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jueves, 3 de abril de 2025

Los cachorros


Haciendo el paso de la muerte

I de II
De cuando en cuando, desde hace un buen número de años, suelen editarse en distintas editoriales y de manera conjunta: el libro de cuentos Los jefes (1959) y el relato Los cachorros (1967), el primero y el cuarto de los libros de ficción publicados —en España y en el globo terráqueo— por el peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), signados, desde el inicio, por la buena estrella que siempre lo ha distinguido.
    
Mario Vargas Llosa el día de su boda con su prima Patricia Llosa.
A la izquierda: su suegro, el tío Lucho, y su suegra, la tía Olga.
A la derecha: Dora Llosa, la madre del escritor.
(Miraflores, mayo de 1965)
        
            Entre las anécdotas de 1952 que narra en “El tío Lucho”, el IX capítulo de su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993), apunta que a sus 16 años vivió en Piura, en casa de sus tíos Lucho y Olga, entre abril y diciembre, lapso en que trabajó en el periódico La Industria y cursó “el quinto año de secundaria en el colegio San Miguel”, donde gracias al profesor de literatura y al director de la escuela pudo montar y dirigir nada menos que su primer libreto teatral: La huida del inca (aún inédito), que él escribió en Lima en 1951 y con el que obtuvo el segundo lugar del “Tercer Concurso de Teatro Escolar y Radioteatro Infantil organizado por el Ministerio de Educación Pública”, cuyo estreno ocurrió el 17 de julio de 1952 en el teatro Variedades de Piura. “El éxito de La huida del inca [apunta en la página 198] hizo que diéramos, la siguiente semana, dos funciones más, a una de la cuales pude meter a mis primas Wanda y Patricia de contrabando [la primea de nueve años y la segunda de siete, quien sería su segunda esposa y la madre de sus tres hijos], pues la censura había calificado la obra de ‘mayores de quince años’”.
Cartel del estreno de La huida del inca en el Teatro Variedades de Piura
Julio 17 de 1952
  Sobre tal libreto, urdido tras leer en La Crónica la convocatoria del concurso y cuando aún era alumno del Colegio Militar Leoncio Prado (lo fue entre 1950 y 1951), dice en la página 122, casi al término de “El cadete de la suerte”, el V capítulo de El pez en el agua

     
Joven anónimo y el adolescente Mario Vargas Llosa en 1952 tecleando
en una máquina Underwood, quien luego de dos años en el Colegio
Militar Leoncio Prado (entre 1950 y 1951) y tras su paso por La Crónica
[en Lima, unos tres meses], trabaja en el diario La Industria de Piura
a donde se muda 
[tras cumplir 16 años] para terminar la secundaria”. 
        
        “No sé cuántas veces escribí, rompí, reescribí, volví a romper y a reescribir La huida del inca. Como mi actividad de escriba de cartas amorosas y de novelitas eróticas me había ganado entre mis compañeros leonciopadradinos el derecho de ser escritor, no lo hacía ocultándome, sino en las horas de estudio, o después de las clases, o en ellas mismas y durante mis turnos de imaginaria. El abuelito Pedro tenía una vieja máquina de escribir Underwood, que lo acompañaba desde los tiempos de Bolivia, y los fines de semana me pasaba las horas mecanografiando en ella con dos dedos, el original y las copias para el concurso. Al terminarla, se la leí a los abuelos y a los tíos Juan y Laura. El abuelito se encargó de llevar La huida del inca al ministerio de Educación.
“Esa obrita fue, hasta donde yo recuerdo, el primer texto que escribí de la misma manera que escribiría después todas mis novelas: reescribiendo y corrigiendo, rehaciendo una y mil veces un muy confuso borrador, que, poco a poco, a fuerza de enmiendas, tomaría forma definitiva. Pasaron semanas y meses sin noticias de la suerte que había tenido en el concurso, y cuando terminé el cuarto de media, y, a fines de diciembre o comienzos de enero de 1952, entré a trabajar a La Crónica, ya no pensaba casi en mi obra —espantosamente subtitulada Drama incaico en tres actos, con prólogo y epílogo en la época actual— ni en el certamen al que la presenté.”
Mario Vargas Llosa con la tía Julia en 1958
  Ya en España —a donde el joven Mario llegó en 1958 casado con su primera esposa Julia Urquidi Illanes (1926-2010), hermana de su tía Olga, y con el apoyo de la beca Javier Prado para doctorarse en la Universidad Complutense de Madrid—, no tardó en ganar, en 1959, el Premio Leopoldo Alas “Clarín” con su libro de cuentos Los jefes, que fue impreso ese año, en Barcelona, por la Editorial Rocas. Y en “El sartrecillo valiente”, el XIII capítulo de El pez en el agua, evoca que con una primera versión del cuento que titula y abre tal librito (más otro relato sobre “la casa verde”, el inmortal burdel de su infancia y adolescencia en Piura, en 1946 y en 1952, luego hecho trizas) fracasó en “un concurso de cuentos convocado por la Facultad de Letras de San Marcos”, pero lo reescribió y lo propuso “al historiador César Pacheco Vélez, que dirigía Mercurio Peruano. Lo aceptó, lo publicó (en febrero de 1957) y me hizo cincuenta separatas que distribuí entre los amigos. Fue mi primer relato publicado y el que daría título a mi primer libro.” Y lo acota y matiza en la página 291: “Ese cuento prefigura mucho de lo que hice después como novelista: usar una experiencia personal como punto de partida para la fantasía; emplear una forma que finge el realismo mediante precisiones geográficas y urbanas; una objetividad lograda a través de diálogos y descripciones hechas desde un punto de vista impersonal, borrando las huellas de autor y, por último, una actitud crítica de cierta problemática que es el contexto u horizonte de la anécdota.”

César Vallejo y Georgette
        Pero además, en “El viaje a París”, el XIX capítulo de El pez en el agua, relata anécdotas y pormenores alrededor de “El desafío”, el segundo cuento de Los jefes, con el que hacia noviembre de 1957 ganó un concurso de La Revue Française “cuyo premio era un viaje de quince días a París”, que emprendió “una mañana de enero de 1958”, pero se quedó dos semanas más viviendo y disfrutando novelescas aventuras (gracias a un préstamo de mil dólares que le hizo su tío Lucho). Por si fuera poco, la traducción al francés de “El desafío” hecha por André Coyné (1891-1960), que se publicó en tal revista y se presentó en la capital francesa, la “revisó y pulió” Georgette (1908-1984), la viuda y albacea de la obra de César Vallejo (1892-1938), quien vivía en Lima y a la que el joven Mario, con Julia, frecuentó y luego se carteó desde Francia.

Con su segundo libro: La ciudad y los perros (Seix Barral, Barcelona, 1963), obtuvo en 1962 el Premio Biblioteca Breve y en 1963 el Premio de la Crítica Española y el segundo lugar del Premio Formentor y con ella se convirtió, a los 26 años de edad, en un escritor de fama y renombre en el contexto del boom de la literatura latinoamericana en Europa y América Latina, lo cual se reafirmó con su tercer libro: La Casa Verde (Seix Barral, Barcelona, 1965), con la que en 1966 ganó el Premio de la Crítica Española y en 1967 el Premio Nacional de Novela del Perú y el Premio Internacional de Literatura “Rómulo Gallegos”, en Venezuela.
Portada de la primera edición de Los cachorros (1967)
  Los cachorros, su cuarto libro, no obtuvo ningún sonoro y rutilante galardón. Y normalmente se olvida u omite que fue publicado por primera vez en 1967, en Barcelona, por la editorial Lumen, junto con una serie de imágenes del fotógrafo barcelonés Xavier Miserachs (1937-1998), urdido ex profeso para la serie Palabra e Imagen, “creada a principios de los sesenta por Esther y Oscar Tusquets”.  

Fotografía de Xavier Miserachs que ilustra la portada de
Los cachorros

Colección Palabra e Imagen, La Fábrica Editorial
Madrid, 2010
  En 2010, meses antes de que a Mario Vargas Llosa la Academia Sueca le otorgara el Premio Nobel de Literatura, La Fábrica Editorial, en Madrid, con Esther Tusquets (1936-2012) en el papel de directora de la homónima colección y con un prólogo suyo, reeditó Los cachorros con las fotos de Xavier Miserachs. No se trata de una edición facsimilar, pero sí de una edición muy visual y cuidada. De pastas duras, cubiertas, cintillo, buen tamaño (22.05 x 21.07 cm), con un atractivo diseño, buenos papeles y buena combinación, y buena calidad en la impresión fotográfica y tipográfica. 

Esther Tusquets con su cachorro
         En su prefacio titulado “Casi cincuenta años después”, Esther Tusquets habla del renacimiento de Lumen durante la dictadura del general Francisco Franco (“pues como empresa consagrada a los libros de religión y al apoyo de la causa franquista existía desde la Guerra Civil”) y del origen y acuñación de la serie Palabra e Imagen. Y del hecho de que los conjurados en la pequeña empresa de su padre (ella, su hermano Oscar y Lluís Clotet) decidieron invitar a un conjunto de escritores y fotógrafos cuyos trabajos confluyeran en una colección de libros. Dice que Mario Vargas Llosa ya era una figura de las letras y que para invitarlo pidió el visto bueno de Carlos Barral (1928-1989), su promotor y editor en Seix Barral, quien además de dárselo, escribió un prólogo ex profeso para Los cachorros del que cita pasajes. Dice que ella y su hermano Oscar conocieron “a Vargas Llosa en París. Nos citó en Les Deux Magots. Joven, guapo, educadísimo. Se decidió que escribiría para nosotros un cuento que entonces se llamaba ‘Pichula Cuéllar’; un título que fue imposible que pasara la censura. Nos contó la historia y nos aseguró que nos la enviaría muy pronto terminada. Pero le llevó mucho tiempo y ni siquiera la última versión le gustaba demasiado. Ya dice Carlos que este tipo de escritor es ‘un eterno insatisfecho de su obra, de la que las partes escritas no le parecen sino insuficientes ensayos’.”

Mario Vargas Llosa en 1967
  El caso es que Mario Vargas Llosa vivía en París y allí escribió su cuento ubicado en una Lima de los años 40, 50 e inicios de los 60 del siglo XX. Y Xavier Miserachs vivía en Barcelona y cada uno trabajó en su ámbito idiosincrásico. El fotógrafo no hizo una ilustración puntual del cuento (algo así como una fotonovela), sino un ensayo fotográfico (en blanco y negro) que dialoga, traslada y reinventa el sentido del relato en un entorno europeo de los años 60, cuyo look ahora resulta muy demodé, con una ineludible y magnética pátina que Hugo Hiriart denominaría “estética de la obsolescencia”. 

     
Xavier Miserachs (1937-1998)
Foto: Pilar Aymerich
        
             Quienes hayan leído o lean Los cachorros no extrañarán que en las fotos iniciales de Xavier Miserachs se vean a escolares de primaria educados por curas con sotana; que las segundas aludan los infantiles juegos de pelota, el futbolito y el fulbito; luego sus correrías callejeras, diversiones, fiestas y galanteos juveniles, incluso en la playa; más tarde los compromisos matrimoniales; y por último las locuras y la intemperancia en el veloz Porsche (un “pequeño bastardo” que evoca el minúsculo Porsche Spyder 550 de James Dean) y la obvia colisión. 
     
Foto de Xavier Miserachs para Los cachorros (1967)
      
        La última espléndida y panorámica imagen en gran angular (distribuida en las postreras guardas y con un baño de color) podría titularse “La ciudad y los perros”, pues allí un difuso hombre, a un lado de la cinta asfáltica de la gran urbe, lleva y guía con sus correas a diez “Malpapeados” y peligrosos daneses (debieron ser nueve, el número de los círculos del infierno), algunos con bozal, y parece contrastar con el nombre del cuento y aludir el destino del tremendo y feroz Judas, que es un danés, cuyo cruento ataque inocula el apodo del emasculado Pichulita Cuéllar y hace de su vida una angustia permanente, una neurosis continua, un vacío, una fobia y un infierno in crescendo

     
Portada del DVD de Los cachorros, película de 1973 dirigida por Jorge Fons,
basada en el relato homónimo de Mario Vargas Llosa.
          
         El sobrio y sugestivo ensayo fotográfico del español Xavier Miserachs recuerda el infumable y homónimo churro “orgullosamente mexicano”: la libre adaptación y pésima reinvención fílmica del relato de Mario Vargas Llosa que el tuxpeño Jorge Fons —el estupendo director de Rojo amanecer (1989) y de El callejón de los milagros (1995)— estrenó, en México, en 1973 (aún circula en DVD y en YouTube), en cuyo elenco figuran José Alonso, Helena Rojo, Carmen Montejo, Augusto Benedico, Gabriel Retes, Arsenio Campos, Dunia Saldívar, Pedro Damián, Silvia Mariscal y Cecilia Pezet.



II de II   
                 
Sebastián Sañazar Bondy
(1924-1965)
           Mario Vargas Llosa dedicó Los cachorros “A la memoria de Sebastián Salazar Bondy” (1924-1965), poeta y polígrafo peruano a quien el joven Mario frecuentó en Lima durante sus años en la Universidad de San Marcos, quien fue miembro del jurado del susodicho concurso de La Revue Française que ganó en 1957 y por ende le “decía, envidioso: ‘Te pasa lo mejor que le puede pasar a nadie en el mundo: ¡Irse a París!’”. Y como Salazar Bondy recién había estado unos meses en Francia, le “preparó una lista de cosas imprescindibles para hacer y ver en la capital francesa”, entre ello la dirección de un hotelito del Barrio Latino a donde Mario, en enero de 1958, pensaba mudarse después de los 15 días del premio pasados en el hotel de lujo Napoleón, desde cuyo cuarto con balconcito veía el Arco del Triunfo; pero a la hora de despedirse el gerente le dijo que se “quedara allí [los otros 15 días] pagando lo que iba a pagar en el hotel de Seine”. 
Después de todo el despliegue de recursos técnicos que implica el puzzle y la magistral urdimbre de intrincadas y fragmentarias tramas de su novela La Casa Verde (1965), el relato Los cachorros (1967) parece un ejercicio de estilo, un divertimento sin un pelo de “literatura comprometida”, el canon sartreano que fue credo de Mario Vargas Llosa desde los años 50 hasta mediados de los 60 y por ende sus coterráneos en Lima: Luis Loayza (“el borgiano Petit Thouars”) y Abelardo Oquendo (“el Delfín”) lo apodaban “el sartrecillo valiente”.
Luis Loayza  (el borgiano Petit Thouars) y Abelardo Oquendo (el Delfín) ,
amigos de Mario Vargas Llosa, quienes lo llamaban 
el sartrecillo valiente.
(Lima, 1956)
  Los cachorros, dividido en seis capítulos y con cinco personajes principales (Choto, Mañuco, Chingolo, Lalo y Pichula, el protagonista), de relato tradicional sólo implica el hecho de que de manera progresiva en el tiempo tiene un inicio, un medio y un desenlace, de la infancia a la joven adultez de los protagonistas, decurso signado por el drama, la pesadumbre, los miedos, las inseguridades, la inmoderación y el desprecio por la vida y la muerte de Pichula Cuéllar y su trágico fallecimiento. Así, lo singular es la forma narrativa consubstancial e inextricable al sentido, la manera en que el autor acomete y desarrolla el cuento en una Lima de los años 40, 50 y principios de los 60, vista a través de la educación, las costumbres, los hábitos, los usos, los prejuicios y la idiosincrasia de un grupo de clase media y alta (niños, adolescentes, jóvenes, adultos) que inicia su aprendizaje existencial en el Colegio Champagnat, de sacerdotes maristas. 

Aderezado con lúdicas onomatopeyas, con jerigonza y coloquiales peruanismos, apócopes y frases hechas, marcas de objetos y golosinas e iconos de la época, el relato es narrado de manera polifónica por un conjunto de voces (incluida la omnisciente voz narrativa) que sucesivamente cambian de enunciado en enunciado y en un mismo párrafo (de persona y de personaje) y que se urden entre sí alterando ciertas convenciones en el uso (y no uso) de los signos de puntuación, todo lo cual le da a la narración un ritmo y una eufonía vertiginosa y envolvente. 
De ahí que en el fragmento inicial se lea: “Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat.”
       Y en el último: “Eran hombres hechos y derechos ya y teníamos todos mujer, carro, hijos que estudiaban en el Champagnat, la Inmaculada o el Santa María, y se estaban construyendo una casita para el verano en Ancón, Santa Rosa o las playas del sur, y comenzábamos a engordar y a tener canas, barriguitas, cuerpos blandos, a usar anteojos para leer, a sentir malestares después de comer y de beber y aparecían ya en su pieles algunas pequitas, ciertas arruguitas.”
      Es probable que esa Lima y los personajes del cuento y sus ámbitos geográficos y urbanos nunca hayan existido como tales, al pie de la letra. Pero no es difícil inferir que el autor utilizó su “experiencia personal como punto de partida para la fantasía”, como es, por ejemplo, la afición generacional por los mambos y su popular ídolo Dámaso Pérez Prado (el celebérrimo e inmortal Cara de foca), por las guarachas, los boleros y valses que los protagonistas cultivan en su adolescencia. 
   
Maritza Angulo y Mario Vargas Llosa bailando en una fiesta
(Miraflores, 1952)
      
          Se recordará, otro ejemplo, al Hermano Leoncio, el primer sacerdote marista que figura en el relato, quien con un manazo suele quitarse el mechón de pelo que se le viene al rostro y quien es uno de los curas que acuden —él vociferando palabrotas en español y francés— a auxiliar al niño Cuéllar cuando es atacado por el perro Judas mientras se bañaba desnudo tras un entrenamiento de fútbol, y a quien le toca perseguir, atrapar y enjaular a la virulenta mascota. Pues bien, en “Lima la horrible”, el III capítulo de su libro de memorias El pez en el agua (1993) y homónimo de un ensayo de Salazar Bondy, Mario Vargas Llosa evoca los tres años que estudió en el católico colegio La Salle, en la capital peruana, entre 1947 y 1950, donde alude, en la página 57, a un sacerdote que a todas luces es el modelo del sacerdote del cuento: “El Hermano Leoncio, nuestro profesor de sexto de primaria, un francés colorado y sesentón, bastante cascarrabias, de alborotados cabellos blancos, con un enorme rulo que estaba todo el tiempo cayéndose sobre la frente y que él se echaba atrás con equinos movimientos de cabeza, que nos hacía aprendernos de memoria poesías de fray Luis de León (‘Y dejas, pastor santo...’).” Personaje, quizá olvidable, que cobra relevancia por el conato pedófilo que evoca el ahora Premio Nobel de Literatura 2010 entre las páginas 75 y 76 de sus memorias, más aún a la luz de los sucesivos y multiplicados casos de pederastia que infestan a las legiones de sacerdotes católicos en toda la aldea global y que no ignoran, sin dolores de cabeza, ni el Papa Ratzinger ni el Papa Francisco: 
Foto de Xavier Miserachs para Los cachorros (1967)
  “No pude ir a recoger la libreta de notas, ese fin de año de 1948, por alguna razón. Fui al día siguiente. El colegio estaba sin alumnos. Me entregaron mi libreta en la dirección y ya partía cuando apareció el Hermano Leoncio, muy risueño. Me preguntó por mis notas y mis planes para las vacaciones. Pese a su fama de viejito cascarrabias, al Hermano Leoncio, que solía darnos un coscacho cuando nos portábamos mal, todos lo queríamos, por su figura pintoresca, su cara colorada, su rulo saltarín y su español afrancesado. Me comía a preguntas, sin darme un intervalo para despedirme, y de pronto me dijo que quería mostrarme algo y que viniera con él. Me llevó hasta el último piso del colegio, donde los Hermanos tenían sus habitaciones, un lugar al que los alumnos nunca subíamos. Abrió una puerta y era su dormitorio: una pequeña cámara con una cama, un ropero, una mesita de trabajo, y en las paredes estampas religiosas y fotos. Lo notaba muy excitado, hablando de prisa, sobre el pecado, el demonio o algo así, a la vez que escarbaba en su ropero. Comencé a sentirme incómodo. Por fin sacó un alto de revistas y me las alcanzó. La primera que abrí se llamaba Vea y estaba llena de mujeres desnudas. Sentí gran sorpresa, mezclada con vergüenza. No me atrevía a alzar la cabeza, ni a responder, pues, hablando siempre de manera atropellada, el Hermano Leoncio se me había acercado, me preguntaba si conocía esas revistas, si yo y mis amigos las comprábamos y las hojeábamos a solas. Y, de pronto, sentí su mano en mi bragueta. Trataba de abrírmela a la vez que, con torpeza, por encima del pantalón me frotaba el pene. Recuerdo su cara congestionada, su voz trémula, un hilito de baba en su boca. A él yo no le tenía miedo, como a mi papá. Empecé a gritar ‘¡Suélteme, suélteme!’ con todas mis fuerzas y el Hermano, en un instante, pasó de colorado a lívido. Me abrió la puerta y murmuró algo como ‘pero por qué te asustas’. Salí corriendo hasta la calle.

“¡Pobre Hermano Leoncio! Qué vergüenza pasaría también él, luego del episodio. Al año siguiente, el último que estuve en La Salle, cuando me lo cruzaba en el patio, sus ojos me evitaban y había incomodidad en su cara.
“A partir de entonces, de una manera gradual, fui dejando de interesarme en la religión y en Dios [...]”
Foto de Xavier Miserachs para Los cachorros (1967)
  Vale puntualizar que en Los cachorros no figura ningún cura pederasta, pero sí cierto atisbo de mariconería y pederastia en la perturbada y vertiginosa etapa terminal del protagonista: “Cuando Lalo se casó con Chabuca, el mismo año que Mañuco y Chingolo se recibían de Ingenieros” y “Cuéllar ya había tenido varios accidentes y su Volvo andaba siempre abollado, despintado, las lunas rajadas.” Periodo en que lleva una oscura vida noctámbula en tabernas y tugurios donde concurren mafiosos y homosexuales; “pero en el día vagabundeaba de un barrio de Miraflores a otro y se lo veía en las esquinas, vestido como James Dean (blue jeans ajustados, camisita de colores abierta desde el pescuezo hasta el ombligo, en el pecho una cadenita de oro bailando y enredándose entre los vellitos, mocasines blancos), jugando trompo con los cocacolas, pateando pelota en un garaje, tocando rondín. Su carro andaba siempre repleto de rocanroleros de trece, catorce, quince años y, los domingos, se aparecía en el Waikiki”, donde frecuentaba “pandillas de criaturas”, que “uno por uno los subía a su tabla hawaiana y se metía con ellos más allá de la reventazón [...]” 

James Dean y el pequeño bastardo
  El parangón con el actor James Dean (1931-1955), estrella del emblemático filme Rebelde sin causa (1953) no es gratuita, pues su impronta hollywoodense y la leyenda negra y los equívocos de su acelerada y arquetípica vida y muerte estaban muy presentes en el imaginario colectivo de la juventud de la época, y, a su modo, el argumento de Los cachorros y la personalidad de Pichula Cuéllar lo parafrasean y tributan. 

Hay que subrayar que el perfil psicológico de Pichula Cuéllar está muy bien trazado: resulta persuasivo y convincente, desde el sorpresivo ataque del perro Judas que de niño le destroza o le arranca el pene, pasando por miedos, inseguridades y pleitos infantiles, su cambio de alumno ejemplar a uno perezoso que consienten y procuran los sacerdotes, de un sometido a la voluntad paterna a un dictadorzuelo que obliga a sus progenitores a perdonarle sus travesuras y a cumplirle sus caprichos de niño bien; sus celos ante los galanteos y conquistas de sus compinches ya adolescentes, sus actitudes esquivas ante las féminas, sus locuras, sus majaderías, sus borracheras, su temeridad y su desprecio por la vida y la muerte corriendo con la tabla mortales olas y luego veloces autos con los que ejecuta carreras, suertes y competencias y con los que tiene varios accidentes, en el último de los cuales se mata.
James Dean en el pequeño bastardo
  Si la leyenda de James Dean reza que era bisexual, lo mismo podría decirse de Pichula Cuéllar. A los dos les gusta correr autos y competir en confrontaciones automovilísticas y ambos, aún jóvenes, mueren en un súbito choque. En ese sentido, si en Rebelde sin causa el jovenzuelo e inofensivo Jim Stark (James Dean) se ve obligado a enfrentarse a otro (con pose de matón) en una veloz carrera hasta un precipicio donde pierde el primero que salta del coche a toda máquina, en Los cachorros el jovenzuelo Pichula Cuéllar, por osadía y diversión, tiene “su primer accidente grave [ya había tenido otros] haciendo el paso de la muerte 
—las manos amarradas al volante, los ojos vendados— en la Avenida Angamos.”


Mario Vargas Llosa, Los cachorros. Prólogo de Esther Tusquets. Fotos en blanco y negro de Xavier Miserachs. Colección Palabra e Imagen, La Fábrica Editorial. Madrid, 2010. 114 pp.


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Enlace a Los cachorros (1973), película dirigida por Jorge Fons, basada en la narración homónima de Mario Vargas Llosa.
"James Dean", rolita de Eagles, incluida en su disco On the border (1974).


sábado, 8 de marzo de 2025

El Paraíso en la otra esquina



 El lobo y la santa 


Para pergeñar su magistral novela El Paraíso en la otra esquina (Alfaguara, 2003), el peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936) estudió y asimiló varias biografías de Paul Gauguin (1848-1903) y de Flora Tristán (1803-1844), abuela materna del pintor, e incluso visitó y deambuló por rincones y vestigios clave en el itinerario de sus protagonistas: Francia, Londres, Arequipa, Lima, Tahití, las islas Marquesas, etcétera; periplo convertido en crónica fotográfica por su hija Morgana Vargas Llosa: Las fotos del paraíso (Alfaguara, 2003), con un texto de Mauricio Bonnett, y que estuvo expuesta en la Casa de América, el Palacio de Linares en Madrid, entre el 29 de marzo y el primero de mayo de 2003.
(Alfaguara, 2003)
       
Fotos: Morgana Vargas Llosa
        
      Basado, además, en una implícita investigación bibliográfica que contextualiza los entornos, los usos, los hábitos, las costumbres, las idiosincrasias, las ideologías y los movimientos político-sociales decimonónicos que aborda (como el cartismo inglés y las sectas derivadas de Saint-Simon y de Charles Fourier), en fechas, nombres y datos históricos, y en episodios y lugares legendarios, Mario Vargas Llosa imagina con fluidez y seducción los últimos períodos de la triste, dramática y vertiginosa vida de sus dos personajes y los intrincados hechos anteriores que los sustentan.
Así, en un conjunto de XXII capítulos alternos (que conforman dos novelas paralelas en una misma novela) el narrador desarrolla y contrasta las antagónicas semblanzas de Paul Gauguin y de Flora Tristán.

Paul Gauguin (París, c. 1895)
     
Flora Tristán
(1803-1844)
         
         En “La odisea de Flora Tristán”, un ensayo que Mario Vargas Llosa firmó en “Marbella, julio de 2002” y que se puede localizar en la web y leer en el Diccionario del amante de América Latina (Paidós, 2005), antología de Mario Vargas Llosa coordinada por Albert Bensoussan, el novelista dice que Stéphane Michaud (“profesor de literatura comparada en la Sorbona, presidente de la Sociedad de Estudios Románticos del Diecinueve y autor, recientemente, de un libro notable sobre Lou Andreas-Salomé, que conjuga la erudición con la claridad expositiva y la amenidad”, y de “Flora Tristán. La Paria et son rève, la cuidadosa edición de su correspondencia”) “es probablemente el mejor conocedor de la vida y la obra de Flora Tristán, que rastrea desde hace años con obstinación de sabueso y ternura de enamorado. Sus estudios sobre ella y los coloquios que ha organizado en torno a su gesta intelectual y política han contribuido de manera decisiva a sacar a Flora Tristán del injusto olvido en que se hallaba, pese a esfuerzos aislados, como el admirable libro que escribió sobre ella, en 1925, Jules Puech.”
(Alfaguara, México, 2003)
   
 Pero El Paraíso en la otra esquina, en el ámbito de la lengua española (y quizá en otros idiomas), también ha tenido la virtud de desempolvar y revitalizar lo que de histórico y precursor implica la vida y la obra de Flora Tristán, normalmente omitida por los estudiosos de las utopías del siglo XIX, de la génesis de las ciencias sociales, de la historia del movimiento obrero y de la reivindicación de los derechos de la mujer y de los niños, como bien lo indica el libro impreso en México por Editorial Colibrí: Mi vida (2003), cuyo sonoro y publicitario subtítulo: De París al Perú: el viaje iniciático de la precursora del feminismo moderno, alude el autobiográfico y cáustico libro que le brindó cierta celebridad entre la intelligensia parisina de la época: Peregrinaciones de una paria (1838).


Mario Vargas Llosa leyendo el diario de Flora Tristán
Foto: Morgana Vargas Llosa
   

        En lo que concierne a las vicisitudes, a las menudencias de su delirio mesiánico y redentor y a los detalles de la vida, de los libros y la personalidad de Flora Tristán, en El Paraíso en la otra esquina, pese a que su prédica empezó en la capital francesa el “4 de febrero de 1843” ante “un grupo de trabajadores parisinos”, su último trecho, con una bala cercana al corazón y con la salud paulatinamente mermada, comienza el “12 de abril de 1844”, que es cuando inicia su gira por pueblitos, puertos y ciudades del sur de Francia, con el fin de inocular y propagar entre los obreros y artesanos el ideario de su doctrina-manifiesto: La Unión Obrera (editado en París en junio de 1843) —que antecede a la edición del Manifiesto del Partido Comunista (“publicado por primera vez en Londres en febrero de 1848”)— y la formación seminal de una serie de comités de la Unión Obrera, que según supone Flora, traerá, con una revolución pacífica de filiación cristiana (pero no católica), bienestar, trabajo, educación, salud, justicia y seguridad en la vejez a los miserables inscritos en los Palacios Obreros. Y concluye el 14 de noviembre de 1844, día en que acaba de agonizar en la casa de Charles y Elisa Lemonnier, sus protectores sansimonianos, a partir de que “el nefasto 24 de septiembre de 1844” perdiera el conocimiento durante el concierto que el compositor y pianista Franz Liszt daba en el Grand Théâtre de Burdeos.  
Paul Gauguin, dos amigos y la javanesa
(París, c. 1893-1894)
       
Por su parte, el último trayecto de la vida del pintor Paul Gauguin, repleto de excesos, locuras, contradicciones, quimeras, padecimientos de la sífilis y de su cojera y de ciertos pasajes en los que el lector lo ve pintar e introducirse en varios de sus famosos cuadros que se pueden cotejar en un libro iconográfico o en páginas de la web —por ejemplo: Nevermore (1897), Manao Tupapau (1892), La visión tras la prédica (1888) y Vicent van Gogh pintando girasoles (1888)—, empieza “el amanecer del 9 de junio de 1891”, día que desembarca en Papeete, en Tahití; y termina con su muerte, acaecida el 8 de mayo de 1903, en Atuona, diminuta isla de las Marquesas, en cuya tumba, además de colocar una flor roja a los pies, Mario Vargas Llosa se sentó a escribir notas (“con esa máscara de infinita concentración y pocos amigos que asume cuando escribe”), según lo ilustra una de las fotos a color tomadas por su hija Morgana, nacida en Barcelona, en 1974, y que desde 1996 se ha desempeñado como fotógrafa en distintos ámbitos (incluso bélicos) y medios impresos, como El País, El País semanal, Paris Match, Caretas, Gente y Gato pardo.


Mario Vargas Llosa en la tumba de Paul Gauguin
Foto: Morgana Vargas Llosa


Morgana Vargas Llosa
       
Si la construcción del fraterno paraíso obrero para Flora Tristán implicaba su papel mesiánico, la congruencia entre sus ideas y sus actos y la entrega total (de ahí que ante Olimpia Maleszewska renuncie a las delicias del amor lésbico y no obstante a que desatiende sus responsabilidades de madre frente a su hija Aline, quien sería la madre de Paul), el paraíso del pintor es una visión individualista, egocéntrica, hedonista y erótica que pretendía encontrar, idealizando, mitificando y autoengañándose, en un ámbito salvaje, primigenio y virginal, donde el supuesto anquilosamiento del arte del viejo Occidente y los atavismos de la idiosincrasia europea no hubieran hecho mella, mismo que fantaseando empezó a buscar en Pont-Aven y luego a soñar durante su tensa y malhadada convivencia con Vincent van Gogh en La Casa Amarilla, en Arles, entre octubre y diciembre de 1888. 
 
Vincent van Gogh pintando girasoles (1888)
Óleo sobre lienzo de Paul Gauguin
      
      Y si en Panamá y en la Martinica se tropezó con experiencias y enfermedades que lo volcaron de nuevo a Europa marcado para siempre, tanto en Tahití como en Atuona sobran los claros indicios de que ese entorno “salvaje” no era tal. Gauguin debió haberlo supuesto, pues la Polinesia, pese a la lengua, a la cultura, a lo desinhibido y a los vicios de los indígenas maoríes, era una colonia de la monarquía francesa ya minada por el gobierno de la metrópoli y por las costumbres de Europa y por la moral y las creencias de las misiones católicas y protestantes. Sin embargo, si en un momento se desencantó de Tahití y supuso que en las islas Marquesas estaban los verdaderos maoríes en estado salvaje, semidesnudos y conocedores de los antiguos dioses, de los ritos de la antropofagia y de los arcanos de los tatuajes, cuando ya está en sus últimos momentos, también desilusionado de la isla de Atuona, sentenciado a tres meses de cárcel y 500 francos de multa, semiciego e inválido, con las piernas llagadas y pestilentes y sometido a la inconsciencia o semiinconsciencia a la que lo sumergía la morfina, fantasea o alucina que lo que buscaba está en el idilio nipón: “A veces, se veía, no en las islas Marquesas, sino en Japón. Allí debías haber ido a buscar el Paraíso, Koke, en vez de venir a la mediocre Polinesia. Pues, en el refinado país del Sol Naciente todas las familias eran campesinas nueve veces al año y todas eran artistas los tres meses restantes. Pueblo privilegiado, el japonés. Entre ellos no se había producido esa trágica separación del artista y los otros, que precipitó la decadencia del arte occidental. Allí, en Japón, todos eran todo: campesinos y artistas a la vez. El arte no consistía en imitar a la Naturaleza, sino en dominar una técnica y crear mundos distintos del mundo real: nadie había hecho eso mejor que los grabadores japoneses.”

Manao tupapau  (1892)
Óleo sobre lienzo de Paul Gauguin

 
Nevermore  (1897)
Óleo sobre lienzo de Paul Gauguin
        
      Y más aún, en la secuencia de sus moribundas cavilaciones de morfinómano “lobo en el bosque”, de “lobo sin collar” (según decía él, pero nunca dejó de comulgar y depender de Europa y de sus atavismos e idiosincrasia europea), colige que no logró ser “un salvaje cabal”, pues pese a su efímero y secreto encuentro sodomita con Jotefa, “el leñador de Mataiea”, quien era un mahu, un hombre-mujer que utilizó de modelo para su cuadro Pape moe (1893), concluye que debió aparearse y hacer su mujer a un individuo de tales hermafroditas características.

Pape moe (1893)
Óleo sobre lienzo de Paul Gauguin


Mario Vargas Llosa, El Paraíso en la otra esquina. Alfaguara. México, 2003. 488 pp.



lunes, 16 de diciembre de 2024

Smoke & Blue in the face

El acto de leer y contar, el punto zen y lo único

 

I de III

El día de la Nochebuena de 1990, en San Francisco, California, Wayne Wang, director de cine de origen chino, leyó en el New York Times el “Cuento de Navidad de Auggie Wren”, escrito por el norteamericano Paul Auster, a quien no conocía ni como lector ni en persona. Pero el texto lo emocionó y le gustó tanto, que se propuso leer sus libros y sobre todo hacer una película basada en tal relato. En mayo de 1991, Wayne Wang visitó a Paul Auster en su estudio de Park Slope, el barrio neoyorquino en Brooklyn, donde entonces residía el novelista desde hacía más de quince años. Tal visita incluyó un tour repleto de relatos y leyendas que le contaba Paul Auster sobre la urbe, el barrio y su gente. Un almuerzo en el Jack’s, el restaurante donde Auggie Wren le narra el Cuento de Navidad al Paul del relato que publicó Paul Auster en el New York Times; y entre otros ejemplos de futuras localizaciones extraídas del cuento, una visita al verdadero estanco ubicado en el centro de Brooklyn que inspiró al verdadero Paul, sitio donde el escritor suele adquirir sus latas de Schimmelpennincks, los puritos holandeses que le place fumar. 

     


        Pero lo más importante es que a partir de tal encuentro empezaron a concebir el proyecto que, no sin vicisitudes, derivaría en lo que es la película Smoke (1995), guionizada por Paul Auster y dirigida por Wayne Wang filme que en la Berlinale de ese año obtuvo el Premio Especial del Jurado y al año siguiente el Premio Independent Spirit al Mejor primer guion— y que suscitó el rodaje de Blue in the face (1995), codirigido por Wayne Wang y Paul Auster, en base a ciertas “Notas para los actores” escritas por éste, las cuales sirvieron de arranque para las libres interpretaciones y espontáneas improvisaciones hechas por el reparto notable por los sucesivos e instantáneos cameos, lo que suscitó que Peter Newman, uno de los productores, la calificara de “un proyecto en el que los internos asumen la dirección del manicomio”.  

 

Wayne Wang, Harvey Keitel y Paul Auster

Smoke & Blue in the face, p. 208


          Entre el reparto de Blue in the face figura Harvey Keitel, quien en Smoke también caracterizó a Auggie Wren, el dependiente de la tabaquería; Mel Gorham, repitiendo a Violet, que ya no es la ligue latina de Auggie, sino la mujer con quien sale; Victor Argo, de nuevo en el papel de Vinnie, el dueño del estanco donde despacha Auggie; y entre los que no estuvieron en Smoke: el guitarrista, compositor y cantante Lou Reed, monologando (en el sitio que le corresponde a Auggie tras el mostrador) una serie de hilarantes razones y sinrazones de índole existencialoide y pseudofilosóficas; Madonna, en un fugaz aleteo de cantarina-mensajera; y el cineasta Jim Jarmusch, notorio en su papel de Bob, el fotógrafo que asiste al estanco para fumarse con Auggie su último cigarrillo; pero sobre todo por ser el director de Extraños en el Paraíso (1984), Bajo el peso de la ley (1986), Hombre muerto (1995), Coffee and Cigarettes (2003), entre otros filmes.

 

Harvey Keitel y Jim Jarmusch

Smoke & Blue in the face, p.245


         Y si una detallada enumeración de los participantes implica citar a Harvey Wang, fotógrafo que filmó una serie de secuencias documentales en video súper 8, de cuyas imágenes varios fragmentos fueron insertados entre el total de fragmentarias secuencias que conforman la película, tampoco es posible ignorar a Christopher Ivanov, el montador, a quien Paul Auster reivindica diciendo: “Wayne y yo pasamos incontables horas en la sala de montaje con Chris, probando docenas de ideas diferentes en una conversación triangular continuada, y su energía y paciencia fueron inagotables. En todos los sentidos de la palabra, él es coautor de la película.”

       

Panorama de narrativas núm. 339, Editorial Anagrama, 3ª ed.,
Barcelona, noviembre de 1996

         
En este sentido, el libro Smoke & Blue in the face, profusamente ilustrado con anónimas fotos y fotogramas en blanco y negro
—cuya primera edición de Anagrama data de noviembre de 1995 (el mismo año que en Nueva York apareció en inglés coeditado por Hyperion y Miramax)— inicia con un prólogo en el que Wayne Wang alude su descubrimiento de Paul Auster, el inicio de la amistad, y su consecuente y mutua colaboración en ambos filmes. Y enseguida el libro se divide en los dos principales apartados: Smoke y Blue in the face.  

 

Lou Reed

Smoke & Blue in the face, p. 221

        La sección de Smoke comprende tres partes: “Cómo se hizo Smoke”, una entrevista a Paul Auster realizada por Annette Insdorf, “Catedrática del Departamento de Cine de la Escuela de las Artes de la Universidad de Columbia y autora de François Truffaut”; Smoke, el guion escrito por Paul Auster, precedido por los créditos de la película, pese a que el filme y el texto difieren; y el “Cuento de Navidad de Auggie Wren”, que el narrador escribió en 1990 para el New York Times.

     

Cintillo

           
La sección de Blue in the face también comprende tres partes: “Esto es Brooklyn. No seguimos el reglamento”, un prefacio de Paul Auster en el que bosqueja ciertos incidentes y anécdotas que dieron origen a este divertimento fílmico que, sin ser continuación de Smoke, está intrínsecamente emparentado, tanto por el hecho de que el estanco
el sitio donde despacha Auggie Wren es la locación principal (el interior o la esquina que da a la calle) y por ende donde se desarrollan la mayoría de las azarosas, fragmentarias, delirantes y risibles secuencias que la constituyen, como por la circunstancia (ya mencionada) de que varios de los actores que estuvieron en el anterior reparto, repiten la caracterización que les correspondió. En este sentido, si Blue in the face es “un buñuelo relleno de aire, una hora y media de canciones, bailes y disparates”, “un himno a la gran República Popular de Brooklyn” según la define Paul Auster, la tabaquería donde despacha Auggie, ubicada en la víscera cardiaca de tal sector neoyorkino, es una bufa y distendida idealización de la vida cotidiana en Brooklyn y de los destinos cruzados que se dan cita en el estanco; es decir, sin la crudeza, la violencia y la marginación que se fermenta y empantana por allí.

     

Smoke & Blue in the face, p. 303

         La segunda parte correspondiente a la sección Blue in the face, son las “Notas para los actores” escritas por Paul Auster, divididas en dos segmentos: “Julio” y “Octubre”; lo cual alude el hecho de que las escenas fueron rodadas durante tres días de cada mes. Cada una de las “Notas para los actores”, ya sea que haya sido suprimida en el filme o no, está acompañada, al pie, por una serie de anecdóticos comentarios del mismo Auster, escritos después de realizada la película. Y por último, con los créditos por delante, figura la transcripción del filme Blue in the face; es decir, de lo pergeñado entre el guionista (que aquí, pese a él, se revela como un creador de gags), los directores, actores, fotógrafos, montador, etcétera.

       

Paul Auster y Wayne Wang

Smoke & Blue in the face (Anagrama, 1996)
p. 217

          
Es evidente que a través de la entrevista a Paul Auster
—Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006—, de los prólogos, los guiones, las notas y los comentarios, se desvelan y comprenden algunos intríngulis que oscilan alrededor y detrás de los procesos de rodaje y montaje y del resultado final de ambos filmes, como es, en Smoke, la relevante particularidad del Cuento de Navidad que en el Jack’s le narra Auggie Wren al escritor Paul Benjamin (el alter ego de Auster que también tiene su estudio en Park Slope y que fue caracterizado por William Hurt) para que éste lo publique en el New York Times, cuyas retrospectivas imágenes en blanco y negro y la voz en off de Auggie, serían, según el guion, intercaladas entre el diálogo que tête à tête sostienen en el Jack’s. (Vale observar, entre paréntesis, que Benjamin es el segundo nombre de Paul Auster y el pseudónimo con que en 1976 publicó su primera novela: Juego de presión.) Pero luego las dificultades para sincronizar el alterno montaje de los fragmentos de ambas secuencias paralelas, hizo que primero se montara la secuencia de la charla en el restaurante y después sin la voz en off de Auggie, pero con una rolita de Tom Waits de fondo: Innocent when you dream (78), la retrospectiva secuencia en blanco y negro de las escenas del Cuento de Navidad que a Paul Benjamin le relata Auggie Wren.

II de III

Tanto Wayne Wang, como Paul Auster, narran que desde el primer día que se vieron y deambularon por Brooklyn tuvieron la certeza de que iban a ser grandes amigos. Quizá esto fue una especie de elemento premonitorio y de buen augurio que signó el hecho de que en la trama de Smoke, pero también en la de Blue in the face, la calidez humana y el valor de la amistad tienen gran trascendencia. Si no hubiera sido así, el papel de Auster en Smoke hubiera concluido con su guion; es decir, en contra de la costumbre siguió de cerca el rodaje y el montaje, tanto, que el hecho de estar ahí y de meter su cuchara una y otra vez, es una de las razones por las que él y Wang empezaron a pergeñar el plan y las notas de lo que luego sería Blue in the face. La atmósfera amistosa, según Auster, se hizo extensiva entre el equipo de producción y el reparto. (Daniel Auster, el hijo que el escritor y guionista tuvo con la escritora Lydia Davis, su primera esposa, hizo un fugaz cameo como ladrón de libros.) Así, cabe decir que la cálida complicidad de Siri Hustvedt, la segunda esposa de Auster desde 1981, también está presente en las ideas que dieron origen al primer guion de Smoke que escribió el novelista, y detrás del cuestionario de Blue in the face ubicado en la secuencia denominada “Fundación Bosco”, concebida en un momento en que Paul Auster sentía que el cansancio lo había dejado sin una gota de creatividad.

     

Smoke & Blue in the face, p. 49

            En principio Smoke es una celebración del acto de fumar, marcada por la circunstancia de que los personajes (no todos fumadores empedernidos) se dan cita en ese minúsculo recodo de Brooklyn: el estanco donde despacha Auggie Wren. Esto es así, pese a que no falta algún sesgo moralista en contra de tal placentero y pernicioso hábito, como es, por ejemplo, el que encarna Vinnie, el dueño de la tabaquería, que ya lleva dos infartos, pero que sin embargo no puede dejar sus adorados puros. “Estos cabrones me matarán cualquier día”, dice, llevándose una buena dosis. O el que corporifica el propio Auggie en una escena que se lee en el guion (eliminada en la película), donde al disponerse a proseguir su lectura de Crimen y castigo, en obvia connotación con el título, sufre un ataque de “tos de fumador profunda y prolongada. Se golpea el pecho. No le sirve. Se pone de pie, aporreando la mesa mientras el ataque de tos continúa. Empieza a tambalearse por la cocina. Maldiciendo entre jadeos. Movido por la rabia, tira todo lo que hay sobre la mesa: vaso, botella, libro, restos de la cena. La tos se calma, luego vuelve a empezar. Él se agarra al fregadero y escupe dentro.”

       

Mira Sorvino

Smoke & Blue in the face, p. 20
4

          En cuanto a que la calidez humana y el valor de la amistad es un ingrediente cualitativo que se desliza y trasmina a lo largo de Smoke, esto se puede observar en las siguientes particularidades: Auggie Wren no es un tipo del todo ejemplar: hace alrededor de diecinueve años robó una alhaja para Ruby MacNutt, su único verdadero amor; fechoría que lo obligó a renunciar a la universidad, abandonándose, a través de la marina, durante cuatro años en el azar de la guerra, con tal de no ir a la cárcel. Y otro de sus latrocinios, según dice, data de 1976, cuando se hizo de su primera y única cámara fotográfica; y en 1990
el presente hace lo posible por vender al margen de la ley (o sea: de contrabando) varias cajas de puros cubanos. No obstante es, con todo y su humor negro y su cáustica lengua bífida y aceitada, un buenazo, un tipo de buen corazón y sin grandes aspiraciones. Sin necesitarlo, tiene empleado a Jimmy Rose, un disminuido mental que aporta ciertos cómicos matices. Por hacerle un gratuito favor al escritor Paul Benjamin emplea, también sin necesitarlo, a Rashid, un negro de diecisiete años. Ruby MacNutt, la citada ex mujer de Auggie que otrora lo traicionara con otro, le llega, después de dieciocho años y medio de no verla, con el cuento de que él es el padre de Felicity, una joven de dieciocho años que subsiste en un mísero agujero no muy lejos de allí enfrascada con un inepto y lo peor: con un embarazo de cuatro meses y sujeta al infierno del crack. No obstante, Auggie, después de varios estiras y aflojas, de ciertos giros inesperados y de intuir que Felicity no es su hija, no duda en donarle a Ruby MacNutt cinco mil dólares en efectivo, quizá para la efímera recuperación de la chica en una clínica de desintoxicación; cantidad que representa la única fortuna que poseía, un ahorro de tres años, con la que tal vez hubiera podido reactivar o potenciar su contrabando de puros cubanos.

         

Smoke & Blue in the face, p. 82

           
En este sentido, sólo por pasar un buen rato y por celebrar y ayudar a un amigo que no halla el tema y la resolución de un relato, Auggie Wren le narra a Paul Benjamin el Cuento de Navidad que éste necesita escribir para su inminente publicación en el New York Times. Y sea el relato verdad o mentira, o una mezcla de ambas cosas, en éste, Auggie, donde también es protagonista, por igual es un buenazo que no se raja con la policía cuando un negro mozalbete se roba del estanco unas revistas de mujeres desnudas; esto sólo por el hecho de conmoverse y deducir, a través de ciertas fotos infantiles y de la licencia de manejo que halla en la cartera que el ladronzuelo dejó caer en su apresurada huida, que se trata de “Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte”. 

         

Smoke & Blue in the face, p. 157

         Y cuando el mero día de Navidad por fin decide devolverle la cartera, guiándose por la dirección de la licencia, y quien le responde desde el interior y le abre la puerta es la abuela Ethel
una anciana ciega, se deja llevar en un juego de mutua complicidad y mutuos aparentes engaños, cuyo trasfondo implica hacer lo posible aportando víveres, calidez, ternura y muchos cuentos para que la abuela Ethel pase una buena tarde y una agradable cena de Navidad, pese a que Auggie, al ver en el baño un grupo de seis o siete cámaras fotográficas de 35 milímetros (robadas, sin duda), no puede eludir la tentación de robarse una.

       

Smoke & Blue in the face, p. 42


        
Rashid, el negro adolescente que casi sin pensarlo hurtó el botín (¡cinco mil ochocientos catorce dólares!) de un par de verdaderos y peligrosos delincuentes, sin que se lo pidan, salva al distraído de Paul Benjamin de morir atropellado o de convertirse en un tullido o en un imbécil vegetal. Paul Benjamin, para corresponderle, le invita unas limonadas y le da cobijo en su departamento de Park Slope, pese a que después de tres noches ya esté harto de que la presencia del negro trastoque su intimidad y su tiempo de escritor. Sin embargo, más adelante no elude la posibilidad de ayudarlo a resolver sus problemas personales y familiares, y ante los rateros que de pronto, al buscar a Rashid para recuperar el botín, le propinan una golpiza marca diablo; es decir, Paul Benjamin resiste el embate y no delata al negro.

 

Smoke & Blue in the face, p. 305

          Pero es ante el infortunio de Auggie Wren donde se hace todavía más patente el valor de la amistad. Auggie, sin necesitarlo y por apoyar a ambos, le dio empleo a Rashid en el estanco. El negro, absorto en la contemplación de una revista porno, provoca que Auggie pierda, por un derrame de agua, sus cajas de Montecristos, los puros cubanos con los que pretendía doblar su inversión de cinco mil dólares, su única fortuna ahorrada en tres años. Paul Benjamin, al enterarse y pese a que Rashid alega que el botín confiscado a los vándalos constituye todo su futuro, lo induce a entregarle a Auggie cinco mil dólares, de ese botín, para saldar la pérdida de las cajas de puros. “Mejor conservar a los amigos que preocuparse por los enemigos”, le dice. “Ahora tienes amigos, ¿recuerdas? Pórtate bien y todo saldrá bien.”

III de III

Pero también Smoke es una celebración del acto de leer y contar en forma hablada y escrita. Auggie Wren, pese a ser un simple empleado de un estanco de barrio, siempre está leyendo un buen libro; el de Dostoievski, por ejemplo. Pero además, como pícaro y maestro del improvisado y evanescente cuento oral, inventa eróticos prodigios sobre los puros a un ingenuo e inminente papá (escena suprimida en la versión fílmica). “Una mujer es sólo una mujer, pero un cigarro puro es fumar”, le recita al despedirlo asegurándole que son “inmortales palabras de Ruyard Kipling”. “¿Qué quiere decir eso?”, le pregunta el joven papá. “Ni puta idea. Pero suena bien, ¿no?” Es la respuesta.  

   

Smoke & Blue in the face, p. 36

       Pero lo más notable es el
Cuento de Navidad que Auggie Wren le narra y le regala a Paul Benjamin en el Jack’s, cuyo origen e intríngulis, ya lo apuntó el reseñista de marras, resulta ambiguo: entre la posible mentira y la probable verdad. Ante tal equívoco, Paul Benjamin le canta: “La mentira es un verdadero talento, Auggie. Para inventar una buena historia, una persona tiene que saber apretar todos los botones adecuados. (Pausa) Yo diría que tú estás en lo más alto, entre los maestros.” Calificación superlativa que no tarda en ganarse el negro Rashid, pues todo el tiempo se la pasa cambiándose de nombre y contando mil y una mentiras que son viles y vulgares cuentos de nunca acabar; pero además, como lector, se devora Las misteriosas barricadas, de Paul Benjamin. Y dado que es un dibujante nato, el día que cumple sus 17 añotes escoge de regalo varios libros con imágenes de Rembrandt y Edward Hopper, y las cartas de Van Gogh. Cyrus Cole, por su parte, le narra a Rashid la historia de la pérdida de su brazo izquierdo como si fuera una parábola religiosa y moralista. Paul Benjamin, lector y escritor que había dejado de escribir desde la trágica muerte de su esposa, recupera su voz: vuelve a entregarse a la escritura, además de darle forma escrita al Cuento de Navidad que le narra Auggie. Pero también, en medio de ciertas charlas, cuenta de manera oral algunas historias, como la de Sir Walter Raleigh y la fórmula con que resuelve el modo de medir el peso del humo. La del joven que al esquiar en los Alpes, por una inescrutable coincidencia, halla bajo el hielo el cuerpo intacto de su progenitor extraviado hace veinte años y por ende ahora su padre es más joven que él. La de Bajtín atrapado en Leningrado en 1942, con mucho tabaco y sin papel para forjarlo; así, quizá en la antesala de la muerte, poco a poco se fuma su libro: las hojas del manuscrito en el que había invertido diez años de trabajo.

     

Smoke & Blue in the face, p. 155

            Difícil es concebir de carne y hueso a un empleado de una minúscula tabaquería de Brooklyn que lee atentamente Las investigaciones filosóficas de Ludwig Wittgenstein, mientras a su alrededor berrean y dicen burradas los vagos y castradores de Cronos de la OTB (Oficina de apuestas). Y también resulta dudoso que Auggie o Vinnie
el dueño del estanco, que es un vulgar comerciante, haya (o hayan) colocado entre la estantería (como si tuvieran el ojo clínico de un decorador o escenógrafo de un set cinematográfico) varios retratos de iconos fumando que rinden tributo al cine y al tabaco: “Groucho Marx, George Burns, Clint Eastwood, Edward G. Robinson, Orson Welles, Charles Laughton, el monstruo de Frankenstein, Leslie Caron, Ernie Kovacs.” En este sentido, quizá hubiera sido mucho más coherente que los retratos fueran de los legendarios peloteros de los Brooklyn Dodgers (tal vez en pose de fumadores) que habitaron en el barrio.  

   

Smoke & Blue in the face, p. 209

       


          Pero lo que sí persuade y descuella es el singular rasgo de Auggie Wren: su curiosa afición fotográfica. No hace la foto de cualquier cosa, ni es un disparador locuaz, compulsivo e incontinente. Todos los días coloca el trípode y su cámara fotográfica frente a “la esquina de la calle 3 con la Séptima Avenida”, el sitio su sitio donde se ubica el estanco. Enfoca; espera que den las ocho de la mañana y hace una única toma. Corre el año 1990 y tal afición la empezó en 1977. Tiene ya catorce álbumes. En cada página coloca seis fotos, cada una con la fecha en una etiqueta colocada en la parte superior derecha. Esto lo hace día a día: llueva, nieve o truene. “Es mi proyecto”, dice, “la obra de mi vida”. “Por eso no puedo cogerme vacaciones nunca. Tengo que estar en mi sitio todas las mañanas. Todas las mañanas en el mismo sitio a la misma hora.” 

 


      Aparentemente se trata, siempre, de la misma imagen: “más de cuatro mil fotos del mismo sitio”. Pero en realidad plantea y desarrolla, desde un mismo encuadre directo y minimalista, un sutil y obsesivo registro de los casi imperceptibles cambios del tiempo natural y del tiempo humano, e incluso de sí mismo y de las conjunciones del azar en un punto fijo, que lo hace parecer un poeta lírico (por lo que dice del sentido de su trabajo), pero también una especie de mutación infraterrenal de un maestro zen inclinado al panteísmo (por aquello de la arcana e inescrutable metempsicosis): le basta estar concentrado en un mismo punto, el mismo y distinto, para estar en todos lados y en ninguno. 

   


         
Smoke & Blue in the face, p. 54

              Y son lo suficientemente distintas y únicas esas imágenes que parecen un absurdo, incomprensible y abrumador delirio de la repetición, que al ir hojeando despacio las fotos de 1987, Paul Benjamin se encuentra, de pronto, con una imagen de Ellen con paraguas cruzando por allí: su dulce, entrañable y querida amada, muerta trágicamente en una balacera 
(dolorosa pérdida que lo dejara con un vacío existencial, con un hueco en el estómago y en el corazón, más solo que la hez de la canalla, y sin su voz de escritor), cuya fotogénica presencia lo conmueve hasta las lágrimas (Ellen iba embarazada) y le hace comprender el sentido de lo único y de la imagen única e irrepetible.

 

Smoke & Blue in the face, p. 57

 

Paul Auster, Smoke & Blue in the face. Prólogo de Wayne Wang. Traducción del inglés al español de Maribel de Juan. Iconografía anónima en blanco y negro. Panorama de narrativas núm. 339, Editorial Anagrama. 3ª edición. Barcelona, noviembre de 1996. 312 pp.

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Trailer de Smoke (1995)

“Cuento de Navidad de Auggie Wren”, pasaje de Smoke (1995) doblado al español.