lunes, 7 de octubre de 2024

El pájaro pintado

Una pulguita negra como yo

 

I de IX

Sin duda El pájaro pintado (2019), largometraje de 169 minutos, rodado en 35 milímetros y en blanco negro, del guionista, productor y director checo Václav Marhoul, revitalizó, a nivel global y en diversos idiomas, la novela homónima del escritor polaco Jerzy Kosinski. No obstante, con su espléndida fotografía y sugestivas localizaciones (y un notable reparto en el que figuran estrellas de Hollywood), y hablada en checo, ruso, intereslavo y alemán, es sólo una resumida adaptación, con aleaciones y variantes, de la riqueza anecdótica y de los innumerables matices e intríngulis que se leen en la trama del libro que Kosinski, asentado en Nueva York desde 1957, escribió en inglés.

     

Houghton Mifflin
Boston, diciembre 15 de 1965

       De 1965 data la edición príncipe de The Painted Bird, impresa en Boston por la editorial Houghton Mifflin. Y de 1976 data la edición revisada y aumentada por el propio Kosinski. De ahí que en la traducción al español de Eduardo Goligorsky, editada en la Península Ibérica por Pomaire (con pastas duras, guardas y sobrecubierta), cuyo tiraje se terminó de imprimir en Badalona “el día 26 de octubre de 1977”, se lea una nota que reza: “Esta nueva edición de El pájaro pintado incorpora algunos materiales que no aparecieron en la primera.” Y que esté precedida por un prefacio que el narrador fechó en “Ciudad de Nueva York, 1976”.

     

Editorial Pomaire
Badalona, octubre 26 de 1977

        Vale apuntar que por entonces la extinta Editorial Pomaire tenía distribución en Argentina, Colombia, Costa Rica, Chile, Ecuador, España, Estados Unidos, México, Uruguay y Venezuela. Y que la traducción de Eduardo Goligorsky resulta tan lograda, envolvente y persuasiva que se tornó canónica. De ahí que Debolsillo, sello editorial del consorcio transnacional Penguin Random House, la haya reeditado, en 2011, en formato físico e iBook.

II de IX

El pájaro pintado
(Pomaire, 1977)
3a de forros

En su prefacio, Jerzy Kosinski, de manera mínima y somera, pero muy ilustrativa, esboza la censura y proscripción de El pájaro pintado en su país natal y en los países del bloque “socialista” dominado por la bota militar y totalitaria de la URSS. “Nunca se publicó en mi patria”, dice, “ni se permitió su introducción”. Pero eso sí: “algunos diarios y revistas de Europa oriental emprendieron una campaña contra la obra”. Por ejemplo, afirma: “Indignados artículos de fondo de publicaciones controladas por el Estado denunciaban que las autoridades norteamericanas me habían ordenado escribir El pájaro pintado con fines políticos ocultos.” E incluso esa campaña le pisó los talones en su departamento de Manhattan, pues, dice, un día “Dos hombres robustos, vestidos con gruesas gabardinas”, se presentaron con “el artículo del New York Times sobre los ataques contra El pájaro pintado” y con un par “de tubos de acero envueltos en periódicos”. Los hombretones nunca lo habían visto y por ello no pudieron correlacionar la reproducción borrosa de una vieja foto suya que acompañaba el artículo, con la persona que tenían enfrente, quien se hizo pasar por un primo de Kosinski y los instó a esperarlo. Ese par de matones estaban allí, le dijeron, para “castigar a Kosinski por El pájaro pintado, un libro que injuriaba a su país y ridiculizaba a sus habitantes”. Maldecían al escritor y hablaban entre sí utilizando el dialecto rural que él entendía. Según dice: “Permanecí callado, estudiando sus anchos rostros campesinos, sus cuerpos rechonchos, sus gabardinas demasiado holgadas. Aunque separados por una generación de las chozas con techo de paja, de la fétida vegetación de las ciénegas y de los arados tirados por bueyes, continuaban siendo los campesinos que había conocido. Parecían haber salido de las páginas de El pájaro pintado.” Así que con unos tragos de vodka, un revólver oculto en el librero, varios disparos de la cámara fotográfica, y una buena dosis de astucia y teatralización, Kosinski logró que se largaran sin tocarle un pelo.

     

Jerzy Kosinski

      Según reporta el novelista: “La campaña contra el libro, que había sido generada en la capital del país [polaco], no tardó en difundirse por toda la nación. En el curso de pocas semanas, aparecieron varios centenares de artículos y un alud de chismes. La red de televisión controlada por el Estado presentó una serie, ‘Sobre los pasos de El pájaro pintado’, con entrevistas a personas que supuestamente habían estado en contacto conmigo o con mi familia durante los años de la guerra. El director del programa leía un pasaje de la novela, y luego presentaba al individuo que, según él decía, había inspirado al personaje ficticio. Estos testigos ofuscados, a menudo analfabetos, estaban despavoridos por lo que hipotéticamente habían hecho, y a medida que desfilaban se les oía despotricar coléricamente contra el libro y su autor.”

       Y por lo que relata, esa campaña mediática también proliferó en el mundillo intelectualoide prohijado y apapachado por el establishment polaco, pues, según narra, por instancias del PEN Club, en la Gran Manzana le sirvió de traductor y cicerón a una joven poeta que había llegado de Polonia para una cirugía cardíaca. Ya de regreso en su país, dice, “me envió una carta, por intermedio de otra persona, en la que me advertía que la unión nacional de escritores había descubierto nuestra amistad y le exigía que escribiera un cuento corto basado sobre su encuentro en Nueva York con el autor de El pájaro pintado. En la historia yo aparecía como un hombre desprovisto de moral, un pervertido que había jurado denigrar todo lo que su madre patria representaba. Al principio se había negado a escribirla, explicando que como no sabía inglés no había leído la novela, y que nunca había hablado de política conmigo. Pero sus colegas siguieron recordándole que la unión de escritores había sufragado la operación y le pagaba toda la atención médica postoperatoria. Insistieron en que, como era una poetisa descollante y ejercía considerable influencia sobre los jóvenes, tenía el deber de cumplir con su obligación patriótica y atacar, por escrito, al hombre que había traicionado a su país.

       “Unos amigos me enviaron la revista literaria semanal donde publicó el relato difamatorio solicitado. Yo intenté comunicarme con ella por intermedio de nuestros amigos comunes para hacerle saber que comprendía que la habían colocado en un compromiso ineludible, pero nunca contestó. Pocos meses más tarde me enteré de que había sufrido una crisis cardíaca que había producido su muerte.”

     

(Editions Flammarion, París, 1966)
Prix du Meilleur Livre Étranger 1966

       No menos patético y sintomático sobre la carencia de libertades, el control ideológico, la intolerancia, la manipulación, la coerción y la represión impuesta en ese sistema autoritario y antidemocrático, es el caso del notable escritor que elogió la novela y luego se vio obligado a desdecirse. Jerzy Kosinski, sin precisar, alude la versión francesa, traducida por Maurice Pons, editada en París, en 1966, por Flammarion, con el título L’oiseau bariolé, que ese año mereció el Prix du Meilleur Livre Étranger (Premio al mejor libro extranjero): “Uno de los mejores y más respetados autores de Europa oriental leyó la versión francesa de El pájaro pintado y elogió la novela en su reseña bibliográfica. Pronto la presión gubernamental lo obligó a retractarse. Publicó su opinión revisada y luego la completó con una ‘Carta abierta a Jerzy Kosinski’ que apareció en la revista que él mismo dirigía. En ella, me advertía que yo, como otro novelista premiado que había traicionado su lengua nativa para adoptar un idioma extranjero y alabar al decadente Occidente, terminaría mis días suicidándome en un sórdido hotel de la Riviera.” (Vale contrastar que Kosinski sí terminó suicidándose, pero por otros motivos. Lo hizo a los 58 años el 3 de mayo de 1991. Según se lee en Wikipedia, tomó “una dosis mortal de barbitúricos, su habitual ron con Coca Cola y asegurándose del resultado introduciendo su cabeza en una bolsa de plástico”. Y de irónico colofón “Dejó una nota” que se publicó el siguiente 13 de mayo en el Newsweek: “Me he ido a dormir por un rato mayor de lo habitual. Llamad Eternidad a ese rato.”)

      Pero el acoso a su madre, en Lodz —la ciudad polaca donde el escritor nació el 14 de junio de 1933— sin duda lo trastocó sobremanera. Según narra en su prefacio:

      “Cuando se publicó El pájaro pintado, mi madre, que era mi único familiar consanguíneo sobreviviente, ya frisaba los sesenta y había sido operada dos veces de cáncer. Al descubrir que aún vivía en la ciudad donde yo había nacido, el principal diario local publicó artículos injuriosos en los que la acusaban de ser la madre de un renegado, al mismo tiempo que instigaba a los fanáticos y a las multitudes de vecinos enardecidos a arremeter contra su casa. La policía se presentó a la llamada de la enfermera de mi madre, pero se limitó a permanecer de brazos cruzados, simulando controlar a quienes se autoerigían en defensores de la justicia.  

     

Jerzy Kosinski en 1973
(Foto: Rob Mierment)

      “Cuando un viejo condiscípulo me telefoneó a Nueva York para comunicarme, furtivamente, lo que sucedía, movilicé todo el apoyo que pude obtener de organizaciones internacionales, pero durante meses mis esfuerzos parecieron vanos, porque los vecinos coléricos, ninguno de los cuales había leído realmente mi libro, continuaron sus ataques. Por fin, los funcionarios gubernamentales, fastidiados por las presiones que ejercían las organizaciones extranjeras interesadas en el problema, ordenaron a las autoridades municipales que trasladaran a mi madre a otra ciudad. Permaneció allí durante algunas semanas, hasta que amainaron las agresiones, y después se trasladó a la capital, dejando todo atrás. Con la ayuda de algunos amigos pude mantenerme al tanto de su paradero y enviarle dinero regularmente.

       “Aunque la mayor parte de su familia había sido exterminada en el país que ahora la perseguía, mi madre se negaba a emigrar, e insistía en que deseaba morir y ser sepultada junto a mi padre, en la tierra donde había nacido y donde todos los suyos habían sucumbido. Cuando falleció, su muerte se utilizó como medio para abochornar e intimidar a sus amigos. Las autoridades no permitieron publicar ningún anuncio del funeral y la simple noticia de su fallecimiento sólo apareció varios días después del entierro.”

 III de IX

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

En su prefacio, Jerzy Kosinski refiere “una costumbre campesina que había observado durante mi infancia. El entretenimiento favorito de uno de los aldeanos consistía en atrapar aves, pintarles las plumas, y soltarlas luego para que se reunieran en bandadas. Cuando dichos pájaros refulgentes de colores buscaban la protección de sus semejantes, éstos los veían como intrusos amenazadores, atacaban a los descastados hasta matarlos. Resolví enmarcar yo también mi obra en un territorio mítico, en el presente ficticio intemporal, libre de las ataduras de la geografía y la historia. Mi novela se titularía El pájaro pintado.” Vale objetar, no obstante, que si bien la obra se sucede en un territorio mítico e imaginario: el de la novela contada por la omnisciente, minuciosa e ingenua voz de un niño, su presente ficticio no resulta intemporal, ni libre de las ataduras de la geografía y la historia. Esto se advierte desde el primer párrafo del primer capítulo, pues la obra inicia los veinte capítulos que la integran con un breve proemio en cursiva, que es la única parte en la que narra una impersonal voz narrativa que sitúa al lector en el tiempo y en el espacio: Durante las primeras semanas de la Segunda Guerra Mundial, en el otoño de 1939, los padres de un niño de seis años de una gran ciudad de la Europa oriental, lo enviaron, como a miles de otras criaturas, al abrigo de una lejana aldea. Lo cual se complementa con el hecho contundente de que la novela (con sus mil y un sucesos y minucias) concluye seis años después, en 1945, cuando el protagonista ya tiene doce años y los nazis han sido expulsados y derrotados por el ejército soviético, quien ahora controla ese territorio de la Europa oriental e impone la ideológica comunista y atea, deificando la emblemática figura de Stalin; y lo que se observa en el entorno donde ahora se mueve y narra el niño son los desastres de la postguerra; o sea, para decirlo con Andrezj Wajda: el paisaje después de la batalla.

     

Jerzy Kosinski con el actor polaco Daniel Olbryschki,
protagonista de Paisaje después de la batalla (1970),
película dirigida por el cineasta polaco Andrzej Wajda.

       Y en lo que corresponde a la transposición novelada de esa costumbre campesina de pintar un pájaro y soltarlo para que en el aire lo ataquen y maten sus congéneres, esto ocurre en el capítulo cinco, cuando el niño protagonista convive con el pajarero Lej. Lej, que imita el silbido de los pájaros y los atrapa con trampas para intercambiarlos por víveres y utensilios, sostiene un vínculo sexual con la Estúpida Ludmila; una mujer semidesnuda, alta y esbelta, de grandes pechos y fuertes pantorrillas, ninfómana y deficiente mental, que sobrevive escondida en el bosque aledaño a la aldea, acompañada por un enorme perro. Ludmila desparece un tiempo; y Lej, para atraerla hacia él, pinta un pájaro con pestilentes colores que él elabora y lo suelta al vuelo para que sus congéneres lo maten a picotazos en el aire. Esto lo repite varias veces y varios días sin que Ludmila se haga presente; mientras Lej, ansioso y deprimido, se pierde en el bosque para aturdirse con el vodka casero. Cuando reaparece Ludmila, a la fuerza y con algún cintarazo, intenta que el niño de siete años la fornique. Esto lo observan varios campesinos que dejan sus labores para desfogarse con ella. Un grupo de mujeres (quizá madres, esposas, hermanas o novias de esos aldeanos) se acercan a la fornicación armadas con rastrillos, palas y palos. Los hombres se alejan a la carrera y observan a la distancia. Las mujeres matan al perro con golpes salvajes de pala y someten y golpean a Ludmila:

     

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

      “La Estúpida Ludmila sangraba profusamente. Sobre su cuerpo atormentado aparecieron hematomas azules. Gemía con voz potente, arqueaba la espalda y temblaba, esforzándose en vano por liberarse. Entonces se acercó una de las mujeres, empuñando una botella tapada y llena de estiércol negruzco. En medio de las risas roncas y los gritos de estímulo de sus compañeras, se arrodilló entre las piernas de Ludmila e insertó la botella dentro de la vagina maltratada y ultrajada, mientras ella chillaba como una bestia. De pronto, una de ellas pateó con todas sus fuerzas el fondo de la botella que asomaba por el bajo vientre de la Estúpida Ludmila. Se oyó el ruido apagado de vidrios que se hacían añicos dentro de ella. Luego todas las mujeres asestaron puntapiés y la sangre saltó a borbotones alrededor de sus botas y sus pantorrillas. Cuando acabaron con ese ejercicio, Ludmila estaba muerta.”

      En el suceder de la novela, esto es sólo un botón de muestra de la crudeza, crueldad, deshumanización e impunidad que pulula entre los romos habitantes de las aldeas (supersticiosas, xenofóbicas, rezagadas, incultas y analfabetas) entre las que se desplaza y subsiste el menor.

IV de IX

Jerzy Kosinski

A parecer, Jerzy Kosinski, quien era un niño durante la Segunda Guerra Mundial, también fue alejado de sus padres y escondido en una aldea para protegerlo de los nazis. Pero esto no significa que El pájaro pintado sea una novela autobiográfica, testimonial y realista en sentido estricto; suponerlo, a priori, además de entrar en un debate desenfocado, anacrónico y caduco, implica plantear una perogrullada, un inútil bizantinismo. No obstante, desde la imaginación y el cruento y cruel drama imaginario y literario, sí es una exploración de las zonas más oscuras y controvertidas que signan el comportamiento y la psique humana desde la noche de los tiempos. Y para lograrlo y condensarlo, se transluce que Kosinski se documentó en mil y una minucias relativas a la flora y fauna y a la geografía de la Europa oriental, a las creencias, cuentos populares, supersticiones y supercherías de los aldeanos fanáticos, xenofóbicos y de pocas luces; y no sólo en anécdotas, testimonios y documentos históricos concernientes a lo ocurrido en la zona durante la ocupación nazi, como son los campos de concentración y los crematorios distribuidos en el territorio; las casamatas militares abandonadas por los alemanes y los puestos artillados de éstos en los puentes de los ríos y en las estaciones del ferrocarril; más los trenes de carga, atestados de gitanos y judíos, que cruzaban los campos y las inmediaciones de las chozas de piso de tierra y sin luz eléctrica; y la satanización y persecución de gitanos y judíos ocultos en algún sitio de las aldeas.

       Sobre este último abrevadero, por ejemplo, en su prefacio transcribe el testimonio de “una sobreviviente de diecinueve años que describió el castigo aplicado a una aldea de Europa oriental que había concedido asilo a un enemigo del Reich: ‘Vi cómo los alemanes llegaban junto con los calmucos para pacificar la aldea —escribió la joven—. Fue una escena pavorosa, que perdurará en mi memoria hasta que muera. Después de rodear la aldea, empezaron a violar a las mujeres, y luego dieron la orden de quemarla junto con todos sus habitantes. Fuera de sí, aquellos salvajes acercaron teas a las casas, y quienes huían eran acribillados a tiros o arrojados nuevamente a las llamas. Les arrebatan los hijos a las madres y los lanzaban al fuego. Y cuando las mujeres desconsoladas corrían para salvar a sus niños, les pegaban un tiro primero en una pierna y luego en la otra. Sólo las mataban cuando consideraban que ya habían sufrido bastante. Esa orgía duró todo el día. Al anochecer, cuando los alemanes se fueron, los aldeanos regresaron lentamente para rescatar los despojos. Lo que vimos fue horrible: los maderos humeantes y los restos de los incinerados en las proximidades de las cabañas. Detrás de la aldea, los campos estaban cubiertos de cadáveres; aquí, una madre con su hijo en brazos y con la cara salpicada por los sesos de la criatura; más allá, un niño de diez años con su libro de lectura en la mano.’ Todas las aldeas de Europa oriental conocieron episodios de esa naturaleza, y centenares de comunidades corrieron una suerte parecida.” Comenta Jerzy Kosinski, quien en su prefacio dice: “Tal vez la mejor prueba de que no exageré la brutalidad y la crueldad que caracterizaron a los años de guerra en Europa oriental, la constituye el hecho de que algunos de mis antiguos compañeros de escuela, que consiguieron ejemplares clandestinos de El pájaro pintado, escribieron luego que la novela era un relato bucólico cuando se la comparaba con las experiencias que tantos de ellos y sus familias padecieron durante la conflagración.” Y en el capítulo quince narra, a través de los ojos del niño y de un modo muy visual, descarnado e impresionante, el brutal y feroz ataque a una aldea. 

     

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

      En la película de Václav Marhoul lo hace una horda de cosacos a caballo. Pero en la novela de Kosinski se trata de una caterva de jinetes, llamados calmucos por sus rasgos mongoles, quienes arriban a galope tendido después de la huida de los nazis ante el avance y la inminente llegada del ejército soviético. Esos calmucos, armados de rifles y sables, portan “uniformes alemanes verdes con botones brillantes y quepis calados hasta los ojos”. Y según narra la cronista voz del niño: “Los campesinos decían que cuando el hasta entonces invencible ejército alemán había ocupado un vasto territorio soviético, se le habían sumado muchos calmucos, la mayoría de ellos voluntarios, y desertores del ejército ruso. Como odiaban a los soviéticos se aliaron a los alemanes, que les permitían saquear y violar según lo estipulado por sus costumbres guerreras y sus tradiciones varoniles. Por eso enviaban a los calmucos a las aldeas y ciudades a las que querían castigar por alguna transgresión, y sobre todo a aquellas que se levantaban en los lugares por donde debía pasar en su avance el ejército rojo.” Y de hecho, los asesinatos, torturas, destrozos, incendios de las chozas, y las frenéticas y delirantes violaciones de las mujeres (incluida una niña de unos cinco años) son interrumpidas por la llegada del ejército soviético. Los calmucos tratan de huir y esconderse. Y quienes no son ejecutados al rendirse, son colgados de los árboles. Según narra el niño:

     

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

        “A los calmucos se les veía desde lejos: colgaban de los árboles como piñas gigantescas, desprovistas de savia. Cada uno ocupaba un árbol distinto, suspendido por los tobillos, con las manos atadas detrás de la espalda. Los soldados soviéticos, de rostros cordiales y sonrientes, se paseaban liando cigarrillos con trozos de periódico. Aunque los soldados no permitían que los campesinos se acercaran, algunas mujeres, que reconocieron a sus martirizadores, empezaron a maldecirlos y a arrojar pedazos de madera y puñados de tierra contra los cuerpos que pendían fláccidamente.

     

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

        “Las hormigas y las moscas se paseaban sobre los calmucos colgados. Se metían en sus bocas abiertas, en sus fosas nasales y en sus ojos. Anidaban en sus orejas y pululaban sobre su pelo. Llegaban por millares y se disputaban el lugar más apetecible.

       “Los hombres se mecían a merced del viento y algunos de ellos giraban lentamente, como salchichas que se estuvieran ahumando sobre el fuego. Otros se estremecían y emitían un chillido o un susurro ronco. Varios parecían muertos. Colgaban con los ojos muy abiertos, sin parpadear, y las venas del cuello se les habían hinchado monstruosamente. Los campesinos encendieron una fogata cerca de allí, y familias íntegras miraban a los calmucos suspendidos, recordando sus crueldades y regocijándose ante el fin que habían encontrado.”

V de IX

En el citado proemio en cursiva se lee sobre el itinerario inicial del niño, quien corporifica la voz de un arquetipo infantil del que nunca se sabe su nombre:

       Los pueblos donde habría de pasar los cuatro años siguientes pertenecían a un grupo étnico distinto de su región natal. Los campesinos locales, aislados y unidos entre sí por lazos de consanguinidad, eran de tez blanca, rubios y de ojos azules o grises. El niño tenía la piel cetrina, pelo oscuro y ojos negros. Hablaba el lenguaje de la clase culta, apenas inteligible para los campesinos del Este.

      Pensaban que era un gitano o un judío fugitivo, y los individuos y las comunidades que daban asilo a gitanos o judíos, a quienes les estaban reservados los ghettos y campos de exterminio, corrían el riesgo de ser implacablemente castigados por los alemanes.

      Vale apuntar que debido a las actividades antinazis que el padre había protagonizado antes de la guerra, él y su mujer tuvieron que esconderse para evitar que los enviaran a un campo de trabajos forzados en Alemania o que los encerraran en un campo de concentración. Así que, para proteger al hijo se lo encomendaron, por una suma, a un hombre que le encontró refugio con una mujer (Marta) que muere dos meses después (al parecer de un infarto), dejando al chiquillo a la deriva tras el accidental incendio de la cabaña que él mismo provoca. Pero hay que objetar que el niño sobrevive más de cuatro años entre las aldeas, los bosques y las marismas, pues en la última aldea donde estuvo fue donde ocurrió el arribo de los calmucos, seguido del arribo de los soviéticos, quienes a la vera del río, donde estuvo un puente y una guarnición nazi, montan una posta de comunicaciones, dado que conforman un “regimiento de comunicaciones”. En el hospital de ese regimiento el niño convalece unas semanas, debido a la herida interior que le causó un calmuco con un culatazo en el pecho y lo dan de alta cuando ya “corría el otoño de 1944”. Los militares soviéticos lo protegen y son amistosos con él, sobre todo sus cercanos mentores: Gavrila, un oficial político del regimiento; y Mitka el Cuclillo, un experto francotirador e instructor de tiro que ostenta “el título de Héroe de la Unión Soviética”, y secreto y camuflado oficiante de la ley del talión. Gavrila es quien le enseña a leer el ruso, pese a su traumática mudez, cuando “ya tenía más de once años”. Al momento de despedirse, porque el regimiento se va y a él lo destinan a un orfanatorio ubicado en una “ciudad industrial, la mayor del país”, “la misma donde había vivido antes de la guerra” (quizá Lodz), le encarga ser un buen comunista y leer los libros rusos que le regala y el periódico Pravda; cosa que él hace con fidelidad, día a día —ataviado con su uniforme de soldado soviético a la medida (incluida “una pequeña pistola de madera, con el retrato de Stalin a un lado y el de Lenin al otro”)— para enterarse de las andanzas y avances del ejército de la URSS, entreviendo la promesa y la ilusión de que cuando termine la contienda, si nadie reclama su paternidad, Gavrila vaya por él al orfanatorio y se lo lleve a vivir al “paraíso humanitario” de la Unión Soviética. Según dice:

   

León Tolstói y Máximo Gorki

        “Mi primer libro lo leí con ayuda de Gravila. Se titulaba Mi infancia, y su protagonista, un niño como yo, perdía a su padre en la primera página. Leí el libro varias veces y me llenó de esperanza. Su protagonista tampoco había tenido una vida fácil. Después de la muerte de su madre quedó totalmente solo, pero, a pesar de las múltiples dificultades se convirtió, según dijo Gavrila, en un gran hombre. Se trataba de Máximo Gorki, uno de los mejores escritores soviéticos. Sus libros llenaban muchos estantes de la biblioteca del regimiento y eran conocidos en todo el mundo.”

 VI de IX

Si bien el niño tiene aspecto de gitano, al parecer no lo es, dado que no posee ni recuerda nada de la cultura y las tradiciones gitanas (ni de las judías). No obstante, los virulentos, obtusos y supersticiosos aldeanos lo tildan, fóbicos y con desprecio, de bastardo gitano o expósito gitano, y temen el supuesto poder maléfico y diabólico de sus ojos negros, y no dudarían en entregarlo a los nazis para que lo encierren o exterminen. De hecho, hay un episodio en el capítulo diez donde un par de aldeanos son comisionados, por un grupo guerrillero que expolia esa aldea robando cerdos, gallinas y otros víveres (ídem los nazis), para que lo trasladen atado en un carromato, junto a un judío ex terrateniente que estuvo oculto, y lo entreguen a un cuartel alemán. Allí el niño ve por primera vez a un rutilante y rubio oficial de las SS vestido con un uniforme negro como el hollín: “su rostro estaba iluminado por el sol, y era de una belleza prístina y cautivadora. Su tez tenía el color de la cera, y su pelo rubio era tan suave como el de un bebé. En otro tiempo, en una iglesia, había visto un rostro igualmente delicado. Estaba pintado sobre un muro, bañado en la música del órgano, y sólo lo acariciaba la luz de las vidrieras.” Al judío lo ejecutan ipso facto por gritarle “cerdo” al oficial de las SS; y el niño, por una extraña misericordia de ese oficial nazi, es expulsado del cuartel y prácticamente cae en los brazos del cura que minutos antes había defendido, al judío y al niño, de los insultos, golpes, escupitajos, basuras y piedras lanzados por la desarrapada e infame turba de nocturnas aves de rapiña. Y en el capítulo siete, el niño ha estado escondiéndose en la cabaña de un herrero para el que trabaja, cuando no hay moros con tranchetes, por la comida y el techo de paja; quizá hubo un chivatazo, pues un grupo guerrillero llega y hace un registro en la vivienda; golpean y torturan al herrero, a su esposa, a su hijo y a los dos jornaleros; y al niño, tras descubrirlo oculto en el desván, lo atan de pies y manos. Y en un carromato, por orden de esos guerrilleros, dos campesinos lo llevan hasta la posta alemana ubicada en la estación del tren. El joven oficial que lo observa, le ordena algo a un viejo soldado nazi, quien lo desata del carromato y atado se lo lleva de allí andando por las vías del tren, junto a una lata de gasolina que le entregaron. El niño, dice, “estaba seguro de que el soldado tenía la orden de pegarme un tiro, empapar mi cuerpo de gasolina y quemarlo”. Pero de eso se salva porque, a la mera hora, el viejo soldado nazi lo insta a que huya hacia el bosque y él lo hace corriendo a pata pelada (va descalzo). Y según dice:

       

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

      “Mientras yacía escuchando los ruidos del bosque, oí dos detonaciones que provenían de la vía del ferrocarril. Al parecer, el soldado simulaba mi ejecución.

      “Los pájaros se despertaron y empezaron a agitarse entre el follaje. Una lagartija saltó de una raíz, junto a mí, y me miró atentamente.  Podría haberla reventado de un manotazo, pero estaba demasiado cansado.”

      Y sólo hasta el capítulo nueve, cuando ya ha corrido mucha tinta, el niño menciona que su padre era rubio y de ojos azules y su madre era morena. Es decir, es mestizo, si acaso no fue adoptado o quizá sólo es hijo biológico de ella. Y se infiere que sus padres antinazis tenían una posición acomodada, atea y culta, dada las características del apartamento familiar donde vivían antes de la guerra, y por los relatos y poemas que le leían y contaban su madre y alguna niñera. De ahí que en el capítulo ocho, pese que en esa aldea lo maltratan y menosprecian por suponerlo un bastardo gitano, su “amo” a veces lo utiliza de loro negro, o negro rapsoda, y por ello lo embriaga para que recite los poemas y cuentos que se sabe de memoria. Según narra:

      “Mi amo era muy respetado y le invitaban a menudo a las bodas y festejos locales. A veces, cuando los niños estaban de buen talante y ni su esposa ni su suegra se oponían, me llevaba también. En esas recepciones me ordenaba que hablara a los huéspedes en mi jerga urbana, y que recitara los poemas y las narraciones que mi madre y las niñeras me habían enseñado antes de la guerra. Comparado con el dialecto local, suave y arrastrado, mi lenguaje ciudadano, lleno de consonantes duras que tableteaban como fuego de ametralladoras, sonaba como una parodia. Antes de la función, mi granjero me obligaba a beber de un solo trago un vaso de vodka. Yo me tambaleaba, enredándome en los pies, y a duras penas conseguía llegar al centro de la estancia.

      “Iniciaba el espectáculo inmediatamente, esforzándome por no mirar  los ojos o los dientes de los invitados. [Creen que puede causarles algún mal y cada diente contado dizque significa un año menos de vida.] Siempre que recitaba poesías a toda velocidad, los campesinos abrían desmesuradamente los ojos, atónitos, y pensaban que yo estaba loco y que mi discurso atropellado era el síntoma de una dolencia.

   


       “Las fábulas y las historias en verso de animales les hacían prorrumpir en carcajadas. Cuando escuchaban la historia de la cabra que recorría el mundo en busca de la capital de Chivolandia, o las del gato con botas de siete leguas, del toro Ferdinando, de Blanca Nieves y los Siete Enanitos, el ratón Mickey y de Pinocho, los invitados reían, se atragantaban con la comida y espurreaban vodka.”

 

VII de IX

En el primer capítulo, cuando el niño convive con Marta —una supersticiosa, maloliente, harapienta e insalubre anciana solitaria—, es la primera en la obra que le restriega en el rostro el estigma de sus características físicas y el peligro que ello implica ante los atavismos y crueldades de los aldeanos blancos, rubios y ojiazules que infestan el entorno, por lo que debe procurar mantenerse alejado de ellos. Eso se lo vocifera cuando le niño le sugiere, que para aliviarse del dolor agudo que padece bajo las costillas (allí donde el corazón palpita eternamente enjaulado), cambie de piel, igual que lo hizo la serpiente que mantiene en una pequeña madriguera de piedra:

       “Cuando se lo sugerí se encolerizó y me maldijo por ser un asqueroso blasfemo gitano, pariente del Diablo. Dijo que la enfermedad ataca al ser humano cuando éste menos lo espera. Puede estar sentada detrás de ti en una carreta, o puede saltarte sobre los hombros cuando te inclinas para recoger bayas en el bosque, o pude reptar fuera de las aguas cuando atraviesas un río en un bote. La enfermedad se infiltra en el cuerpo subrepticia y taimadamente, a través del aire, del agua, o del contacto con un animal u otra persona, o incluso —al decir esto me miró con desconfianza— a través de un par de ojos negros engarzados junto a una nariz ganchuda. Esos ojos, conocidos por el nombre de ojos gitanos o de bruja, pueden producir la invalidez, la peste o la muerte. Por ello me prohibió que mirara directamente sus ojos y los de los animales domésticos. Me ordenó que si alguna vez miraba accidentalmente sus ojos o los de un animal, escupiera en seguida tres veces y me santiguara.”

      Marta, dice: “A menudo se enfurecía cuando la masa que sobaba para el pan se agriaba [dizque porque él la miró] y me dejaba dos días sin pan para castigarme.” También dice que “nunca bebía líquidos ni sonreía en mi presencia. Pensaba que si lo hacía, yo podría contarle los dientes, y cada diente contado restaría un año de su vida.” “Siempre dormía vestida”, dice. “Según ella, las ropas eran la mejor defensa contra la amenaza de las múltiples enfermedades que el aire fresco podía introducir en la habitación.” Y “Para proteger la salud, afirmaba, había que bañarse solamente dos veces al año, en Navidad y Pascua, y aun entonces muy superficialmente y sin desvestirse. Sólo utilizaba el agua caliente para reducir los infinitos callos, juanetes y uñeros de sus pies nudosos. Ésa era la única razón por la que los humedecía una o dos veces por semana.” Y al igual que otras mujeres que pueblan las aldeas de la zona, actúa de curandera y por ello, dizque para conjurar el dolor que periódicamente la aqueja bajo las costillas, “cogía un trozo de carne cruda, lo reducía a un picadillo fino, y lo colocaba en una vasija de barro. Luego vertía en su interior el agua extraída de un pozo poco antes del amanecer. La vasija la enterraba a mucha profundidad en un rincón de la choza. Gracias a este procedimiento, los dolores se mitigaban durante algunos días, según afirmaba, hasta que se descomponía la carne. Pero después, cuando reaparecían los dolores, repetía la trabajosa operación.”

   

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

        Pero es Olga la Sabia —una curandera comarcal que hablaba un dialecto extraño que el niño no comprende muy bien, cuya choza semeja el repleto cuchitril de una bruja salida de un cuento de hadas tradicional (o de un set de Hollywood o Disneylandia) y que lo compra a un campesino que lo fustigaba con ferocidad ante la diversión de otros—, quien le brinda mayores datos sobre el tenebroso entorno de supuestos seres invisibles, latentes y maléficos que los rodean, y sobre el supuesto poder de sus ojos negros. Según narra el niño: “Me llamaba el Negro. Ella fue la primera que me enseñó que yo estaba poseído por un espíritu maligno, y que se agazapaba dentro de mí como un topo en su madriguera profunda, y cuya presencia yo desconocía. A un moreno como yo, poseído por este espíritu maligno, se le identificaba por sus ojos negros embrujados que no parpadeaban cuando miraba otros ojos claros brillantes. Debido a ello, afirmaba Olga, yo podía mirar a los demás y hechizarlos inconscientemente.” Creencia que explica por qué los campesinos blancos, rubios y de ojos azules o grises, además de insultarlo, maldecirlo y atacarlo a voces o físicamente, escupen y se persignan al verlo. No obstante, Olga la Sabia, en misiones requeridas, utiliza el supuesto poder de sus ojos negros para “curar” algún padecimiento. Poder que parece nulo cuando una epidemia (que llaman peste) empieza a diezmar a la población de una aldea, que incluso, al parecer, contagia al niño, a quien ella supone un vampiro. Según cuenta el chaval:

      “Una noche empezó a arderme la cara y me vi sacudido por convulsiones incontrolables. Olga me miró fugazmente los ojos y apoyó su mano fría sobre mi frente. Luego, me arrastró rápida y silenciosamente hasta un campo apartado. Allí excavó un hoyo profundo, mi quitó las ropas y me ordenó que saltara dentro.

     “Una vez estuve dentro del hoyo, temblando de fiebre y de frío, Olga volvió a llenarlo de tierra y me sepultó hasta el cuello. A continuación pisoteó la tierra en derredor y la golpeó con la pala hasta dejar la superficie perfectamente lisa. Después de asegurarse de que no había hormigueros en las cercanías, encendió tres humeantes hogueras de turba.

    “Así plantado en el suelo helado, mi cuerpo se enfrió por completo en poco tiempo, como la raíz de una hierba marchita. Perdí toda conciencia. Como una col abandonada, pasé a formar parte de la tierra.”

 

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

       Ese episodio de la novela casi concluye con el ataque a picotazos de una parvada de negros cuervos que aletea y brinca en torno a su cabeza; espeluznante escena que la homónima película de Václav Marhoul, con su particular narrativa y mediática publicidad, tornó icónica.

   


      No menos sorprendente (o quizá más) resulta el procedimiento de otra curandera, ya mayor, para conjurar el bocio de un grupo de campesinos de otra aldea. Allí, durante la celebración de una boda en la que el niño hizo el citado papel de rapsoda, agazapado en un rincón cercano a la mesa de la cena para eludir la impertinencia de los briagos, ve que un par de amigos que se cuentan entre “los granjeros más prósperos de la aldea”, entran a mordisquear y compartir. Y “tal como lo estipulaba la costumbre, evitaron mirarse a los ojos y conversaron con talante serio”. Pero uno de ellos, mientras muerde un pedazo de salchicha, saca “un cuchillo de larga hoja puntiaguda” y se lo clava al otro en la espalda. El asesino “Abandonó la estancia sin mirar atrás, saboreando la salchicha con deleite.” Además de que el frío y traicionero asesino no fue desvelado (cabe suponer un complot para usar el cadáver), días después siguió entrando y saliendo y comiendo allí, tal si fuera Pedro en su bacinica. Y según cuenta el niño:

     “El cadáver del hombre asesinado no fue retirado de la casa inmediatamente después de la boda. Lo colocaron en uno de los aposentos laterales, mientras la familia del difunto se congregaba en la sala principal. Entre tanto, una de las mujeres más ancianas de la aldea desnudó el brazo izquierdo del cadáver y lo lavó con un mejunje marrón. Los hombres y las mujeres enfermos de bocio desfilaban por el aposento, de uno en uno, con las repugnantes protuberancias de carne tumefacta colgando bajo el mentón y extendiéndose sobre el cuello. La anciana los acercaba al cadáver, ejecutaba unos pases complicados sobre la zona enferma, y luego levantaba la mano sin vida para tocar siete veces la hinchazón. El paciente, pálido de miedo, debía repetir con ella: ‘Haz que la enfermedad vaya a donde irá esta mano’.

      “Después del tratamiento, los pacientes le pagaban a la familia del muerto por la cura. El cadáver permaneció en la habitación. La mano izquierda descansaba sobre el pecho, y en la diestra rígida le habían colocado un cirio sagrado. Al cabo de cuatro días, cuando en la estancia empezó a flotar un olor más intenso, llamaron a un sacerdote e iniciaron los preparativos para el entierro.”

VIII de IX

En el decurso de la novela, el niño es testigo de brutales y crueles episodios; por ejemplo: ve cómo un celoso molinero con una cuchara de hierro le saca los ojos a un muchacho que era su empleado. Ve cómo un carpintero, en el oscuro fondo de una casamata militar abandonada, es devorado por un mar negro y efervescente de ratas (caída que el niño propicia con astucia para librarse del maltrato, de los golpes y del inminente asesinato dentro de un saco). Ve el violento acto sexual entre un aldeano y una judía (huida de un tren) que iba a ser entregada a los nazis: extrañamente, el tipo no puede librarse de la vagina y mandan a llamar a una comadrona bruja para que los separe; la judía es asesinada y abandonan el cadáver en las vías del tren para que lo recoja la patrulla nazi. Ve, con horror, el ayuntamiento de una mujer desnuda que se mete debajo de un hediondo macho cabrío; orgiástico bestialismo en el que participan, desnudos, el hermano de ella y el supuesto padre de ambos. Por entonces, el jefe de esa aldea, tras ver que “no tenía llagas ni úlceras en el cuerpo” y que “sabía hacer el signo de la cruz”, le encontró acomodo (casi de esclavo) en la alejada granja de conejos del tal Makar, quien vive con sus hijos: Anton, de 20 años, y Ewka, de 19. Según narra el niño, a Makar no “le conocían muy bien en la aldea. Había llegado hacía pocos años y le trataban como a un forastero. Pero circulaban rumores de que evitaba a los demás porque pecaba tanto con el muchacho que pasaba por su hijo como con la chica que pasaba por su hija.” A lo que se añade el bestialismo que el pelirrojo Makar practica con la más grande y hermosa de sus conejas de ojos rosados; pero esto, por ingenuo, no lo infiere el niño. Según dice: a Ewka el “bocio empezaba a desfigurarle el cuello”; “Era alta, rubia y delgada, con pechos semejantes a peras aún no maduras y caderas que le permitían deslizarse fácilmente entre las estacas de una cerca.” Y antes de descubrir el secreto bestialismo con el apestoso macho cabrío y de alejarse de allí con la convicción de que se trata de un “pacto con el Diablo”, con Ewka, al margen de Anton y Makar, vive sus primeras y placenteras experiencias sexuales; e incluso fantasea enamorado: “No había nada que no estuviera dispuesto a hacer por Ewka. Olvidé mi destino de gitano mudo condenado a la hoguera. Dejé de ser un duende hostigado por los pastores, un duende que arrojaba maleficios sobre niños y animales. En sueños me convertía en un hombre alto, apuesto, de tez blanca y ojos azules, con una cabellera del color de las pálidas hojas otoñales. Me convertía en un oficial alemán de uniforme negro, ceñido. O en un cazador de pájaros, familiarizado con todos los senderos secreto de los bosques y las marismas.” Ve que un grupo de chavales patinadores lo persiguen y le dan alcance; al desvelar de cerca sus características físicas lo toman por “Un gitano”, por “Un bastardo gitano”; no obstante, intentan violarlo: “Alguien me aprisionó las piernas y los otros empezaron a arrancarme los pantalones. Sabía qué era lo que se proponían hacer. Había visto cómo una pandilla de pastores violaba a un chico de otra aldea que se había internado por azar en territorio ajeno. Comprendí que sólo un acontecimiento imprevisto podría salvarme.” Así que espera con astucia el instante del contraataque con los toscos patines que él se hizo y lleva puestos. “Puse los músculos en tensión, encogí ligeramente una pierna, le asesté una patada a uno de los muchachos que se inclinaban sobre mí. Algo crujió en su cabeza. Al principio pensé que había sido el patín, pero cuando lo despegué de su ojo estaba entero. Otro intentó asirme por las piernas, y le pequé con el patín en el cuello. Los dos gallitos cayeron sobre el hielo, sangrando profusamente. Sus compañeros se espantaron, y la mayoría de ellos empezaron a remolcar a los dos heridos hacia la aldea, dejando un reguero de sangre sobre el hielo. Cuatro de ellos se quedaron atrás.” Quienes son los que se orquestan, lo balancean y arrojan a un hueco en el hielo para que, sumergido, se ahogue o muera congelado.

     Pero el suceso más traumático para él ocurre cuando a los diez años de edad pierde la voz. Vale observar, primero, que el niño es bastante permeable e influenciable ante a lo que va viviendo y absorbiendo su idiosincrasia. (Casi lo último que aprende, previo a un sosegado pensamiento nihilista y misántropo, es el ideario ateo y comunista de la URSS de Stalin.) Por ejemplo, luego de que la vieja Marta le revela el supuesto poder aojador de sus ojos negros, él, además de que lo cree a pie juntillas de ahí en adelante, dice:

      “Con el afán de complacer a Marta y no mirarla a los ojos, caminaba por la choza con los míos cerrados, tropezando con los muebles y volcando cubos, y afuera pisoteaba los macizos de flores, llevándome todo por delante como una polilla enceguecida por un resplandor súbito. Mientras tanto, Marta recogía plumones de oca y los dispersaba sobre las brasas. El humo que desprendían lo aventaba por toda la habitación, entonando sortilegios para exorcizar el maleficio.”

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

      En este sentido, y en ese idiosincrásico contexto de supersticiones medievalescas y mistificada religiosidad, en el capítulo once, cuando subsiste en la cabaña de Garbos, un granjero racista, endemoniado e irascible, que posee un enorme y agresivo perro de ojos inyectados llamado Judas, además de que lo tilda de “bastardo gitano sin bautizar” al verlo por primera vez, día a día lo tortura colgándolo y golpeándolo con un látigo, mientras el niño, por las amenazas y el terror, no se atreve a revelarle al cura el castigo y las humillaciones al que es sometido. Ese sacerdote es el que lo rescata tras el indulto del rutilante y rubio oficial de las SS. Y de ahí lo traslada en su carreta a otro caserío, dizque a protegerlo y a trabajar (de esclavo) en la aledaña granja del “amo” Garbos. Y más tarde lo inicia de monaguillo en la parroquia de la cercana aldea; donde, por su piel morena, pelo negro y ojos negros, es víctima de los atavismos y de la fanática xenofobia desde el primer día que el cura lo lleva en su carreta:

     

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

       “Bajo la luz creciente del alba, una multitud de ancianas esperaban frente a la iglesia. Tenían los pies y el cuerpo envueltos en tiras de tela y extraños embozos, y susurraban plegarias incesantes mientras sus dedos entumecidos por el frío hacían correr las cuentas del rosario. Al ver aproximarse al cura se pusieron torpemente en pie, balanceándose sobre sus bastones nudosos, y marcharon rápidamente a su encuentro, arrastrando los pies, y disputándose el honor de ser las primeras en besar su manga pringosa. Me mantuve a un lado tratando de pasar inadvertido. Pero las que tenían mejor vista me miraron con asco, me insultaron llamándome vampiro o expósito gitano, y escupieron tres veces en dirección a mí.”

     Durante ese duro y tormentoso período de tortura y catequización, el niño se esmera, inocente y crédulo, por ganarse, post mortem y para toda la Eternidad, los inescrutables favores de Dios. Pero todo se hace añicos cuando durante la misa de Corpus Christi, pese a que lo suponen un gitano sirviendo en el altar del Altísimo, le toca desplazar un pesado misal sobre un pesado atril. De pronto pierde el equilibrio y “El misal y su atril rebotaron por los escalones”. Según narra:

   

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

        “Unas manos toscas me levantaron del suelo y me empujaron hacia la puerta. La muchedumbre abrió paso, estupefacta. Desde el coro, una voz masculina aulló ‘¡Vampiro gitano!’, y otras repitieron el estribillo. Las manos atenazaron mi cuerpo con feroz violencia, desgarrándome la carne. Ya en el exterior quise gritar e implorar misericordia, pero de mi garganta no brotó ningún sonido. Repetí el intento. Me había quedado sin voz.”

     Según colige: “Estaban convencidos de que yo era un vampiro y de que la interrupción de la Santa Misa sólo podría traer desgracias a la aldea.” Así que con insultos y a la fuerza lo llevan a la única fosa séptica de la comarca, atestada, pestilente, mefítica y aledaña a la parroquia.

     “Nos detuvimos junto al borde del pozo. Su superficie marrón, ondulada, despedía una fetidez semejante a la que se desprende de la horrible película que se forma sobre un cuenco de sopa de alforfón caliente. Sobre aquella superficie bullía una miríada de gusanillos blancos, que tenían más o menos la longitud de una uña. Por encima revoloteaban nubes de moscas que zumbaban monótonamente, dotadas de bellos cuerpos azules y violetas que refulgían bajo el sol, entrechocándose, precipitándose fugazmente hacia el pozo, para luego volver a remontarse el aire.

     “Tuve arcadas. Los campesinos me columpiaron por las manos y los pies. Las nubes pálidas del cielo azul flotaron ante mis ojos. Caí en el centro mismo de la inmundicia marrón, que se abrió bajo de mi cuerpo para devorarme.

      “La luz del día desapareció sobre mí y empecé a ahogarme. Me debatí instintivamente en el espeso elemento, manoteando y pataleando. Toqué el fondo y reboté tan rápidamente como pude. Una tromba esponjosa me empujó hacia la superficie. Abrí la boca y aspiré una ráfaga de aire. Me sentí nuevamente succionado y volví a tomar impulso en el fondo. La boca del pozo medía poco más de un metro cuadrado. Reboté nuevamente, esta vez hacia el borde. En el último momento, cuando la onda de rechazo estaba a punto de tragarme, me aferré a un zarcillo de las fuertes y largas malezas que creían alrededor del pozo. Luché contra la succión de las fauces devoradoras y salí a duras penas, casi cegado por el légamo que me cubría los ojos.

      “Me arrastré fuera del cieno y casi inmediatamente me acometieron los calambres del vómito. Me sacudieron durante tanto tiempo que perdí todas mis fuerzas y me desplomé completamente exhausto sobre los matorrales cáusticos y quemantes de cardo, helechos y ortigas.

“Oí la música lejana del órgano y los cánticos humanos, y consideré que era probable que después de la misa los feligreses, al salir de la iglesia volvieran a ahogarme en el pozo si me veían vivo entre los arbustos. Debía huir y en consecuencia corrí hacia el bosque. El sol endureció la costra marrón que me cubría, y me acosaban nubes de moscardones y otros insectos.

     “Apenas me encontré a la sombra de los árboles comencé a rodar sobre el musgo fresco y húmedo, friccionándome con hojas frías. Raspé con trozos de corteza los restos de inmundicia. Me froté el pelo con arena y después me revolqué en la hierba y volvía a vomitar.

      “De pronto comprendí que algo le había sucedido a mi voz. Traté de gritar, pero la lengua aleteó infructuosamente en mi boca abierta. No tenía voz. Estaba despavorido y, cubierto de sudor frío, me negué a creer que esto fuera posible e intenté convencerme de que recuperaría el habla. Esperé un momento y repetí el ensayo. No sucedió nada. Sólo el zumbido de las moscas que me rondaban rompía el silencio del bosque.”

IX de IX

Sin aludir numerosos matices e intríngulis de la obra y otras anécdotas y episodios del chiquillo (como lo relativo a las linternas que llaman “cometas” y al catálogo de niñas y niños recluidos en el orfanatorio, con daños físicos y mutilaciones y trastornos psíquicos postraumáticos, entre quienes descuella su compinche delincuencial el Silencioso),  vale resumir, para concluir la nota, que al final del capítulo veinte y de la novela, el chaval, que aún tiene doce años (quizá cercano a los trece) y ya está con sus padres y un hermano menor adoptado, de pronto, al intentar responder una llamada telefónica, recupera la voz y es algo que le place y disfruta oyéndose a sí mismo. Según dice:

     “Abrí la boca e hice un esfuerzo. Los sonidos treparon dificultosamente por mi garganta. Tenso y concentrado empecé a ordenarlos en sílabas y palabras. Oí claramente que brotaban de mí unos y otros, como gigantes de una vaina reventada. Dejé el auricular a un lado, casi sin poder convencerme de que eso era cierto. Empecé a recitar palabras y oraciones, fragmentos de las canciones de Mitka. La voz perdida en la iglesia de una aldea remota había vuelto a encontrarme y llenaba la estancia. Hablé en voz alta e incesantemente como los campesinos, y después como la gente de la ciudad, fascinado por los sonidos que estaban grávidos de significado como la nieve húmeda lo está de agua, convenciéndome una y otra vez de que ya era dueño del habla y de que ésta no pretendía escapar por la puerta del balcón.”

      No obstante, a esto se aúna la previa certidumbre de la soledad del individuo y de la orfandad cosmogónica del ser humano, articulada cuando todavía es un doceañero mudo y por acuerdo de sus padres que buscan que crezca y dejé atrás su delgadez extrema, lo entrena un maestro con quien con vive en una cabaña entre las altas montañas:

      “Todas las mañanas nos levantábamos muy temprano. El profesor se arrodillaba para rezar mientras yo le miraba con indulgencia. Tenía ante mí a un hombre maduro, educado en la ciudad, que se comportaba como un palurdo y no se resignaba a aceptar que estaba solo en el mundo y que no podía esperar la ayuda de nadie. Todos estábamos solos, y cuanto antes se diera cuenta de que todos los Gavrilas, Mitkas y Silenciosos eran prescindibles, tanto mejor sería para él. Poco importaba la mudez: de todas maneras los seres humanos no se entendían. Chocaban con sus prójimos o los seducían, se abrazaban o se pisoteaban los unos a los otros, pero cada uno sólo se conocía a sí mismo. Sus emociones, recuerdos y sentidos los separaban de los demás tan nítidamente como el espeso juncal separa la corriente del río de la ribera cenagosa. Nos mirábamos como los picos montañosos que nos circundaban, separados por valles, demasiado altos para pasar inadvertidos, demasiado bajos para tocar el cielo.”

        Pero, páginas antes, cuando en el capítulo diecinueve tiene doce años y sus progenitores lo localizan en el orfanatorio (se infiere que estuvieron ocultos en la URSS, porque el niño oye que su padre habla el ruso con fluidez) y se niega, pese a su mudez, a aprender a leer y escribir el idioma de su país (se deduce que el polaco) y a quitarse, o a que le quiten a la fuerza, el uniforme de soldado soviético, dice:

      

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

     “Sabía que el reencuentro con mis padres implicaba el fin de todos mi sueños de convertirme en un gran inventor de espoletas para cambiar el color de la gente, de trabajar en el país de Gavrila y Mitka, donde el hoy ya era mañana.”

       Es decir, además de idealizar, entonces, el imperio totalitario de la Unión Soviética de Stalin y la supuesta hermandad de los camaradas comunistas (casi semejante al culmen de los alados y mofletudos coros proletarios de un Himno a la alegría idéntico al de Miguel Ríos), en su inocencia aún alberga la quimera de convertirse en el gran inventor de espoletas para cambiar el color de su piel, de su pelo y de sus ojos, que acuñó, casi al final del capítulo ocho, previo a la agresión que un domingo le propinan un grupo de niños rubios, blancos y ojizarcos, más altos que él, que volvían de la iglesia andando en suecos de madera y de la que se defiende, descalzo, con violencia y sagacidad; y que es el preludio de un linchamiento multitudinario (con guadañas, rastrillos, palos y palas) que se avecina en pos de él, del que se escabulle y salva metiéndose en el bosque y alejándose a la carrera de esa infausta aldea, porque, oculto en el granero y con astucia, hace estallar tres minas antipersona con una espoleta de acción retardada. Por entonces narra:

     

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

      “Me adormecí pensando en los inventos que me habría gustado realizar. Por ejemplo, una espoleta para el cuerpo humano que, una vez encendida, trocara la piel vieja por otra nueva y alterara el color de los ojos y el cabello. Una espoleta que, insertada entre materiales de construcción, pudiera edificar en un día una casa más bella que cualquiera de las de la aldea. Una espoleta que sirviera para proteger a todo el mundo del mal de ojo. De esa forma, nadie me temería y mi existencia sería más fácil y agradable.”

 


Jerzy Kosinski, El pájaro pintado. Prólogo del autor. Traducción del inglés al español de Eduardo Goligorsky. Editorial Pomaire. Badalona, octubre 26 de 1977. 332 pp.

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Trailer de El pájaro pintado (2019), película dirigida por Václav Marhoul, basada en la novela homónima de Jerzy Kosinski.

martes, 3 de septiembre de 2024

El manuscrito Borges

Sería capaz de matar por ello

 

I de VII

El 22 de mayo de 2019, Ediciones Espuela de Plata, de Editorial Renacimiento (ubicada en Valencia de la Concepción, Sevilla, España), publicó, con vistosas erratas, El manuscrito Borges (Texto revisado por Gabriel García Santos), novela del coleccionista y escritor argentino Alejandro Vaccaro (Buenos Aires, 1951), cuya primera edición (no acreditada en la página legal) fue publicada por Bruguera en 2006.

           

Col. Narrativa 101, Espuela de Plata
(Valencia de la Concepción, mayo 22 de 2019)

             A modo de exordio, la obra de Vaccaro está signada por un par de fragmentos de una breve divagación que Borges publicó, el 15 de abril de 1938, en la sección “Libros y autores extranjeros” de la revista El Hogar, en torno a la novela policíaca Excellent Intentions, de Richard Hull —se pude leer completa entre las páginas 227-228 de Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939) (Tusquets, 1986), antología editada por Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal—. En ella, Borges comenta la idea de una novela policíaca que no escribirá nunca, en cuyo epicentro dice: “He aquí mi plan: urdir una novela policial corriente, con un indescifrable asesinato en las primeras páginas, una lenta discusión en las intermedias y una solución en las últimas. Luego, casi en el último renglón, agregar una frase ambigua —por ejemplo: ‘y todos creyeron que el encuentro de ese hombre y de esa mujer había sido casual’— que indicara o dejara de suponer que la solución era falsa y daría con otra solución, con la verdadera. El lector de ese libro imaginario sería más perspicaz que el ‘detective’...”

             

Alejandro Vaccaro

            Esto induce a suponer que Vaccaro tuvo la idea de su novela a partir de ese planteamiento. No obstante, El manuscrito Borges, cuyo crimen medular ocurre en 2005 en un country situado en las inmediaciones de Buenos Aires, no es una novela policial, pero sí de intriga, de especulación detectivesca y desconcierto. Pero ante todo, inextricable a la ficción y a la trama, refleja una extrema idolatría (sobre todo pecuniaria) ante el legado de primeras ediciones y manuscritos del Jorge Luis Borges de la vida real. En este sentido, vale recordar que si bien en su departamento B en el sexto piso de Maipú 994 desde 1944 poseía y resguardaba un particular acervo bibliográfico, pese a la ceguera que lo imposibilitó a leer motu proprio a partir de 1955 (el año que empezó a dirigir la Biblioteca Nacional tras la caída de Perón), su valoración del libro, soporte del conocimiento y de la quintaesencia poética y literaria, no descansaba en el punto de vista físico (pese a la placentera gravitación que solía experimentar al deambular, ciego, entre los altos anaqueles de la Biblioteca que albergaba setecientos mil libros): “No me interesan los libros físicamente (sobre todo los libros de los bibliófilos, que suelen ser desmesurados)”, postula en “El libro”, una de las conferencias transcritas en Borges, oral (Emecé/Universidad de Belgrano, 1979), sino en la íntima comunión en los instantes de la lectura: “Tomar un libro y abrirlo guarda la posibilidad del hecho estético. ¿Qué son las palabras acostadas en un libro? ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si no lo abrimos? Es simplemente un cubo de papel y cuero, con hojas; pero si lo leemos ocurre algo raro, creo que cambia cada vez.” De ahí que diga en un fragmento (destinado al lector único y exclusivo) que se lee en el prefacio que precede a cada título que integra la célebre Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges: “Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica. La rosa es sin por qué, dijo Angelus Silesius; siglos después, Whistler declararía El arte sucede.”

II de VII

(Bruguera, 2006)

La novela El manuscrito Borges comprende dos partes, cada una segmentada en 35 breves capítulos numerados. En el desarrollo de la trama se observan tres vertientes. En una, que se sucede en Madrid, conversan Rodrigo de Atchuel y Camilo Rodríguez Aldao, un par de empresarios e inversionistas españoles que pretenden capitalizar la esfumada base de sus invisibles negocios con la venta, a través de una casa de subastas en Londres, de una colección de primeras ediciones de libros de Borges, la mayoría dedicados, complementada con manuscritos, revistas y fotos. En otra, actúa un tal Mariano Billinghurst, un argentino que se mueve entre Buenos Aires y Montevideo: bibliófilo, grafólogo, restaurador, miope, cuentero y charlatán con ínfulas y palabrería de supuesto erudito, y dizque experto en la vida y obra de Borges, quien en Madrid es contratado por los empresarios españoles para compilar el acervo que se rematará en Londres, además de diseñar y editar el catálogo que lo publicitará y hará visible y codiciable entre los entendidos del globo terráqueo: coleccionistas, universidades, bibliotecas o instituciones especializadas que quieren crear o enriquecer el departamento dedicado a Jorge Luis Borges, para muchos, la voz más alta de la literatura del siglo XX. Y en la otra, que es la principal en el quid de la trama —narrada en primera persona por un supuesto escritor de novelas policiales que nunca revela su nombre— conversan e interactúan él y un tal Guillermo De Marco, vecinos de la misma edad, de quien dice: “Ingeniero de profesión, exitoso en los negocios, gozaba de algo más de lo que se suele denominar ‘un buen pasar’. Había dedicado los últimos años de su vida al estudio de la física cuántica, que trataba de explicarme infructuosamente, y ahora estaba abocado a relacionar sus estudios con la obra de Borges. De Marco era lector de Borges y disfrutábamos mucho al intercambiar pareceres al respecto. Yo, como buen borgeano, me sentía atraído por su literatura y ello era también imprescindible para mi trabajo de escritor. Por otra parte, me solazaba con todas las biografías que de él se escribían y me gustaba mucho seguir el derrotero de las distintas ediciones, llenas de peripecias y de zonas de indecibilidad. A veces nos enfrascábamos en un asimétrico intercambio. De Marco intentaba, infructuosamente, que yo entendiera la física cuántica, y yo a veces conseguía fascinarlo con historias de la vida de Borges, de las ediciones de sus libros y con anécdotas sobre las falsas atribuciones de autoría. Su trabajo titulado Borges: Teoría cuántica y universos paralelos estaba en permanente reescritura pero él sentía que de a poco iría encontrando el camino definitivo.”

           

(Argentinos de Hoy, 2006)

               Esto revela que el modelo de tal personaje novelístico es el ingeniero argentino Oscar Antonio Di Marco Rodríguez (La Plata, 1942), autor del ensayo Borges, teoría cuántica y los universos paralelos. Un retrato de nosotros y la “Realidad” (Ediciones Escritores Argentinos de Hoy, 2006). Pero si en tal caso Vaccaro optó por parafrasear el apellido de ese ingeniero de la vida real, en otros no. Por ejemplo, Marcos-Ricardo Barnatán (Buenos Aires, 1946) —biógrafo de Borges y estudioso y editor de cierta parte de su obra poética, narrativa y ensayística—, en la charla preparatoria entre el par de empresarios españoles y Mariano Billinghurst, lo recuerdan, con su nombre, como el prologuista de un catálogo impreso del acopio de libros y manuscritos de Borges que ya poseen (en calidad de lingotes de oro que se cotizan en millones de dólares), otrora rastreado y comprado a través de Billinghurst, entre ello “una joya [de Alí Babá]: un prólogo escrito por Borges a un libro de su hermana Norah, titulado Notas lejanas, un manuscrito excepcional”; sobre el que Camilo, muy enterado de las infinitesimales menudencias de la vida y obra de Borges, le puntualiza a Billinghurst, aludiendo, tácitamente, Borges. Biografía total (Ediciones Temas de Hoy, 1995), de Marcos-Ricardo Barnatán, y Borges. Vida y literatura (Edhasa, 2006), del propio Vaccaro: “los biógrafos de Borges no se ponen de acuerdo en relación con a quién corresponde la letra del mismo. Para Barnatán el manuscrito no corresponde a la letra de Borges, y esboza la posibilidad de que pudo haber sido escrito por su madre. Esa hipótesis, empero, debe ser descartada, señala un biógrafo argentino, cuyo nombre no recuerdo, y refiere dos causas: en primer lugar por los errores de ortografía que desvanecen esa plausibilidad y además porque, al parecer, en la fecha que señala el texto los padres de Borges se encontraban de viaje por Italia. [Los adolescentes Georgie y Norah, al cuidado de la abuela materna, se quedaron en Ginebra por sus estudios.] En fin, nada de esto anula la importancia del texto y los manuscritos de los poemas de Norah Borges.”

           

(Atlántida, 1995)

             Otro caso es Irma Zangara, responsable de la “Investigación y recopilación” —con la anuencia y el beneplácito de María Kodama expresado en una nota preliminar— de Borges en Revista Multicolor. Obras, reseñas y traducciones inéditas de Jorge Luis Borges. Diario Crítica: Revista Multicolor de los Sábados 1933-1934 (Atlántida, 1995). El novelista policíaco, casi en la parte inicial de la obra, tras aleccionar a De Marco sobre la válida reescritura de un texto de Von Lichberg que hizo Nabokov para elaborar Lolita (1955) y Borges para escribir el cuento La intrusa (Edición privada, 1966) haciendo uso de “Hermanos enemigos”, relato atribuido a Andrés Corthis en el número 11 de Revista Multicolor de los Sábados (octubre 21 de 1933), vocifera: “En la víspera [De Marco] había conseguido el texto del cuento de Husson o Corthis o Madame Lecuyer que se había publicado en una recopilación de textos de Borges que no son de Borges, editada por Atlántida en 1995. El despropósito había sido perpetrado por la inefable profesora Irma Zangara, empeñada en atribuirle a Borges cuanto texto pasa por sus narices.” Lección regurgitada y rumiada por De Marco, pues casi en las postrimerías de la obra le replica al novelista policial: “Se quiere convertir en el gran denunciante de todas las erróneas atribuciones y falsificaciones que giran en torno a nuestro admirado escritor, y perdóneme que le diga, pero parece la contracara de Irma Zangara, que cuanto texto le pasa cerca se lo atribuye a Borges.”

        

Borges y María Kodama

           
Y si el titiritero Alejandro Vaccaro con ese par de sonoros pisotones le da muerte de chinahuate a Irma Zangara, a María Kodama, sin escribir su nombre, la hace papilla de camote de Puebla, tal si bailando la raspa, o el jarabe tapatío, apisonara uva pretendiendo conseguir un exótico y deletéreo mosto (o brebaje) de Yellow Lady. Esto lo hace a través del controvertido anecdotario y los asegunes que al novelista policial le comparte en corto el Dr. Miguel Ángel Meizoso González, quien “había fundado unos años atrás la Sociedad Mundial de Amigos de Jorge Luis Borges, cuya primera presidenta fue María Esther Vázquez y que ahora presidía Betina Edelberg”; psicoanalista con el que cena, camina y dialoga en Londres; quien además, al término, le chismorrea el inminente remate de una colección Borges: “Dentro de unos meses, me contó finalmente, se anuncia acá en Londres el más importante remate de libros, manuscritos, revistas, artículos y demás objetos de Borges. Dicen que va a ser una cosa única. Según parece, unos fuertes financistas españoles armaron, tras años de labor, la colección Borges cuyo precio final superará los veinte millones de euros. Habrá muchos interesados, algunos privados, inversores, pero hay un rumor de peso que sostiene que el Gobierno francés, a través de una de sus instituciones, vendrá dispuesto a quedarse con todo.”

III de VII

El asesinato que desencadena la trama ocurre en el Club de Campo San Diego, country ubicado en la Provincia de Buenos Aires, no muy lejos de la capital porteña. Doña Rosa María De Marco De Marco, vivaracha anciana casi nonagenaria y abuela del ingeniero Guillermo De Marco, es descubierta en su casa 48 horas después de haber sido asesinada de cinco balazos en la cabeza —se lee casi al inicio de la obra (casi al término resulta que fueron “cuatro, ya que hay uno que sólo la rozó, según las pericias policiales” (o sea: por ahí quedó botado el pituto)— sin que nadie del entorno haya oído el estallido de ningún balazo. (“El arma utilizada [antigua al parecer] era de bajo calibre [luego se dice que era del 40] y los disparos fueron realizados a quemarropa, es decir a escasos centímetros del cuerpo de la víctima.”) Y según las pericias policiales (incluidas las científicas): no le robaron nada de su casa ubicada en la manzana 139, donde vivía sola desde hace muchos años, y donde cuidaba sus plantas y leía sus libros; pues, reporta el novelista policial casi al inicio: “era por sobre todas las cosas una gran lectora. Se jactaba de tener en su biblioteca primeras ediciones de los más importantes escritores del siglo pasado y siempre me decía, Vea, estos libros los compré por entonces y así los fui leyendo. Jamás estuve en una librería anticuaria o ‘de viejo’, como las llaman ahora, donde usted y mi nieto suelen ir a llenarse de polvo.” Es decir, dizque no hay móvil del crimen ni se halló el arma asesina.


                  Ineludiblemente, ese misterioso asesinato evoca el mediático y amarillista Caso García Belsunce. Es decir, el asesinato, con cinco balas en la cabeza, de la socióloga María Marta García Belsunce de Carrascosa, ocurrido el 27 de octubre de 2002 en el Carmel, country club ubicado en el Ramal Pilar, Provincia de Buenos Aires. Vuelto aún más celebérrimo y especulativo, más allá de la Argentina, por la difusión en Netflix de la miniserie documental Carmel, ¿quién mató a María Marta? (2020), dirigido por Alejandro Harmann; donde reflexionan y comentan, brevemente, los escritores argentinos Claudia Piñeiro y Guillermo Martínez, y el filósofo Andrés Páez.

            Parecido al Carmel, el country club San Diego es un coto cercado, y cerrado para los extraños, donde hay vigilancia privada las 24 horas, con cámaras visibles y ocultas (incluso para los habitantes) —“uno de los lugares más seguros de la Argentina”, reza el novelista policial—, donde vive y se solaza gente de la high society (entre ellos estrellas del cine y la televisión), cuyas opulentas casonas ocupan manzanas completas rodeadas de jardines y árboles; y pese a la distancia entre sí, los vecinos confían en la seguridad y no cierran con llave las puertas de acceso; donde hay administración y registro de entradas y salidas no sólo de empleados y proveedores; y donde los vehículos tienen por norma circular a 30 km por hora como máximo.

            “Hace ocho años vivo en el country. En la paz del country.” Canturrea el solitario y solterón narrador policíaco, adusto, hermético y distante del cotilleo vecinal, dice. Al parecer llegó a ese privilegiado y elitista coto gracias a las regalías de sus libros publicados con pseudónimo, pues según afirma: “En los pasados veinte años escribí y publiqué una treintena de novelas policiales, de las cuales vivía, y muy bien, ya que algunas habían tenido un verdadero éxito de ventas, con traducciones y mucha promoción editorial.” No obstante, pese a la adulación de sí mismo (“Yo me tenía por astuto, sagaz, cauteloso y además especial en alguna materia”), a sus reseñas autoelogiosas y a que planea editar y dirigir una colección de novelas policiales semejante a El Séptimo Círculo, da la impresión de ser una especie de superventas del spaghetti policial argentino, con una impronta que deviene de Agatha Christie, pues además de que el título de su “libro Secuestro en el expreso” tiene un sonoro retintín del Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express, 1934) —un clásico de la Dama del Crimen llevado al cine por primera vez en 1974—, cuando en la postrera parte de la novela, previo al desconcertante giro o vuelta de tuerca que preludia el término de la obra, él le explica y le narra a De Marco como si tuviera en la frente una bola de cristal o un diminuto aleph en las escaleras del sótano o de perdis un espejo de tinta en el hueco de la palma de la mano, las conjeturadas menudencias del asesinato de su abuela (inextricable al robo de siete primeras ediciones de libros de Borges que atesoraba la anciana y a la falsificación de la letra manuscrita del autor de “La muerte y la brújula”) en una especie de ineludible repetición del consabido clisé (cinematográfico y televisivo) en el que el detective, o investigador policial, reúne a los sospechosos y circunstantes y, como por arte de birlibirloque, es un previsible e infalible raciocinador que, con elocuencia y agudeza, monta y desmonta las piezas del puzle y trampantojo (algunas invisibles o microscópicas) que nadie dedujo y observó más que él.

           

Fotograma de Asesinato en el Orient Express (1974)

              No obstante, también llega a encapsularse en la escritura de una pesadillesca, catastrofista y apocalíptica distopía (y pastiche de ciencia ficción) que quizá se transforme en un best seller y novela gráfica con visos de adaptarse en un churro hollywoodense, donde quizá no falten los consabidos e infalibles heroicos héroes (los menos pelotudos entre los pelotudos en extinción) que, después de mil y una aventuras y peripecias en las que arriesgan el pellejo, salvan los restos y casi extinguidos vestigios de vida en el recalentado y desolado planeta Tierra. 

             


           Según apunta, mientras suspira por María (quizá dándole al cogote al pollo), empleada en la administración del country —acto de ensoñación que evoca el milenario aforismo que Rafael Cansinos-Asséns seleccionó en las postrimerías del tercer tomo de su traducción de Las mil y una noches (Aguilar, 1955), celebrada por Borges en La Nación el 10 de julio de 1960: La delicia de la vida en tres cosas se cifra: en comer carne, montar sobre carne y hacer entrar la carne en la carne:

            “Me encontraba aquel día terminando un trabajo que debía presentar en forma perentoria a la editorial y no encontraba la forma de cerrarlo. Sentía nublada la mente. Había trabajado durante mucho tiempo en una novela distinta cuyo eje giraba en torno a una idea fantástica. Se trataba de un ataque terrorista, de los denominados ‘con armas biológicas’. Habían inyectado en los sistemas de provisión de agua de casi todas las ciudades más importantes del mundo una sustancia que no mataba, pero que producía en el acto esterilidad a quien la ingería, ya fuera hombre o mujer. El virus era muy contagioso y rápidamente toda la población mundial lo contrajo. La infección de los reinos animal y vegetal fue simultánea. La noticia llegó por una llamada anónima y rápidamente se realizaron las pruebas, que al cabo de un tiempo determinaron la veracidad de la amenaza. A partir de esa trama empecé a tirar líneas que señalaban las consecuencias del hecho para la sociedad. No habría más descendencia, con cada hombre que moría se perdía un eslabón del género humano, que ahora sí iba a desaparecer. Lo que no pudo hacerse a través de las guerras —se calculaba en algo más de un millón las guerras sucedidas al cabo de los últimos mil doscientos años, con un resultado de mil quinientos millones de muertos, y con todas las armas de destrucción masiva que el hombre había inventado— se lograba ahora de una forma impensada. Sólo que la operación era lenta, pues para que ello ocurriera debían morir incluso aquellos niños que aún no habían nacido y aguardaban ese momento en el vientre de sus madres. No pude evitar pensar en lo solo que se iba a sentir el último hombre. La teoría de la vida era ahora igual a la figura de un rombo, desde el primero al último humano.

            “Debía resolver la cuestión a través de la contraposición de dos formas geométricas, el rombo y la circunferencia. Podía decirse que una contenía a la otra y yo debía demostrar lo contrario. Me interesaba la posibilidad del análisis del rombo en cuatro dimensiones y algo de los universos paralelos, así como el experimento conceptual denominado ‘el gato de Schröndinger’. En esto nadie mejor que De Marco para ayudarme.

          

Thérèse soñando (1938)

Óleo sobre tela de Balthus

          “Me hallaba navegando sin rumbo, desorientado, inmerso en disquisiciones laberínticas, cuando reapareció María. Su presencia que tanto había anhelado por días y noches me producía invariablemente una gran turbación. Estaba hermosa, desafiante, etérea, vital.”

IV de VII

Vale resumir que la policía (ídem la tácita e implícita fiscalía del caso) resulta negligente, mediocre e incapaz de resolver el asesinato de la abuela, pues no da con el asesino ni con el arma del crimen, ni descubre, en la biblioteca de la anciana, el robo de siete primeras ediciones de libros de Borges, ni formula ningún móvil, ni señala ningún sospechoso y muy pronto se desentiende del caso. Según dice el novelista policial al inicio de las supuestas indagaciones policíacas: “El oficial Martínez sabía de mis conocimientos de literatura policial, pero no que yo era totalmente incapaz de intervenir y resolver un caso verdadero. Sólo pensar que a metros de mi casa se había producido un asesinato me hacía temblar el cuerpo, y desde luego en las salidas diarias para caminar o para hacer compras evitaba pasar por la, para mí, fatídica manzana. Creo además, mejor dicho, estoy seguro de que soy un hombre cobarde. Sin embargo, atendí con deferencia cada visita y respondía a todas las preguntas que me formularon. Creí advertir en las entrevistas (todas se realizaron en mi casa) más interés por mi opinión sobre el caso que por el caso en sí. Algo así como, bueno, esto lo tiene que resolver usted; ocurrió a doscientos metros de su casa, es experto en enigmas policiales: acá tiene todos los elementos. Resuelva.”

            A esto se añade la frialdad o casi indiferencia que transluce Guillermo De Marco: el asesinato de su abuela no parece conmocionarlo ni perturbarlo más allá del blablablá, de alguna pose y de algún gesto compungido: no sufre ni padece ningún duelo. Y las hipótesis del crimen que formula charlando con el novelista policial son desechadas ipso facto por éste, incluida la que inculpa a un vecino “de apellido D’Olvido”, pese que tampoco resulta perspicaz (pero sí extrañamente omiso ante la tasación de la biblioteca de la abuela que él ha visto) al decirle: “¿Qué podrían querer robarle a su abuela si no tenía nada de valor en su propiedad? Ni dinero, ni joyas, ni nada.” Y al concluir la charla, como si fuera el evanescente ectoplasma del fiscal o uno de los torpes polis que dizque investigaron, le dice: “¿Por qué cinco disparos en la cabeza? Cuestiones pasionales, discúlpeme que le diga, no creo que encuadren en este caso. Aparentemente no hay razón para que ocurriera lo ocurrido; no hay móvil.” No obstante, luego se contradice, pues le sugiere a De Marco el trillado crimen pasional, característico de las telenovelas, de los novatos y tontorrones: “Empecemos por el móvil. Puede ser que su abuela haya tenido alguna relación amorosa”.

     Pero lo que sorprende aún más, y resulta absurdo, es el hecho de que la fiscalía no precintó la casa de la abuela ni puso vigilancia policíaca, dado lo irresuelto del crimen; por ende ambos llegan a entrar, pisotear y manosear; además de que previamente De Marco lo hizo, pues le informa al novelista: “Hemos revisado toda la casa y no hemos notado ninguna falta. Además, le repito, no había nada de valor, los cuadros, que siguen estando, los libros, una biblioteca repleta y chucherías. Ninguna de ellas justifica un asesinato, Es cierto, dije, pero tenemos que buscar por todos lados. Tenemos que trabajar juntos, De Marco, Caballo solo no da mate.” Resulta consecuente, entonces, que luego diga con petulancia, olvidando la preceptiva borgeana que lo induciría a aludir a Poe en calidad de creador del arquetipo del género policial, precisamente con “Los crímenes de la calle Morgue” (The Murders in the Rue Morgue, 1841), primer ejemplo de crimen de cuarto cerrado y de raciocinador criminal, pues dice envanecido: “Podríamos decir sin exagerar que el caso quedó en nuestras manos y a la manera de Holmes, ya que el asunto se ventilaba entre cuatro paredes con disquisiciones literarias de por medio.” 

   

Borges en la tumba de Edgar Allan Poe
(Baltimore, 1983)

          Pero además, De Marco, pese a su solvencia económica, no contrata ningún detective privado que investigue el caso y se lo sirva en bandeja de plata a la inútil fiscalía (una especie de
Philip Marlowe entre los boludos de la Argentina o de Mario Conde porteño —remember que el Conde habanero después de 1989 sólo es un vendedor de libros ambulante que investiga y resuelve crímenes por vocación y no porque tenga placa de policía o detective privado—) y se restringe a la supuesta ayuda y asesoría detectivesca que le brinda el novelista policial. Y puesto que De Marco, con nociones de ornitología, es un fotógrafo aficionado que grafica las aves que pueblan el country, de pronto, al observar las diez fotos que le hizo a su abuela días antes del asesinato, precisamente “en el living de la casa con la biblioteca detrás” (“La biblioteca de mi abuela estaba para una postal”), al hacer el contraste entre las imágenes y lo que ahora hay en la biblioteca descubre huecos, cuyos faltantes, deduce, son “el móvil del asesinato de mi abuela”. Por ello, hecho una tromba va a la casa del novelista para ponerlo al tanto. Para despejar el intríngulis, ambos se meten en el escenario del crimen; pero como las imágenes no son del todo grandes ni legibles para determinar de qué libros se trata, De Marco, en el cuarto oscuro de su casa, positiva los negativos para ampliarlas y observarlas y hacer el cotejo, mientras el novelista policial espera divagando en el living de la abuela asesinada. Luego, los dos —que siempre se hablan de usted y no son íntimos ni compinches— con “un adminículo casero, una suerte de caja con un lamparita dentro y un vidrio encima” que el novelista tiene en su casa, ven que “Faltaban un total de siete libros, de los cuales no todos tenían el título en el lomo.” 

   


          Según el novelista, “Se podía ver con claridad El idioma de los argentinos de la colección Cuadernos del Plata II, Cuaderno San Martín y con alguna dificultad pude observar Historia de la eternidad, Inquisiciones y El tamaño de mi esperanza. [Hay que objetarle, entre corchetes, que Cuaderno San Martín, tercer poemario de Borges, es el número 2 de Cuadernos del Plata —colección dirigida por el mexicano Alfonso Reyes, entonces Embajador Extraordinario y Plenipotenciario en Argentina— coeditado con Proa en 1929, Con un retrato a lápiz del autor por Silvina Ocampo; mientras que El idioma de los argentinos, tercer libro de ensayos de Borges, con Viñetas de Xul Solar, se editó en 1928 en la Colección Índice del editor Manuel Gleizer.] En otro, el lomo estaba escrito pero era prácticamente ilegible. Después de mucho analizar, llegué a la conclusión de que era El jardín de senderos que se bifurcan, teoría que De Marco, por supuesto, no compartió, y el último tenía el lomo en blanco. Examiné éste en distintas fotos, comparé tamaños de libros con los de mi biblioteca, y al cabo de un rato disipé todas las dudas. Se trataba de Fervor de Buenos Aires. [Según Camilo: el precio de uno de los 300 ejemplares del tiraje de éste puede sobrepasar los cincuenta mil dólares... Es una pieza tentadora para cualquiera, para cualquiera que hace del delito su profesión. Y, dice, ya hubo Un ejemplar de Fervor de Buenos Aires robado de la Biblioteca Nacional en venta en un remate en Londres que terminó secuestrado por la justicia.] La tarea fue breve, pero nos dejó exhaustos, así que nos sentamos en los sillones y estuvimos pensativos hasta que, sin quererlo y al mismo tiempo, rompimos el silencio diciendo al unísono, ‘Esto no prueba nada’.”   

    Luego el novelista policial, para dizque hacer algunas indagatorias, le sugiere a De Marco no informar a la policía del robo. Y muy pronto, sin que hayan descubierto otra cosa, se alejan entre sí (y no sólo por la paradójica y verbalizada iniciativa de Guillermo De Marco) y el misterio del robo y asesinato de la abuela queda empantanado en un maloliente y paradójico impasse. Pero después del citado dictamen, el novelista policial, para sus adentros y ya solo, sospecha de su vecino:

   “Me quedé inerme en el sillón. Tenía muchas cosas para analizar y necesitaba disipar algunas dudas, pero había algo que me rondaba por la cabeza, como esas palabras que uno siente tener en la punta de la lengua y no salen, como la piedrita en el zapato, esa enorme molestia que requiere un mínimo esfuerzo para desactivarla. Las palabras de María no me daban tregua: Ayer fui con el plomo de mi papá hasta Buenos Aires para hacer trámites y cobrar la herencia y el seguro de la abuela. ¿Por qué De Marco me había ocultado que detrás de la muerte de su abuela había una herencia y un seguro? Jamás había hecho un comentario al respecto, ni había dicho que la biblioteca contaba con valiosos ejemplares que ahora, curiosa y misteriosamente, habían desaparecido. [Conste que casi al inicio el novelista dijo de la abuela: siempre me decía, Vea, estos libros los compré por entonces y así los fui leyendo; lo cual implica que el boludo, que se hace el pelotudo, bibliófilo y experto en Borges, los vio más de una vez con su “borgeseano” e “infalible” ojo clínico de buen cubero y por ende sabía, al igual que Billinghurst y De Marco, que era dueña de impecables primeras ediciones de Borges.] Ni a él ni a mí se nos podía escapar nada de eso. Decidí en lo sucesivo trazar un plan concreto de investigación en el cual, por supuesto, no incluía a De Marco como colaborador sino... como sospechoso.

V de VII

El citado viaje a Europa (estuvo en Madrid y en Londres) el novelista policial lo hizo para eludir su presencia en la inauguración “de la muestra fotográfica ‘Pájaros del country’” del ingeniero y disparador fotográfico Guillermo De Marco, montada “en los salones del House Principal”. Días después de su regreso a la Argentina, le llegó a su casa un ejemplar del catálogo de la colección Borges que se rematará en la capital inglesa. (También De Marco recibió uno.) Según reporta: “El libro era imponente por donde se le mirara. Amo los libros por su contenido y por su continente. Me rindo ante un buen volumen, me subyuga una sobria encuadernación, me encanta el buen papel y la calidad de las ilustraciones: no soy indiferente al tamaño de las letras y soy sensible al olor del papel, pero nada se compara con un buen contenido.” Y para que el desocupado lector tenga aún más idea de lo que habla, enumera varios títulos de rutilantes ediciones magnus; de ahí que cante: “me maravillé con ‘El Congreso del Mundo’ de Borges, en edición de Franco Maria Ricci con miniaturas de la cosmología tántrica y estudio de Alain Daniélou, de 1982.” No obstante, como sin duda sabe el coleccionista y biógrafo Alejandro Vaccaro, y lo refiere María Esther Vázquez en Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, 1996), es un lujoso librote en un estuche, tamaño caguama, que Borges desdeñó con cara de fuchi y haciéndole fuchi dizque por “pornográfico”, además de que la edición prínceps, en italiano, data de 1974.

           


           El novelista policial presume ser un sabiondo borgeano y un coleccionista de libros de Borges y de sus manuscritos. Pero además, dice, es un diestro grafólogo que otrora estudió y analizó “aproximadamente doscientos momentos distintos de la letra” de Borges. Por ello, dice, puede “calcular, tras ver un manuscrito, la fecha aproximada en que fue escrito con un margen mínimo de error. De esta forma realicé algunos trabajos de identificación de manuscritos para un par de universidades de Estados Unidos y para muchos coleccionistas privados, que desde luego no puedo mencionar.” (No vaya a ser que el desocupado lector, no necesariamente de alcantarilla, sea un Tom Ripley porteño capaz de matar por ello sin dejar huellas dactilares ni rastros.) Así que al hojear las imágenes del susodicho catálogo, algo le chirría en el rompecabezas de letras de Borges. 

   

Borges y Bioy

            Pero además, dice, “hubo otro hecho que me llamó poderosamente la atención. Al mirar una de las fotografías que se ponían a la venta en el remate, firmada por Borges, observé que se trataba de una placa tomada el 27 de noviembre de 1985 en la librería de Alberto Casares, que por entonces se encontraba en la calle Arenales. Borges había ido a inaugurar una muestra de primeras ediciones de sus libros, pertenecientes a la colección de José Gilardoni. [Vale apuntar que sobre esa histórica muestra se ve una foto, sin crédito del fotógrafo, en la página 173 de
Borges. Una biografía en imágenes (Ediciones B, 2005), libro iconográfico del propio Vaccaro, misma que también se ve en las páginas iconográficas de su biografía Borges. Vida y literatura (Edhasa, 2006); y dos fotos en las páginas 164-165 de Borges: la posesión póstuma (Foca, 2000), indagatoria y corrosivo reportaje del periodista Juan Gasparini.] La firma era virtualmente ilegible, como las que acostumbraba hacer Borges cuando la ceguera invadió definitivamente su intimidad. A la tarde siguiente de ese día, Borges partió hacia Europa para dar unas conferencias en Italia y recalar luego en Ginebra, donde moriría seis meses después [el sábado 14 de junio de 1986], sin volver a la Argentina. Me sorprendí pensando que esa fue una de las últimas fotografías en su tierra, o tal vez la última. La fotografía era en blanco y negro y junto a él estaba Alberto Casares, al parecer leyéndole algún párrafo de un libro perteneciente a los Breviarios del Fondo de Cultura Económica. [¿Antiguas literaturas germánicas (FCE, 1951) o Manual de zoología fantástica (FCE, 1957?] Me pregunté inmediatamente: ¿En qué momento Borges habrá firmado esa fotografía? Me comuniqué a las pocas horas con Julio Giuztozzi, uno de los fotógrafos que había retratado a Borges durante aquella tarde, y me confirmó que en ese tiempo no existían cámaras digitales y que los revelados llevaban algún tiempo. Salvo en los casos de los medios gráficos, que por obvias razones requerían un revelado inmediato, los demás rollos se hacían revelar a lo largo de varios días. Si el procedimiento hubiera sido hecho aquella misma noche, alguien llevó la fotografía a la mañana siguiente a la casa de Borges y se la hizo firmar antes de que partiera. Si no fue así, ese alguien siguió a Borges por Europa, y tal vez se la hizo firmar en su lecho de muerte en la habitación del hotel L’Arbalette de la ciudad de Ginebra. Cualquier alternativa me resultaba dudosa y me di cuenta de que estaba frente a la punta de un iceberg.”

            Cierto es que en 1985 no faltaba el che araña de a pie que, sin ser un periodista gráfico o un fotógrafo profesional o aficionado, traía en el cogote o en bandolera una cámara de 35 mm (una Canon, una Nokia o una Pentax), cuyo revelado del rollo (de 24 o 36 exposiciones), efectivamente, tardaría unos días en el laboratorio de un negocio de cámaras e implementos fotográficos. Pero también existían, como sin duda recuerda el fotógrafo Julio Giuztozzi de carne y hueso, las populares y hogareñas Polaroid, que revelaban y positivaban en instantes (60 segundos), muy prácticas para un espontaneo disparador que buscara inmortalizar una o varias imágenes de Borges, más aún ante la posibilidad de añadirle, allí mismo, su firma.

           

Polaroid Mondadori (1985)

              Pero el caso es que el novelista policial enseguida advierte otra incongruencia en el catálogo:

            “La novedad siguiente fue confirmatoria: el ítem 138 [son 200 ítems en total] ofrecía un hermoso ejemplar de El jardín de senderos que se bifurcan, editado por Sur en 1941, con la siguiente dedicatoria manuscrita de Borges: A Alicia, con antigua y nueva amistad. Georgie, Buenos Aires, 1942. Otra vez me invadió la sospecha. El texto da por cierto que se trata de una dedicatoria del autor para su amiga Alicia Jurado, salvo que Alicia Jurado ha escrito en sus memorias y ha repetido en entrevistas que conoció a Borges en 1953. Imposible dedicar un libro a una persona once años antes de conocerla, con el agravante de que el autor habla de ‘antigua amistad’.”

           

Genio y Figura de Jorge Luis Borges (Eudeba, 1964), p. 10-11

            Vale observar, no obstante, que el novelista policial yerra —pese que presume haber dado sobre la vida y obra de Borges muchas conferencias por todo el mundo (ídem Manguel el memorioso)—, pues en la página 10 de Genio y Figura de Jorge Luis Borges, número 2 de la Colección Genio y Figura editada por la Editorial Universitaria de Buenos Aires, cuya primera edición “se acabó de imprimir en octubre de 1964” —se lee en el colofón—, Alicia Jurado (1922-2011), al inicio del capítulo “Borges y yo”, dice: “Conocí a Borges en 1954.” 

       

(Eudeba, 1997)
Contraportada

            Frase que repite en la contraportada y en la página 19 de la versión (revisada, recortada y modificada) del mismo libro, cuya “Cronología” preliminar llega hasta “1986” (“Viaja a Ginebra, donde revisa la traducción de sus obras completas al francés; muere allí y es enterrado en el cementerio de Plainpalais, en esa ciudad.”);
Segunda reimpresión de la Tercera edición de agosto de 1996, impresa en Buenos Aires en octubre de 1997 por la misma EUDEBA.

VI de VII

Al final del capítulo que cierra la “Primera parte” de la obra, la voz narrativa cuenta la visita que hizo Billinghurst a la casa de la abuela De Marco De Marco, dado que “años ha, había mantenido una estrecha relación de simpatía con su padre”. Mariano Billinghurst, que es un solitario proclive a las muchachitas y a las mujeres jóvenes (incluidas las curvilíneas hetairas de lujo), ve que en la biblioteca de la anciana “brillaban Fervor de Buenos Aires, Inquisiciones, El idioma de los argentinos, El tamaño de mi esperanza, Luna de enfrente y un sinnúmero de libros de autores nacionales que mucho tenían que ver con el autor de ‘El aleph’. Desde Radiografía de la Pampa hasta la primera edición de Don Segundo Sombra, pasando por Leopoldo Lugones, Enrique Banchs, Roberto Artl, Bioy Casares, Cortázar, Marechal... Según pudo apreciar Billinghurst, los libros gozaban de un estado excepcional. Sin embargo, los intentos por convencer a la atildada viejecita de que a cambio de algunos libros podía juntarse con varios miles de dólares fueron infructuosos.”

            Pero lo que no relata la omnisciente voz narrativa es cómo Mariano Billinghurst le robó a la abuela las faltantes siete primeras ediciones de libros de Borges y cómo la asesinó a balazos en la cabeza, si es que él es el asesino material y el delincuente que se introdujo en la casa para robar únicamente esos siete libros con vías de ser rematados en Londres, potenciando la especulación de su valor con dedicatorias falsificadas por él, pues según canturrea el novelista policíaco y dizque experto borgeseano: “Cualquiera que estuviera en el tema sabía que los libros dedicados multiplican su valor en forma exponencial.” (De ahí que Camilo le cante a Rodrigo de Atchuel: “cualquier libro que este firmado o dedicado por Borges puede llegar a triplicar su valor”.) 

     

Pasaporte de Borges

           Lo que ocurre es que en el proceso de observación, análisis y clasificación de las dedicatorias manuscritas en buena parte de los documentos y libros de Borges que se anuncian con imágenes en el catálogo para el remate en Londres, el novelista policial, además de que a través de la lista de precios calcula la venta en “unos cuarenta millones de dólares” de entrada, descubre que se trata de falsificaciones. (Lo cual induce a suponer que el citado manuscrito del prólogo a
Notas lejanas también es una falsificación de Billinghurst.) Y mientras se ha instalado en Buenos Aires en un departamento en el barrio de Palermo que posee, preguntando e indagando poco entre libreros y coleccionistas de manuscritos de Borges que él conoce, se entera de la identidad y del nombre del librero uruguayo Mariano Billinghurst y de los movimientos que hizo para adquirir manuscritos y primeras ediciones de Borges, paralelos a las compras hechas por una dispersa camarilla por parques y ferias, que él infiere eran sus auxiliares a sueldo (y no se equivoca); e incluso se entera del “dinero que gastó, aproximadamente”, y hasta, dice: “Algún indiscreto me aseguró que éste trabajaba para unos financistas españoles que nuevamente intentaban hacerse la América.” Con esa información recabada en Buenos Aires, sumada a los datos inferidos del análisis de los visos apócrifos expuestos en el catálogo, el novelista policial construye un conjunto de conjeturas técnicas y un persuasivo relato del robo de los siete libros de Borges y del asesinato de la abuela. Según dice: “Absolutamente ninguna de las evidencias que iba reuniendo paso a paso eran definitivas, más teniendo en cuenta que hay otras formas de probar si un texto es apócrifo o no. Necesitaba cotejar mis investigaciones con alguien que por sus conocimientos pudiera ser un abogado del diablo. Tenía miedo de entrar en un camino equivocado y el microclima de mi encierro no me permitiera ver que había otros senderos, tal vez impensados, y también otras respuestas a mis dudas. No pude dejar de hacer una reflexión: la persona indicada para avalar o denostar mis conclusiones era De Marco; pero ¿cómo hacerlo sin vincular las anomalías del catálogo con el asesinato de su abuela?”

      Es entonces cuando se sucede el giro sorpresivo y la brusca vuelta de tuerca, que parece una tomadura de pelo al presunto desocupado e ingenuo lector que, chupándose el dedo, ha leído, bobalicón, el otro lado de la tortilla del universo paralelo. De Marco, después de oírlo metiendo su cuchara, lo insulta llamándolo “gran farsante” y lo empuja al sillón y le suelta una desconcertante perorata, sin que el novelista policial se defienda, lo contradiga, lo insulte y lo corra de su casa a gritos, empellones, golpes y patadas. (Hubiera podido, pues según dice: “Yo me cuidaba desde siempre, casi nunca bebo alcohol, no fumo ni nunca supe de ningún exceso. Hacía mis diarias sesiones de trote y caminata y mantenía el cuerpo esbelto y espigado con que la naturaleza me había dotado. De Marco en cambio era petiso y mofletudo, con una prominente barriga producto de muchas noches de prolongadas comilonas, y de su cabeza asomaban unos pocos pelos que hacían su calvicie más pronunciada. Parecía cargar con diez años más. Yo, con cinco menos.”) En el meollo de la furia, De Marco le acusa de ser el asesino de su abuela y de haberse robado los siete libros de Borges que luego dizque quemó en la chimenea. Pero además le echa en cara el supuesto móvil de serie telenovelera clasificación B, donde quizá actuaría una hilarante imitadora de la inspectora Laura Lebrel del Bosque (María Pujalte): “Usted mató por amor [a María], por temor a perder a su lolita amada, y en estos casos incluso una persona sensata y pacífica se puede transformar en un monstruo cruel que no titubea en apretar el gatillo de un revólver para segar una vida. Nadie entró ni salió del country y encontrar el arma asesina es una tarea imposible.”

     

Niña con gato (1937)

Óleo sobre madera de Balthus

         O sea que tras oírlo (según el novelista policial “De Marco parecía no sentir el impacto del relato que escuchaba; más bien se le notaba ansioso por comenzar a rebatir mi teoría”), el ingeniero le suelta:

    “Usted es un gran farsante, me dijo, y cuando intenté ponerme de pie para impedir que me insultara, se paró rápidamente y me empujó hacia el sillón. Ahora me va a escuchar a mí todo el tiempo que sea necesario. Usted cree que me va a seguir engañando como a un chico, pero no va a poder. Sé muy bien que usted mantiene una relación amorosa con mi hija, situación inconveniente para un hombre de su edad y una mocosa que apenas hace un tiempo pasó los dieciocho años. Mi abuela fue la primera en enterase y enseguida me puso al tanto de lo que ocurría. También me dijo que en muchas ocasiones había tocado el tema con usted y le pidió en forma reiterada que terminara con ello. Nunca desde luego consiguió los resultados, hasta que cometió la estupidez de amenazarlo con contarme a mí lo que ocurría si no daba por concluida la historia. La pobre nunca supo que esa había sido su sentencia de muerte. Sólo que debo reconocer que preparó muy bien la trama. ¿Qué otra cosa se podía esperar de un autor de novelas policiales? Pero sigamos [.] Según sus dichos, tenemos al asesino y también el móvil, y eso para una muerte de la cual la policía poco o nada se ocupa es casi un círculo perfecto. Pero usted no tuvo en cuenta algunas cosas que yo le dije sobre la física cuántica, sobre todo cuando le hablé del ‘observador independiente’. Yo sabía muchas cosas, otras las intuía o intentaba razonarlas, pero créame que jamás imaginé que usted fuera capaz de asesinar a mi abuela. No me entraba en la cabeza, y cuando llegué a esa conclusión sentí un gran temor, no por la vieja, que estaba muerta, sino por mi hija, que involuntariamente tuvo participación en ese terrible hecho. [¡Ha chingá!] Me parecen una pieza de literatura fantástica sus inventos sobre la falsificación de dedicatorias de libros y manuscritos de Borges, pero debo reconocerle que es una persona creativa. Lo primero que quiero decirle para su tranquilidad es que la única persona que sabe la verdadera trama de lo ocurrido soy yo y que no voy a denunciarlo. He tomado, sí, algunos recaudos, pero sólo saldrán a la luz si a partir de ahora usted volviera a equivocarse.”

   Pero lo todavía más sorprendente, incongruente e inverosímil es que el novelista policial, pese a sus carcajadas a quijada batiente y a que le dice: “usted está totalmente loco”, se resigna a los descabellados infundios, ofensivas imputaciones y mentiras de chamaco villero y rijoso (De Marco vocifera, incluso, que su abuelo, quizá contemporáneo de Matusalén, “murió recién se había inventado la pólvora”), y dizque por María, a la que dizque también quiere “proteger” su padre, asume una complicidad con su acusador y por ende De Marco prosigue con sus periódicas visitas a su casa (“tres o cuatro veces por semana”). Y hasta el muy pelotudo comienza “a sentir un cariño por este hombre”, dice. “¿Hasta dónde De Marco y yo éramos hermanos e íbamos a llevar el secreto a la tumba?”, regurgita retorciendo, a modo, el asesinato de Juliana Burgos que se lee en “La intrusa”, cuento de Borges publicado por primera vez en 1966, en Buenos Aires, tanto en una plaquette privada con una Ilustración de Emilio Centurión, como al ser añadido a la sexta edición de El Aleph, libro editado por Emecé en la Colección Obras Completas de Jorge Luis Borges; cuyo tremendo desenlace, reza la leyenda, le fue sugerido a Georgie por su madre y amanuense doña Leonor Acevedo de Borges:

     

Borges y su madre

          “—A trabajar, hermano. Después no ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas, ya no habrá más prejuicios.

     “Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro vínculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.”

       Y como el novelista policial (ídem el ingeniero) —indiferente ante la víctima del crimen del country (dizque así fue etiquetado en los medios cuando hizo llamarada de petate) y dizque hermanado con De Marco y embozado en la sangrienta capucha de la omertà—, da por entendido que goza de reputación y credibilidad entre las legiones de borgeanos y negociantes de su universo paralelo (para lelos), dice: “De a poco le fui dando argumentos sólidos por los cuales consideraba que muchas de las dedicatorias de los libros y manuscritos ofrecidos en el remate de Londres eran obra de Billinghurst. [Muerto misteriosamente en la habitación de un hotelucho a pocas cuadras de la gare de Lyon de París, según De Marco; por ende el lector puede suponer que tal vez le dio matarile la cosa güestra, pues Camilo le dijo a su socio al ponerse en marcha el operativo el gran Georgie: Tenemos una persona que va a monitorear los movimientos de Billinghurst y nos va a mantener informados de todo.] Mis apreciaciones se diseminaron de boca en boca y la consecuencia fue que el remate devino en fracaso. La mayoría de los lotes no alcanzaron a tener oferentes y quedaron para una mejor oportunidad.”

          


       

           
El último giro de la brusca vuelta de tuerca gira en torno a la visita que un psicoanalista (quizá falso) le hace al novelista policial para ofrecerle “un manuscrito de Borges, atractivo para cualquier coleccionista”, que él supone apócrifo con su olfato de dogo argentino entrenado para el caso. Pero en el penúltimo giro (después de todo el novelista policíaco es un títere del verdadero prestidigitador y Mago de Oz que le da aliento y le aceita y jala la lengua) revela que la “novela” es obra suya. Y si el desocupado lector se pregunta ¿quién “realmente” asesinó a la abuela y se robó los siete libros de Borges?, también puede preguntase si la “novela” escrita por el novelista policial se limita a lo que él narra en primera persona o comprende, además, las otras dos vertientes que relata una impersonal voz narrativa. El caso es que dice:

           

Thérèse (1938)

Óleo sobre lienzo de Balthus

         
El súper agente 86

          “Sentía en el cuerpo algo extraño, pero no podía determinar a qué se debía. Mi relación con María se afianzó y ya no era necesario ocultarse ni vivir atormentado por un secreto que no era tal. Y fue entonces cuando pensé por primera vez en escribir esta novela. Tenía sus riesgos, ya que alguien podría creer en la verosimilitud del relato y querer rehabilitar una investigación que estaba muerta. [Quizá algún pelotudo súper agente 86 o el infalible patrullero 777, fanático lector de sus novelas.] Al principio la trama me pareció interesante y hasta original, pero ahora que está escrita siento que es de una vulgaridad manifiesta. Así me ha pasado con cada una de las novelas anteriores, algunas de singular éxito. Cada vez que están terminadas pierdo totalmente el interés por ellas y me olvido de los muchos días que estuve frente a la computadora tratando de descifrar todo lo que en mi interior estaba dispuesto a salir fuera.

            “Las cartas están jugadas y la realidad del tiempo transcurrido y los hechos sucedidos imposibilita cualquier alternativa de volver atrás. Todo lo dicho es demasiado autobiográfico y nada se puede cambiar. Sólo unos pocos detalles.”

VII de VII

Cuando María aparece casi al inicio de la obra —luego de casi calcar, a modo de enigmático misterio, la sentencia de Borges que se lee en el citado exordio: “Es más, muchos creyeron que mi encuentro con ella había sido casual”—, el novelista policíaco se ve a sí mismo a imagen y semejanza de una variante de Humbert Humbert soñando y desando a Lolita, dado que la ve parecida a una nínfula doceañera de unos 16 años (que no mata a una mosca ni muerde un plátano) a más de tres décadas de distancia de él. Según dice:  

     

(Funambulista, 2004)

          “La primera vez que la vi, atiné sólo a pensar que se trataba de una niña. Llevaba camisa blanca, pollera escocesa estilo colegiala, trenzas, zapatos marrones abotinados y medias tres cuartos por debajo de las rodillas. Yo salía del paseo de compras por la pequeña rampa que desemboca en el bicicletero y ella subía en sentido opuesto. Me dijo ¡hola! como quien saluda a un viejo conocido y estoy seguro de que mi ‘hola’ no llegó a oírlo.

            “Trabajaba desde hacía unos meses en la administración del country, según supe después cuando fui por un trámite de rutina, Hola, Qué tal, me dijo, soy María, nos cruzamos el otro día y usted no me saludó, Hola, dije ahora con fuerza, y un calor se me subió a la cara, que sentía toda colorada. No podía admitir que me recordara.”

       O sea: el empleo de ella en la administración del country es el de office girl: a la casa del novelista lleva sobres y recados; pero también él, para verla y relamerse, hace “trámites diarios en el edificio de la administración”. Luego se entera que María tiene 17 y luego que cumple 18. Y si bien en la Argentina de la vida real la mayoría de edad en el 2005 se alcanzaba hasta los 21 años (no obstante dice cuando ya tiene 18: “Ella era mayor de edad, aunque muy joven, y tenía derecho a elegir libremente con quién quería relacionarse. Yo era una persona mayor para ella, demasiado mayor”, por ende la ve chiquilla: “esta mujer era una lolita, una mocosita que se comportaba con una persona mayor en todos sus procederes”), también es cierto que en el siglo XXI es consabida la precocidad sexual entre adolescentes y jovencitas: parece que de manera ancestral y natural se saben de memoria las posturas, ayuntamientos y charamuscas del milenario Kama-Sutra, incluso sin haberlo hojeado nunca (ni siquiera una aséptica versión del Reader’s Digest) y sin saber de su existencia (ni de la existencia del capitán sir Richard Francis Burton, ni que Borges atesoraba en su departamento de Maipú los 17 tomos de su versión de Las mil y una noches (The Book of the Thousand Nights and a Night), descubierta en la infancia, quizá al unísono de The Arabian Nights, en la paterna biblioteca de ilimitados libros ingleses, precisamente en la casona de Serrano 2135, en el barrio de Palermo, donde los Borges vivieron entre 1901 y 1913. (“El chico aprendió a leer en inglés y más tarde en castellano, pero ni él ni su hermana fueron de pequeños a la escuela. El padre, que temía las enfermedades contagiosas, prefirió que los educara en la casa una institutriz inglesa, miss Tink, y Georgie no entró a la escuela hasta los nueve años de edad y a cuarto grado. El inglés fue el idioma de su infancia... En inglés leyó las Mil y una noches, que tanto persistieron en su imaginación”, apunta Alicia Jurado entre las páginas 27-28 de su citado libro de 1964, considerado la primera biografía de Borges.) De modo que no extraña que María sea quien inicia el diálogo, el acercamiento y el tuteo, y quien luego toma la iniciativa para empezar y dirigir la subrepticia e íntima relación en la casa de ese solitario señor que tiene la edad de su padre; que además, ante el desocupado lector, resulta un tipo ñoño y anacrónico, preocupado por el qué dirán y por su convencional y maquillada imagen de boludo respetable. ¿María era virgen? Parece que no: sabía lo que tenía que saber.

     Pero el vínculo neurálgico padre-hija sólo se desvela, como un presunto y maquinado “engaño al lector”, hasta la “Segunda parte” de la obra. Es decir, durante medio libro el titiritero, a través del novelista policial, ha escamoteado ese dato angular y al desocupado lector le ha hecho creer, de manera tácita e implícita, que María sólo es una empleadita del country; quien quizá con ese humilde empleo ayuda a sus padres de escasos o nulos ingresos entre los desarrapados y malevos de Villa Luro, o a su madre soltera (una pobre costurerita de conventillo que dio aquel mal paso con un compadrito o con un guapo que la abandonó, tal y como reza el tango que un falso Borges solía canturrear en un almacén de una esquina rosada del barrio sur, imitando, sin buscarlo ni quererlo, una tesitura antigua anterior a la voz de Gardel). 

   


        Pero resulta que no: que María es hija del flamante ingeniero Guillermo De Marco, quien un día la lleva “hasta Buenos Aires para hacer unos trámites y cobrar la herencia y el seguro de la abuela” (¡más panchólares! ¡hurra!, gritaría, dándose un chapuzón a la Rico McPato), cuya casona también está en San Diego, un exclusivo country que alberga a ricos y ricachones del alto pedorraje de la Argentina. Por ende, la hija de uno de esos homúnculos adinerados, a esa edad, en vez de encadenarse a una chambita de baja estofa, aún debería estar estudiando en un elitista colegio privado o en una universidad privada, exclusiva para la cr
ème de la crème, ya en la Argentina o en el extranjero. Con clases particulares de piano o violín, de danza, tenis, equitación, aviación y astronomía.

       El novelista policíaco —por lógica elemental, Watson— debió verla crecer en el country desde sus nueve años de edad (“Hace ocho años que vivo en el country”, rebuzna al inicio) y no sólo cuando desde la casa familiar de su padre la niña, con un chupetín y trencitas, iba a pie o dando saltitos o en bicicleta a la casa de la anciana lectora de primeras ediciones de Borges, su bisabuela; por ende resulta una boludez inverosímil e incongruente que la vea, dizque por primera vez, con sus lascivos y puñeteros ojos de Humbert Humbert, cuando a sus 17 años trabaja de mandadera en la administración del country.

      En ese postergado desvelamiento de la identidad de María descuella un relato que se contrapone a las neuróticas acusaciones y neurálgicos dichos (transcritos arriba) que luego le echa en cara el vocinglero Guillermo De Marco:

           


            “María inundó mi cabeza de dudas. Se daba cuenta de que su padre estaba distanciado de mí y temía que fuera a causa de nuestra relación. Ella también esbozaba sombras de temor cuando barajábamos la posibilidad de que él pudiera estar enterado. Su bisabuela en una ocasión nos había sorprendido in fraganti [¿en alguna postura del Kama Sutra?] y nunca supimos si ese secreto se lo llevó a la tumba junto al rostro del asesino. Lo cierto es que algunas incomodidades hacían de la relación un juego muy peligroso
—y por lo tanto más excitante. Ahora la ansiedad me había invadido y mi necesidad era volver al trabajo, cosa que hice inmediatamente después que María traspuso la puerta de salida y yo pasé el cerrojo, para que nadie me molestara.”

            Vale puntualizar, por último, que el fragmentario relato de la relación sexual y amorosa entre el novelista policial y María, contado por él, a veces resulta algo anodino: un huevo sin sal ni pimienta ni chile piquín. Entonces orbita a años luz, perdido en el espacio de un universo paralelo muy lejano a la eufonía, la sensualidad y el erotismo que condensa, por ejemplo, ese magnífico pequeño poema en prosa que es el “Capítulo 7” de Rayuela (Sudamericana, 1963).

 

 Alejandro Vaccaro, El manuscrito Borges. Colección Narrativa núm. 101, Ediciones Espuela de Plata. Valencia de la Concepción, Sevilla, España, mayo 22 de 2019. 264 pp.

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Capítulo 7 de Rayuela (1963) leído por Julio Cortázar.