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lunes, 16 de diciembre de 2024

Proverbios del Infierno y Hombre Muerto

La voz del Diablo

 

I de VII

Emanuel Swedenborg
(1688-1772)

Una y otra vez el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) recordó que el sueco Emanuel Swedenborg (1688-1772) solía recorrer las regiones de los cielos y de los infiernos y conversar con los muertos, con los demonios y con los ángeles. Precedido por premoniciones oníricas, todo comenzó una fría y brumosa noche de 1745 en las calles de Londres, cuando Swedenborg fue seguido por un desconocido que luego apareció en su cuarto. Allí el desconocido le dijo que era el Señor (Jesús o Dios) y le encomendó la tarea de rehabilitar la decadencia de la Iglesia fundando una tercera: la Nueva Jerusalén. Arduo empeño al que Swedenborg se dedicó el resto de sus días estudiando en hebreo los libros sagrados y escribiendo en latín toda su extensa y voluminosa obra basada en tales lecturas, en sus oníricos y visionarios viajes, y en sus conversaciones metafísicas.

Emecé Editores España
(Barcelona, 1996)

          El “camino de salvación” signado por Swedenborg implica la práctica de una vida ética e intelectual, a lo que el británico William Blake (1757-1827), “discípulo rebelde de Swedenborg”, añadió “el ejercicio del arte”, dice Borges. De Swedenborg
—además de “una iglesia, que es muy linda”: “una suerte de invernáculo, como de cristal”—, “Quedan algunos testimonios de sus últimos días, de su anticuado traje negro de terciopelo y de una espada con una empuñadura de forma extraña. Su régimen de vida era austero; el café, la leche y el pan eran su alimento. A cualquier hora de la noche o del día, los sirvientes lo oían caminar por su habitación, hablando con sus ángeles.” Esculpe Borges con la sierra y el martillo en “Emanuel Swedenborg”, su prefacio a Mystical Works (edición neoyorquina, sin fecha, de la New Jerusalem Church), compilado en su libro Prólogos con un prólogo de prólogos (Buenos Aires, Torres Agüero, 1975), póstumamente reunido en el volumen Obras completas IV (Barcelona, Emecé editores, 1996), donde también figura Borges, oral, libro que reúne la transcripción de las cintas magnetofónicas, a cargo de Martín Müller, de las cinco conferencias que Borges dictó, en junio de 1978, en la Universidad de Belgrano, en Buenos Aires; la tercera de ellas también se titula “Emanuel Swedenborg”, ídem el poema de Borges que cierra su citado prefacio a Mystical Works. Pero también en ese tomo IV figura el libro Biblioteca Personal. Prólogos, previamente publicado en Buenos Aires, en abril de 1988, por Alianza Editorial con el número 7 de la serie Alianza Literatura, y por ende allí se halla el prólogo de Borges a la Poesía completa de William Blake, libro coeditado en Barcelona, en 1986, por Hyspamérica y Orbis, con el número 4 de la Colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges.

   

William Blake (1807)

Retrato de Thomas Phillips

           El conocimiento heterodoxo de Swedenborg que tuvo William Blake comenzó con el hecho de que su padre era un “no conformista de tendencia swedenborgiana”, anota el poeta español Luis Cernuda (1904-1963) en su preámbulo a la edición bilingüe que en 1983 hizo la madrileña Colección Visor de Poesía de Matrimonio del Cielo y del Infierno (c. 1790-1793), Cantos de inocencia (1789) y Cantos de experiencia (1789-1794), libros de William Blake, traducidos del inglés al castellano por Soledad Capurro. Conocimiento no exento de crítica, antagonismo, acritud, sosa cáustica y bilis negra de predicador gesticulante y callejero, como bien puede leerse, por ejemplo, en una página del citado Matrimonio del Cielo y del Infierno:

     

Colección Visor de Poesía, Volumen LXXXVII
Madrid, 1983

          “Siempre me ha parecido que los Ángeles tienen la vanidad de hablar de sí mismos como los únicos sabios; lo hacen con una confiada insolencia nacida del razonamiento sistemático.

            “Así Swedenborg alardea de que lo que escribe es nuevo, aunque sólo es un Índice o Catálogo de libros ya publicados.

            “Un hombre llevaba consigo un mono para mostrarlo, y como era algo más sabio que el mono, se envaneció y se consideró a sí mismo más sabio que siete hombres. Así es con Swedenborg: él muestra la idiotez de las iglesias y denuncia a los hipócritas, hasta que imagina que todos son religiosos y que él es el único sobre la tierra que nunca rompió una red.

            “Ahora escucha un hecho claro: Swedenborg no ha escrito una verdad nueva.

            “Ahora escucha otro: ha escrito todas las viejas falsedades.

            “Y ahora escucha el motivo. Él conversaba con los Ángeles, que son todos religiosos, y no conversaba con los Demonios que odian todos la religión, porque él era incapaz por sus engreídos conceptos.

            “Así, los escritos de Swedenborg son una recapitulación de todas las opiniones superficiales y un análisis de las más sublimes, pero nada más.

            “He aquí otro hecho evidente: cualquier hombre de talento mecánico puede sacar de las obras de Paracelso o Jacob Böhme diez mil volúmenes de igual valor que los de Swedenborg, y de las de Dante o Shakespeare un número infinito.

            “Pero cuando lo haya hecho no le dejéis que diga que sabe más que su maestro, porque sólo sostiene una vela en pleno sol.”

II de VII

Mas si Swedenborg visitaba los cielos y los infiernos y discutía con los demonios y con los ángeles e incluso con Cristo, William Blake tuvo sus propias visiones: “ocho años tenía cuando vio un árbol poblado de ángeles”. Y antes o después, Dios mismo asomó su rostro a la ventana de su cuarto y miró al niño Blake. Y cuando ya “es alumno del grabador Basire, con el cual estudia siete años, durante los cuales traza copias de las tumbas y esculturas yacentes en la abadía de Westminster”, en ésta tiene “otra de sus visiones: un día ve a Cristo y los doce apóstoles recorriendo una de las naves”.

   

Libro del Cielo y del Infierno (Emecé, 1999)
p. 96

        Siendo las cosas así de tangibles y fehacientes (ídem el beso de la princesa que transformó en príncipe al horrorosísimo sapo de las cavernas de ultratumba), no sorprende que también visitara las regiones del más allá y retornara convertido en el incontestable cartógrafo de los cielos y de los infiernos: “No salió nunca de Inglaterra, pero recorrió, como Swedenborg, las regiones de los muertos y de los ángeles. Recorrió las llanuras de ardiente arena, los montes de fuego macizo, los árboles del mal y el país de tejidos laberintos. En el verano de 1827 murió cantando. Se detenía a ratos y explicaba ‘¡Esto no es mío, no es mío!’ para dar a entender que lo inspiraban los invisibles ángeles. Era fácilmente iracundo.” Cincela Borges en su citado prólogo a la Poesía completa de William Blake. De ahí que se tenga la mórbida impresión de que William Blake era un gruñón marca Diablo que descubrió la gnóstica fórmula para llegar a la Isla Perdida después mordisquear el prohibido fruto del Árbol del Conocimiento, y entonces supo, para decirlo con Umberto Eco, cómo atrapar un basilisco con la sola ayuda de un espejuelo de bolsillo y de una fe inconmovible [tanto] en el Bestiario, como en la Biblia.

        


        Uno de los títulos más célebres de William Blake es Matrimonio del Cielo y del Infierno (c. 1790-1793). A tales páginas pertenecen los Proverbios del Infierno que tradujo al español el poeta mexicano Xavier Villaurrutia (1903-1950), reeditados en abril de 1994 por Fósforos, colección dirigida por Raúl Renán y Alfredo Herrera. Se trata de una pequeña caja, cuyo diseño, a partir de la idea original del poeta Carlos Isla, semeja ser una cajilla de cerillos de cocina, con hojas sueltas y sin número de páginas, coeditada en la Ciudad de México por Verdehalago, Revista quincenal de poesía y La Máquina Eléctrica.

    Aunque no se apunta en la minúscula edición de Fósforos, los setenta Proverbios del Infierno traducidos por el autor de Nostalgia de la muerte (Buenos Aires, Sur, 1938) aparecieron por primera vez, en la capital mexicana, en el número 6 de la revista Contemporáneos (noviembre de 1928), junto a otros textos iniciales de Matrimonio del Cielo y del Infierno.

 

Edición facsimilar 
Col. Revistas Literarias Mexicanas Modernas, Vol. II, FCE
México, 1981

            En la “Visión memorable” que precede a los Proverbios del Infierno traducidos por Xavier Villaurrutia para la revista Contemporáneos, William Blake reporta su viaje al Infierno y el origen de éstos:

     “Mientras paseaba entre las llamas del Infierno, deleitado con los goces del genio que a los ángeles parece tormento y locura, recogí algunos de sus proverbios pensando que, así como los dichos de un pueblo llevan el sello de su carácter, los proverbios del Infierno muestran la naturaleza de la Sabiduría Infernal mejor que ninguna descripción de edificios o vestiduras.”

           

Libro del Cielo y del Infierno (Emecé, 1999)
p. 163

           Uno de tales Proverbios describe los rasgos de lo que parece un fantástico, espeluznante y luciferino ser del averno, un diablo hediondo a azufre:

      “Los ojos de fuego, la nariz de aire, la boca de agua, la barba de tierra.”

      Lo que imanta, con los pelos de punta a la ponketa de huitlacoche, la enigmática imagen de un demonio que traza William Blake en la citada “Visión memorable”:

   

Poesía completa (Hyspamérica, 1986), de William Blake
p. 234

         “Cuando volví a mi casa, sobre el abismo de los cinco sentidos, allá donde una doble llanura se desploma sobre el presente mundo, vi un poderoso demonio envuelto en nubes negras, aleteando en las paredes de las rocas; con llamas corrosivas escribió la sentencia siguiente, comprendida por el cerebro de los hombres y leída por ellos en la tierra: ¿No comprendes que cada pájaro que hiende el camino del aire es un mundo inmenso de delicias cerrado para tus cinco sentidos?”

III de VII

Quizá el desocupado lector, lectora o lectore, haya visto en la pantalla grande, en DVD, en Blue-Ray o en streaming, la película Dead Man (1995), en español: Hombre Muerto, wéstern guionizado y dirigido por el cineasta norteamericano Jim Jarmusch (Akron, Ohio, 1954), cuyo epígrafe de Henry Michaux reza: “Es preferible no viajar con un hombre muerto.” Sugestiva y por instantes distorsionada y estridente música de Neil Young con su lira eléctrica, en cuyo soundtrack en CD se llega a oír fundida al estruendo del oleaje marino, e incluso se llega a escuchar la voz del contadorcito William Blake (Johnny Depp) recitando unos versos del poeta maldito William Blake. Magnética fotografía en blanco y negro de Robby Müller. Sugerentes localizaciones, escenarios, vestuarios, y tipología de indos pieles rojas y hombres blancos (caras pálidas). Persuasivas actuaciones de Johnny Depp (William Blake) y Gary Farmer (el piel roja Xebeche, alias Nobody o sea: Nadie), etc.; en cuyo reparto descuella la breve aparición de Robert Mitchum corporificando al duro, autoritario y vengativo John Dickinson, dueño de la metalistería de Machine, avérnico e inmoral pueblo extraviado en lo profundo del salvaje y lejano Oeste, que le pone precio a la cabeza de William Blake (homónimo del poeta, pintor y grabador inglés), el joven contadorcito de Cleveland atildado como payaso de circo, quien tras un largo viaje en tren, ingenuamente llega a Machine (al término de la línea ferroviaria) en busca de empleo en las oficinas de la Dickinson Metal Works (lleva consigo una inútil carta de aceptación datada hace dos meses). Pero al enredarse en un inesperado y sorpresivo crimen en un cuarto del hotel (mueren baleados el hijo del señor Dickinson y la ex amante del vástago, ex prostituta y vendedora de flores de papel en la cantina del pueblo), se transforma ipso facto en un asesino y en un perseguido.

     


         Pues bien, el regordete y bufonesco piel roja Xebeche alias Nobody, como prefiere llamarse, está muy lejos del retorcido o convencional raciocinio de un colono sin escrúpulos de origen europeo, de esos que se mueven bajo las pulsiones de la codicia, del exceso, y de la azarosa y cruenta ley del revólver: o matas o te matan. Su idiosincrasia y psique es la de un esquizoide cuyo pensamiento y cosmovisión oscilan entre lo mágico, supersticioso, ritual, poético y mítico. Piénsese, por ejemplo, que cuando tropieza con el cuerpo de William Blake, herido por una bala cerca del corazón, trata de rehabilitarlo con el poder de sus canturreos, malabares, sahumerio y rudos apretujones sobre la herida: como hundiéndole la bala, en vez de sacársela con la punta de un arma blanca y unos tragos de aguardiente, según presupone el consabido canon cinematográfico. “Hay metal de los blancos cerca del corazón”, le dice. “Traté de sacarlo, pero está muy profundo. Mi cuchillo cortaría tu corazón y sacaría el espíritu de ahí. Estúpido, maldito hombre blanco.”

   Después de consultar la omnisciente sabiduría de las piedras, el indio piel roja, con un matiz de vidente y médium, le dice a William Blake: “Las piedras redondas bajo la tierra han hablado a través del fuego. Las cosas que son parecidas crecen así por naturaleza. Las piedras que hablan vieron mucho el sol. Unos creen que bajan con el rayo. Yo creo que están en la tierra y el rayo las hunde más.” Y luego, no menos enigmático, da por hecho que el contadorcito es un hombre muerto: “¿Mataste al hombre blanco que te mató?”. Lo cual se agudiza in extremis al enterarse, con asombro y un susto que lo catapulta hacia atrás, que el contadorcito se llama William Blake, pues ipso facto supone que corporifica al poeta y grabador inglés (una sombra, un fantasma de carne y hueso). “Tú fuiste poeta y pintor. Y ahora eres asesino de hombres blancos”, le receta; dado que en su niñez conoció, en Inglaterra, la biografía, los poemas y las imágenes del artista y poeta William Blake, luego de que unos soldados ingleses se lo llevaron de Norteamérica a Europa encerrado en una jaula en calidad de criatura salvaje para exhibición, observación y tipificación.

         De ahí que empiece a parlotearle al contadorcito William Blake citando los proverbios del poeta William Blake (que el cara pálida ignora y no comprende): “Cada noche y cada mañana algunos nacen para la miseria”. “Cada mañana y cada noche, unos nacen para un dulce placer. Otros nacen para la noche eterna.”

    Y más adelante, el indio piel roja, con su olfato de perro de caza, le advierte a William Blake que lo están siguiendo para matarlo (pese a que según él ya es un hombre muerto): “Muy seguido, el hedor del hombre blanco lo antecede.” Y entonces el contadorcito lo interroga sobre lo que deben hacer y Nobody le responde manipulando uno de los Proverbios del Infierno: “El águila perdió mucho cuando se conformó con aprender del cuervo”, que Xavier Villaurrutia tradujo así: “Nunca perdió más tiempo el águila que cuando escuchó las lecciones del cuervo”.

   Ironía a la que el piel roja vuelve a recurrir después de abandonarse —oculto bajo una enorme, negra y peluda piel de oso o de búfalo, a una fiera comunión sexual con una voraz y feraz india: “Levántate y guía tu carreta y tu arado sobre los huesos de los muertos” (“Conduce tu carro y tu arado sobre los huesos de los muertos”, según Villaurrutia), proverbio precedido por una de sus paródicas lisuras de autor de sus propios proverbios: “No dejes al sol hacer un hoyo en tu trasero”.

         

Fotograma de Hombre muerto (1995)

             Al inicio del vínculo con el indio, el contadorcito William Blake ignora la destreza de las armas de fuego, pese a que por un reflejo, defensivo y de autoconservación, mató al hijo del señor Dickinson. Y aunado a su presunta amnesia o dizque modesto olvido de sus versos que Xebeche le atribuye, el indio piel roja le vaticina la cifra de su destino de hombre muerto: “Esa arma sustituirá tu lengua. Aprenderás a hablar con ella y tu poesía se escribirá ahora con sangre.” Cosa que William Blake cumple al pie de la letra sin evitarlo y con la eficacia que pergeña su meteórica leyenda negra: destino de poeta maldito (muerto y sin espíritu) extraviado en el infierno del salvaje y lejano Oeste, donde escribe con sangre sus rápidos y onomatopéyicos asesinatos-poemas; incluso, en un pasaje, esgrime como suya la borrosa e inasible identidad del verdadero poeta: “¿Eres William Blake?”, le rebuzna uno del par de marshals, calvos y cazarrecompensas, que lo rastrean para matarlo. Y él responde: “Sí, lo soy. ¿Conocen mis poemas?”. Y ¡pum! ¡pum!, truenan los balazos que los borran del mapa del tesoro andante, lo cual el contadorcito rubrica con uno de los proverbios de William Blake que le oyó al vociferino Xebeche: “Algunos nacen para la noche eterna”.

 


         En el wéstern de Jim Jarmusch el lejano y salvaje Oeste es un infierno, una laxa e inmoral tierra de nadie donde los pieles rojas, los caras pálidas y los negros son unos demonios, recíprocamente desconfiados y mezquinos, que se embriagan, fornican, engañan, insultan, maldicen, manipulan, hacen trampas, roban y matan por la menor causa, precio, equívoco, capricho, orden o provocación. Recuérdese, entre otras cosas, lo relativo a Johnny The Kidd Pickett, un jovencillo pistolero de raza negra, con una cicatriz de arma blanca en el lado izquierdo del rostro, que ya ha matado a 14 personas; pero sobre todo lo que concierne a Cole Wilson, el diabólico pistolero antropófago que asesinó y se comió a sus propios padres (y que luego asesina y devora, incluso chupándose los dedos, al pistolero hablantín que dormía con un osito de peluche), vestido de negro (con botonadura plateada, balas de plata y cacha de nácar) como dicta al canon del más malo y maldito del Oeste, quien además conlleva al demoníaco ángel exterminador que le clava la última bala a la leyenda negra del contadorcito William Blake, ya en la canoa de su viaje al más allá. 

     

Fotograma de Hombre Muerto (1995)

            O el nocturno asesinato de los tres tramperos en un claro del bosque que incita Xebeche con el contadorcito como carnada, donde una de las víctimas, el ridículamente travestido de tosca mujer, relata, alrededor de la hoguera y mientras cocina y sirve en platos metálicos, varias visiones del infierno dentro del infierno:

 

Ilustración de Arthur Rackham para
Ricitos de Oro y los tres osos

          “...con el cabello dorado [mamá osa] le hizo un suéter al osito”, dice al contar, frente a la hoguera, una chusca versión de Ricitos de Oro y los tres osos. Y luego relata un sangriento pasaje pseudohistórico, extirpado de la noche de los tiempos, que evoca el legendario y encarnizado festín caníbal de Vlad Tepes El Empalador: “Hoy recuerdo al emperador del mal, Nerón Augusto. Iba a arrasar con todos los cristianos.” “Para entretener a sus invitados, Nerón iluminaba su jardín con cuerpos de cristianos quemándose vivos en aceite atados en cruces flamantes; crucificados. Y durante la cena ordenaba que frotaran a los cristianos con hierbas de olor y ajo. Les cortaban el sexo y en costales los arrojaban a los perros salvajes.” Lo cual es signado por la cruenta y negra bendición a los frijoles sazonados con especias, leída heréticamente dizque de la Biblia, que resulta el presagio y preámbulo del asesinato a balazos de los tres tramperos: “Este día Dios te entregará en mis manos y yo te destruiré y decapitaré y daré el cadáver del anfitrión de los filisteos a las aves del aire y a las bestias de la tierra. Amén.”                    

     

Vlad Tepes almuerza rodeado de empalados

          En este sentido, el asesinato no riñe y hace íntimas migas (y danza de cachetito la macabra danza de la muerte) con algunos de los Proverbios del Infierno que parecen una apología o incitación al asesinato y a considerar el asesinato como una de las bellas artes, para deglutirlo y rumiarlo con el llevado y traído título de las memorias de Thomas de Quincey (1784-1859). “El asesinato exige, en su opinión, ser tratado estéticamente y apreciado desde un punto de vista cualitativo a la manera de una obra plástica o de un caso médico”, pontifica el heresiarca surrealista André Breton sobre De Quincey en su Antología del humor negro, urdida y prologada en 1939 e impresa al año siguiente en París, en francés, por Les Editions du Sagittaire.  

   

Fotograma de Hombre Muerto (1995)

         ¡Ha llegado el tiempo de los asesinos!, podría gritarse a los cuatro pestíferos y deletéreos vientos bajo los efectos de varias onzas de Rimbaud y Diablo Verde, sintiéndose, obviamente, el más malo y maldito pistolero del viejo, lejano y salvaje Oeste, echando bala en las inmediaciones de la cantina de Machine. Véanse, si no, algunos maléficos y atronadores ejemplares de los Proverbios del Infierno de William Blake traducidos por Xavier Villaurrutia, publicados en el número 6 de la revista Contemporáneos (noviembre de 1928), junto con otros textos iniciales del libro al que pertenecen: Matrimonio del Cielo y del Infierno (c. 1790-1793):

   

Xavier Villaurrutia (c. 1930)

Foto: Manuel Álvarez Bravo

           “Un cuerpo muerto no venga las injurias”; “Antes asesina a un niño en su cuna que nutras deseos que no ejecutes”; “Sumerge en el río a aquel que ama el agua”; “El gusano perdona el arado que lo aplasta”; “Del agua estancada espera veneno”; “Nunca pregunta el manzano o el haya cómo crecer, ni el león al caballo cómo coger su presa”; “Los tigres de la cólera son más sabios que los caballos del saber”; “La cólera del león es la sabiduría de Dios”.

    “Era fácilmente iracundo”, vale repetir que sigue puntualizando Borges de William Blake en el susodicho prólogo a su Poesía completa.  

   

Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 4

Hyspamérica Ediciones Argentina/Ediciones Orbis
Barcelona, 1986

          Pero como tan solo en unas cuantas líneas de William Blake apenas corrieron algunos chorreantes baldes de sangre, tal vez quepa sacar de la chistera un cuchillo sin hoja al que le falta el mango de Geor Christoph Lichtenberg (1742-1799), traducido del alemán por Juan Villoro en el breviario Aforismos (México, FCE, 1989): “Siempre es preferible darle el tiro de gracia a un escritor que perdonarle la vida en una reseña”.

IV de VII

Al vaticinio que el indio piel roja Xebeche, alias Nobady, le cifra al contadorcito de Cleveland (homónimo del poeta y grabador inglés William Blake) sobre el destino que lo arrastra en el infierno del salvaje y lejano Oeste (hombre muerto, sin espíritu, que escribirá sus poemas con sangre) mientras el impoluto cara pálida viaja en tren observando las mutaciones del desolado paisaje (mira grandes y solitarias estructuras rocosas en lontananza, carretas deshilachadas y tipis abandonados) y las características de los cambiantes pasajeros que lo observan a él—, lo preludia el presagio que al inicio del wéstern, sin decir aguas negras van, le recita, casi como un acertijo, el fogonero analfabeta maquillado de hollín, el mismo que le señala que esos cazadores del vagón (ataviados con ásperos gorros y abrigos de pieles peludas) que de pronto por las ventanas disparan sus fusiles Winchester, ya han masacrado un millón de búfalos el año pasado y que Machine es el infierno y que tal vez allí halle su tumba:

  “Mira hacia la ventana”. “¿No recuerdas esto cuando vas en un barco? Y más tarde en la noche, estabas recostado viendo el cielo y el agua en tu cabeza no era distinta del paisaje y piensas: ¿por qué será que el paisaje se mueve pero el barco está inmóvil?”.

    Palabras-espejo (en lo futuro), pero un galimatías para el pálido y lampiño contadorcito William Blake que tampoco las entiende mirándose la nariz y parando las orejas, y cuyo sentido se explica por sí solo al término del filme, cuando Xebeche ha dispuesto bocarriba, en una canoa que evoca la mítica barca de Caronte, el cuerpo moribundo del contadorcito. Canoa india preparada por el piel roja con ramas de cedro, tabaco, un retrato en miniatura del hombre muerto y otros enseres, que transportará a William Blake por el Gran Mar al ámbito donde se halla su espíritu, el sitio de donde supuestamente vino.

 

Fotograma de Hombre Muerto (1995)

        Sin embargo, el sentido de las palabras-espejo empieza a prefigurarse mucho antes; por ejemplo, cuando ambos van a caballo en el bosque y se encuentran, clavados en los troncos de varios árboles, los primeros retratos hablados del rostro de William Blake con el clásico: “Se busca”, “500 dólares”. Pero ante el desconcierto y berrinche del contadorcito, Xebeche le cifra uno de sus propios proverbios: “No pararás las nubes construyendo un barco”. Lo cual irrita aún más al contadorcito cara pálida, harto de las para él ininteligibles frases (los Proverbios del Infierno de William Blake), junto con los retruécanos y proverbios de su autoría con que el piel roja le parlotea. Pero éste sólo remata, burlándose, con el repetitivo, variado y bufo estribillo del tabaco (que incluso reitera casi al término de la película): “¿Seguro que no tienes tabaco?”

V de VII

El indio piel roja Xebeche, alias Nobody, le narra al joven William Blake su índole mestiza y marginal, y el significado de su nombre y sobrenombre, y la causa de que vague solo por el solitario bosque:  

Fotograma de Hombre Muerto (1995)

             “Mi sangre está mezclada. Mi madre era Ungumpe Piccana. Mi padre Absolucca. Esta mezcla no fue respetada. De niño, seguido me dejaban solo, así que pasé meses acechando a la gente alce para probar que sería buen cazador. Un día, mis parientes alces, se compadecieron y un joven alce me dio su vida. Sólo con mi cuchillo le quité su vida. Cuando iba a cortar la carne vinieron hombres blancos a mí. Eran soldados ingleses. Corté a uno, pero me dieron en la cabeza con un rifle. Todo se volvió negro. Mi espíritu pareció dejarme. Luego me llevaron al Este. En una jaula. Me llevaron a Toronto [en tren], luego a Filadelfia y luego a Nueva York. Y cada vez que llegaba a otra ciudad de algún modo, el blanco, había pasado a su gente allá, adelante de mí. Cada ciudad nueva tenía la misma gente que la anterior y no podía entender cómo una ciudad de gente podía moverse tan rápido. Finalmente, me llevaron en barco a través del Gran Mar a Inglaterra. Me pasearon ante ellos como un animal cautivo. Una exhibición. Entonces yo los remedé imitando sus modales, esperando que perdieran interés en ese joven salvaje. Pero su interés sólo aumentó. Así que me metieron a una escuela de blancos. Y ahí fue que descubrí las palabras que tú, William Blake, escribiste. Eran palabras poderosas y me hablaron. Pero hice planes cuidadosos y finalmente escapé. Una vez más crucé el gran océano. Vi muchas cosas tristes de camino a la tierra de mi pueblo. Cuando se dieron cuenta de quién era, los relatos de mis aventuras los enojaron. Me dijeron mentiroso: Xebeche. El que habla fuerte sin decir nada. Me ridiculizaron. Mi propio pueblo. Me dejaron vagar solo por la tierra. Soy Nadie.”

          Pero el sentido nodal y nom plus ultra del filme de Jim Jarmusch, es el que gira en torno al hecho quintaesencial de que para el indio piel roja Xebeche, el contadorcito de Cleveland es un hombre muerto, un muerto sin espíritu que es el poeta, pintor y grabador inglés William Blake. Así, la misión que el indio colige y se impone a sí mismo hasta las últimas consecuencias (jugarse la vida en todo momento e incluso renunciar a ella) es conducir al hombre muerto al lugar “de donde vinieron todos los espíritus. Y a donde todos los espíritus vuelven.”

          Su asumida misión de guía al más allá empieza a cobrar un rumbo más definido cuando en uno de sus personales ritos de brujo sabio, visionario y vidente, ingiere peyote, que él llama el Abuelo Peyote, el alimento del Gran Espíritu: “los poderes de la medicina te dan visiones sagradas que no son para ti, William Blake”, le dice. Y en tales visiones le mira el rostro, al hombre muerto, como si fuera el cráneo de un esqueleto, en cuyas mejillas le traza un par de símbolos semejantes a rayos, cuya críptica índole sólo entiende el indio.

        No obstante, Xebeche induce al contadorcito al ayuno: “Buscar la visión es una bendición. Para hacerlo, debemos ir sin comida, ni agua, pues todos los espíritus sagrados reconocen a aquellos que ayunan. Es bueno prepararse así para un viaje.” Ayuno, tácita e implícitamente salpimentado y reforzado con peyote, lo que explica las alucinaciones pesadillescas que luego tiene William Blake: mientras desde su diálogo y fantaseo consigo mismo se prepara para aclararle el equívoco al señor Dickinson (el dueño de la metalistería de Machine que le puso precio a su cabeza), oye aullidos y ve a hieráticos y dispersos pieles rojas maquillados de mapaches que lo observan confundidos y ocultos entre las ramas de la floresta; pero luego, en el mismo follaje, como si se tratara de un móvil y cambiante trampantojo, sólo mira a un solitario mapache que se aleja entre las matas. Más tarde halla, abandonado en un claro del bosque, a un pequeño ciervo con el sangrante y cauterizado orificio de una bala en el corazón, casi su espejo o su doble, puesto que imita su postura y sueño eterno al dormir junto al animal.

 

Fotograma de Hombre Muerto (1995)

         Pero el instante climático de las vertientes míticas y poéticas de la película empieza a entreverse en las palabras que Xebeche le dice al hombre muerto al cruzar, cada uno montado en su caballo, un paraje de árboles inmensos, luego de canturrear para sí una cantaleta, con soniquete de vocalización india, que parece un sarcástico blues: “No me importa si te casaste 17 veces. Aún te amo”. Chispa que es una minucia de toda la dosis de comedia y humor (muchas veces negro) que el filme también tiene. “Te llevaré al puente hecho de aguas”, le dice Xebeche. “El espejo. Te llevarán al siguiente nivel del mundo. El lugar de donde vienes, William Blake. Donde debe estar tu espíritu. Debo ver que pases por el espejo donde el mar se une al cielo.”

VI de VII

Que había en William Blake una buena pócima de veneno, una negra toga y un matiz de vidente, oráculo de las tinieblas, herético profeta, psicótico y tóxico poeta maldito, ni duda cabe. Los Proverbios del Infierno lo refrendan. E incluso él mismo, en cierto modo (y de muchos modos) lo dijo. 

     

Libro del Cielo y del Infierno (Emecé, 1999)
p. 61

          En una nota de William Blake al “Discurso VIII” de Sir Joshua Reynolds (director de la Royal Academy a la que el poeta, pintor y grabador ingresó en 1778) que cita Luis Cernuda en su citado prólogo a la edición conjunta de Matrimonio del Cielo y del Infierno, Cantos de Inocencia y Cantos de Experiencia, se lee: “Sentía el mismo desprecio y aborrecimiento que siento ahora. Se burlan de la inspiración y la visión. Inspiración y visión eran entonces, son ahora, y espero que sean para siempre, mi elemento, mi morada eterna. ¿Cómo podría oír que las condenan sin devolver desprecio por desprecio?”. Intrínseca, visceral y ortodoxa declaración de principios, equivalente a la milenaria ley del talión, que ineludiblemente remite a uno de sus Proverbios (traducido por Villaurrutia): “Como el aire al pájaro o el agua al pescado, así el desprecio al despreciable.”  

         

Libro del Cielo y del Infierno ((Emecé, 1999)
p. 55

          Y si otros Proverbios del Infierno implican una apología o incitación al asesinato (y por ende a reflejar, en un espejo de piedra, que el verdadero culpable y asesino es el hipócrita lector), citados en la segunda parte de la presente cibernota, y a considerar (por capricho o sin él) el asesinato como una de las bellas artes
“Tenía ganas de envenenar a un monje”, apostilló Umberto Eco sobre la idea seminal que daría cosmológico origen a El nombre de la rosa (1980)—, su petulancia de inspirado, visionario y vidente, también se transluce en el que postula: “El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría.” (Parecido al que reza: “Nunca sabrás lo que es suficiente a condición de que sepas lo que es más que suficiente”, según Villaurrutia.) Cuyo sentido evoca un fragmento de la carta que el enfant terrible Arthur Rimbaud (1854-1891) le dirigió, el 15 de mayo de 1871, a Paul Demény:

 

La nave de los locos núm. 27, Premià editora
Tercera edición, México, 1981

        “Digo que es preciso ser vidente, hacerse vidente.

       “El Poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura; él busca por sí mismo, agota en él todos los venenos para conservar sólo las quintaesencias. Inefable tortura en la que hay necesidad de toda la fe, de toda la fuerza sobrehumana, en la que él llega a ser entre todos el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito ¡y el supremo Sabio! Porque él llega a lo desconocido: ¡Puesto que él ha cultivado su alma, ya rica, más que ningún otro! Llega a lo desconocido, y cuando, loco, termina por perder la inteligencia de sus visiones, ¡él las ha visto! ¡Que reviente en su salto por las cosas inauditas e innombrables: vendrán otros horribles trabajadores: ellos comenzarán por los horizontes en los que el otro se ha desplomado!” (Versión del francés al español de Marco Antonio Campos, incluida en la edición bilingüe de Una temporada en el Infierno, publicada en México, por Premià, en 1979, con traducción, prólogo, una nota y un poema suyos.)

VII de VII

En los Proverbios del Infierno de William Blake (traducidos por Xavier Villaurrutia) late una visión maldita, anarca y herética de la vida terrestre, entendida como una temporada en el Infierno, donde el hombre, ser infinitesimal, efímero, contradictorio, y plagado de debilidades y defectos, apenas vislumbra una minucia de lo cosmogónico e inescrutable que lo rodea: “El rugido de los leones, el aullido de los lobos, la cólera del mar tempestuoso y la espada destructora son porciones de eternidad demasiado grandes para el ojo del hombre.” La religión (católica y protestante), dueña y manipuladora del pensamiento (de los anhelos de trascendencia, de los sueños, de las pesadillas), y los hipócritas religiosos (feligreses y prelados), son una despreciable ralea digna de su flagelo y de la condenada eterna a las llamas del averno: “Las prisiones están construidas con piedras de la Ley; los burdeles con piedras de la Religión”; “Así como la oruga elige las hojas más hermosas para poner sus huevos, el sacerdote deposita su maldición sobre los mejores goces”; “La Prudencia es una vieja solterona rica y fea cortejada por la Incapacidad”.

Fotograma de Hombre Muerto (1995)

            Y aquí se podría recordar un pasaje del wéstern Hombre Muerto, donde un vendedor de municiones (estereotipo de religioso que manosea la religión a su antojo como si fuera el coño de una prostituta) le dice al contadorcito William Blake que las balas que vende están bendecidas por un obispo de Detroit (cosa posible); así, cuando el piel roja Xebeche asoma la cabeza y entra al tendajón con su enorme penacho de plumas y el vendedor de municiones le niega el tabaco que exhibe frente a sus narices (al blanco se lo regala), esgrime el persignarse a modo de escudo protector y su verborrea religiosa a modo de flamígera, corrosiva y xenofóbica arma infalible: “Que Jesús lave la tierra con su santa luz y lave los sitios más oscuros de salvajes y filisteos”.

Fotograma de Hombre Muerto (1995)

             Y en el intento de frustrar su inminente asesinato por parte de William Blake que lo apunta de frente con su revólver (después de que primero el vendedor de municiones intentara matarlo a traición de un balazo), le dispara y vocifera su última maldición dizque creyente y religiosa: “Que Dios condene tu alma al fuego del Infierno”.

        Sin embargo, pese a lo antes dicho, otros Proverbios del Infierno de William Blake (oh paradoja) parecen un allegro de palpitación angelical y divina: las sabias y cantarinas consejas de una tierna abuela en tiempos de Navidad; o las observaciones de un benévolo y recto moralista con pulsiones puritanas y religiosas de hueso colorado (¡aleluya!): “Jamás se convertirá en estrella aquel cuyo rostro no irradie luz”; “El acto más sublime consiste en colocar otro delante de ti”; “El alma llena de dulce placer no puede ser manchada”; “El necio no ve el mismo árbol que el sabio”; “En tiempo de siembra, aprende; en tiempo de cosecha, enseña; en invierno, goza”; “Usa número, pesa y medida en un año de escasez”; “Como el arado obedece las palabras, Dios recompensa las plegarias”; “La abeja laboriosa no tiene tiempo para la tristeza”; “El que agradece lo que recibe soporta el peso de su abundante cosecha”; “Aquel que desea pero no obra, engendra peste”; “El pájaro, un nido; la araña, una tela; el hombre, la amistad”; “Está pronto a decir siempre tu opinión, y el ruin te evitará”; “El reloj cuenta las horas de la locura, pero ningún reloj puede contar las horas de la sabiduría”; “Exceso de pena, ríe. Exceso de alegría, llora”; “Piensa por la mañana, obra al mediodía, come por la tarde y duerme por la noche”; “Ningún pájaro se eleva demasiado alto, si vuela con sus propias alas”; “Las plegarias no aran; las alabanzas no maduran”; “El orgullo del pavo real es la gloria de Dios”; “La zorra se provee; pero Dios provee al león”; “Lubricidad del chivo, generosidad de Dios”.

          Por otro lado, el que reza: “La maldición, fortifica; la bendición relaja”, parece recordar el carozo de la mazorca de la vulgarizada apología del hombre fuerte atribuida a Friedrich Nietzsche: “Lo que no me mata, me fortalece”. (Que Efraín Huerta reviraría, quizá, con el consabido refrán a modo de poemínimo: “Lo que no mata, engorda.”)

      Pero también, entre los setenta Proverbios del Infierno que Xavier Villaurrutia tradujo al español para el número 6 de la revista Contemporáneos (noviembre de 1928), hay algunos (verdaderas illuminations, quizá cantaría exultante algún Rimbaud de vecindario perdido en el ciberespacio) que más o menos (o totalmente) reconfortan y reconcilian al ateo de a pie, al panteísta en el laberinto, al agnóstico de bolsillo, o al esteta intelectual, con lo efímero e inescrutable de la existencia no siempre placentera ni divina: “La desnudez de la mujer es la obra de Dios”; “La Eternidad está enamorada de las obras del tiempo”; “Crear una sola flor es trabajo de siglos”; “Un pensamiento llena la inmensidad”.

 

 

Audiovisual

Jim Jarmusch, Dead Man/Hombre Muerto. DVD. Film House, México, 2006.

Neil Young, Dead Man. CD. Soundtrack de Dead Man (1995), largometraje en blanco y negro con guion y dirección de Jim Jarmusch. Cuadernillo adjunto con textos e iconografía. Vapor Records. New York, 1996.

 

Bibliografía

Bioy, Casares Adolfo y Borges, Jorge Luis, Libro del Cielo y del Infierno. Antología de textos de Emanuel Swedenborg y otros autores. Prólogo de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares fechado en Buenos Aires, 27 de diciembre de 1959. Iconografía anónima y sin datar en blanco y negro. Emecé Editores. Buenos Aires, junio de 1999. 192 pp.

Blake, William, “El matrimonio del Cielo y del Infierno”, “Proverbios del Infierno”, etcétera. Traducción del inglés de Xavier Villaurrutia, en Contemporáneos núm. 6, noviembre de 1928, en Contemporáneos, tomo II (de XI), Septiembre-Diciembre de 1928, p. 213-243. Edición facsimilar. Colección Revistas Literarias Mexicanas Modernas/FCE. México, abril 15 de 1981.

Blake, William, Matrimonio del Cielo y el Infierno. Los cantos de Inocencia. Los cantos de Experiencia. Traducción del inglés de Soledad Capurro. Prólogo de Luis Cernuda. Colección Visor de Poesía, Volumen LXXXVII. Madrid, 1983. 212 pp.

Blake, William, Poesía completa. Traducción del inglés de Pablo Mañé Garzón. Prefacio de la serie y prólogo de Jorge Luis Borges. Ilustraciones anónimas en blanco y negro. Colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 4, Hyspamérica Ediciones Argentina/Ediciones Orbis. Barcelona, 1986. 256 pp.

Blake, William, Proverbios del infierno. Traducción del inglés de Xavier Villaurrutia. Cajita con hojas sueltas s/n de páginas. Colección Fósforos. Verdehalago/Revista quincenal de poesía/La Máquina Eléctrica. Ciudad de México, abril de 1994.

Borges, Jorge Luis, Biblioteca personal (prólogos). Alianza Literatura núm. 7, Alianza Editorial. Buenos Aires, abril de 1988. 136 pp.

Borges, Jorge Luis, Obras completas IV. Emecé Editores España. Barcelona, 1996. 550 pp.

Borges, Jorge Luis y Ferrari, Osvaldo, Diálogos. Editorial Seix Barral. Barcelona, abril de 1992. 384 pp.

Breton, André, Antología del humor negro. Traducción del francés de Joaquín Jordá. Compactos núm. 33, Editorial Anagrama. Barcelona, 1991. 406 pp.

Eco, Umberto, “Apostillas a El nombre de la rosa”, p. 631-664, en El nombre de la rosa. Traducción del italiano de Ricardo Pochtar. Traducción de los textos en latín de Tomás de la Ascensión Recio García. Colección Palabra Seis núm. 2, Editorial Lumen. 2ª reimpresión de la 3ª edición mexicana. México, diciembre de 2001. 672 pp.

Lichtenberg, Geor Christoph, Aforismos. Antología, prólogo, notas y traducción del alemán de Juan Villoro. México, febrero de 1989. 304 pp.

Märtin, Ralf-Peter, Los “Drácula”. Vlad Tepes, el Empalador y sus antepasados. Traducción del alemán de Gustavo Dessal. Iconografía en blanco y negro. Fábula núm. 150, Tusquets Editores. Barcelona, noviembre de 2000. 232 pp.

Miller, Henry, El tiempo de los asesinos. Un estudio sobre Rimbaud. Traducción del inglés de Roberto Bixo. El libro de bolsillo núm. 975, Alianza Editorial. Madrid, 1983. 128 pp.

Rimbaud, Arthur, Una temporada en el infierno. Edición bilingüe. Prólogo, antología, poema, y traducción del francés de Marco Antonio Campos. Ilustraciones en blanco y negro. La nave de los locos núm. 27, Premià editora. 3ª ed., segundo semestre de 1981. 120 pp.

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Trailer de Hombre Muerto (1995), wésterm con guion y dirección de Jim Jarmusch.

 

 

martes, 12 de noviembre de 2024

Conversaciones con Jorge Luis Borges

No leo lo que se escribe sobre mí


I de VII

En abril de 1974, en la capital argentina, con un tiraje de dos mil ejemplares se terminó de imprimir Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, libro de Fernando Sorrentino (Buenos Aires, noviembre 8 de 1942) editado por Casa Pardo. Según dice en su prefacio datado en julio de 1972, habló por primera vez con el autor de “El aleph”, el 2 de diciembre de 1968, al verle emerger “de la estación Moreno a la plazoleta que divide la avenida Nueve de Julio”. “Muchos meses después [apunta] tuve la oportunidad de conversar largamente con Borges. Durante siete tardes, el hacedor de ficciones me precedió, abriendo altas puertas que descubrían insospechadas escalares de caracol, por los gratos pasillos laberínticos de la Biblioteca Nacional [que el ciego escritor dirigía desde octubre de 1955], en busca de una remota salita donde no nos interrumpía el teléfono.”

   

(Casa Pardo, 1974)

           
Si bien el entrevistador dice: “Estas Siete conversaciones han sido grabadas y luego vertidas al papel”, no precisa las fechas en que se sucedieron. No obstante, en dos entrevistas Borges declara que cumplirá 72 años. En la “Segunda” puntualiza: “En agosto voy a cumplir setenta y dos años”, lo cual ocurrió el 24 de agosto de 1971. Y en la “Cuarta” reitera: “como voy a cumplir setenta y dos años, creo que puedo ser un poco herético, ¿no?” Y páginas adelante repite: “estoy por cumplir setenta y dos años”.

           

Neil Armstrong en la Luna
(julio 20 de 1969)

       O sea: probablemente las siete entrevistas se hicieron entre 1969 y 1971, o quizá entre 1970 y 1971, dado que la confección del libro tiene trabajo de galeote (pese a sus yerros) y eso no se hace de un sentón. El caso es que Borges data su “Prólogo” en “Buenos Aires, 13 de julio de 1972”. Y dos veces menciona la llegada del hombre a la Luna —él, que en la infancia leyó en inglés Los primeros hombres en la Luna (The first men in the Moon, 1901), de H.G. Wells—, lo cual ocurrió el 20 de julio de 1969; pero lo recuerda como un emotivo y entrañable suceso ya pasado y no reciente. En la “Cuarta” dice: “en el caso de los hombres que llegaron a la luna, creo que todos lo sentimos como una felicidad personal. Y yo diría más, yo diría que lo sentí como una suerte de orgullo personal como si, de algún modo, yo hubiera sido uno de los artífices de esa hazaña prodigiosa. Y quizá no me equivocaba, quizá todos los hombres han sido artífices de esa hazaña, ya que todos hemos mirado a la luna, ya que todos hemos pensado en la luna.” Y en la “Quinta” evoca: “cuando los hombres llegaron a la luna, yo no sabía que eso fuera a emocionarme. Yo pensé que era un hecho que tenía que ocurrir tarde o temprano, dados los propósitos de la ciencia. Y, sin embargo, una semana antes de la hazaña, ya empecé a inquietarme, ya empecé a sentir temor de que fracasara; y luego, cuando realmente los hombres pisaron la luna, sentí una emoción que podemos llamar íntima, personal. Y, al mismo tiempo, me alegró la idea de que, sin duda, todas las personas del mundo estaban sintiendo lo mismo, de que todos nos sentíamos personalmente felices y orgullosos de que eso hubiera ocurrido, de que, de algún modo, todos participábamos en esa hazaña, de que no se trataba simplemente de quienes la habían planeado y de quienes la ejecutaban. Todos los hombres del mundo han mirado la luna, han deseado eso y tienen que haberse sentido contentos de que eso hubiera ocurrido. Y luego pensé —quizá pude haberme equivocado— que el hecho de que tres hombres llegaran a la luna es algo que puede unir a todos los hombres. Porque es una suerte de hazaña de toda la humanidad, más allá del hecho de que sean americanos o húngaros o chinos o lo que fuere...”

II de VII


La edición de 1974 del libro Siete conversaciones con Jorge Luis Borges comprende siete partes tituladas: “Primera conversación”, “Segunda conversación”, “Tercera conversación”, etcétera. Después del título correspondiente, cada una de ellas está precedida por un conjunto de subtítulos en cursivas, separados por una serie de guiones, que le indican al lector los temas abordados. Por ejemplo, en la “Primera” se anuncia: La tortuga en el aljibe – Asesinato de Ricardo López Jordán – Límites de Buenos Aires – La abuela inglesa – Poemas a la Revolución Rusa – La broma de Florida y Boedo – Orígenes del tango – Lugones y los errores del ultraísmo – La intemporalidad de Banchs – Macedonio Fernández y Xul Solar – Leopoldo Marechal – Güiraldes, Amorim y los gauchos – Sutileza de Roberto Arlt – La profesía [sic] de Américo Castro – Francisco de Quevedo, peronista – Amabilidades de Paul Groussac”.  

 


           Después de las siete entrevistas figura el “Apéndice: Borges en inglés”, que es una entrevista al norteamericano Norman Thomas di Giovanni (1933-2017), secretario personal de Borges y traductor suyo residente en Buenos Aires con una subvención de la neoyorquina Ingram Merrill Foundation (entre noviembre de 1968 y junio de 1972) y su acompañante y lazarillo en viajes al extranjero; y su cómplice en la escritura de los poemas que integraron Elogio de la sombra (Buenos Aires, Emecé, 1969) y los cuentos de El informe de Brodie (Buenos Aires, Emecé, 1970); en la traducción y edición con variantes y añadidos a The book of imaginary beings (New York, Dutton, 1969), con un prólogo ex profeso firmado por él y Borges en Buenos Aires, May 23, 1969; y cuando el 7 de julio de 1970 éste abandonó el departamento A del octavo piso de Belgrano 1377 que virtualmente compartía con su esposa Elsa Astete Millán después de que se casó con ella, por lo civil y por la iglesia, el 4 de agosto y el 21 septiembre de 1967; singular capítulo que James Woodall bosqueja en La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro (Barcelona, Gedisa, 1998), pese a las erratas y a los yerros de la traducción al español. Le sigue la serie de “Notas”, 82 en total, correspondientes a los pies de página distribuidos en las siete entrevistas, cuya numeración es consecutiva, donde Sorrentino hace comentarios, ampliaciones o rectificaciones de lo dicho por Borges, o aporta citas y datos, sin que esto sea exhaustivo ni carente de omisiones y huecos. Y por último figuran un par de útiles herramientas que facilitan la consulta: “Índice de personas citadas y/o aludidas” e “Índice de obras citadas y/o aludidas”.

          

(El Ateneo, 1996)

        
En 1996, a través de Editorial El Ateneo, Sorrentino publicó en Buenos Aires una reedición de Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, con correcciones y notas revisadas y actualizadas (y algunas eliminadas) y otras nuevas, más un nuevo prólogo fechado en “Buenos Aires, mayo de 1996”, donde dice: “he podido enriquecer algunas referencias a la cultura angloparlante aprovechando las notas que, para la edición en inglés (Seven Conversations with Jorge Luis Borges, Troy, Nueva York, The Whitston Publishing Company, 1982), redactara su traductor, Clark M. Zlotchew.” En 2001 El Ateneo reeditó tal edición. Y en 2007, también en la capital porteña, lo hizo Editorial Losada.

           

(Losada, 2007)

          En las reediciones de 1996-2007 los pies de página, con su correspondiente numeración, están agrupados al término de cada una de las siete entrevistas. Y al cierre del libro se preservan los citados índices. Pero lo más llamativo es que Sorrentino eliminó, sin decir por qué, la entrevista a Norman Thomas di Giovanni, que es un breve, condensado y temprano testimonio, en español, de cómo él trabajaba con Borges en Buenos Aires (incluso con Adolfo Bioy Casares) y cómo, desde el principio de los años 60, la obra de Borges estaba siendo traducida al inglés y recibida en Estados Unidos, en medio de viajes, cátedras, seminarios, recitales, lecturas, simposios y doctorados de las más prestigiosas universidades norteamericanas. Y en el caso de la edición de Losada, impresa en la capital argentina en agosto de 2007 (que repite el contenido de la edición de 1996), se trata de un libro que no aprecia ni respeta al anónimo o insigne lector que lo adquiere de su bolsillo: apenas lo abres y lo empiezas a hojear, o a leer, las hojas se desprenden y al mínimo descuido terminan desparramadas en el suelo, una y otra vez.

         

(Losada, 2017)

        
En contraste con tal estafa de mercachifles sin escrúpulos, la misma Losada publicó en Barcelona, en julio de 2017, el libro Conversaciones con Jorge Luis Borges, en cuya contraportada, junto al logo de Losada, se lee un slogan mercadotécnico con el que la empresa se maquilla y parece curarse en salud: “Hacemos libros que perduran en el tiempo.”

III de VII

(2a de forros)

En la segunda de forros de Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, libro editado por Losada en agosto de 2007, se observa una anónima foto en blanco y negro en la que Borges conversa con el joven Fernando Sorrentino, quien luce sonriente y con mostacho. Es la única imagen en donde se les ve en ese libro con solapas y pastas blandas que mide 20 x 13 centímetros. En contraste, el libro Conversaciones con Jorge Luis Borges, editado por Losada en julio de 2017, es de pastas duras y mide 27.06 x 20.06 centímetros. Y si bien no brinda ninguna fotografía del entrevistado y su entrevistador, está profusa y magnéticamente ilustrado con viñetas y dibujos en color del caricaturista y artista gráfico Huadi (Hugo Alberto Díaz; Buenos Aires, agosto de 1955). De tal modo que, a priori, semeja un libro destinado al lector infantil y juvenil. Y si bien no es así en sentido estricto, el divertimento y el humor de las imágenes, viñetas y caricaturas apela al niño (y su pulsión lúdica) que todo lector, curtido y añejo, lleva dentro, pese al paso del tiempo.

            En Conversaciones con Jorge Luis Borges, Fernando Sorrentino hizo una selección de preguntas y respuestas transcritas del libro que originalmente publicó en abril de 1974 y las agrupó en nueve temas: “Geografías”, “Astucias literarias”, “Tango”, “Política”, “Colegas argentinos”, “Deportes”, “Escritores españoles”, “Dante Alighieri” y “Trabajos y bibliotecas”, salpimentados con algunos de sus pies de página.

           

Conversaciones con Jorge Luis Borges (Losada, 2017), p. 12-13
Ilustración de Huadi

           Fernando Sorrentino cumplió 82 años el 8 de noviembre de 2024. O sea: hace rato que es un abuelo. No obstante, en la caricatura de Huadi donde dialoga con el ciego y anciano Borges (p.12-13), no se le ve viejito, sino joven y sonriente, en un claro parafraseo y recreación del retrato en blanco y negro que se muestra en la segunda de forros de la citada edición de Losada de agosto de 2007. Y si bien la figura del anciano y ciego Borges es el epicentro de las viñetas y caricaturas del artista gráfico, también, con sus imágenes, dialoga y narra sus propias historietas a partir de los textos aledaños. De tal modo que ese divertimento visual evoca esa prerrogativa que Borges repitió de varias maneras y en distintos y numerosos foros, impresos y orales, que se lee en una respuesta de la “Cuarta conversación” y que Sorrentino colocó de epígrafe en su “Prólogo de 1996”: “juzgo la literatura de un modo hedónico. Es decir, juzgo la literatura según el placer o la emoción que me da.”

IV de VII

Ilustración de Huadi

Al inicio de su “Prólogo” a Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, éste dice: “Paradójicamente, los diálogos de un escritor y de un periodista se parecen menos a un interrogatorio que a una especie de introspección.” Es decir, Borges da por hecho que Fernando Sorrentino es un periodista y el carácter informal, azaroso, ocurrente y misceláneo de las preguntas y respuestas parece confirmarlo. No obstante, en un asterisco que figura al pie de su “Prólogo de 1996” el entrevistador se desmarca de ese oficio como si fuera talacha de apestados o condenados por el Diablo: “En su ‘Prólogo’ (página 7), Borges me llama ‘periodista’, profesión que jamás he ejercido y que, Dios mediante, jamás ejerceré.”

   

(Sudamericana, 1992)

          Pues será melón, pero las preguntas y respuestas que integran el libro tienen un carácter periodístico e informal y no académico. Sorrentino no conversa (ni polemiza) con Borges de escritor a escritor, sino que pregunta en calidad de reportero al más celebérrimo personaje de la literatura argentina y quizá del idioma español, cuyas anécdotas autobiográficas y temas y opiniones de diversa índole son de sobra consabidos, dado que los abordó mil y una veces. Y lo mismo podría decirse del libro que Sorrentino hizo con Bioy, cuyo título y estructura emula el que hizo con Borges: Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, Sudamericana, 1992).

        En un paréntesis que figura en la nota 17 de la “Segunda conversación”, Sorrentino dice sobre Borges. Una biografía literaria (México, FCE, 1987), póstumo volumen del crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal (1921-1985): “Este libro contiene muchos datos útiles, pero abunda también en fáciles generalizaciones, en conclusiones de tipo periodístico y en pintorescos errores de información.” Vale contrastar que Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, dadas las apostillas del entrevistador y la abundancia de caprichosas y heréticas o erradas respuestas del entrevistado, no está exento de fáciles generalizaciones, ni de conclusiones de tipo periodístico, ni de pintorescos errores de información. Veamos. Un nimio ejemplo de conclusión de tipo periodístico, y no biográfico, se lee en la nota 21 de la misma “Segunda conversación”. Allí Sorrentino apunta que el último lapso en que Borges vivió en el departamento B del sexto piso de Maipú 994 ocurrió “entre 1970 y 1986”. Pero esto no es exactamente así, dado que Borges, con María Kodama —lo relatan los biógrafos—, voló a Milán el 28 de noviembre de 1985 y por ende los últimos siete meses de su vida los vivió en Europa, donde murió en Ginebra el sábado 14 de junio de 1986, y donde sus restos descansan en el Cementerio de Plainpalais.

     

Lápida de Borges en el Cementerio de Plainpalais

       
(Losada, 1938)

          Y un
error de información se lee en la nota 44 de la edición de 1974 cuando Sorrentino data: “Franz Kafka: La metamorfosis. Traducción y prólogo de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, Editorial Losada, 1943). Contiene, además, los siguientes relatos: La edificación de la muralla china, Un artista del hambre, Un artista del trapecio, Una cruza, El buitre, El escudo de la ciudad, Prometeo y Una confusión cotidiana.” Pues si bien en la “Cuarta conversación” Borges le desvela que él no tradujo el relato “La metamorfosis”: “yo no soy el autor de la traducción de ese texto. Y una prueba de ello —además de mi palabra— es que yo conozco algo de alemán, sé que la obra se titula Verwandlung y no Die Metamorphose, y sé que hubiera debido traducirse como La transformación.” —Vale resaltar que presuntos enciclopedistas de Borges babilónico. Una enciclopedia (Buenos Aires, FCE, 2023) ignoran ese consabido dato, pues dan por hecho y pregonan a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global, que Borges tradujo “La metamorfosis”—. Por rigor informativo y bibliográfico el entrevistador debió datar, no la citada reedición de 1943 que hizo Losada con el número 118 de la colección Biblioteca clásica y contemporánea, sino la prínceps, que data de 1938. Tal es así que en la nota 3 de la edición de 1996 de su libro Siete conversaciones con Jorge Luis Borges data la edición de 1938 y amplía los datos: “Franz Kafka: La metamorfosis. Traducción y prólogo de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, Editorial Losada, 1938). Contiene, además, los siguientes relatos: ‘La edificación de la muralla china’, ‘Un artista del hambre’, ‘Un artista del trapecio’, ‘Una cruza’, ‘El buitre’, ‘El escudo de la ciudad’, ‘Prometeo’ y ‘Una confusión cotidiana’. Las traducciones de ‘Un artista del hambre’ y ‘Un artista del trapecio’ no pertenecen a Borges.” No obstante, le faltó datar allí (y refrendar) que tampoco le pertenece “La metamorfosis” y que ese libro fue el número 1 de La Pajarita de Papel, pergeñado por la iniciativa de Guillermo de Torre (1900-1971), cuñado de Borges desde hacía una década y director literario de la entonces recién fundada Editorial Losada.

   

El coronel Francisco Borges
(1933-1874)

          Y en un pintoresco error de información incurre Borges al equiparar, intrínseca e implícitamente, el presunto destino heroico del padre del escritor mexicano Alfonso Reyes con el mítico destino heroico de su abuelo paterno el coronel Francisco Borges —nacido en Entre Ríos (o en Montevideo, según varios biógrafos) el 26 de noviembre de 1833 (¿o 1832 o 1835?)— que dizque se hizo matar a los 41 años (o a los 42 o 39) el 26 de noviembre de 1874 en la Batalla de La Verde (dejando viuda a Fanny Haslam, su esposa inglesa, de 32 años, con un par de pequeños hijos suyos), ya derrotadas allí las insurrectas huestes del ex presidente Bartolomé Mitre—, episodio evocado y cantado por el nieto en charlas y textos, incluso en su Ensayo Autobiográfico, escrito en inglés con la colaboración de Norman Thomas di Giovanni a partir de la transcripción de una  conferencia sobre su obra dictada por Borges en diciembre de 1969, en la Universidad de Oklahoma, publicado el 19 de septiembre de 1970 en la revista The New Yorker con el título Autobiographical Notes y luego, con el título An Autobiographical Essay, en el libro antológico The Aleph and Other Stories 1933-1969 (New York, Dutton, 1970); y en español, con traducción anónima y el título “Las memorias de Borges”, el 17 de septiembre de 1974 fue publicado en el número mil del diario bonaerense La Opinión; y en 1999, con prólogo y traducción de Aníbal González y el título Un ensayo autobiográfico, se coeditó en Barcelona a través de Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores y Emecé; allí Borges dice:

 “En 1874, durante una de nuestras guerras civiles, mi abuelo, el coronel Borges, encontró la muerte. Tenía entonces cuarenta y un años. En las complicadas circunstancias que rodearon su derrota en La Verde, marchó lentamente a caballo, envuelto en su poncho blanco y seguido por diez o doce hombres, hacia las líneas enemigas, donde fue alcanzado por dos balas Remington. Era la primera vez que los rifles Remington se utilizaban en la Argentina, y excita mi fantasía el pensar que la marca con que me afeito cada mañana lleva el mismo nombre que la que mató a mi abuelo.” No obstante, sobre ese legendario episodio su texto más célebre es “Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges (1833-74)”, poema reunido en El hacedor (Buenos Aires, Emecé, 1960); cuyo antecedente es el poema “Al coronel Francisco Borges (1833-1834)”, añadido a Luna de enfrente en su compilación Poemas (1922-1943) (Buenos Aires, Losada, 1943), eliminado en el volumen Obra poética (Buenos Aires, Emecé, 1967). Episodio que María Esther Vázquez (1937-2017), en la página 26 de Borges. Esplendor y derrota (Barcelona, Tusquets, 1996), bosqueja con más mitomanía y pintoresquismo (y pies de página omitidos aquí):

Francisco Isidoro Borges Lafinur

     “[...] el coronel Francisco Borges Lafinur (sobrino de Juan Crisóstomo, primer poeta romántico argentino), había nacido en el sitio de Montevideo en 1832. A los quince años ya hacía la guerra, peleó en la batalla de Caseros a las órdenes de Urquiza y militó, entre otras acciones, en las fronteras del Sur y del Oeste contra los indios. ‘Tu vida/ una cosa que arrastran las batallas...’, escribió J.L.B. Llegó la presidencia de Sarmiento y, como Mitre estaba armando una revolución y el coronel Francisco Borges era mitrista, Sarmiento le preguntó si podía contar, en caso necesario, con las fuerzas que estaban bajo sus órdenes en Junín. ‘Mientras usted esté en el gobierno, puede contar con ellas’, contestó. Por desgracia, la revolución se adelantó. Como el coronel era un hombre leal, entregó el mando de sus tropas a su segundo y se presentó solo en el campamento revolucionario. Los mitristas fueron vencidos en la batalla de La Verde; el coronel Borges vistió un poncho blanco, montó a caballo y, con los brazos cruzados sobre el pecho, avanzó lentamente hacia las trincheras de los vencedores. Así se hizo matar este inflexible paladín del honor, dejando a Fanny con un hijo de dos años y otro de dos meses. Este, el menor, se llamó Jorge Guillermo y sería luego el padre de Borges.”

Bernardo Reyes
(1849-1913)

        Pero el
pintoresco error de información de Borges se lee en la “Sexta conversación”, cuando encarrerado en su recuerdo del escritor y diplomático Alfonso Reyes (1889-1959), dice: “Reyes me dijo que él había conocido a Othón, porque éste solía ir a casa de su padre, el general Reyes —que se hizo matar cuando lo de Porfirio Díaz”. En la edición de 1974 Sorrentino no remitió a ninguna nota: ni sobre el coronel Francisco Isidoro Borges Lafinur, ni sobre el poeta Manuel José Othón, ni sobre el general Bernardo Reyes (nacido en Guadalajara, Jalisco, el 20 de agosto de 1849), ni sobre el dictador Porfirio Díaz, cuya renuncia al Poder Ejecutivo, a sus 81 años, ocurrió el 25 de mayo de 1911 y su salida del país seis días después, y no el domingo 9 de febrero de 1913 cuando se sucedió la muerte del padre de Alfonso Reyes, quien al inicio de la Decena Trágica cayó abatido en el Zócalo de la Ciudad de México, durante el matutino y frustrado intento de tomar por asalto el Palacio Nacional, preludio del golpe de Estado. (Lo cual implica que en el avance de la cabalgata insurrecta comandada por Manuel Mondragón, Félix Díaz y Bernardo Reyes —al parecer en la vanguardia y envuelto en el capote que le regalara Alfonso XIII de España—, eventualmente podía matar y salir indemne o muerto en el posible cruce de proyectiles; pese a que se dice que ignoraba que el Palacio Nacional había sido recuperado por el general Lauro Villar, fiel maderista. No obstante, debió ver que frente al Palacio Nacional ya había fuerzas federales, pecho tierra, esperando su arribo.) En la edición de 1996, además de que Sorrentino no aclara el intríngulis histórico, casi incurre en otro pintoresco error de información, pues apunta en su nota 6: “Bernardo Reyes (1850-1913). Encabezó contra el presidente mexicano Francisco I. Madero una sublevación en la que halló la muerte.” Es decir, según resume Miguel Ángel Morales en la “Cronología” de La Ciudadela de fuego. A ochenta años de la Decena Trágica (libro iconográfico, de varios historiadores e investigadores, coeditado e impreso en México en 1993):

 

Mondragón le explica a Félix Díaz
el ataque del día siguiente

      “A las 03:00 horas [del domingo 9 de febrero de 1913] hay extraños movimientos de automóviles en los cuarteles de artillería y caballería de Tacubaya. Una hora después una columna de trescientos hombres sale rumbo a la prisión de Santiago Tlatelolco. Entretanto los alumnos de la Escuela Militar de Aspirantes, localizada en Tlalpan, van al Palacio Nacional para apoyar a los infidentes y se apoderan de él sin resistencia. Otras fuerzas, como la de artilleros y de ametralladoras, se suman.

  “Hacia las seis de la mañana, el general Manuel Mondragón [el padre de la futura Nahui Olin], de 55 años, ex director del Departamento de Artillería del Ejército, en donde rediseñó diversas armas (según José Juan Tablada sus simulacros de inventos fueron tan sólo combinaciones mercantiles), libera de la prisión de Santiago Tlatelolco a Bernardo Reyes [preso desde el 25 de diciembre de 1911], de 63 años, ex-Gobernador de Nuevo León y frustrado sublevado del Plan de [la] Soledad [el Plan de San Luis reformado y expedido en Soledad, Tamaulipas, el 16 de noviembre de 1911], con el que pretendía derrocar al Presidente Francisco I. Madero. [Asesinado, por órdenes del dictador Victoriano Huerta, al igual que el vicepresidente José María Pino Suárez, el sábado 22 de febrero de 1913 a un costado del Palacio Negro de Lecumberri, que era la Penitenciaría.] Ambos liberan, de la Penitenciaría (hoy Archivo General de la Nación) a los ocho de la mañana a Félix Díaz, sobrino del ex dictador y también frustrado sublevado antimaderista. Bernardo Reyes, el Marte Mexicano, toma el mando de las fuerzas sublevadas y, según lo planeado, decide ocupar el Palacio Nacional, este, sin embargo, ha sido recuperado por los generales maderistas Lauro Villar, comandante militar de la plaza, y Ángel García Peña, Secretario de Guerra y Marina.

  “Hacia las nueve de la mañana Reyes, montando Lucero, intenta el asalto de Palacio Nacional y muere acribillado. El fuego cruzado dura diez minutos pero basta para dejar un saldo de 500 muertos, la mayoría civiles, y más de mil heridos —entre ellos el general Villar. Ante esa situación Díaz y Mondragón deciden refugiarse en la Ciudadela.” 

 

En la portada:
Felicistas en el vestíbulo de la Ciudadela
(Fondo Casasola, Fototeca del INAH)

       (Que entonces era cuartel y fortaleza militar, bodega de armamento y municiones, y fábrica de armas.  Y en la actualidad alberga al Centro de la Imagen y a la Biblioteca de México, donde se resguardan, con acceso al público y protección de fondos reservados, las bibliotecas personales de José Luis Martínez, Antonio Castro Leal, Carlos Monsiváis, Jaime García Terrés y Alí Chumacero.)

   

Alfonso Reyes con su perro Alí
(Buenos Aires, 1917)

      En esa respuesta a Sorrentino, Borges le dice sobre Reyes, quien en 1929, en la capital argentina, le habría de publicar, coeditado con Proa, su tercer poemario de 62 páginas y 14 poemas, ilustrado con un retrato a lápiz del autor por Silvina Ocampo: Cuaderno San Martín, número 2 de Cuadernos del Plata, colección dirigida por el mexicano: “[...] De Alfonso Reyes guardo recuerdos excelentes. Yo lo conocí a Reyes cuando en Buenos Aires yo era —digamos— el hijo de Leonorcita Acevedo, el nieto del coronel Borges..., qué sé yo... Yo no existía por cuenta propia. Y Reyes, no sé cómo, me vio a mí en función de mí mismo y no en función de mis parentescos. Recuerdo además que Reyes tenía el don de encontrar una cita adecuada para cualquier situación humana [...] Reyes tenía una gran generosidad, que yo he encontrado también en Ricardo Güiraldes. Yo les entregaba un poema que era un mero borrador de borradores y en el cual no había llegado a decir nada, y ellos adivinaban lo que estaba tratando de decir, lo que mi inexperiencia literaria me había impedido decir. Reyes fue muy bueno conmigo. Incluyó mi libro Cuaderno San Martín en su colección Cuadernos del Plata. Él era embajador de México [en 1927 arribó a Buenos Aires en calidad de Embajador Extraordinario y Plenipotenciario y en 1930 fue destinado a Brasil] y, en cada país al que iba, se hacía amigo, desde luego, de los escritores conocidos —fue amigo de Lugones, por ejemplo—, pero también buscaba a los muchachos que empezaban a escribir. Y solía convidarme a comer con él todos los domingos a la noche en la embajada de México. Recuerdo que yo le presté a Reyes un libro de Bertrand Russell sobre filosofía de la matemática; tengo todavía el libro, con alguna nota marginal de Reyes.” 

    Es probable que en esa primera etapa de mutua amistad, Reyes le haya hablado a Borges de la muerte de su padre y Borges de la muerte de su abuelo. El caso que Reyes dató en Río de Janeiro, 24 de diciembre, 1932 el poema “9 de febrero de 1913”, en cuyas dos primeras estrofas canta el fallecimiento de su padre en calidad de supuesto Cristo militar (¿acaso se dejó matar para “salvar” a los otros?), causada por siete balas de ametralladora:  ¿En qué rincón del tiempo nos aguardas,/ desde qué pliegue de la luz nos miras?/ ¿Adónde estás, varón de siete llagas,/ sangre manando en la mitad del día?/ /Febrero de Caín y de metralla:/ humean los cadáveres en pila./ Los estribos y riendas olvidadas/ y, Cristo militar, te nos morías...

 

Bernardo Reyes acribillado en el Zócalo de México,
murió minutos después en el Palacio Nacional
(Febrero 9 de 1913)

          Vale recordar que a la postre del golpe de Estado, Rodolfo, uno de los once hermanos de Alfonso Reyes y uno de los conspiradores antimaderistas, figuró como secretario de Justicia en el primer gabinete del general golpista Victoriano Huerta, y que él, que renunció a la Secretaría de Altos Estudios y rechazó ser secretario particular del magnicida, se apresuró a concluir su tesis (Teoría de la sanción) para titularse de abogado; y ya con 24 años, con su esposa Manuela Mota y su único hijo de casi un año, el 10 de agosto de 1913 dejó la Ciudad de México en ferrocarril para embarcarse en el puerto de Veracruz “rumbo a París, en un velado destierro, como Segundo Secretario de la Legación Mexicana” de ese gobierno cruento y espurio que duró poco: entre el 19 de febrero de 1913 y el 15 de julio de 1914.

 

(Era, 1965)

       Pero también el recuerdo indeleble del funesto día en que murió su padre mientras se fraguaba el violento derrocamiento de Madero (espiritista y paladín de la democracia que sólo llevaba 15 meses en el poder), Reyes lo evocó en una memoria escrita con letra manuscrita: Oración del 9 de febrero, misma que dató, al término y con su puño y letra, el 20 de agosto de 1930, el día que [su padre] había de cumplir sus ochenta años (en realidad hubiera cumplido 81). Tal memoria permaneció inédita hasta que Ediciones Era, el 25 de abril de 1963, en su colección Alacena, la publicó en México con un tiraje de mil ejemplares.

    Esa edición prínceps se distingue porque reproduce el facsímil del manuscrito Oración del 9 de febrero, redactado con tinta azul y tachaduras, en donde al inicio se lee: Buenos Aires, 9 de febrero de 1930/ /Hace 17 años, murió mi pobre Padre. Cuya transcripción, dividida en siete partes numeradas con romanos, e ilustrada con dos retratos fotográficos de Bernardo Reyes y la reproducción facsimilar de tres firmas suyas, está precedida por una “Breve noticia de los sucesos del 9 de febrero de 1913”, vago prefacio que el historiador y periodista Gastón García Cantú fechó en Febrero de 1963.

   

Facsímil, p. 1

      En la nostalgia y recuerdo de su querido padre, previsible es que Reyes lo evoque con afecto: “Junto a él no se deseaba más que estar a su lado. Lejos de él, casi bastaba recordar para sentir el calor de su presencia.” Y al unísono e inextricable a ello, sobresale, se trasmina y prevalece una exaltación romántica de la figura paterna: “se había formado en el romanticismo tardío de nuestra América”, dice. Y más aún: “entendí que él había vivido las palabras, que había ejercido su poesía con la vida, era todo él como un poema en movimiento, un poeta romántico de que hubiera sido a la vez autor y actor. Nunca vi otro caso de mayor frecuentación, de mayor penetración entre la poesía y la vida. Naturalmente, él se tenía por hombre de acción, porque aquello de sólo dedicarse a soñar se le figuraba una forma abominable del egoísmo. Hubiera maldecido a Julien Benda y su teoría de los clérigos.”

      Tal libresca alusión coincide con lo que Borges le dice a Sorrentino sobre Reyes: encontraba la cita exacta, adecuada para cualquier situación humana: “Encontraba las citas así, enseguida.” Lo cual se observa, una y otra vez, en la retórica de la Oración del 9 de febrero. Reyes, proclive en ella a la ampulosidad y a la grandilocuencia, matiza sus dichos con culteranas citas. Pero el meollo es que con ese recargado vocabulario ve a su padre, el general Bernardo Reyes (ex candidato a la vicepresidencia del dictador Porfirio Díaz e insurrecto conspirador para arrebatarle a Madero la banda presidencial, el bastón de mando y la silla del águila), semejante a un héroe romántico (que durante “la paz porfiriana” fue un exitoso gobernante del Estado de Nuevo León). De ahí que cante en los últimos cuatro fragmentos:

Bernardo Reyes en las oficinas del Partido Reyista

         “¿Dónde hemos hallado el airón de esa barba rubia, los ojos zarcos y el ceño poderoso? Las cejas pobladas de hidalgo viejo, la mirada de certero aguilucho que cobra sus piezas en el aire, la risa de conciencia sin tacha y la carcajada sin miedo. La bota fuerte con el cascabel en el acicate, y el repiqueteo del sable en la cadena. Aire entre apolíneo y jupiterino, según que la expresión se derrame por la serenidad de la paz o se anude toda en el temido entrecejo. Allí, entre los dos ojos; allí, donde botó la lanza enemiga; allí se encuentran la poesía y la acción en dosis explosivas. Desde allí dispara sus flechas una voluntad que tiene sustancia de canción. Todo eso lo hemos hallado seguramente en la idea: en la Idea del héroe, del Guerrero, del Romántico, del Caballero Andante, del Poeta de Caballería. Porque todo su aspecto y en sus maneras, parecía la encarnación de un dechado.

  “Tronaron otra vez los cañones. Y resucitando el instinto de la soldadesca, la guardia misma rompió la prisión. ¿Qué haría el Romántico? ¿Qué haría, oh, cielos, pase lo que pase y caiga quien caiga (¡y qué mexicano dejaría de entenderlo!) sino saltar sobre el caballo otra vez y ponerse al frente de la aventura, único sitio del Poeta? Aquí morí yo y volví a nacer, y el que quiera saber quién soy que le pregunte a los hados de Febrero. Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día.

   “Cuando la ametralladora acabó de vaciar su entraña, entre el montón de hombres y de caballos, a media plaza y frente a la puerta de Palacio, en una mañana de domingo, el mayor romántico mexicano había muerto.

 “Una ancha, generosa sonrisa se le había quedado vivía en el rostro: la última yerba que no pisó el caballo de Atila; la espiga solitaria, oh Heine que se le olvidó al segador.”  

Oración del 9 de febrero (Era, 1965), facsímil, p. 44-45

           Y a propósito de pintoresquismo, vale transcribir ese curioso fragmento que parece un pasaje de folletín sobre la violenta Revolución Mexicana, en el que Reyes narra que en la prisión de Santiago Tlatelolco también estaba preso el bandolero Pancho Villa:


          “También Pancho Villa estaba, por aquellos meses, preso en la cárcel militar de Santiago. Pancho Villa escaparía pronto con anuencia de sus guardianes, y por diligencia de aquel abogado Bonales Sandoval a quien más tarde hizo apuñalar, partir en pedazos, meterlo en un saco, y enviarlo a lomo de mula a Félix Díaz, para castigarlo así de haber pretendido crear una inteligencia entre ambos. El caballero y el cabecilla alguna vez pudieron cruzarse por los corredores de la prisión. Don Quijote y Roque Guinart se contemplaban. El cabecilla lo consideraría de lejos, con aquella su peculiar sonrisa y aquel su párpado caído. El caballero se alisaría la ‘piocha’, al modo de su juventud, y recordaría sus campañas contra el Tigre de Álica, el otro estratega natural que ha producido nuestro suelo, mezcla también de hazañero y facineroso.”

V de VII

En la página 306 de su citada biografía, María Esther Vázquez apunta que el 23 de abril de 1980, en España, Borges recibió, junto a Gerardo Diego, el Premio Cervantes. Y que públicamente dijo (entre otras herejías): “Revisando con Bioy la poesía española del XIX con el propósito de compilar una antología, llegamos al Duque de Rivas y en toda su obra no encontramos un momento de ternura, de emoción, ni siquiera de arrogancia. No hallamos nada; sólo una acumulación de palabras inexplicables (...) Eso no nos pasó con Rosalía de Castro ni con los orígenes ni con el Siglo de Oro ni con los barrocos. Pero los siglos XVIII y XIX fueron bastante pobres, pese a algunos nombres honrosos.” Algo aún más corrosivo, lapidario y sintético le dijo a Sorrentino en la “Sexta conversación”, pues sobre “el siglo XVIII español” le suelta que “no vale nada” y que el XIX “realmente es una vergüenza”.

   

Conversaciones con Jorge Luis Borges, p. 74-75
Ilustración de Huadi (detalle)

           Y si alguna vez Borges lanzó, con voz de trueno, un sonoro y fulgurante cuchillo sin hoja al que le falta el mango: García Lorca es un andaluz profesional (quizá en 1933, cuando el autor de “Bodas de sangre” estuvo en Buenos Aires), ante Sorrentino cargó duro dando palos de ciego, pues le dice en una respuesta de la misma “Sexta conversación”, la cual también se lee en Conversaciones con Jorge Luis Borges, precisamente en la sección “Escritores españoles”, donde parece que su cometido es no dejar títere con cabeza:

            “A mí, García Lorca siempre me ha parecido un poeta menor. Me ha parecido un poeta meramente pintoresco, un poeta que aplicó ciertos procedimientos de la literatura francesa de entonces a los temas andaluces. Algo así como Fernán Silva Valdés aplicó el incipiente ultraísmo a ciertos temas de la nostalgia criolla, en Agua del tiempo. Más o menos lo que después haría Güiraldes con Don Segundo Sombra. La verdad es que yo nunca he podido admirar mucho a García Lorca. O, mejor dicho, me parece que lo que él hacía en verso estaba bien, pero no es muy importante lo que ha hecho; me parece que es puramente verbal, que se nota cierta íntima frialdad en todo lo que escribe. Como escritor, es incapaz de pasión. Y, en cuanto a las obras de teatro, no sé si puedo juzgarlo por una pieza llamada Yerma, una pieza que yo no pude ver hasta el fin, porque me aburrió tanto, que me tuve que ir. Creo que él tuvo la suerte de ser fusilado y creo que eso contribuye, ¿no? Posiblemente, con el tiempo él hubiera aprendido a jugar otros juegos más interesantes que los suyos. Y creo que la mía es la opinión de mucha gente en España, sobre todo en Andalucía. Creo que García Lorca ha de tener más éxito —digamos— en Castilla o en Galicia, y no en Andalucía, donde notan la falsead de su andalucismo. Y, desde luego, tendrá aún más éxito en Francia.”

           

Conversaciones con Jorge Luis Borges (Losada, 2017), p. 74-75
Ilustración de Huadi

              Sin duda Borges tenía el derecho y la libertad de disentir y criticar la obra de García Lorca, de García Márquez, de Hemingway, las novelas de Cortázar y la literatura rusa, etcétera. Pero se pasa de lanza cuando acusa la presunta falsead del andalucismo de García Lorca y resulta deshumanizado y letal cuando suelta a quemarropa que tuvo la suerte de ser fusilado (lo ejecutaron a los 38 años el 18 de agosto de 1936, cuyo réquiem, con forma de poema coral y dramático, Reyes firmó en Buenos Aires, mayo de 1937, con el título “Cantata en la tumba de Federico García Lorca”) y que eso contribuye, dado que esto equivale a pregonar, con bombo y platillo, que Borges tuvo la suerte de quedarse ciego y que eso contribuye al reconocimiento y propagación de su obra de ciego profesional. Y un ejemplo del ciego profesional sería “El poema de los dones” y “Elogio de la sombra”, su conferencia “La ceguera”, su hábito de leer con los oídos y escribir dictándole a una sucesión de amanuenses, su placer por impartir cátedras y seminarios sin ver el rostro de sus escuchas, por recibir premios, apapachos y reconocimientos aquí y acullá (incluso en el Chile de la sanguinaria dictadura del golpista Pinochet y en la Argentina bajo el régimen de terror de la junta militar), por su colección de bastones, togas, birretes y rutilantes medallas, preseas, doctorados y condecoraciones, por dejarse conducir por sucesivos lazarillos y lazarillas, por contar y recontar los consabidos episodios de su vida y de su genealogía, su ideario y sus polémicas o certeras opiniones ante cientos de entrevistadores de toda laya: de la prensa, de la literatura, de la radio, de la tv y del cine, por su regusto por firmar autógrafos y dedicatorias en sus libros sin ver los rostros de sus lectores ni los rostros de sus mil y un fans formados en constante fila india, ya en solitario o codo a codo con Bioy, y por posar y dejarse fotografiar hasta la saciedad y quizá ad nauseam.

            No obstante, en su descargo, vale recordar lo que dijo en su conferencia “La ceguera”, oralmente dicha, casi a los 78 años, el 3 de agosto de 1977 en el teatro Coliseo de Buenos Aires, revisada y reescrita, con el auxilio de Roy Bartholomew, ex profeso para Siete noches (libro publicado en México, en 1980, por el FCE, a petición expresa de José Luis Martínez, su entonces director):

      “La ceguera no ha sido para mí una desdicha total, no se la debe ver de un modo patético. Debe verse como un modo de vida: es uno de los estilos de vida de los hombres.

     

Ilustración de Huadi

          “Ser ciego tiene sus ventajas. Yo le debo a la sombra algunos dones: le debo el anglosajón, mi escaso conocimiento del islendés [sic], el goce de tantas líneas, de tantos versos, de tantos poemas, de haber escrito otro libro, titulado con cierta falsedad, con cierta jactancia, Elogio de la sombra.”

     Y, según revela allí: “el ciego se siente rodeado por el cariño de todos. La gente siempre siente buena voluntad para un ciego.” Aunque no siempre el ciego por la gente, pues según cuentea Patricio Zunini en su conjetural, fantasioso, y muchas veces errado, omiso y mal documentado Borges en la biblioteca (Buenos Aires, Galerna, 2023): “Los días que estaba del malhumor” (y no toleraba el zumbido de una mosca) en el bar de la Galería del Este (cercano a su departamento de Maipú e inmediato a la librería La Ciudad, que entre 1978 y 1979 coeditó con Franco Maria Ricci seis títulos de La Biblioteca de Babel), “si alguien se le acercaba indeciso, él decía en voz muy alta: ‘¿Qué le pasa? ¿Le da asco ver comer a un ciego?’ Pero eso pasaba realmente muy de vez en cuando. En general, Borges disfrutaba los diálogos con desconocidos.”

     En este sentido, quizá Borges hubiera dicho lo mismo que, cita, dijo el ciego Joyce valerosamente (y mendazmente): “de todas las cosas que me han sucedido creo que la menos importante es la de haberme quedado ciego”. Pues Borges, paralelo a Joyce, trajo una música nueva al español: una música única, la de Borges; y, semejante al escritor irlandés: “Ha dejado parte de su vasta obra ejecutada en la sombra: puliendo las frases en su memoria, trabajando a veces una sola frase durante todo un día y luego escribiéndola y corrigiéndola. Todo en medio de la ceguera [...]”

    Resulta consecuente, entonces, que más adelante postule en calidad de esteta y oráculo del Cono Sur:

   “Para la tarea del artista, la ceguera no es una desdicha: puede ser un instrumento. Fray Luis de León dedicó una de sus odas más bellas a Francisco Salinas, músico ciego.

   “Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y esto tiene que ser más fuerte en el caso del artista. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte: tiene que aprovecharlo. Por eso yo hablé en un poema del antiguo alimento de los héroes: la humillación, la desdicha, la discordia. Esas cosas nos fueron dadas para que las transmutemos, para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo.

     “Si el ciego piensa así, está salvado. La ceguera es un don.”

     Por ende: si el andaluz piensa así, está salvado. El andalucismo es un don.

            En fin, que en la “Sexta conversación”, aún con el garrote, otro sonoro palo de ciego se lo sorraja en el coco a Hemingway, como si fuera el fruto de una palmera cubana o un bamboleante monigote de cartón o una piñata navideña o de cumpleaños, casi diciendo que tuvo la suerte de suicidarse y con ello suicidar su obra:

           

Ernest Hemingway
(1899-1961)

           “Yo no puedo hablar de Hemingway, porque siempre he sentido cierta antipatía por lo que él ha escrito. Es decir, yo leí un libro de él —no recuerdo cuál era— que me gustó, y luego, hacia el final, descubrí que el personaje que a mí me parecía execrable estaba sentido como admirable por el autor. Hemingway era una persona a quien le interesaban la crueldad y la brutalidad [una dosis de esto se lee en ‘La intrusa’ y en ‘El muerto’ y en ‘El Sur’, cuentos de Borges, incluso en ‘Hombre de la esquina rosada’, antecedente de ‘Historia de Rosendo Juárez’, y en otros cuentos reunidos en El informe de Brodie y en varias de sus milongas de compadritos, orilleros y cuchilleros], y yo creo que tiene que haber algo malo en una persona así. Y creo que, al fin, él llegó a ese juicio también; creo que él se arrepintió de haber pasado buena parte de su vida entre gansters o toreros o boxeadores. Y creo que, cuando se suicidó, eso fue como una suerte de juicio que él ejerció sobre su obra. Pero me dice mi amigo Norman Thomas di Giovanni que yo no he leído los buenos cuentos de Hemingway y que entre ellos hay algunos que hubieran podido ser aprobados por Kipling. Ojalá tenga razón.”

VI de VII

En la “Quinta conversación”, el joven Sorrentino le pregunta al viejo y ciego Borges:

       “F.S.: ¿Usted tiene preferencia por la lectura de algún diario en particular?

            “J.L.B.: No. Además, que yo nunca leo los periódicos.

            “F.S.: ¿Antes tampoco?

      “J.L.B.: Yo nunca he leído periódicos. Y nunca los he leído porque, por alguna perversidad mía, me interesa lo que ha sucedido hace mucho tiempo más que lo contemporáneo [...]”

     

Georgie de niño
(Buenos Aires, c. 1910)

       Resulta falaz e increíble eso de que “nunca he leído los periódicos”. Basta hojear las bibliografías de Nicolás Helft y los índices de los tres tomos de los Textos recobrados para inferir o percatarse, a priori, de que esto no fue así, dado que a largo de su vida publicó en medios periodísticos: artículos, declaraciones, conferencias, reseñas, ensayos, poemas, cuentos y traducciones, la primera de ellas “El príncipe feliz”, cuento de Oscar Wilde, publicado en el periódico argentino El País, el 25 de junio de 1910, cuando aún tenía 10 años de edad; esto por la mediación del poeta Álvaro Melián Lafinur (1889-1958), primo segundo de Jorge Guillermo Borges (1874-1938), el padre de Georgie. (Según dice éste en su Ensayo autobiográfico: “Cuando tenía unos nueve años, traduje al español ‘El Príncipe feliz’ de Oscar Wilde, que se publicó en El País, un diario de Buenos Aires. Como sólo había firmado ‘Jorge Borges’, la gente supuso naturalmente que esa traducción era de mi padre.”) Por ejemplo, si en 1926 Borges colaboró doce veces en el periódico porteño La Prensa, allí, el 24 de septiembre de 1927 publicó “Sobre el idioma de los argentinos”, la primera conferencia de su larga y fructífera vida de conferencista profesional, leída un día antes por Manuel Rojas Silveyra en el Instituto Popular de Conferencias, decimotercer ciclo organizado por tal medio periodístico.

   

Ilustración de Huadi

           También es falaz que en la “Sexta conversación” sentencie como si fuera el pachá de los mil y un cuentos de nunca acabar: “yo nunca he sido lector de novelas”, dado que a lo largo de su vida reseñó y prologó algunas; e incluso tradujo varias, por ejemplo: Las palmeras salvajes, de William Faulkner; Orlando, de Virginia Woolf (cuyas traducciones del inglés a veces atribuía a su madre, pese a que en la “Segunda conversación” minimiza su criterio: “ella no es una persona especialmente literaria”); Un bárbaro en Asia, de Henri Michaux, que además de traducirla del francés para Editorial Sur en 1941, en la última etapa de su vida, con su poderoso y reputado dedo flamígero (el mismo que admiró Roger Callois y que para Drieu La Rochelle valía el viaje) la eligió y la prologó para su celebérrima Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, donde figuran otras novelas seleccionadas y prologadas por él, lo cual las hacen únicas y exclusivas. Por ejemplo, El Golem, de Gustav Meyrink (la primera novela que descifró en alemán, en Ginebra, hacia 1916); Pedro Páramo, de Juan Rulfo; Los ídolos, de Manuel Mujica Lainez; Vathek, de William Beckford; El corazón de las tinieblas y La soga al cuello, de Joseph Conrad; La máquina del tiempo y El hombre invisible, de H.G. Wells; América, de Franz Kafka; El juego de los abalorios, de Herman Hesse; Enterrado en vida, de Enoch A. Bennett; Los monederos falsos, de André Gide; Los demonios, de Dostoievski; En la plaza oscura, de Hugh Walpole; El mandarín, de E
ça de Queiroz; Las venturas y desventuras de la famosa Moll Flanders, de Daniel Defoe; El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati; Los rojos Redmayne, de Eden Phillpotts; y, desde luego, La piedra lunar, de Wilkie Collins, que, al igual que la anterior, también figuró, sin prólogo, en El Séptimo Círculo, la  colección de novelas policiales urdida entre él y Adolfo Bioy Casares para Emecé —ciento once títulos elegidos por ambos, se lee en la página 6 de Museo (Buenos Aires, Emecé, 2002)—, 
 donde en 1946 publicaron Los que aman, odian, la única novela que Bioy escribió en tándem con Silvina Ocampo.

    Todo ello contradice, además, su errado pronóstico de hierofante solipsista comulgando frente al espejo del laberinto de su ego de diosecillo bajuno, el cual repite en la “Sexta conversación”: “la novela es un género que terminará por desaparecer”.

VII de VII

El viejo Borges, en la “Primera conversación”, le dice al joven Sorrentino: “yo no leo lo que se escribe sobre mí... Yo le dije a Alicia Jurado, de quien soy muy amigo: ‘Mira, no voy a leer tu último libro porque es sobre mí, y, como el tema no me interesa, prefiero leer cualquier cosa’.”

       

(Eudeba, 1964)

         Sin duda, ese último libro de Alicia Jurado (1922-2011) es Genio y Figura de Jorge Luis Borges, número 2 de la Colección Genio y Figura editada por la EUDEBA (Editorial Universitaria de Buenos Aires), cuya primera edición “se acabó de imprimir en octubre de 1964”, la cual se considera la primera biografía de Borges, meollo que se anuncia al término de la anónima nota de la contraportada: “Su amistad con Borges le permite darnos un estudio crítico minucioso y la primera biografía de este escritor relatada por alguien que lo conoce en la intimidad.”

            Quizá Borges en verdad no leyó ese libro pionero, ¿cómo saberlo?, que además incluye una iconografía en blanco negro (que disminuyó y cambió en posteriores reediciones) y una breve antología de sus poemas, cuentos y ensayos. Y más aún: una escueta selección de laudatorias “Opiniones sobre Jorge Luis Borges” escritas por Ramón Gómez de la Serna, Victoria Ocampo, Pedro Henríquez Ureña, Francisco Romero, Amado Alonso, Enrique Anderson Imbert, André Maurois, Ernesto Sábato [sic] y Julián Marías. La oda de Sabato, publicada en el número 94 de la revista Sur (julio de 1942) —número donde, por iniciativa de José Bianco y Eduardo González Lanuza, se publicó el legendario Desagravio a Borges al no haberle otorgado el Premio Nacional de Literatura a su libro de cuentos El jardín de senderos que se bifurcan (Buenos Aires, Sur, 1941)— canta a la letra:

           

Revista Sur número 94
(Buenos Aires, julio de 1942)

           “A usted, Borges, heresiarca del arrabal porteño, latinista del lunfardo, suma de infinitos bibliotecarios hipostáticos, mezcla rara de Asia Menor y Palermo, de Chesterton y Carriego, de Kafka y Martín Fierro.

            “A usted, Borges, ante todo, lo veo como un Gran Poeta.

            “Y luego: arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil, inmortal.”

            Viene a colación esto porque en su nota 13, correspondiente a la “Sexta conversación”, Sorrentino alude la legendaria polémica que confrontó a Borges con Sabato, y que es un indicio (apenas un botón de muestra) que desmiente esa categórica declaración: “yo no leo lo que se escribe sobre mí”. Esa nota del entrevistador reza:

            “Borges y Sabato mantuvieron una breve polémica sobre aspectos del peronismo en tres números de la revista Ficción aparecidos en noviembre de 1956, y marzo y mayo de 1957. Las tres notas (la primera y la tercera, de Sabato; la segunda, de Borges) están reproducidas en: Ernesto Sabato, Claves políticas, Buenos Aires, Rodolfo Alonso, 1971 (págs. 57-71).” Y más aún: en su Ensayo autobiográfico dice, con ironía y haciendo literatura, sobre lo que lee sobre él: “Cada vez que leo algo escrito en mi contra, no sólo comparto el sentimiento, sino que siento que yo mismo podría hacer el trabajo mucho mejor. Quizá debería aconsejar a mis enemigos en potencia que me manden sus quejas de antemano, con la absoluta garantía de que recibirán mi plena ayuda y apoyo. Incluso he anisado secretamente escribir con pseudónimo una implacable diatriba contra mí mismo. ¡Ah, las crudas verdades que llevo en mi interior!”

          

Ilustración de Huadi

            
No obstante, vale transcribir el testimonio de Roy Bartholomew que se lee en su “Epílogo” a Siete noches, firmado en “Adrogué, 12 de febrero de 1980”, dado que se advierte que en el departamento B del sexto piso de Maipú 994, Borges cultivaba allí (quizá desde 1944) el inapelable y arraigado hábito de no leer lo que se escribía sobre él y, al parecer, tampoco leía ni coleccionaba sus libros, pese a que solía revisar algunos, ya para antologías de su obra, reediciones o ediciones especiales, o eliminado textos o cambiándolos de libro, o modificando líneas, títulos o palabras:

            “Excepto el ejemplar de Obras completas [Buenos Aires, Emecé, julio de 1974)] que su madre Leonor Acevedo conservó junto a su cabecera hasta morir a los noventa y nueve años [el 8 julio de 1975], ejemplar que ahora nadie toca, no hay en casa de Borges ningún libro suyo. Considera que es de mal gusto e intolerable vanidad mezclar volúmenes ‘sin importancia’ con los que ama y respeta. De ese rigor no se salvan los libros de sus amigos. En su biblioteca, espejo de sí mismo como lo fue la de Montaigne, hay pocos autores de lengua española: Quevedo, Gracián, Cervantes, Garcilaso, San Juan, fray Luis, Saavedra Fajardo, Sarmiento, Groussac, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña. Los ejemplares que le llegan de sus ediciones en español o traducidas los regala de inmediato. Debo a esa escandalosa modestia el tener obras suyas en sueco, noruego, danés, inglés, francés, italiano, portugués, japonés, hebreo, farsí, griego, eslovaco, polaco, alemán, árabe, etc. ¿Cómo suponer que haya en su domicilio recortes de periódico? De manera que el buen principio para revisar los textos de las conferencias fue conseguir ejemplares de los suplementos del diario, fotocopiarlos, cortar las fotocopias en columnas y pegarlas en hojas en blanco. Lo segundo, salvar erratas, corregir los errores de transcripción, confrontar las citas, eliminar sin contemplaciones todas las muletillas propias de una exposición oral. Hecho lo cual, leerle el resultado.”

            En fin, que si las conferencias reunidas en Siete noches suscitan asombro y hacen vivir la íntima experiencia estética, en los libros de Sorrentino hay mucha tela de dónde cortar: para que el desocupado lector, lectora o lectore, se dé gusto degollando o castrando a Cronos mientras se acaba el mundo.

 

 

Bibliografía

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