domingo, 6 de julio de 2025

Los rojos Redmayne

 Tenían el crimen en la sangre

 

I de III

Traducida del inglés por Marta Acosta van Praet e impresa en Madrid (con visibles erratas) por Hyspamérica Ediciones, en 1985 se publicó Los rojos Redmayne, novela policíaca del prolífico escritor británico (nacido en la India) Eden Phillpotts (1862-1960), número 39 de la histórica colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges. La exhumada y expurgada edición del uruguayo Emir Rodríguez Monegal y del cubano Enrique Sacerio-Garí: Jorge Luis Borges. Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939) (Barcelona, Tusquets Editores, 1986), permite ver que buena parte del “Prólogo” que precede a Los rojos Redmayne fue una “Reseña sintética”, sobre Eden Phillpotts, que Borges publicó el “2 de abril de 1937” en la sección “Libros y autores extranjeros” de la porteña revista de señoras elegantes El Hogar. Sólo le quitó las dos últimas líneas: “Acaba de publicar la novela Wood Nymph (‘Ninfa de la selva’). Trabaja, ahora, en otra novela de Dartmoor.” Y le añadió un indeleble fragmento donde, ante los ojos de la aldea global, puntualiza haber sido un consumado lector de novelas policíacas: “Me ha tocado en suerte el examen, no siempre laborioso, de centenares de novelas policiales. Quizá ninguna me ha intrigado tanto como The Red Redmaynes, libro cuyo argumento repetirá con las variaciones del caso Nicholas Blake en There’s Trouble Brewing [obra de 1937, traducida por Juan Ángel Cotta con el título Los toneles de la muerte, publicada en Buenos Aires en 1945 con el número 13 de El Séptimo Círculo, serie de Emecé]. En otras ficciones de Phillpotts la solución es evidente desde el principio; ello no importa, dado el encanto de la historia. No así en este volumen que sumirá al lector en la más grata de las perplejidades.”

           

Esta antología: Los mejores cuentos policiales 1,
número 368 de la serie Libro de bolsillo, sucesivamente
coeditado en Madrid por Alianza y Emecé desde 1972,
incluye, sin prólogo, lo que fue la Segunda serie impresa
en Buenos Aires, en 1951,  por Emecé Editores.

          La estima de las narraciones policiales del autor de Los rojos Redmayne, Borges la compartió con Adolfo Bioy Casares, dado que es el único autor antologado dos veces en Los mejores cuentos policiales; en la edición de 1943 aparece con El ananá de hierro” (The Iron Pineaple), traducido por Borges y Bioy; y en la selección de 1951, Segunda serie, figura con “Tres hombres muertos” (Three Dead Men), traducido por Cecilia Ingenieros. Y cinco de sus novelas las seleccionaron para El Séptimo Círculo, la legendaria serie de novelas policíacas dirigida y editada por ellos (entre 1945 y 1954) para la argentina editorial Emecé: en 1945 y con el número 12 y traducción de Leonor Acevedo (la madre de Borges): El señor Digweed y el señor Lumb (Mr. Digweed and Mr. Lumb, 1933); en 1947 y con el número 37 y traducción de Marta Acosta van Praet: Eran siete (They Were Seven, 1944); en 1947 y con el número 42 y la susodicha traducción de Marta Acosta van Praet: Los rojos Redmayne (The Red Redmaynes, 1922); en 1951 y con el número 80 y traducción de Lucrecia Moreno de Sáenz: Una voz en la oscuridad (A Voice from the Dark, 1925); y en 1954 y con el número 120 y traducción de Josefina Martínez Alinari: El cuarto gris (The Grey Room, 1921).

           

Colección Marginales 92, Tusquets Editores
Barcelona, septiembre de 1986

            En Textos cautivos también se lee una minúscula reseña que Borges publicó en El Hogar el “30 de septiembre de 1938”, precisamente en su miscelánea página “Libros y autores extranjeros”, sobre “Portrait of a Scoundrel, de Eden Phillpotts”. Donde además de reflejar que estaba al día (esa novela se publicó ese año) y que con la lupa de Sherlock Holmes desde Buenos Aires le seguía las huellas digitales y la respiración a Eden Phillpotts, comienza diciendo (no sin lúdica ironía) con su característico estilo sintético y enciclopédico —uno de sus episodios más excelsos lo conforma su libro de ensayos Otras inquisiciones (1937-1952) (Buenos Aires, Sur, 1952)—, en cierta medida heredado de su afición a la undécima edición de la Encyclo
ædia Britannica:

           
         

Borges observa tigres en su laberinto
Ilustración de Osvaldo

           “El asesinato es una especialidad de las letras británicas, ya que no de la vida británica. Macbeth y Jonas Chuzzlewit, Dorian Grey y el sabueso de los Baskerville son ilustres ejemplos de esa afición. Hasta su nombre
murder— posee una vibración que no tiene la palabra española y horriblemente zumba en muchas carátulas: On Murder Considered as one of the Fine Arts, The Murder in the Rue Morgue, Murder for Profit, Murder in the Cathedral... (El último no es de Agatha Christie, es de T.S. Eliot).

            Portrait of a Scoundrel [Retrato de un canalla] de Phillpotts prosigue esa admirable tradición. Narra con ostentosa tranquilidad la historia y la prehistoria de un crimen (más bien, de una serie de crímenes) desde el punto de vista del criminal, hombre afortunado y sagaz [...]”

          

Jorge Luis Borges
Foto de Diane Arbus en la segunda de forros de
Textos cautivos

            
Y entre el par de “imperfecciones” que Borges le objeta viene a colación la “venial”: “la no desagradable pero inverosímil pompa del diálogo”. Pues algo que descuella en Los rojos Redmayne es, precisamente, lo pomposo y arcaico de los diálogos; antiguallas que son parte de la obsolescencia y del anacronismo que trasminan las páginas de la obra, pues si bien el tempo narrativo transcurre entre junio de 1920 y unos días después del “20 de octubre de 1921”, visiblemente marcado por los sucesos y secuelas de la Gran Guerra, ciertas particularidades resultan decimonónicas, como son los atavismos y prejuicios idiosincrásicos, patriarcales, machistas, xenófobos y racistas de varios personajes —y el inveterado y constante hábito de aspirar rapé que caracteriza al raciocinador y astuto detective Peter Ganns—, y los episodios que oscilan en lo que parece (pero no lo es) ingenuo y trasnochado romanticismo amoroso del siglo XIX. No obstante, esto no le resta interés ni amenidad ni magnetismo a la ingeniosa, envolvente y lúdica urdimbre de la obra, signada por los engaños al lector (y a los detectives Marc Brendon y Peter Ganns), por la intriga, el misterio, el suspense, y por los sorprendentes giros sorpresivos y las inesperadas vueltas de tuerca que implican los sucesivos asesinatos de los pelirrojos hermanos Redmayne: Robert, Benjamin y Albert, y la infructuosa condena al cadalso del encarcelado, histriónico, prestidigitador y mimético asesino material (con doble identidad), quien con el ideograma de sus criminales actos, inextricable complicidad femenina, barrocos y estrambóticos montajes y representaciones teatrales, maniático ideario homicida, iconoclasta y antiestablishment, y megalómana y egocéntrica confesión, también cataloga (de manera perversa e irreductible) al asesinato como una de las bellas artes y no como una simple y vulgar sed de la felicidad del cuchillo.

 

II de III

La novela Los rojos Redmayne, repleta de minucias y de numerosos vericuetos, comprende diecinueve capítulos numerados y con rótulos. Marc Brendon, un prestigioso y reconocido detective del Departamento de Investigaciones Criminales de la londinense New Scotland Yard, soltero, feucho y de 35 años, en junio de 1920 se halla de vacaciones en Dartmoor, precisamente hospedado en el Hotel Ducado del minúsculo pueblo de Princetown, desde donde se desplaza a pie hasta la abandonada y solitaria cantera de Foggintor, en la que ha localizado unas escondidas pozas en las que suele pescar regios ejemplares de truchas. Esa oculta ubicación propicia su efímero y fugaz encuentro con un singular desconocido, alto y fortachón, con cabellos colorados y grandes bigotes rojos, quien lleva una gorra roja y porta un pintoresco traje de tweed: “chaqueta de cazador, anchos pantalones ceñidos bajo la rodilla y chaleco rojo con llamativos botones dorados”.

          

William Blake (1807)

Retrato de Thomas Phillips

            Ese momentáneo encuentro circunstancial no hubiera tenido mayor trascendencia y hubiera caído en el olvido, si el tocayo del poeta y pintor: “William Blake, el limpiabotas del Hotel Ducado”, no le entrega a Marc Brendon un mensaje donde una tal Joanna Penrod, presuntamente informada de su presencia por la policía local, le solicita “sus servicios” para que investigue el recién asesinato de su marido, ocurrido, exactamente, en las inmediaciones de la cantera de Foggintor, dentro de la estructura de una casa en proceso de construcción. Residencia de seis habitaciones en ciernes que Joanna, dice, iba habitar con su esposo Michael Penrod, si su tío, Robert Redmayne, no lo hubiera matado y desaparecido el cadáver.

            Con el visto bueno de Londres y apoyado por la policía de Princetown, Marc Brendon parece un diestro investigador policíaco y al parecer hace lo que puede y lo que está a su alcance para hallar los restos de Michael Penrod y atrapar al fugitivo y presunto asesino Robert Redmayne, quien tiene 35 años y una flamante “medalla de Servicios Distinguidos” por su papel en la Gran Guerra; no obstante, según el testimonio de Joanna y de Flora Reed, la novia con quien se iba a casar en Paignton, la guerra le dejó secuelas psíquicas; es decir, en términos más actuales, está signado por un traumatismo postraumático que se refleja en cierta amnesia. Según los indicios que rastrea y sigue el detective Brendon, Robert Redmayne, dentro de “un saco grande de cemento”, atado en la parte posterior de su motocicleta, trasladó, durante la noche y la madrugada, los restos de Michael Penrod hasta Berry Head y los arrojó a la garganta del mar desde lo alto de un acantilado. Y luego, al parecer, huyó al continente: a España o a Francia.

         

El nacimiento de Venus (c. 1482-1485),
lienzo de Sandro Botticelli

Museo Uffizi, Florencia, Italia

            Pero el quid que trastoca ese episodio es el hecho de que la presunta viuda Joanna Penrod, de 25 años (pero aparenta menos) es hermosísima. Todos los que la miran y observan coinciden en esa calificación superlativa. El inspector Halfyard, de la policía de Princetown, dice de ella: “es tan hermosa que no parece de este mundo”. “Es la mujer más bonita que he visto en mi vida. Nunca he encontrado otra cara que se parezca tanto a la Venus de Botticelli; y es el rostro más dulce que conozco.” Dice su viejo tío Albert. Y el feucho Marc Brendon hubiera rubricado ese dictamen de cinco estrellas Michelin, pues cuando aún se halla en la espera de las truchas en la cantera de Foggintor, parece haber sido testigo de la onírica aparición de la paradisiaca y evanescente flor de Coleridge o de una inasible ninfa de los bosques: “irguió la cabeza al oír un rumor de leves pisadas. En ese instante pasó junto a él la mujer más hermosa que había visto en su vida y esa inesperada belleza lo sobresaltó e hizo que su imaginación echara a volar. Parecía que del árido desierto hubiera brotado una flor exótica o que la luz crepuscular, que ahora se apagaba en los helechos y en las piedras, se hubiera concentrado en una llamarada para encarnarse en aquella bellísima mujer. Era delgada y de estatura mediana. No llevaba sombrero y sus cabellos de tono cobrizo, levantados sobre la frente, parecían atraer los cálidos rayos de la puesta del sol y brillaban como una aureola alrededor de su cabeza. El color de esos cabellos era deslumbrante; poseía las tonalidades raras y perfectas con que el otoño engalana las hayas y los helechos. Y la joven tenía ojos azules, azules como la nomeolvides. El tamaño de esos ojos impresionó a Brendon.” Y la melodía de su cantarina e inefable voz sin duda le resulta una especie de celestial allegro, de explícito y divino canto a la vida y al amor. Pues según apunta la voz narrativa, Marc Brendon “Oyó que cantaba con la alegría despreocupada de la juventud y retuvo en el oído unas cuantas notas claras y jubilosas, semejantes a las de un pájaro.”

 

Adelaide Phillpotts
(1896-1993)

            No extraña, entonces, su sorpresa y asombro al descubrir que esa hermosísima joven, que le parece de unos 19, es nada menos que la viuda Joanna Penrod, casada, dice, hace cuatro años, en la época en que murió su abuelo paterno. Y que tras dialogar con ella y oír su informativo y abundante relato sobre sí misma, sobre sus ancestros y estirpe oriunda de Australia, sobre su marido Michael Penrod y sobre su matrimonio opuesto a la desaprobación y al enojo de sus atávicos, necios y machistas tres tíos (los últimos “rojos Redmayne”), se diga a sí mismo literalmente boqueando y mortalmente flechado por Cupido: “Existe una hora en la que el hombre, si consigue descubrirla, puede ser feliz para el resto de su vida.” Vale subrayar, entonces, que a partir de ese instante el leitmotiv detectivesco y el íntimo pensamiento de Marc Brendon se verán perturbados por ese flechazo y por esa imagen femenina, y por ende le jala las narices, enturbia sus pesquisas, y lo orilla a no dar pie con bola y a deambular por derroteros que no llevan a ningún sitio.

  Antes de irse de Princetown con la sensación de fracaso, Marc Brendon le escribe una carta a Joanna Penrod, quien al unísono le envía una carta (se lee en la obra) en la que lo invita a ir a casa de su tío Benjamin Redmayne, pues éste, le dice, recibió una carta manuscrita del fugitivo tío Robert, misma que le mostrará (y que fue remitida desde Plymouth). Para llegar a la casona del tío Benjamin, ubicada en lo alto de un acantilado de Devon cercano a Dartmouth, el detective Marc Brendon viaja en tren hasta Kingswear Ferry, donde lo espera “la gasolinera” (la lancha) de “El nido del cuervo” (el nombre de la casa del tío Benjamin), cuyo timonel y único tripulante es un tal Giuseppe Doria, un dizque marino italiano proclive a los refranes, que parlotea vivaracho hasta por los codos y que canta a todo gaznate como si fuera un gondolero de Venecia. Y para el íntimo deleite y regocijo de Marc Brendon la única pasajera es Joanna Penrod. La breve carta manuscrita del tío Robert (también se lee en la novela) revela que mató Michael Penrod y que huirá a Francia.

Eden Phillpotts

            El tío Benjamin Redmayne, “de edad madura”, “proporcionado y sólido”, también participó en la Gran Guerra. Lleva “barba corta y patillas que empezaban a encanecer, pero no tenía bigote”, y “su cabeza descubierta brillaba con el fulgor rojizo de sus cabellos”. Durante su vida laboral (ya está jubilado) fue un marinero que sólo llegó a capitán de buques de carga de la Mala Real Inglesa. De ahí su rostro “curtido por la intemperie”, “rubicundo y ligeramente amoratado en los pómulos”. Su biblia (o i ching) es un luido y releído ejemplar de Moby Dick. Y su casona, edificada con sus ahorros, recuerda (o semeja) un barco encallado en lo alto de las rocas: “Encaramada en las alturas, como un nido de pájaro, se veía una casita con ventanas que miraban hacia el Canal de la Mancha. En el centro se elevaba una torre [donde el viejo capitán Benjamin tiene una especie de solitario camarote donde suele dormir en la litera y observar, con un “catalejo de ocho centímetros” y a través de la claraboya, “lo que sucede en el mar”], y delante se extendía una meseta en la cual había un asta de bandera y un mástil, en cuya punta flameaba una enseña roja. Detrás de la casa se extendía un valle arbolado del cual descendía un camino; debajo de los acantilados que la rodeaban, rompían perezosamente las olas estivales, adornando la costa con un collar de espumas. Mucho más debajo de la casa, apenas sobre el nivel de la marea alta, se extendía una angosta playa cubierta de guijarros y más arriba había una caverna convertida en fondeadero de botes. Hacia allí se dirigieron Brendon y sus acompañantes.”

      El capitán Benjamin Redmayne, ante el detective Marc Brendon, se alarma al “¡Pensar que Scotland Yard no es capaz de encontrar a un pobre diablo que ha perdido el juicio!” Y en sus charlas con Brendon entrevé la posibilidad de que Giuseppe Doria enamore a su bella, doliente y viuda sobrina, pues es un adonis ambicioso y parlanchín (según pregona: aspira a casarse con una riquísima heredera para recuperar así el antiguo castillo que fue de sus ancestros), de quien lamenta que sea italiano (y no inglés) y con una cultura inferior. El caso es que invitado por Joanna Penrod a pasar allí la próxima Navidad, el detective Marc Brendon, sumido en sus conjeturas e hipótesis, y descendiendo hacia el embarcadero, de pronto se topa con la inaudita y súbita figura del fugitivo y supuesto demente:

    “Junto a un rústico portón, paralelo al camino que marcaba el límite de un espeso matorral, se hallaba Robert Redmayne.

     “Sólo los separaba el portón, el hombre estaba apoyado en él, con los brazos cruzados sobre la barra superior. La luz de la luna iluminaba de lleno su rostro y, sobre su cabeza, sacudidos por la violencia del viento, los pinos emitían un rumor áspero y tétrico, mientras de allá abajo subía el grito sordo del mar embravecido que azotaba los acantilados. El pelirrojo estaba inmóvil, vigilante. Tenía puesto el traje de ‘tweed’, la gorra y el chaleco rojo que Brendon recordaba haberle visto en Foggintor; la luz de la luna brillaba en sus ojos sobresaltados y descubría su bigote y la blancura de sus dientes. Su rostro ojeroso reflejaba miedo y dolor, pero ningún síntoma de demencia.” Y Brendon, sorprendido como por un súbito mazazo en la blanda sesera, a penas reacciona, pues, raudo y más ágil que un gato montaraz, el fugitivo se da la vuelta y huye internándose en el bosque.

    Infructuosa resulta la búsqueda que el detective Marc Brendon hace auxiliado por la policía de Dartmouth. Y a través de Joanna Penrod y Giuseppe Doria, el fugitivo, al margen de la policía y de la ley, acuerda dialogar con el tío Benjamin, quien, pese a que Brendon le dice que se pondrá del lado de su hermano si éste le demuestra que mató a Michael Penrod en defensa propia, teme que lo agreda y mate. En ese sentido, resuelven que se verán a la una de la madrugada en la solitaria torre, mientras Brendon, armado, estará oculto en un armario, listo para el contraataque. Pero ese encuentro se frustra porque, en lugar del tío Robert, llega Doria con otro mensaje: el encuentro será en una solitaria y oscura caverna, donde, trasladado en la lancha por Doria, previsible y lamentablemente ocurre el asesinato del tío Benjamin, la desaparición del cadáver y la huida del presunto asesino, cuya búsqueda Brendon hace auxiliado por la policía de Dartmouth, encabezada por el inspector Damarell. E incluso participan “el Comisionado del Condado y las altas autoridades”.

Eden Phillpotts

         Frente a esos dramáticos sucesos, pese a su desagrado y contrariedad, llega a “El nido del cuervo”, desde Italia, el tío Albert, el último de “los rojos Redmayne”, quien es un viejillo nervioso, “pequeño, macilento y calvo, de cabeza desproporcionada y ojos grandes y luminosos”, cuyo “escaso cabello que circundaba a su calvicie y su barba larga y fina tenían el color rojo de los Redmayne; pero veteado de plata”. Y es en ese episodio donde figura uno de los extraños yerros diseminados en la traducción. Según se lee en la página 152: “Joanna estaba ojerosa y agotada. Sin embargo, se ocupó de instalar al anciano, expresándole su deseo de que el viaje le hubiese sentado mal.” Pues obviamente lo que ella le deseó es que “el viaje” no “le hubiese sentado mal”.

    Nueve meses después de la desaparición del marido de Joanna, pese a que Michael Penrod oficialmente no ha sido declarado muerto (al no hallarse el cadáver), se casa con Giuseppe Doria. Así, “Un día, a fines de marzo [de 1921], Brendon [en Londres] recibió por correo una cajita de forma triangular, procedente del extranjero, y al abrirla se sintió paralizado al ver que contenía un trozo de torta de boda. El obsequio iba acompañado de una línea..., una sola: ‘Afectuosos y agradecidos recuerdos de Giuseppe y Joanna Doria’.”

     Y en junio, tres meses después de ese irónico regalo que parece un burlesco botón de pestilente humor negro (la última carcajada de la cumbancha), el detective Marc Brendon, a petición expresa del tío Albert Redmayne, recibe de Joanna Doria una carta donde le solicita que se ponga en contacto con el detective Peter Ganns, que está en Londres, y que ambos, raudos y veloces, viajen a Italia, a las cercanías de Menaggio. La razón: en el empinado y campestre entorno del Griante, un cerro en las inmediaciones del lago Como, luego de que Joanna Doria diera un largo paseo y una larga caminata con Assunta Marzelli, la criada y ama de llaves del tío Albert, vieron, de pronto, la inesperada aparición del enorme “Hombre Rojo”, según lo tilda Assunta Marzelli, quien lo supone un contrabandista extranjero (alemán o inglés, entre los mil y un contrabandistas que pululan por allí), mientras Joanna se desmaya ipso facto, luego de agarrarle el brazo a la sirvienta y de lanzar “un grito de terror”. Es decir, según cuenta la voz narrativa:

   “Finalmente las dos mujeres iniciaron el regreso. Después de descender aproximadamente dos kilómetros buscaron la sombra bienhechora del Griante y se sentaron a descansar. Veían a sus pies, mirando hacia el Norte, la casa de Albert situada al borde del agua y delante del caserío de Menaggio, diseminado en racimos. Joanna declaró que divisaba el techo rojo de ‘Villa Pianezzo’ [el nombre de la casona de Albert Redmayne] y la pátina del tejado de la barraca próxima a la casa, que contenía los gusanos de seda de su tío.

     “En frente, a cierta altura, se extendía el pueblecito de Bellagio [donde vive Virgilio Poggi, el entrañable y mejor amigo del tío Albert, ambos bibliófilos], detrás del cual, bajo un sol sin nubes, resplandecía la faz del Lecco. Y de pronto, como una aparición pintada en el aire, vieron, de pie en el sendero, la figura de un hombre de gran estatura. Su cabeza descubierta mostraba rojizos cabellos y sus ojos hundidos tenían un brillo salvaje. Vieron el enorme bigote pelirrojo del desconocido, su traje de ‘tweed’, sus anchos pantalones ceñidos debajo de la rodilla, su chaleco rojo y la gorra que llevaba en la mano.”

        Ante tal alarmante noticia, el viejo Albert Redmayne teme un mortal asalto de su hermano Robert o que le proponga una cita similar a la que literalmente borró del mapa al capitán Benjamin. Y como no le gustan los procedimientos de la policía italiana, le pide a su sobrina Joanna que escriba dos cartas. Una a su marido Giuseppe Doria, quien dizque se halla en Turín (dizque pergeñando negocios) y en quien confía para su protección y seguridad. Otra a Marc Brendon, “el joven detective de Scotland Yard”, de quien dice tener “excelente opinión” (pese a que no hay ninguna razón para ello), y que le pida ponerse en contacto con Peter Ganns, un experimentado, viejo y célebre detective norteamericano de paso por la capital inglesa, quien es un apreciado y viejo amigo del tío Albert.

   

Sudamericana/Penguin Random House
Buenos Aires, 2ª ed., enero de 2020

          Vale observar que en “Tres hombres muertos”, el citado cuento de Eden Phillpotts antologado por Borges y Bioy en la Segunda serie de Los mejores cuentos policiales, “Miguel Duveen, el jefe de investigaciones”, un viejo y experimentado detective británico, es quien formula la probable y muy sugestiva resolución del caso, luego de que un joven detective no pudo hacerlo, pese a que éste investigó, in situ, “durante seis semanas de trabajo muy duro y concienzudo”. Es decir, el viejo detective, asentado en Londres, envió a las Indias Occidentales, precisamente a Bridgetown, en la isla de Barbada (Barbados, en la vida real), para que, bajo su nombre y su férula, investigue y aclare el asesinato del inglés Enrique Slanning (copropietario “de las famosas plantaciones y fábricas Pelícano”) y el asesinato del negro Juan Diggle, su fiel capataz y vigilante en los sembradíos de caña de azúcar, y el degollamiento del mestizo Solly Lawson, un joven alegre, libertino, locuaz, ex reo e impulsivo, con empleo en Pelícano. Y el viejo detective, un modelo de infalible raciocinador descendiente del cerebral y laberíntico raciocinador Auguste Dupin, sólo con leer y meditar durante dos semanas el legajo de información recabada por el joven detective, de manera persuasiva y convincente le expone al joven discípulo la resolución del caso; es decir, tras analizar la conducta, la personalidad y el perfil psicológico de los involucrados y circunstantes, expone el puzle; es decir, lo que debió ocurrir y derivar en esas tres muertes, al parecer, inexplicables.

        

Edgar Allan Poe
(1809-1849)

            En la novela Los rojos Redmayne, Eden Phillpotts plantea un esquema parecido: el viejo y experimentado investigador y raciocinador policíaco alecciona al joven detective armando, frente a sus narices, las piezas del puzle que éste no podía ni pudo ver, ni armar ni analizar. Tal situación empieza a entretejerse durante el trayecto en tren a Menaggio, pues los detectives no se conocían y Brendon le narra a Ganns los antecedentes del caso. Las conjeturas e hipótesis del detective Peter Ganns comienzan a entreverse cuando, a través del diálogo con él, supone a Brendon víctima de un acto de prestidigitación, de una lúdica y malévola fantasmagoría. Meollo que empieza a cobrar mayor sentido luego de que Ganns habla con Joanna Doria y le advierte a Marc Brendon que desconfíe de ella, que esté alerta, que no crea en todo lo que ve y oiga en derredor.

          

Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges número 39
Hyspamérica Ediciones
Madrid, 1985

            
Puesto que en el entorno de Villa Pianezzo se ha visto la acechante figura de Robert Redmayne, siempre ataviado con su estrambótica y llamativa vestimenta, y dado que ambos detectives desconfían de Giuseppe Doria (lo suponen cómplice del asesino), Peter Ganns decide ir Inglaterra por unos días (para localizar las piezas que le faltan para armar el criminal puzle), pero como a nadie puede confiarle la vida del tío Albert, se lo lleva consigo y deja en Villa Pianezzo a Marc Brendon, quien se siente gratificado al poder estar cerca de la hermosa Joanna, a quien supone noble, angelical, ingenua e incapaz de matar una mosca, víctima del arribismo y de las fechorías del malvado malandrín Giuseppe Doria.

            En ese ínterin, Brendon, para hablar con Doria, da un paseo con él por el bosque, pese a que mutuamente se detestan. Doria se confiesa víctima de Joanna, la demoniza y echa pestes contra ella; y lo mismo, en su turno, hace Joanna, incluso al charlar con Ganns. El caso es que Doria se va y Brendon se queda solo. Y tras proseguir el paseo y sus cavilaciones, de pronto es sorprendido por Robert Redmayne, vestido con su peculiar y llamativo atavío. Y Brendon se lanza corriendo tras él; pero no pudo perseguirlo más porque, súbitamente, “a menos de veinte metros del fugitivo”, éste se dio la vuelta y disparó su revólver contra él. Brendon cae y de su boca mana sangre. El fugitivo se va tras marcar un árbol, pues creyó que el detective murió (y el desocupado lector también). Es decir, el matón no le dio el tiro de gracia (craso error) y por ende no pudo verificar que la bala sólo rozó a Marc Brendon y que éste, al caer, se mordió la lengua y se hizo el muerto. Tras levantarse y suponer que por allí se cavará la fosa donde sería enterrado su cadáver, Brendon, con sus ropas y yerba, arma un monigote y espera a que regrese el asesino para enterrarlo. Ya entrada la noche, oculto en una cueva y desnudo, pese al frío (afortunadamente se alimentó porque llevó emparedados y vino), oye que dos individuos se acercan al lugar, cuyos rasgos no puede ver. Pero al descubrir que el supuesto cadáver es un bulto que se deshace al levantarlo, salen corriendo y eludiendo la emboscada y la lluvia de balas que esperan recibir; y Brendon identifica a Doria por su voz y por una de sus recurrentes frases en italiano: Corpo di Bacco.

            Tras el retorno de Peter Ganns, tal episodio se lo celebra a Brendon; pero también decide no confrontar a Giuseppe Doria y manejar el incidente con astucia y sigilo. En este sentido, para acorralarlo y atraparlo, Ganns, de noche, irá por la policía de Menaggio y por la orden para detenerlo. No obstante, su error, su gran error, pese a sus muchos años de experiencia, es que le confía a Marc Brendon la custodia del tío Albert, quien, instruido por Ganns, no debe de salir de su recámara por ningún motivo. Ganns se marcha. Joanna, hablantina, distrae a Brendon y le ruega que la rescate y la salve del demoníaco y pérfido de su marido y se la lleve con él. De tal modo que Brendon no pudo oír ni ver el momento en que el tío Albert, engañado por un supuesto barquero, salió de su cuarto para dirigirse a la casa de Virgilio Poggi en el caserío de Bellagio. Cuando regresa Ganns con “el barco de la policía lacustre”, silencioso y con las luces apagadas, descubre la ausencia del tío Albert. Assunta le dice que el amo salió presuroso a casa de su amigo, ubicada al otro lado del lago, pues por un accidente demandó su presencia de un modo inmediato. Ganns ordena que vayan a buscarlo allá. Y al saber que nunca llegó ni nadie solicitó su presencia, infiere que fue asesinado en medio del lago Como. Cuando súbitamente regresa Doria, el jefe de los policías, perentorio y dispuesto a esposarlo, le canta la orden de detención: “Michael Penrod”, “queda usted detenido por los asesinatos de Robert y Benjamin Redmayne.” “Y añada de Albert Redmayne”, gruñe Ganns. Giuseppe Doria o Michael Penrod intenta huir. Y en la violencia y rapidez de los sucesivos movimientos, para impedir que un joven policía le dé un mortal balazo a su cómplice y amante, Joanna interpone su cuerpo para protegerlo y cae “al suelo sin un gemido”.

 

III de III

Según se lee en la novela, el móvil del asesinato de “los rojos Redmayne” era la venganza, muy por encima del hecho de que Joanna, por medio del histriónico, lúdico y teatral “crimen perfecto”, heredaría mucho más rápido el dinero y las propiedades de sus tres tíos. Es decir, al menospreciar y humillar a Michael Penrod por negarse a ir a la guerra de manera voluntaria y por iniciativa propia, los tres tíos, sin saberlo, firmaron su sentencia de muerte, que tarde o temprano la pareja cumplimentaría, según el secreto dictamen pactado y compartido, amorosamente, entre ellos.

            Sin duda Joanna encarna un inexplicable y misterioso arquetipo de sutil malicia, hipocresía, vocación actoral y codicia pecuniaria. Es decir, pese a que al parecer “Odiaba a su familia, como sólo pueden odiar los parientes”, es difícil entender el odio, la maldad, la deshumanización, y la mente criminal y teatral de ella, y de él, y la fascinación por el lúdico montaje escénico que ambos compartían para llevar a cabo, fríos y crueles, tales asesinatos de manera tan pausada y rocambolesca, y tan carente de ética y de empatía con sus víctimas. Ambos poseían habilidades y medios para vivir y sobrevivir sin matar a nadie. Joanna recibiría veinte mil libras de su abuelo paterno al cumplir 25 años o al casarse, además de que era la única sobrina de sus tres solterones tíos: la última de “los rojos Redmayne”; y antes de la Gran Guerra, Michael Penrod ya recibía una renta de “cuatrocientas libras anuales” del negocio de pesca de sardinas heredado de su padre. De hecho, la índole perversa e hipócrita, histriónica y teatral de ambos comienza a gestarse durante la guerra (o quizá antes), pues para no alistarse ni ser llamado a filas, según confiesa el joven y cínico Michael Penrod (quien aún no cumple la treintena al ser hecho prisionero): “Como lo hicieron varios millares de hombres inteligentes, eludí el servicio activo ingiriendo un droga que afectaba al corazón. Conservé mi pellejo, no salí del país y obtuve mi parte: la Orden del Imperio Británico, en lugar de una tumba sin nombre. Fue bastante fácil.” Y sí que lo fue, pues Joanna y Michael Penrod se desplazaron a Princetown (allí eran honrosos inquilinos de la “viuda del célebre Eduard Gerry que durante veinte años fue miembro del Club de cazadores de Dartmoor”) y se ofrecieron como voluntarios para laborar en el Depósito de Musgo instalado allí con la contribución del Príncipe de Gales. Joanna y otras mujeres recogían “el musgo esfagníneo de los pantanos de Dartmoor, que después de ser secado, limpiado y sometido a proceso químico, era enviado a todos los hospitales de guerra del reino.” Y el supuestamente debilucho y vulnerable Michael Penrod, como sus “escasas fuerzas no le permitían recorrer las ciénegas ni entregarse al duro trabajo de recogerlo y llevarlo a Princetown, se ocupaba de secarlo y extenderlo en el asfalto de los campos de tenis de los guardianes del presidio, lugar donde se efectuaba ese proceso preliminar”. Pero además “Michael tenía también a su cargo los archivos y la contabilidad; y, a decir verdad [dice Joanna], organizó a la perfección el depósito”, ganándose la estima de los vecinos de Princetown y la rutilante medalla de la Orden del Imperio Británico.

           

Eden Phillpotts
(1862-1960)

              El detective Peter Ganns regresó a Estados Unidos, precisamente a “la cómoda casa que poseía en los alrededores de Boston”, convencido de que atrapó al criminal Michael Penrod y seguro de que sería ahorcado en el cadalso, y que la megalomanía y la vanidad del histriónico asesino eran tales, que haría, motu proprio, su confesión, donde narraría el trasfondo y los pormenores de sus actos. Cosa que, efectivamente, hizo de manera manuscrita (y tituló “Mi apología”), pues en la prisión no le quisieron proporcionar una máquina de escribir. En su texto (se lee en la novela), además de hablar del uso del arma homicida, semejante a un “hacha de matarife”, adquirida “en una herrería de Southampton”, el asesino dice que tuvo en Ganns “a un enemigo digno de mi inventiva y de mis recursos”; pero no admite haber sido derrotado, sino que declara: “He jugado una partida con Peter Ganns y hemos empatado; él no pretenderá que ha triunfado, ni dejará de conceder el primer aplauso a quien lo merece. No ignora que, aunque él y yo somos iguales, ella era superior a nosotros dos.” Pero para demostrarle, y restregarle, que él, Giuseppe Doria, y no Michael Penrod, es el verdadero vencedor y que en realidad le ganó la partida al viejo detective, firma como Giuseppe Doria y no como Michael Penrod, además de anunciarle al mundo (en realidad le anuncia y le dice a Ganns) que no aceptará la ignominia de “Morir en el cadalso”.

            Esto se lo patentiza a Ganns con el envío post mortem que le llega a través del triste Marc Brendon, doblemente burlado y derrotado: por la “angelical” y “noble” Joanna y por su torpeza en el caso. En este sentido, pese a que la carta que Brendon le dirige a Ganns está datada en “New Scotland Yard, 20 de octubre de 1921”, le dice que ya renunció a la corporación policíaca. Que el asesino “Redactó en la cárcel su testamento y la ley admitió” que él “heredara sus bienes personales”, mismos que repartió, “por partes iguales, entre los orfanatos de la Policía”, de Estados Unidos y de Inglaterra. Pero el carozo de la marzo (gran premio hez de la canalla) exclusivamente destinado a Peter Ganns es una cajita, que éste, al recibirla, cree de rapé, donde el asesino le envió “su ojo de cristal, exquisitamente fabricado, imitando la realidad”. Artificio de utilería que el experimentado detective, aficionado a las charadas y proclive a deducir y raciocinar, nunca advirtió, en cuyo interior el criminal guardaba el cianuro de potasio con que se suicidó entre las rejas de la cárcel. En este sentido, se lee:

            “Dos noches antes del día fijado para la ejecución, Penrod se retiró, como de costumbre, y aparentemente durmió varias horas con la cara tapada por las ropas de la cama. Dos guardias se hallaban sentados a ambos lados de la cama y la luz estaba permanentemente encendida. De pronto lanzó un suspiro y, extendiendo el brazo, alcanzó algo al hombre de la derecha.

            “Ocúpese de que esto llegue a manos de Peter Ganns..., es mi legado —dijo—. Y recuerde que Marc Brendon es mi heredero.

            “Y dejó un pequeño objeto en la mano del guardián. Al mismo tiempo sufrió una espantosa convulsión, lanzó un gemido y, de un salto, se incorporó. En seguida cayó de bruces, sin sentido. Uno de los hombres lo sostuvo, mientras el otro corría en busca del médico de la cárcel. Penrod estaba muerto...”


Eden Phillpotts, Los rojos Redmayne. Prefacios de Jorge Luis Borges. Traducción del inglés al español de Marta Acosta van Praet. Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges número 39, Hyspamérica Ediciones. Madrid, 1985. 332 pp.

martes, 17 de junio de 2025

Conversaciones con Jorge Luis Borges

No leo lo que se escribe sobre mí


I de VII

En abril de 1974, en la capital argentina, con un tiraje de dos mil ejemplares se terminó de imprimir Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, libro de Fernando Sorrentino (Buenos Aires, noviembre 8 de 1942) editado por Casa Pardo. Según dice en su prefacio datado en julio de 1972, habló por primera vez con el autor de “El aleph”, el 2 de diciembre de 1968, al verle emerger “de la estación Moreno a la plazoleta que divide la avenida Nueve de Julio”. “Muchos meses después [apunta] tuve la oportunidad de conversar largamente con Borges. Durante siete tardes, el hacedor de ficciones me precedió, abriendo altas puertas que descubrían insospechadas escalares de caracol, por los gratos pasillos laberínticos de la Biblioteca Nacional [que el ciego escritor dirigía desde octubre de 1955], en busca de una remota salita donde no nos interrumpía el teléfono.”

   

(Casa Pardo, 1974)

           
Si bien el entrevistador dice: “Estas Siete conversaciones han sido grabadas y luego vertidas al papel”, no precisa las fechas en que se sucedieron. No obstante, en dos entrevistas Borges declara que cumplirá 72 años. En la “Segunda” puntualiza: “En agosto voy a cumplir setenta y dos años”, lo cual ocurrió el 24 de agosto de 1971. Y en la “Cuarta” reitera: “como voy a cumplir setenta y dos años, creo que puedo ser un poco herético, ¿no?” Y páginas adelante repite: “estoy por cumplir setenta y dos años”.

           

Neil Armstrong en la Luna
(julio 20 de 1969)

       O sea: probablemente las siete entrevistas se hicieron entre 1969 y 1971, o quizá entre 1970 y 1971, dado que la confección del libro tiene trabajo de galeote (pese a sus yerros) y eso no se hace de un sentón. El caso es que Borges data su “Prólogo” en “Buenos Aires, 13 de julio de 1972”. Y dos veces menciona la llegada del hombre a la Luna —él, que en la infancia leyó en inglés Los primeros hombres en la Luna (The first men in the Moon, 1901), de H.G. Wells—, lo cual ocurrió el 20 de julio de 1969; pero lo recuerda como un emotivo y entrañable suceso ya pasado y no reciente. En la “Cuarta” dice: “en el caso de los hombres que llegaron a la luna, creo que todos lo sentimos como una felicidad personal. Y yo diría más, yo diría que lo sentí como una suerte de orgullo personal como si, de algún modo, yo hubiera sido uno de los artífices de esa hazaña prodigiosa. Y quizá no me equivocaba, quizá todos los hombres han sido artífices de esa hazaña, ya que todos hemos mirado a la luna, ya que todos hemos pensado en la luna.” Y en la “Quinta” evoca: “cuando los hombres llegaron a la luna, yo no sabía que eso fuera a emocionarme. Yo pensé que era un hecho que tenía que ocurrir tarde o temprano, dados los propósitos de la ciencia. Y, sin embargo, una semana antes de la hazaña, ya empecé a inquietarme, ya empecé a sentir temor de que fracasara; y luego, cuando realmente los hombres pisaron la luna, sentí una emoción que podemos llamar íntima, personal. Y, al mismo tiempo, me alegró la idea de que, sin duda, todas las personas del mundo estaban sintiendo lo mismo, de que todos nos sentíamos personalmente felices y orgullosos de que eso hubiera ocurrido, de que, de algún modo, todos participábamos en esa hazaña, de que no se trataba simplemente de quienes la habían planeado y de quienes la ejecutaban. Todos los hombres del mundo han mirado la luna, han deseado eso y tienen que haberse sentido contentos de que eso hubiera ocurrido. Y luego pensé —quizá pude haberme equivocado— que el hecho de que tres hombres llegaran a la luna es algo que puede unir a todos los hombres. Porque es una suerte de hazaña de toda la humanidad, más allá del hecho de que sean americanos o húngaros o chinos o lo que fuere...”

II de VII


La edición de 1974 del libro Siete conversaciones con Jorge Luis Borges comprende siete partes tituladas: “Primera conversación”, “Segunda conversación”, “Tercera conversación”, etcétera. Después del título correspondiente, cada una de ellas está precedida por un conjunto de subtítulos en cursivas, separados por una serie de guiones, que le indican al lector los temas abordados. Por ejemplo, en la “Primera” se anuncia: La tortuga en el aljibe – Asesinato de Ricardo López Jordán – Límites de Buenos Aires – La abuela inglesa – Poemas a la Revolución Rusa – La broma de Florida y Boedo – Orígenes del tango – Lugones y los errores del ultraísmo – La intemporalidad de Banchs – Macedonio Fernández y Xul Solar – Leopoldo Marechal – Güiraldes, Amorim y los gauchos – Sutileza de Roberto Arlt – La profesía [sic] de Américo Castro – Francisco de Quevedo, peronista – Amabilidades de Paul Groussac”.  

 


           Después de las siete entrevistas figura el “Apéndice: Borges en inglés”, que es una entrevista al norteamericano Norman Thomas di Giovanni (1933-2017), secretario personal de Borges y traductor suyo residente en Buenos Aires con una subvención de la neoyorquina Ingram Merrill Foundation (entre noviembre de 1968 y junio de 1972) y su acompañante y lazarillo en viajes al extranjero; y su cómplice en la escritura de los poemas que integraron Elogio de la sombra (Buenos Aires, Emecé, 1969) y los cuentos de El informe de Brodie (Buenos Aires, Emecé, 1970); en la traducción y edición con variantes y añadidos a The book of imaginary beings (New York, Dutton, 1969), con un prólogo ex profeso firmado por él y Borges en Buenos Aires, May 23, 1969; y cuando el 7 de julio de 1970 éste abandonó el departamento A del octavo piso de Belgrano 1377 que virtualmente compartía con su esposa Elsa Astete Millán después de que se casó con ella, por lo civil y por la iglesia, el 4 de agosto y el 21 septiembre de 1967; singular capítulo que James Woodall bosqueja en La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro (Barcelona, Gedisa, 1998), pese a las erratas y a los yerros de la traducción al español. Le sigue la serie de “Notas”, 82 en total, correspondientes a los pies de página distribuidos en las siete entrevistas, cuya numeración es consecutiva, donde Sorrentino hace comentarios, ampliaciones o rectificaciones de lo dicho por Borges, o aporta citas y datos, sin que esto sea exhaustivo ni carente de omisiones y huecos. Y por último figuran un par de útiles herramientas que facilitan la consulta: “Índice de personas citadas y/o aludidas” e “Índice de obras citadas y/o aludidas”.

          

(El Ateneo, 1996)

        
En 1996, a través de Editorial El Ateneo, Sorrentino publicó en Buenos Aires una reedición de Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, con correcciones y notas revisadas y actualizadas (y algunas eliminadas) y otras nuevas, más un nuevo prólogo fechado en “Buenos Aires, mayo de 1996”, donde dice: “he podido enriquecer algunas referencias a la cultura angloparlante aprovechando las notas que, para la edición en inglés (Seven Conversations with Jorge Luis Borges, Troy, Nueva York, The Whitston Publishing Company, 1982), redactara su traductor, Clark M. Zlotchew.” En 2001 El Ateneo reeditó tal edición. Y en 2007, también en la capital porteña, lo hizo Editorial Losada.

           

(Losada, 2007)

          En las reediciones de 1996-2007 los pies de página, con su correspondiente numeración, están agrupados al término de cada una de las siete entrevistas. Y al cierre del libro se preservan los citados índices. Pero lo más llamativo es que Sorrentino eliminó, sin decir por qué, la entrevista a Norman Thomas di Giovanni, que es un breve, condensado y temprano testimonio, en español, de cómo él trabajaba con Borges en Buenos Aires (incluso con Adolfo Bioy Casares) y cómo, desde el principio de los años 60, la obra de Borges estaba siendo traducida al inglés y recibida en Estados Unidos, en medio de viajes, cátedras, seminarios, recitales, lecturas, simposios y doctorados de las más prestigiosas universidades norteamericanas. Y en el caso de la edición de Losada, impresa en la capital argentina en agosto de 2007 (que repite el contenido de la edición de 1996), se trata de un libro que no aprecia ni respeta al anónimo o insigne lector que lo adquiere de su bolsillo: apenas lo abres y lo empiezas a hojear, o a leer, las hojas se desprenden y al mínimo descuido terminan desparramadas en el suelo, una y otra vez.

         

(Losada, 2017)

        
En contraste con tal estafa de mercachifles sin escrúpulos, la misma Losada publicó en Barcelona, en julio de 2017, el libro Conversaciones con Jorge Luis Borges, en cuya contraportada, junto al logo de Losada, se lee un slogan mercadotécnico con el que la empresa se maquilla y parece curarse en salud: “Hacemos libros que perduran en el tiempo.”

III de VII

(2a de forros)

En la segunda de forros de Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, libro editado por Losada en agosto de 2007, se observa una anónima foto en blanco y negro en la que Borges conversa con el joven Fernando Sorrentino, quien luce sonriente y con mostacho. Es la única imagen en donde se les ve en ese libro con solapas y pastas blandas que mide 20 x 13 centímetros. En contraste, el libro Conversaciones con Jorge Luis Borges, editado por Losada en julio de 2017, es de pastas duras y mide 27.06 x 20.06 centímetros. Y si bien no brinda ninguna fotografía del entrevistado y su entrevistador, está profusa y magnéticamente ilustrado con viñetas y dibujos en color del caricaturista y artista gráfico Huadi (Hugo Alberto Díaz; Buenos Aires, agosto de 1955). De tal modo que, a priori, semeja un libro destinado al lector infantil y juvenil. Y si bien no es así en sentido estricto, el divertimento y el humor de las imágenes, viñetas y caricaturas apela al niño (y su pulsión lúdica) que todo lector, curtido y añejo, lleva dentro, pese al paso del tiempo.

            En Conversaciones con Jorge Luis Borges, Fernando Sorrentino hizo una selección de preguntas y respuestas transcritas del libro que originalmente publicó en abril de 1974 y las agrupó en nueve temas: “Geografías”, “Astucias literarias”, “Tango”, “Política”, “Colegas argentinos”, “Deportes”, “Escritores españoles”, “Dante Alighieri” y “Trabajos y bibliotecas”, salpimentados con algunos de sus pies de página.

           

Conversaciones con Jorge Luis Borges (Losada, 2017), p. 12-13
Ilustración de Huadi

           Fernando Sorrentino cumplió 82 años el 8 de noviembre de 2024. O sea: hace rato que es un abuelo. No obstante, en la caricatura de Huadi donde dialoga con el ciego y anciano Borges (p.12-13), no se le ve viejito, sino joven y sonriente, en un claro parafraseo y recreación del retrato en blanco y negro que se muestra en la segunda de forros de la citada edición de Losada de agosto de 2007. Y si bien la figura del anciano y ciego Borges es el epicentro de las viñetas y caricaturas del artista gráfico, también, con sus imágenes, dialoga y narra sus propias historietas a partir de los textos aledaños. De tal modo que ese divertimento visual evoca esa prerrogativa que Borges repitió de varias maneras y en distintos y numerosos foros, impresos y orales, que se lee en una respuesta de la “Cuarta conversación” y que Sorrentino colocó de epígrafe en su “Prólogo de 1996”: “juzgo la literatura de un modo hedónico. Es decir, juzgo la literatura según el placer o la emoción que me da.”

IV de VII

Ilustración de Huadi

Al inicio de su “Prólogo” a Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, éste dice: “Paradójicamente, los diálogos de un escritor y de un periodista se parecen menos a un interrogatorio que a una especie de introspección.” Es decir, Borges da por hecho que Fernando Sorrentino es un periodista y el carácter informal, azaroso, ocurrente y misceláneo de las preguntas y respuestas parece confirmarlo. No obstante, en un asterisco que figura al pie de su “Prólogo de 1996” el entrevistador se desmarca de ese oficio como si fuera talacha de apestados o condenados por el Diablo: “En su ‘Prólogo’ (página 7), Borges me llama ‘periodista’, profesión que jamás he ejercido y que, Dios mediante, jamás ejerceré.”

   

(Sudamericana, 1992)

          Pues será melón, pero las preguntas y respuestas que integran el libro tienen un carácter periodístico e informal y no académico. Sorrentino no conversa (ni polemiza) con Borges de escritor a escritor, sino que pregunta en calidad de reportero al más celebérrimo personaje de la literatura argentina y quizá del idioma español, cuyas anécdotas autobiográficas y temas y opiniones de diversa índole son de sobra consabidos, dado que los abordó mil y una veces. Y lo mismo podría decirse del libro que Sorrentino hizo con Bioy, cuyo título y estructura emula el que hizo con Borges: Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, Sudamericana, 1992).

        En un paréntesis que figura en la nota 17 de la “Segunda conversación”, Sorrentino dice sobre Borges. Una biografía literaria (México, FCE, 1987), póstumo volumen del crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal (1921-1985): “Este libro contiene muchos datos útiles, pero abunda también en fáciles generalizaciones, en conclusiones de tipo periodístico y en pintorescos errores de información.” Vale contrastar que Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, dadas las apostillas del entrevistador y la abundancia de caprichosas y heréticas o erradas respuestas del entrevistado, no está exento de fáciles generalizaciones, ni de conclusiones de tipo periodístico, ni de pintorescos errores de información. Veamos. Un nimio ejemplo de conclusión de tipo periodístico, y no biográfico, se lee en la nota 21 de la misma “Segunda conversación”. Allí Sorrentino apunta que el último lapso en que Borges vivió en el departamento B del sexto piso de Maipú 994 ocurrió “entre 1970 y 1986”. Pero esto no es exactamente así, dado que Borges, con María Kodama —lo relatan los biógrafos—, voló a Milán el 28 de noviembre de 1985 y por ende los últimos siete meses de su vida los vivió en Europa, donde murió en Ginebra el sábado 14 de junio de 1986, y donde sus restos descansan en el Cementerio de Plainpalais.

     

Lápida de Borges en el Cementerio de Plainpalais

       
(Losada, 1938)

          Y un
error de información se lee en la nota 44 de la edición de 1974 cuando Sorrentino data: “Franz Kafka: La metamorfosis. Traducción y prólogo de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, Editorial Losada, 1943). Contiene, además, los siguientes relatos: La edificación de la muralla china, Un artista del hambre, Un artista del trapecio, Una cruza, El buitre, El escudo de la ciudad, Prometeo y Una confusión cotidiana.” Pues si bien en la “Cuarta conversación” Borges le desvela que él no tradujo el relato “La metamorfosis”: “yo no soy el autor de la traducción de ese texto. Y una prueba de ello —además de mi palabra— es que yo conozco algo de alemán, sé que la obra se titula Verwandlung y no Die Metamorphose, y sé que hubiera debido traducirse como La transformación.” —Vale resaltar que presuntos enciclopedistas de Borges babilónico. Una enciclopedia (Buenos Aires, FCE, 2023) ignoran ese consabido dato, pues dan por hecho y pregonan a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global, que Borges tradujo “La metamorfosis”—. Por rigor informativo y bibliográfico el entrevistador debió datar, no la citada reedición de 1943 que hizo Losada con el número 118 de la colección Biblioteca clásica y contemporánea, sino la prínceps, que data de 1938. Tal es así que en la nota 3 de la edición de 1996 de su libro Siete conversaciones con Jorge Luis Borges data la edición de 1938 y amplía los datos: “Franz Kafka: La metamorfosis. Traducción y prólogo de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, Editorial Losada, 1938). Contiene, además, los siguientes relatos: ‘La edificación de la muralla china’, ‘Un artista del hambre’, ‘Un artista del trapecio’, ‘Una cruza’, ‘El buitre’, ‘El escudo de la ciudad’, ‘Prometeo’ y ‘Una confusión cotidiana’. Las traducciones de ‘Un artista del hambre’ y ‘Un artista del trapecio’ no pertenecen a Borges.” No obstante, le faltó datar allí (y refrendar) que tampoco le pertenece “La metamorfosis” y que ese libro fue el número 1 de La Pajarita de Papel, pergeñado por la iniciativa de Guillermo de Torre (1900-1971), cuñado de Borges desde hacía una década y director literario de la entonces recién fundada Editorial Losada.

   

El coronel Francisco Borges
(1933-1874)

          Y en un pintoresco error de información incurre Borges al equiparar, intrínseca e implícitamente, el presunto destino heroico del padre del escritor mexicano Alfonso Reyes con el mítico destino heroico de su abuelo paterno el coronel Francisco Borges —nacido en Entre Ríos (o en Montevideo, según varios biógrafos) el 26 de noviembre de 1833 (¿o 1832 o 1835?)— que dizque se hizo matar a los 41 años (o a los 42 o 39) el 26 de noviembre de 1874 en la Batalla de La Verde (dejando viuda a Fanny Haslam, su esposa inglesa, de 32 años, con un par de pequeños hijos suyos), ya derrotadas allí las insurrectas huestes del ex presidente Bartolomé Mitre—, episodio evocado y cantado por el nieto en charlas y textos, incluso en su Ensayo Autobiográfico, escrito en inglés con la colaboración de Norman Thomas di Giovanni a partir de la transcripción de una  conferencia sobre su obra dictada por Borges en diciembre de 1969, en la Universidad de Oklahoma, publicado el 19 de septiembre de 1970 en la revista The New Yorker con el título Autobiographical Notes y luego, con el título An Autobiographical Essay, en el libro antológico The Aleph and Other Stories 1933-1969 (New York, Dutton, 1970); y en español, con traducción anónima y el título “Las memorias de Borges”, el 17 de septiembre de 1974 fue publicado en el número mil del diario bonaerense La Opinión; y en 1999, con prólogo y traducción de Aníbal González y el título Un ensayo autobiográfico, se coeditó en Barcelona a través de Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores y Emecé; allí Borges dice:

 “En 1874, durante una de nuestras guerras civiles, mi abuelo, el coronel Borges, encontró la muerte. Tenía entonces cuarenta y un años. En las complicadas circunstancias que rodearon su derrota en La Verde, marchó lentamente a caballo, envuelto en su poncho blanco y seguido por diez o doce hombres, hacia las líneas enemigas, donde fue alcanzado por dos balas Remington. Era la primera vez que los rifles Remington se utilizaban en la Argentina, y excita mi fantasía el pensar que la marca con que me afeito cada mañana lleva el mismo nombre que la que mató a mi abuelo.” No obstante, sobre ese legendario episodio su texto más célebre es “Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges (1833-74)”, poema reunido en El hacedor (Buenos Aires, Emecé, 1960); cuyo antecedente es el poema “Al coronel Francisco Borges (1833-1834)”, añadido a Luna de enfrente en su compilación Poemas (1922-1943) (Buenos Aires, Losada, 1943), eliminado en el volumen Obra poética (Buenos Aires, Emecé, 1967). Episodio que María Esther Vázquez (1937-2017), en la página 26 de Borges. Esplendor y derrota (Barcelona, Tusquets, 1996), bosqueja con más mitomanía y pintoresquismo (y pies de página omitidos aquí):

Francisco Isidoro Borges Lafinur

     “[...] el coronel Francisco Borges Lafinur (sobrino de Juan Crisóstomo, primer poeta romántico argentino), había nacido en el sitio de Montevideo en 1832. A los quince años ya hacía la guerra, peleó en la batalla de Caseros a las órdenes de Urquiza y militó, entre otras acciones, en las fronteras del Sur y del Oeste contra los indios. ‘Tu vida/ una cosa que arrastran las batallas...’, escribió J.L.B. Llegó la presidencia de Sarmiento y, como Mitre estaba armando una revolución y el coronel Francisco Borges era mitrista, Sarmiento le preguntó si podía contar, en caso necesario, con las fuerzas que estaban bajo sus órdenes en Junín. ‘Mientras usted esté en el gobierno, puede contar con ellas’, contestó. Por desgracia, la revolución se adelantó. Como el coronel era un hombre leal, entregó el mando de sus tropas a su segundo y se presentó solo en el campamento revolucionario. Los mitristas fueron vencidos en la batalla de La Verde; el coronel Borges vistió un poncho blanco, montó a caballo y, con los brazos cruzados sobre el pecho, avanzó lentamente hacia las trincheras de los vencedores. Así se hizo matar este inflexible paladín del honor, dejando a Fanny con un hijo de dos años y otro de dos meses. Este, el menor, se llamó Jorge Guillermo y sería luego el padre de Borges.”

Bernardo Reyes
(1849-1913)

        Pero el
pintoresco error de información de Borges se lee en la “Sexta conversación”, cuando encarrerado en su recuerdo del escritor y diplomático Alfonso Reyes (1889-1959), dice: “Reyes me dijo que él había conocido a Othón, porque éste solía ir a casa de su padre, el general Reyes —que se hizo matar cuando lo de Porfirio Díaz”. En la edición de 1974 Sorrentino no remitió a ninguna nota: ni sobre el coronel Francisco Isidoro Borges Lafinur, ni sobre el poeta Manuel José Othón, ni sobre el general Bernardo Reyes (nacido en Guadalajara, Jalisco, el 20 de agosto de 1849), ni sobre el dictador Porfirio Díaz, cuya renuncia al Poder Ejecutivo, a sus 81 años, ocurrió el 25 de mayo de 1911 y su salida del país seis días después, y no el domingo 9 de febrero de 1913 cuando se sucedió la muerte del padre de Alfonso Reyes, quien al inicio de la Decena Trágica cayó abatido en el Zócalo de la Ciudad de México, durante el matutino y frustrado intento de tomar por asalto el Palacio Nacional, preludio del golpe de Estado. (Lo cual implica que en el avance de la cabalgata insurrecta comandada por Manuel Mondragón, Félix Díaz y Bernardo Reyes —al parecer en la vanguardia y envuelto en el capote que le regalara Alfonso XIII de España—, eventualmente podía matar y salir indemne o muerto en el posible cruce de proyectiles; pese a que se dice que ignoraba que el Palacio Nacional había sido recuperado por el general Lauro Villar, fiel maderista. No obstante, debió ver que frente al Palacio Nacional ya había fuerzas federales, pecho tierra, esperando su arribo.) En la edición de 1996, además de que Sorrentino no aclara el intríngulis histórico, casi incurre en otro pintoresco error de información, pues apunta en su nota 6: “Bernardo Reyes (1850-1913). Encabezó contra el presidente mexicano Francisco I. Madero una sublevación en la que halló la muerte.” Es decir, según resume Miguel Ángel Morales en la “Cronología” de La Ciudadela de fuego. A ochenta años de la Decena Trágica (libro iconográfico, de varios historiadores e investigadores, coeditado e impreso en México en 1993):

 

Mondragón le explica a Félix Díaz
el ataque del día siguiente

      “A las 03:00 horas [del domingo 9 de febrero de 1913] hay extraños movimientos de automóviles en los cuarteles de artillería y caballería de Tacubaya. Una hora después una columna de trescientos hombres sale rumbo a la prisión de Santiago Tlatelolco. Entretanto los alumnos de la Escuela Militar de Aspirantes, localizada en Tlalpan, van al Palacio Nacional para apoyar a los infidentes y se apoderan de él sin resistencia. Otras fuerzas, como la de artilleros y de ametralladoras, se suman.

  “Hacia las seis de la mañana, el general Manuel Mondragón [el padre de la futura Nahui Olin], de 55 años, ex director del Departamento de Artillería del Ejército, en donde rediseñó diversas armas (según José Juan Tablada sus simulacros de inventos fueron tan sólo combinaciones mercantiles), libera de la prisión de Santiago Tlatelolco a Bernardo Reyes [preso desde el 25 de diciembre de 1911], de 63 años, ex-Gobernador de Nuevo León y frustrado sublevado del Plan de [la] Soledad [el Plan de San Luis reformado y expedido en Soledad, Tamaulipas, el 16 de noviembre de 1911], con el que pretendía derrocar al Presidente Francisco I. Madero. [Asesinado, por órdenes del dictador Victoriano Huerta, al igual que el vicepresidente José María Pino Suárez, el sábado 22 de febrero de 1913 a un costado del Palacio Negro de Lecumberri, que era la Penitenciaría.] Ambos liberan, de la Penitenciaría (hoy Archivo General de la Nación) a los ocho de la mañana a Félix Díaz, sobrino del ex dictador y también frustrado sublevado antimaderista. Bernardo Reyes, el Marte Mexicano, toma el mando de las fuerzas sublevadas y, según lo planeado, decide ocupar el Palacio Nacional, este, sin embargo, ha sido recuperado por los generales maderistas Lauro Villar, comandante militar de la plaza, y Ángel García Peña, Secretario de Guerra y Marina.

  “Hacia las nueve de la mañana Reyes, montando Lucero, intenta el asalto de Palacio Nacional y muere acribillado. El fuego cruzado dura diez minutos pero basta para dejar un saldo de 500 muertos, la mayoría civiles, y más de mil heridos —entre ellos el general Villar. Ante esa situación Díaz y Mondragón deciden refugiarse en la Ciudadela.” 

 

En la portada:
Felicistas en el vestíbulo de la Ciudadela
(Fondo Casasola, Fototeca del INAH)

       (Que entonces era cuartel y fortaleza militar, bodega de armamento y municiones, y fábrica de armas.  Y en la actualidad alberga al Centro de la Imagen y a la Biblioteca de México, donde se resguardan, con acceso al público y protección de fondos reservados, las bibliotecas personales de José Luis Martínez, Antonio Castro Leal, Carlos Monsiváis, Jaime García Terrés y Alí Chumacero.)

   

Alfonso Reyes con su perro Alí
(Buenos Aires, 1917)

      En esa respuesta a Sorrentino, Borges le dice sobre Reyes, quien en 1929, en la capital argentina, le habría de publicar, coeditado con Proa, su tercer poemario de 62 páginas y 14 poemas, ilustrado con un retrato a lápiz del autor por Silvina Ocampo: Cuaderno San Martín, número 2 de Cuadernos del Plata, colección dirigida por el mexicano: “[...] De Alfonso Reyes guardo recuerdos excelentes. Yo lo conocí a Reyes cuando en Buenos Aires yo era —digamos— el hijo de Leonorcita Acevedo, el nieto del coronel Borges..., qué sé yo... Yo no existía por cuenta propia. Y Reyes, no sé cómo, me vio a mí en función de mí mismo y no en función de mis parentescos. Recuerdo además que Reyes tenía el don de encontrar una cita adecuada para cualquier situación humana [...] Reyes tenía una gran generosidad, que yo he encontrado también en Ricardo Güiraldes. Yo les entregaba un poema que era un mero borrador de borradores y en el cual no había llegado a decir nada, y ellos adivinaban lo que estaba tratando de decir, lo que mi inexperiencia literaria me había impedido decir. Reyes fue muy bueno conmigo. Incluyó mi libro Cuaderno San Martín en su colección Cuadernos del Plata. Él era embajador de México [en 1927 arribó a Buenos Aires en calidad de Embajador Extraordinario y Plenipotenciario y en 1930 fue destinado a Brasil] y, en cada país al que iba, se hacía amigo, desde luego, de los escritores conocidos —fue amigo de Lugones, por ejemplo—, pero también buscaba a los muchachos que empezaban a escribir. Y solía convidarme a comer con él todos los domingos a la noche en la embajada de México. Recuerdo que yo le presté a Reyes un libro de Bertrand Russell sobre filosofía de la matemática; tengo todavía el libro, con alguna nota marginal de Reyes.” 

    Es probable que en esa primera etapa de mutua amistad, Reyes le haya hablado a Borges de la muerte de su padre y Borges de la muerte de su abuelo. El caso que Reyes dató en Río de Janeiro, 24 de diciembre, 1932 el poema “9 de febrero de 1913”, en cuyas dos primeras estrofas canta el fallecimiento de su padre en calidad de supuesto Cristo militar (¿acaso se dejó matar para “salvar” a los otros?), causada por siete balas de ametralladora:  ¿En qué rincón del tiempo nos aguardas,/ desde qué pliegue de la luz nos miras?/ ¿Adónde estás, varón de siete llagas,/ sangre manando en la mitad del día?/ /Febrero de Caín y de metralla:/ humean los cadáveres en pila./ Los estribos y riendas olvidadas/ y, Cristo militar, te nos morías...

 

Bernardo Reyes acribillado en el Zócalo de México,
murió minutos después en el Palacio Nacional
(Febrero 9 de 1913)

          Vale recordar que a la postre del golpe de Estado, Rodolfo, uno de los once hermanos de Alfonso Reyes y uno de los conspiradores antimaderistas, figuró como secretario de Justicia en el primer gabinete del general golpista Victoriano Huerta, y que él, que renunció a la Secretaría de Altos Estudios y rechazó ser secretario particular del magnicida, se apresuró a concluir su tesis (Teoría de la sanción) para titularse de abogado; y ya con 24 años, con su esposa Manuela Mota y su único hijo de casi un año, el 10 de agosto de 1913 dejó la Ciudad de México en ferrocarril para embarcarse en el puerto de Veracruz “rumbo a París, en un velado destierro, como Segundo Secretario de la Legación Mexicana” de ese gobierno cruento y espurio que duró poco: entre el 19 de febrero de 1913 y el 15 de julio de 1914.

 

(Era, 1965)

       Pero también el recuerdo indeleble del funesto día en que murió su padre mientras se fraguaba el violento derrocamiento de Madero (espiritista y paladín de la democracia que sólo llevaba 15 meses en el poder), Reyes lo evocó en una memoria escrita con letra manuscrita: Oración del 9 de febrero, misma que dató, al término y con su puño y letra, el 20 de agosto de 1930, el día que [su padre] había de cumplir sus ochenta años (en realidad hubiera cumplido 81). Tal memoria permaneció inédita hasta que Ediciones Era, el 25 de abril de 1963, en su colección Alacena, la publicó en México con un tiraje de mil ejemplares.

    Esa edición prínceps se distingue porque reproduce el facsímil del manuscrito Oración del 9 de febrero, redactado con tinta azul y tachaduras, en donde al inicio se lee: Buenos Aires, 9 de febrero de 1930/ /Hace 17 años, murió mi pobre Padre. Cuya transcripción, dividida en siete partes numeradas con romanos, e ilustrada con dos retratos fotográficos de Bernardo Reyes y la reproducción facsimilar de tres firmas suyas, está precedida por una “Breve noticia de los sucesos del 9 de febrero de 1913”, vago prefacio que el historiador y periodista Gastón García Cantú fechó en Febrero de 1963.

   

Facsímil, p. 1

      En la nostalgia y recuerdo de su querido padre, previsible es que Reyes lo evoque con afecto: “Junto a él no se deseaba más que estar a su lado. Lejos de él, casi bastaba recordar para sentir el calor de su presencia.” Y al unísono e inextricable a ello, sobresale, se trasmina y prevalece una exaltación romántica de la figura paterna: “se había formado en el romanticismo tardío de nuestra América”, dice. Y más aún: “entendí que él había vivido las palabras, que había ejercido su poesía con la vida, era todo él como un poema en movimiento, un poeta romántico de que hubiera sido a la vez autor y actor. Nunca vi otro caso de mayor frecuentación, de mayor penetración entre la poesía y la vida. Naturalmente, él se tenía por hombre de acción, porque aquello de sólo dedicarse a soñar se le figuraba una forma abominable del egoísmo. Hubiera maldecido a Julien Benda y su teoría de los clérigos.”

      Tal libresca alusión coincide con lo que Borges le dice a Sorrentino sobre Reyes: encontraba la cita exacta, adecuada para cualquier situación humana: “Encontraba las citas así, enseguida.” Lo cual se observa, una y otra vez, en la retórica de la Oración del 9 de febrero. Reyes, proclive en ella a la ampulosidad y a la grandilocuencia, matiza sus dichos con culteranas citas. Pero el meollo es que con ese recargado vocabulario ve a su padre, el general Bernardo Reyes (ex candidato a la vicepresidencia del dictador Porfirio Díaz e insurrecto conspirador para arrebatarle a Madero la banda presidencial, el bastón de mando y la silla del águila), semejante a un héroe romántico (que durante “la paz porfiriana” fue un exitoso gobernante del Estado de Nuevo León). De ahí que cante en los últimos cuatro fragmentos:

Bernardo Reyes en las oficinas del Partido Reyista

         “¿Dónde hemos hallado el airón de esa barba rubia, los ojos zarcos y el ceño poderoso? Las cejas pobladas de hidalgo viejo, la mirada de certero aguilucho que cobra sus piezas en el aire, la risa de conciencia sin tacha y la carcajada sin miedo. La bota fuerte con el cascabel en el acicate, y el repiqueteo del sable en la cadena. Aire entre apolíneo y jupiterino, según que la expresión se derrame por la serenidad de la paz o se anude toda en el temido entrecejo. Allí, entre los dos ojos; allí, donde botó la lanza enemiga; allí se encuentran la poesía y la acción en dosis explosivas. Desde allí dispara sus flechas una voluntad que tiene sustancia de canción. Todo eso lo hemos hallado seguramente en la idea: en la Idea del héroe, del Guerrero, del Romántico, del Caballero Andante, del Poeta de Caballería. Porque todo su aspecto y en sus maneras, parecía la encarnación de un dechado.

  “Tronaron otra vez los cañones. Y resucitando el instinto de la soldadesca, la guardia misma rompió la prisión. ¿Qué haría el Romántico? ¿Qué haría, oh, cielos, pase lo que pase y caiga quien caiga (¡y qué mexicano dejaría de entenderlo!) sino saltar sobre el caballo otra vez y ponerse al frente de la aventura, único sitio del Poeta? Aquí morí yo y volví a nacer, y el que quiera saber quién soy que le pregunte a los hados de Febrero. Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día.

   “Cuando la ametralladora acabó de vaciar su entraña, entre el montón de hombres y de caballos, a media plaza y frente a la puerta de Palacio, en una mañana de domingo, el mayor romántico mexicano había muerto.

 “Una ancha, generosa sonrisa se le había quedado vivía en el rostro: la última yerba que no pisó el caballo de Atila; la espiga solitaria, oh Heine que se le olvidó al segador.”  

Oración del 9 de febrero (Era, 1965), facsímil, p. 44-45

           Y a propósito de pintoresquismo, vale transcribir ese curioso fragmento que parece un pasaje de folletín sobre la violenta Revolución Mexicana, en el que Reyes narra que en la prisión de Santiago Tlatelolco también estaba preso el bandolero Pancho Villa:


          “También Pancho Villa estaba, por aquellos meses, preso en la cárcel militar de Santiago. Pancho Villa escaparía pronto con anuencia de sus guardianes, y por diligencia de aquel abogado Bonales Sandoval a quien más tarde hizo apuñalar, partir en pedazos, meterlo en un saco, y enviarlo a lomo de mula a Félix Díaz, para castigarlo así de haber pretendido crear una inteligencia entre ambos. El caballero y el cabecilla alguna vez pudieron cruzarse por los corredores de la prisión. Don Quijote y Roque Guinart se contemplaban. El cabecilla lo consideraría de lejos, con aquella su peculiar sonrisa y aquel su párpado caído. El caballero se alisaría la ‘piocha’, al modo de su juventud, y recordaría sus campañas contra el Tigre de Álica, el otro estratega natural que ha producido nuestro suelo, mezcla también de hazañero y facineroso.”

V de VII

En la página 306 de su citada biografía, María Esther Vázquez apunta que el 23 de abril de 1980, en España, Borges recibió, junto a Gerardo Diego, el Premio Cervantes. Y que públicamente dijo (entre otras herejías): “Revisando con Bioy la poesía española del XIX con el propósito de compilar una antología, llegamos al Duque de Rivas y en toda su obra no encontramos un momento de ternura, de emoción, ni siquiera de arrogancia. No hallamos nada; sólo una acumulación de palabras inexplicables (...) Eso no nos pasó con Rosalía de Castro ni con los orígenes ni con el Siglo de Oro ni con los barrocos. Pero los siglos XVIII y XIX fueron bastante pobres, pese a algunos nombres honrosos.” Algo aún más corrosivo, lapidario y sintético le dijo a Sorrentino en la “Sexta conversación”, pues sobre “el siglo XVIII español” le suelta que “no vale nada” y que el XIX “realmente es una vergüenza”.

   

Conversaciones con Jorge Luis Borges, p. 74-75
Ilustración de Huadi (detalle)

           Y si alguna vez Borges lanzó, con voz de trueno, un sonoro y fulgurante cuchillo sin hoja al que le falta el mango: García Lorca es un andaluz profesional (quizá en 1933, cuando el autor de “Bodas de sangre” estuvo en Buenos Aires), ante Sorrentino cargó duro dando palos de ciego, pues le dice en una respuesta de la misma “Sexta conversación”, la cual también se lee en Conversaciones con Jorge Luis Borges, precisamente en la sección “Escritores españoles”, donde parece que su cometido es no dejar títere con cabeza:

            “A mí, García Lorca siempre me ha parecido un poeta menor. Me ha parecido un poeta meramente pintoresco, un poeta que aplicó ciertos procedimientos de la literatura francesa de entonces a los temas andaluces. Algo así como Fernán Silva Valdés aplicó el incipiente ultraísmo a ciertos temas de la nostalgia criolla, en Agua del tiempo. Más o menos lo que después haría Güiraldes con Don Segundo Sombra. La verdad es que yo nunca he podido admirar mucho a García Lorca. O, mejor dicho, me parece que lo que él hacía en verso estaba bien, pero no es muy importante lo que ha hecho; me parece que es puramente verbal, que se nota cierta íntima frialdad en todo lo que escribe. Como escritor, es incapaz de pasión. Y, en cuanto a las obras de teatro, no sé si puedo juzgarlo por una pieza llamada Yerma, una pieza que yo no pude ver hasta el fin, porque me aburrió tanto, que me tuve que ir. Creo que él tuvo la suerte de ser fusilado y creo que eso contribuye, ¿no? Posiblemente, con el tiempo él hubiera aprendido a jugar otros juegos más interesantes que los suyos. Y creo que la mía es la opinión de mucha gente en España, sobre todo en Andalucía. Creo que García Lorca ha de tener más éxito —digamos— en Castilla o en Galicia, y no en Andalucía, donde notan la falsead de su andalucismo. Y, desde luego, tendrá aún más éxito en Francia.”

           

Conversaciones con Jorge Luis Borges (Losada, 2017), p. 74-75
Ilustración de Huadi

              Sin duda Borges tenía el derecho y la libertad de disentir y criticar la obra de García Lorca, de García Márquez, de Hemingway, las novelas de Cortázar y la literatura rusa, etcétera. Pero se pasa de lanza cuando acusa la presunta falsead del andalucismo de García Lorca y resulta deshumanizado y letal cuando suelta a quemarropa que tuvo la suerte de ser fusilado (lo ejecutaron a los 38 años el 18 de agosto de 1936, cuyo réquiem, con forma de poema coral y dramático, Reyes firmó en Buenos Aires, mayo de 1937, con el título “Cantata en la tumba de Federico García Lorca”) y que eso contribuye, dado que esto equivale a pregonar, con bombo y platillo, que Borges tuvo la suerte de quedarse ciego y que eso contribuye al reconocimiento y propagación de su obra de ciego profesional. Y un ejemplo del ciego profesional sería “El poema de los dones” y “Elogio de la sombra”, su conferencia “La ceguera”, su hábito de leer con los oídos y escribir dictándole a una sucesión de amanuenses, su placer por impartir cátedras y seminarios sin ver el rostro de sus escuchas, por recibir premios, apapachos y reconocimientos aquí y acullá (incluso en el Chile de la sanguinaria dictadura del golpista Pinochet y en la Argentina bajo el régimen de terror de la junta militar), por su colección de bastones, togas, birretes y rutilantes medallas, preseas, doctorados y condecoraciones, por dejarse conducir por sucesivos lazarillos y lazarillas, por contar y recontar los consabidos episodios de su vida y de su genealogía, su ideario y sus polémicas o certeras opiniones ante cientos de entrevistadores de toda laya: de la prensa, de la literatura, de la radio, de la tv y del cine, por su regusto por firmar autógrafos y dedicatorias en sus libros sin ver los rostros de sus lectores ni los rostros de sus mil y un fans formados en constante fila india, ya en solitario o codo a codo con Bioy, y por posar y dejarse fotografiar hasta la saciedad y quizá ad nauseam.

            No obstante, en su descargo, vale recordar lo que dijo en su conferencia “La ceguera”, oralmente dicha, casi a los 78 años, el 3 de agosto de 1977 en el teatro Coliseo de Buenos Aires, revisada y reescrita, con el auxilio de Roy Bartholomew, ex profeso para Siete noches (libro publicado en México, en 1980, por el FCE, a petición expresa de José Luis Martínez, su entonces director):

      “La ceguera no ha sido para mí una desdicha total, no se la debe ver de un modo patético. Debe verse como un modo de vida: es uno de los estilos de vida de los hombres.

     

Ilustración de Huadi

          “Ser ciego tiene sus ventajas. Yo le debo a la sombra algunos dones: le debo el anglosajón, mi escaso conocimiento del islendés [sic], el goce de tantas líneas, de tantos versos, de tantos poemas, de haber escrito otro libro, titulado con cierta falsedad, con cierta jactancia, Elogio de la sombra.”

     Y, según revela allí: “el ciego se siente rodeado por el cariño de todos. La gente siempre siente buena voluntad para un ciego.” Aunque no siempre el ciego por la gente, pues según cuentea Patricio Zunini en su conjetural, fantasioso, y muchas veces errado, omiso y mal documentado Borges en la biblioteca (Buenos Aires, Galerna, 2023): “Los días que estaba del malhumor” (y no toleraba el zumbido de una mosca) en el bar de la Galería del Este (cercano a su departamento de Maipú e inmediato a la librería La Ciudad, que entre 1978 y 1979 coeditó con Franco Maria Ricci seis títulos de La Biblioteca de Babel), “si alguien se le acercaba indeciso, él decía en voz muy alta: ‘¿Qué le pasa? ¿Le da asco ver comer a un ciego?’ Pero eso pasaba realmente muy de vez en cuando. En general, Borges disfrutaba los diálogos con desconocidos.”

     En este sentido, quizá Borges hubiera dicho lo mismo que, cita, dijo el ciego Joyce valerosamente (y mendazmente): “de todas las cosas que me han sucedido creo que la menos importante es la de haberme quedado ciego”. Pues Borges, paralelo a Joyce, trajo una música nueva al español: una música única, la de Borges; y, semejante al escritor irlandés: “Ha dejado parte de su vasta obra ejecutada en la sombra: puliendo las frases en su memoria, trabajando a veces una sola frase durante todo un día y luego escribiéndola y corrigiéndola. Todo en medio de la ceguera [...]”

    Resulta consecuente, entonces, que más adelante postule en calidad de esteta y oráculo del Cono Sur:

   “Para la tarea del artista, la ceguera no es una desdicha: puede ser un instrumento. Fray Luis de León dedicó una de sus odas más bellas a Francisco Salinas, músico ciego.

   “Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y esto tiene que ser más fuerte en el caso del artista. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte: tiene que aprovecharlo. Por eso yo hablé en un poema del antiguo alimento de los héroes: la humillación, la desdicha, la discordia. Esas cosas nos fueron dadas para que las transmutemos, para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo.

     “Si el ciego piensa así, está salvado. La ceguera es un don.”

     Por ende: si el andaluz piensa así, está salvado. El andalucismo es un don.

            En fin, que en la “Sexta conversación”, aún con el garrote, otro sonoro palo de ciego se lo sorraja en el coco a Hemingway, como si fuera el fruto de una palmera cubana o un bamboleante monigote de cartón o una piñata navideña o de cumpleaños, casi diciendo que tuvo la suerte de suicidarse y con ello suicidar su obra:

           

Ernest Hemingway
(1899-1961)

           “Yo no puedo hablar de Hemingway, porque siempre he sentido cierta antipatía por lo que él ha escrito. Es decir, yo leí un libro de él —no recuerdo cuál era— que me gustó, y luego, hacia el final, descubrí que el personaje que a mí me parecía execrable estaba sentido como admirable por el autor. Hemingway era una persona a quien le interesaban la crueldad y la brutalidad [una dosis de esto se lee en ‘La intrusa’ y en ‘El muerto’ y en ‘El Sur’, cuentos de Borges, incluso en ‘Hombre de la esquina rosada’, antecedente de ‘Historia de Rosendo Juárez’, y en otros cuentos reunidos en El informe de Brodie y en varias de sus milongas de compadritos, orilleros y cuchilleros], y yo creo que tiene que haber algo malo en una persona así. Y creo que, al fin, él llegó a ese juicio también; creo que él se arrepintió de haber pasado buena parte de su vida entre gansters o toreros o boxeadores. Y creo que, cuando se suicidó, eso fue como una suerte de juicio que él ejerció sobre su obra. Pero me dice mi amigo Norman Thomas di Giovanni que yo no he leído los buenos cuentos de Hemingway y que entre ellos hay algunos que hubieran podido ser aprobados por Kipling. Ojalá tenga razón.”

VI de VII

En la “Quinta conversación”, el joven Sorrentino le pregunta al viejo y ciego Borges:

       “F.S.: ¿Usted tiene preferencia por la lectura de algún diario en particular?

            “J.L.B.: No. Además, que yo nunca leo los periódicos.

            “F.S.: ¿Antes tampoco?

      “J.L.B.: Yo nunca he leído periódicos. Y nunca los he leído porque, por alguna perversidad mía, me interesa lo que ha sucedido hace mucho tiempo más que lo contemporáneo [...]”

     

Georgie de niño
(Buenos Aires, c. 1910)

       Resulta falaz e increíble eso de que “nunca he leído los periódicos”. Basta hojear las bibliografías de Nicolás Helft y los índices de los tres tomos de los Textos recobrados para inferir o percatarse, a priori, de que esto no fue así, dado que a largo de su vida publicó en medios periodísticos: artículos, declaraciones, conferencias, reseñas, ensayos, poemas, cuentos y traducciones, la primera de ellas “El príncipe feliz”, cuento de Oscar Wilde, publicado en el periódico argentino El País, el 25 de junio de 1910, cuando aún tenía 10 años de edad; esto por la mediación del poeta Álvaro Melián Lafinur (1889-1958), primo segundo de Jorge Guillermo Borges (1874-1938), el padre de Georgie. (Según dice éste en su Ensayo autobiográfico: “Cuando tenía unos nueve años, traduje al español ‘El Príncipe feliz’ de Oscar Wilde, que se publicó en El País, un diario de Buenos Aires. Como sólo había firmado ‘Jorge Borges’, la gente supuso naturalmente que esa traducción era de mi padre.”) Por ejemplo, si en 1926 Borges colaboró doce veces en el periódico porteño La Prensa, allí, el 24 de septiembre de 1927 publicó “Sobre el idioma de los argentinos”, la primera conferencia de su larga y fructífera vida de conferencista profesional, leída un día antes por Manuel Rojas Silveyra en el Instituto Popular de Conferencias, decimotercer ciclo organizado por tal medio periodístico.

   

Ilustración de Huadi

           También es falaz que en la “Sexta conversación” sentencie como si fuera el pachá de los mil y un cuentos de nunca acabar: “yo nunca he sido lector de novelas”, dado que a lo largo de su vida reseñó y prologó algunas; e incluso tradujo varias, por ejemplo: Las palmeras salvajes, de William Faulkner; Orlando, de Virginia Woolf (cuyas traducciones del inglés a veces atribuía a su madre, pese a que en la “Segunda conversación” minimiza su criterio: “ella no es una persona especialmente literaria”); Un bárbaro en Asia, de Henri Michaux, que además de traducirla del francés para Editorial Sur en 1941, en la última etapa de su vida, con su poderoso y reputado dedo flamígero (el mismo que admiró Roger Callois y que para Drieu La Rochelle valía el viaje) la eligió y la prologó para su celebérrima Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, donde figuran otras novelas seleccionadas y prologadas por él, lo cual las hacen únicas y exclusivas. Por ejemplo, El Golem, de Gustav Meyrink (la primera novela que descifró en alemán, en Ginebra, hacia 1916); Pedro Páramo, de Juan Rulfo; Los ídolos, de Manuel Mujica Lainez; Vathek, de William Beckford; El corazón de las tinieblas y La soga al cuello, de Joseph Conrad; La máquina del tiempo y El hombre invisible, de H.G. Wells; América, de Franz Kafka; El juego de los abalorios, de Herman Hesse; Enterrado en vida, de Enoch A. Bennett; Los monederos falsos, de André Gide; Los demonios, de Dostoievski; En la plaza oscura, de Hugh Walpole; El mandarín, de E
ça de Queiroz; Las venturas y desventuras de la famosa Moll Flanders, de Daniel Defoe; El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati; Los rojos Redmayne, de Eden Phillpotts; y, desde luego, La piedra lunar, de Wilkie Collins, que, al igual que la anterior, también figuró, sin prólogo, en El Séptimo Círculo, la  colección de novelas policiales urdida entre él y Adolfo Bioy Casares para Emecé —ciento once títulos elegidos por ambos, se lee en la página 6 de Museo (Buenos Aires, Emecé, 2002)—, 
 donde en 1946 publicaron Los que aman, odian, la única novela que Bioy escribió en tándem con Silvina Ocampo.

    Todo ello contradice, además, su errado pronóstico de hierofante solipsista comulgando frente al espejo del laberinto de su ego de diosecillo bajuno, el cual repite en la “Sexta conversación”: “la novela es un género que terminará por desaparecer”.

VII de VII

El viejo Borges, en la “Primera conversación”, le dice al joven Sorrentino: “yo no leo lo que se escribe sobre mí... Yo le dije a Alicia Jurado, de quien soy muy amigo: ‘Mira, no voy a leer tu último libro porque es sobre mí, y, como el tema no me interesa, prefiero leer cualquier cosa’.”

       

(Eudeba, 1964)

         Sin duda, ese último libro de Alicia Jurado (1922-2011) es Genio y Figura de Jorge Luis Borges, número 2 de la Colección Genio y Figura editada por la EUDEBA (Editorial Universitaria de Buenos Aires), cuya primera edición “se acabó de imprimir en octubre de 1964”, la cual se considera la primera biografía de Borges, meollo que se anuncia al término de la anónima nota de la contraportada: “Su amistad con Borges le permite darnos un estudio crítico minucioso y la primera biografía de este escritor relatada por alguien que lo conoce en la intimidad.”

            Quizá Borges en verdad no leyó ese libro pionero, ¿cómo saberlo?, que además incluye una iconografía en blanco negro (que disminuyó y cambió en posteriores reediciones) y una breve antología de sus poemas, cuentos y ensayos. Y más aún: una escueta selección de laudatorias “Opiniones sobre Jorge Luis Borges” escritas por Ramón Gómez de la Serna, Victoria Ocampo, Pedro Henríquez Ureña, Francisco Romero, Amado Alonso, Enrique Anderson Imbert, André Maurois, Ernesto Sábato [sic] y Julián Marías. La oda de Sabato, publicada en el número 94 de la revista Sur (julio de 1942) —número donde, por iniciativa de José Bianco y Eduardo González Lanuza, se publicó el legendario Desagravio a Borges al no haberle otorgado el Premio Nacional de Literatura a su libro de cuentos El jardín de senderos que se bifurcan (Buenos Aires, Sur, 1941)— canta a la letra:

           

Revista Sur número 94
(Buenos Aires, julio de 1942)

           “A usted, Borges, heresiarca del arrabal porteño, latinista del lunfardo, suma de infinitos bibliotecarios hipostáticos, mezcla rara de Asia Menor y Palermo, de Chesterton y Carriego, de Kafka y Martín Fierro.

            “A usted, Borges, ante todo, lo veo como un Gran Poeta.

            “Y luego: arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil, inmortal.”

            Viene a colación esto porque en su nota 13, correspondiente a la “Sexta conversación”, Sorrentino alude la legendaria polémica que confrontó a Borges con Sabato, y que es un indicio (apenas un botón de muestra) que desmiente esa categórica declaración: “yo no leo lo que se escribe sobre mí”. Esa nota del entrevistador reza:

            “Borges y Sabato mantuvieron una breve polémica sobre aspectos del peronismo en tres números de la revista Ficción aparecidos en noviembre de 1956, y marzo y mayo de 1957. Las tres notas (la primera y la tercera, de Sabato; la segunda, de Borges) están reproducidas en: Ernesto Sabato, Claves políticas, Buenos Aires, Rodolfo Alonso, 1971 (págs. 57-71).” Y más aún: en su Ensayo autobiográfico dice, con ironía y haciendo literatura, sobre lo que lee sobre él: “Cada vez que leo algo escrito en mi contra, no sólo comparto el sentimiento, sino que siento que yo mismo podría hacer el trabajo mucho mejor. Quizá debería aconsejar a mis enemigos en potencia que me manden sus quejas de antemano, con la absoluta garantía de que recibirán mi plena ayuda y apoyo. Incluso he anisado secretamente escribir con pseudónimo una implacable diatriba contra mí mismo. ¡Ah, las crudas verdades que llevo en mi interior!”

          

Ilustración de Huadi

            
No obstante, vale transcribir el testimonio de Roy Bartholomew que se lee en su “Epílogo” a Siete noches, firmado en “Adrogué, 12 de febrero de 1980”, dado que se advierte que en el departamento B del sexto piso de Maipú 994, Borges cultivaba allí (quizá desde 1944) el inapelable y arraigado hábito de no leer lo que se escribía sobre él y, al parecer, tampoco leía ni coleccionaba sus libros, pese a que solía revisar algunos, ya para antologías de su obra, reediciones o ediciones especiales, o eliminado textos o cambiándolos de libro, o modificando líneas, títulos o palabras:

            “Excepto el ejemplar de Obras completas [Buenos Aires, Emecé, julio de 1974)] que su madre Leonor Acevedo conservó junto a su cabecera hasta morir a los noventa y nueve años [el 8 julio de 1975], ejemplar que ahora nadie toca, no hay en casa de Borges ningún libro suyo. Considera que es de mal gusto e intolerable vanidad mezclar volúmenes ‘sin importancia’ con los que ama y respeta. De ese rigor no se salvan los libros de sus amigos. En su biblioteca, espejo de sí mismo como lo fue la de Montaigne, hay pocos autores de lengua española: Quevedo, Gracián, Cervantes, Garcilaso, San Juan, fray Luis, Saavedra Fajardo, Sarmiento, Groussac, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña. Los ejemplares que le llegan de sus ediciones en español o traducidas los regala de inmediato. Debo a esa escandalosa modestia el tener obras suyas en sueco, noruego, danés, inglés, francés, italiano, portugués, japonés, hebreo, farsí, griego, eslovaco, polaco, alemán, árabe, etc. ¿Cómo suponer que haya en su domicilio recortes de periódico? De manera que el buen principio para revisar los textos de las conferencias fue conseguir ejemplares de los suplementos del diario, fotocopiarlos, cortar las fotocopias en columnas y pegarlas en hojas en blanco. Lo segundo, salvar erratas, corregir los errores de transcripción, confrontar las citas, eliminar sin contemplaciones todas las muletillas propias de una exposición oral. Hecho lo cual, leerle el resultado.”

            En fin, que si las conferencias reunidas en Siete noches suscitan asombro y hacen vivir la íntima experiencia estética, en los libros de Sorrentino hay mucha tela de dónde cortar: para que el desocupado lector, lectora o lectore, se dé gusto degollando o castrando a Cronos mientras se acaba el mundo.

 

 

Bibliografía

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