Una gritería y tremendo sal-pa-fuera...
(ese pa’tras y pa’lante)
I de
VII
Editada
por Tusquets en la Colección Andanzas, en septiembre de 2020 apareció, en
España y en México, Como polvo en el
viento, novela del escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de
1955), quien dice en la nota que figura al término de la obra: “Tengo siempre
un grupo de lectores que generosamente me ayudan a encontrar los errores,
excesos y entusiasmos innecesarios de mis textos.” En este sentido, asombra que
nadie de ese clan disperso —ni el
autor ni su omnisciente y ubicua voz narrativa— haya reparado en las visibles y
contradictorias fechas (y sus datos) que se observan a lo largo de la trama, pues
no se trata de coloquiales olvidos semejantes a los coloquiales olvidos en que
incurre Bernardo, el borrachín del grupo y presunto “cibernético matemático”,
quien previo a la foto del Clan tomada por el pintor y fotógrafo Walter en la
casa de Fontanar el 21 de enero de 1990 —día de la celebración del 30
aniversario de Clara—, postula, con un vaso de ron, parafraseando la rola de
Kansas que tanto le gusta para reafirmar y canturrear que Todo lo que somos es polvo en el viento: “Sí, qué coño, todo es
polvo en el viento”. “Las cuentas dicen [calcula en una milésima de segundo la
cibernética, parlanchina e infalible calculadora humana] que esta es la oncena
vez que nos reunimos aquí para celebrar el cumpleaños a nuestra querida Clara.
La primera vez fue en 1980, y estábamos casi todos, menos el abominable Walter,
como alguien dice, que andaba por la Siberia cazando osos [...] Pero los que
estábamos, ¿se acuerdan de cómo éramos en 1980? Del carajo, ¿no? Y ahora ven
cómo somos en 1990. Ya casi todos cumplimos treinta años y los de entonces no
somos los mismos, como dijo Martí...” Aseveración que Irving, homosexual y
diseñador gráfico, le corrige a gaznate pelado con su radiográfica voz de
marica: “¡Burro!... Lo dijo Neruda.” O cuando durante la Noche Vieja de 1995,
en la misma casa de Fontanar, Bernardo “el memorioso” les dice a Clara, a
Irving y a su pareja Joel: “¿Saben que un día Fabio quiso amarrarme debajo de
una mata como a Aureliano Buendía, para que no pudiera irme a beber?...” Pues
no se necesita ser un especialista en las menudencias de Macondo —quien muchos
años después habría de recordar una tarde remota— que a quien atan en un
castaño del patio de la casa es a José Arcadio Buendía, el patriarca
fundacional del pueblo y de la estirpe de los Buendía.
Leonardo Padura leyendo Como polvo en el viento |
II de
VII
Para
ilustrar al ilustre lector, lectora o lectore,
véanse algunos yerros dispersos en el libro (lo oscuro del culebrón genera
culebrona oscuridad, diría la Buda “iluminada” de Tacoma, experta en karmas y
macerada en escatológicos karmas) que al igual que los infinitesimales miembros
del Clan, se dispersarán, sin duda, como
polvo en el viento reencarnado, por lo siglos de los siglos, amén.
Ejemplo 0. Así como la casa de Fontanar —el caracol de Clara,
dizque “el Aleph”, heredada por ella tras la muerte de sus padres encumbrados en
la vorágine del triunfo de la Revolución Cubana— es el nodo (“la comuna de La
Habana”) que imanta al Clan después de la época embrionaria y germinal de los
años 70 (la década negra) en que
Clara Chaple Doñate y Elisa Correa Miranda coincidieron en el preuniversitario
de El Vedado, la celebración, allí, del 30 aniversario de la heredera y dueña
de la casa el 21 de enero de 1990, es un evento indeleble y memorable en el
devenir de los mil y un sucesos que se narran y evocan en la novela, porque
además de que fue la última reunión que congregó allí a todos los miembros del Clan, la citada foto es la única imagen en
la que están todos los miembros del Clan,
menos Walter por estar detrás del cristalino ojo de cíclope. En este sentido, resulta absurdo y desconcertante (como
tomar chocolatito y levitar) que en la página 559, donde despunta el año 2015,
se avecine el “cumpleaños cincuenta y seis” de Clara —yerro que se repite y da
por hecho en la siguiente página—, pues el 21 de enero de 2015 ella cumple 55
años y no 56.
Por instancias e insistencias de su hijo Marcos (quien antes de
huir de Cuba le dejó su laptop para que se conectara a la web en alguna zona wifi)
y con el apoyo del “cibernético” Bernardo, Clara, en La Habana, pudo habilitar
un perfil en Facebook. “Como portada de su muro, Clara había colocado una
imagen de la casa de Fontanar y, con su primer post, la vieja foto del grupo junto
a la cual le había colocado una leyenda: ‘Nuestro Clan antes de la ventolera.
21 de enero de 1990’. Marcos recordaba aquella imagen, que en una época estuvo
en una de las repisas de su casa de Fontanar hasta que, en algún momento
posterior a la salida de su padre de Cuba, Clara la había retirado. Pero allí
estaban todos, jóvenes y sonrientes el día que su madre había cumplido los
treinta años.” Esto se lee entre las páginas 79-80. Y hasta la página 604 se
precisa la fecha en que Clara subió esa foto que desencadena una de las principales
intrigas que perdura a lo largo de la obra; pero, ojo, Watson, pese a que como portada de su muro Clara colocó una imagen de la casa de Fontanar, en la
página 604 se lee otra cosa:
“El 16 de abril de 2016 Clara al fin se había decidido y abierto
la cuenta de Facebook que le reclamaba su hijo Marcos, y había colocado como
portada la foto del Clan tomada la noche del 21 de enero de 1990, durante la
celebración de sus treinta años. Y, como en aquella ocasión, otra vez todo se
había precipitado, como si los efectos pendientes, tapiados, encadenados, solo
esperaran esa precisa señal para soltar sus amarras.”
Vale
subrayar, aludiendo al consabido y siempre bien ponderado y tautológico Perogrullo,
que Como polvo en el viento no es
una novela fantástica o de realismo mágico, sino una novela realista que aspira
a la verosimilitud, cuyo abrevadero es la historia y la vida real y, por ende,
en mil y una minucias debería haber sido congruente y lógica consigo misma, tal
y como sí ocurre, por ejemplo con la “histórica
visita del presidente Barack Obama a Cuba”, aludida varias veces en la obra y
dada por hecho —por la libertad ficticia y narrativa de la que goza el autor—, el
día 20 de abril de 2016 (p. 620),
pues en la vida real ocurrió el domingo 20 de marzo de ese año. No obstante,
vale destacarlo, la casa del barrio de Fontanar —erigida en 1957 y diseñada con una planta hexagonal por los
arquitectos Vicente Chaple y Rosalía Doñate, los padres de Clara, “complementada
con una atrevida utilización de vidrios, aceros y madera, funcionales y
ornamentales, en la que habían participado varios artistas cercanos a ellos,
casi todos miembros del revolucionador Grupo de los Once”— tiene, como soporte
intangible y piedra angular, un intrínseco y evanescente mito que reverbera a
través del tiempo:
Obama y su familia al arribar a La Habana (Domingo 20 de marzo de 2016) |
“El secreto de su magnetismo, insistían en asegurar con toda seriedad [los arquitectos Vicente y Rosalía], respondía a los atributos ocultos en las entrañas de los cimientos: una herradura de la suerte; una pequeña figura de barro cocida por los aborígenes taínos, que representaba al Huracán, un dios mayor; dos dientes de leche de Rosalía y los restos pulverizados de la tripa umbilical de Vicente; una llave de hierro que, juraban los arquitectos, había sido la de los grilletes que le colocaron al joven José Martí durante su condena en las canteras de San Lázaro; y un trozo de piedra brillante traído de las minas de El Cobre, cercanas al santuario de la milagrosa Virgen de la Caridad, que, para sorpresa de los arquitectos, los diseñadores, los constructores, y hasta un geólogo amigo, poseía unas inusitadas y potentísimas cualidades magnéticas.”
Ejemplo
1. En la página 157 se lee que la noche del “26 de enero de 1990”, Walter murió
“reventado contra el pavimento luego de volar desde un piso dieciocho”. (A esas
alturas de la obra un inexplicable y misterioso “suicidio” desde la azotea,
misteriosamente cerrada por dentro con un candado, y por ello ineludiblemente y
a priori evoca el misterio de los
espeluznantes asesinatos de cuarto
cerrado de la calle Morgue.) Y en la página 195 se lee que en “La mañana
del 15 de febrero de 1990”, Elisa desapareció del núcleo del Clan y del ámbito habanero,
luego de que la noche anterior, en la casa de Fontanar, la misma Elisa proclamara
en voz alta y vejatoria lo consabido en las entrañas, chismes y cuchicheos del chismoso
grupúsculo: que su visible embarazo no es de Bernardo, su esposo, por la
elemental razón, Watson, de que él no puede engendrar: es estéril. Dos sucesos
que preludian la paulatina dispersión del Clan, pese a la maravillosa piedra
magnética.
En este sentido, en la página 316 se lee: “A la muerte de Walter
y la desaparición de Elisa había seguido, unos meses más tarde, la fuga de
Darío.” (Darío, neurocirujano, se fue de Cuba con una beca de la Universidad de
Barcelona para realizar estudios de postgrado y se quedó en la Ciudad Condal,
donde se hizo pareja de una catalana ricachona e independentista, hábil para
multiplicar el dinero y las propiedades.) No obstante, luego resulta que el
doctor Darío Martínez (entonces esposo de Clara Chaple, ingeniera e interrupta,
y padre de los hijos de ambos: Ramsés y Marcos, de ocho y seis años el 21 de
enero de 1990) no se fue “unos meses más tarde”, sino ¡dos años después!, pues
en la página 355 se lee: “En los meses posteriores a la partida de Darío,
concretada en marzo de 1992, cuando más densa y oscura se tornaba la crisis
nacional que hizo desaparecer hasta los bienes más indispensables para vivir,
Clara descubrió en sí misma fuerzas que nunca había creído poseer.” Segunda
fecha que se reitera en la página 496 cuando se dice que “su salida de Cuba”
ocurrió “durante la primavera caliente de 1992”, “ocho años atrás”, cuando
tenía “treinta y tres años”. O sea: en esa página 496 corre el año 2000 y Darío
y Montse, su pareja catalana, están en Florencia durante un viaje por Italia,
planificado por ella, para celebrar “el cuarenta aniversario de Darío (había un
Rolex, una Montblanc Toscanini y otras cosas así), y casi tuvo que sacarlo a
rastras del Duomo para continuar el programa del primer día de estancia
florentina”. No obstante, si en marzo de 1992 el neurocirujano Darío Martínez
tiene 33 años, ocho años después le toca cumplir 41 años y no 40, Watson. Por
si fuera poco, y pese a que en la citada página 496 se lee que el médico pasó
en Cuba “Los primeros treinta y tres años de su vida”, en la página 518 se
afirma que “La última vez” que se vio con su hijo Ramsés, en La Habana, éste
era un niño de diez años y Darío un joven médico de treinta y dos”; yerro
contundente, pues a apenas en la página 505 se acaba de mencionar “La cercanía
de la llegada de su hijo Ramsés [de 25 años], al que no veía desde hacía casi
quince años [1992-2007], cuando era una niño de diez”. Y si Darío salió de Cuba
en marzo de 1992 a los 33 años, en 2007 debería tener 48 y no 47, como
equivocadamente se lee a continuación en la página 518: “Los hombres de
veinticinco y cuarenta y siete que se abrazaron en el vestíbulo de la estación
Sants [de Barcelona] resultaban ahora dos personas que apenas se conocían por
cartas, mensajes, fotos y llamadas telefónicas, más frecuentes en el último año
y medio debido a las gestiones migratorias del hijo.” Y más contradictorio aún:
en la página 529 el doctor Darío Martínez está de vacaciones de verano una
“mañana de agosto de 2008” —Casi un año y
medio después del arribo de su hijo Ramsés) y ahora tiene ¡“cincuenta años”!,
se lee en la página 530; yerro que se reitera en la página 532 en el ámbito del
mismo escenario en esa playa catalana en la que su hijo mayor retoza con Lena,
la Vikinga en toples, “la joven danesa, rubia, de uno ochenta de estatura y
veintiún años, la muchacha con la que se había empatado Ramsés”: “Con la
torpeza propia de su sobrepeso y sus cincuenta años [el doctor Darío Martínez]
se puso de pie”.
Ejemplo 2. En página 172 se lee: “A
la mañana siguiente de aquella reunión [la desvaída
celebración del día de San Valentín el 14 de febrero de 1990 referida en la
página 171], las conclusiones de Horacio rodaron por tierra cuando Irving
recibió en su apartamento a dos oficiales de la policía que le pidieron que los
acompañara a sus oficinas. Sería la cuarta vez que lo interrogarían, solo que
en esta ocasión no fue un diálogo de un par de horas. Una orden fiscal
autorizaba la detención indefinida de Irving Castillo Cuesta por la
investigación en curso de la muerte de Walter Macías Albear.” (Vale recordar
que el 24 de enero 1990, tres días después de la fiesta del 30 aniversario de
Clara, en la misma casa de Fontanar, hubo un violento pleito entre Walter e
Irving, iniciado por un impulsivo y visceral ataque de éste.) Y en la página siguiente,
la 173, se lee: “Irving nunca resistiría escuchar la canción de Joaquín Sabina 19 días y 500 noches. Sólo de escuchar
ese estribillo paradójico e inteligente, su memoria lo remitía a los seis días
y cinco noches que permaneció detenido en el antiguo cuartel militar de la populosa
calle habanera del Ejido.” No obstante, en la página 195 se lee sobre ese día en
que la policía lo detuvo en su apartamento, pero dando por hecho (¡oh
contradicción!, Watson) que ya pasaron los fóbicos y angustiosos 6 días y 5
noches de encierro e interrogatorios en la cárcel:
“La mañana del 15 de febrero de 1990 Irving había ido a no hacer
nada a la moribunda editorial que por tiempo indefinido no editaría libros por
la escasez nacional de papel. Al mediodía se disponía a almorzar su bandeja de
arroz, chícharos aguados, unas hilachas de col y un par de croquetas de masa
inclasificable cubierta de una especie de pústulas reventadas, casi la misma
dieta que recibió en sus días de confinamiento policial. Un régimen que,
alternando los huevos hervidos con las croquetas o con el fétido picadillo de
soya, se había convertido en el sustento nacional. Fue entonces cuando le
avisaron de que tenía una llamada en recepción y no se la podían pasar, pues
otra vez por la falta de electricidad, la centralita había dejado de funcionar.
Maldiciendo su suerte, cuchara en mano, Irving bajó las escaleras y levantó el
auricular para recibir el golpe de una ráfaga de un resucitado huracán.
“—Irving, por fin, viejo... Soy yo —dijo Clara.
“—Ah, dime, ¿cómo estás?
“—Irving..., ¿tú sabes algo de Elisa?
“—¿De Elisa?... Bueno, yo la vi anoche igual que tú y...
“—¿Y después?
“—¿Después? —Irving sintió que se encendían luces de alarma—.
¿Qué pasó, Clara?
“—Que Bernardo no sabe dónde está Elisa. Y los padres de ella
tampoco... No fue a su trabajo, no está en ningún hospital... Nadie sabe dónde
está...”
Es decir, ese 15 de febrero de 1990 fue el día que Elisa
desapareció de La Habana y de Cuba. (Se largó a Estados Unidos con un pasaporte
falso, pero el Clan lo ignora.) Y como en la citada página 172 se lee que ese
mismo día la policía detuvo a Irving en su departamento (se infiere que después
de su jornada laboral) y en la siguiente página que estuvo preso 6 días y 5
noches, resulta contradictorio y absurdo que en la página 387, en la
conversación de la Noche Vieja de 1995 que en la casa de Fontanar sostienen
Clara, Bernardo, Joel e Irving, éste dé por supuesto que habló con Elisa
después de salir de la cárcel, pues ella estaba desaparecida desde el mismo día
en que él fue detenido por la policía: “Me acuerdo como si hubiera sido ayer de
que cuando yo salí de los días que estuve preso y le conté lo que había
pasado..., Elisa me dijo que ella también tenía miedo. Pero no me dijo por
qué... Y me juró que nunca se había acostado con Walter. Y claro que yo se lo
creí, Bernardo, ella no tenía que decirme una mentira a mí...”
Vale observar, no obstante el yerro, que Elisa Correa, veterinaria
de profesión, es una consubstancial mentirosa y manipuladora, quien era la
presunta líder de la manada del Clan (el
elemento Alpha de la cofradía) desde que se formó a mediados de los 70, hasta
que el 15 de febrero de 1990 desapareció del mapa de La Habana, de Cuba y de la
casa de Fontanar. De ahí que Bruno Fitzberg, judío argentino y psiquiatra
asentado en Nueva York desde la época de la dictadura impuesta con un golpe
militar en el año 76 y ex marido de Loreta Aguirre Bodes (el nombre falso de la
veterinaria cubana que en abril de 2016 lleva una década laborando en una
granja equina en las inmediaciones de Tacoma) le diga a Adela Fitzberg —la hija
de Elisa, de 26 años, a la que él registró en Nueva York (y educó en su
departamento en West Harlem) como su hija “nacida el 27 de mayo de 1990”—: “lo
otro que sé, por mi profesión, es que tu madre puede actuar como una embustera
compulsiva. Lo más jodido, piba, es que clínicamente lo es.”
Diagnóstico clínico, y de ojo de buen cubero, implícito en las
anécdotas que Bruno le cuenta a Adela sobre cómo conoció a su madre en el
Museum of Fine Arts de Boston, Massachusetts (era abril de 1990 e iba
embarazada), y en las mentirosas historias sobre su origen, exilio e identidad
cubana que ella le contó. Y translúcido en el testimonio sobre ella que el
doctor Darío Martínez le brinda a su hijo Ramsés (emigrado a España a los 25
años), previo a su inminente partida a Toulouse para revalidar y concluir sus
trucos estudios de ingeniería: “Elisa lo mismo podía dar la sangre por ti que
tirársete al cuello y cortarte la carótida para que te desangraras. Y las
mentiras que le gustaba decir...” Patológico y característico meollo y rasgo
que Clara también menciona al evocarla en el diálogo que tiene con Irving, un madrileño
domingo de 2012 frente “al grupo escultórico de El Ángel Caído en el parque del Retiro”: “Y dime algo más, desde la
distancia, ¿qué se le podía creer a Elisa de lo que decía? Cuando eres joven
eso parece un juego. Después, es una enfermedad.”
Pero a lo deglutido y rumiado por Irving se añade el hecho
inextricable de que, además de ser el más chismoso del chismoso Clan, es un
consubstancial chismosillo, intrigante, chiva, paranoico y metiche que no excluye
la mentira, el infundio y el escamoteo en sus decires de orgánico corre ve y dile. De ahí que el 24 de
enero de 1990, el día que provocó la virulenta bronca con Walter —día que éste
llevó a la casa de Fontanar las fotos del 30 aniversario de Clara, entre las
que destaca una en la que es visible el embarazo de Elisa y que es “la única en
la que aparecían todos los amigos, incluidas Guesty [la rubia cubana de ojos azul caucásico, párpados siempre abiertos y
nalgas de negra mandinga, novia de Horacio y supuesta espía al servicio de
la Seguridad del Estado, o sea: encubierta agente
de la Policía del Pensamiento, en términos orwellianos] y Margarita [la Pintá, la novia de Walter], y donde
solo faltaba el pintor y fotógrafo por estar detrás de la cámara”, pues en la
imagen también figuran los chiquillos Ramsés y Marcos, de 8 y 6 años, hijos de
Clara y Darío—, Irving le canta la cotorra probabilidad (que Clara supone por
sí misma) de que su marido Darío haya templado con Elisa, aludiendo, además, la
decadencia y hastío de su matrimonio e implícitamente el hecho de que a todos ellos siempre le ha gustado Elisa,
incluida Clara, quien si bien le confesó a Irving que le gusta una mujer: Elisa, no le reveló que el
día de su 30 aniversario, allí mismo en su recámara de la casa de Fontanar, se
besó en la boca con ella (¡el niño Marcos las vio intercambiando saliva con
voracidad!) y menos aún las pulsiones lésbicas que ese día la abrumaban (“Clara
tubo la nítida percepción de estar en el atrio de un escenario dispuesto para
que, recibida la orden, ella irrumpiera, se arrodillara junto a la mujer y, con
delicadeza, le tomara los brazos, le acariciara las manos y luego le apartara
las piernas flexionadas para hundir el rostro en el centro de su intimidad y
bebérsela hasta el fondo”):
“—¿Y lo de ustedes [la decadencia y el hastío entre Clara y Darío] no tiene que ver con lo que me dijiste de Elisa? —musitó Irving.
“—No sé, no sé —admitió Clara—. Ya no sé nada... No me hables de
eso.
“—Yo sólo quiero advertirte algo antes de que sea tarde o peor.
Tú también puedes hacer lo que te dé la gana con tu vida, pero mira hacia los
lados, Clarita... Elisa es Elisa... Y es capaz de cualquier cosa: lo mismo de
salvarte que de matarte. A veces es muy rara...
“—¿Rara en qué sentido?
“Irving se tocó la sien: rara de aquí, de la cabeza.
“—Tú sabes, Clara... Por eso ella se acostó con Horacio, y
parece que también con Walter, y se dejó preñar por no sé quién y decidió
parir, sabiendo que su marido es estéril. Yo creí que conocía mejor a Elisa,
pero...
“Los ojos de Clara permanecieron abiertos y brillantes mientras
Irving volvía a tocarse la sien. ¿Había oído lo que había oído?
“—¿De qué tú estás hablando ahora?
“—De los desastres de Elisa..., de los que sé y que tú debes
saber. Puede haber otros. Pero dos los sé. Se acostó con los dos, ¡con los dos!
¿Y no viste cómo se puso Liuba con Fabio [arquitectos encumbrados en el régimen
dictatorial, que son esposos con una hija, seis
años menor que Ramsés] el otro día cuando salió el tema del embarazo de
Elisa?
“Clara, atónita, negaba con la cabeza.
“—¡Por Dios, Irving! No puede ser... ¿De verdad Elisa se templó
a Walter y a Horacio? –logró al fin hablar—. ¿De verdad? ¿A los dos?
“—Después te cuento lo que me dijo Horacio [...]”
¿Y qué le chismeó Horacio al chismosillo y entrometido por
antonomasia?: “Más bien fue al revés, compadre. Ella se acostó conmigo. Tú
sabes que yo jamás le haría algo así a un amigo.” Que sólo fueron dos veces;
que siempre usó condón y que el embarazo “podía ser un regalo de Walter”. A lo
que Irving revira aleteando la puntiaguda y venenosa viperina: “Ella me juró
que no se había acostado con él.” Y sin dejar de sembrar insidia añade: “Elisa
quiere matarte por andar diciendo que ella se acostó con Walter...”
Pero lo que Horacio no le reveló al indiscreto y chismosillo corre ve y dile fueron los detalles de esos encuentros sexuales sucedidos, en septiembre de 1989, en el departamento de una veterinaria colega de Elisa, donde había un gato al que alimentar. Por entonces Horacio llevaba ya cinco años de profesor en la “Facultad de Física, donde impartía el curso de Física Experimental”, mientras “había comenzado a preparar su tesis de doctorado en la especialidad de ciencias de los materiales” (doctorado que logró antes de largarse de la mediocridad cubana). Al tercer encuentro sexual previsto, Elisa no llegó y él se quedó horas chupándose el dedo “en los escalones que daban al acceso a los apartamentos”. Y en el momento de irse, vio desde fuera luz en el interior del departamento y regresó, subió, tocó y se topó con la colega de Elisa, dueña del gato; y antes de marcharse se le ocurrió pedirle su reloj que dejó olvidado. La mujer, molesta y huraña, previamente habló por teléfono con Elisa. Lo dejó esperando en el vano de la puerta y luego regresó con “una pequeña bolsa de nailon” y le dijo como si le entregara un bicho infecto y contagioso: “Dentro están su reloj y su fosforera”. El reloj Patek Philippe era el suyo, pero el encendedor de bencina era el de Walter: “un par de cilindros soldados entre sí, de un color ocre desvaído, manchados por algunos destellos de su original barniz dorado y con unas letras en caracteres cirílicos grabadas en un costado.” Horacio guardó ese encendedor como prueba fehaciente del presunto club de alterne de Elisa e incluso lo preservó al fugarse de Cuba en una lancha el 17 de agosto de 1994 y durante los años de exilio en Estados Unidos y en Puerto Rico. De modo que lo lleva consigo el día de abril de 2016 que vuela de San Juan a Miami para encontrarse con Marcos —el hijo menor de Darío y Clara—, quien previamente le señaló, por teléfono, el obvio parecido facial entre él y Adela Fitzberg, su novia neoyorquina de 26 años de edad. Es decir, en el perfil de Clara en Facebook, auxiliada por Bernardo (cuyo oficio es arreglar computadoras a domicilio y en la etapa terminal en la casa de Fontanar), recién ella subió la foto de la celebración de su 30 aniversario el 21 de enero de 1990, recién hallada por ella entre las páginas de La insoportable levedad del ser, precisamente en la edición príncipe que Tusquets publicó en Barcelona en diciembre de 1985, en cuya portada observó, proyectándose, el collage de Max Ernst: La pubertad cercana a las Pléyades (1921).
Colección Andanzas núm. 25, Tusquets Editores Barcelona, diciembre de 1985 |
Y al observar la foto del Clan en la laptop de Marcos, precisamente en el departamento que comparte con él en Hialeah, Adela Fitzberg descubrió que esa Elisa Correa, embarazada, es la veterinaria Loreta Fitzberg, ¡su madre cubana!, quien detesta, desprecia e insulta todo lo cubano (Marcos incluido: “un balsero cubano muerto de hambre, sin oficio ni beneficio, con las uñas sucias de grasa..”) y todo lo que tenga que ver con la Guantanamera y Cuba (“el que anda con mierda termina oliendo a mierda”). Y que ella, la neoyorquina Adela, está en gestación dentro de la panza de ese notorio embarazo y que el psiquiatra argentino Bruno Fitzberg no es su padre biológico.
Ejemplo 3. Entre las páginas 407-414 (capítulo diez sin título
de la parte seis de la obra) la voz narrativa narra el regreso a La Habana del
físico Horacio para asistir al entierro de su madre. En la página 408 se dice
que Horacio llevaba “siete años de ausencia”; “siete revulsivos años de
lejanía”, se reitera en la página 409 y que tiene autorizados “solo cinco días
en Cuba”. Es decir, corre el año 2001, puesto que entre las páginas 320-323 se
narra que el 17 de agosto de 1994 salió hacia el sur de Florida en una lancha “con
ocho tripulantes a bordo (dos más de los que debía de cargar)”. En ese regreso
a La Habana para asistir al entierro de su madre, Horacio le trajo de regalo a
Marcos una “gorra de los Yankees de Nueva York”. No obstante, en la página 333,
donde Marcos, en abril de 2016, se reencuentra con Horacio en Miami y lleva
puesta esa mima “gorra azul marino de los Yankees de Nueva York”, el físico le
dice que se la regaló hace “Trece años. Cuando fui a enterrar a mi mamá”. Lo
cual también es un cálculo errado, Watson, pues si hubiera sido hace “Trece
años” el presente sería 2014, el año que Marcos, por sus corruptelas “en una
empresa constructora donde dirigía el taller de mantenimiento” (“allí se robaba
todo y se vendía de todo”) se vio impelido a emigrar de Cuba a los Yunaites y
el año que empezó, con fogosidad erótica, su relación de pareja con Adela
Fitzberg, cuya recíproca conmoción
hormonal empezó el “18 de agosto de 2014”, se precisa en las páginas 58 y
29 (“imposible olvidar la fecha”, piensa ella). Pero es abril de 2016, el año
del viaje de Obama a Cuba y el año que Adela Fitzberg cumple 26 años el 27 de
mayo, y el año que descubre que su padre argentino no es su padre biológico y
que su madre, más cubana que la Guantanamera,
ha usado un nombre falso y por ende su madre, proclive a los caballos (y con
olor a caballo Cleveland Bay), ha cabalgado a pelo todos esos años sobre el estercolero
de una oscura y gran mentira pseudobudista. “Lo oscuro siempre genera
oscuridad”, rumiaría con su retórica de cosmogónico “plan budista”. Y Horacio
con su filosofía física de boletero de cine habanero: “causas y efectos, acción
y reacción, todo sucede porque antes sucedió algo”.
Pero el caso es que en la página 414, la última del citado
capítulo diez sin título, Horacio les cuenta a Bernardo y a Clara (quienes son
pareja desde “finales de la primavera de 1997”) que Irving, en España, “hace
poco vio a Elisa”. Lo cual de inmediato chirría a yerro de los chirriantes y
estridentes yerros de huitlacoche, pues aquí estamos a siete años de que
Horacio salió de Cuba: 1994-2001, y la fugaz imagen de Elisa que tuvo Irving en
Madrid ocurrió “Una calurosa mañana de julio de 2004”, lo cual se narra entre
las páginas 222-223. Y más aún: el histórico e indeleble uno cero del 4 de
julio de 2004 implícitamente se alude en el fragmento que cierra ese capítulo:
“A sus pies, doblada por la mitad, estaba la edición dominical
de El País, en cuya portada se destacaba
un titular: GRECIA GANA LA EUROCOPA, y un bajante de antología añadía: ‘Los
griegos, codo con codo como un solo hoplita, aguantaron el primer tiempo y
apuntillaron en la reanudación a Portugal’.”
Grecia gana la Eurocopa en Portugal Foto: As.com |
O sea, mientras ese domingo 4 de julio de 2004, Irving ritualmente hojeaba El País en el entorno de la escultura de El Ángel Caído (“ya llevaba casi ocho años viviendo en Madrid”), vio a una “mujer rubia”, que “era Elisa Correa” (“Elisa es blanca blanca” —pero en 1990 “No era rubia como Loreta”—, “Walter era medio rubio” y Horacio es medio mulato), a quien no veía desde “hacía casi quince años” (hace 14 años y casi 4 meses), quien “tendía un brazo sobre una adolescente de pelo oscuro para dejarse fotografiar por un hombre robusto, calvo y sonriente” (Bruno Fitzberg). Cuando los ojos de Elisa se encontraron con los ojos de Irving, ella “hizo un gesto con la cabeza que marcaba una negación. Para no dejar margen a las dudas, la mujer repitió el movimiento y le retiró la mirada. Irving dejó de sonreír. Los oídos podían explotarle.” En esa “adolescente bellísima, de pelo negro y labios carnosos” (“labios que matarían de envidia a Angelina Jolie y a su cirujano plástico”), “Irving creyó advertir rasgos familiares para él”. Tan familiares que en la mesa de “la paladar del Gordo” (¿Contreras?), a donde Horacio invitó a comer a los paupérrimos y hambrientos Bernardo, Clara y Marcos (sólo faltaron el perro Dánger y Ramsés por andar “fuera de La Habana, recluido en un campamento de estudiantes enviados a realizar un período de preparación militar”), el mentado físico —“profesor auxiliar de Física I y II en la Universidad de Puerto Rico”, y padre de un par de mellizas nacidas en 1998 de su esposa boricua— les cuenta con sus elocuentes y gesticulantes rasgos mulatos: “la mujer vista por Irving en Madrid, la mujer que no podía ser otra que Elisa, viva y coleando, y que le había prohibido acercarse, iba acompañada de una adolescente de pelo oscuro, piel morena y labios gruesos, que, Irving casi lo gritó cuando se lo contaba, se parecía demasiado a Quintín Horacio Forquet, Quintus Horatius en latín”; nacido “en La Habana el 8 de noviembre de 1958” y “bautizado con ese [rimbombante] nombre porque su padre [masón, librepensador y contador graduado, emigrado a los Yunaites ‘el 8 de enero de 1960’] era admirador de Quintus Horatius y sus Odas y Epístolas, en especial la titulada Epístola a los Pisones, la famosa Ars Poetica.”
Angelina Jolie |
Ese elocuente parecido entre el habanero Horacio sin panza (mulato claro con el cabello negro, quizá por “un tinte Clairol for men, como tanta gente en Miami”) y la neoyorquina Adela Fitzberg (con eróticos labios más sensuales que los labios de Angelina Jolie: labios carnosos, cintura de hormiga y protuberancia trasera), también lo advirtió en abril de 2016 el joven ingeniero e ingenioso pícaro (en el invento y en el mercado negro cubano, incluso desde Florida) Marcos Martínez Chaple —alias el Lince, o Marquito [sic] el Lince, o Mandrake el Mago, cuya declaración de intrínsecos principios delincuenciales es que en Cuba se puede engañar y “robar (al Estado) sin considerarse un delincuente, y vivir mejor sin trabajar que trabajando”—, luego de que Adela Fitzberg descubriera y le señalara con el dedo flamígero (a veces onanista) que Elisa Correa, la joven embarazada de la foto del 21 de enero de 1990, es su madre: la veterinaria Loreta Aguirre Bodes (separada en 2005 del psiquiatra argentino Bruno Fitzberg), por teléfono de Hialeah a San Juan, Marcos, algo neurótico y exasperado, se lo subrayó al tío Horacio: “¡Lo evidente, cojones!... Que tienes otra hija. O por lo menos dime que yo estoy loco.”
Al día siguiente de esa charla telefónica, Horacio voló a Miami
para dialogar con Marcos del oscuro meollo (“lo oscuro siempre genera
oscuridad”, volvería a recitar Loreta con su verborrea “budista” de manual
barato y tendajón vegano). Llevó, como prueba acusatoria e irrefutable del
alterne sexual, el encendedor de Walter y el testimonio, firme, de que las dos
veces que se acostó con Elisa usó preservativo y que siempre lleva uno en la
cartera, por si acaso, y por ello “extrajo la billetera del bolsillo trasero
del pantalón y de un compartimiento cerrado sacó un paquete con dos
preservativos”. Pero durante la insomne madrugada en casa de su hermana, antes
de dejar en el laboratorio de un hospital lo necesario para la prueba de su ADN,
Horacio rememoró un minúsculo descuido casi al final de su segundo y último
encuentro sexual con Elisa en septiembre de 1989. Y Adela Fitzberg, en la
búsqueda de las axiales respuestas de su verdadera identidad y origen, a la
mañana siguiente de intentar comunicarse por teléfono con su madre tras
descubrir la foto subida a Facebook en el perfil de la mamá de Marcos, voló a
Tacoma para exigirle explicaciones a su propia madre en el rancho equino de la
adinerada Margaret Miller, donde vive y labora; pero Loreta, como adelantándose
al huracán que venía (con otro nombre e
identificación falsas la veterinaria vio “en el Facebook público de Marcos
la foto del Clan que, justo la tarde anterior, Clara había subido a la red”) se
esfumó sin dejar rastro ni mensajes a nadie (incluso dejó desmontado su
teléfono móvil y sin el chip) y Horacio, en vez de esperar el regreso a Miami de
su hija biológica, regresó en un vuelo a San Juan sin dar la cara en un diálogo
propuesto por Marcos, pues “Tres horas después” de dejar la prueba en el
laboratorio de un hospital, “mientras el vuelo procedente de Dallas en que
viajaba Adela aterrizaba en el Aeropuerto Internacional de Miami, Horacio se
dejaba caer en el asiento del avión que lo llevaba de regreso a San Juan. El
físico que hubiera querido ser filósofo cerró los ojos, trató de relajarse y se
dijo: lo que será, será.”
El nostálgico Padura en su casa de Mantilla |
No obstante, en una de las recurrentes vueltas de tuerca que pueblan la novela (con las que el narrador estira el chicle como le viene en gana, posterga los suspenses, cuenta mil y una historias, y al unísono le jala las narices al lector, quizá hasta el bostezo, el tedio o el hartazgo), entre las páginas 582-589 se desvela (y se descubre) que en ese perentorio viaje de San Juan a Miami el físico Horacio representó una farsa ante el ingenioso ingeniero Marcos Martínez Chaple, pues en realidad y sin confesarle nada al sobrino putativo, fue a constatar lo que ya había conjeturado desde un año antes. Es decir, según se lee en la página 585, “Había sido en los primeros días de ese espléndido mes de abril puertorriqueño de 2015 cuando Marcos le había enviado a su buzón de correo electrónico la foto de una celebración cumpleañera. [Remember que Adela Fitzberg cumple 25 años el 27 de mayo de 2015, pese a que en la página 30, Watson, se lee en que en abril es su cumpleaños.] Cuando abrió el archivo adjunto [a la frase ‘Esta es mi novia. Se llama Adela. ¿Qué te parece?’] y vio la imagen que Marcos, ataviado con una gorra de los Industriales [de La Habana], y el brazo sobre la joven que le presentaba como novia, Horacio había sentido una conmoción: la muchacha detenida en un plano medio resultaba una réplica viva de sus mellizas Alba y Aurora. La tez parecía un poco más clara, pero los ojos, el óvalo de la cara, la nariz y, sobre todo, la forma de la boca, con los labios carnosos delatores de su ascendencia étnica, resultaban tan semejantes que no podía ser algo fortuito, y si lo era, como debía serlo, como tenía que serlo, pues entonces se trataba de un milagro de la naturaleza.” Tan milagroso es ese milagro de la naturaleza que la chica milagrosamente se parece a él.
Angelina Jolie |
Y más aún: “Horacio buscó en su archivo fotográfico digitalizado una imagen de su madre cuando andaba por los veinte años y vio en el rostro más oscuro de su progenitora la réplica de los rasgos faciales que caracterizaban a Aurora, Alba... y a la tal Adela. Como un cuño persistente [kármico de oscuridad, rumiaría Elisa sentada en flor de loto y en medio de una nube de incienso] que se hubiera transmitido desde su madre mulata hacia el futuro de la humanidad.” Y en el mismo tenor encubierto y ladino, al recordar que “unos años atrás [Irving] le había comentado de su cruce en Madrid con una mujer que debía ser Elisa, acompañada de una joven que podía ser hija de la presunta” y “se parecía a Horacio”, le envió a Irving esa foto que le envió Marcos, preguntándole si la chica se “parecía a alguien”. E Irving, más rápido que Bruce Lee, respondió con un cañonazo de cotorra parlanchina: ‘¿Que a quién se parece?...’, le escribió en un mensaje de texto. ‘Se parece a la muchacha que vi en El Retiro hace unos años... La muchacha de que te hablé y tú te reíste de mí... ¿Te acuerdas?’ Horacio no le respondió. Aún no podía ni quería hacerlo.”
Bruce Lee |
Pero el caso es que esa tarde de abril de 2015 en que Horacio, en San Juan, camina, pasea y descansa con su esposa Marissa, de 49 años y en buena forma, la pone al tanto de lo que pudo haber ocurrido hace un cuarto de siglo, e incluso le muestra los pelos de la burra y de qué lado mascó la iguana, o sea: la foto que le envió Marcos y le bosqueja la incertidumbre sobre lo que debe o no de hacer.
“—No lo sé, Mari... —dijo al fin—. ¿Quieres que me haga una
prueba de ADN y se la haga a la novia de Marcos? ¿Porque se parece a las niñas
y a mí? ¿Para qué...? ¿Y con qué derecho puedo cambiar la vida a una persona
que no me ha pedido nada y que de ninguna manera puede ser lo que parece? Lo
pienso y siempre me digo que es mejor saber que vivir con la duda. Pero creo
que a estas alturas cualquier cosa que haga sería revolver la mierda, y cuando
se revuelve, apesta otra vez... Nadie sabe nada de Elisa ni por qué
desapareció. ¿Fue por mi culpa? ¿Pero quién carajo es Loreta Fitzberg, la madre
de Adela? ¡Yo no conozco ninguna Loreta, coño! ¡Qué desastre, por Dios!... No,
no es posible —dijo, pero cada vez con más conciencia de que la negación
escondía una lamentable estrategia de autoengaño.
“Marissa le tomó la mano y lo obligó a mirarla.
“—¿Qué vas a hacer, Horacio?”
Vale observar que en ese contexto, entre las páginas 582-598,
tampoco no faltan los infalibles frijolillos en la sopa de letras cubanas maceradas
y cocinadas en Mantilla; es decir: los yerros con el tiempo, que son una plaga,
pues las íntimas evocaciones de Horacio y el diálogo confidencial con su esposa
Marissa en el escenario boricua de San Juan, se suceden a fines de abril de
2015. Es decir, según se lee en la página 291: “Quintín Horacio nació en La Habana
el 8 de noviembre de 1958”, por ende aún tiene 56 años; y pese a la retórica intertextual
es un yerro decir, en la página 582, que “Horacio se acercaba a la cumbre
borrascosa de los sesenta años” (en rigor le faltan cuatro); aseveración que se
repite en la siguiente página con un recurrente retintín nerudiano: “Hasta que
pudiera [padece de desgaste en los meniscos y recién de ciertos desajustes
gástricos] y, mientras, caminar y nadar, mantenerse en la buena forma aunque la
vida y el tiempo también caminaran a su ritmo implacable y lo acercaran a sus
sesenta años de residencia en la tierra.”
Luego, en la página 583, se lee que la relación matrimonial de
Horacio y Marissa “ya andaba por las dos décadas”; pero aún anda por los 18,
pues en la página 328 se narra que un año después de su reencuentro en Nueva
York, sucedido en “enero de 1995”, “Horacio Forquet se convertiría en el esposo
de Marissa Martínez, [y] tres [años] más tarde en el padre de unas mellizas”:
“Alba y Aurora”.
Brad Pitt y Edward Norton en la época de El club de la pelea (1999) |
Ejemplo 4. En la página 243, cuando Adela Fitzberg está, en abril de 2016, en el rancho equino (cercano a Tacoma) en busca de Loreta y de los oscuros secretos de su verdadera identidad, se lee que “tuvo entonces la certeza de que su madre de cincuenta y seis años debía ser la amante de aquel hombre [Rick Adams, con un ‘parecido al Brad Pitt de los tiempos de Fight Club’] quizás un par de años mayor que Marcos”. Es decir, esa afirmación implica que la veterinaria Elisa Correa nació en 1960 y por ende es contemporánea de la ingeniera Clara Chapel y tendría que cumplir el medio siglo en 2010 y no en 2009. No obstante, en la página 450 se lee que por insistencias de Margaret Miller, la sesentona dueña de la granja equina en las cercanías de Tacoma (e inminente pareja lésbica de la veterinaria cubana), “No podían dejar de celebrar los primeros cincuenta años de vida de Loreta, el 20 de abril de 2009.” Lo cual supone que Elisa no nació en 1960, sino en 1959, año que no podría haber olvidado Adela Fitzberg, puesto que, se lee en la página 450, “Dos semanas antes del aniversario” de su madre, ella la visitó, por su cumpleaños, cuatro días del “fin de semana largo de la Semana Santa”.
Vale añadir que el colofón de esa celebración el 20 de abril de
2009, cuando ya Adela regresó a Miami, fue el inicio del vínculo lésbico entre Margaret
Miller y Loreta (la hembra dominante de la pareja), que por lo que se lee entre
las páginas 456-457, con un deje de supremacía feminista, quizá androfóbico, el
milenario y sabiondo Kama-sutra les
queda chiquito:
“Los encuentros sexuales de las dos mujeres maduras había tenido un primer momento de desenfreno casi juvenil, que con los meses se fue asentado hasta derivar en una placentera relación de pareja sostenida por la complementación y la desinhibición. ¿O tenía razón Miss Miller y se trataba de la existencia de lo que se llamaba amor? En la intimidad, desnudas sobre el elegante lecho inglés king size del aposento de Miss Miller, las dos mujeres se sintieron plenas y activas, compartieron cigarros de marihuana (a sus cincuenta años, Loreta al fin atravesó una valla que, por miedos y malas experiencias, tanto había temido cruzar), se excitaron con películas porno, experimentaron con penes de goma en consistente erección, se lubricaron con mantequilla, aceite de oliva griego, escupitajos y hasta se untaron mermeladas que se lamían. Ambas se confesaron en algún momento que jamás habían tenido tan intensos orgasmos ni explorado estrategias tan radicales y reconocieron que los hombres de sus vidas quizás habían sido potentes, fuertes, resistentes, pero poco creativos, hombres al fin y al cabo.”
Ejemplo 5. Nadie, por default, acepta y pregona a los cuatro pestíferos vientos, con maracas, clave y bongó, y meneando las caderas, que tiene 26 años cuando aún no los cumple, ni mucho menos ritualmente celebra su aniversario, en el íntimo núcleo familiar (o del Clan), un día que no le corresponde en el calendario ni en las efemérides familiares. No obstante, esto sí ocurre con Adela Fitzberg desde el primer capítulo de la novela y empieza a sucederse cuando, por teléfono móvil, su madre, desde la granja equina cercana a Tacoma donde trabaja y vive desde hace una década, le recuerda, en la página 18, que el moribundo Ringo Star —el caballo Cleveland Bay con una estrella en la frente— tiene su misma edad: “Veintiséis...”. Y entre las páginas 19-20 se da a entender (y por ende se narra) que corre el mes de abril de 2016, pues Yohandra, su compañera de trabajo en la Universidad Internacional de la Florida (en cuyo local de las Special Collections la neoyorquina tiene “una plaza como especialista en bibliografía cubana”), “señalando la pantalla de su computadora, le comentó que parecía que de verdad el presidente Obama iría a Cuba, qué tipo más bárbaro... Adela salió al jardín arbolado que rodeaba el recinto de la biblioteca, donde la recibió el calor húmedo de Miami que ya imperaba a esas horas de la mañana de abril.”
Obama y su hija en un paladar habanero |
(Vale observar, entre paréntesis, que ese corcel Ringo Star tiene por ancestral ascendiente, de estirpe literaria, el hermoso caballo salvaje con una estrella blanca en la frente que Yakub el Doliente ve, en el minúsculo espejo de tinta, conjurado —por unos instantes en su ahuecada mano derecha— por el nigromante Abderráhmen El Masmundí, según se lee desde 1933 en el consabido cuento del transcriptor y calígrafo Jorge Luis Borges.)
Luego, en la página 30, se narra que Adela Fitzberg nació en
abril de 1990, pues se lee: “Cada uno de sus diecisiete años, cumplidos en
abril de 2007, Adela los había vivido en el apartamento de renta congelada de
Hamilton Heights, en West Harlem [Nueva York], ocupado desde hacía casi veinte
años por su padre, Bruno Fitzberg.” No obstante, en la página 282
arbitrariamente se cambia la fecha del nacimiento de Adela, pues casi como
colofón de algunas de las mentiras que Loreta/Elisa le contó a Bruno Fitzberg
sobre su origen cubano y sobre cierta “reencarnación” pictórica francesa
(datada en 1881), narra la omnisciente, titiritera y ubicua voz narrativa con
indicios de amnesia: “Unas semanas más tarde, en un juzgado de la ciudad [de
Nueva York], Elisa Correa Miranda, alias Loreta Aguirre Bodes, alias Aline en
otra existencia vivida en la belle époque,
aceptó el anillo que la enlazaba con Bruno y pasó a llamarse Loreta Fitzberg, y
su hija, reconocida ahora por el ahora esposo de la madre, fue legalmente
rebautizada como Adela Fitzberg, hija de Bruno y Loreta, e inscrita como nacida
el 27 de mayo de 1990.”
Ese día de abril de 2016 que Loreta le habló por teléfono sobre
el inminente fallecimiento de Ringo
(el hermoso caballo Cleveland Bay que ama con aprehensión como si fuera hijo de
sus entrañas), Adela le recomendó que lo ayudara a morir: “Hazlo tú. Con Cariño.”
Le dijo. Y Loreta lo sacrificó con mimos y una inyección. Así que cuando Adela
llega al rancho equino en busca de su madre para exigirle perentorias explicaciones
sobre su verdadero origen paterno y perentorias explicaciones sobre la
verdadera identidad de su progenitora, apenas han transcurrido tres días del
sacrificio del caballo y de la huida de Loreta (p. 237), tanto de la granja
equina, como de Tacoma. (Incluso parece que huyó, al unísono, de la voluminosa
y larga novela, pues el desocupado lector, quizá embebido y expectante, o
aguantándose el sueño, el tedio o el hartazgo, no vuelve a saber nada de ella hasta
que arriba a la página 609, que es el preludio del desenlace de la obra.) Así
que en ese “escape” manejando por carretera como en una road movie hollywoodense (algo que también hizo cuando en 2006, para
trasladarse a la granja equina cercana a Tacoma, abandonó la veterinaria donde
laboraba y su departamento en Union City) en un momento Loreta/Elisa se detiene
“en la desangelada Norman, Oklahoma City” (sic),
y mientras está rellenado su pantagruélica panza de yogui “budista” con un “sirloin de dieciséis onzas, término
medio, con papas fritas y ración doble de ensalada de verduras, y un zumo de
naranja natural, sin hielo ni pajita absorbente”, mete las narices y husmea
sibilina en los públicos perfiles de Facebook de su hija y de Marcos y demás
chismográfica y exhibicionista fauna del Clan disperso. Y según se lee en la
página 612: “Con la curiosidad ya desvelada, logró fijar algo del destino que
en veintiséis años habían construido personas con quienes en su juventud había
convivido en intensa intimidad y a cuya existencia había renunciado de forma
radical.” El caso es que “En el muro de entrada [de Clara]. La recibió la foto
del que había sido el bello Bernardo, demacrado y sonriente, con algunas
pelusas enfermizas sobre el cráneo y un vaso sostenido en alto y mediado de lo
que, tratándose de Bernardo, no podía ser otra cosa que ron. Entonces leyó que
el día anterior, 25 de abril de 2016, a los cincuenta y siete años, había
muerto de cáncer de pulmón. ‘Como lo pidió, en su casa de Fontanar, sin dolor
[en realidad, en la intimidad de la recámara, sí fue con mucho dolor y
sufrimiento], en paz con Dios, con los hombres y consigo mismo, más convencido
que nunca de que somos polvo en el viento y que alguna vez, después de tantas
derrotas, llegaremos a la victoria final’, según advertía Clara, que agradecía
a los amigos el apoyo ofrecido a ella y a Bernardo durante todo el proceso de
la enfermedad.”
Pero el caso es que, se lee en la página 637, “Adela no había
vuelto a tener noticias de la mujer desde la mañana —que a la joven ya le
parecía remota— en que su madre la había llamado para hablarle del necesario
sacrificio de Ringo [el caballo su
misma edad]. El mismo y preciso día que se había cerrado con la revelación de
que Adela era y no era Adela Fitzberg y que Loreta era en realidad alguien
llamado Elisa Correa. Habían transcurrido treinta y siete días, durante los
cuales todas las mañanas, incluidas las que pasó en The Sea Breeze [el rancho
equino cercano a Tacoma], armada con una fe que se le fue diluyendo, la joven
había esperado la llegada de una señal que al menos mitigara sus ansiedades.”
Así que ese domingo, en el departamento que comparte con Marcos en Hialeah,
cuando ambos se alistan para ir a la playa, inesperadamente, y sin decir agua va, se apersona la señal “kármica”:
nada menos que Elisa Correa Miranda, vivita y coleando, y con la aceitada viperina
y malaleche de siempre:
“Anoche dormí en Naples. Estaba agotada... Vengo manejando desde
Tacoma... He recorrido todo este cabrón país si saber bien para dónde iba... [Quizá
en busca del Nirvana más allá de la Tierra de Nunca Jamás. ¡Acelera Louise!] Necesitaba estar
sola [para rascarse el culocéntrico ombligo]. Pensar en lo mismo y no pensar en
nada [o en la nadería de la nada].
Meditar mucho [¿En postura de yogui de tarjeta postal?], limpiarme por
dentro... [¿Con los malabares, los ensalmos y el humo de algún babalao?, quizá tributario del
dios Elegguá, el orisha africano que
cuida de los veintiún caminos de la tierra pues tiene las llaves del destino.]
Hasta que hace unos días estuve en una ciudad de Oklahoma que se llama Norman.
Me pareció que era uno de los lugares más feos del mundo... Pero la verdad es
que esta ciudad compite con Norman.
“—¡Por Dios, Loreta! —exclamó Adela.
“—Perdón, Cosi [cariñoso apocope del
apelativo Cosipreciosa], perdón... ¡Pero es la verdad!
“—Buena eres tú para hablar de
verdades...
“—En Norman me enteré de la muerte
de Bernardo... y rectifiqué el rumbo. Ya era suficiente... No puedo más...”
Angelina Jolie |
Pero el caso es que Adela en un momento le pregunta a su madre:
“—Antes de seguir, dime una cosa..., ¿quién es mi verdadero padre?
“—Supongo que ya sabes que es
Horacio.
“—Y por qué no hablaste con él. El
hijo... —Adela se detuvo al darse cuenta de que se refería a sí misma—. Horacio
tenía derecho a saberlo, ¿no?
“—Hace veintiséis años estuve a
punto de decírselo... Por cierto, faltan doce días para tu cumpleaños, mi
Cosi... Adela asintió, pero se mantuvo en silencio—.”
Lo cual implica que esos llevados y
traídos 26 años, cantados una y otra vez, Adela no los cumplía en el mes de
abril, pese a que así lo dijo la omnisciente y ubicua voz narrativa al referir
el 17 aniversario de Adela Fitzberg en 2007 (p. 30) —el año que, en contra de
las expectativas de su lépera y vocinglera madre, ella decidió trasladarse de
Nueva York a Miami para hacer “el bachelor
en Humanidades en la Universidad Internacional de la Florida”—, sino en el mes
de mayo, dado que fue inscrita “como nacida el 27 de mayo de 1990” (p. 282).
¡Vaya caos! ¡Un remolino! ¡Como polvo en el viento!
Colección Andanzas, Tusquets Editores Octava reimpresión impresa en México: febrero de 2020 |
V de VII
Firmada
En Mantilla, abril de 2018-abril de 2020
por Leonardo Padura, la novela Como
polvo en el viento está dispuesta en diez partes con epígrafes, números y
rótulos, las cuales comprenden una serie de capítulos sin números ni títulos.
El Clan de amigos y parientes, cuyo origen y dispersión in progress se narra en la obra, debe su apelativo a la lectura —clandestina,
embebida, especular y alucinante— que a principios de los 80 sus miembros
hicieron de 1984, el distópico, pesadillesco,
quimérico y antitotalitario libro de Georges Orwell publicado en inglés, en
1949, que ellos devoran y metabolizan en el clandestinaje casi como un delito del pensamiento (ideocrimen o crimental) que refleja y proyecta la opresión y el astroso statu quo de la Cuba sovietizada en la
que entonces subsistían entre mil y una carencias económicas y limitaciones
libertarias. “Elisa, que lo trajo al cónclave, había accedido al libro (forrado
con la carátula de una revisa coreana) gracias a Irving, a quien se lo había
prestado un amigo de Joel que lo había heredado de un amigo que unos meses
antes había salido de Cuba gracias al éxodo masivo de El Mariel.” Mediática y
variopinta emigración hacia los Yunaites sucedida en 1980, entre el 15 de abril
y el 31 de octubre. “Aún conmocionada por la lectura, Elisa, con el apoyo
entusiasta de Horacio, se encargó de inducir a Clara a su lectura”; y ella
“recordaría las setenta y dos horas de 1981 que le concedieron para devorar el
libro”, entonces “considerado subversivo por comisarios culturales soviéticos y
cubanos”. (Lo cual recuerda que a Winston Smith le dieron 14 días para devorar
y devolver el libro proscrito atribuido
al legendario y mítico Goldstein, cuya lectura clandestina supuestamente te
convierte ipso facto en miembro pleno
de la clandestina y camuflada Hermandad perseguida por el Big Brother y la Policía del Pensamiento.) “Había sido como
emprender un tránsito revulsivo por un túnel de angustia y al final del cual la
esperaba Elisa, proyectándole en la cara y el alma una luz cegadora, aun
cargada de advertencias: ¿Orwell era un fabulador desbocado o un escritor
realista?”
Libros del Zorro Rojo Primera edición impresa en Barcelona: octubre de 2021 |
Los miembros fundadores del Clan, ingenuo e inocuo en sus entrañas, son universitarios educados en la Cuba de la dictadura del “socialismo científico” de los años 60, 70 y 80. Incluida Elisa, quien pasó seis años de su infancia y adolescencia en Londres, dado que su padre fungía de agregado comercial (y espía encubierto) en la embajada cubana. Y, al parecer, todos fueron creyentes ideológicos de la Revolución de los barbudos que el 1 de enero de 1959 encabezó Fidel Castro, el Big Brother de Cuba, el eterno líder y guardián de la Revolución desde los primerísimos días, siempre ataviado con su uniforme militar verde olivo, cuyos ojos te vigilan y te siguen, con el culo al aire, estés donde estés en la isla (o fuera de ella), incluido el hoyo negro del obstruido retrete de cada hacinado solar. El físico Horacio y el neurocirujano Darío, los más aventajados intelectualmente, fueron miembros de la Juventud y del Partido. Y se infiere que también lo fueron Fabio y Liuba, la pareja de arquitectos: “confiables, optimistas y militantes”, quienes enviados a un congreso a la Argentina, decidieron desertar allí y exiliarse en Buenos Aires en diciembre de 1992, donde fatalmente se mataron en un accidente ocurrido en mayo de 1995. Walter, becado en Moscú, estudió “Muralismo y Escultura Moderna en la Academia V.I. Súrikov”. Y en los días del 30 aniversario de Clara y de su presunto suicidio, se decía acosado y vigilado y quería huir de Cuba ipso facto (necesitaba dólares y el subrepticio contacto con un diplomático checo), pero no por motivos ideológicos, subversivos, políticos o económicos, sino por la oscura turbiedad en la que se movía al margen del Clan. Al parecer fumaba mota y esnifaba cocaína, y andaba metido en el tráfico de drogas y en la falsificación de obras plásticas para el mercado negro; y, por si fuera poco, al parecer era informante de la Seguridad del Estado o de la policía, pese a que él señalaba a Guesty, la novia de Horacio, como la supuesta espía infiltrada en el Clan (o sea: era la presunta chivata o agente de la Policía del Pensamiento, en términos orwellianos).
Ilustración de Scafati (detalle) |
Y es precisamente esa zona oscura y turbia de Walter la que se conecta con Roberto Correa, el padre de Elisa —excelente cantor del son montuno en cuestión de espionaje, delación, asociación delictuosa, mercado negro, contrabando y mil corruptelas, que si bien perdió su privilegiada labor supuestamente diplomática (al parecer era el espía de los espías) y lo confinaron en su casa habanera sin tocarle un pelo (y quizá ni la cartera ni los dólares escondidos en algún paraíso fiscal), no lo encarcelaron ni lo enjuiciaron ni lo fusilaron por traición a la patria, como sí ocurrió con militares y policías condenados, en 1989, en un proceso en el que estuvo involucrado hasta las heces; sin embargo, terminó suicidándose y, según se chismeaba en el Clan, volvió loca del coco a su mujer—. Pero también se conecta con la huida camuflada y el cambio de personalidad de Lucía. De esos oscuros y apestosos entretelones más o menos Bernardo le charla a Horacio, de un modo confidencial y exclusivo, en la etapa terminal de su vida. Y en la Noche Vieja de 1995 algo de eso les parlotea con desparpajo a Clara, a Joel e Irving: “ella me manipulaba”, dijo; “Hubo cosas que nunca supe y otras que sí sé pero de las que nunca voy a hablar, ni aunque me pongan en la hoguera”. Y también lo hace la propia Elisa con Adela, cuando inesperadamente se presenta en el departamento que su hija comparte con Marcos en Hialeah. Pero, dada el consabido hecho de que Elisa Correa miente como respira, transpira, traga, coge y defeca, sería ingenuo suponer que le contó la verdad y toda la recontra verdad como si en sánscrito le recitara un mantra con resignación budista. Pues, según le revela, Bernardo y ella presenciaron el preciso instante en que Walter se arrojó desde lo alto del rascacielos de 18 pisos; incluso, extraña, estúpida y reveladoramente, después de 26 años lleva con ella el llavero del pintor; o sea: las llaves del destino de Walter, entre las que tintinea y refulge la llave de la entrada del rascacielos y más aún: la llave del vuelo de Ícaro o sea: la llave del candado de la azotea. Sin embargo, o por eso, se transluce o subyace la sospecha (o la confesión) de que alguno de los dos, o ambos, o quizá solo ella lo haya empujado, puesto que había una virulenta discusión y acoso en el que Walter, supuestamente, pretendía chantajear a Elisa: dizque que le exigía los dos mil dólares que le faltaban para completar los cinco mil que le pedían por sacarlo de la isla. Y Bernardo, para defenderla y protegerla, se presentó en la azotea con una barra de hierro.
Por su parte, Marcos el Lince huyó de Cuba antes de caer en la
cárcel, dada la pestilente red de corrupción sistémica y burocrática en la que
estaba metido hasta el cogote. Y Ramsés, con la cabeza fría y mirando hacia su
futuro personal, decidió irse de la isla el “18 de abril de 2004” y dejar
truncos sus estudios de ingeniería para continuarlos en Europa y no verse
semejante a su madre:
“Mami, si termino la carrera, tengo
que esperar por lo menos dos o tres años para que me dejen salir del país. Si
no me gradúo, puedo irme cuando quiera. Este es el momento. Tengo que hacerlo.”
“[...] Pero sobre todo me voy porque aquí, cuando me gradúe, me
van a dar un título de ingeniero, uno más o menos igual que el tuyo, de la
misma universidad donde tú te graduaste y... porque no quiero que a los
cuarenta y pico de años mi vida se parezca a la tuya, mami.
“—¿Pero qué?...
“—Perdóname si lo que te dije te ofende. Perdóname. Porque tú
has sido la mejor madre que cualquier pudiera tener, la persona que siempre
piensa en los demás antes que en ella, la que le puede dar a los otros hasta lo
que no tiene..., porque eres la mejor persona que conozco. Pero tu vida se ha
hecho mierda...
“—¡Qué tú estás diciendo! —gritó Clara, al fin desatada su
anonadada capacidad de reacción—. ¿Con qué derecho?
“—Claro que no tengo derecho a juzgar tu vida. Pero tú tampoco
tienes derecho a decidir la mía. La cosa es simple... ¿Qué nos hubiera pasado a
todos nosotros si el cabrón de mi papá no nos hubiera mandado lo que tú misma
llamabas ‘los salvavidas’? [De hecho, Darío es el ricachón del Clan y el más
proveedor.] ¿Y si Horacio y hasta el pobre de Irving no se hubieran acordado a
cada rato de nosotros? —Clara sintió que su hijo la lapidaba, con verdades
incontestables más que con piedras pesadas—.”
Y si bien el “cibernético” Bernardo
logra salir del alcoholismo gracias a la terapia en una clínica y al apoyo
doméstico y afectivo de Clara, pese a que es considerado “el mejor del Clan”,
en realidad es un maleta y un perdedor por los cuatro cachetes. Y cuando se
muere de cáncer, Clara se queda sola en la casa de Fontanar, su laberinto, su inextricable
caracol imantado por la mítica piedra.
Irving,
de diseñador gráfico a tejedor de macramés en La Habana, pudo fugarse de la
mediocridad de Cuba, a los 36 años, y viajar a España en 1996, gracias al apoyo
del Clan (y en 1999 lo alcanzó Joel, con quien vive en un departamentico en el madrileño
barrio de Chueca); es decir, gracias a una visa conseguida a través de una
falsa invitación orquestada por Darío, y hasta el adolescente Ramsés puso sus
ahorros (de la venta de sus conejos y de otros enseres de su ingeniosa subsistencia)
para completar el costo del pasaje de avión a Madrid.
En los fragmentarios vaivenes del desarrollo de la trama, además
de la mentira de que Elisa no le mentiría a él, destacan tres infundios que
translucen su personalidad chismosa, entrometida, deslenguada, venenosa, desleal,
traicionera y paranoide. Uno es afirmar que Walter se acostó con Elisa, pues no
le consta y no es cierto, dada la antipatía y el pique (incluso con magullones
en la piel de Elisa) que media entre la veterinaria y el pintor. Otro es cantar,
por aquí y por allá, que Guesty es la espía infiltrada en el Clan, inducido por
el hecho de que Walter sembró esa perniciosa calumnia y porque él mismo la vio
en la cárcel, o le pareció verla —no está seguro—, mientras, con angustia y
fóbico hasta el esfínter y las heces, estuvo preso 6 días y 5 noches,
investigado, presionado e interrogado por el presunto suicidio de Walter. Lo
que sucedió —y se narra en la obra—, fue que a María Georgina, alias Guesty —una
joven diez años menor del promedio treintañero de los demás—, la detuvieron un
día para interrogarla en torno al suicido de Walter (entonces los polis le
echaron en cara el supuesto de que ella se decía policía, esto porque alguien del Clan lo chivateó: ¿Irving?,
¿la cotorra arrabalera del solar?) y ese fugaz careo en la prisión, si fue
real, se infiere que no fue fortuito: sería una rudimentaria estrategia para
que, aún más aterrorizado, paranoico y fantasmagórico vomitara toda la sopa y aún
más. Pero en esa pesquisa policial el hermano de Guesty fue detenido y
encarcelado (¡dos años!) por la posesión de uno o dos pitillos de mota. Esto se
narra en las tensas discusiones que ella confrontó: una fue con Horacio, cuando
él la buscó a la salida de su trabajo (de auxiliar de economía) para tratar de
hablar con ella y saber si era espía o no. Guesty, obviamente, se indignó y lo
mandó a la cloaca junto a todo el chismoso grupúsculo del Clan. Y la otra fue
con Darío, durante su citado paseo turístico en Florencia del año 2000, donde
coincidieron por la música del azar
(cada uno iba con su pareja). Pero en esa discusión lo que descuella es la
irracionalidad machista y vocinglera del doctor Darío Martínez, pues además de
que se empeña y le restriega en la cara que sí era la espía, otra cosa hubiera
sido si el bato le propina a otro bato —tan machote, majadero y nada perspicaz
como él—, los hirientes insultos con los que a gritos golpea y arrastra de los
pelos a la pobre Guesty. Pero lo paradójico y sorprendente es que Horacio la
buscara para tratar de despejar el supuesto de que era una espía encubierta,
pues con antelación a esa búsqueda, él mismo infiere lo inofensivo e
intrascendente de “la hermandad” del Clan, Guesty incluida:
Ilustración de Scafati (detalle) |
“El grupo, por lo demás, resultaba bastante inocente en sus apreciaciones de la realidad político-social y, quizás con la excepción de los desmanes de Walter, algún desahogo alcohólico de Bernardo, un chiste de Irving o una salida cáustica de Elisa, poco se podía decir de ellos que todo el mundo no conociera por ser parte de su vida y proyección pública. La falta de ‘densidad’ de las posibles inconformidades políticas del Clan hacía dudar a Horacio de la filiación policial achacada a Guesty, pues, ¿para qué vigilar a unos tipos tan poco interesantes que, en realidad, ni siquiera se merecían tal empeño y de cuyas vidas cualquiera que lo deseara podía saber todo lo que habría que saber? ¿El Ejército de Espionaje al Ciudadano (Orwell lo habría llamado así, pensaba) tenía tantos efectivos disponibles como para dedicarles a ellos un miembro profesional, asalariado y a tiempo completo?”
Y el tercer infundio de Irving radiografía su peor calaña de cotorra arrabalera. Vale observar, primero, que en la página 316 narra la omnisciente voz narrativa: “A fines de 1992 los escapados habían sido los confiables, optimistas y militantes Fabio y Liuba. Enviados como delegación oficial a un congreso de arquitectos en Buenos Aires, no participaron ni en una sesión del evento: con la ayuda de un primo de Liuba radicado en Argentina se esfumaron, dejando atrás a su hija Fabiola [futura esposa de Ramsés en Toulouse y futura madre del nieto galo de Clara y Darío; lo luminoso siempre genera luminosidad, rebuznaría la Buda ‘iluminada’ de Tacoma], con la promesa incierta de sacarla del país en cuanto les fuera posible, pues bien sabían que uno de los castigos a los desertores radicaba en la retención por años de sus familiares.” En este sentido, en la carta que Fabio le envía a Clara, datada en “Buenos Aires 22 de diciembre de 1994”, él, Watson, después de exactamente dos largos y morosos años de haberse fugado de Cuba junto con su esposa Liuba (más aún por la nostalgia que los abruma y cala, y por la marginalidad de extranjeros y seres invisibles y no-personas con la que subsisten, con bajos ingresos, ante las difíciles perspectivas de regularizar su extranjería y el uso legal y bien remunerado de sus títulos profesionales de factura cubana), no podría escribirle: “Desde que llegamos, ya hace catorce meses” (p. 366), puesto que llegaron ¡hace veinticuatro!
Esa carta de Fabio, a petición de Clara, es leída en voz alta
por Irving, ante ella y Joel. Están en la casa de Fontanar; es el 21 de enero
de 1995 (ese día Marcos, de 11 años, pegó el indeleble batazo de su fugaz vida de
pelotero aficionado) y celebraron los 35 años de la anfitriona con la matanza y
tragazón de uno de los conejos de Ramsés (hasta Dánger mordisqueó y lamió los huesos). Pero el meollo es que
Irving, con mucha malaleche y sarcasmos, va cuestionado, ironizando y poniendo
en tela de juicio las líneas medulares de lo que Fabio le reporta y comparte a
Clara, cuyo punto neurálgico es cuando le revela las ocultas e íntimas razones
que los orillaron a desertar y exiliarse en Buenos Aires, luego de distanciarse
del Clan: “Porque sin nos alejamos de ustedes, y casi no volvimos a verte
después de lo que pasó con Walter y luego con Elisa, fue porque un día, como al
mes de desaparecer Elisa, el viceministro que tenía que ver con el trabajo de
nosotros citó a Liuba en su oficina, y cuando ella llegó había otra persona,
que no dijo quién era pero Liuba supo enseguida quién era, o más bien lo que
era, que le preguntó cosas sobre Walter, sobre Elisa, sobre Darío y su relación
con un diplomático checo [previo al pleito con el chismoso Irving y a su
presunto suicido, Walter quería, en la búsqueda de su inmediata fuga
clandestina, que Darío lo pusiera en contacto con ese diplomático checo], y
sobre Horacio..., sobre ti también, Clara. Le preguntó mil cosas. Dice ella que
el tipo lo sabía todo de todos, y cuando se iba a ir le dijo a Liuba que ella y
yo debíamos tener cuidado con las amistades que frecuentábamos, que la
situación del país era muy difícil y [...] no se podía admitir ningún tipo de
blandenguerías.”
En resumidas cuentas, esa advertencia o amenaza se aúna a lo que
a Fabio le formuló en corto el pintor y fotógrafo: “porque como dos o tres
meses antes de que pasara lo de Walter, él me había dicho que una persona que
él conocía (no me dijo quién, y creo que yo no quise ni saberlo, incluso en ese
momento tampoco quise creerle a Walter), pues esa persona [quizá el
gansterzuelo Roberto Correa, con quien tenía tratos delincuenciales] le había
dicho que se anduviera al hilo porque ‘están puestos para ti, te están
cazando’.” Y por el miedo a toda esa amenazante y pestilente viscosidad, Fabio
y Liuba decidieron alejarse del Clan. Y sin decirles nada (obviamente por ser
los del Clan unos reverendos chismosos) planearon exiliarse en la Argentina. Así
que Irving —quien parece que da por santurrona e inquebrantable verdad que él
es la única cajeta íntegra y químicamente puritanoide del Clan—, estalla
vocinglero, quizá envidioso y resentido en el trasfondo, dando por hecho que
los chivatos eran Fabio y Liuba:
“—¡Pero qué singao hijoeputa es este tipo!... ¿Saben qué? Que
todo es mentira. Inventó todo eso...
“—¿Por qué iba a inventar eso,
Irving? ¿Inventar que alguien nos chivateaba? Guesty, Walter, qué sé yo... No, Fabio
no tenía que escribirme esa carta ni inventar nada...
“—Sí tenía, Clara, sí tenía. Porque
es mejor tener un culpable que ser el culpable. [Quizá lo dice por él.] Porque
de todos nosotros ellos eran los que más miedo tenían porque podían perder las
cuatro mierdas que les habían dado [hasta entonces el borrachín de Bernardo ha
vivido, solitario desde la desaparición de Elisa, en una mansión de lujo en
Altahabana, otrora asignada a sus encumbrados padres, ya fugados, tras el
triunfo revolucionario; y Fabio y Liuba, al quedarse en Buenos Aires,
renunciaron a sus prebendas burocráticas, incluido el asignado coche soviético
que le envidiaba el neurocirujano Darío Martínez; además de que en Buenos Aires
subsisten en un cuarto trasero brindado por la hospitalidad de Oscar, el primo
hermano de Liuba, leyó Irving, pero hace como que no leyó: ‘Vivimos en lo que
fue su estudio de trabajo, un cuartón en el patio de su casa, con baño
independiente, calefacción y todo, pero, a pesar de las amabilidades de Oscar y
su mujer Camila, con la sensación de que somos unos huéspedes de paso’], miedo
a dejar de ser unos personajitos que se creían importantes. [Aquí el
personajito Irving hace caso omiso de lo que Fabio, militante ideológico hasta
su deserción, aludió líneas antes: la
pérdida de las cosas en que creí, pienso que creí sinceramente, y en las que ya
no creo.] Y cuando vieron que esas cuatro mierdas se les acababan y no
había más, y que el carro ruso ese que les asignaron era un pedazo de lata que
devoraba gasolina y siempre estaba roto y que de personajes no tenían de ni
carajo..., pues se fueron. Así de fácil es la cuestión, Clara, así de cínicos
son estos dos, como otra pila igualitos que ellos que se pasaban la vida
cantando La Internacional y, cuando
les apretó el zapato, volaron... ¡Coño, yo siempre lo supe, siempre lo supe! ¡Y
ahora creo que ellos eran los que nos chivateaban! Y ahora dicen que se fueron
porque un seguroso les metió miedo... No me jodan...”
VII de VII
Con
pasaporte español, en 2010, tras catorce años de exilio en Madrid, Irving
Castillo Cuesta, de 50 años, pudo regresar a Cuba, por unos días, para visitar
a su madre enferma. En este sentido, vale concluir la nota transcribiendo unos
pasajes del capítulo donde Irving regresa al entorno de “los altos edificios de
El Vedado, el barrio donde había nacido y vivido hasta que partió al exilio”. Unos
fragmentos que trazan el miserable y degradante modus vivendi de su madre y hermana, cuyos sórdidos detalles
visuales e intrínsecos evocan algunos de los videos que youtubers cubanos suben a la web,
quienes sin ser documentalistas de profesión, reportan, denuncian y detallan la
miseria y el abandono en que subsisten y sobreviven no pocos cubanos asentados
en La Habana y en otras ciudades y pueblos de la Cuba supuestamente
“socialista” del día de hoy:
“El reencuentro con su madre había
sido demoledor. Aunque la anciana solo se quejaba de achaques normales, como si
estuviera más allá de dolores y penas, de alivios y esperanzas, el ser
estrujado cuyas mejillas besó y mojó con sus lágrimas le pareció la imagen de un
cadáver todavía caliente (apenas caliente). Todo en ella se había reducido,
consumido, como si se hubiera gastado, y el hombre lloró, empujado por la culpa
de no haber compartido con ella los que iban a ser, eran, los últimos años,
quizá sus semanas finales.
Ama de casa (La Habana, 1952) Foto: Constantino Arias |
“La impresión más devastadora, sin embargo, se la entregó su única hermana, cuatro años mayor que él, que podía pasar por la hermana gemela de su madre. Prematuramente envejecida, el pelo blanco y escaso, la boca desdentada y medio contraída por el ictus sufrido dos años antes, ahora sólo parecía en condiciones de proferir lamentos y quejas, reclamos y maldiciones, acusaciones y carencias, amontonadas en unas frases pastosas, envueltas en lluvias de saliva y vapores de mal aliento, imprecaciones repetidas una y otra vez, como si la moviera una noria verbal desequilibrada. Doscientos veinte pesos, doscientos veinte pesos, era lo que más remachaba, refiriéndose al monto de su jubilación, equivalente a diez dólares al mes... ¿Pasaban hambre su madre y su hermana?
“La misma noche de su llegada Irving tuvo la punzante impresión de que estaba viendo por última vez a dos seres apenas reconocibles, que solo habían aguantado la respiración hasta allí, hasta esa sumergida, braceando durante años de ausencia gracias a las ayudas que él sacaba de sus magros bolsillos. Unos dineros insuficientes que, no obstante, les habían garantizado a las mujeres la supervivencia justa a la cual habían llegado casi a rastras, confinadas en un apartamento que alguna vez tuvo un toque de gracia, un aire de hogar, y ahora parecía un depósito de detritus: desbordado de frascos vacíos de medicinas, aparatos inservibles, muebles destripados, libros empolvados, paredes sin memoria de la última ocasión en que recibieron una mano de pintura, oleadas de fetideces interiores y exteriores. La que había sido su casa se le presentaba ahora como la antesala de todas las muertes, el panteón de sus recuerdos [...]
Hospital de emergencia (La Habana, 1948) Foto: Constantino Arias |
“Lo peor fue que él, cargado con la experiencia de haber dormido en literas de campamentos agrícolas durante muchas temporadas de su vida, con bastidores de sacos de yute, sobre colchonetas llenas de pústulas, ahora descubrió que no podía evitar sentir asco al echarse sobre la sábana agrisada de la cama que le habían preparado con lo mejorcito que tenían, según le informó la boca desdentada de su hermana, ingeniera nuclear graduada en Moscú y jubilada antes de tiempo por sus padecimientos físicos (polineuritis generalizada, parálisis facial) y su deterioro mental (ansiedades y depresiones alternas). Doscientos veinte pesos, doscientos veinte pesos... Y lloró casi toda la madrugada, agobiado por sus mezquinas pulcritudes, por el peso de una impotencia sideral que lo hacía sentirse egoísta y descastado, un tipo de dolor repugnante que inauguraba con un tétrico panorama filial la noche de su regreso a la patria, hasta que el agotamiento físico y mental lo venció. En cuanto amaneció y abrió los ojos (doscientos veinte pesos, doscientos veinte pesos...), huyó de su casa en un intento de escapar de sí mismo para perderse en la ciudad, propia y ajena al mismo tiempo, el territorio de sus mejores y peores recuerdos. La tierra agreste de su otra vida, ya sin remedio muerta y enterrada, como otras vidas, literalmente muertas y enterradas.
“Frente a un hotel que no existía
cuando él salió de Cuba abordó un taxi.
“—A Fontanar, por favor. ¿Cuánto
cuesta?
“—Usté es cubano, ¿verdá?
“—Sí...
“—A ver, por ser a usté... Diez
fulas... O doscientos veinte pesos...”
Leonardo Padura, Como polvo en el viento. Colección Andanzas s/n, Tusquets Editores. 8ª reimpresión. México, febrero de 2022. 672 pp.
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