, por la noche solamente va al club para el combate. Dice así: ‘¿Para qué sirve que pague el alquiler?’, me lo dice a mí, Silverstein, perfectamente. Bueno, le respondo que no se preocupe, pero compra una buena casa a la madre. Todo el tiempo que trabaja con Hansen y pelea en los clubes, todo para la casa. Compra un piano para las hermanitas, alfombras para los suelos y cuadros para las paredes. Siempre esa así, decidido. Apuesta por sí mismo, es un buen signo. Cuando se ve que el hombre pone el dinero sobre sí, entonces, tiene que apostar uno también.”

El caso es que previo al inminente matrimonio y a la compra de una alfombra para el futuro nidito de amor, Genevieve Pritchard, que pretende “dominarlo utilizando los métodos de las mujeres”, le ha arrancado “la promesa de dejar el boxeo”. Y el joven boxeador Joe Fleming se comprometió a ello; pero dejará el box después de realizar su última pelea, por la que obtendrá (está seguro) cien dólares. No obstante, para sus adentros, intuye y piensa que en algún momento regresará al cuadrilátero. 
“El combate”
Ilustración: Enrique Breccia
        Con el auxilio de Lottie, hermana de Joe, atavían con ropa y zapatos de hombre a la muy femenina Genevieve Pritchard, quien nunca ha visto una pelea de box e ignoraba la fama local de su amado Joe (el vendedor de alfombras, incluso, lo reconoció y le dio un precio especial). Y así disfrazada él la lleva al sitio donde será el combate y se apuestan dólares; un lugar medio reglamentado, pues entre la concurrencia de empedernidos fumadores hay periodistas, policías de uniforme e incluso “el joven jefe de la policía”. Dado que está prohibida la entrada a las mujeres, Joe, con apoyo de sus conocidos y fanáticos, introduce a Genevieve a un camarín frente al ring, donde a través de un orificio observa a los boxeadores y todas las minucias de la contienda.

Jack London
       Joe Fleming, “el orgullo de West Oakland”, es el favorito del público. Es blanco, lampiño, fornido y efebo (angelical para su angelical novia) y pesa 128 libras. Y su contrincante, John Ponta, “del club atlético de West Bay”, pesa 140 libras, y su apariencia de bestia salvaje y peludo troglodita resulta tan terrible para los ojos de Genevieve Pritchard que “quedó aterrada. En él sí veía al boxeador: un animal de frente estrecha, con ojos centelleantes bajo unas cejas enmarañadas y tupidas, con la nariz chata, los labios gruesos y la boca amenazadora. Tenía mandíbulas prominentes, un cuello de toro, y sus cabellos cortos y tiesos parecían, a la vista asustada de Genevieve, las cerdas recias del jabalí. Había en él tosquedad y brutalidad —una criatura salvaje, primordial, feroz—. Era tan moreno que parecía negro, y su cuerpo estaba cubierto de un vello que, a la altura del pecho y de los hombros, era más abundante, como el de los perros. Tenía el pecho ancho, las piernas gruesas y grandes músculos carentes de esbeltez. Sus músculos eran nudosos, como toda su persona, desprovista de belleza por el exceso de robustez.”

“El combate”

Ilustración: Enrique Breccia
        La pelea sigue el curso previsto por Joe Fleming, cantado a su novia mientras se dirigían al combate. Es decir, Ponta, durante los primeros rounds, lo ataca furiosamente e intenta noquearlo. Joe sobre todo se defiende y Ponta domina la pelea. Pero, según le dijo a Genevieve, llegaría un momento (y llega) en que lo vería atacar a su oponente. Esto empieza a ocurrir en el noveno round. Ahora es Joe el que ataca y domina la pelea. Pero Joe también le dijo a su novia que “siempre puede haber un golpe de suerte, un accidente... Las casualidades abundan...” Así que en el decimocuarto round, cuando todo indica (y se ve) que Joe Fleming está a punto de vencer y noquear a John Ponta, ocurre lo sorpresivo e inesperado. Según la voz narrativa, Ponta, “Dolorido, jadeante, titubeante, con los ojos brillosos y el aliento entrecortado, grotesco y heroico, peleaba hasta el final, esforzándose por alcanzar a su antagonista que lo paseaba por todo el ring. En ese momento, el pie de Joe resbaló sobre la lona mojada. Los ojos vivaces de Ponta lo vieron y reconocieron la ocasión favorable. Todas las fuerzas exhaustas de su cuerpo se juntaron para asestar, con la rapidez del rayo, el golpe de suerte. En el momento mismo en que Joe resbalaba, el otro lo golpeó violentamente en la punta del mentón. Joe osciló hacia atrás. Genevieve vio sus músculos relajarse mientras todavía estaba en el aire y oyó el ruido seco de su cabeza contra la lona del ring.”

Vale apuntar que “Los gritos de la multitud se apagaron súbitamente” en el instante de la caída de Joe Fleming. La cuenta del referí terminó y nadie del demudado y estático público aplaudió al exhausto y tambaleante vencedor John Ponta. A Joe Fleming, inconsciente y al parecer en un “coma mortal” (con “¡Toda la parte posterior del cráneo!” dañada), lo sacaron en camilla y se lo llevaron en una ambulancia tirada por caballos.
“El combate”

Ilustración: Enrique Breccia
        Lo que queda un poco ambiguo y turbio es el origen y la permanencia de esa agua en la lona del cuadrilátero. Esto ocurre al inicio del decimotercer round, cuando Joe Fleming domina la pelea. Según la voz narrativa: “Estaban mojando a Ponta. El gong sonó en el instante preciso en que uno de sus ayudantes le vertía una nueva botella de agua sobre la cabeza. Ponta avanzó hacia el centro del ring, seguido por su asistente que tenía la botella con la boca hacia abajo. Cuando el árbitro le gritó, el ayudante la dejó caer y abandonó el ring a toda velocidad. La botella rodó por el suelo, el agua se escapaba a pequeños borbotones, hasta que el árbitro la envió fuera de las cuerdas con un rápido puntapié.”

Curiosamente, el réferi Eddy Jones al inicio del combate también goza de prestigio entre el gentío que corea su nombre. Pero ¿por qué no detuvo la pelea para que los ayudantes secaran la lona con una elemental e infalible jerga? Quizá Joe Fleming no hubiera resbalado y John Ponta no hubiera fugazmente entrevisto su volátil oportunidad para lazar ese vertiginoso, certero y dramático “golpe de suerte”. 


Jack London, Knock Out, tres historias de boxeo. Traducción del inglés al español de Patricia Willson. Ilustraciones en blanco y negro de Enrique Breccia. Libros del Zorro Rojo. Barcelona, septiembre de 2011. 130 pp.