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jueves, 3 de abril de 2025

Los cachorros


Haciendo el paso de la muerte

I de II
De cuando en cuando, desde hace un buen número de años, suelen editarse en distintas editoriales y de manera conjunta: el libro de cuentos Los jefes (1959) y el relato Los cachorros (1967), el primero y el cuarto de los libros de ficción publicados —en España y en el globo terráqueo— por el peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), signados, desde el inicio, por la buena estrella que siempre lo ha distinguido.
    
Mario Vargas Llosa el día de su boda con su prima Patricia Llosa.
A la izquierda: su suegro, el tío Lucho, y su suegra, la tía Olga.
A la derecha: Dora Llosa, la madre del escritor.
(Miraflores, mayo de 1965)
        
            Entre las anécdotas de 1952 que narra en “El tío Lucho”, el IX capítulo de su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993), apunta que a sus 16 años vivió en Piura, en casa de sus tíos Lucho y Olga, entre abril y diciembre, lapso en que trabajó en el periódico La Industria y cursó “el quinto año de secundaria en el colegio San Miguel”, donde gracias al profesor de literatura y al director de la escuela pudo montar y dirigir nada menos que su primer libreto teatral: La huida del inca (aún inédito), que él escribió en Lima en 1951 y con el que obtuvo el segundo lugar del “Tercer Concurso de Teatro Escolar y Radioteatro Infantil organizado por el Ministerio de Educación Pública”, cuyo estreno ocurrió el 17 de julio de 1952 en el teatro Variedades de Piura. “El éxito de La huida del inca [apunta en la página 198] hizo que diéramos, la siguiente semana, dos funciones más, a una de la cuales pude meter a mis primas Wanda y Patricia de contrabando [la primea de nueve años y la segunda de siete, quien sería su segunda esposa y la madre de sus tres hijos], pues la censura había calificado la obra de ‘mayores de quince años’”.
Cartel del estreno de La huida del inca en el Teatro Variedades de Piura
Julio 17 de 1952
  Sobre tal libreto, urdido tras leer en La Crónica la convocatoria del concurso y cuando aún era alumno del Colegio Militar Leoncio Prado (lo fue entre 1950 y 1951), dice en la página 122, casi al término de “El cadete de la suerte”, el V capítulo de El pez en el agua

     
Joven anónimo y el adolescente Mario Vargas Llosa en 1952 tecleando
en una máquina Underwood, quien luego de dos años en el Colegio
Militar Leoncio Prado (entre 1950 y 1951) y tras su paso por La Crónica
[en Lima, unos tres meses], trabaja en el diario La Industria de Piura
a donde se muda 
[tras cumplir 16 años] para terminar la secundaria”. 
        
        “No sé cuántas veces escribí, rompí, reescribí, volví a romper y a reescribir La huida del inca. Como mi actividad de escriba de cartas amorosas y de novelitas eróticas me había ganado entre mis compañeros leonciopadradinos el derecho de ser escritor, no lo hacía ocultándome, sino en las horas de estudio, o después de las clases, o en ellas mismas y durante mis turnos de imaginaria. El abuelito Pedro tenía una vieja máquina de escribir Underwood, que lo acompañaba desde los tiempos de Bolivia, y los fines de semana me pasaba las horas mecanografiando en ella con dos dedos, el original y las copias para el concurso. Al terminarla, se la leí a los abuelos y a los tíos Juan y Laura. El abuelito se encargó de llevar La huida del inca al ministerio de Educación.
“Esa obrita fue, hasta donde yo recuerdo, el primer texto que escribí de la misma manera que escribiría después todas mis novelas: reescribiendo y corrigiendo, rehaciendo una y mil veces un muy confuso borrador, que, poco a poco, a fuerza de enmiendas, tomaría forma definitiva. Pasaron semanas y meses sin noticias de la suerte que había tenido en el concurso, y cuando terminé el cuarto de media, y, a fines de diciembre o comienzos de enero de 1952, entré a trabajar a La Crónica, ya no pensaba casi en mi obra —espantosamente subtitulada Drama incaico en tres actos, con prólogo y epílogo en la época actual— ni en el certamen al que la presenté.”
Mario Vargas Llosa con la tía Julia en 1958
  Ya en España —a donde el joven Mario llegó en 1958 casado con su primera esposa Julia Urquidi Illanes (1926-2010), hermana de su tía Olga, y con el apoyo de la beca Javier Prado para doctorarse en la Universidad Complutense de Madrid—, no tardó en ganar, en 1959, el Premio Leopoldo Alas “Clarín” con su libro de cuentos Los jefes, que fue impreso ese año, en Barcelona, por la Editorial Rocas. Y en “El sartrecillo valiente”, el XIII capítulo de El pez en el agua, evoca que con una primera versión del cuento que titula y abre tal librito (más otro relato sobre “la casa verde”, el inmortal burdel de su infancia y adolescencia en Piura, en 1946 y en 1952, luego hecho trizas) fracasó en “un concurso de cuentos convocado por la Facultad de Letras de San Marcos”, pero lo reescribió y lo propuso “al historiador César Pacheco Vélez, que dirigía Mercurio Peruano. Lo aceptó, lo publicó (en febrero de 1957) y me hizo cincuenta separatas que distribuí entre los amigos. Fue mi primer relato publicado y el que daría título a mi primer libro.” Y lo acota y matiza en la página 291: “Ese cuento prefigura mucho de lo que hice después como novelista: usar una experiencia personal como punto de partida para la fantasía; emplear una forma que finge el realismo mediante precisiones geográficas y urbanas; una objetividad lograda a través de diálogos y descripciones hechas desde un punto de vista impersonal, borrando las huellas de autor y, por último, una actitud crítica de cierta problemática que es el contexto u horizonte de la anécdota.”

César Vallejo y Georgette
        Pero además, en “El viaje a París”, el XIX capítulo de El pez en el agua, relata anécdotas y pormenores alrededor de “El desafío”, el segundo cuento de Los jefes, con el que hacia noviembre de 1957 ganó un concurso de La Revue Française “cuyo premio era un viaje de quince días a París”, que emprendió “una mañana de enero de 1958”, pero se quedó dos semanas más viviendo y disfrutando novelescas aventuras (gracias a un préstamo de mil dólares que le hizo su tío Lucho). Por si fuera poco, la traducción al francés de “El desafío” hecha por André Coyné (1891-1960), que se publicó en tal revista y se presentó en la capital francesa, la “revisó y pulió” Georgette (1908-1984), la viuda y albacea de la obra de César Vallejo (1892-1938), quien vivía en Lima y a la que el joven Mario, con Julia, frecuentó y luego se carteó desde Francia.

Con su segundo libro: La ciudad y los perros (Seix Barral, Barcelona, 1963), obtuvo en 1962 el Premio Biblioteca Breve y en 1963 el Premio de la Crítica Española y el segundo lugar del Premio Formentor y con ella se convirtió, a los 26 años de edad, en un escritor de fama y renombre en el contexto del boom de la literatura latinoamericana en Europa y América Latina, lo cual se reafirmó con su tercer libro: La Casa Verde (Seix Barral, Barcelona, 1965), con la que en 1966 ganó el Premio de la Crítica Española y en 1967 el Premio Nacional de Novela del Perú y el Premio Internacional de Literatura “Rómulo Gallegos”, en Venezuela.
Portada de la primera edición de Los cachorros (1967)
  Los cachorros, su cuarto libro, no obtuvo ningún sonoro y rutilante galardón. Y normalmente se olvida u omite que fue publicado por primera vez en 1967, en Barcelona, por la editorial Lumen, junto con una serie de imágenes del fotógrafo barcelonés Xavier Miserachs (1937-1998), urdido ex profeso para la serie Palabra e Imagen, “creada a principios de los sesenta por Esther y Oscar Tusquets”.  

Fotografía de Xavier Miserachs que ilustra la portada de
Los cachorros

Colección Palabra e Imagen, La Fábrica Editorial
Madrid, 2010
  En 2010, meses antes de que a Mario Vargas Llosa la Academia Sueca le otorgara el Premio Nobel de Literatura, La Fábrica Editorial, en Madrid, con Esther Tusquets (1936-2012) en el papel de directora de la homónima colección y con un prólogo suyo, reeditó Los cachorros con las fotos de Xavier Miserachs. No se trata de una edición facsimilar, pero sí de una edición muy visual y cuidada. De pastas duras, cubiertas, cintillo, buen tamaño (22.05 x 21.07 cm), con un atractivo diseño, buenos papeles y buena combinación, y buena calidad en la impresión fotográfica y tipográfica. 

Esther Tusquets con su cachorro
         En su prefacio titulado “Casi cincuenta años después”, Esther Tusquets habla del renacimiento de Lumen durante la dictadura del general Francisco Franco (“pues como empresa consagrada a los libros de religión y al apoyo de la causa franquista existía desde la Guerra Civil”) y del origen y acuñación de la serie Palabra e Imagen. Y del hecho de que los conjurados en la pequeña empresa de su padre (ella, su hermano Oscar y Lluís Clotet) decidieron invitar a un conjunto de escritores y fotógrafos cuyos trabajos confluyeran en una colección de libros. Dice que Mario Vargas Llosa ya era una figura de las letras y que para invitarlo pidió el visto bueno de Carlos Barral (1928-1989), su promotor y editor en Seix Barral, quien además de dárselo, escribió un prólogo ex profeso para Los cachorros del que cita pasajes. Dice que ella y su hermano Oscar conocieron “a Vargas Llosa en París. Nos citó en Les Deux Magots. Joven, guapo, educadísimo. Se decidió que escribiría para nosotros un cuento que entonces se llamaba ‘Pichula Cuéllar’; un título que fue imposible que pasara la censura. Nos contó la historia y nos aseguró que nos la enviaría muy pronto terminada. Pero le llevó mucho tiempo y ni siquiera la última versión le gustaba demasiado. Ya dice Carlos que este tipo de escritor es ‘un eterno insatisfecho de su obra, de la que las partes escritas no le parecen sino insuficientes ensayos’.”

Mario Vargas Llosa en 1967
  El caso es que Mario Vargas Llosa vivía en París y allí escribió su cuento ubicado en una Lima de los años 40, 50 e inicios de los 60 del siglo XX. Y Xavier Miserachs vivía en Barcelona y cada uno trabajó en su ámbito idiosincrásico. El fotógrafo no hizo una ilustración puntual del cuento (algo así como una fotonovela), sino un ensayo fotográfico (en blanco y negro) que dialoga, traslada y reinventa el sentido del relato en un entorno europeo de los años 60, cuyo look ahora resulta muy demodé, con una ineludible y magnética pátina que Hugo Hiriart denominaría “estética de la obsolescencia”. 

     
Xavier Miserachs (1937-1998)
Foto: Pilar Aymerich
        
             Quienes hayan leído o lean Los cachorros no extrañarán que en las fotos iniciales de Xavier Miserachs se vean a escolares de primaria educados por curas con sotana; que las segundas aludan los infantiles juegos de pelota, el futbolito y el fulbito; luego sus correrías callejeras, diversiones, fiestas y galanteos juveniles, incluso en la playa; más tarde los compromisos matrimoniales; y por último las locuras y la intemperancia en el veloz Porsche (un “pequeño bastardo” que evoca el minúsculo Porsche Spyder 550 de James Dean) y la obvia colisión. 
     
Foto de Xavier Miserachs para Los cachorros (1967)
      
        La última espléndida y panorámica imagen en gran angular (distribuida en las postreras guardas y con un baño de color) podría titularse “La ciudad y los perros”, pues allí un difuso hombre, a un lado de la cinta asfáltica de la gran urbe, lleva y guía con sus correas a diez “Malpapeados” y peligrosos daneses (debieron ser nueve, el número de los círculos del infierno), algunos con bozal, y parece contrastar con el nombre del cuento y aludir el destino del tremendo y feroz Judas, que es un danés, cuyo cruento ataque inocula el apodo del emasculado Pichulita Cuéllar y hace de su vida una angustia permanente, una neurosis continua, un vacío, una fobia y un infierno in crescendo

     
Portada del DVD de Los cachorros, película de 1973 dirigida por Jorge Fons,
basada en el relato homónimo de Mario Vargas Llosa.
          
         El sobrio y sugestivo ensayo fotográfico del español Xavier Miserachs recuerda el infumable y homónimo churro “orgullosamente mexicano”: la libre adaptación y pésima reinvención fílmica del relato de Mario Vargas Llosa que el tuxpeño Jorge Fons —el estupendo director de Rojo amanecer (1989) y de El callejón de los milagros (1995)— estrenó, en México, en 1973 (aún circula en DVD y en YouTube), en cuyo elenco figuran José Alonso, Helena Rojo, Carmen Montejo, Augusto Benedico, Gabriel Retes, Arsenio Campos, Dunia Saldívar, Pedro Damián, Silvia Mariscal y Cecilia Pezet.



II de II   
                 
Sebastián Sañazar Bondy
(1924-1965)
           Mario Vargas Llosa dedicó Los cachorros “A la memoria de Sebastián Salazar Bondy” (1924-1965), poeta y polígrafo peruano a quien el joven Mario frecuentó en Lima durante sus años en la Universidad de San Marcos, quien fue miembro del jurado del susodicho concurso de La Revue Française que ganó en 1957 y por ende le “decía, envidioso: ‘Te pasa lo mejor que le puede pasar a nadie en el mundo: ¡Irse a París!’”. Y como Salazar Bondy recién había estado unos meses en Francia, le “preparó una lista de cosas imprescindibles para hacer y ver en la capital francesa”, entre ello la dirección de un hotelito del Barrio Latino a donde Mario, en enero de 1958, pensaba mudarse después de los 15 días del premio pasados en el hotel de lujo Napoleón, desde cuyo cuarto con balconcito veía el Arco del Triunfo; pero a la hora de despedirse el gerente le dijo que se “quedara allí [los otros 15 días] pagando lo que iba a pagar en el hotel de Seine”. 
Después de todo el despliegue de recursos técnicos que implica el puzzle y la magistral urdimbre de intrincadas y fragmentarias tramas de su novela La Casa Verde (1965), el relato Los cachorros (1967) parece un ejercicio de estilo, un divertimento sin un pelo de “literatura comprometida”, el canon sartreano que fue credo de Mario Vargas Llosa desde los años 50 hasta mediados de los 60 y por ende sus coterráneos en Lima: Luis Loayza (“el borgiano Petit Thouars”) y Abelardo Oquendo (“el Delfín”) lo apodaban “el sartrecillo valiente”.
Luis Loayza  (el borgiano Petit Thouars) y Abelardo Oquendo (el Delfín) ,
amigos de Mario Vargas Llosa, quienes lo llamaban 
el sartrecillo valiente.
(Lima, 1956)
  Los cachorros, dividido en seis capítulos y con cinco personajes principales (Choto, Mañuco, Chingolo, Lalo y Pichula, el protagonista), de relato tradicional sólo implica el hecho de que de manera progresiva en el tiempo tiene un inicio, un medio y un desenlace, de la infancia a la joven adultez de los protagonistas, decurso signado por el drama, la pesadumbre, los miedos, las inseguridades, la inmoderación y el desprecio por la vida y la muerte de Pichula Cuéllar y su trágico fallecimiento. Así, lo singular es la forma narrativa consubstancial e inextricable al sentido, la manera en que el autor acomete y desarrolla el cuento en una Lima de los años 40, 50 y principios de los 60, vista a través de la educación, las costumbres, los hábitos, los usos, los prejuicios y la idiosincrasia de un grupo de clase media y alta (niños, adolescentes, jóvenes, adultos) que inicia su aprendizaje existencial en el Colegio Champagnat, de sacerdotes maristas. 

Aderezado con lúdicas onomatopeyas, con jerigonza y coloquiales peruanismos, apócopes y frases hechas, marcas de objetos y golosinas e iconos de la época, el relato es narrado de manera polifónica por un conjunto de voces (incluida la omnisciente voz narrativa) que sucesivamente cambian de enunciado en enunciado y en un mismo párrafo (de persona y de personaje) y que se urden entre sí alterando ciertas convenciones en el uso (y no uso) de los signos de puntuación, todo lo cual le da a la narración un ritmo y una eufonía vertiginosa y envolvente. 
De ahí que en el fragmento inicial se lea: “Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat.”
       Y en el último: “Eran hombres hechos y derechos ya y teníamos todos mujer, carro, hijos que estudiaban en el Champagnat, la Inmaculada o el Santa María, y se estaban construyendo una casita para el verano en Ancón, Santa Rosa o las playas del sur, y comenzábamos a engordar y a tener canas, barriguitas, cuerpos blandos, a usar anteojos para leer, a sentir malestares después de comer y de beber y aparecían ya en su pieles algunas pequitas, ciertas arruguitas.”
      Es probable que esa Lima y los personajes del cuento y sus ámbitos geográficos y urbanos nunca hayan existido como tales, al pie de la letra. Pero no es difícil inferir que el autor utilizó su “experiencia personal como punto de partida para la fantasía”, como es, por ejemplo, la afición generacional por los mambos y su popular ídolo Dámaso Pérez Prado (el celebérrimo e inmortal Cara de foca), por las guarachas, los boleros y valses que los protagonistas cultivan en su adolescencia. 
   
Maritza Angulo y Mario Vargas Llosa bailando en una fiesta
(Miraflores, 1952)
      
          Se recordará, otro ejemplo, al Hermano Leoncio, el primer sacerdote marista que figura en el relato, quien con un manazo suele quitarse el mechón de pelo que se le viene al rostro y quien es uno de los curas que acuden —él vociferando palabrotas en español y francés— a auxiliar al niño Cuéllar cuando es atacado por el perro Judas mientras se bañaba desnudo tras un entrenamiento de fútbol, y a quien le toca perseguir, atrapar y enjaular a la virulenta mascota. Pues bien, en “Lima la horrible”, el III capítulo de su libro de memorias El pez en el agua (1993) y homónimo de un ensayo de Salazar Bondy, Mario Vargas Llosa evoca los tres años que estudió en el católico colegio La Salle, en la capital peruana, entre 1947 y 1950, donde alude, en la página 57, a un sacerdote que a todas luces es el modelo del sacerdote del cuento: “El Hermano Leoncio, nuestro profesor de sexto de primaria, un francés colorado y sesentón, bastante cascarrabias, de alborotados cabellos blancos, con un enorme rulo que estaba todo el tiempo cayéndose sobre la frente y que él se echaba atrás con equinos movimientos de cabeza, que nos hacía aprendernos de memoria poesías de fray Luis de León (‘Y dejas, pastor santo...’).” Personaje, quizá olvidable, que cobra relevancia por el conato pedófilo que evoca el ahora Premio Nobel de Literatura 2010 entre las páginas 75 y 76 de sus memorias, más aún a la luz de los sucesivos y multiplicados casos de pederastia que infestan a las legiones de sacerdotes católicos en toda la aldea global y que no ignoran, sin dolores de cabeza, ni el Papa Ratzinger ni el Papa Francisco: 
Foto de Xavier Miserachs para Los cachorros (1967)
  “No pude ir a recoger la libreta de notas, ese fin de año de 1948, por alguna razón. Fui al día siguiente. El colegio estaba sin alumnos. Me entregaron mi libreta en la dirección y ya partía cuando apareció el Hermano Leoncio, muy risueño. Me preguntó por mis notas y mis planes para las vacaciones. Pese a su fama de viejito cascarrabias, al Hermano Leoncio, que solía darnos un coscacho cuando nos portábamos mal, todos lo queríamos, por su figura pintoresca, su cara colorada, su rulo saltarín y su español afrancesado. Me comía a preguntas, sin darme un intervalo para despedirme, y de pronto me dijo que quería mostrarme algo y que viniera con él. Me llevó hasta el último piso del colegio, donde los Hermanos tenían sus habitaciones, un lugar al que los alumnos nunca subíamos. Abrió una puerta y era su dormitorio: una pequeña cámara con una cama, un ropero, una mesita de trabajo, y en las paredes estampas religiosas y fotos. Lo notaba muy excitado, hablando de prisa, sobre el pecado, el demonio o algo así, a la vez que escarbaba en su ropero. Comencé a sentirme incómodo. Por fin sacó un alto de revistas y me las alcanzó. La primera que abrí se llamaba Vea y estaba llena de mujeres desnudas. Sentí gran sorpresa, mezclada con vergüenza. No me atrevía a alzar la cabeza, ni a responder, pues, hablando siempre de manera atropellada, el Hermano Leoncio se me había acercado, me preguntaba si conocía esas revistas, si yo y mis amigos las comprábamos y las hojeábamos a solas. Y, de pronto, sentí su mano en mi bragueta. Trataba de abrírmela a la vez que, con torpeza, por encima del pantalón me frotaba el pene. Recuerdo su cara congestionada, su voz trémula, un hilito de baba en su boca. A él yo no le tenía miedo, como a mi papá. Empecé a gritar ‘¡Suélteme, suélteme!’ con todas mis fuerzas y el Hermano, en un instante, pasó de colorado a lívido. Me abrió la puerta y murmuró algo como ‘pero por qué te asustas’. Salí corriendo hasta la calle.

“¡Pobre Hermano Leoncio! Qué vergüenza pasaría también él, luego del episodio. Al año siguiente, el último que estuve en La Salle, cuando me lo cruzaba en el patio, sus ojos me evitaban y había incomodidad en su cara.
“A partir de entonces, de una manera gradual, fui dejando de interesarme en la religión y en Dios [...]”
Foto de Xavier Miserachs para Los cachorros (1967)
  Vale puntualizar que en Los cachorros no figura ningún cura pederasta, pero sí cierto atisbo de mariconería y pederastia en la perturbada y vertiginosa etapa terminal del protagonista: “Cuando Lalo se casó con Chabuca, el mismo año que Mañuco y Chingolo se recibían de Ingenieros” y “Cuéllar ya había tenido varios accidentes y su Volvo andaba siempre abollado, despintado, las lunas rajadas.” Periodo en que lleva una oscura vida noctámbula en tabernas y tugurios donde concurren mafiosos y homosexuales; “pero en el día vagabundeaba de un barrio de Miraflores a otro y se lo veía en las esquinas, vestido como James Dean (blue jeans ajustados, camisita de colores abierta desde el pescuezo hasta el ombligo, en el pecho una cadenita de oro bailando y enredándose entre los vellitos, mocasines blancos), jugando trompo con los cocacolas, pateando pelota en un garaje, tocando rondín. Su carro andaba siempre repleto de rocanroleros de trece, catorce, quince años y, los domingos, se aparecía en el Waikiki”, donde frecuentaba “pandillas de criaturas”, que “uno por uno los subía a su tabla hawaiana y se metía con ellos más allá de la reventazón [...]” 

James Dean y el pequeño bastardo
  El parangón con el actor James Dean (1931-1955), estrella del emblemático filme Rebelde sin causa (1953) no es gratuita, pues su impronta hollywoodense y la leyenda negra y los equívocos de su acelerada y arquetípica vida y muerte estaban muy presentes en el imaginario colectivo de la juventud de la época, y, a su modo, el argumento de Los cachorros y la personalidad de Pichula Cuéllar lo parafrasean y tributan. 

Hay que subrayar que el perfil psicológico de Pichula Cuéllar está muy bien trazado: resulta persuasivo y convincente, desde el sorpresivo ataque del perro Judas que de niño le destroza o le arranca el pene, pasando por miedos, inseguridades y pleitos infantiles, su cambio de alumno ejemplar a uno perezoso que consienten y procuran los sacerdotes, de un sometido a la voluntad paterna a un dictadorzuelo que obliga a sus progenitores a perdonarle sus travesuras y a cumplirle sus caprichos de niño bien; sus celos ante los galanteos y conquistas de sus compinches ya adolescentes, sus actitudes esquivas ante las féminas, sus locuras, sus majaderías, sus borracheras, su temeridad y su desprecio por la vida y la muerte corriendo con la tabla mortales olas y luego veloces autos con los que ejecuta carreras, suertes y competencias y con los que tiene varios accidentes, en el último de los cuales se mata.
James Dean en el pequeño bastardo
  Si la leyenda de James Dean reza que era bisexual, lo mismo podría decirse de Pichula Cuéllar. A los dos les gusta correr autos y competir en confrontaciones automovilísticas y ambos, aún jóvenes, mueren en un súbito choque. En ese sentido, si en Rebelde sin causa el jovenzuelo e inofensivo Jim Stark (James Dean) se ve obligado a enfrentarse a otro (con pose de matón) en una veloz carrera hasta un precipicio donde pierde el primero que salta del coche a toda máquina, en Los cachorros el jovenzuelo Pichula Cuéllar, por osadía y diversión, tiene “su primer accidente grave [ya había tenido otros] haciendo el paso de la muerte 
—las manos amarradas al volante, los ojos vendados— en la Avenida Angamos.”


Mario Vargas Llosa, Los cachorros. Prólogo de Esther Tusquets. Fotos en blanco y negro de Xavier Miserachs. Colección Palabra e Imagen, La Fábrica Editorial. Madrid, 2010. 114 pp.


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Enlace a Los cachorros (1973), película dirigida por Jorge Fons, basada en la narración homónima de Mario Vargas Llosa.
"James Dean", rolita de Eagles, incluida en su disco On the border (1974).


jueves, 20 de febrero de 2025

Los que aman, odian

 

Algo aulló en la penumbra

 

I de V

En 1964, editado e impreso en París, el cuarto número de Cahiers de L’Herne estuvo destinado a la vida y obra de Jorge Luis Borges (1899-1986). 

     

Cuarto número de Cahiers de L’Herne
(París, 1964) 

       Adolfo Bioy Casares (1914-1999) publicó allí, ex profeso, “Libros y amistad” (Lettres et amitié), memorioso y celebérrimo texto que él compiló en su libro La obra aventura (Buenos Aires, Galerna, 1968), antologado por Marcelo Pichon Rivière en La invención y la trama (México, FCE, 1988) y por Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi en Museo. Textos inéditos (Buenos Aires, Emecé, 2002), antología de textos de Borges y Bioy, que en su mayoría se deben a Biorges, ese hipostático y evanescente ser de cuatro manos y dos cabezas que, ídem el genio de la botella, sólo se corporificaba durante las horas en que Borges y Bioy escribían juntos. E incluso un fragmento de “Libros y amistad” preludia el voluminoso Borges (Buenos Aires, Destino, 2006), la expurgada, retocada y ladrillesca compilación y edición póstuma de los “diarios” de Adolfo Bioy Casares “al cuidado de Daniel Martino”, quien con su controvertido y arbitrario criterio le mochó el título de Bioy y le puso “1931-1936”, además de que al consabido apellido del doctor Praetorius le “enmendó” una letra y por ende se lee “Preetorius”. Cosa que anteriormente hizo con el entonces fragmento inédito de Bioy y Borges al exhumarlo el “4 de noviembre de 1990” en La Nación, periódico de Buenos Aires, con el título: “El joven Bustos Domecq”; no obstante, en Museo, las editoras ya le habían objetado: “Bioy Casares, que revisó las pruebas de La otra aventura, 1983 [edición de Emecé], escribe ‘Praetorius’.” Además de que también así lo escribió en un memorioso texto breve donde habla de “cómo vino al mundo Honorio Bustos Domecq”, intercalado, en Museo, en una entrevista sobre la personalidad y los vaivenes de H. Bustos Domecq que, a Borges y a Bioy, les hizo Renée Salas, publicada en el número 629 de la porteña revista Gente el “11 de agosto de 1977” (por ende se infiere que el texto breve de Bioy apareció en un recuadro junto a la entrevista). Allí, en “Libros y amistad”, sobre el germen de los cuentos, prosas breves, prólogos, antologías, traducciones y guiones de cine a cuatro manos y dos cabezas, evoca Bioy:

           

Biorges
Dos retratos y superposición de Gisèle Freund
Album Borges (París, Gallimard, 1999)

         “En 1935 o 36 fuimos a pasar una semana a una estancia en Pardo [Rincón Viejo], con el propósito de escribir en colaboración un folleto comercial, aparentemente científico, sobre los méritos de un alimento más o menos búlgaro [La leche cuajada de La Martona, la empresa lechera de la familia materna del joven Adolfito, fundada en 1888 por Vicente Casares (1844-1910), cuyo vicepresidente, Miguel Casares, fue quien le hizo el encargo a su sobrino]. Hacía frío, la casa estaba en ruinas, no salíamos del comedor, en cuya chimenea crepitaban ramas de eucaliptos.

            “Aquel folleto significó para mí un valioso aprendizaje; después de su redacción yo era otro escritor, más experimentado y avezado. Toda colaboración con Borges equivale a años de trabajo.

      “Intentamos también un soneto enumerativo, en cuyos tercetos no recuerdo cómo justificamos el verso

           los molinos, los ángeles, las eles

          “y proyectamos un cuento policial —las ideas eran de Borges— que trataba de un doctor Praetorius, un alemán vasto y suave, director de un colegio, donde por medios hedónicos (juegos obligatorios, música a toda hora), torturaba y mataba niños. Este argumento, nunca escrito, es el punto de partida de toda la obra de Bustos Domecq y Suárez Lynch.”

           

(Buenos Aires, Emecé, 2002)

           De manera laudatoria, Borges, el “2 de noviembre de 1940” prologó La invención de Morel, novela editada por Losada que Bioy le dedicó, de la que en septiembre, en el número 72 de Sur, se publicó un fragmento. Y el 15 de enero de ese año, en Las Flores, Provincia de Buenos Aires, Bioy se casó con Silvina Ocampo (1903-1993) y Borges fue uno de los testigos de la boda. Y los tres (“el trío infernal”, Victoria Ocampo dixit) publicaron dos antologías en la porteña Editorial Sudamericana: a fines de 1940, con un “Prólogo” de Bioy, la Antología de la literatura fantástica, número 1 de la Colección Laberinto; y en 1941 el número 2 de ésta: la Antología poética argentina, con un “Prólogo” de Borges que se puede leer en Borges. Textos recobrados 1931-1955 (Bogotá, Emecé, 2001), volumen urdido por
Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi; quienes también editaron y cuidaron la antología Borges en Sur (Buenos Aires, Emecé, 1999), donde se lee la elogiosa reseña que hizo del segundo libro de Silvina Ocampo que al unísono era su primer poemario: Enumeración de la patria (Buenos Aires, Sur, 1942), publicada en el número 101 de la revista Sur (febrero de 1943), en la que pondera al final: “Hace mucho tiempo que las muchas literaturas cuyo idioma es el español no producen un libro tan diverso y tan continuamente admirable.” —Ponderación que se contrapone al categórico dardo venenoso que Alberto Manguel lanza en su fragmentario Con Borges (Buenos Aires, Siglo XXI, 2006): “Borges nunca vio en Silvina a alguien de igual peso intelectual: los intereses y los escritos de ella estaban lejos de los suyos.”— Si bien tales datos, más allá de la confluencia en la revista Sur (iniciada en enero de 1931, financiada y dirigida por Victoria Ocampo, la mayor de las cinco hermanas de Silvina, en cuya editorial, en 1937, publicó su primer libro de cuentos: Viaje olvidado), son indicios de una cercana amistad y colaboración intelectual, ante el susodicho intento de “cuento policial” de Borges y Bioy (en Museo se lee la transcripción del fragmento manuscrito que hasta 1990 se creyó perdido) resulta revelador que el primer título que ambos publicaron con el pseudónimo de H. Bustos Domecq sea, precisamente, un libro de cuentos policiales: Seis problemas para don Isidro Parodi (Buenos Aires, Sur, 1942). Y que el segundo de los seis cuentos de éste: “Las doce figuras del mundo”, haya sido antologado por Borges y Bioy en la Segunda serie de Los mejores cuentos policiales, editado, sin prólogo, en la capital argentina, en 1951, por Emecé.

(Madrid, Alianza/Emecé, 6ª ed., 1985)

          Vale observar, entre paréntesis, que sucesivamente coeditada en Madrid por Emecé y Alianza, esa Segunda serie, desde 1971 y sin prefacio, es el tomito 1, número 368 de la colección El libro de bolsillo; mientras que el tomito (2) de Los mejores cuentos policiales, número 950 de la colección El libro de bolsillo, coeditado en Madrid, en 1983, por Emecé y Alianza, con un canónico “Prólogo” que los antólogos fecharon en “Buenos Aires, 19 de octubre de 1981”, deviene (pues no es exactamente la misma antología original) de la que fue la primera serie editada en Buenos Aires, sin prefacio, en 1943 por Emecé. En esa edición príncipe antologaron “La muerte y la brújula”, cuento policial de Borges, sobreviviente de la criba a cuatro manos y por ende prevaleció en el tomito (2); magistral relato publicado por primera vez en el número 92 de la revista Sur (mayo de 1942), incluido por él en la segunda parte de Ficciones (Buenos Aires, Sur, 1944) y luego en La muerte y la brújula (Buenos Aires, Emecé, 1951), antología de cuentos de Borges “aparecidos anteriormente, revisados y corregidos para esta edición”, con un “Prólogo” suyo que no se lee en el citado tomo: Borges. Textos recobrados 1931-1955, pero sí en el erudito compendio de Antonio Fernández Ferrer: Ficciones de Borges. En las galerías del laberinto (Madrid, Cátedra, 2009). Y de Silvina Ocampo, para el tomito (2) el dúo dinámico eligió “El vástago”, reunido por ella en su tercer libro de cuentos: La furia (Buenos Aires, Sur, 1959), donde si bien hay un inducido crimen (Labuelo niño mata a Labuelo viejo), no es un cuento policial, ni en él hay una mente detectivesca o un raciocinador a imagen y semejanza del cuarentón Isidro Parodi, quien en “Las doce figuras del mundo”, otrora peluquero y preso desde hace 14 años en la celda 273 de la Penitenciaría de Buenos Aires, con el tango Naipe Marcado de fondo y leitmotiv, desvela el trasfondo y el oscuro tejemaneje del asesinato del doctor Abenjaldún, del que Aquiles Moliniari se descubría culpable.

 

(Buenos Aires, Sudamericana, 2ª ed., 2020)

          Cabe observar que en “noviembre de 2019” (y en “enero de 2020”) el todopoderoso consorcio transnacional Penguin Random House Grupo Editorial, con el sello de Sudamericana, publicó en Buenos Aires el título Los mejores cuentos policiales, con una preliminar y anónima “Nota del editor” que pregona a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y envirulada aldea global: “esta edición reúne en un único volumen la selección de cuentos publicada originalmente en dos (1943 y 1951) y en todos los casos sigue la última versión revisada por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (1981)”. Esto explica que el citado “Prólogo” que Borges y Bioy dataron en “Buenos Aires, 19 de octubre de 1981”, el cual preludia el susodicho tomito (2) —también compilado en Museo—, haya sido dispuesto a modo de prefacio general. Pero si bien la “Segunda serie” comprende los 14 cuentos (con sus correspondientes notas) que desde 1971 se leen en el tomito 1 sucesivamente coeditado en Madrid por Alianza y Emecé, la “Primera serie” agrupa 17 cuentos; es decir, a los 15 cuentos que desde 1983 se leen en el tomito (2) se le añadieron un par: “El marinero de Ámsterdam”, de Guillaume Apollinaire; y “La noche de los siete minutos”, de Georges Simenon. No obstante, la antología de 1943, con sólo 16 cuentos, fue distinta a la presente y a la del tomito (2), según lo testimonia y bosqueja el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal entre las páginas 340-341 de su póstumo libro Borges. Una biografía literaria (México, FCE, 1987).

Borges, César Ferández Moreno y Emir Rodríguez Monegal
(Montevideo, c. 1948)


 

II de V

Para Emecé Editores, entre 1945 y 1955, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares dirigieron la legendaria colección de novelas policiales El Séptimo Círculo (hasta el número 120). Sobre la serie, en Museo se compila la breve glosa titulada “El Séptimo Círculo”, escrita entre Borges y Bioy, que además es una vindicación y declaración de principios del género policíaco, publicada en el Tomo VIII del Repertorio Bibliográfico Emecé. Catálogo General Perpetuo (Buenos Aires, Emecé, 1946), cuyo título es homónimo de un humorístico texto breve (escrito por el hipostático ser transfigurado en el seudónimo B. Lynch Davis) que se lee en la sección “Museo” —originalmente publicada en el número 5 de Los Anales de Buenos Aires (mayo de 1946)—, dizque transcrito “De Negations (1893), de Edwin Soames”, y que tal vez el doctor Humberto Huberman podría aprobar con beneplácito y una sonrisa autocomplaciente, dada su preliminar e inveterada aversión “a la novela policial” (y a “la novela fantástica”): “La lectura de novelas policiales no es conveniente. Todas las novelas, después, parecen novelas policiales frustradas; las novelas policiales también.” Y según dice Bioy en sus Memorias (Barcelona, Tusquets, 1994): “Borges dio el nombre, El Séptimo Círculo, el círculo de los violentos en el infierno de Dante, a la colección, y también el emblema del caballito de ajedrez. Es claro que al caballito lo había propuesto cuando todavía teníamos un título que permitía ese emblema. El diseño de la tapa, de Bonomi, nos gustó mucho y creo que le debemos buena parte del éxito.”

           

(Buenos Aires, Emecé, 1946)

           En El Séptimo Círculo, el 8 de agosto de 1946, con el número 31 de la serie y una ilustración en la tapa de José Bonomi, apareció la novela policíaca Los que aman, odian, la única obra que Adolfo Bioy Casares escribió en tándem con Silvina Ocampo. Ese año, el 4 de junio, Juan Domingo Perón arribó al poder de la Argentina; Borges, “el 15 de julio”, “por haber firmado unas declaraciones antiperonistas”, fue “promovido a inspector de aves y conejos en los mercados municipales” y por ende perdió su mísero y subterráneo empleo en la Biblioteca Municipal Miguel Cané, con cuyo magro sueldo subsistían él y su madre doña Leonor en el departamento B del sexto piso de Maipú 994. No obstante, en marzo, había comenzado a dirigir la revista Los Anales de Buenos Aires (lo haría durante dos años); y con Bioy, a través del hipostático y fugaz ser, publicó dos títulos en la editorial apócrifa Oportet y Haereses: Un modelo para la muerte, firmado con el pseudónimo de B. Suárez Lynch; y el segundo librito atribuido a H. Bustos Domecq: Dos fantasías memorables. Curiosamente, Daniel Martino no consideró relevante a Los que aman, odian como para citarla en el año “1946” de su “Cronología” que se lee en el voluminoso y susodicho Borges, donde además no hay ninguna entrada en la que Bioy la mencione; aunque sí la nombra en su telegráfica “Autocronología” compilada en La invención y la trama: “En colaboración con Silvina Ocampo escribo Los que aman, odian, novela policial”. De la cual, en “Silvina Ocampo”, el “Diálogo efectuado el 14 de septiembre de 1998” que cierra el libro de Noemí Ulla: Conversaciones con Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, Corregidor, 2000), éste comenta entre lo poco o nada anecdótico que revela: “creo que salió muy bien, que es una historia no muy importante, pero sí graciosa y agradable [...] Era en Mar del Plata después de la temporada, nos quedamos allí. Hacía un frío terrible. Conteniendo el frío, en un cuarto que yo tenía ahí, escribimos ese cuento [...] Lo armábamos conversando y escribíamos conversando. Vale decir que yo no puedo reconocer ‘esta frase es mía’ o ‘esta frase es de Silvina’.” En contraste, en sus truncas y citadas Memorias (libro 1, y a la postre único, que tuvo por amanuenses, transcriptores y urdidores a Cristina Castro Cranwell y a
Marcelo Pichon Rivière), Bioy es aún más parco y evasivo: Los que aman, odian, que escribimos con Silvina”, es todo lo que dice; además de que el célebre (y llevado y traído) apellido del doctor Praetorius aparece “enmendado”: “Pretorius”, quizá para que al unísono (de un modo subyacente o subliminal) remita a su probable origen: el retintín del sonoro apellido del doctor Pretorios que figura en La novia de Frankenstein (1935), el celebérrimo filme dirigido por James Whale.

(Barcelona, Anagrama, 2018)

       La narradora Mariana Enríquez, en La hermana menor (Santiago de Chile, Universidad Diego Portales, 2014) —su anecdótico y rumoroso retrato [íntimo] de Silvina Ocampo (reeditado en 2018 por Anagrama de manera física y en iBook)— apunta entre lo poco que dice de Los que aman, odian: “En 1946 había escrito en Mar del Plata, y en menos de un mes, un libro en colaboración con Bioy, el policial de enigma Los que aman, odian (Emecé). Todos los escenarios del thriller —que tiene un final muy ocampiano, con niño perverso incluido— son marinos: los cangrejales de la boca del Río Salado, un hotel parcialmente sepultado por una tormenta de arena. Escribe Bioy en el prólogo a Los que aman, odian: ‘Nosotros nos quedábamos en Mar del Plata hasta el final del verano, cuando ya no había casi nadie, y en ese final de la estación empezamos y terminamos la novela. El método de trabajo fue muy parecido al que empleábamos con Borges: inventábamos episodios, alguien proponía una solución y yo escribía. Quisiera agregar que nunca hubo una discusión ni una pelea, ni con Silvina ni con Borges. Reconocíamos enseguida cuál era la mejor frase para el texto y la aceptábamos sin discusiones... En cuanto a la originalidad de la novela, sólo puedo decir que Silvina tenía una originalidad inevitable y que era un placer trabajar con ella. La verdad es que lamento no haber escrito otro libro con Silvina.’” Y, enseguida, Mariana Enríquez reprocha sentenciosa y lapidaria: “Cuando se publicó, nadie, absolutamente nadie reseñó Los que aman, odian, precursora de la novela policial argentina.” No obstante, en septiembre de 1946 la escritora española Rosa Chacel sí la reseñó entre las páginas 75 y 80 del número 143 de la revista Sur.

 

Índice del número 143 de la revista Sur (septiembre de 1946)


           
Por otro lado, Silvia Renée Arias, coautora, motor y redactora de Los Bioy (Buenos Aires, Tusquets, 2002), obtuvo y aporta alguna información anecdótica y relevante, pues sobre Los que aman, odian apunta en su Bioygrafía. Vida y obra de Adolfo Bioy Casares (México, Tusquets, 2016):  

       

(México, Tusquets, 2016)

      “
Al año siguiente [1946], en Mar del Plata, Bioy y Silvina decidieron quedarse hasta mayo. Animados por el especial entorno que sugería el desolado paisaje otoñal, imaginaron una historia a propósito de una anécdota que recordaban muy bien. Una vez, su amigo Ernesto Pissavini les había contado que fue a veranear a un pequeño balneario entre Mar del Plata y la boca del Salado. Se hospedó en un hotel de tres pisos, y al volver, cuatro años después, se encontró con que el mismo constaba de uno solo: los otros dos habían quedado enterrados en la arena. Este hecho lo había impresionado mucho, y el efecto se trasladó a Bioy y a Silvina. Así es que ese verano, hablando de eso en la desierta Mar del Plata, de pronto Bioy mencionó un recuerdo que tenía de su infancia: cuanto tenía alrededor de diez años, fue a la estancia Rincón de López, en la boca del Salado, propiedad de su bella tía Juana Sáenz Valiente de Casares, y allí vio unos cangrejales enormes. Sus sorprendidos ojos de niño vieron cómo las vacas y los caballos seguían unos estrechos caminitos y no se equivocaban nunca, porque de lo contrario se habrían hundido, con jinete y todo, en el fango de los cangrejales.

          

El niño Adolfito en Rincón Viejo
(Pardo, Provincia de Buenos Aires, c. 1922)

         
“Asociando todo esto, Bioy y Silvina comenzaron a escribir una novela policial que introducía estos elementos: ‘Y se abrió ante nosotros la horrenda y la más desesperada visión: una playa estremecida de cangrejos, negra, viscosa, interminable’. El personaje que cuenta la historia va en busca de la soledad para encontrarse a sí mismo. El libro les demandó menos de un mes porque, en palabras de Bioy, ‘cuando dos personas escriben juntas, las dificultades que pueden demorar a alguno de los dos están salvadas por el otro; si yo no encuentro la palabra justa, se le ocurre al otro y a la inversa’, y lo terminaron cuando volvieron a Buenos Aires. El título era Los que aman, odian, y a Bioy le gustaba recordarlo como un ejercicio del pensamiento, el fruto de la creación y de su vida en común. A partir de ese momento, Silvina le mostraría sus originales antes de mandarlos a la editorial (muchas veces se enojaba porque él no leía los suyos y sí los de ilustres desconocidos), y él haría lo mismo con sus textos.”

           

Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
(Mar del Plata, c. 1950)

         Vale observar, no obstante, que el génesis de la escritura en la solitaria e íntima isla (el aislado “cuarto” en el frío Mar del Plata del que habla Bioy —tácitamente Villa Silvina, la mansión de los Bioy—, prolongado en el porteño departamento de Santa Fe 2606) y el instante (o los instantes) de la creación, son un enigma perdido en la noche de los tiempos (y en el laberinto de las hipótesis y de las difusas y vaporosas chismografías locales) y que ese misterio (entre los misterios) evoca, por ósmosis (algo como la sangre late y circula en ella), un arquetípico pasaje de El miedo a perder a Eurídice (México, Joaquín Mortiz, 1979), esa fascinante novela de la escritora cubana Julieta Campos que al unísono es un largo poema en prosa signado (y recamado) por fragmentos y aforismos de autores angulares:

         

(México, Joaquín Mortiz, 1979)


            
“La historia podría comenzar en cualquier momento. Acaso así:

            “La isla surgió al mismo tiempo en la fantasía de ambos, que irreflexivamente, decidieron en ese instante convertirla en el espacio de su amor. Fue desde entonces el lugar del encuentro soñado y el lugar soñado del encuentro.

            “O bien:

            “Fue entonces cuando la isla empezó a brotar dulcemente del mar como una Venus con los pies mojados por las ondas. Engendrada en una noche tormentosa, nació predestinada. Sería ingenuo evocar una aurora: la creación es un misterio y el paisaje de los misterios es familiar de las tinieblas.”

 

Villa Silvina, Mar del Plata

         Si el instante (o los instantes) de la creación (y del más allá) son un misterio (entre los misterios), también lo es el hecho de que de que Bioy y Silvina no hubieran gestado, concebido y procurado otra obra en tándem (quizá lo proyectaron y tal vez lo intentaron). Y que pese a las consecutivas infidelidades de Bioy (y a los sáficos y legendarios viajes a la solitaria isla de Lesbos que, se dice, hizo Silvina) hayan permanecido juntos hasta el final.

           

Silvina Ocampo y Marta Casares, madre de Bioy
(Mar del Plata, 1953)

             Una posible respuesta medular y angular (quizá el non plus ultra de la quintaescencia) se logra entrever en un pasaje compilado en las citadas Memorias de Bioy:

            “En el Rincón Viejo, un día le anuncié a mi querido amigo Oscar Pardo [empleado y consejero suyo en esa estancia paterna en la que Bioy fue un pésimo administrador]:

            —Prepárate. Nos vamos a casar.

            “Corrió a su cuarto y volvió con una escopeta en mano. Entendió que íbamos a cazar. El casamiento fue en Las Flores [se habían conocido en 1933 o en 1934] y los testigos, además del mencionado Oscar Pardo, Drago Mitre [amigo de Bioy desde su infancia] y Borges. Ese día, en el estudio fotográfico Vetere, de aquella ciudad, nos fotografiamos. A veces me he preguntado, a lo largo de la vida, si no he sido muchas veces cruel con Silvina, porque por ella no me privé de otros amores. Un día en que le dije que la quería mucho, exclamó:

           

Boda de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
Testigos: Borges, Enrique Drago Mitre y Oscar Pardo.
(Las Flores, enero 15 de 1940)

         “—Lo sé. Has tenido una infinidad de mujeres, pero has vuelto siempre a mí. Creo que eso es una prueba de amor.”

            Y otra prueba de amor, por correspondencia biunívoca y recíproca, es el hecho de que Marta, la única hija de ambos (fallecida a los 39 años, el 4 de enero de 1994, en un accidente automovilístico) era, en realidad, la hija que Adolfo Bioy Casares tuvo con María Teresa von der Lahr.

 

Borges, María Esther Vázquez, Silvina Ocampo,
la niña Marta y Adolfo Bioy Casares.
(Playa San Jorge, Mar del Plata, 1964)

III de V

Alguna vez el tecleador de marras pudo reseñar en el ciberespacio (o sea: aquí en el blog) algo de Los que aman, odian en la edición que Tusquets editó en septiembre de 1989, en Barcelona, con el número 101 de la Colección Andanzas; en cuya primera solapa se observa una fotografía en blanco y negro de Mariano Roca, donde, ya viejitos, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares parecen dialogar en torno a una hoja mecanografiada o manuscrita (quizá por ambos).  

Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
(Foto: Mariano Roca)

         Entre las diversas ediciones que ha tenido Los que aman, odian se halla la que ahora ocupa al reseñista, que, lamentablemente, no incluye el prólogo que Mariana Enríquez alude en La hermana menor. Se trata de una sobria edición impresa en Barcelona, en febrero de 2002, por Emecé, dentro de la serie Cruz del Sur, en cuyo cintillo se lee un tóxico y adictivo slogan que promete un crimen (o quizá la muerte del lector tras o durante la lectura): “Ocampo y Bioy/ Una pareja letal”.


        En el interior, al desplegar la solapa de la segunda de forros se descubre un retrato en blanco y negro de la joven, atractiva y seductora Silvina Ocampo, que Bioy tal vez le tomó en la estancia de Rincón Viejo, donde ya vivían juntos años antes de casarse y donde había unos sillones de mimbre; celebérrima fotografía que también ilustra la carátula del tomo I de los Cuentos completos de Silvina, editado por Emecé en “junio de 2006”, y la portada del volumen único de éstos editado en 
“julio de 2017 por la misma editorial (con un prólogo de Laura Ramos), y el frontis del susodicho libro de Mariana Enríquez: La hermana menor

 


           Y al desplegar la tercera de forros aparece un retrato en blanco y negro del sonriente y cautivador héroe de las mujeres: Adolfo Bioy Casares. Cada uno signado por la insondable e infinita noche (el negro) y el enigma que implica la sugerencia de la Constelación de la Cruz del Sur (el azul con estrellas blancas).

           


          En su “Prólogo”, Borges calificó de “perfecta” a La invención de Morel (cuya trama Bioy vislumbró sentado en uno de los sillones de mimbre de Rincón Viejo) y de ejemplo de “imaginación razonada”. Los que aman, odian quizá no sea “perfecta”, pero lo parece, y sin duda es un modelo de “imaginación razonada”. Por todo lo que se dice parece que en 1946 fue escrita con prontitud y editada con rapidez. Quizá sea así. Lo cierto es que se advierte que fue redactada, revisada y pulida con mimo y esmero; y en la urdimbre, pese al crimen, se transluce una intrínseca pulsión lúdica y libresca, con engaños al lector, bromas, ironías y juguetones giros sorpresivos; por lo que no es errado calificarla de feliz divertimento y por ende quizá no yerre suponer que Bioy y Silvina se divirtieron imaginándola y escribiéndola de principio a fin, y no sólo por las mofas y bufonadas, algunas sutiles y librescas
—como la fugaz alusión a Betteredge, personaje de La piedra lunar (1868)—, y otras muy obvias, como la que protagoniza la empleada del Hotel Central que el doctor Humberto Huberman apoda “dactilógrafa” y “Muscarius, el dios que alejaba las moscas de los altares”, pues, anciana y obesa, se dedica a perseguirlas por las habitaciones blandiendo y azotando un matamoscas, dado que infestan el asfixiante, claustrofóbico, caluroso y subterráneo hotel; quien llama a los huéspedes al comedor haciendo sonar un gong y quien, ante los aullidos de los perros del exterior y del ulular del viento que acompañan a la tormenta de arena, vaticina sintiéndose pitonisa: “¡Esta noche va ocurrir algo! ¡Esta noche va a ocurrir algo!” Y, efectivamente, ocurre.

 

(Buenos Aires, Emecé, 2004)

           
El doctor Humberto Huberman es la evocadora voz narrativa que (supuestamente) redactó “la historia del asesinato de Bosque del Mar” (que es la legendaria novela policial que el desocupado, intrigado e insomne lector tiene en sus manos). Y, según informa casi al término, la escribió por petición de varias amigas de su madre, (las únicas amigas que tiene), interesadas (y al parecer impresionadas) por su hablantina, presunta y presuntuosa labor detectivesca.

           

(Barcelona, Emecé, 2002)

          Se entrevé que el doctor Humberto Huberman (petulante, ridículo, solitario, maniático, citadino, fetichista, hedonista, egocéntrico, engreído, dizque “erudito” y supuesto poseedor de la “inteligencia dominante” en Bosque del Mar) es un consumado solterón, sin ningún enredo amoroso que le pise los talones y le agrie la yerba mate, los sueños o la fría tacita de cocoa (un día sí y otro también); quien en su “casa de la Capital” cada mañana se despierta y comporta como todo un pachá (repantigado en su otomana) atendido por sus añorados “enanos correntinos trayendo la bandeja pajiza, el té aromático, las tostadas y los bizcochos, el dulce y la miel”. Y, según revela con un dejo de intrínseca misantropía y quizá androfobia: “En general, me entiendo mejor con las mujeres que con los hombres [...] la sociedad que yo prefiero es la de mujeres maduras” (no la sociedad de las mujeres jóvenes y por ende en la plenitud de su atractivo y belleza física). No obstante, además de algún ancestral prejuicio misógino: menosprecia a las pelirrojas, comparte ciertos atavismos machistas (con un tinte psiconalistoide): “A las mujeres histéricas hay que dejarlas solas.” Admite y apunta: “Hay todo un tratado por escribir sobre el llanto de las mujeres; lo que uno cree la expresión de ternura es a veces una expresión de odio, y las más sinceras lágrimas suelen ser derramadas por mujeres que sólo se conmueven ante sí mismas.”

            Según apunta en su relato, es un boyante médico homeópata, adicto a los glóbulos de arsénico, quien ha viajado en el tren nocturno, de la capital a la calurosa Salinas, con destino al balneario Bosque del Mar, donde se halla el Hotel Central, propiedad de un matrimonio sin hijos (Esteban y Andrea), que son primos suyos y distantes, custodios de un sobrino de ella (el niño Miguel, de unos diez o doce años), a los que alguna vez les hizo un préstamo; lo que implica una postergada deuda que le permite no pagar el alojamiento y tratar a sus parientes con ciertas exigencias y contenida altanería. Su plan no es coincidir con nadie en ese hotel que a todas luces nunca había visitado ni visto, sino instalarse durante por lo menos dos meses de vacaciones en la playa, durante las cuales pretende escribir, en ese supuesto “paraíso del hombre de letras”, un sesudo guion cinematográfico, pues, según apunta, “la Gaucho Film Inc.” le ha pedido adaptar el “Satyricón, de Cayo Petronio”, “a la época actual y a la escena argentina”. Nada menos.

           

(Barcelona, Tusquets, 1989)

       El doctor Humberto Huberman viaja en el cómodo camarote del tren nocturno (al parecer a imagen y semejanza del cinematográfico y novelesco Orient Express, pues, según dice: “no hay que olvidarlo: en los trenes el té es de Ceylán”). Y tras su llegada a la solitaria estación del pueblerino Salinas (7:02 am y ya hace un tremendo calor) y luego de encargar en la oficina de correos que le remitan su correspondencia al Hotel Central del balneario Bosque del Mar, como único pasajero y en compañía de su equipaje y de unas gallinas enjauladas que llegaron con él en el tren, se desplaza encajado en un peliculesco y anacrónico Rickenbacker conducido por un chofer que él llama chauffeur; indicio de su proclividad a ciertos vocablos en franchute e inglés, (incluso alemán), a las frases en latín y francés, a las evocaciones librescas y a los fantaseos detectivescos o devaneos literarios (“he confundido la realidad con un libro”, llega a decir.) De ahí que en su índole irrisoria y ridícula, como si se tratase de la arquetípica y proustiana madeleine remojada en té, el maloliente tufillo de las gallinas que lo acompaña en el Rickenbacker lo remita a un grato e indeleble capítulo de su perdida niñez, pues según evoca: esa “efímera sensación olfativa traía a mi memoria un feliz episodio de la infancia, con mis padres, en los gallineros de mi tío, en Burzaco. ¿Confesaré que durante algunos minutos logré refugiarme, en medio de los sacudones y del calor, en la prístina visión de un huevo pasado por agua, en una taza de porcelana blanca?” Así, durante ese viaje de largas y calurosas horas en las que el Rickenbacker llega a cruzar, lentamente y sobre unos estrechos tablones, unos arenales por los que el coche podría caer y hundirse (“Si una rueda se desvía”), como ocurrió hace un año con “el caballo del farmacéutico”: “se metió en el pajonal” y, ante los ojos de los circunstantes, “despareció en el barro”. Pero el caso es que según dice el cantarín y “rapsoda” doctor Huberman trazando su particular, instantánea y evanescente épica: “Yo buscaba el mar, como un griego del Anabasis: ninguna pureza en el aire parecía anunciarlo.” Pero el pedúnculo umbelífero (o minúsculo intríngulis) de esa petulancia libresca es que la palabra anábasis refiere, por defecto y para el caso, una expedición de la costa hacia el interior de un territorio. Y catábasis es la palabra que alude el viaje desde el interior a la costa. Y cuando aún “heroicamente” montado en el Rickenbacker creer ver el mar (se trata de un espejismo de huitlacoche) exclama, exultante, a modo de homérico saludo: Thalassa!... Thalassa! (como si además del impetuoso y agitado océano viera emerger a la mitológica diosa del mar). Y cuando de nuevo cree verlo al divisar “una mancha violeta” dice, rumiando para sí, su particular, críptico y joyceano Ulises: Epi oinopa ponton. Pero como se trata de “flor morada”, según le aclara el rústico chofer, bien hubiera podido recitar al didáctico profesor Borges aludiendo la Odisea: “Los dioses les tejen adversidades a los hombres para que las futuras generaciones tengan algo que cantar.”

            Satisfecho consigo mismo y con su pequeña imagen, el doctor Humberto Huberman, tras su arribo al hotel, se autorretrata, envanecido y narcisista, para sus boquiabiertas lectoras (algo caricaturesco y esperpéntico, dadas las titiriteras manos que lo trazan y atildan):

            “Me desperté en la penumbra. No sabía dónde estaba ni siquiera qué hora era. Hice un esfuerzo, como quien trata de orientarse. Recordé: estaba en mi cuarto, en el Hotel Central. Entonces oí el mar.

            “Encendí la luz. Vi en mi cronógrafo —que yacía junto a los volúmenes de Chiron, de Kent, de Jahr, de Allen y de Hering, sobre la mesita de pino— que eran las cinco de la tarde. Pesadamente empecé a vestirme. ¡Qué descanso verme libre de la rigurosa indumentaria que nos imponen los convencionalismos de la vida urbana! Como un evadido de la ropa, me enfundé en mi camisa escocesa, en mi pantalón de franela, en mi saco de brin crudo, en el plegadizo panamá, en los viejos zapatones amarillos y en el bastón con empuñadura en cabeza de perro. Agaché la cabeza, con no disimulada satisfacción examiné en el espejo mi abultada frente de pensador, y otra vez convine con tanto observador imparcial: la similitud entre mis facciones y las de Goethe es auténtica. Por lo demás, no soy un hombre alto; para decirlo con un vocablo sugestivo, soy menudo —mis humores, mis reacciones y mis pensamientos no se extenúan ni se embotan a lo largo de una dilatada geografía—. Me precio de tener una cabellera agradable a la vista y al tacto, de poseer unas manos pequeñas y hermosas, de ser breve en las muñecas, en los tobillos, en la cintura. Mis pies, ‘frívolos viajeros’, ni cuando duermo descansan. La piel es blanca y rosada; el apetito, perfecto.”

        

Goethe

       
Cercano al mar, próximo a pantanosos médanos y a los peligrosos cangrejales, y no lejos del Hotel Nuevo Ostende, el Hotel Central ha sido víctima frecuente de las tormentas de viento y arena; de ahí que, pese al asfixiante y claustrofóbico calor, las ventanas de las recámaras hayan sido selladas; y que el piso que hace un par de años era la recepción, ahora es el sótano; y que los huéspedes, en vez de subir a sus alcobas bajen a ellas, incluso al comedor, donde hay una larga mesa en la que los pensionistas coinciden para la cena, amenizados con la música de la radio y luego con el piano que toca Emilia en medio de la intrínseca neurosis y agresiva rivalidad que la confronta y antagoniza con su hermana Mary.

Cuando a la mañana siguiente se descubre la sorpresiva muerte de la joven Mary, envenenada por estricnina, según el diagnóstico a priori del doctor Humberto Huberman (quien añade “que el deceso había ocurrido dentro de las últimas dos horas”) y aún no se sabe si se trata de un asesinato o de un suicidio, y puesto que en ese momento de la mañana (y desde la noche anterior) el Hotel Central sufre el furioso ataque de una furiosa y ululante tormenta de arena, todo indica, si acaso es un asesinato, que se trata de un crimen ocurrido en el oscuro vientre de esa “casa enterrada en la arena”, lo que equivale al crimen de cuarto cerrado —circunstancia clásica en una narración detectivesca y policial, aleccionó Borges, desde que Edgar Allan Poe, en 1841, publicó su cuento “Los crímenes de la calle Morgue”—, enfatizada cuando el doctor Huberman apunta: “Estábamos en ese caserón cerrado como en un barco en el fondo del mar, o, más exactamente, como en un submarino que se ha ido a pique.” Y por ende (indica el cliché) todos los habitantes del hotel, incluidos quienes viven y trabajan en él, son probables sospechosos. Para despejar el misterio, en un momento en que afloja la impetuosa y ululante tormenta de viento y arena, envían el Rickenbacker por la policía. Es así que unas horas después llegan al Hotel Central: el comisario Raimundo Aubry, memorioso diletante y citador de novelas del siglo XIX (sobre todo de Victor Hugo), y el doctor Cecilio Montes, “médico de la policía”, quien es un borrachín incurable, pringoso, misántropo e irascible; dos gendarmes y el hombre de la funeraria; más el ataúd, que instalan en el sótano.

   Pese a cierto reparo inicial, el doctor Montes coincide con el ojo clínico del doctor Huberman: la víctima murió envenenada con una dosis de estricnina, que, al parecer, tomó (o le dieron a tomar) antes de acostarse, pues solía beber una taza de chocolate frío antes de dormir; taza que, misteriosamente, no se halla en el lugar del crimen o suicidio; es decir, alguien la desapareció y por alguna razón dejó, según parece, “el frasco de los glóbulos que tomaba todas las mañanas” y el corcho en el suelo.

   El comisario Raimundo Aubry, antes de interrogar a los moradores del hotel, decide registrar sus habitaciones, empezando por la recámara del doctor Humberto Huberman, quien se ofende al suponerse sospechoso de algo o de esconder la estricnina; no obstante, en medio del escrutinio policial logra escamotear su “tubo de arsénico” focalizando la ruda y enfática búsqueda en los tubitos de su homeopático botiquín. El caso es que las pesquisas del comisario lo llevan a inferir que Emilia, la hermana de Mary, es la asesina. Y piensa detenerla y recluirla en la cárcel tan pronto amaine la tormenta de arena. La razón: había un traicionero y subrepticio lío sexual entre Mary y Enrique Atuel, el novio de Emilia. Esto lo refleja la pelea a gritos entre ambas, misma que Huberman oyó por casualidad; y lo acentúa la tensión neurótica que esgrimen entre sí durante la ríspida cena y durante el convivio entorno al piano, preludio de la súbita salida de Emilia del hotel, pese a la oscuridad y al peligro que implica la tormenta de viento y arena. Y más aún cuando el doctor Humberto Huberman, también sin proponérselo, previo a la grupal búsqueda de Emilia en el exterior, ve que Atuel y Mary se besan en lo oscurito; no obstante, puntualiza: “Autel se resistía; Mary lo asediaba apasionadamente.” Ante tan desventurada y lastimosa escena, comenta pomposo para sí: “‘¿Qué somos’, murmuré, ‘sino osamentas besadas por los dioses’? Con el alma apesadumbrada, seguí mi camino. Algo aulló en la penumbra. Era el niño. Yo había tropezado con él. Me miró un instante —¿qué había en su expresión: desprecio, odio, terror?—; después huyó.”

Mary
(Luisana Lopilato)
Foto alusiva al filme Los que aman, odian (2017)

          La muerta, la joven Mary, o sea: María Gutiérrez, fue paciente del doctor Humberto Huberman dos o tres veces en su consultorio, allá en la capital; y la recuerda por “el accrochecoerur en la frente”, porque él le dijo “somos almas gemelas”, dada su compartida adicción a los glóbulos de arsénico, y porque le recomendó, ese año, unas “vacaciones en Bosque del Mar”. Todo indica que coincidieron, sin premeditarlo, en el Hotel Central, pues las hermanas Gutiérrez, con la infancia en Tres Arroyos, pudieron hospedarse en el vecino, y no muy distante, Hotel Nuevo Ostende, donde está registrado y tiene su recámara (quizá sólo protocolaria) Enrique Atuel, cuya facha, al doctor Huberman, no le gusta nada. Según dice: es “joven, amulatado. A despecho de cierta vulgaridad en el hablar y de una apariencia que recordaba los cartelones del ‘tango en París’ [remember al icónico y popular Gardel y su ‘estilo del Alma que canta’] —pelo negro, lacio, ojos vivos, nariz aguileña— me pareció que ejercía sobre sus compañeros [Mary, Emilia y el doctor Cornejo] —nada brillantes, por lo demás— alguna superioridad intelectual.” Y de ninguna manera el doctor Huberman galantea ni pretende a Mary, ni tiene íntimas ensoñaciones con su cuerpo, “demasiado atlético para mi gusto”, dice y observa en ella “una animalidad que atrae a ciertos hombres sobre cuyas aficiones prefiero no opinar”. Mary, además de su sensualidad y magnetismo corporal (“alta, rubia”, “muy hermosa, con una impresionante blancura, con manchas rosadas”) era una traductora notoriamente fetichista y maniática: trajo consigo todos los libros traducidos por ella (que son narraciones policiales con tapas arlequinadas), “los manuscritos de las traducciones y los borradores de los manuscritos” e incluso “las pruebas de imprenta”; tambache al que se suman “las páginas escritas a mano” de la última traducción que estaba haciendo: “una novela de Michael Innes”. (Pseudónimo, cabe la digresión, del escocés John Innes McKintosch Steward, antologado por Borges y Bioy en la citada Segunda serie de Los mejores cuentos policiales con el relato 
“La tragedia del pañuelo” y de quien ambos editaron, en la legendaria serie policíaca El Séptimo Círculo, cuatro obras traducidas al español con los títulos: Los otros y el rector, ¡Hamlet, venganza!, La torre y la muerte, y El peso de la prueba.) 

Silvina Ocampo
(verano en Mar del Plata)

         Paralelo a la investigación policial del comisario Aubry, el doctor Huberman hace su propia labor detectivesca que, de hecho, empieza desde antes de la llegada de la policía y su comitiva. En tal vertiente, cuando Emilia es la presunta asesina de su hermana, le sorprende y alarma encontrar al doctor Manning y al galán Atuel muy despreocupados y desentendidos leyendo: “Manning leía la novela inglesa que Atuel había robado del cuarto de Mary [subrepticia y sospechosa sustracción que Huberman observó oculto]. Atuel leía una de esas novelas de tapa arlequinesca, que Mary había traducido. En una mesa interpuesta entre los lectores había papeles con anotaciones y lápices.” Y más aún, según dice: “¡Redactaban apostillas y notas a textos policiales!” El resultado de ese escrutinio lector, y de la lectura de los papeles que dejó la muerta en su cuarto, es que el doctor Manning le presenta al comisario Aubry la transcripción de una nota manuscrita, originalmente redactada por Mary en una “hoja de block”, donde anuncia su suicido y, según afirma categórico, “la frase no figura en ninguno de los libros” traducidos por Mary. Ese fragmento manuscrito, transcrito por Manning, parece eximir a Emilia de ser la presunta asesina. Aún así el comisario piensa llevarla presa a Salinas y hacerla hablar.

    No obstante, los posteriores giros sorpresivos y las rápidas vueltas de tuerca revelan que esa nota suicida en realidad sí es un fragmento de una novela policíaca traducida por Mary, que resulta ser otro libro sustraído por el sigiloso Atuel (al parecer se trata de una narración policial de Eden Phillpotts, otrora mentor de la joven y futura Agatha Christie), escondido por él en su recámara del Hotel Nuevo Ostende (¿por qué no la destruyó el muy boludo y listillo?), y luego localizado allí por el pálpito, la reflexión y las veladas dilucidaciones del doctor Manning, que en algún momento debió descubrirse manipulado por Atuel. Las razones que impulsaron a Atuel a hacer tal oscuro tejemaneje —incluso abandona al doctor Huberman en el violento y nebuloso arenal, y éste, desorientado, se alucina perdido en angustiosas y fóbicas pesadillas que coinciden con el desierto y la arquitectura del filme silente dirigido por Jacques Feyder: L’Atlantide (1921), y a expensas de los espeluznantes y horrorosísimos cangrejales— evidencian que creía que Emilia era la asesina y con sus artimañas quería exculparla del asesinato y de la condena carcelaria. Ante tales manipulaciones, vale puntualizar que el galán Atuel reveló ser, sólo ante el comisario y Manning (y no ante el ofendido Huberman), un famoso inspector de policía que vacaciona de incognito, quien dice trabajar “en la Sección de Investigaciones”, allá en “la Capital Federal”, y cuyo verdadero apellido es Atwell. Pero para que sus subrepticios y ocultos propósitos no se estropeen, induce, además, el simulacro de envenenamiento del doctor Cornejo con una dosis del tubo de veronal que había robado del maletín del doctor Montes y señala al desparecido niño Miguel, y al recién desaparecido doctor Manning, como al posible ladrón de las costosas joyas de la muerta, recién hurtadas a Emilia. Las cuales, antes de marcharse de Bosque del Mar de manera furtiva y sin despedirse de nadie y dado que se descubrieron sus numerosos ardides, a través de La Bruna (“un hombre parecido a Wagner”, según Huberman), quien es el dueño del vecino Hotel Nuevo Ostente, devuelve, en el Hotel Central, las joyas robadas envueltas en un paquete.

Wagner

       No obstante, pese a las detectivescas indagaciones, especulaciones y deducciones del doctor Manning, del doctor Huberman, del comisario Aubry y a las meteduras de pata del supuestamente fogueado y célebre inspector de policía Atwell (¿no se tratará de una impostura?), los puntos sobre las íes del enredo y del crimen sólo se aclaran, para el corro (y para los lectores), con la carta de despedida que el niño Miguel Fernández le dejó a su apreciado amigo y mentor el farmacéutico Paulino Rocha (se lee casi al término de la novela). Misiva que, motu proprio, el boticario lleva al Hotel Central para entregársela al comisario Aubry, una vez que la tormenta de viento y arena pareció extinguirse por arte de birlibirloque. Sólo entonces, ya desvelada la identidad del asesino y sus secretas y peculiares razones, es cuando Emilia revela que ella desapareció la taza de Mary, porque creyó que el asesino era Atwell y quiso protegerlo.

 

H. Bustos Domecq
Composiciones fotográficas de Silvina Ocampo,
basadas en ideas de Francis Galton.

IV de V

En el Hotel Central el niño Miguel era un marginado y un desdichado, y, al parecer, una molestia, un estorbo, y una penosa y despreciable carga para sus tíos, que no lo querían ni comprendían. Según le dijo Andrea a Huberman: “Miguel ha tenido una infancia triste. Es anémico, está mal desarrollado. Es muy chico para su edad. Cavila todo el tiempo. Mi hermano creía que el mar podía fortalecerlo...” No obstante, no le asignaron una adecuada habitación, propia para un chaval con los hábitos e inclinaciones de un probable o futuro naturalista, explorador y científico, sino que lo arrinconaron en el astroso y subterráneo cuarto de los baúles, donde además no hay luz eléctrica y por ende se iluminaba con una vela. No extraña, entonces, que no quiera a sus tíos y los desprecie, y que haya hecho su refugio y su “casita” en el Joseph K, el barco encallado y abandonado en la playa, donde pasaba mucho tiempo solo y donde, antes de partir durante la tormenta y la subida de la marea, ya tenía “allí muchas botellas de agua, bizcochos y una bolsita de yerba”. No obstante, el destino de su errático viaje (lo deja ver en su carta) no es una isla desierta con un tesoro enterrado por un pirata o un mundo utópico o mejor, sino el fondo del mar. Y por ello, en su posdata, le pide al boticario que envíe a sus padres el albatros embalsamado por él que dejó, ex profeso, en el cuarto de los baúles, donde, antes de que apareciera su reveladora carta, fue encontrado por el comisario Aubry: “Atada al pescuezo del pájaro con una cinta verde, colgaba una fotografía del niño, con la inscripción. A mis queridos padres, recuerdo de Miguel.” Lamentablemente no pudo llegar a tales manos, pues el doctor Huberman, en una de sus equivocas conjeturas, supuso que Miguel era el ladrón de las joyas de Mary y que las había escondido en el vientre del pájaro y por ello las manos del comisario lo destrozan y despanzurran.

    El caso es que el niño Miguel, a escondidas de sus tutores, aprendió del boticario el modo de conservar las algas marinas, pues la caza y la taxidermia las había aprendido de su padre. En el Hotel Central sus tíos le habían prohibido la “crueldad” con los animales. Quizá Miguel no haya sido cruel a la hora de cazar nutrias (con su padre) o el albatros. Eso se ignora, pues la caza es un milenario deporte (o ancestral oficio de sobrevivencia) y un ave o animal disecado puede ser un trofeo de caza y de habilidad y orgullo taxidermista. Pero el doctor Huberman, que lo ve con “cara de laucha” y que trató de evocar a Conrad para hablar de barcos con él, se alarma ante la rareza de encontrar bajo su catre, en el cuarto de los baúles, el albatros ensangrentado. Imprevisto descubrimiento que el niño rubrica pegando un grito, dándole a Huberman un zarpazo en el rostro y huyendo de allí. Indicio de una potencia anímica, neurótica, pasional, agresiva y mental que no controla ni domina, pese a la corrección y al sosiego con que redactó su carta de despedida, donde se lee que no está arrepentido de lo que hizo, ni de su decisión de borrarse del mapa:

            “Yo pensé: ‘Voy a hacer una cosa terrible’. Ahora comprendo que hice lo que hubiera hecho cualquiera en mi lugar.

            “Bajé a mi cuarto, busqué la estricnina, me fui al cuarto de Mary y eché la mitad del frasquito en la taza de chocolate frío que ella tomaba antes de dormirse. Revolví la cuchara para que el veneno se disolviera bien y cuando estaba secándola oí los pasos de Mary. Al escaparme se me cayó el frasco. No tuve tiempo de recogerlo. Me fui por el cuarto de Emilia.

            “Al día siguiente volví a buscar el frasco, pero no estaba. Yo quería tomar la estricnina, como la había tomado Mary.”

            Vale añadir, para no desvelar todo el carozo de la mazorca, que el niño Miguel se enamoró de Mary hasta el tuétano y la locura; que le resultaba doloroso e intolerable el maltrato que le endilgaba cuando estaban a solas, que rechazara y le disgustaran los besos que él le daba o intentaba darle, y para el colmo: su traicionero y subrepticio amorío con Atwell y las burlonas infidencias que, sobre el niño, se permitía con su casanova y polígamo. No obstante, antes de irse al más allá, el niño Miguel bajó al sótano, abrió el ataúd y besó en los labios el cadáver de Mary. Al inesperadamente descubrir ese cuadro mortuorio, el doctor Cornejo se impresionó y escandalizó e impresionó y escandalizó a los otros moradores del Hotel Central. No pudo, y no podía ver, que el niño enamorado, con ese amoroso, elegíaco y último beso, se despedía para siempre de su amada. Y sólo vio algo anómalo e inquietante, quizá con indicios de cierta necrofilia.

 

 

V de V

Cartel de la película argentina Los que aman, odian (2017), basada
en la novela homónima de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.

Vale añadir, a modo de corolario, que la novela Los que aman, odian ha sido adaptada al cine, de manera parcial y no muy afortunada (y sin una pizca de la erudición y del humor de la obra literaria) en la homónima y patética película de 2017, dirigida por el cineasta argentino Alejandro Maci
—director del filme El impostor (1997), basado en el cuento homónimo de Silvina Ocampo—, donde los lentes de sol que lucen las hermanas Fraga: Emilia y Mary, son un implícito y tácito homenaje a los lentes oscuros, de grandes y pesados armazones, que usaban las hermanas Ocampo: Victoria y Silvina. Entre los protagonistas descuella la actriz Luisana Lopilato como Mary Fraga (ese obscuro objeto del deseo), notable, además, en la caracterización de Pipa (Manuela Pelari), policía de investigación criminal en dos thrillers argentinos dirigidos por Alejandro Montiel: Perdida (2018) y La corazonada (2020). Y, desde luego, Guillermo Francella en el papel del doctor Hubermann, muy recordado por su brillante trabajo actoral en El secreto de sus ojos (2009), filme dirigido por Juan José Campanella, basado en La pregunta de sus ojos (Buenos Aires, Galerna, 2005), novela del escritor argentino Eduardo Sacheri, quien, por razones pecuniarias y de marketing, le cambió el título por el nombre de la película.

Silvina y Victoria Ocampo con Borges


 

 

Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, Los que aman, odian. Cruz del Sur, Emecé Editores. Barcelona, febrero de 2002. 136 pp.


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Trailer de Los que aman, odian (2017), película dirigida por Alejandro Maci, basada en la novela homónima de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.