Todo estaba tal y como lo dejé
En 2010 La Fábrica Editorial, con sede en Madrid, publicó el título Viejas historias de Castilla la Vieja (22.05 x 21.06 cm), que reúne y alterna un conjunto de relatos de Miguel Delibes (Valladolid, octubre 17 de 1920-Valladolid, marzo 12 de 2010) y un ensayo fotográfico (en blanco y negro) de Ramón Masats (Barcelona, 1931). Pese a que carece del útil índice, se trata de un libro hecho con cierto mimo: cintillo, sobrecubierta, pastas duras con tela y los rótulos repujados y buenos papeles, ubicado en una colección que reedita y tributa los legendarios libros editados en los años 60 del siglo XX por Esther y Oscar Tusquets en la serie Palabra e Imagen de Editorial Lumen, entonces una pequeña empresa. Es decir, la primera edición de Viejas historias de Castilla la Vieja data de 1964 y tal fecha no resulta gratuita en el contexto temporal de los memoriosos relatos urdidos por Miguel Delibes.
Foto de Ramón Masats que ilustra la portada del libro de Miguel Delibes Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, Madrid, 2010) |
Un tal Isidoro, un hombre común y corriente, es la voz cantante de los diecisiete relatos breves que conforman las Viejas historias de Castilla la Vieja y tal personaje es una especie de alter ego de Miguel Delibes; una voz, un vocabulario, una manera de narrar y trazar los diálogos, los refranes, las consejas; una sabiduría del terruño y una memoria que evoca y traza una serie de cuadros de ancestrales tradiciones, atavismos, supersticiones y costumbres circunscritas a la geografía, cosmovisión, flora y fauna de un puñado de pequeños pueblos campesinos ubicados en el entorno de las provincias de Valladolid y Ávila, de hecho, hay un relato que se titula “Las murallas de Ávila”, que si bien no se sucede en tal lugar, sí alude el histórico casco medieval de Ávila, “declarado Patrimonio de la Humanidad en 1985”.
Miguel Delibes |
El desglose de los diecisiete relatos trazan un círculo concéntrico, un íntimo eterno retorno, cuyo meollo es el protagonista, su memoria y su inextricable idiosincrasia; es decir, el íncipit del primero: “El pueblo en la cara”, reza a la letra: “Cuando yo salí del pueblo, hace la friolera de cuarenta y ocho años, me topé con el Aniano, el Cosario, bajo el chopo de Elicio, frente al palomar de la tía Zenona, ya en el camino del Pozal de la Culebra.” Y en el último de los diecisiete: “El regreso”, Isidoro, que retorna al pueblo después de haberse ido hace 48 años, como si nada hubiera cambiado y todo siguiera igual, no sólo se encuentra casi en la entrada al mismo Aniano, el Cosario, y cruzan un breve diálogo que parafrasea el breve diálogo que entablaron hace 48 años, sino que luego de entrever y de algún modo constatar con la mirada y a vuelo de pájaro que “lo esencial permanecía” y que “Todo estaba tal y como lo dejé, con el polvillo de la última trilla agarrado aún a los muros de adobe de las casas y a las bardas de los corrales”, en el interior de la vivienda familiar, las Mellizas, sus hermanas, que eran chiquillas cuando se fue, duermen en el mismo camastro y las besa de un modo semejante a como las besó al despedirse, en particular a Clara, que, como otrora, duerme con un ojo abierto:
Miguel Delibes |
“Y ya, en casa, las Mellizas dormían juntas en la vieja cama de hierro, y ambas tenían ya el cabello blanco, pero la Clara, que sólo dormía con un ojo, seguía mirándome con el otro, inexpresivo, patéticamente azul. Y al besarlas en la frente se le despertó a la Clara el otro ojo y se cubrió instintivamente el escote con el embozo y me dijo: ‘¿Quién es usted?’. Y yo le sonreí y le dije: ‘¿Es que no me conoces? El Isidoro’. Ella me midió de arriba abajo y, al final, me dijo: ‘Estás más viejo’. Y yo le dije: ‘Tú estás más crecida’. Y como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, los dos rompimos a reír.”
Foto de Ramón Masats incluida en Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010) |
Esa línea cronológica que preludia el íncipit de la primera narración, se data en “Los nublados de Virgen a Virgen”, el décimo relato, pues Isidoro dice allí rememorando dos históricos sucesos que enmarcaron su partida: “El año de la Gran Guerra, cuando yo partí, se contaron en mi pueblo, de Virgen a Virgen, hasta veintiséis tormentas.” O sea, se fue en 1914; y como estuvo fuera 48 años, entonces regresó en 1962. No obstante, bien lo decía Borges: “la memoria es una forma del olvido”, pues, por ejemplo, en el sexto relato: “El teso macho de Fuentetoba”, Isidoro evoca que en “el año once la tía Marcelina cumplió noventa y dos años” y que a las pocas semanas murió; y esto fue un suceso relevante, pues además del fallecimiento de la tía (con quien compartieron entrañables vivencias y pintorescas anécdotas que se narran en varios cuentos), su padre, escenificó y vociferó una caricaturesca rabieta al enterarse que la tía Marcelina no le heredó nada y que dejó “todos sus bienes a las monjas del Pino”. Sin embargo, en el citado relato “Los nublados de Virgen a Virgen”, cuyas 26 históricas tormentas subyacen en el rótulo y que fue el año de su partida del pueblo (“El año de la Gran Guerra”), la tía Marcelina Yáñez, que se supone murió en 1911, aún está vivita y coleando en 1914 y es protagonista de un acto de videncia parcial y errada, pues durante una de esas horrororísimas 26 tormentas (y allí el Isidoro y las Mellizas son unos chiquillos que siguen al pie de la letra las rogativas y encomiendas de la ferviente fe católica de la tía), con el estruendo de un espeluznante rayo (“al Coqui, el perro, se le erizaban los pelos del espinazo”), se cae y apaga “la vela del Monumento” que la tía le había encendido a Santa Bárbara y anuncia la muerte del homónimo padre de Isidoro: “Al Isidoro le ha matado el rayo en el alcor; acabo de verlo”:
Foto de Ramón Masats incluida en Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010) |
“Madre se puso loca, y como en esos casos, según es sabido, lo mejor son los golpes, entre las Mellizas y yo empezamos a propinarle sopapos sin duelo. De repente, en medio del barullo, se presentó Padre, el pelo chamuscado, los ojos atónitos, el collarón de la mula en una mano y el saco de pernalas en la otra. Las piernas le temblaban como ramas verdes y sólo dijo: ‘Ni sé si estoy muerto o vivo’, y se sentó pesadamente sobre el banco del zaguán.
“Una vez que la nube pasó y sobre los tesos de poniente se tendió el arcoiris, me llegué con los mozos del pueblo a los chopos que dicen los Enamorados y allí, al pie, estaba muerta la mula, con el pelo renegrido y mate, como mojado. Y Olimpio, que todo lo sabía, dijo: ‘La silla le ha salvado’. Pero la tía Marcelina porfió que no era la silla sino la vela, y aunque era un cabo muy pequeño, donde apenas se leía ya en las letras de pimentón ‘elina Yáñez’, la colocó como una reliquia sobre la cómoda, entre el abejaruco disecado y la culebra de muelles.”
Foto de Ramón Masats incluida en Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010) |
En el inicio de “El teso macho de Fuentetoba”, Isidoro (la voz narrativa) dice: “La tía Marcelina no es de mi pueblo, sino de Fuentetoba, una aldea a cuatro leguas. Tanto da, creo yo, porque Fuentetoba se asemeja a mi pueblo como un huevo a otro huevo. Fuentetoba tiene cereales, alcores, cardos, avena loca, cuervos, chopos y arroyo cangrejero como cualquier pueblo que se precie.” Mientras que en el íncipit del treceavo relato: “Un chusco para cada castellano”, reporta del cariz del huevo: “Conforme lo dicho, las tierras de mi pueblo quedan circunscritas por las de Pozal de la Culebra, Navalejos, Villalube del Pan, Fuentetoba, Malpartida y Molacegos del Trigo. Pozal de la Culebra es la cabeza y allí están el Juzgado, el Registro, la notaría y la farmacia. Pero sus tierras no por ello son mejores que las nuestras, y el trigo y la cebada hay que sudarlos igual que aquí. Los tesos, sin embargo, nada tienen que ver con la división administrativa, porque los tesos, como los forúnculos, brotan donde les place y no queda otro remedio que aceptarlos donde están y como son.”
Foto de Ramón Masats incluida en Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010) |
En el octavo relato: “La Sisinia, mártir de la pureza”, Isidoro le pone nombre al lugar (de cuyo nombre parecía no querer acordarse) cuando dice de Sisinia, apuñalada y doncella a los 22 años: “En el pueblo se consideraba un don especial esto de contar en lo alto con una intercesora natural de Rolliza del Arroyo, hija del Telesforo y de la Herculana”, (tal es así que Isidoro narra pintorescos episodios de sus “milagros” y el empeño de don Justo del Espíritu Santo, el cura párroco, en lograr su beatificación). Y en el segundo relato: “Aniano, el Cosario”, cuando aún va a pie yéndose del villorrio, antes de proseguir rumbo al coche encaminado por el Cosario, se vuelve y traza una mirada de tarjeta postal (que guarda, tal infalible memoria de “Funes el memorioso”, durante 48 años, junto con todas sus historias implícitas):
“Y así que llegamos al atajo de la Viuda, me volví y vi el llano y el camino polvoriento zigzagueando por él y, a la izquierda, los tres almendros del Ponciano y, a la derecha, los tres almendros del Olimpio y, detrás, de los rastrojos amarillos, el pueblo, con la chata torre de la iglesia en medio y las casitas de adobe, como polluelos, en derredor. Eran cuatro casas mal contadas pero era un pueblo, y a mano derecha, según se mira, aún divisaba el chopo de Elicio y el palomar de la tía Zenona y el bando de palomas, muy nutrido, sobrevolando la última curva del camino. Tras el pueblo se iniciaban los tesos como moles de ceniza, y al pie de Cerro Fortuna, como protegiéndole del matacabras, se alzaba el soto de los Encapuchados donde por San Vito, cuando era niño y Madre vivía, merendábamos los cangrejos que Padre sacaba del arroyo y una tortilla de escabeche. Recuerdo que Padre en aquellas meriendas empinaba la bota más de la cuenta y Madre decía: ‘Deja la bota, Isidoro; te puede hacer mal’. Y él se enfadaba. Padre siempre se enfadaba con Madre, menos el día que murió y la vio tendida en el suelo entre cuatro hachones. Aquel día se arrancó a llorar y decía: ‘No hubo mujer más buena que ella’. Luego abrazó a las Mellizas y les dijo: ‘Sólo pido al Señor que os parezcáis a la difunta’. Y las Mellizas, que eran muy niñas, se reían por lo bajo como dos tontas y se decían: ‘Fíjate cuánta gente viene hoy por casa’.
Foto de Ramón Masats incluida en Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010) |
Vale puntualizar que, a la postre, lo trascendente de ese episodio de la partida del pueblo, es que Isidoro, dentro de sí mismo, “empieza a comprender que ser de pueblo en Castilla era una cosa importante”. En este sentido, las anécdotas y las menudencias que se comprimen en los diecisiete relatos y en la obviedad del retorno, corroboran el intríngulis de tal aserto. Sin embargo, antes de discernir tal postura, vivió, como una maldición, como una peste, el hecho de “ser de pueblo”. El título del primer relato: “El pueblo en la cara”, implica que en sus rasgos, en la vestimenta, en sus modales y en el habla se le nota. Y esto, “en el año cinco”, o sea: en 1905, cuando fue “a la ciudad” a cursar “lo del bachillerato” se tornó una especie de estigma, vergüenza y tormento, porque, según cuenta, entre los alumnos padeció burla, marginación, y menosprecio, rubricado por “el Topo, el profesor de Aritmética y Geometría”, ante quien no pudo “demostrar que los ángulos de un triángulo valieran por dos rectos” y por ende lo mandó a su lugar ungiéndolo, como a una res, con la lacerante marca de fuego en la frente: “Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara”. Y en el cuarto relato: “La Pimpollada del páramo”, un domingo su padre lo ha llevado de paseo a la ciudad y se encuentran con el Topo, quien a la pregunta de “¿Qué?” que le hace su progenitor, el maestro repite y sentencia: “Malo. De ahí no sacaremos nada; lleva el pueblo escrito en la cara”.
Foto de Ramón Masats incluida en Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010) |
No extraña, entonces, que ante su incompetencia escolar y en la siembra (pese a que ésta le gusta y él conoce su alquimia y la conducta de animales y aves), su padre, con mano dura, haya intentado que sentara cabeza: “Y al cumplir los catorce, Padre me subió al páramo y me dijo: ‘Aquí no hay testigos. Reflexiona: ¿quieres estudiar?’. Yo le dije: ‘No’. Me dijo: ‘¿Te gusta el campo?’. Yo le dije: ‘Sí’. El dijo: ‘¿Y trabajar en el campo?’. Yo le dije: ‘No’. Él entonces me sacudió el polvo en forma y, ya en casa, soltó al Coqui y me tuvo cuarenta y ocho horas amarrado a la cadena del perro sin comer ni beber.”
Foto de Ramón Masats incluida en Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010) |
Miguel Delibes, Viejas historias de Castilla la Vieja. Fotos en blanco y negro de Ramón Masats. Colección Palabra e Imagen, La Fábrica Editorial. Madrid, 2010. 120 pp.
Wow, quiero comprarlo.
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