domingo, 13 de marzo de 2022

La Bestia

 

Reza en latín como si las estuviera insultando

 

I de XI

La novela La Bestia. Madrid, 1834 obtuvo el Premio Planeta 2021. Tal mediático y rimbombante galardón suscitó que los tres autores que firman con el pseudónimo Carmen Mola revelaran su identidad ante el globalizado mercado del idioma español: Jorge Díaz (Alicante, 1962), Agustín Martínez (Lorca, 1975) y Antonio Mercero (Madrid, 1969). Pues Carmen Mola (un ente con tres cabezas y seis manos) tiene en su haber varias novelas publicadas por Alfaguara: La novia gitana (2018), La red púrpura (2019), La nena (2020) y Las madres (2022).

           

Carmen Mola con La Bestia
(Agustín Martínez, Jorge Díaz y Antonio Mercero)

           Impresa en la Ciudad de México el penúltimo mes de 2021 por Editorial Planeta Mexicana en la colección Autores Españoles e Iberoamericanos, la novela La Bestia, dedicada A mi madre (o sea: a sí mismos), comprende cuatro partes, 85 capítulos y 542 páginas; y se sucede en Madrid (y alrededores de “la Cerca”) entre el 23 de junio y el 1 de septiembre de 1834.

           

Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta Mexicana
(México, noviembre de 2021)

           Aunque la obra utiliza nombres, sitios, episodios, anécdotas y hechos históricos, se trata de una novela de ficción con un tinte realista (muchas veces artificial y folletinesco) matizado con angulares situaciones y actos inverosímiles, cuyo tremendismo, negrura, sangre, crueldad, pasajes violentos, giros sorpresivos, suspense, e intrigante y abundante trama, bien habría sido materia de un colorido folletín que “El Gato Irreverente” (circunstancial promesa del periodismo que aspira a la dramaturgia) hubiera podido escribir y publicar por entregas en El Eco del Comercio.

            En ese hipotético Madrid de 1834 la población está siendo diezmada por una voraz epidemia de cólera, que prende y cala, sobre todo, entre la muy pronunciada y patética insalubridad que infesta los paupérrimos y hacinados asentamientos ubicados más allá del muro (“la Cerca”) que rodea a la metrópoli. Y puesto que desde el poder gubernamental y administrativo se culpa a los pobres de ser los causantes del cólera (incluso desde los púlpitos de la Iglesia católica, a lo que se añade el extendido rumor de que son los curas quienes pagan chiquillos para que infecten las aguas de los pozos), se ordena cerrar la Cerca para impedir que entren a la ciudad como enjambres de hediondas moscas pestilentes y hambrientas, y hasta se dispone destruir alguno de esos infectos caseríos, como es el caso del barrio de las Peñuelas, donde vivía Lucía (una niña pelirroja de 14 años), con su hermana Clara, de 11 y pelo rubio, y Cándida, su madre, lavandera de oficio (“en el lavadero de Paletín, en la orilla del Manzanares”), quien en su endeble y pobrísima casucha desfallece y sufre con los síntomas del cólera que la señora Inmaculada de Villafranca, una anciana y rica filántropa de la Junta de Beneficencia, trata de conjurar con “agua de nieve” y “polvos de aristoloquia”, popularmente llamados “viborera”.

          

Carlos María Isidro de Borbón (c. 1825)
(Retrato de Vicente López Portaña)

             Y al unísono de la epidemia de cólera, en ese Madrid de 1834 se vive, “desde hace un año”, una virulenta “guerra carlista”; es decir, entre quienes son “partidarios de Carlos María Isidro de Borbón” (entre ellos los frailes y curas señalados de envenenar las aguas que causan el cólera) y quienes están medrando y conspirando en la cúpula de la Corte de María Cristina, la reina regente, madre de la reina Isabel II (la chiquilla heredera del trono del rey Felón Fernando VII, fallecido el 29 de septiembre de 1833). En este sentido, según se lee en la novela, los carlistas rechazan el “parlamentarismo” y pelean por la “vigencia de la Inquisición y de la ley sálica, que prohíbe a la mujer la herencia de la Corona”, y por ende consideran “legítimo sucesor a Carlos María Isidro de Borbón”, hermano de Fernando VII.


II de IX

Para sortear la Cerca y entrar en Madrid (y regresar), la niña Lucía se introduce por un estrecho túnel excavado en el suelo de tierra o por una alcantarilla y sale por otra. Y, sin buscarlo ni prevelo ni saberlo, se entromete en un oscuro y sanguinario ámbito de la guerra carlista al robarle a un cura —muerto al parecer por el cólera—, un anillo de oro con dos mazas cruzadas y “un redingote marrón de paño de lana” destinado a su madre enferma de cólera, refugiada con sus dos hijas en una fría cueva tras la destrucción del barrio de las Peñuelas (supuesto foco de contagio), cumplimentada por las huestes armadas de la real autoridad.

            Cuando la niña Lucía aún está en el escenario del robo en un primer piso en la Carrera de San Jerónimo, llega un gigantón preguntando por el padre Ignacio. Es entonces cuando ocurre un episodio de movimiento y violencia bastante inverosímil, pues la niña golpea, aturde y huye del gigante como si éste fuera un torpe cíclope del octavo vía, sin reflejos ni capacidad de respuesta ni de contraataque. Algo parecido, pero más elaborado y con más acción, ocurre cuando un poco después el gigante trata de atraparla en la calle y es auxiliada por Eloy, un ladronzuelo de 13 años que la apoda “colibrí” por su pelo rojo. Y el clímax de esa vertiente de inverosimilitud ocurre cuando Lucía mata al gigantón en una recámara del prostíbulo de Josefa La Leona; primero, viéndolo de frente, lo golpea en la cabeza con un jarrón y luego, montada sobre su espalda, le clava un alfiler en la nuca. Inverosimilitud que se acentúa aún más cuando a través del El Observador (que además publica un retrato a lápiz de la niña asesina, la Roja, dibujado por un tullido malandrín que merodea en el lupanar) se sabe que ese horrible gigantón de “más de dos metros” de altura y con “media cara en carne viva, quemada, más rosa que roja”, era “un militar de los de postín, con galones y medallas hasta en el ojo del culo”, según apostrofa la madama del burdel, tras leer la semblanza de Marcial Garrigues, con un “pasado militar heroico, sirviendo en España [durante la guerra de la Independencia] y, después, viajando por Francia e Inglaterra.” Y más todavía porque a esas alturas de la novela ya corre la sospecha de que ese Marcial Garrigues era la Bestia, un bestial asesino que recién ha secuestrado y descuartizado cuatro niñas en las paupérrimas zonas de más allá de la Cerca (donde lo tenían, o lo tienen, por un terrorífico animal, mítico e híbrido), dejando los miembros y los troncos por un lado y las cabezas por otro. Y el desocupado e insomne lector, a esas alturas de la obra, también supone que Marcial Garrigues es la escurridiza y casi invisible Bestia —pese a su titánico tamaño y a que es de carne y hueso—, pues ha leído espeluznantes y terroríficos pasajes donde se narra la índole cruel, masoquista, exhibicionista, sádica, deshumanizada, depravada y psicótica de ese militar que además pasó por el seminario.

          

Ilustración de Gustave Doré para “Pulgarcito”,
cuento de Charles Perrault

          
Por ejemplo, esa mastodóntica bestia, que se cree es la verdadera Bestia (el horrorosísimo y descomunal ogro que derrotó y mató Pulgarcita), es el custodio y criado, en una subterránea mazmorra con forma de octógono y ocho celdas, de un grupo de frágiles niñas secuestradas al parecer por él, no obstante su horrorosísima y espantosa apariencia. Esas niñas, raptadas en los caseríos y barrios pobres de más allá de la Cerca, ya saben “que no se trata de ningún animal”, pero “poco saben de él: que viste siempre de negro; que es un gigante que mide más de dos metros; que su cara está quemada y su piel rosácea refulge encarnada a la luz de los candiles que cuelgan de las paredes; que todas las tardes se desnuda y se golpea a sí mismo con un látigo hasta que cae rendido sobre el charco de su propia sangre. Después saca a una de las niñas de su celda y la obliga a curarle las heridas. Ya no temen una violación o que les pegue, como les pasaba al principio: se han acostumbrado al ritual.”

           

Acuarela de Pierre Louÿs
(detalle)

             No obstante, “Pasan el día a solas, consumiendo las horas entre pesadillas intermitentes, llantos, juegos infantiles y brotes de desesperación que han hecho que más de una intente abrir los barrotes hasta hacerse heridas en las manos. La Bestia las visita todas las tardes, les acerca comida y agua, se lleva sus orinales llenos y les da otros no siempre limpios. Después, mientras ellas comen, se desnuda y saca su látigo, lo coloca con precisión ante sus rodillas. Nunca lo coge antes de darse placer a sí mismo. Las niñas observan en silencio cómo se golpea con rabia el miembro hasta la eyaculación. Ninguna había visto antes a un hombre hacer eso. Acto seguido, reza en latín como si las estuviera insultando y coge el látigo. Se castiga y, extenuado, cae al suelo. Sólo entonces elige a una de ellas para que le lave las heridas. El mismo ritual, cada tarde.”

            En este sentido, “Todas saben de qué es capaz la Bestia”, pues la pequeña “Cristina intentó escapar cuando la Bestia parecía haberse adormilado después de lavarle las cicatrices. El hombre —la Bestia— la alcanzó en los peldaños de piedra que dan salida a la mazmorra. Con fuerza, asida del pelo, puso la boca abierta de Cristina en el filo de uno de los escalones. No hubo discursos ni advertencias para las demás. Sólo una patada seca en la cabeza y el crujido de la mandíbula de la niña al romperse contra la piedra. Su sangre se derramó en un fino riachuelo hasta encontrarse con la que la Bestia había dejado en su flagelo. Se vistió y desapareció, arrastrando tras de sí el cuerpo de Cristina escaleras arriba. A la mañana siguiente, su celda estaba de nuevo ocupada. La niña, temblorosa como todas cuando llegaron allí, dijo que se llamaba Berta.”



III de IX

Algo que también resulta inverosímil es la entrañable amistad que cultivan Diego Ruiz y Donoso Gual. Diego, “El Gato Irreverente”, es un joven reportero (noble, optimista y con ideales republicanos) que subsiste en una modesta habitación alquilada en la calle de los Fúcares, cerca de la casa donde se imprimió el Quijote, cuyos magros ingresos, con los que se endeuda y apenas logra pagar la renta, salen de las crónicas que escribe para El Eco del Comercio, un tabloide de ocho páginas con sólo tres meses de existencia, que imprime y dirige en su casa don Augusto Morentín, su culto dueño. Además de que aspira a convertirse en el mejor periodista de Madrid, Diego sueña con sobresalir en la dramaturgia. El tuerto Donoso Gual, por su parte, es un degradado guarda real; es decir, un gendarme de a pie que lleva un luido uniforme y un parche de pirata, pero no sus armas de cargo; degradación impuesta tras perder un ojo en un duelo contra el amante de su otrora mujer. Ahora sólo tiene por tarea vigilar e impedir que las misérrimas turbas populares crucen la Cerca y entren a Madrid. Proclive al trago y a la verborrea escéptica, misántropa y misógina, Donoso es un patán de baja estofa; un cobarde por los cuatro costados y un inculto que no duda en escurrir el bulto, hacerse de la vista gorda o robar a los cadáveres. Sin embargo, el par de discrepantes amiguetes frecuentan tabernas, puteros y algún espectáculo ilusionista en el Teatro de la Fantasmagoría, donde Diego ve por primera vez a la duquesa Ana Castelar posando de frívola y con fama de libertina, pese a que es la distinguida y adinerada esposa del duque de Altollano, un influyente y estratégico isabelino y cristino, pues es ministro de la Corte de María Cristina, la reina regente, confinada, con su séquito, en el palacio de La Granja de San Idelfonso, en tierra segoviana.

           

Palacio Real de La Granja de San Idelfonso

            El cuarto cadáver de una niña desmembrada apareció el 23 de junio de 1834 cerca de las casuchas del “Cerrillo del Rastro, no lejos del Matadero de Madrid”. Pese a que Diego ya había escrito sobre los crímenes de la Bestia (reportando leyendas y mitos sobre su supuesta naturaleza híbrida), esa cuarta víctima fue el primer cadáver que él vio con sus propios ojos. Tal es la impresión y la intriga que inicia una pesquisa detectivesca encaminada a una crónica que planea publicar en El Eco del Comercio. De modo que va al sitio donde en una rústica carreta fueron trasladados, dando tumbos, los restos de la niña: el Hospital General, desbordado de enfermos de cólera; allí habla con el doctor Albán, un joven que no es precisamente un médico forense, pero que sin embargo le muestra una “laceración de la muñeca”, indicio de que la “niña estuvo atada”. Y lo más extraño y misterioso: “una pieza de oro”, con “forma de aspa, un aspa formada por dos herramientas: dos martillos, o más bien dos mazas”, “clavada dentro de la boca de la niña”, precisamente en “lo que se suele llamar ‘campanilla’”.

 

“Un hombre y una mujer salvajes custodian un escudo
de armas en un vitral flamenco pintado hacia 1450.

Imagen y pie de Roger Bartra visibles en su libro:
El salvaje en el espejo (UNAM/Era, 1992)

            Si bien ese artículo don Augusto Morentín se lo publica en El Eco del Comercio, pues notifica que la Bestia no es un ser mitológico sino un criminal (“¡Los crímenes de la Bestia! ¡Los crímenes de la Bestia! Un asesino ha matado cuatro niñas en Madrid... ¡Los crímenes de la Bestia!”, vocean los chiquillos “de café en café, de plaza en plaza”), Diego pretende ir más allá: quiere saber si los otros tres cadáveres de niñas desmembradas también tenían una insignia clavada en el interior de la garganta. Por ende, le pide a Donoso que, en su calidad de policía, investigue entre sus colegas. Pero Donoso, vil fanfarrón y lenguaraz, se niega, dando por hecho que si algún poli halla una insignia de oro dentro del cogote de un cadáver, se la quedaría y no diría nada a nadie. Cosa que él mismo hace cuando, en posteriores circunstancias, va en compañía de la niña Lucía a cotejar la identidad del cadáver de la chiquilla descuartizada hallado en las inmediaciones de la Plaza de Toros, pues podrían ser los restos de su hermana Clara, desaparecida, precisamente, el día que ella mató al gigantón Marcial Garrigues, y que éste acuchilló a María y degolló a Pedro, vecinos de las huérfanas niñas en una abandonada fábrica de cerillas. Esos restos desmembrados no son los de su hermana Clara; pero Lucía reconoce los rasgos de la niña Juana, de 11 años e hija de Delfina, prostituta en el burdel de Josefa La Leona. Donoso, sin un pelo de detective, hosco y renuente a investigar nada que no le convenga o no sea de su interés, se niega a hurgar en la garganta de la que fuera la cabeza de la niña Juana; así que Lucía lo hace y extrae una insignia de oro con forma de aspa, que Donoso, ni tardo ni perezoso, mete en su bolsillo.

     

Otto Dix:
La gran ciudad (1927-1928)
Tabla 3 del tríptico

           Grisi, una actriz alcohólica y adicta al opio, leyó el susodicho artículo que “El Gato Irreverente” publicó en El Eco del Comercio. De modo que ella lo localiza en su cuchitril y le narra un caso semejante sucedido, hace un año, en París, precisamente con una hija que tenía: Leonor, de 12 años, que primero desapareció y alrededor de un mes después se hallaron sus restos desmembrados y una semana más tarde apareció, cerca del Sena, su cabeza decapitada. “En la boca tenía clavada una pieza de oro”: “Dos martillos cruzados”.

      Cuando Diego busca a Grisi en el Teatro de la Cruz para más información, se entera que está desaparecida. Una colega actriz le dice que la vio discutir con un hombre, “bien vestido, con una levita”, cuyo empuñadura del bastón “parecía blanca, quizá de marfil, y tenía la forma de una mano”, quien a jalones y a la fuerza “la obligó a subir a un carruaje”. Posteriormente, en una subasta de la Junta de Beneficencia organizada en el palacete de la marquesa de Pimentel (cuyo número de encopetados contertulios rompe las restricciones del confinamiento), Diego, ataviado de petimetre, ve que don Ascencio de las Heras, que ha sido diplomático en Londres, posee un bastón idéntico al descrito por la citada actriz. Diego, puesto que se dispone a recuperar el anillo de oro robado por Lucía y que la señora Villafranca pretende subastar para entregarle el dinero al par de hijas de la difunta Cándida, le pide a Donoso, que está allí con su parche de tuerto y su luido uniforme de guarda real, que siga al diplomático, porque supone lo llevará a Grisi. Donoso lo sigue y averigua dónde vive el diplomático y que en el “barrio de los chisperos”, en “la popular casa de Tócame Roque”, esconde a Grisi en un misérrimo cuartucho del tercer piso, quien presa del pánico y de los síntomas de su drogadicción, entrecortadamente le revela al tuerto que la han amenazado, allá en París, tipos “muy poderosos”: “los carbonarios”.

   Con ese señalamiento, Diego Ruiz pregunta a la señora Villafranca por “los carbonarios”, que ella supone una inofensiva sociedad secreta, como muchas sociedades secretas que proliferan en los cafés, y le menciona algunos ejemplos: “El prior de San Francisco el Grande” (recién asesinado en la matanza de frailes y curas ocurrido el 17 de julio, a cuyo cadáver le cortaron un dedo para robarle un anillo de oro con dos mazas cruzadas, idéntico al anillo que Lucía robó al padre Ignacio García), “El marqués de Pimentel” y “Ascencio de las Heras”, quien en la susodicha subasta llegó a ofrecerle a Villafranca una considerable suma por el anillo de oro hurtado por Lucía al citado sacerdote, una reputada eminencia en teología y en botánica medieval. Pero Diego también consulta con el enciclopédico don Augusto Morentín, quien le resume el origen histórico y los supuestos ideales y objetivos antiabsolutistas de “los carbonarios”. Y le confirma que un anillo de oro con dos mazas cruzadas podría ser la seña de pertenencia a una secretísima sociedad secreta de esa índole. En este sentido, con el anillo robado por la niña Lucía, que a ésta le devolvió la señora Villafranca, se dispone a seguir a Ascencio de las Heras y colarse a una reunión secreta de “los carbonarios”. Cosa que logra hacer, con paciencia y sin apoyo del tuerto (porque éste se lo negó), siguiéndolo desde la sombra y luego mostrando el anillo en el portón de un solitario palacio que parece abandonado.

   

El martirio de San Andrés (1675-1682),
óleo de Bartolomé Esteban Murillo

              Antes de acceder a la penumbra del gran salón donde se celebra una extraña, morosa y silenciosa ceremonia, Diego elige al azar una de las tres negras túnicas con un enorme capuchón que le señala el ujier entre doce ganchos; tan grande (como de monje loco) que los cabizbajos “carbonarios” no se pueden ver el rostro entre sí. Diego observa, en la espaciosa sala, una enorme cruz con forma de equis; o sea: “una cruz de San Andrés de más de dos metros. En el centro de la cruz, grabado sobre la madera, dos mazas forman un aspa; el mismo símbolo que muestran dos estandartes que cuelgan de sendas lámparas. En los laterales del salón se abren pequeñas capillas en las que se adivina la presencia de nueve personas ataviadas con la misma túnica que lleva él, los rostros escondidos en los capuchones.” Pero sólo “Una de las túnicas tiene un bordado de oro en el pecho: la dos mazas cruzadas”; y por ende Diego infiere que es “el distintivo del Gran Maestre, que está sentado en la capilla a la derecha de la cruz”. El meollo empieza a cobrar un pesadillesco y delirante sentido cuando tres encapuchados salen y luego regresan “con una niña desnuda y con las piernas manchadas de sangre”. La pequeña es atada en la cruz y le colocan una copa de plata debajo de las piernas abiertas. De modo que sólo se oye un goteo: la sangre menstrual de la niña “que cae desde la entrepierna hasta la copa de plata en un chorro intermitente y penoso. Una gota y después nada. Dos goterones. Un hilillo. La niña tiene los ojos entornados, parece narcotizada. Durante casi una hora, mientras la copa se llena, nadie dice una palabra. Por fin, una voz gutural quiebra el silencio”: “Alabado sea Dios por ofrecernos a esta hija. Alabado seas, hija del Padre, por entregarnos tu pureza [...] Nos entregas la primera sangre, pura, para la sanación de los hombres, y al hacerlo, tu cuerpo ya será impuro para siempre.” Diego ve, entonces, que el Gran Maestre saca de una caja una insignia de oro con las dos mazas y se la prende a la niña dentro de su boca, la cual “deja escapar una arcada débil cuando le saca la mano”. Y luego oye la orden del demencial e inminente sacrificio: “Que el alma sea liberada del cuerpo corrupto.” La niña es atada a un potro de tortura ubicado detrás de la cruz. Y a punto de ser descuartizada, Diego se levanta y grita: “¡Parad! ¡¿Estáis locos’?!” Lo cual basta para que con un ligero gesto el Gran Maestre ordene su detención. Diego forcejea y grita: “¡Soltadme! Es sólo una niña. ¡¿Es que no lo veis?!” Súbito e imprudente impulso que culmina con lo previsible: el Gran Maestre, Ascencio de las Heras, “saca un cuchillo” y se “Lo hunde en su estómago y lo retuerce dentro de las tripas” con el furor y la saña de Jack El Destripador. Luego, “se arrodilla a su lado y, con gran delicadeza, coge la mano muerta de Diego y le quita el anillo”.

Jack el Destripador

IV de IX

En la matanza de frailes y curas del 17 de julio que tuvo por clímax la entrada de la vociferante, furiosa y destructora turbamulta a la basílica de San Francisco el Grande, descuella la destreza de un tal fray Braulio para defender y atacar. 

         

La degollación de frailes en San Francisco el Grande
(Obra de Ramón Pulido)

           
En el desplazamiento de la violenta turba callejera anticarlista agrediendo, saqueando e incendiando los templos y conventos católicos, fueron arrastrados Lucía y el ladronzuelo Eloy, quien, señalado de ser un mozalbete de los que envenenan las aguas de los pozos, muere acuchillado por un barbudo agitador a la altura de la Puerta del Sol. Y en medio de la confusión y de la violencia, Lucía ve que un cura de faja morada y ojos azules, a punto de ser linchado, lleva puesto un anillo igual al que ella robó al padre García en el piso de la Carrera de San Jerónimo. Y como ella busca por dónde ir para dar con su hermana Clara, supone que si habla con ese monje de faja morada obtendrá algún indicio sobre el gigante muerto y el anillo que éste buscaba en la casa del padre Ignacio. Así que sigue al grupo que pretende linchar al sacerdote de faja morada, pero éste escapa con agilidad lanzando algún patadón; y con otros frailes y curas se oculta en el interior de la basílica bajo la valiente y diestra protección y embestida de fray Braulio, pese a que está herido por una cuchillada que le dio el barbudo que enseguida mató.

           

Horrible matanza contra los jesuitas en la iglesia de San Isidro
(Litografía de Carlos Múgica)

           En medio de la violenta trifulca y del caos, Lucía, allí en la basílica, conoce al reportero Diego Ruiz, quien le tiende la mano y la lleva a su cuchitril para protegerla, aún sin oír su historia y por ende sin saber que la busca la policía por el asesinato de la Bestia; o sea: del militar Marcial Garrigues, cuyo cadáver él vio ese mismo día, en el escenario del crimen, acompañado del tuerto Donoso Gual y de cuyo bolsillo extrajo un frasco con una sustancia roja (sangre humana, al parecer), idéntico al frasco que halló al husmear en el piso, repleto de libros, que ocupara el fallecido teólogo y botánico medieval Ignacio García, y que también se guardó y luego entregó al doctor Albán para que analizara su contenido. Pero mientras Diego, ese anochecer, vive en la azotea un romántico y clandestino amorío con Ana Castelar, quien llega de improviso a su cuartucho, Lucía, que se había quedado dormida, se marcha de allí, no sin robar un marco de plata que sostenía un retrato de la madre de Diego.

          

Basílica de San Francisco el Grande

          
Luego de deambular solitaria durante la noche, Lucía va a la basílica de San Francisco el Grande en busca de fray Braulio. Y en su intento de hablar con el cura de la faja morada, Lucía le inventa al fraile una historia sobre un parentesco entre su madre y el monje de la faja morada y su anillo idéntico al anillo que supuestamente tenía su madre. El religioso la escucha y le invita del plato de gachas que come con una jarra de vino y le dice que vuelva mañana, que investigará, pues ese monje de faja morada era el prior de la basílica, a cuyo cadáver le cortaron un dedo para robarle el anillo.

           

Pareja de amantes desigual (1925)
Obra de Otto Dix

         De nuevo en la calle, Lucía ve el retrato a lápiz, que el tullido a ella le hizo en el prostíbulo de La Leona, impreso en la portada de El Observador. El chiquillo que vocea el periódico le cambalachea un ejemplar por el marco de plata que le robó al periodista. Pero, dado su analfabetismo, regresa al cuchitril de Diego para que le lea todo lo se dice de ella y del asesinato cometido en el burdel. Diego lo hace y vuelve a escuchar su historia, pero con más atención; y por ende confirma que ese Marcial Garrigues era la Bestia, o sea: el asesino de cuatro niñas descuartizadas; cuya cuarta víctima fue hallada en el Cerrillo del Rastro, y cuyas averiguaciones le revelaron que se llamaba Berta, que era cantaora con un grupo de gitanos, y que Genaro, su padre, enfermo del cólera, fue confinado en el Hospital General, a donde pudo entrar, escudriñar y dar con él, porque Ana Castelar, que apareció allí y es una influyente miembro de la Junta de Beneficencia, lo hizo pasar camuflado de médico. Y como pretende indagar más sobre esos cuatro crímenes y el misterio del anillo de oro y al unísono ayudar a la niña Lucía a encontrar a su hermana Clara, le pide que no salga del cuarto, puesto que la busca la policía por el asesinato del militar. No obstante, pese a esa recomendación de no salir del cuartucho, en un momento, Lucía se tuza la larga, frondosa y llamativa melena roja, cubre su pelona cabeza y sale a la calle.

 

V de IX

Vale resumir que fray Braulio es en realidad Tomás Aguirre, un destacado y hábil guerrillero carlista, cuya misión en Madrid es investigar la muerte del teólogo y botánico medieval Ignacio García, quien era un informante carlista infiltrado en la sociedad secreta de los supuestos “carbonarios”. Y por lo que se lee en la obra: la posesión de un anillo de oro con dos mazas cruzadas, el padre Ignacio, pese a su sabiduría y a su postura carlista y a su inofensiva apariencia de que no mata una mosca ni muerde un plátano, llegó a ser uno de los doce integrantes que conforman la sanguinaria cresta de esa sociedad secreta precedida por el Gran Maestre. En este sentido, ante los cruentos hechos y desconcertantes y contradictorios sucesos que implica la guerra carlista, Tomás Aguirre tiene dudas de su fe y de su misión. Y, pese a él, acaba involucrándose de lleno —con perspicacia detectivesca, arrojo, violencia y riesgos—, en los propósitos de la niña Lucía, empeñada, con mucho valor e intuición detectivesca, en hallar y rescatar a toda costa a su hermana Clara, pues “la Bestia es en realidad una hidra, un monstruo de varias cabezas”. En este sentido, debido a las preguntas que el falso fraile se hace y a las violentas y amenazantes indagaciones que emprende, ambos rastrean y localizan (dándole cobijo a una viejecilla) el redingote marrón que Lucía robó en el piso del padre García, porque también lo buscaba Marcial Garrigues, y descubren, oculta en el dobladillo, una lista manuscrita con las siglas de los nombres y los apodos del cenáculo de “carbonarios”.

          

La hidra

            
En su indagatoria, fray Braulio se introduce en la casona del diplomático Ascencio de las Heras; quien también era un carlista infiltrado en “los carbonarios” y por ende hojea sus papeles y libros de índole carlista. Ascencio no puede hablar y está muriendo, al parecer de cólera, que contrajo súbitamente, según le dice su maniatada ama de llaves y amante; y le señala un frasco del que no dejaba de beber y que contiene “un líquido espeso y marrón”, cuyo olor fray Braulio olfatea y reconoce: “Un olor fuerte, terroso, el olor del campo de batalla regado de cadáveres. Olor a Sangre.” Y “Se guarda el frasco.” De allí, con los militares que casi le pisan los talones —pues irrumpen con violencia en la casa para ejecutar a Ascencio y de paso al ama de llaves—, el fraile escapa, a pesar de que cojea, porque se estropeó el tobillo en otra fuga, llevándose, además, el intrigante y andrajoso vestido de niña con que Ascencio regresó el día anterior.

            Luego, en el cuartucho donde vivía Diego, el fraile le revela a Lucía que en realidad no es un monje sino un carlista llamado Tomás Aguirre, por ende se quita la sotana y se pone un blusón que era del reportero recién asesinado. Pero lo que atrae la atención y desconcierta a Lucía no es el parloteo del fraile sobre su disfraz y el carlismo, sino el andrajoso vestido de niña que trajo, pues su madre Cándida se lo regaló a ella cuando tenía diez años y lo llevaba su hermana Clara cuando despareció. A esto se añade que Lucía, que observa en la mesa el “pequeño frasco lleno de lo que parece sangre coagulada” que trajo el fraile, le indica a éste que es “Sangre de menstruación”. Así que Lucía toma el frasco y furiosa se lanza a la calle rumbo al Hospital General, seguida por el guerrillero que le pide explicaciones, pues en la mañana de ese día ella estuvo allí con el doctor Albán, quien con sus rudimentarios experimentos le confirmó que el contenido del par de frascos que le entregó Diego a él es “sangre menstrual”. Pero además, el doctor Albán le dijo, aleccionándola y divagando, que “Antes se creía que la sangre de individuos sanos podría servir para curar a personas enfermas”. Y que “En 1492, el papa Inocencio VIII se estaba muriendo y, para tratar de salvarlo, su médico le hizo beber la sangre de tres niños de diez años.” “¿Se salvó?”, le pregunta Lucía.

           

El papa Inocencio VIII

           “—No, se murieron tanto él como los niños. Eran supercherías medievales, la gente se creía cualquier cosa.

            “—Los cuentos no pasan nunca de moda, doctor. La gente los necesita.

            “—No te falta razón: cuando empezaba a estudiar recuerdo que leí el trabajo del doctor Baltasar de Viguera. Recopilaba algunos usos que se daba al menstruo a lo largo del tiempo. Con esa sangre los curanderos preparaban ungüentos, y daban remedio a tal número de dolencias que más parecía obra de la santísima Virgen María: si te frotabas con la sangre, se iban las verrugas, te curaba la gota y hasta la epilepsia. Ignorancia y supersticiones, no hay pero pareja. Aunque no te lo creas, se decía que, si una mujer menstruante salía desnuda a terreno abierto, se regulaba la atmósfera; no había tempestades ni tormentas. El cielo quedaba de un azul prístino, los pájaros cantaban y la brisa esparcía el olor de las amapolas. Por desgracia, y por mucho que la ciencia avance, quedarán cabezas huecas que creen que la Tierra es plana y que la sangre menstrual te alivia las calenturas.”

            Así que Lucía, sentada en el suelo del laboratorio, colige como buena detective: “La primera sangre”, “Las matan cuando tienen la primera sangre. Eso es lo que están esperando, por eso todas las niñas tienen los mismos años...”

            En este sentido, cuando Lucía conduce al guerrillero rumbo al Hospital General, “Le habla de la visita que hizo al doctor Albán esa misma mañana y de los experimentos que este practicó.” Y cómo ella “ha llegado a la conclusión de que la Bestia —o los carbonarios, le da igual— secuestra a las niñas que todavía no han tenido el menstruo. Las mantienen encarceladas hasta que llega ese día.”

             El hecho de que el diplomático bebía del frasco que lleva Lucía para que el doctor Albán examine su contenido, enfatiza que ilustres carlistas encubiertos, con bagaje intelectual y religioso (incluso con buena posición ante la Corte de la reina regente), creían que ese filtro de primera sangre de menstruo, obtenido mediante un diabólico y deshumanizado rito criminal con visos pseudorreligiosos (mencionan a Dios y rezan en latín), era un remedio que te volvía inmune al cólera o te aliviaba de la enfermedad. (Incluso el juez Julio Gamoneda, de ideología carlista y amante de Josefa La Leona, intenta que se cure del cólera con ese filtro de sangre de menstruo, pues es uno de los Doce Maestros de esa sociedad secreta.) Curiosamente, Teodomiro Garcés, el boticario carlista que le da información al guerrillero Tomás Aguirre —que le corta los grilletes con un hacha y le trata y venda una herida que trae en un costado, y que alude los sucios métodos de la Inquisición que defiende la causa del carlismo—, no se alarma de que ese filtro de sangre se obtenga matando niñas. Así que con sus palabras, una especie de intrínseca declaración de principios, convalida al padre Ignacio García y al diplomático Ascencio de las Heras: “Como farmacéutico no lo apruebo. Como hombre... ¿Quién no haría todo lo que estuviera en su mano para sobrevivir al cólera? Aunque fuera matar una niña.”

            Pero lo que Lucía quiere que el doctor Albán le revele es si esa sangre del frasco es sangre de niña. Y aunque no lo expresa, y muy en el fondo para nada lo desea, quiere saber si esa sangre es de su hermana Clara. No obstante, lo único que revela la prueba del doctor Albán es que es sangre de menstruo. Pero a partir de la petición del guerrillero Tomás Aguirre, el doctor Albán, con un rudimentario método llamado “ensayo Marsh”, determina, mezclando unos pelos arrancados al cadáver del diplomático “con sulfuro de hidrógeno y ácido clorhídrico”, que “Don Ascencio de las Heras ha sido envenenado con arsénico”.

            Esto coloca en las antípodas al guerrillero y a la niña detective. Pues Tomás Aguirre estalla: “¡Están envenenando carlistas! ¡Eso es lo que hacen los carbonarios con la sangre! No sé qué les dirán. A lo mejor, como a Ascencio de las Heras, que si la beben serán inmunes al cólera. Y, por lo que voy hilando, supongo que al padre Ignacio también. Me da igual qué supercherías usen. El fin último es matar a buenos hombres que estaban luchando por la causa.”

            A lo que Lucía, furiosa, replica: “¡¿A quién le importan los carlistas!? Berta, Juana, mi hermana... ¡Es a ellas a las que están matando! Si esos dos estaban allí y los han envenenado, espero que ardan en el infierno.”

            El guerrillero Tomás Aguirre se larga a cumplir con su deber de “buen soldado”. Y Lucía se queda allí, sola en el desierto, “Varada en la puerta del hospital”.

 

VI de IX

Sin bosquejar todos los detalles y vericuetos del carozo de la mazorca y del desenlace de la obra, vale decir que en el epicentro de esa sociedad secreta de supuestos “carbonarios” descuella el cerebro manipulador y multiasesino del Gran Maestre, quien, resulta, no es el diplomático Ascencio de las Heras, sino Ana Castelar, la venenosa y pestilente hez de la canalla (maldita, hipócrita, maquiavélica, sádica y cruel por donde se le vea). Nada menos que la jefa de su marido el duque de Altollano y de los Doce Maestros elegidos por su retorcido dedo flamígero de mazacuata prieta; pues ella, con un aprendizaje en París en los intestinos de un secreto círculo carbonario, es la creadora de “La promesa del filtro de sangre”, la supuesta “cura del cólera”. Así que “Cuando lo consideró oportuno, replicó [en Madrid] el círculo de los Doce Maestros bajo la promesa de que a quien alcanzara ese honor le sería revelado el mayor secreto de los carbonarios. El remedio contra todos los males. Era como una de esas bellas flores carnívoras, que desprenden sus encantos para atrapar a sus víctimas.” Pero al término de los sanguinarios y crueles rituales para obtener la primera sangre de las niñas enseguida descuartizadas, “sin que nadie lo advirtiera, deslizaba unas gotas de arsénico en el frasco”. Secreta e infalible arma anticarlista de la que sólo está enterado su marido el duque de Altollano, poderoso ministro de la Corte de la reina regente, y con la que envenenó, entre otros encubiertos carlistas, al diplomático Ascencio de las Heras y al teólogo y botánico medieval Ignacio García.

   

Potro de tortura

          Pero ese novelístico meollo tiene un punto neurálgico de contradicción e inverosimilitud; es decir, el decurso de la obra desvela que la duquesa Ana Castelar se acercó, siguió, sedujo y espió al ingenuo y romántico Diego Ruiz para neutralizarlo en su pesquisa periodística. Pero él hubiera reconocido su femenina y seductora voz cuando el Gran Maestre ordena que lo detengan y cuando antes de clavarle el cuchillo le dice a quemarropa: “No vas a ninguna parte.” Que “Es la misma voz que pedía el sacrificio” de la niña Juana desnuda y atada en el potro de tortura, cuya negra túnica es la única que luce el emblema de las dos mazas de oro cruzadas. Y más aún porque la voz narrativa relata: “Ascencio de las Heras se arrodilla a su lado, y con delicadeza, coge la mano muerta de Diego y le quita el anillo.” Pero luego, en la parte postrera de la novela, en busca de la vuelta de tuerca y del afán sorpresa (con que los lectores quedan estrábicos, boquiabiertos y con el cuello torcido), resulta que el Gran Maestre no es el diplomático, si no Ana Castelar, la creadora y dirigente de esa secretísima y sangrienta sociedad secreta; cuya apestosa presencia, oculta bajo la túnica y la capucha, sí reconoce el juez Julio Gamoneda: “siempre se había presentado con el rostro cubierto, pero me bastó oír su voz para reconocerla. Ella elige a quién entra en el círculo y quién no. Está a cargo de los doce maestros, de las niñas...”, le confiesa en un violento interrogatorio al guerrillero Tomás Aguirre, unos segundos antes de que irrumpan los soldados enviados por el duque de Altollano y lo ejecuten sin preámbulos, no sin que el guerrillero logre quitarle el guardado anillo de oro con las dos mazas cruzadas; mismo que luego le sirve para colarse en la negra ceremonia pseudorreligiosa con que los supuestos “carbonarios” pretenden culminar el sacrificio de la niña Clara; donde también reconoció la voz de Ana Castelar oculta en su capucha y túnica de Gran Maestre.

   Casi sobra decir que como esa contradicción e inverosimilitud hay otras menudencias. Por ejemplo, cuando Lucía, después de asesinar al gigantón Marcial Garrigues, toma conciencia del sentido de su advertencia preliminar: “Tú tienes algo que me interesa y yo tengo algo que te interesa a ti.” Lucía sale de la recámara del burdel corriendo sin zapatos; o sea: a pata pelada y con una ligera bata que muestra su desnudez, y llega hasta la fábrica de cerillas abandonada en busca de su hermana Clara. No la encuentra allí; pero sí ve lo queda de sus dos vecinos, los padres del pequeño Luis: María está acuchillada “en un charco de sangre”; mientras Pedro, el esposo de ésta, “Apoyado contra el muro del patio”, ¡aún está vivo!, pese a que la sangre “mana a borbotones de un tajo abierto en su garganta”: “El corte del cuello es una boca abierta que vomita sangre”. Sólo faltó —como ingrediente de realismo mágico echado al caldero por una de las seis manos de Carmen Mola—, que hablara desde el más allá (o desde el más acá) y le dijera, con una voz de ultratumba parecida a la voz del señor Valdemar, qué pasó con Clara; pero no puede. Y antes de que fallezca, Lucía intenta, con las manos, taponar el tajo.

          

Carmen Mola con La Bestia
(Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero)

           
Si bien, y asombrosamente, la niña Lucía —indiscutible heroína de las mil y una peripecias que conlleva la caja de sorpresas (o de Pandora)—, logra salvar y rescatar a su hermana Clara, quien estuvo a punto de ser descuartizada en el potro de tortura de los supuestos “carbonarios” en medio de un voraz y aterrador incendio accidentalmente provocado por la antorcha que llevaba al entrar el guerrillero Tomás Aguirre, resulta bastante inverosímil —más increíble que el increíble modo en que ella se introduce al palacio abandonado a través de un hoyo; es decir, para sortear la Cerca y llegar al supuestamente abandonado palacio de Miralba, haciéndose de un farol, se mete a un oscuro pozo y baja por unos escalones de hierro y cruza el nauseabundo albañal repleto de cascadas, conductos y aguas negras que primero le dan a la cintura y luego casi hasta el cuello cuando ya ha perdido el farol; cuyos posteriores escalones metálicos la llevan a una tapa de madera que da a la carbonera que colinda con el subterráneo octógono abovedado en la piedra donde están encerradas y gritando seis niñas horrorizadas por el tóxico humo del incendio—, sino sobre todo la peligrosísima y peliaguda manera en que por ese mismo oscuro, laberíntico, resbaloso, hediondo y pantanoso conducto carga y saca a su desfallecida hermana, rescatada, increíblemente, del voraz incendio y del potro de tortura. Fétido y deletéreo laberinto de conductos, cascadas y aguas negras por donde también escapan las seis niñas sobrevivientes, cuyos cerrojos de las celdas abrió el tuerto Donoso Gual, quien además de guiar a las seis niñas y sacarlas de allí, inesperadamente agarra la mano de Lucía en el preciso instante en que está a punto de que su exhausto cuerpo caiga y regrese a las profundidades del oscuro y fétido pozo, luego de colocar afuera, con su último esfuerzo, el aún inconsciente cuerpo de su hermana.

 

VII de IX

Vale señalar que la presencia del tuerto Donoso Gual se explica porque el guerrillero Tomás Aguirre, haciendo a un lado su objetivo carlista, investigando y guerreando para ayudar a Lucía y a su hermana Clara, fue por él para que lo acompañara y reforzara en su incursión en el palacio abandonado. El guerrillero Tomás Aguirre mostró el anillo que era del juez Gamoneda; pero tuvo que colarse amenazando con un hacha al viejo ujier y luego se vio impelido a matarlo tras defenderse de una súbita cuchillada que el anciano le lanzó y por ello soltó la antorcha que provocó el fuego que se diseminó en el interior del vetusto palacio de Miralba. En su violenta embestida y vociferante exigencia, ya al pie del potro de tortura donde aún estaba el inconsciente y atado cuerpo desnudo de Clara a punto de ser descuartizado, el duque de Altollano le hundió una daga que lo mató, pero el guerrillero tuvo tiempo de clavarle el hacha en el cráneo (cayó abrazado por su asesino). Afuera del palacio, oculto en la floresta del otro lado de la Cerca, el tuerto vio el humo y el avance del incendio y la huida de varios encapuchados. Y por eso, pese a su cobardía y a ignorar lo que ocurría en el interior del vetusto edificio, se metió por el pozo de aguas fecales que lo llevó hasta los gritos de las niñas encerradas en la mazmorra y a la carbonera donde llegaba el humo del incendio y donde había un camastro, un crucifijo, un látigo, ropas, y las llaves con que liberó a las seis niñas, sacadas por él a través de la laberíntica y apestosa cloaca.


VIII de IX

Vale decir que Ana Castelar, huyendo en su carruaje conducido a todo galope por el cochero, creía haber salvado el pellejo y pensaba en volver a organizar, en otro palacete abandonado, el cónclave de los Doce Maestros bajo sus negras órdenes y sanguinarios caprichos. Pero en el trayecto empieza a ser minada por los inequívocos síntomas de envenenamiento por arsénico.  Y como no trae consigo el frasco con la primera sangre de la niña Clara al que ella agregó una dosis de arsénico —filtro con el que se disponía a eliminar al médico (uno de los Doce Maestros) que, por disposición de ella, mantenía viva pero drogada con opio a Grisi, secuestrada en el piso del tuerto por un grupo de soldados y recluida en el Hospital del Saladero, habilitado ex profeso para los enfermos de cólera—, con la rápida progresión de los síntomas, recapitula en su memoria y deduce que en la violenta pelea que tuvo con la niña Lucía en el salón de los espejos donde se celebraban los rituales, la chiquilla le dio un rozón en el labio con un cristal roto que le produjo una herida de la que manó sangre, y que ella supuso un trozo de uno de los espejos que estallaron con las llamas; pero ahora deduce que era un trozo del frasco que contenía la sangre menstrual mezclada con arsénico, que en algún momento de la agitación y de la riña debió caérsele y quebrarse. 

             

Detalle de La cabeza de Medusa (1599-1600),
óleo de Caravaggio

             Cuando el cochero arriba a su domicilio, Ana Castelar ya está muerta. Ya no pudo volver a disfrutar de su esplendente y ostentoso palacio de Hortaleza, donde hay un magnífico jardín con aves en cautiverio, entre ellas un fantástico colibrí rojo como un cardenal o como una garza roja, que asombraría a muchos expertos ornitólogos.
 

Colibrí garganta de rubí

IX de IX

El primero de septiembre de 1834 el periódico El Eco del Comercio le hizo justicia a la memoria del joven reportero Diego Ruiz, pues sus ocho páginas fueron destinadas a la crónica inconclusa que dejó al morir asesinado, “firmada por El Gato Irreverente” y completada por don Augusto Morentín con los datos obtenidos a través del tuerto Donoso Gual, quien fue el que le entregó al director el manuscrito inconcluso. “Allí se habla de la Bestia, de los carbonarios, del círculo de los Doce Maestros que portaban la insignia de las dos mazas cruzadas, de las niñas rescatas, del asesinato de carlistas, del palacio de Miralba y, sobre todo, de los duques de Altollano y de las seis niñas asesinadas es este ritual medieval.”

            Como reconocimiento a su “heroica” participación en el caso, el tuerto Donoso Gual, que había renunciado a la Guardia Real, fue readmitido y además lo pusieron a cargo de un área de investigación, que imita a Scotland Yard y que se funda con él, y que le da el privilegio de ir de paisano y no de uniforme; cosa que al tontorrón y gilipollas “no le gusta nada. No le parece propio de un policía llevar un traje como los funcionarios que trabajan en los ministerios, pero son las normas y las va a cumplir.” (Habrá que ver hasta dónde, dada su proverbial cobardía e inclinación a guardase lo que no es suyo y a hacerse de la vista gorda, como cuando le ordenaron localizar y detener a la Roja que mató al militar Marcial Garrigues y no lo hizo.)

        

Otto Dix:
La gran ciudad (1927-1928)
Tabla 1 del tríptico

         Las chiquillas Lucía y Clara fueron adoptadas por doña Inmaculada de Villafranca. Se ve que la pequeña Clara se la pasa bomba con el apapacho de Villafranca y su gusto por estrenar vestidos de relumbrón. Lucía, por su parte, rechazó el ofrecimiento de la meretriz Delfina de reintegrarse al burdel que Josefa La Leona regentaba en la calle del Clavel, reducto frecuentado por adúlteros de alto pedorraje, sacerdotes encumbrados y religiosos con parné que pujan en la subasta de una niña virgen, más aún si es pelirroja de arriba y abajo. Planea aprender a leer y escribir y aspira a “convertirse en periodista, igual que Diego Ruiz”; si puede, “será la primera que ejerza la profesión en España”. La mala espina, que no le ha confesado a nadie, es que presenta ciertos síntomas del cólera. Quizá se salve, quizá no.

 

Carmen Mola, La Bestia. Madrid, 1834. Premio Planeta 2021. Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta Mexicana. México, noviembre de 2021. 542 pp.

 

 

jueves, 10 de febrero de 2022

Los crímenes de Alicia

La memoria de Carroll

(o los pelotudos de la mesa redonda)

 

I de VII

Con su novela Crímenes imperceptibles, el narrador y matemático argentino Guillermo Martínez (Bahía Blanca, julio 29 de 1962) obtuvo en su país el Premio Planeta Argentina 2003, cuya edición príncipe se publicó ese año en Buenos Aires. Y el 4 de marzo de 2004 apareció en España con el rótulo Los crímenes de Oxford, publicada por Ediciones Destino. Título más pegajoso y sonoro y a todas luces mucho mejor, el cual sirvió de base para The Oxford Murders (2008), filme en inglés dirigido por el cineasta español Álex de la Iglesia, quien elaboró el guion a cuatro manos con Jorge Guerricaechavarría. Y de nuevo en España obtuvo el Premio Nadal de Novela 2019 con Los crímenes de Alicia, publicada en abril de ese mismo año por Editorial Planeta Mexicana en la Colección Áncora y Delfín de Ediciones Destino; en cuya cuarta de forros se lee una breve y falaz reseña (¡desde luego intrigante! y salpimentada con una alabanza de ligas mayores y estelares) que el matemático Arthur Seldom, proclive a la falacia y al sofisma, quizá pudo pergeñar y publicitar en el Oxford Times:

           

Guillermo Martínez y
Los crímenes de Alicia

         “Oxford, 1994. La Hermandad Lewis Carroll decide publicar los diarios privados del autor de Alicia en el país de las maravillas. Kristen Hill, una joven becaria, viaja para reunir los cuadernos originales y descubre la clave de una página que fue misteriosamente arrancada. Pero Kristen no logra llegar con su descubrimiento a la reunión de la Hermandad. Una serie de crímenes se desencadena con el propósito aparente de impedir, una y otra vez, que el secreto de esa página salga a la luz.

            “¿Quién quiere matar al mensajero? ¿Cuál es el verdadero patrón que se esconde tras esta sucesión de crímenes? ¿Quién y por qué está utilizando el libro de Alicia para matar?

            “Para desentrañar lo que ocurre, el célebre profesor de Lógica Arthur Seldom, también miembro de la Hermandad Lewis Carroll, y un joven estudiante de Matemáticas unen fuerzas para llegar al fondo de la intriga, y serán peligrosamente arrastrados por unos crímenes impredecibles, en una investigación que combina la intriga con lo libresco.

            “Con una prosa tersa y precisa, Guillermo Martínez, autor de Los crímenes de Oxford, ha escrito una novela fascinante que en la tradición de Borges y Umberto Eco lleva el relato policial al terreno literario.”

Umberto Eco

II de VII

Los crímenes de Alicia es continuación de Los crímenes de Oxford. Es decir, la voz narrativa es la misma voz del joven matemático argentino becado en el Instituto de Matemática de Oxford. (No obstante, ni por equivocación o descuido, dado su asumido pacto de silencio, menciona a la asesina Beth y a la abuela asesinada, ni la actividad teatral, escenográfica y manipuladora de Arthur Seldom para encubrir ese asesinato. Pero sí evoca el falaz teorema, y lógico autoelogio, con que Seldom justificó y maquilló sus oscuros actos: “El crimen perfecto no es el que queda sin resolver, sino el que se resuelve con un culpable equivocado.”) En la primera novela los hechos se desarrollan en el verano del 93 y el narrador tiene 22 años; y en la segunda tiene ya 23 e inicia en el verano del 94. En la primera ocurre un asesinato; el primero (y el único) de una supuesta serie de crímenes cometidos por un supuesto asesino serial que supuestamente, desde la sombra y el enigma, reta y confronta al profesor Arthur Seldom, supuesto “paradigma de la inteligencia” y de las matemáticas. Y en la segunda ocurre un intento de asesinato, seguido por dos asesinatos que parecen cometidos por “alguien”, que desde la sombra y el camuflaje, parece querer impedir que la Hermandad Lewis Carroll dé cauce a la exhumación y difusión de un controvertido y oculto capítulo de la vida íntima del reverendo Charles Dodgson (Lewis Carroll), y, al unísono, denunciar una elitista y clandestina red de voyeristas pedófilos. Pero en ambas novelas juega un papel protagónico el consabido dúo dinámico: el becario argentino del Instituto de Matemática y su mentor Arthur Seldom, pues desarrollan juntos (y separados) varias especulaciones y pesquisas detectivescas; más aún en la segunda. De tal modo que configuran aún más una variante (diría el profesor Borges ante un multitudinario auditorio de la UBA) de los arquetipos inaugurados en 1841 por Edgar Allan Poe con The Murders of the Rue Morgue; es decir, el brillante y marisabidillo raciocinador es, sobre todo, el lógico y matemático Arthur Seldom; y su acompañante, epígono y admirador de sus virtudes intelectuales y cognoscitivas, es quien reporta, transcribe su voz (y las otras voces) y relata al desocupado lector.

           

Borges en el catafalco de Edgar Allan Poe
(Baltimore, 1983)

           En este sentido, descuella el hecho de que en la primera novela el joven becario narre que el matemático y lógico Arthur Seldom es autor de un
best seller sobre “las series lógicas”; y en la segunda de una Estética de los razonamientos, pues en el culmen de la trama los presuntos demiurgos de la mesa redonda, es decir, los “miembros plenos” de la selecta Hermandad Lewis Carroll (entre ellos Arthur Seldom), confabulados en el Sanctum Sanctorum del Christ Church College, exponen de viva voz, y en secreto, sus inferencias y razonamientos en torno a los hechos delictivos y subrepticios que los han orillado a reunirse, de nuevo, casi al final de la obra. Y entre sus voces (incluida la raciocinadora voz del inspector Peterson y la raciocinadora voz de Kristen Hill a través de una carta post mortem) el más chipocludo y luciente raciocinador, analista y detective es, desde luego, Arthur Seldom.

 

III de VII

La novela Los crímenes de Alicia comprende veintinueve capítulos, un “Epílogo” y una nota de “Aclaraciones y agradecimientos”. Pese a su matiz realista y al recurrente palimpsesto sobre ciertos pormenores de la biografía y leyenda de Lewis Carroll y su obra fotográfica y literaria (incluidos sus legendarios y censurados diarios) es, sobre todo, una obra de ficción, extremadamente amena, que conforma un ingenioso puzle repleto de anécdotas, detalles, subtemas, digresiones, matices, vueltas de tuerca, y giros sorpresivos e inesperados. 

     

Colección Áncora y Delfín, Ediciones Destino
México, abril de 2019

        En la vida real pudiera ser que el Príncipe de Gales, el heredero del trono del Reino Unido, galán de la
jet set y rutilante estrella de la chismografía rosa, fuera el presidente honorario de la Hermandad Lewis Carroll. Pero resultaría muy ingenuo, desenfocado e hilarante suponer que su nominación simbólica sólo fue conseguida por Sir Richard Ranelagh, el presidente de la Hermandad —según le dice el verborreico Seldom al inspector Petersen—, “para que pudiéramos impresionar a nuestros corresponsales en el exterior e intercambiar materiales con universidades y círculos carrollianos alrededor del mundo”; de tal modo que, fuera de una vieja fotografía inaugural donde se ve al entonces joven Príncipe con el pleno de la Hermandad y de que nunca ha asistido a sus reuniones, sólo usan y pronuncian “su nombre” —en el mismo tenor inverosímil— cuando deben “recurrir al escudito para pedir alguna publicación universitaria extranjera”
.

           

Lewis Carroll
(1832-1898)

          Pero lo que resulta no menos inverosímil (o quizá más aún) es la hiperrelevancia que los “miembros plenos” de la Hermandad (un conjunto de vejestorios que llevan décadas escrudiñando y analizando vertientes, escondrijos, secretos y minucias de la vida y obra de Lewis Carroll) le dan a la edición, presuntamente autorizada y definitiva, de los sobrevivientes y expurgados diarios del reverendo Charles Dodgson: nueve (de trece) cuadernos archivados y catalogados en la Casa Museo de Guildford. Y más todavía al papel sustraído de allí por la veinteañera Kristen Hill del “ítem que dice Páginas cortadas del diario”; pues aún sin haberlo visto ni leído suponen que resquebrajará y hará trizas (y quizá polvo) el sentido, la arquitectura o el rumbo de toda la bibliografía biográfica existente sobre Lewis Carroll. 

       

Última página del manuscrito de Lewis Carroll:
Aventuras subterráneas de Alicia (1864)

          Lo cual el desocupado lector confirma cuando la frase medular de ese papel es desvelado casi al final de la novela; pero, no obstante su brevedad y banalidad (relativa al motivo de la pelea entre la madre de Alice Liddell y el diácono Charles Dodgson), le sirvió a Kristen Hill para escribir a vuela pluma o a veloz maquinazo, no una adenda o una peculiar nota al pie de página de la biografía más voluminosa y “total” de Lewis Carroll (que en la novela es la escrita por Thornton Reeves, “miembro pleno” de la Hermandad, del que ella era asistente y además compiladora de datos y folios para todos los “miembros plenos”), sino un libro de probable (o no) edición póstuma: Ina in Wonderland. 

 

Edith, Lorina y Alice Liddell
(Oxford, verano de 1858)
Foto: Lewis Carroll

        Ina, vale apuntarlo, era la mayor de las tres hermanas Liddell: Lorina, Alice y Edith (de 13, 10 y 8 años de edad), a quienes el diácono Charles Dodgson, profesor de lógica y de matemáticas en el Christ Church College de Oxford, les contó de manera oral e improvisada, “el 4 de julio de 1862”, remando una barca en las aguas del río Támesis (o Isis), con su amigo el reverendo Robinson Duckworth y rumbo a una excursión a Godstow, las simientes de las Aventuras subterráneas de Alicia; las cuales, luego de la versión manuscrita con portada y dibujos suyos y con un postrero retrato (en ovalito) tomado por él a la niña homónima y preferida —misma que en 1864 le enviara a su casa como regalo de Navidad—, se convertiría, en 1865, en el inmortal libro infantil traducido a todos los idiomas del globo terráqueo y desde entonces sucesivamente reeditado y vivito y coleando en los sueños, las fantasías y los recuerdos no sólo de todas las chiquillas y chiquillos del mundanal orbe: Alicia en el país de las maravillas, con las célebres ilustraciones de John Tenniel; tan únicas y distintivas que cada “miembro pleno” de la Hermandad tiene su correspondiente tarjeta donde se ve al Conejo Blanco observando su reloj de leontina.

 

El Conejo Blanco
Ilustración: John Tenniel

IV de VII

Los miembros de la Hermandad Lewis Carroll no pretenden superar las ediciones anotadas de las dos Alicias urdidas por Martin Gardner (“Las dos Alicias no son libros para niños: son libros en los que nos convertimos en niños”, reza el teorema de Virginia Woolf); sino que cada uno, como si fuera un superlativo e inigualable hermeneuta, va a revisar y a anotar, con sesudas, exhaustivas y eruditas disquisiciones, los nueve cuadernos íntimos de Charles Dodgson (será “una authoritative edition”, declara con petulancia sir Richard Ranelagh), cuyos originales obran en la Casa Museo Lewis Carroll de Guildford; y en conjunto (un monstruoso cancerbero de nueve cabezas —el número de los círculos del Infierno—), quizá, en el oscuro trasfondo de su inconsciente colectivo y mancomunado, busquen configurar a mano (por aquella llevada y traída premisa de que toda lectura reescribe el texto) una especie de Pierre Menard, autor de los diarios de Lewis Carroll; y quizá, ineludiblemente y en su chochez, terminen pareciéndose a la mejor lectora de Cien años de soledad habida y por haber, según le contó Gabo a su amigo del alma Plinio Apuleyo Mendoza: 

     

Gabriel García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza
(París, 1981)
Foto: Fina Torres

           “Una amiga soviética encontró una señora, muy mayor, copiando todo el libro a mano, cosa que por cierto hizo hasta el final. Mi amiga le preguntó por qué lo hacía y la señora le contestó: ‘Porque quiero saber quién es en realidad el que está loco: si el autor o yo, y creo que la única manera de saberlo es volviendo a escribir el libro’.”

            Fisgona y caprichosa tarea de subalterno diosecillo bajuno (como retorcerle el cogote a Cronos con un lúdico pero insustancial crucigrama) que evoca el vaciadero de basuras que alude Funes el memorioso sobre las menudencias de su descomunal memoria indeleble: el recordar un día (y revivirlo minuciosamente en la memoria) le lleva exactamente un día (un funesday). Pero el non plus ultra de la quintaescencia de un escritor es la obra y no el consubstancial vaciadero de basuras que conlleva e implica el día a día de un ser humano de carne y hueso. Ese vaciadero, desde luego, puede interesar a los biógrafos, a los curiosos, fisgones y cotillas de las debilidades, de las patologías, de las fobias, de los fracasos, de las dudas, de las confesiones, de los secretos más íntimos, contradictorios, innombrables y polémicos. Pero, vale reiterarlo, lo trascendente y relevante en un escritor suele ser la obra, y no sus memorias, su autobiografía, sus entrevistas, sus cartas o sus diarios personales. No obstante, mucho depende, también, de la calidad angular, analítica y filosófica de su pensamiento y de su prosa poética (o no), y de lo que exponga y revele sobre sus creaciones artísticas y estéticas (o antiestéticas).  

Borges en Grecia

        La pretensión de ser la voz autorizada y definitiva de la memoria de Carroll trasvasada en sus diarios íntimos evoca el sentido de los consabidos versos de Borges que cantan: “Si (como el griego afirma en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la cosa,/ en las letras de rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo.” Lo que equivale a dar por supuesto que todo Carroll está en la palabra Carroll; tal y como ocurre con esa especie de inasible, evanescente e indeleble sustancia mágica y cognitiva que es la memoria de Shakespeare (una especie de aleph circunscrito a los días y a las noches del poeta y dramaturgo), codiciable, sobre todo, entre los especialistas y biógrafos entregados a escudriñar la vida y obra del autor de El mercader de Venecia. Según se revela en el homónimo cuento de Borges, esa especie de sustancia mágica y cognitiva se otorga y transmite sólo con decir: “¿Quieres la memoria de Shakespeare?” O algo amplificado, rimbombante y respetuoso: “Le ofrezco la memoria de Shakespeare desde los días más pueriles y antiguos hasta los del principio de abril de 1616.” Y el humanoide, el homúnculo o el especialista que la recibe únicamente debe asentirlo y pronunciar: “Acepto la memoria de Shakespeare.”

(Emecé, 2004)

                 Antes de recibirla en torno a un congreso shakespeariano, el alemán Hermann Soergel ya había redactado una “Cronología de Shakespeare” con cierta reputación en varios idiomas, incluido el español. Y Daniel Thorpe, el que le otorgó la memoria, escribió con ella “una biografía novelada que mereció el desdén de la crítica y algún éxito comercial en los Estados Unidos y en las colonias.” Y ya encarrerado el gato y en posesión de la memoria de Shakespeare, antes de que terminara por anular la memoria de su identidad individual, Hermann Soergel pensó en una biografía (nunca realizada) que se sumó a su trunca traslación al alemán de Macbeth. Pero al inició, previo a la posesión de esa especie de infinitesimal aleph, refiere un aprehensivo e ilusorio anhelo que al parecer adecuarían y suscribirían los “miembros plenos” de la Hermandad (el codicioso cancerbero de nueve cabezas), poniendo Carroll donde se lee Shakespeare:

Borges y el aleph

         “Shakespeare sería mío, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio. De algún modo yo sería Shakespeare. No escribiría las tragedias ni los intrincados sonetos, pero recordaría el instante en que me fueron reveladas las brujas, que también son las parcas, y aquel otro en que me fueron dadas las vastas líneas: [...]”.  

    Sin embargo, inextricable a la creciente, angustiosa y fóbica pérdida y anulación de su memoria personal (“Todas las cosas quieren perseverar en su ser, ha escrito Spinoza. La piedra quiere ser una piedra, el tigre un tigre, yo quería volver a ser Hermann Soergel.”), éste resume el vaciadero de basuras que implica y conlleva la posesión de la memoria de Shakespeare:

    “La memoria de Shakespeare no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con ese material deleznable.

Borges saludando a monseñor

        “Ingenuamente, yo había premeditado, como Thorpe, una biografía [...] ese libro sería inútil. El azar o el destino dieron a Shakespeare las triviales cosas terribles que todo hombre conoce [‘Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare’... y no]; él supo transmutarlas en fábulas, en personajes mucho más vívidos que el hombre gris que los soñó, en versos que no dejarán caer las generaciones, en música verbal. ¿A qué destejer esa red, a qué minar la torre, a qué reducir a las módicas proporciones de una biografía documental o de una novela realista el sonido y la furia de Macbeth?”

 

Shakespeare

V de VII

Curiosamente, entre los “miembros plenos” de la conspirativa mesa redonda de la Hermandad Lewis Carroll, no hay o no descuellan los filólogos ni los lingüistas. Arthur Seldom es lógico y matemático y al parecer también lo es Raymond Martin, el compilador de los acertijos lógicos de Charles Dodgson; y quizá también lo es Thornton Reeves, el citado biógrafo y ex condiscípulo del otrora joven Arthur Seldom, pues su joven auxiliar, Kristen Hill, no es egresada de letras inglesas, sino de matemáticas, graduada a los 19 años y ex alumna del profesor Seldom, pero con su tesis inconclusa. El doctor Albert Raggio es siquiatra y Laura, su esposa, es sicóloga y autora de “un libro muy sorprendente sobre la lógica del sueño y los simbolismos de cada animal en la historia de Alicia”. Henry Haas, un peculiar enano con “aspecto de un Peter Pan envejecido y tímido”, es el compilador de “la correspondencia de Carroll con todas sus amigas niñas”, el organizador del “archivo de todas las fotos que les sacaba a esas niñas”, y antólogo y comentarista de una iconografía de esas imágenes elegidas por su diminuto dedo flamígero. 

       

Alice Liddell como La mendiga
(Oxford, verano de 1858)
Foto: Lewis Carro
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         Pero además, cultiva en secreto una sospechosa y artística inclinación con la que emula a Lewis Carroll: con alguna juguetería (y quizá utilería) se provee de un trato amistoso con niñas menores de doce años y las retrata, pero no con la cámara y el proceso del colodión, sino a lápiz; por ende, escondida en su casa, preserva una rica galería de esos espléndidos dibujos de fina y meticulosa calidad. 

         

Xie Kitchin
(Christ Church Studio, Oxford, julio 1 de 1876)
Foto: Lewis Carroll

         Josephine Grey —anciana notoriamente decrépita (necesita auxilio y apoyo para caminar con lentitud, pero fue una intrépida corredora de autos en su juventud y ahora tiene un antiguo y abollado Bently que maneja su chofer y criado pakistaní o hindú)—, también es biógrafa del autor de Alicia, sin que se diga si es literata o matemática. No obstante, el más controvertido de esa variopinta fauna no es el supuestamente reprimido retratista de niñas con visos de pedófilo dizque encadenado por la opaca o translúcida moralina o ética de sí mismo, sino el viejo Sir Richard Ranelagh, el presidente de la Hermandad, pues amén de que es un escritor “muy reconocido de novelas de espionaje”, “Fue viceministro de Defensa del Reino Unido durante muchos años” (el verdadero poder tras bambalinas, colige el becario argentino). Quizá con estudios matemáticos; y quizá también con instrucción militar (y con diplomados en interrogatorios y técnicas de tortura), policíaca y leguleya, pues ante el fallido y dramático intento de matar a Kristen Hill atropellándola (en el Radcliffe se recupera con increíble celeridad del coma y de la trepanación en el cráneo, pero pierde el movimiento de las piernas y la capacidad de engendrar hijos), seguido del envenenamiento del editor de los libros de la Hermandad, de la desaparición del periodista Anderson, y de las manipuladas y retocadas fotos de niñas desnudas (y no) que “alguien”, al parecer, les remite desde la sombra y el anonimato a cada uno de los “miembros plenos” (incluido el Príncipe), se revela como una especie de arcaica y apestosa larva durmiente, espía encubierto y activo agente del M15; o sea: del servicio secreto y de la inteligencia del poder monárquico del Reino Unido, ante el cual, su eminencia Arthur Seldom, resulta ser su ineludible oreja y utilitario informante y hablantín de cabecera.  

 

VI de VII

Es tal la intrínseca codicia y el arribismo de los boludos de la mesa redonda de la Hermandad Lewis Carroll, que con la publicación de la edición anotada y supuestamente definitiva de los nueve diarios íntimos de Charles Dodgson cavilan forrarse (de por vida) al mejor postor y al unísono traicionar y defenestrar a Leonard Hinch, “el editor de Vanished Tale y de todos los libros de la Hermandad” desde el inicio. Es decir, según le revela Arthur Seldom al becario argentino (rayando en lo inverosímil): “tuvimos una oferta difícil de rechazar de una de las editoriales más grandes de Estados Unidos. Basta decir que por el mismo trabajo que estábamos dispuestos a hacer ad honoren cada uno en nuestro tiempo libre, ahora nos ofrecen una pequeña fortuna y además, quizá más importante, un porcentaje de los royalties futuros, algo así como una renta vitalicia.” Es decir, al unísono de las especulaciones en torno al papel sustraído por Kristen Hill, los “miembros plenos” debaten si deben venderse a la editorial gringa o proseguir con su editor histórico, quien además de publicarles sus libros (entre ellos uno de Arthur Seldom: A través de los silogismos y lo que Carroll encontró allí), ha cedido “parte de los derechos para gastos de la Hermandad”. Pero en el chismorreo del ínterin, como parte de la conspiración, los “miembros plenos” han puesto en entredicho la moral y la conducta de Leonard Hinch, pues tiene fama de acosador sexual de jovencitas. No obstante, el editor, que no es “miembro pleno”, no se queda de brazos cruzados: ronda las reuniones secretas de los pelotudos de la mesa redonda en el Sanctum Sanctorum del Church Christ College; y para no verse descarrilado del negocio, hipoteca su casa e iguala la suma ofrecida por la editorial norteamericana. Mientras los boludos discuten en secreto la defenestración o no de Leonard Hinch, éste, disgustado y ansioso (y devorando bombones), dialoga con el becario argentino en un pasillo aleñado al Sanctum Sanctorum donde se observa “la colección completa” de los ilustres títulos publicados por su editorial y le resume una cáustica radiografía de lo que piensa sobre “los máximos expertos en Carroll” y sobre esos libros publicados por él:

           

Xie Kitchin y sus hermanos en San Jorge y el Dragón
(Christ Church Studio, Oxford, junio 24 de 1875)
Foto: Lewis Carroll

           “Cada uno que terminaba su librito sobre Carroll venía corriendo a mí. Me pedían, me insistían, me adulaban. Fíjese la cantidad de títulos y titulitos. Avergonzarían a cualquier otro editor: libros sobre las obras de teatro infantiles de Carroll, sobre su tartamudeo, sobre sus callos; sobre sus sermones, sobre sus cuentas de lavandería y sobre cada hojita de Oxford que pisó. Y después, por supuesto, el segundo aluvión: libros sobre los libros sobre Carroll, el catálogo de los catálogos. A todos les dije que sí. Y cuando por fin hay un libro, uno, que me permitiría recobrar algo de todo lo que perdí con ellos, así me lo agradecen: ¡al pasillo, como lacayo! ¿Sabe que tuve que hipotecar mi casa, lo único que logré comprar en toda una vida dedicada a esos malditos libros? Y todo para emparejar una oferta demencial. Es injusto: una editorial internacional tiene toda la eternidad para recuperar la inversión; a mí, en cambio, no me quedan tantos años por delante... Pero en fin —suspiró—, supongo que hay cosas mucho peores. Basta pensar en esa pobre chica [Kristen Hill]. Usted fue con Arthur al hospital [Radcliffe], ¿no es cierto? ¿Pudo verla después? Uno tiente a suponer que la gente joven se conoce toda entre sí.”

           

Beatrice Hatch
(Christ Church Studio, Oxford, marzo 24 de 1874)
Foto: Lewis Carroll

            Sin embargo, pese a su incertidumbre y malestar viperino, sir Richard Ranelagh, el presidente de la Hermandad, le comunica la resolución estipulada por el pleno de los pelotudos de la mesa redonda: “Querido Leonard: me alegra decirte que la votación fue unánime. Cada uno de nosotros recordó su libro en tu colección y todo lo que te debemos.”

            No obstante, todo indica que Leonard Hinch pretende cobrarse la revancha con la bilis y las tripas de cada uno de los pelotudos, pues a través de la TV nacional y del periodista “del canal cultural universitario” que le sigue los pasos (y las ocultas y controvertidas huellas), esa noche anuncia los burlescos entretelones de su plan editorial, mismo que reporta el becario argentino desde su covacha del college:

            “Recordé de pronto que saldría en el noticiero la nota sobre la edición de los diarios y pasé los canales hasta dar con la emisora de la universidad. La nota ya estaba empezada. El periodista —que se llamaba Anderson finalmente— sostenía el grueso micrófono delante de Leonard Hinch y detrás se veían, avejentados y ruinosos, los miembros de la Hermandad. Seldom parecía casi un refuerzo juvenil entre ellos. Hinch hablaba sobre cómo se dividirían el trabajo y explicó que se irían publicando los volúmenes a razón de uno por año, con una investigación exhaustiva de todos los nombres de la época que aparecían mencionados por Carroll. El periodista preguntó, algo perplejo, cuántos años llevaría entonces todo el proyecto. Nueve volúmenes: nueve años, dijo Hinch con orgullo, y la cámara volvió a pasear, de izquierda a derecha, casi con ironía, por los rostros huesudos y descarnados, como si el hombre tras la cámara se estuviera preguntando, igual que yo, cuántos de ellos vivirían para verlo.”


Alice Liddell en 1870
Foto: Lewis Carroll


 

VII de VII

En la urdimbre de Los crímenes de Alicia, a través de las pesquisas, de los vaivenes de las pistas falsas, de las evidencias, de las deducciones, de los engaños, de los equívocos, y del coro de los argumentos y razonamientos, se desvela, casi hasta el final de la obra, el trasfondo que explica el intento de matar a Kristen Hill atropellándola (y su posterior suicidio), el envenenamiento del editor Leonard Hinch y la decapitación del periodista Anderson. (Salpimentado el embrollo con el supuesto sentimiento de culpa, quizá falso, del sofista Arthur Seldom, debido a la verborreica superstición personal de que donde mete las narices, la cuchara, la cola o la pata, ocurren cosas dramáticas y monstruosas.) Asimismo, por qué esos tres crímenes (ejecutados por distintas manos) parecen referir, y casi escenificar, anecdóticos detalles indelebles que se narran por siempre jamás en el libro de Alicia. (Lo cual da pie a que el becario argentino, ansioso por verse, otra vez, en el laberinto de la intriga y el misterio de otra supuesta serie de crímenes, le pregunte a su mentor: “¿Quiere decir que quizá sea esta la serie? ¿Muertes basadas en escenas del libro de Alicia? ¿Crímenes arrancados del País de las Maravillas?”). Y por qué, con las fotos de niñas desnudas (y no) enviadas a los pelotudos de la mesa redonda (incluido el Príncipe), parece que ese “alguien” es un cruzado, o un puritano (quizá psicótico) que ataca y protesta contra la presunta pedofilia del fotógrafo de niñas Lewis Carroll; y luego, también, contra el tráfico de pornografía infantil que produce y comercia, desde la clandestinidad y con una elitista clientela, nada menos que el editor histórico de los libros publicados por la Hermandad.    

           

Xie Kitchin dormida en el sofá (1873)
Foto: Lewis Carroll

        Pero además, en esa misma urdimbre se observa que la sustracción del papel de la Casa Museo de Guildford saca a la palestra, y pone en evidencia, la encarnizada rivalidad y las egocéntricas ambiciones de los investigadores que hurgan lo más íntimo, escabroso y morboso de los secretos de la vida privada de Lewis Carroll; es decir, Kristen Hill descubrió el papel y lo ocultó, para sí, porque al unísono de que sabía que el crédito y los intereses del copyright se los podía arrebatar y agandallar el biógrafo Thornton Reeves, ella entrevió la posibilidad de pasar a la historia primero con un artículo y luego con el libro que escribió con rapidez antes de suicidarse. Y Thornton Reeves confiesa en secreto, ante los pelotudos de la mesa redonda, que él también leyó el papel en el ítem Páginas cortadas del diario; pero ante la eminente publicación de su biografía “total” (que ya estaba en prensa), optó por omitirla. Lo cual transluce que, pese a su presunta experiencia y trayectoria, actuó como un simple mercachifle y tontorrón del octavo día. Pues nada le hubiera costado exponer en separata lo que hubiera que argumentar, enmendar y debatir, incluso contra sí mismo.

           

Ilustración de Lewis Carroll incluida en su manuscrito:
Aventuras subterráneas de Alicia (1864)

         Pero lo más dramático y pestilente de todo ese marasmo de condiciones y debilidades humanas es lo que manipula, ningunea, oculta y superpone sir Richard Ranelagh en su papel de operador del M15 al servicio de la presunta integridad moral del Príncipe y del poder monárquico del Reino Unido (después de todo fue como si lo hubiera ordenado la propia Reina de Corazones). El inspector Peterson, honroso (y torpón) sabueso rastreador de Scotland Yard, había descubierto que el periodista Anderson (trunco alumno de matemáticas y ex alumno de Seldom) chantajeaba por una periódica cantidad al enano Henry Haas, el secreto dibujante de niñas menores de doce años. Y Anderson, indagando el envenenamiento de Leonard Hinch, se enteró de que agentes de la policía habían hallado en la editorial una serie de fotos de niñas desnudas (con apariencia decimonónica) y una encriptada lista de clientes de alta posición social (¡el intocable alto pedorraje de los polimorfos perversos del Reino Unido!) Y estaba por publicar un reportaje sobre ello en el Oxford Times. Pero, debido a la poderosa y estratégica intervención de sir Richard Ranelagh, nunca llegó a hacerlo y su cabeza apareció decapitada en la zona del río donde otrora paseaba en barca el cuentacuentos Lewis Carroll con las tres hermanas Liddell; ámbito donde hace tiempo, un día antes de cumplir los doce años, se suicidó la hija de los Raggio, fanática lectora del libro de Alicia y onírica sabedora de las minucias de la vida y leyenda de Lewis Carroll en relación a su amistad con niñas menores de doce años; y donde el enano Henry Haas, con su inofensivo aspecto de viejecito Peter Pan que no mata una mosca ni muerde un plátano, suele deambular y fisgonear con algún juguetito para seducir alguna niñita incauta y dibujarla a placer.

           

Puente del Magdalen College de Oxford
(verano de 1861)
Foto: Lewis Carroll

          Para no involucrar ni salpicar la quesque impoluta reputación del Príncipe, nada se publicará del envío de fotos de niñas desnudas a los pelotudos de la mesa redonda, ni del consumo de pornografía infantil entre la clase pudiente del Reino Unido. No habrá más investigación policial (el inspector Peterson dice que presentará su renuncia), pero dizque se romperá la red pedófila. Sin embargo, no se revelará la identidad de los clientes (encriptada en un código inventado por Lewis Carroll); y al parecer, dado el elocuente caso omiso, tampoco se indagará ni revelará la identidad de quienes producían las imágenes para venderlas en ese exclusivo mercado negro. Ni tampoco se divulgará la verdad sobre la decapitación del periodista Anderson (le metieron en la garganta las trizas de la foto de una niña desnuda) y dónde quedó su cuerpo desaparecido; lo harán figurar como una víctima de “una célula de espionaje serbia” a la que dizque estaba investigando para un reportaje en el Oxford Times. Tampoco se dirá nada sobre el envenenamiento de Leonard Haas (era diabético y engullía bombones); ni nada sobre el intríngulis del suicidio de Kristen Hill (y quizá su libro nunca se publique, dada la influencia y el obtuso y retorcido envanecimiento del biógrafo Thornton Reeves). Para comprar su silencio y complicidad de simples y oscuros diosecillos bajunos (bajo el maquillaje de presunta “seguridad nacional” y “máximo secreto”), sir Richard Ranelagh (emisario de la monarquía y del M15) les anuncia, en la mesa redonda del Sanctum Sanctorum del Church Christ College, que los miembros de la Hermandad Lewis Carroll serán “nombrados caballeros reales como él” y las viejecitas Josephine Grey y Laura Raggio “se convertirán en Dames”.

           

Ilustración: John Tenniel

         Ante tales hechos y determinaciones irrefutables (¡Dios salve a la Reina!), resulta matemáticamente lógico que el viejo Arthur Seldom le diga a su pupilo argentino que votó en contra por ser escocés (¿será verdad?) y que su vida corre peligro, que debe irse de inmediato de Inglaterra y que él mismo puede comprarle el boleto de avión y hablar con Emily Bronson, su supervisora académica en el Instituto de Matemática. Pero el joven becario, antes de hacer las maletas e irse al día siguiente en un vuelo nocturno, hace un breve viaje en tren a Guildford, donde a las afueras del pueblo la madre de Kristen Hill cultiva su huerto contiguo a su solitaria casa, quien le transmite otros pormenores de los últimos pensamientos y actos de su única hija. Y por ello le entrega, para su sorpresa, un sobre blanco donde se lee la letra G y que contiene el papel hurtado de la Casa Museo, que Kristen le dejó de regalo junto con una breve carta de despedida. Pero el boludo tiene sus algoritmos éticos; así que antes de regresar en tren a Oxford, va a pie a la Casa Museo Lewis Carroll, no muy lejos de la cima donde se hallan los restos del castillo de Guildford, con el propósito de restituirlo en el sitio que le corresponde en el ítem Páginas cortadas del diario. De modo que lo cambia por el papel que, debido a las maquinaciones y órdenes trasbambalinas y subterráneas del decrépito pero poderoso sir Richard Ranelagh, el jipioso matemático Leyton Howard, ex alumno de Arthur Seldom y perito calígrafo de “la sección científica del Departamento de Policía”, había falsificado ex profeso (y verificado la supuesta autenticidad con el software corrido y manipulado por el becario argentino para verificar, en una mastodóntica computadora del sótano del Instituto de Matemática, la autenticidad del papel sustraído por Kristen Hill).

 

 

Guillermo Martínez, Los crímenes de Alicia. Premio Nadal de Novela 2019Colección Áncora y Delfín, Ediciones Destino (Editorial Planeta Mexicana). México, abril de 2019. 334 pp.    

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"Borges y yo", poema en prosa de Borges recitado por él mismo.

Les Luthiers: "Teorema de Thales" ilustrado.