Cada persona es un demonio
encargado de torturar a su compañero
Con prólogo y antología de Jorge Luis Borges (1899-1986), el título Cuentos descorteses, del francés Léon Bloy (1846-1917), se publicó por primera vez en italiano, en 1975, editado en Parma, por Franco Maria Ricci, con el número 3 de la serie La Biblioteca di Babele, que Borges dirigía y pergeñaba desde Argentina con el amanuense auxilio de María Esther Vázquez. Y en español, con traducciones de Borges y Raúl Gustavo Aguirre, apareció en Buenos Aires, en 1978, con el número 2 de los 6 números de La Biblioteca de Babel publicados por Ediciones Librería de la Ciudad; luego, en 1984, fue impreso en Madrid, por Ediciones Siruela, con el número 4 de La Biblioteca de Babel, legendaria “colección de lecturas fantásticas dirigida por Jorge Luis Borges” que llegó a 33 números, ahora inencontrables, que respetó “el diseño gráfico original” de la “colección ideada por Ricci”.
La Biblioteca de Babel núm. 4, Ediciones Siruela Madrid, enero de 1984 |
En su prefacio, Borges dice que Léon Bloy era un “coleccionista de odios”; que “opinó alguna vez que ya estamos en el infierno y que cada persona es un demonio encargado de torturar a su compañero”. Tales observaciones no son gratuitas. En su brevedad, los Cuentos descorteses brindan pruebas, en su artilugio literario, de lo dicho por el argentino; así como del carácter panfletario, polémico y cáustico que definía cierta forma de pensar y escribir de Léon Bloy.
Léon Bloy (1846-1917) |
La mayoría de los doce relatos que integran el librito Cuentos descorteses están concebidos con mordacidad, veneno y lúdico humor negro. El francés escribía con saña, criticaba con acrimonia, desprecio e insultos; se burlaba más allá de la ridiculización y se divertía a imagen y semejanza de un energúmeno enloquecido.
Sus anécdotas, personajes y desgloses (con final o giro
sorpresivo) solían ser un entramado para articular la retórica engolada y
rimbombante con que descalificaba y criticaba la doble moral y la cuestionable conducta
de la sociedad francesa de entre mediados del siglo XIX y principios del XX.
Algunos de los Cuentos
descorteses se apoyan en sitios y hechos extirpados de la realidad, pese a
su índole fantástica, por lo que ciertas urdimbres están maceradas y salpimentadas
de blasfemias y pullas hacia personajes y obras de su tiempo, según lo esclarecen
o coligen varias de las “Notas” que figuran al término.
Pero además de que uno de los ingredientes corrosivos de
la mayoría de los Cuentos descorteses
es el menosprecio con que traza a sus protagonistas, descuella su atracción por
los que ya en sí resultan ominosos y detestables. En tal sentido, hay varios
ejemplos sobre los odios perpetuos y escleróticos que subyacen en ciertos
vínculos hipócritas entre padres e hijos. En “La tisana”, la católica y amorosa
madre planea el envenenamiento de su hijo para que no estorbe sus secretos
amoríos; en “El viejo de la casa” un padre delincuente e irresponsable, después
de haber envilecido a su hija, es eliminado por ella; en “La última hornada” un
rico fabricante de ataúdes, aún vivo, pero sumergido en una especie de
catalepsia, es incinerado por el hijo que educó para que heredara su rutilante fortuna;
en “Una mártir” una madre muy católica, aparentemente sufrida y víctima,
humilla al guiñapo de su marido, le pone los cuernos frente a su rostro, y
extermina a su hija y a su yerno sólo porque se opusieron a su voluntad.
“Nadie es perfecto” es el dibujo de un asesino y ladrón
profesional que termina su carrera cuando su fiel y puntual catolicismo lo
induce a cometer un error. “El más hermoso hallazgo de Caín” es un autorretrato
donde el mismo Léon Bloy pisotea y acuchilla su propia imagen adolescente. Y
“Terrible castigo de un dentista” es la desventura de un sacamuelas que ejecuta
un crimen para conquistar a la jovencita de sus ensueños y desvelos.
Dentro de la exploración y puntualización sobre lo
miserable y asesino que singulariza cierta farsa que subrepticiamente se
entreteje tras el barniz de las buenas relaciones humanas (“el hombre es el
lobo del hombre”, reza el antiguo adagio), descuella el constante
cuestionamiento de la contradictoria conducta de los católicos y la fascinación
de Léon Bloy por la imagen de los hombres santos (o casi) atrapados en un
delirio de locura, en cuya actitud no hay mucha distinción entre el bien y el
mal. La piadosa madre de “La tisana” asiste a la iglesia a confesar su crimen. En
“Nadie es perfecto” el inescrupuloso asesino lleva una vida religiosa que
aparentemente lo redime y beatifica. En “Una mártir” la bígama y asesina madre
de familia es una católica de hueso colorado. “La religión del señor Pleur” es
la paradójica y religiosa adoración del dinero que cultiva un avaro ricachón
que públicamente proyecta la imagen de un miserable desapegado de los goces y
bienes terrenales (pero en secreto, mórbidamente, es el filántropo de un grupo
de familias), el cual, post mortem,
fue despojado de sus riquezas por un dizque sacrosanto y barrigón obispo que
las administraba. En “¡Todo lo que tú quieras!” la hermana que educó
cristianamente a su hermanito menor resurge, muchos años después de su desaparición,
transformada en una prostituta que concluye sus días reivindicada y purificada
por el arrepentimiento de sus culpas y pecados.
“Una idea mediocre” viene a ser una parábola sobre lo
absurdo de la castidad y de las coerciones autorrepresivas que estipulan los rígidos
reglamentos monásticos que signan a las santas hermandades. “La catarata de
dinero” es la historia de un pobre ciego que subsiste de limosnas al pie de una
iglesia, el cual padece la desconfianza, la indiferencia y el desprecio de los
fieles católicos porque ostenta la terrorífica y escandalosa enfermedad de la
clarividencia. Sus penurias, que ya de por sí lo marginan y encarcelan en una solitaria
aura de misérrimo y pestífero diablo ceguetas, súbitamente terminan cuando
recibe una inesperada herencia que lo bendice y glorifica al alejarlo aún más
del oprobio de los hombres.
Borges y María Esther Vázquez |
A tales rasgos críticos y revulsivos (que no obstante son el jocoso humor negro de Léon Bloy) se añaden las intervenciones coloquiales que la voz narrativa le endilga al lector; así como algunos comentarios sobre los designios demoníacos que inducen o concluyen el destino y la vida de sus personajes. En “Una idea mediocre” se dice que la Santa Hermandad recibió una visita del diablo. “El terrible castigo de un dentista” supone el retorno del asesinado y sus avérnicas manifestaciones. En “Los cautivos de Longjumeau” una pareja de supuestos eternos trotamundos pasa veinte años (planeando mil y un viajes con mapas y folletos de itinerarios) sin poder abandonar la casa donde subsisten, sólo porque ambos están atrapados en la telaraña invisible que les tienden las fuerzas infernales que acaban por empujarlos al suicidio; la trama, dice Borges, “prefigura asimismo a Kafka. El argumento puede ser de este último; el modo feroz de tratarlo es privativo de Bloy. En sus páginas pueden estudiarse las ‘simpatías y diferencias’ de ambos maestros”.
Adolfito y Georgie (Buenos Aires, c. 1940) Foto: Silvina Ocampo |
Vale recordar que “Los cautivos de Longjumeau”, en “septiembre de 1965”, apareció añadido por Silvina Ocampo (1903-1993), Adolfo Bioy Casares (1914-1999) y Borges en la segunda edición (ampliada, con un nuevo orden, ligeros cambios y un segundo prólogo de Bioy) de la Antología de la literatura fantástica, cuya primera edición de Sudamericana, con el número uno de la Colección Laberinto, se terminó de imprimir en Buenos Aires el 24 de diciembre de 1940, donde incluyeron dos textos breves de Léon Bloy, vueltos a elegir en 1965 con títulos que entonces no tuvieron: “Los goces de este mundo” y “¿Quién es el rey’”.
Col. Laberinto núm. 1, Editorial Sudamericana Buenos Aires, diciembre 24 de 1940 |
El primero, traducido de Le Vieux de la Montagne (1909), reflexiona así: “Aterradora idea de Juana, acerca del texto Per Speculum in Aenigmate: los goces de este mundo serían los tormentos del infierno, vistos al revés, en un espejo.”
El segundo, especie de parábola traducida de Le Mendiant Ingrant (1898), reza a la
letra: “Recuerdo una de mis ideas más antiguas. El Zar es el jefe y el padre
espiritual de ciento cincuenta millones de hombres. Atroz responsabilidad que
sólo es aparente. Quizá no es responsable, ante Dios, sino de unos pocos seres
humanos. Si los pobres de su imperio están oprimidos durante su reinado, si de
este reinado resultan catástrofes inmensas, ¿quién sabe si el sirviente
encargado de lustrarle las botas no es el verdadero y solo culpable? En las
disposiciones misteriosas de la Profundidad, ¿quién es de veras Zar, quién es
rey, quién puede jactarse de ser un mero sirviente?”
Léon Bloy, Cuentos descorteses. Antología y prólogo
de Jorge Luis Borges. Traducciones del francés al español de Jorge Luis Borges
y Raúl Gustavo Aguirre. Serie La Biblioteca de Babel núm. 4, Ediciones Siruela.
Madrid, enero de 1984. 126 pp.
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