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lunes, 13 de enero de 2025

Diez Cuentos de Terror

Los horrorosísimos espantos del

Parque de Atracciones POEᵀᴹ

 

I de III

Con el número 77 de la colección Ilustrados de la editorial española Reino de Cordelia, “en el invierno de 2017” “se acabó de imprimir”, en Madrid, el volumen Diez Cuentos de Terror. Se trata de una antología a dos tintas, con sobrecubierta y en cartoné, que reúne una decena de relatos del norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) traducidos por la española Susana Carral, profusamente ilustrados por la artista gráfica María Espejo; cuya “Edición, selección y prólogo” se debe a Luis Alberto de Cuenca y Pardo.

           

Colección Ilustrados número 77, Reino de Cordelia
Madrid, invierno de 2017

         
Si bien se trata de un vistoso libro que focaliza y explota una mínima muestra de la obra narrativa de Edgar Allan Poe, llama la atención, y chirría con estridencia, el despropósito del antólogo al descalificar las reputadas traducciones del argentino Julio Cortázar, fallecido en París, a los 69 años, el 12 de febrero de 1984. Es decir, según apunta en su prefacio datado en “Madrid, 15 de noviembre de 2016”, en tándem con “Jesús Egido, director y propietario de Reino de Cordelia”, hizo ex profeso la selección de los diez cuentos de Poe, cuyos supuestos “Títulos originales” en inglés (con el año de su publicación) se leen al inicio de la página legal y en español en su texto con una serie de loas (“formidables, únicos e irrepetibles”): Berenice, Ligeia, La caía de la casa Usher, La máscara de la Muerte Roja, El pozo y el péndulo, El corazón delator, El gato negro, El entierro prematuro, La verdad sobre el caso del señor Valdemar y El barril de amontillado. Pero a la hora de ponderar (y pregonar) el trabajo de la traductora, el prologuista truena lapidario como si con su voz de trueno hiciera polvo la versión cortazariana (quizá dando por sentado que la sepulta por los siglos de los siglos con su venenoso y falaz rayo de malaleche): “Como la pulquérrima traducción de Cortázar nos parecía demasiado cortazariana y bastante alejada del original [sic], pensamos en una excelente traductora española, Susana Carral, para acometer la tarea de trasladar al castellano las diez joyas, arriba citadas, del sanctasanctórum de Poe.”

            Nadie ignora que a estas alturas del siglo XXI abundan, en el disperso ámbito del idioma español, las mil y una traducciones y antologías de la obra narrativa de Poe. Y entre tales descuella sobremanera la pulquérrima versión cortazariana, cuya primera edición se remonta a mediados de los años 50 del siglo XX en una remota isla del Caribe (en cuya Universidad de Río Piedras estaba refugiado el escritor granadino Francisco Ayala) y su boom a partir de 1970, cuando Alianza Editorial publicó en Madrid, por primera vez, el par de tomitos con los 67 Cuentos de Poe (números 277 y 278 de la serie El Libro de Bolsillo), con su prólogo biográfico (“Vida de Edgar Allan Poe”), con sus postreros y eruditos comentarios y apuntes bibliográficos, todo precedido por la breve advertencia que en la página legal aún canturrea a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y envirulada aldea global: “Esta obra fue publicada en 1956 por Ediciones de la Universidad de Puerto Rico en colaboración con la Revista de Occidente con el título Obras en prosa I. Cuentos de Edgar Allan Poe. La actual edición de Alianza Editorial ha sido revisada y corregida por el traductor.”

   

El libro de bolsillo números 277 y 278, Alianza Editorial
(Madrid, undécima edición: 1984. Y octava edición: 1983.)

         
El buqué, la tesitura y la eufonía de la versión cortazariana de la narrativa de Poe tiene prestigio (pese a ciertos bemoles) y se defiende sola (no necesita las porras de un infinitesimal reseñista vociferando en el silencio sordo y solitario del ciberespacio) y por ello se ha seguido reeditando hasta lo que va del siglo XXI. No obstante, vale citar varios ejemplos donde esto es más que fehaciente.

  Uno: Narración de Arthur Gordon Pym; libro editado por Libros del Zorro Rojo e impreso en Polonia, en “enero de 2015”, con espléndidas ilustraciones en blanco y negro del artista gráfico Luis Scafati; cuyo prólogo y traducción de Cortázar se publicaron por primera vez en 1956 a través de las Ediciones de la Universidad de Puerto Rico y la Revista de Occidente; traducción revisada por el autor ex profeso para Alianza Editorial, que la publicó en Madrid, en 1971, con el número 341 de la serie El Libro de Bolsillo.

El libro de bolsillo número 341, Alianza Editorial
(Madrid, treceava edición: 1998)

       Dos: La trilogía Dupin; libro que reúne la traducción que hizo Cortázar de los tres cuentos detectivescos de Poe protagonizados por el chevalier Auguste Dupin, publicado por Seix Barral, en Barcelona, en junio de 2006, con un “Prólogo” de Matthew Pearl (traducido por Vicente Villacampa), el prestigioso autor de El club Dante (México, Seix Barral, 2004) y La sombra de Poe (México, Seix Barral, 2006).

 

Aurora Bernárdez y Julio Cortázar

         
Tres: Cuentos de imaginación y misterio; volumen editado por Libros del Zorro Rojo, cuya “Quinta reimpresión” impresa en Polonia data de “septiembre de 2016” (la “Primera edición” se tiró en “septiembre de 2009”), ilustrado con láminas en blanco y negro del artista gráfico Harry Clarke (epígono de Aubrey Beardsley), que reúne 22 de los 67 cuentos de Poe traducidos por Cortázar, precedidos por un “Prefacio” suyo datado en “1972”, aliñados con sus postreros comentarios y correspondientes datos bibliográficos. Vale subrayar que ese preámbulo de Cortázar fue traducido por la argentina Aurora Bernárdez (su esposa y cómplice durante los años europeos en que él tradujo y prologó las narraciones y los ensayos de Edgar Allan Poe) y es un examen —crítico, analítico y agudo— sobre la controvertida personalidad y la obra del escritor norteamericano.

Cuatro: Antología universal del relato fantástico; volumen editado en 2013, en Girona, por Atalanta, con notas, “Edición y prólogo de Jacobo Siruela”, donde figura la traducción que Cortázar hizo del cuento de Poe: “Manuscrito hallado en una botella”.

Cinco: Cuentos completos de Edgar Allan Poe; anónimo volumen editado en Barcelona por Edhasa, cuya “Cuarta reimpresión” data de “mayo de 2015” (y la primera de “enero de 2009”), que reúne los 67 relatos de Poe traducidos por Cortázar (más otros textos traducidos por Gregorio Cantera), reordenados cronológicamente “siguiendo la edición llevada a cabo por Patrick E. Quinn y G.R. Thompson para The Library of America (Poe, Poetry, Tales & Selected Esssays, Nueva York, 1984)”, se dice en la anónima “Nota del Editor”.

Seis: Relatos de ciencia ficción; libro publicado en Madrid, en 2018, con el número 24 de la serie Letras Populares de Ediciones Cátedra, que reúne quince cuentos de Poe traducidos por Cortázar y tres poemas de Poe traducidos por José Francisco Ruiz Casanova, precedidos por una avezada “Introducción” de Julián Diez.

 

Bibliotheca AVREA, Ediciones Cátedra
(Madrid, octubre 7 de 2011)

         Siete:
Narrativa completa de Edgar Allan Poe; tomo publicado en Madrid, “el 7 de octubre de 2011”, por Ediciones Cátedra en la Bibliotheca AVREA, el cual agrupa, cronológicamente, las traducciones que Julio Cortázar hizo de los 67 cuentos de Poe; más La narración de Arthur Gordon Pym, traducido por éste, y Julius Rodman, traducido por Margarita Rigal Aragón, editora del volumen; quien además de su erudita “Introducción general”, incluyó una “Cronología” biográfica, una “Relación de los lugares en los que Poe vivió”, una comentada “Selección bibliográfica”, y un conjunto de sesudas notas: una por cada texto de Poe compilado en el volumen. Con su ojo clínico de experta, declara a la mitad de su nota “Criterios de esta edición”: “Para las narraciones breves y para la Narración de Arthur Gordon Pym seguimos la traducción que Julio Cortázar realizase a principios de los años cincuenta del siglo pasado y que fue publicada, inicialmente, en 1956 por Ediciones de la Universidad de Puerto Rico en colaboración con la Revista de Occidente. Sus traducciones son, no solo para esta editora, sino para el resto de los estudiosos de Poe, las mejores que se han realizado en nuestra lengua. Quedamos profundamente agradecidos a su viuda, que ha permitido su reproducción en este volumen. [Cabe puntualizar que Aurora Bernárdez, a esas alturas del tiempo, no era su viuda, sino su heredera universal y albacea literaria.] Julio Cortázar no tradujo, sin embargo, El diario de Julius Rodman, por ello la traducción ofrecida ha sido realizada por la editora.”

 

Colección Voces/Literatura número 113, Páginas de Espuma
(México, segunda edición, diciembre de 2008)

         
Ocho: Cuentos completos. Edición comentada; ladrillesco tomo que reúne los 67 relatos de Poe con la consabida Traducción y prólogo de Julio Cortázar (pero sin sus eruditas y postreras “Notas”, en cuyo inextricable proemio resume las razones del ordenamiento que hizo de los 67 cuentos), cuya “Segunda edición” impresa en México por Páginas de Espuma data de “diciembre de 2008” (la primera apareció en España un mes antes). Se trata de un adoratorio o volumen de culto: Poe-Cortázar, cuyos convocantes editores: Fernando Iwasaki y Jorge Volpi, bosquejan sus reglas editoriales en la nota preliminar “Poe & CÍA” (firmada por ambos en “México D.F.-Sevilla, otoño de 2008”), dando por resultado que 67 escritores de ambos lados del Atlántico (nacidos después de 1960 y por lo menos con un libro publicado) comenten, uno a uno, los 67 cuentos de Poe traducidos por Cortázar. Cada comentario no figura después del relato, sino antes de cada uno, como si tal comentario personal y egocéntrico (a veces bastante simplote o baladí) fuera más relevante que el cuento de Poe traducido por Cortázar. A esto se añade la postrera crónica egotista de Fernando Iwasaki, donde narra una efímera y ritual visita turística que hizo a los sitios del culto e idolatría poeiana en Baltimore. No obstante, los principales textos laudatorios sobre el binomio Poe-Cortázar son la “Presentación” del mexicano Carlos Fuentes y el texto del peruano Mario Vargas Llosa titulado “Poe y Cortázar”, firmado en “Madrid, 21 de agosto de 2008”, donde a la mitad afirma, muy docto, el también catedrático (en distintas universidades) y miembro de la Academia Peruana de la Lengua (desde 1975), de la Real Academia Española (desde 1994) y de la Academia Francesa desde el 25 de noviembre de 2021:

   “La traducción que hizo Cortázar de los cuentos, ensayos y novelas cortas de Poe merece figurar entre las obras maestras de la literatura contemporánea en lengua española, así como la traducción de los cuentos de Poe por Baudelaire es reconocida como uno de los monumentos literarios de la lengua francesa. Esta traducción, al mismo tiempo que una maestría absoluta en el dominio del inglés y el español y un conocimiento exhaustivo de la obra de Poe, delata una cercanía intelectual y un amor apasionado de Cortázar por el mundo de la fantasía, los fantasmas y los traumas con los que el genio de Poe construyó su obra. Su mayor mérito es que ella en ningún momento parece una traducción pues Cortázar ha conseguido recrear dentro del espíritu de la lengua de Cervantes y de Borges el lenguaje de Edgar Allan Poe, encontrando equivalencias lingüísticas y reconstruyendo dentro del genio de nuestra lengua las peculiaridades estilísticas inglesas y la riquísima orfebrería léxica con que Poe elaboró todos sus textos. Quiero decir que, como todas las grandes traducciones, la versión que el autor de Rayuela da de la obra del norteamericano pertenece tanto a Poe como al propio Cortázar.

 

Mario Vargas Llosa entre Aurora Bernárdez y Julio Cortázar
(Grecia, 1967)

         “Para comprobarlo vale la pena leer el largo y lúcido ensayo con que la traducción de Cortázar apareció en su primera edición, hecha por la Universidad de Puerto Rico. En ella Cortázar, además de examinar con erudición el mundo de Poe, sus fuentes, la manera como la vida de este perseguida por el infortunio y los reveses se volcó en las alucinaciones y pesadillas de sus cuentos macabros y en las aventuras extraordinarias que fraguó su imaginación, hace una defensa de la literatura fantástica, género en el que Cortázar escribió relatos tan originales y notables como los del propio Edgar Allan Poe. Al igual que Baudelaire, a Julio Cortázar Edgar Allan Poe no sólo le deparó el placer de una lectura, también fue un espejo que le permitió descubrir su propia cara.”

 

II de III

Fortunano y Montresor
(Ilustración: María Espejo)

Debajo del título de su prefacio (cuya asonancia rima con tótem): “POE
ᵀᴹ, Luis Alberto de Cuenta y Pardo —el antólogo y prologuista de los Diez Cuentos de Terror— se autopresenta como una especie de oráculo, pachá en otomana o eminencia con toga y birrete del “Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo”. Pero al término de su texto, para animar al desocupado lector a introducirse en los horrorosísimos espantos de una especie de Casa de los Horrores, parlotea, lúdico —quizá disfrazado de bufón (a la Fortunato)—, a imagen y semejanza de un popular y picaresco pregonero de una feria ambulante por las villas y despeñaderos de Españolandia: “Pasen, amigos, a esta selección de los diez mejores cuentos de Poe traducidos por Susana Carral, diviértanse como enanos, como caníbales en celo, leyendo el libro que comienza donde terminan estas líneas. La entrada al Parque de Atracciones POEᵀᴹ no tiene fecha de caducidad. Mientras el hombre lea, leerá al autor de El cuervo (aunque no sé decirles, la verdad, cuánto durará eso).”

    En este sentido, si el antólogo y prologuista Luis Alberto de Cuenca y Pardo no hubiera reprobado la pulquérrima versión cortazariana de los cuentos de Poe (dizque “bastante alejada del original”), el desocupado lector quizá hubiera accedido a los insólitos y horrorosísimos sucesos y locuras de la pulquérrima versión carraliana sin ningún prejuicio (o casi sin ninguno); es decir, sin que nadie (a no ser su consciencia individual) lo indujera y empujara a comparar y a elegir, a imagen y semejanza de un pelotudo juez de una justa literaria, cuál de las dos versiones es “la más cercana al original”.

   A priori parece que las dos versiones son válidas, que ambas merecen la croqueta de oro. Es decir, los intérpretes tradujeron con libertad a partir de sus decisiones y criterios intelectuales e idiosincrásicos. Si uno lee ambas versiones y las compara se tiene la certidumbre de que, esencialmente —con sus diferencias, variantes, limitaciones y antagonismos— son versiones parecidas de un mismo texto. Y esto resulta extensivo a otros reconocidos intérpretes que han traducido la obra narrativa de Poe; por ejemplo, Julio Gómez de la Serna, Doris Rolfe, Mauro Armiño, Elvio E. Gandolfo.

         

Diez Cuentos de Terror, p. 147
(Ilustración: María Espejo)
Nota: El loco descuartizando al viejo del corazón delator

       
 Si se trata de ser “lo más cercano al original” es notorio que a la versión carraliana de “Berenice” y de “El pozo y el péndulo” les metieron cuchillo; es decir, les mocharon un cachito. Y poniéndonos exigentes, el antólogo convalida tales mutilaciones: “estamos muy contentos con el resultado de nuestro encargo”, dice complaciente y pagado de sí mismo en su prefacio.

         

Diez Cuentos de Terror, p. 35
(Ilustración: María Espejo)
Nota: Los dientes extirpados al cadáver de Berenice

         
Es decir, “Berenice” inicia con un epígrafe en latín que Cortázar no tradujo, pero Carral sí en una nota al pie de página. Pero “Berenice” tiene una nota al pie de página del propio Poe que Cortázar sí tradujo, notoriamente eliminada en la versión carraliana y que en la versión cortazariana dice a la letra: “¹Pues como Júpiter, durante el invierno, da por dos veces siete días de calor, los hombres han llamado a este tiempo clemente y templado, la nodriza de la hermosa Alción (Simónides).” El cual corresponde al pasaje del cuento original donde se lee el nombre “Halcyon” y que en la versión cortazariana dice así: “Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno —en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción¹ [...]” Mientras que en la versión carraliana se lee así ese pasaje y con el nombre “Alcíone”: “Con el paso del tiempo se acercaba ya el momento de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno de uno de esos días anormalmente cálidos, tranquilos y neblinosos para la época del año que permiten criar a la hermosa Alcíone [...]”

     

Diez Cuentos de Terror, p. 111

       
  “El pozo y el péndulo”, por su parte, inicia con cuatro versos en latín que Cortázar no tradujo, pero Carral sí y cantan, exultantes y triunfalistas, en su correspondiente pie de página: “La impía muchedumbre de torturadores/ alimentó sus abundantes locuras con la sangre de los inocentes, sin saciarlas./ Ahora que la patria está a salvo y la cueva de la ruina destrozada,/ donde reinó una muerte espantosa surgen vida y salud.” Pero lo que al inicio le falta a la versión carraliana de “El pozo y el péndulo” es la apostilla del propio Poe que sigue (o corresponde) a tal cuarteta y que en la versión cortazariana dice entre paréntesis: “Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que había de ser erigido en el emplazamiento del Club de los Jacobinos en París.”

           

Cuentos/1 (Alianza, 1984), p. 74 (detalle)

         
 Quizá esas mutilaciones no son un mal desempeño de Susana Carral, sino de Jesús Egido, pues en la página legal figura como el autor del Diseño y maquetación. Y quizá le hundió el bisturí y le metió tijera a ese cuento para dizque “armonizar” con el sentido del aviso que se lee, entre paréntesis, al pie de la primera página de “Berenice”, pues es el relato que inicia los Diez Cuentos de Terror: “Todas las notas son de la traductora”. Este tipo de manoseos o meteduras de mano ajenas al traductor (que más bien son meteduras de pata) suelen ocurrir. Por ejemplo, en la 3ª edición de Narraciones extraordinarias, antología de doce relatos de Poe, número 133 de la serie El Club Diógenes, editado en Madrid por Valdemar en “marzo de 2019”, algún pseudocorrector le añadió entre paréntesis “N. del T.” a la susodicha nota de Poe colocada allí en un pie de página: “Cuarteta compuesta para las puertas de un mercado que había de erigirse en el emplazamiento del Club de los Jacobinos, en París.” Pues es difícil ver a un traductor profesional (en este caso Mauro Armiño) inflando la pechuga para colgarse y lucir un supraconsabido crédito que no le pertenece.

         

Narraciones extraordinarias (Valdemar, 2019), p. 247

           
Vale puntualizar que Edgar Allan Poe era proclive a escribir, en sus cuentos, epígrafes y notas al pie de página a veces en otros idiomas ajenos a la lengua inglesa, ya de índole verídica, apócrifa o imaginaria, como es el caso del fragmento en inglés, atribuido a Joseph Glanvill, que encabeza a “Ligeia”, pues según apunta Félix Martín en su antología de trece Relatos de Edgar Allan Poe publicada en Madrid por Ediciones Cátedra (Letras Universales, 1988; Mil Letras, 2009): “La cita es invención del autor, por más estratégica que resulte su función narrativa.” Y como al parecer es el caso de la citada cuarteta en latín que preludia a “El pozo y el péndulo”, pues según reporta Margarita Rigal Aragón en su correspondiente traducción y nota: “Según Baudelaire, el mercado al que alude Poe es el de St. Honoré, pero no tuvo puertas ni tal inscripción.”

       De igual modo, Poe era proclive a escribir extranjerismos en el texto de sus cuentos (ya sea títulos, frases, fragmentos o palabras sueltas). Un caso emblemático puede ser “El hombre de la multitud”, que incluye vocablos y líneas en alemán, francés, griego y latín. Cortázar no tradujo esos detalles lingüísticos del cuento (resaltados por él con cursivas, con excepción de los caracteres griegos) y se observa que, por regla, no tradujo más que lo estaba escrito en inglés por Poe; su intención, se deduce, era dar idea del uso de Poe de diversos extranjerismos (sobre todo en francés y latín) que, incluso, podían ser errados. Vale observar, entonces, que en esa vertiente idiomática gana la versión cortazariana versus versión carraliana.

         

Fortunato y Montresor
(Ilustración: María Espejo)

     
Veamos algunas minucias, tomando en cuenta que a diferencia de Cortázar —vale reiterarlo—, Carral sí tradujo (y por ende gana en esto) los epígrafes de “El pozo y el péndulo”, de “Berenice” y de “La caída de la casa Usher” (los dos primeros en latín y el tercero en francés). En tal sentido ganancioso, Cortázar tampoco tradujo, pero Carral sí, las líneas en francés y en latín que se leen en el texto de “Berenice”.  Y también tradujo, y Cortázar no, la significativa y trascendental divisa en latín del escudo de armas de los Montresor (“Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón.”) que en el texto de “El barril de amontillado” el vengativo Montresor —la voz narrativa— le recita a Fortunato como una especie de soterrado e  inminente vaticinio (o cuchillo sin hoja al que le falta el mango, diría Lichtenberg): Nemo me impune lacessit (“Nadie me ofende impunemente”).

       En la versión cortazariana de “La caía de la Casa Usher” se lee: “A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde estaba tendido cuan largo era y me recibió con calurosa vivacidad, que mucho tenía, pensé al principio, de cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del hombre de mundo ennuyé. Pero una mirada a su semblante me convenció de su perfecta sinceridad.”

            Mientras que en la versión carraliana se le mochó lo ennuyé (aburrido), pese a que Poe lo utilizó: “Al verme entrar, Usher se levantó del sofá en el que yacía y me saludó con un afecto jovial en el que había mucha cordialidad exagerada, según pensé en un principio, mucho empeño forzado del hombre de mundo que se siente incómodo. Sin embargo, al observar su semblante me convencí de su sinceridad.”

            Más adelante, en la misma versión cortazariana se lee: “He hablado ya de ese estado mórbido del nervio auditivo que hacía intolerable al paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los cuales se había confinado con la guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar de la misma manera la fogosa facilidad de sus impromptus.”

            Mientras que en la versión carraliana ese consabido y recurrente término musical utilizado por Poe en plural (impromptus) fue eliminado con sonora cacofonía: “Ya he hablado de esa afección mórbida del nervio auditivo que volvía intolerable cualquier tipo de música al enfermo, con la excepción de algunos efectos de los instrumentos de cuerda. Quizá los estrictos límites que él mismo se imponía con la guitarra fueran en gran medida el origen del carácter fantástico de sus representaciones. Pero eso no explicaba la ferviente facilidad de sus improvisaciones.”

            En la versión cortazariana de “La verdad sobre el caso del señor Valdemar” se lee: “Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el nom de plume) de Issachar Marx de las versiones polacas de Wallenstein y Gargantúa.”

            Mientras que en la versión carraliana se lee “seudónimo” por nom de plume, pese a que Poe así lo escribió: “Cuando empecé a buscar a un sujeto para comprobar esos datos pensé en mi amigo Ernest Valdemar, el famoso compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el seudónimo de Issachar Marx) de las versiones en polaco de Wallenstein y de Gargantúa.”

       En el mismo cuento, Cortázar transcribe, tal cual, como lo escribió Poe, el nombre del alumno de medicina que asiste al hipnotizador “P...”: “Theodore L...l”; pero Carral, que según el antólogo hizo una traducción bastante cercana al original, lo mocha, lo acorta y le añade un punto: “Theodore L.” Por ende, luego, en la versión cortazariana se lee: “señor L...l” o simplemente: “L...l”; mientras que en la versión carraliana se lee: “Sr. L.” Cabe recalcar que en español esto suena “Señor Ele”; “Pe” el apellido o nombre del hipnotizador “P...”; y “Ele-ele” o “Ele” el apelativo de “señor L...l”.

      En otro pasaje la versión cortazariana preserva el vocablo en latín verbatim (literal) que empleó Poe: “El señor L...l tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de todo lo que ocurriera. Lo que voy a relatar procede de sus apuntes, ya sea en forma condensada o verbatim.” Mientras que en la versión carraliana se eliminó verbatim: “El Sr. L. tuvo la amabilidad de acceder a mi deseo y tomó notas de lo ocurrido. Gracias a eso, todo lo que ahora contaré será una copia exacta o un resumen de lo que anotó.”

   

Diez Cuentos de Terror, p. 197

       
Vale observar que, sobre la versión carraliana de “La verdad sobre el caso del Sr. Valdemar”, en la página legal de Diez Cuentos de Terror se registra que su título “original” es The Facts in the Case of Mr. Valdemar (1845); pero en la correspondiente nota de la versión cortazariana se lee que el “Título original” fue The Facts of M. Waldemar’s Case, y que así se publicó en “diciembre de 1845” en American Review. Margarita Rigal Aragón, en su nota correspondiente, reitera esto; pero además, entre corchetes, añade un comentario bibliográfico que resulta interesante transcribir: “Posteriormente, y todavía en vida del autor, fue publicado bajo varios títulos diferentes. Así, en diciembre de 1845, aparecería en el Broadway Journal como ‘The Facts in the Case of Mr. Valdemar’; en el Morning Post de Londres, en enero de 1846, con el título de ‘Mesmerism in America’; también en Londres y en el año 1846 fue reimpreso como un panfleto independiente con el nombre de Mesmerism ‘in Articulo Mortis’. An Outstanding and Horrifying Narrative Showing the Extraordinary Power of Mesmerism in Arresting the Progress of Death; y en el Boston Museum [sic], el 8 de agosto de 1849, aparecería, de nuevo, con su primer título, ‘The Facts of M. Waldemar’s Case’.” No obstante, lo más llamativo y sorprendente de esa nota ocurre cuando Rigal apunta que el cuento “fue interpretado por los lectores como un caso verídico con gran sorpresa de Poe”; pese a que no bosqueja cuándo y dónde ocurrió tal cosa.

   Otra minúscula discrepancia de índole parecida es la siguiente. En la página legal de Diez Cuentos de Terror se dice que el “título original” de “La máscara de la Muerte Roja” es The Masque of the Red Death (1842). Pero en la correspondiente nota de Cortázar se lee: “título original: The Mask of the Red Death: A Fantasy”; publicado en “mayo de 1842” en Graham’s Lady´s and Gentleman’s Magazine. Margarita Rigal Aragón casi coincide con Cortázar, pues registra el título así: The Mask of the Red Death. A Fantasy; coincide con la fecha de su publicación; pero acorta el nombre de la revista: Graham´s Magazine; y comenta entre corchetes: “El subtítulo, ‘A Fantasy’, fue eliminado en la reimpresión del 19 de julio de 1845 del Broadway Journal.”

            Se observa, además, que ambas versiones coinciden al datar el año de publicación de los diez cuentos en inglés. (No obstante, según se lee en una nota de Félix Martín sobre El palacio encantado que Roderick Usher recita en “La caída de la Casa Usher”: “Este poema aparecería por primera vez en 1839, en la revista Baltimore Museum. Posteriormente fue incluido en el relato, en donde cumple una función narrativa crucial.” Pero no precisó en qué edición y cuándo: si fue primero el huevo o la gallina, pues el cuento apareció en septiembre del mismo año en Burton’s Gentleman´s Magazine.) También coinciden al escribir en español los títulos de siete de los diez relatos: “Berenice”, “Ligeia”, “La máscara de la Muerte Roja”, “El pozo y el péndulo”, “El corazón delator”, “El gato negro” y “El entierro prematuro”.

   Mientras que las tres excepciones son las siguientes: el título de la versión cortazariana de “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”, en la versión carraliana es “La verdad sobre el caso del Sr. Valdemar”; el título de la versión cortazariana de “La caída de la Casa Usher”, en la versión carraliana es “La caída de la casa Usher”; y el título de “El tonel de amontillado” de la versión cortazariana, en la versión carraliana es “El barril de amontillado”.

     Y así podríamos estarnos: bajo la sombra de Poe, castrando, descuartizando o degollando al diosecillo Cronos hasta la consumación de los tiempos.

 

Julio Cortázar

III de III

Con un buen tamaño (c. 23 x 18 cm), grueso papel mate de calidad y una esmerada tipografía a dos tintas (roja y negra), el visual volumen en cartoné Diez Cuentos de Terror, cuyo Diseño y maquetación es obra de Jesús Egido, le da relevancia al escritor norteamericano Edgar Allan Poe y al unísono a la ilustradora española María Espejo, quien además brinda una dedicatoria en una exclusiva e ilustrada página interior: “A mi hermano Ignacio,/ que siendo niño escondía mis dibujos/ entre sus tesoros más preciados.” De ahí que en la segunda de forros el escritor y la artista gráfica figuren con una imagen de sus rostros y una breve nota sobre ellos.

           

Diez Cuentos de Terror, p. 163

           
El dibujo que ilustra la primera de forros es un detalle de una estampa dispuesta a lo largo y ancho de la página 163, aledaña al pasaje de “El gato negro” donde el beodo alude la pesadilla que lo acosa en torno al segundo minino de gran tamaño: “¡Ay de mí! ¡Ni de día ni de noche pude volver a descansar! De día, el bicho no me dejaba a solas ni un momento, y de noche me despertaba cada hora entre horribles delirios para encontrarme el aliento de esa cosa sobre mi rostro y su enorme peso, como una pesadilla encarnada, apoyado eternamente en mi corazón.” Como se observa, esa inquietante y onírica imagen que se lee en el cuento de Poe (y que ilustra Espejo) es una reminiscencia de la ancestral y antigua creencia popular que personifica a la pesadilla en una vieja que oprime el cuerpo del que la sufre; lo cual encaja, además, con “la creencia antigua según la cual todos los gatos negros son brujas disfrazadas”, misma que solía repetir la esposa del beodo en los felices tiempos del primer gato negro, llamado Plutón en ambas versiones. Por otra parte, esa imagen escrita por Poe (ilustrada por Espejo) evoca la figuración que el pintor Füssli corporificó (e inmortalizó) en el lienzo La pesadilla (1781).

 

La pesadilla (1781), pintura de Füssli

           Pero, como si se tratase de una caja de sorpresas, al hacerle strip-tease; es decir, al deslizarle los forros al volumen, la portada y la contraportada de las pastas duras aparecen ilustradas con detalles de una lámina que, en “La máscara de la Muerte Roja”, ilustra un instante en el que los metálicos pulmones de latón del gigantesco reloj de ébano interrumpen la música y congelan la alharaca y los movimientos de la licenciosa y voluptuosa mascarada que el príncipe Próspero organizó en la larga encerrona en su excéntrica abadía almenada y fortificada con altos portones metálicos, fatalmente clausurados como una gran tumba abovedada de saludables y cachondos muertos vivientes. Esa imagen de María Espejo se observa, completa, a lo largo y ancho de las páginas 102 y 103.

   

Diez Cuentos de Terror, p. 102-103 (detalle)

         
Mientras que a lo largo y ancho de las páginas 134 y 135 se observa una pesadillesca, terrorífica y caricaturesca visión, relativa a los murales que el torturado, en “El pozo y el péndulo”, ve plasmados en las móviles y ardientes paredes metálicas del artilugio de tortura y muerte; en cuyo trazo y tamiz se translucen rasgos, ecos y evocaciones de los arquetípicos, pesadillescos, infernales, moralistas, alucinantes y fantásticos óleos de El Bosco; e incluso de los míticos empalados de Vlad Tepes El Empalador.

   

Diez Cuentos de Terror, p. 134-135 (detalle)

     
  Se observa que a lo largo del volumen Diez Cuentos de Terror confluyen dos clases de ilustraciones de María Espejo. Unos son los dibujos y láminas a color que mucho tienen de cómic o novela gráfica; y otros son los dibujos y viñetas en negro que devienen, por defecto, de las milenarias y anónimas sombras chinescas originadas en el mítico teatro de sombras chino; en cuya prolífica y vasta vertiente no escasean los reputados artistas gráficos, como es el caso del hacedor e ilustrador de libros infantiles Jean Piénkoski. (Recuerdo, particularmente, El cuento de la calle de una sola dirección, de la narradora británica Joan Aiken, donde las abundantes ilustraciones de Jean Piénkoski se hallan inmersas y ensambladas en las páginas donde discurre la narración.)

 

El cuento de la calle de una sola dirección (Alfaguara, 1985), p. 80-81

           
Diez Cuentos de Terror, p. 224-225 (detalle)

       
 Se nota que Jesús Egido procuró con desvelo cada detalle visual del volumen. En este sentido, descuella el diseño de la primera página de cada uno de los diez relatos numerados (no obstante, el resultado hubiera sido más congruente y mejor con números romanos y caracteres góticos): ilustración ex profeso, capitular con viñeta intrincada, y hoja cuyas tonalidades semejan la textura y el color del papel de estraza. Y al unísono destaca el diseño de varias páginas donde converge y se ensambla lo que se narra con la ilustración. Pero quizá el frijolillo en el arroz radique en las minúsculas y curiosas viñetas de calaveritas negras con el par de huesitos negros que caprichosamente dividen a “Berenice” en cuatro partes. Pues además de que en el cuento “original” esa división no existe, esas calaveritas con huesitos cruzados, que remiten a la legendaria y universal estampa de la bandera pirata, irían bien en “El escarabajo de oro”, pero en “Berenice” desentonan y están fuera de contexto, y sólo son un lúdico capricho visual. No menos caprichoso y lúdico que la proliferación de la repetitiva viñeta que se observa en las guardas negras, en la portadilla interior y en el lomo, y que es el logo de la editorial Reino de Cordelia.

 

Edgar Allan Poe, Diez Cuentos de Terror. Traducción de Susana Carral. Prólogo de Luis Alberto de Cuenca y Pardo. Ilustraciones y viñetas de María Espejo. Diseño y maquetación de Jesús Egido. Colección Ilustrados número 77, Reino de Cordelia. Madrid, invierno de 2017. 232 pp.

 

domingo, 30 de junio de 2024

Con Borges

 

Recuerdos de recuerdos de otros recuerdos

 

I de X

(Siglo XXI, 2016)

Dedicado al narrador argentino Héctor Bianciotti —miembro de la Academia Francesa desde 18 de enero de 1996 hasta su muerte, ocurrida en París, a los 82 años, el 11 de junio de 2012—, el memorioso libro Con Borges, de Alberto Manguel (Buenos Aires, marzo 13 de 1948), apareció en Argentina, en diciembre de 2016, editado por Siglo XXI Editores. Según dice en su “Prólogo a la presente edición”, fechado en “Buenos Aires, 6 de octubre de 2016”, escribió sus memorias, de Borges en su casa, a petición de Hubert Nyssen, su “editor francés”, “fundador de Actes Sud”, quien quería “publicarlas en una serie que él dirigía, llamada ‘Un endroit o
ù aller’”, con un título también elegido por él: Chez Borges; y que Eduardo Berti —el antólogo, junto con Edgardo Cozarinsky, de Galaxia Borges (Adriana Hidalgo, 2007)— “se ofreció para traducirlo al castellano”. No obstante, en la página legal, si bien se acredita el “Título original: Chez Borges”, no hay copyright de la edición francesa, sino de la “versión inglesa”, de la que, se dice, tradujo Berti.

    

(Gallimard, 1999)

        Vale resumir que, según evoca Manguel, cuando tenía 16 años (en 1964 o 1965) y era empleado de Pigmalion (“una librería angloalemana de Buenos Aires”), por petición del ciego y anciano Borges, que era cliente habitual, se convirtió en uno de sus lectores (“pequeños Boswells que raramente conocen la identidad de los otros”) y por ende tres o cuatro veces a la semana iba al departamento B del sexto piso de Maipú 994, donde, dice, el escritor vivía con su madre, con el gato Beppo y Fanny, la criada. Que esa tarea de lector (y a veces de lazarillo) la hizo, dice, durante cuatro años y por ello apunta al inicio de su “Prólogo”: “Una de las últimas personas de las que me despedí cuando me fui de la Argentina en 1969, cuando acababa de cumplir veintiún años [los cumplió el 13 de marzo], fue Borges. Lo fui a ver a su oficina en la Biblioteca Nacional de la calle México, y lo acompañé caminando como tantas otras veces, hasta su departamento en la calle Maipú.” No obstante, en la página 38, cuando alude el ejemplar de Kipling que “Borges había comprado en Ginebra, siendo adolescente”, cambia el año de su partida, pues dice: “el mismo ejemplar que había de regalarme cuando dejé la Argentina en 1968”. Año que reitera en la página 85, poco antes de concluir el fragmentario librito: “La última vez que le leí fue en 1968; su elección de esa noche fue el cuento de Henry James ‘The Jolly Corner’. La última vez que lo vi fue años más tarde, en 1985, en el sótano que hacía de comedor en L’Hotel de París.” De ahí la foto de Pepe Fernández que ilustra la portada: “Borges en L’Hotel, París, 1978.” La cual también ilustra la cubierta del estuche que resguarda el parisino Album Borges (Éditions Gallimard, 1999), iconografía en blanco y negro, en sepia y en color, antologada y comentada en francés por Jean Pierre Bernés, el editor del par de volúmenes de las Œuvres complètes de Borges traducidas al francés (por varios traductores), publicados en París por Gallimard, en 1993 y en 1999, en la celebérrima colección Bibliothèque de la Pléiade.

     Y puesto que Alberto Manguel no menciona si visitó a Borges en su departamento de Maipú durante alguno de sus breves regresos a la Argentina, parece que no lo vio más entre 1968 y 1985, ni después, pues Borges murió en Ginebra el sábado 14 de junio de 1986. De hecho, eso parece cuando en el primer párrafo de su “Prólogo” dice: “No viví más en Buenos Aires, salvo un año (creo que en 1973) durante el cual trabajé para La Nación, y apenas unos pocos días, en las décadas siguientes, cuando regresaba al país para ver a mi familia o dar alguna conferencia.”

 II de X

En la página 22 de su librito apunta Manguel el memorioso: “Durante varios años, de 1964 a 1968, tuve la inmensa fortuna de contarme entre los muchos que leían a Jorge Luis Borges.” Y dado que, según dice, lo hacía en el piso de Maipú, en la página 26 evoca: “Recuerdo el departamento como un ámbito abrigado, tibio y sumamente perfumado; todo esto debido a que la insistente Fanny mantenía la calefacción bastante alta y rociaba con Eau de Cologne el pañuelo de Borges antes de guardarlo, las puntas asomadas, en el bolsillo del pecho de su chaleco. Era asimismo, un lugar muy oscuro, rasgo que parecía adecuado a su ceguera y que producía una sensación de feliz asilamiento.” Y en la página 29 añade: “En su casa (al igual que en el despacho que ocupó durante años en la Biblioteca Nacional), Borges buscaba el bienestar de la rutina, y nada parecía cambiar jamás en el espacio que él ocupaba. Cada anochecer, en cuanto yo atravesaba la cortina de la entrada, se revelaba de inmediato la disposición del piso. A la derecha, una mesa oscura cubierta con un mantel de encaje y cuatro sillas de respaldos rectos constituían el comedor; a la izquierda, al pie de una ventana, había un diván raído y dos o tres sillones. Borges solía sentarse en el diván y yo ocupaba uno de los sillones, frente a él [...]”

       

Elsa y Borges en el idilio

         
No obstante, vale recordar que Borges, el 4 de agosto de 1967 se casó por lo civil con la viuda Elsa Astete Millán, de 57 años; y el siguiente 21 de septiembre el casorio se refrendó en la iglesia de Nuestra Señora de las Victorias. Y según apunta Edwin Williamson en Borges, una vida (Seix Barral, 2006), “habían comprado un departamento en la avenida Belgrano 1377, a unas pocas cuadras de la Biblioteca Nacional”, donde el ciego y viejo escritor, de 68 años, empezó a coexistir con su esposa en algún momento de 1968; pues según recuerda Fanny, a través de Alejandro Vaccaro, en la página 645 de Borges. Vida y literatura (Edhasa, 2006), la noche del casorio religioso, luego del convite en el piso de Maipú 994, Borges se negó a ir a dormir con su legítima mujer al Hotel Dorá y doña Leonor tuvo que acompañar “a Elsa hasta la parada del colectivo para que se fuera a su casa en la calle Talcahuano”. Pero además, debido a que la Universidad de Harvard lo hizo “profesor de poesía para el año académico 1967-1968 en la cátedra Charles Eliot Norton”, el siguiente 29 de septiembre llegó a Boston con su esposa, “quien lamentablemente no sabía una sola palabra de inglés”, apunta María Esther Vázquez en Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, 1996). Fruto de esa estancia en Cambridge es el póstumo título de Borges: Arte poética. Seis conferencias (Crítica, 2000); y la extensa entrevista, “Borges habla de Borges”, que Rita Guibert publicó el “11 de marzo de 1968” en la revista Life en español, antologada por Jaime Alazraki en el misceláneo Jorge Luis Borges (Taurus, 1976). Pero el caso es que Borges y Elsa estuvieron siete meses en los Estados Unidos. Y según apunta Williamson: “En abril [de 1968], Borges y su esposa regresaron a Buenos Aires. Desde afuera parecieron asentarse en una tranquila vida doméstica en su departamento de la avenida Belgrano. Borges pasaba unas pocas horas en la Biblioteca Nacional por la mañana, regresando a casa para almorzar, y después hacía una siesta breve antes de volver a la biblioteca para unas horas más tarde. La mayoría de las noches él y Elsa cenaban con los Bioy y más tarde pasaban cierto tiempo leyendo en casa antes de retirarse a dormir. Pero no mucho después del regreso de Harvard, se hizo obvio para los amigos cercanos que el casamiento estaba bajo tensión. El propio Borges no podía ajustarse a una relación marital, ya que Elsa, después de todo, no había resultado un sustituto apropiado de Madre.” 
           
Elogio de la sombra (Emecé, 1969), p. 27
(El título“Elsa en la p. 25)

         No obstante, el “13 de junio de 1968” dató una breve y retórica dedicatoria que preludia su Nueva antología personal (Emecé, 1968) donde le canta al cierre: “Sólo podemos dar el amor, del cual todas las otras cosas son símbolos. Elsa, tuyo es el libro. ¿A qué agregar vanas y laboriosas palabras a lo que sentimos los dos?” Y, por si fuera poco, le rindió pleitesía con 
“Elsa”, poema rubricado en “Cambridge, 1967”, aparecido en Elogio de la sombra (Emecé, 1969); luego en el número 12 del Cuaderno cultural (“Publicado [en Madrid, en 1970] por el departamento cultural de la embajada argentina en España”); y, finalmente, tal si se tratase del tumor de una llaga putrefacta, fue extirpado del poemario (y por siempre jamás)  en el tomo de sus Obras completas 1923-1972, editadas en Buenos Aires, en julio de 1974, por Emecé; de tal modo que ni siquiera fue exhumado entre las rarezas del póstumo volumen de sus Textos recobrados 1955-1986 (Emecé, 2003).
Borges entre Elsa Astete Millán y una amiga
(Universidad de Harvard, 1967)

       
En La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro (Gedisa, 1998), James Woodall narra que Borges, apoyado por abogados y Norman Thomas di Giovanni —su secretario, catalizador y traductor al inglés— pudo empezar a librarse de ese infausto matrimonio cuando el 7 de julio de 1970 ya no regresó al departamento de Belgrano. Pero el meollo es que resulta improbable e inverosímil que, mientras Borges subsistía allí con su esposa y el veinteañero hijo de ésta (el méndigo lo llamaba “papi” y cuando pudo vendió un par de amorosas cartas, una del 43 y otra del 44, que Borges le escribió a su mami cuando era un mujer casada), se escapara algunas noches al departamento de Maipú para oír, en la odorífica y acogedora penumbra, la cantarina y políglota voz del muchachito Alberto Manguel leyéndole en voz alta, más aún porque se había instalado en aquel hogar dulce hogar con sus queridos libros, 
que era el acervo que poseía y resguardaba en el departamento de Maipú, según el testimonio de Fanny: “Aquella misma mañana [del 7 de julio de 1970] Elsa preguntó a su marido cuando éste salía para la biblioteca qué deseaba para el almuerzo; Borges contesto puchero, uno de sus platos favoritos. A la una sonó la campanilla del apartamento; Elsa, que tenía su puchero preparado, pensó que Borges se había olvidado de las llaves. Cuando la criada abrió la puerta encontró a cinco hombres ante ella. Uno era el abogado nombrado por Ordoñez [abogado de Córdoba, amigo y asesor del escritor], Martínez Carranza, acompañado por su hijo, quien llevaba una orden legal para retirar las pertenencias de Borges, principalmente su biblioteca compuesta de unos quinientos libros . Los otros tres hombres pertenecían a la empresa de mudanzas. ‘Lo que más me afligió’, recordaba Elsa veintitrés años después, ‘fue que cuando pidió puchero, él ya sabía que no regresaría a casa’.”

Borges y Elsa

III de X

(Hyspamérica, 1985)

Las fragmentarias y breves memorias autobiográficas de Manguel en torno a su papel de joven lector del ciego y anciano Borges en su casa en el sexto piso de Maipú 994 —publicadas en Argentina, “el mes de diciembre de 2016”, cuando había regresado a Buenos Aires para dirigir la Biblioteca Nacional (lo hizo, en medio de escandalosas y mediáticas polémicas administrativas y laborales, entre diciembre de 2015 y julio de 2018)— son, también, arbitrarios comentarios de la dispersa y variable biografía de Borges, inextricables a sus vivencias personales y memoria de lector a posteriori de su obra, lo cual no excluye la falacia. Dice, por ejemplo, en la página 84: “Uno podía construir una historia perfectamente aceptable de la literatura basándose tan sólo en los autores que él despreciaba: Austen, Goethe, Rabelais, Flaubert (salvo el primer capítulo de Bouvard y Pécuchet) [...]” Si esto último fuera así —léase en Discusión (1932) los ensayos “Vindicación de ‘Bouvard et Pécuchet’” y “Flaubert y su destino ejemplar”—, no hubiera elegido Las tentaciones de San Antonio (La tentation de Saint-Antoine, 1874), para la serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, en cuyo “Prólogo”, de 1985, si bien no falta la perspectiva crítica, tampoco falta el elogio: “Se negó a apresurar su pluma; no hay una línea de su obra que no haya sido vigilada y limada. Buscó y logró la probidad y no pocas veces la inspiración [...] Este libro está escrito con indicaciones escénicas, como si fuera un drama. Felizmente para nosotros prescinde de los excesivos escrúpulos que limitan y perjudican toda la obra ulterior. La fantasmagoría comprende el tercer siglo de la era cristiana y, al fin, el siglo XIX. San Antonio es también Gustave Flaubert. En las arrebatas y espléndidas páginas terminales el monje quiere ser el universo, como Brahma o Walt Whitman.”

    

(FCE, 1957)

            Cierto es que Borges, en una entrevista sobre “El romanticismo” (datada en 1979) que se lee en Borges, sus días y su tiempo (Javier Vergara Editor, 1999) le dijo a María Esther Vázquez sobre Madame Bovary (1856): “Creo que es uno de los libros más torpes de la literatura” y que puede salvarse de Flaubert: “El primer capítulo de Bouvard y Pécuchet”. No obstante, “la Tentación de San Antonio” está citada en cuatro textos del Manual de zoología fantástica (FCE, 1957): en “El catoblepas” cuyo dibujo ex profeso de Fabrizio Clerici también ilustra la portada de la sobrecubierta de la edición príncipe; en “El mantícora”; en “El nesnás” y en “El simurg”. De ahí que en “Preguntas a Borges” la entrevista que el joven Mario Vargas Llosa le hizo en París, en 1964—, tras preguntarle sobre algún escritor francés que ha ejercido una influencia decisiva en usted, Borges, entre Montaigne, Flaubert y Léon Bloy, se decante por Flaubert y que, no sin vanidad bibliófila, le revele: “uno de los libros que yo he leído y releído más en mi vida es el inconcluso Bouvard y Pécuchet. Pero estoy muy orgulloso, porque en mi biblioteca, en Buenos Aires, tengo una editio princeps de Salambó [1862] y otra de La tentación [...] me conmueve pensar que yo estoy viendo exactamente lo que Flaubert vio alguna vez, esa primera edición que siempre emociona tanto a un autor.”

     

(Seix Barral, 1992)

        
Y veinte o veintiún años después, en uno de los Diálogos (Seix Barral, 1992) que Borges sostuvo con Osvaldo Ferrari, “entre marzo de 1984 y septiembre de 1985”, a través de Radio Municipal de Buenos Aires”, el viejo y ciego escritor, quien en ese lapso “cumplió 85 y 86 años”, dice: “yo le quiero mucho a Flaubert, y sobre todo su Bouvard et Pécuchet; y tengo una primera edición, que me costó trescientos pesos, de La tentación de San Antonio, uno de los libros más extraordinarios y quizá menos leídos de Flaubert. Creo que también una primera edición de Salambó —una obra menos feliz—. En fin, tengo toda la obra de Flaubert [subrayado del reseñista], y pienso sobre todo en el capítulo inicial de Bouvard y Pécuchet; no sé, tierno, irónico, y tan conmovido; porque el tema de la iniciación de una amistad [...]” Y sobre lo “raro” de que se haya ocupado de un novelista, Borges declara: “Es cierto, porque yo no soy lector de novelas, pero no haber leído a Flaubert hubiera sido un error, yo me hubiera empobrecido si no lo hubiera leído.”


IV de X

En el discurrir de los breves fragmentos de su librito, entre las páginas 41-42, de pronto Manguel narra una anécdota que parece haberla vivido un azaroso día de esos cuatro años en que, según dice, fue un joven lector del viejo y ciego Borges. De hecho, más de un despistado podría suponer que fue así:

    

Borges en su casa (1983)
(Foto: Christopher Pillitz)

        “Si algo faltaba en las bibliotecas del departamento eran sus propios libros. No sin orgullo explicaba a los visitantes que solicitaban ver una edición temprana de una de sus obras que él no poseía ni un volumen en el que estuviera impreso su nombre ‘eminentemente olvidable’. Una vez, estando yo en su casa, el cartero trajo un gran paquete que contenía una edición de lujo de su relato ‘El Congreso’, publicada en Italia por Franco Maria Ricci. Era un inmenso libro, encuadernado en seda negra, metido en un estuche del mismo material, con letras de oro impresas en un papel Fabriano azul hecho a mano, con cada ilustración volcada artesanalmente (el cuento había sido ilustrado con pinturas tántricas) y con cada ejemplar numerado. Borges me pidió que le describiera el objeto. Escuchó con atención y exclamó: ‘Pero eso no es un libro, es una caja de bombones’. Y acto seguido se lo obsequió al tímido cartero.”

         


      Vale recordar que “El Congreso” se publicó por primera vez el 17 de marzo de 1971, en Buenos Aires, en una plaquette de 56 páginas editada por El Archibrazo. Y en 1975 fue el tercero de los trece cuentos de El libro de arena, editado en la capital argentina por Emecé. Y en el “Epílogo” de éste, firmado en “Buenos Aires, 3 de febrero de 1975”, dice Borges: “El Congreso es quizá la más ambiciosa de las fábulas de este libro; su tema es una empresa tan vasta que se confunde al fin con el cosmos y con la suma de los días. El opaco principio quiere imitar el de las ficciones de Kafka; el fin quiere elevarse, sin duda en vano, a los éxtasis de Chesterton o de John Bunyan. No he merecido nunca semejante revelación, pero he procurado soñarla. En su decurso he entretejido, según mi hábito, rasgos autobiográficos.”  

 Pero la onerosa edición magnus que alude Manguel se publicó en 1974, cuando ya no era lector de Borges en su casa; y sobre ella dice María Esther Vázquez en la “Cronología” de su citado libro de entrevistas (que también se alude, con más brevedad, en la que se lee en la póstuma cuarta edición, corregida y aumentada, del libro de Borges: Veinticinco Agosto 1983 y otros cuentos, número 2 de La Biblioteca de Babel, editado en Madrid por Ediciones Siruela, en febrero de 1988, según la página legal, e impreso en marzo de 1988, según el colofón):

       


           “En mayo [de 1974] aparece en Milán la más lujosa edición que se haya hecho hasta el presente de una obra de Borges. Se trata del cuento El congreso, editado por Franco Maria Ricci, en la colección ‘I Segni dell’uomo’. Es un volumen encuadernado en seda (35 por 24), con letras de oro, ilustrado con casi medio centenar de miniaturas de la cosmología Tantra a todo color y pegadas. Se imprimió en caracteres bododianos sobre papel Fabriano, hecho a mano. Fueron tirados tres mil ejemplares numerados y firmados. El volumen tiene 141 páginas y se completa con una entrevista, una cronología y una bibliografía realizadas por la autora de este libro, especialmente para esta edición.”

         Lo cual implica que, si no se trata de un recuerdo inventado (diría Enrique Vila-Matas) y Manguel realmente estaba allí, vivito y coleando, cuando llegó el cartero (¿no sería el de Neruda?) y no entregó el paquete y se fue de puerta en puerta soplando el silbato y dando toquidos y timbrazos, como suele ocurrir, sino que se quedó allí salivando por sorber y chiquitear un matecito para seguir pateando la cáscara a la Pelé de conventillo, mientras Manguel lo abría y le describía el rutilante objeto al ciego, sabio y estoico patriarca, entonces el episodio no ocurrió mientras era un jovenzuelo lector de Borges, sino cuando quizá lo visitó en su casa durante el año en que, dice, trabajaba para La Nación. Pero no pudo ser “en 1973”, sino 1974 o después.

        Vale observar que esa edición de “El Congreso” editada en Milán, en 1974, por Franco Maria Ricci según consigna María Esther Vázquez, no está referida por Nicolás Helft en sus bibliografías de Borges: Bibliografía completa (FCE, 1997) y Bibliografía e índice (Biblioteca Nacional, 2013); y que en ambos censos, además de datar la edición de 1971 de El Archibrazo y la de 1975 en El libro de arena, apunta sin precisar: “Ver también la traducción al inglés ‘The Congress’.” Y puesto que menciona el cambio del título a “El Congreso del mundo” en 1982, en la correspondiente ficha data y comenta:

    


        “Borges, Jorge Luis, El Congreso del mundo. Milán: Franco Maria Ricci, 1982. 142 p.

        “Edición de lujo, en caja. ‘Texto de Jorge Luis Borges con miniaturas de la cosmología tántrica. Estudio de Alain Daniélou.’ El prólogo figura en las p. 41-42. Existe también una edición en francés, idéntica a ésta, publicada en 1979.”

        O sea: de la lujosa edición de 1974, Nicolás Helft no dice ni mu ni pío ni miau. Mientras que el “Prólogo” de Borges, ex profeso para la no menos lujosa edición italiana de 1982, el lector de a pie, con un clavo en el bolsillo, puede leerlo en español en las páginas 210-211 del citado volumen Textos recobrados 1956-1986, con una nota del editor al pie que reza: “Este libro ilustrado, editado simultáneamente en italiano, inglés, francés y español, incluye el cuento ‘El congreso’, publicado en Jorge Luis Borges, El libro de arena, Buenos Aires, Emecé Editores, 1975.”

       No obstante la omisión de Helft, algo se lee del rechazo del ciego escritor (y quizá del recuerdo inventado de Manguel) leyendo la página 280 de la susodicha biografía de María Esther Vázquez, premiada en España, en septiembre de 1995,  con el VIII Premio Comillas de biografía, autobiografía y memorias; y en Buenos Aires con el Premio de la Feria Internacional del Libro 1997:

     

(Tusquets, 1996)

        “Franco María [sic] Ricci editó el cuento ‘El Congreso’ en Milán, en mayo del 74, con el título Il Congreso [sic] del Mondo, en una de las colecciones más lujosas de la editorial, I Segni dell’Uomo. Se trata de un volumen de gran formato y lujosísimo, encuadernado en seda con diseños iluminados en oro, e ilustrado con cincuenta miniaturas de la cosmogonía tantra. En una nota al lector, Ricci explica: ‘En el mundo conviven muchas cosas distintas; yo he tratado de hacer convivir en este volumen un largo relato de Jorge Luis Borges [a quien más adelante en el texto llama ‘el grande’] y una serie de cosmogonías hindúes’. El relato va precedido por un estudio del hinduista francés Alain Daniélou, ‘El secreto de los tantras’, en el cual se intenta explicar la reducción del mundo a un signo que es, con ciertas distancias, el propósito del protagonista borgeano. El libro cierra con un reportaje que a pedido de Ricci le hice a Borges en abril de 1973 en su despacho de la Biblioteca Nacional, una cronología y una bibliografía que realicé también a instancias del editor.

         “Cuando Borges recibió el primer ejemplar de esta colección, se lo llevó a casa de los Bioy y se lo mostró a Silvina Ocampo. Ella le comentó que el libro tenía algunos grabados escatológicos. Se trata sólo de un fragmento de la ilustración denominada ‘la decapitada’ de las Maha-vidya o formas del principio de la destrucción, la diosa Kali. Abajo, muy chiquitas, aparecen dos figuras, el amor y el deseo, encarnados en un hombre y una mujer (sólo a ella se la ve desnuda) acostados en el acto de la cópula.

        “Borges decidió que el libro era pornográfico, decidió olvidarlo y le regaló el ejemplar a Silvina.”    

Norah Lange

           O sea: Jorge Luis Borges (quizá puritano, o reprimido e inhibido por la presunta y divulgada fobia al sexo y tal vez asumiendo las supuestas palabras de uno de los heresiarcas de Uqbar: los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres) olvidó o desdeñó el arquetipo —que Fermín Eguren, mujeriego y atractivo para todas las mujeres, pudo representar en el utópico, ecuménico y luego evanescente Congreso del Mundo, en el mismo lúdico sentido en que Nora Erfjord (cuyo arquetipo es Norah Lange) pudo representar a las secretarias, a las noruegas y a todas las mujeres hermosas— translúcido en un pie de página que se lee en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”: “Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre.” (En diciembre de 1940 se leía así: “Todos los hombres, en el instante poderoso del coito, son el mismo hombre.”)

     

Antología de la literatura fantástica (Sudamericana, 1940), p. 80-81

           De hecho, Alejandro Ferri, el solterón y septuagenario memorioso de la voz narrativa (autor de Breve examen del idioma analítico de John Wilkins, lo cual remite a las menudencias de “El idioma analítico de John Wilkins”, ensayo de Borges) —quien de joven fue miembro de la esotérica logia que entre 1900 y 1904 aspiró a representar al género humano en un remoto y concéntrico punto de la pampa argentina y uruguaya (un trunco anfiteatro erigido ex profeso por herméticos gauchos) cuando se ha embarcado de Buenos Aires a Londres para documentarse, en la biblioteca del Museo Británico, sobre el idioma que fuera digno del Congreso del Mundo, vive, con Beatriz Frost (“Beatriz era alta, esbelta, de rasgos puros y de una cabellera bermeja”) —quien aún no cumple la veintena— la plenitud de la ancestral y primigenia comunión sexual: el engranaje del amor y por ende la ambrosía erótica, única y exclusiva: “Pocas tardes tardamos en ser amantes [recuerda Ferri con anacrónica pulsión romántica]; le pedí que se casara conmigo, pero Beatriz Frost, como Nora Erfjord, era devota de la fe predicada por Ibsen, y no quería atarse a nadie. De su boca nació la palabra que yo no me atrevía a decir. Oh noche, oh compartida y tibia tiniebla, oh el amor que fluye en la sombra como un río secreto, oh aquel momento de la dicha en que cada uno es los dos, oh la inocencia y el candor de la dicha, oh la unión en la que nos perdíamos para vernos luego en el sueño, oh las primeras claridades del día y yo contemplándola.” Íntima y mnemónica contemplación (indeleble para él mientras exista, recuerde y sueñe) implícita, como arquetipo, en lo que luego articula como preámbulo de una especie de exultación fraterna y casi mística ante los signos del insondable e infinito universo: “Las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida. La que ahora quiero historiar es mía solamente; quienes la compartieron han muerto. Los místicos invocan una rosa, un beso, un pájaro que es todos los pájaros [ídem el simurg], un sol que es todas las estrellas y el sol, un cántaro de vino, un jardín o el acto sexual [cursivas del reseñista]. De esas metáforas ninguna me sirve para esa larga noche de júbilo, que nos dejó, cansados y felices, en los linderos de la aurora.” Cuya intrínseca intensidad y tesitura recuerda la mística exultación y epifanía (que preludia a otra que equivale a la onírica flor de Coleridge e incluso a la gnóstica y cabalística resurrección de la rosa de Paracelso) que desde 1940 se lee en “Tlön”: “En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua de los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que esa tarde sentí.”

         Vale añadir que sobre ese lujoso libro editado en Italia por Ricci, Adolfo Bioy Casares, en su ladrillesco, póstumo y retocado Borges (Destino, 2006), es muy escueto (quizá esquivo), pues en la entrada del domingo 29 de diciembre de 1974, sólo apunta:

       “Come en casa Borges, que trae Il Congresso del mondo (El Congreso), en la edición de Ricci. Dice que está perplejo y que va a escribirle para preguntarle qué tiene que ver su cuento de Buenos Aires a fin de siglo [sic] con el budismo tantra. Silvina le pide el ejemplar.”

    

(Siruela,4ª ed.,1988)

       Quizá el reportaje de “abril de 1973” que María Esther Vázquez hizo ex profeso para esa edición de lujo es la entrevista (en la que Borges habla de su vida y de “El Congreso”) que en febrero de 1988 fue añadida a la cuarta edición, corregida y aumentada, del citado libro Veinticinco Agosto 1983 y otros cuentos, pues, según reporta Helft, la primera edición de 1983 sólo incluyó los cuentos: “25, Agosto 1983”, “La rosa de Paracelso”, “Tigres azules” y “Utopía de un hombre que está cansado”; mientras que la cuarta edición (volumen en honor de J.L. Borges) comprende, además de los cuarto cuentos (el primero se titula: “Veinticinco Agosto, 1983”), una postrera bibliografía tecleada por Antonio Fernández Ferrer, el antólogo y presentador de Prólogos de La Biblioteca de Babel (Alianza, 2001); una anónima “Cronología” que va de 1899 a 1986 (con omisiones y notorios errores); y la entrevista de María Esther Vázquez: Borges igual a sí mismo —título que parafrasea el título del libro parisino, Borges por él mismo, que Emir Rodríguez Monegal publicó en francés: Borgès par lui même (Editions du Seuil, 1970), quien parafraseó el título Jorge Luis Borges por él mismo, elepé con la voz de Borges recitando de memoria varios de sus textos (y comentando algunos), editado en 1967 por la discográfica AMB—, precedida por una nota que reza: “La entrevista que se transcribe fue realizada en el mes de abril de 1973 por María Esther Vázquez en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. La versión que se leerá es una transcripción directa de la grabación magnetofónica.”

         

Contraportada de Jorge Luis Borges por él mismo (AMB, 1967)

       
Vale agregar que María Esther Vázquez colaboró con Borges para urdir la legendaria colección de lecturas fantásticas La Biblioteca di Babele, homónima de uno de los cuentos reunidos en El jardín de senderos que se bifurcan (Sur, 1941) y homónima de la antología con que Borges irrumpió en Italia, editada en 1955 por Giulio Einaudi, con traducción al italiano de Franco Lucentini. Pero el caso es que fue ideada en la capital argentina a partir de una solicitud personal de Franco Maria Ricci, quien editó en italiano, entre 1975 y 1985, los 33 títulos que la integran. En español, 6 títulos fueron editados en Buenos Aires por F.M. Ricci y Ediciones Librería de La Ciudad, entre 1978 y 1979. Y en Madrid, siguiendo el diseño gráfico original de los libros de FMR (de ahí el formato 22.5 x 12 cm y los caracteres Bodoni sobre papel Torreón Gvarro Casas), Ediciones Siruela publicó, entre 1983 y 1988, los 33 títulos de la serie.

Franco Maria Ricci, Borges y María Esther Vázquez
(Altos de la Biblioteca Nacional, c. inicios de los 70)

         “Borges no podía hacer la tarea solo [recuerda la biógrafa en la página 279]; entonces me pidió que lo ayudara. Me dictaba los prólogos de los libros que elegía y luego yo se los enviaba a Ricci, cuya editorial ya se había mudado de Parma a Milán, con un índice de los relatos elegidos y algunos datos del autor. En algunos casos, si era necesario, fotocopiaba textos y busca datos adicionales. Cada dos o tres meses enviaba el material de un nuevo libro a Milán; así se completó una colección de unos treinta títulos de otros tantos autores de literatura fantástica, muy queridos por Borges.

        “Nos reuníamos a trabajar tres veces por semana: lunes, miércoles y viernes, siempre de mañana, en el living de la calle Maipú. Este trabajo compartido se llevó largos y felices años. Yo llegaba cuando Borges estaba terminando su desayuno: gran tazón de café con leche y copos de maíz secos. El día en el cual se lograban escribir diez líneas, estaba contento con la sensación reconfortante del deber cumplido. Mientras vivió Leonor Acevedo, iba a saludarla y, antes de irme, me despedía. Después de su muerte [murió casi centenaria el 8 de julio de 1975], solía visitar el cuarto en compañía de Borges. La habitación se mantuvo intacta e impecable hasta el día en que, desde Ginebra, se anunció su casamiento con María Kodama.”  

V de X

Alberto Manguel

La ligereza y la informalidad es la impronta que descuella y trasmina las fragmentarias memorias y anecdóticos comentarios que Alberto Manguel se saca de la manga en torno a la vida y personalidad del anciano y ciego Borges en el departamento B del sexto piso de Maipú 994 (y más allá de él), lugar donde vivía con su madre desde 1944. Algo que quizá sorprende en un prestigioso y cotizado escritor que viaja por la recalentada aldea global dando conferencias sobre la hagiografía y los milagros literarios de Jorge Luis Borges y por ende, semejante a un oráculo, es ubicua estrella parlanchina en YouTube. Por ejemplo, entre las páginas 35-36 de su librito se lee una anécdota de segunda mano destinada a darle un gratuito palo de ciego al peruano Mario Vargas Llosa, miembro de la Academia Francesa desde el jueves 9 de febrero de 2023:

     

Borges en Maipú 994

         
“Por tratarse de un hombre que consideraba el universo como una biblioteca y que confesaba haber imaginado el Paraíso ‘bajo la forma de una biblioteca’, el tamaño de su propia biblioteca era toda una decepción, tal vez porque él sabía, como dijo en cierto poema, que el lenguaje únicamente puede ‘simular la sabiduría’. Los invitados a su casa esperaban hallar un sitio atiborrado de libros, estantes llenos, pilas de volúmenes bloqueando las puertas, sobresaliendo de cada recoveco, una jungla de tinta y papel. Por el contrario, descubrían un ámbito en el que los libros ocupaban unos pocos rincones discretos. Cuando el joven Mario Vargas Llosa visitó a Borges a mediados de los años cincuenta, recorrió el lugar humildemente amueblado y preguntó por qué el Maestro no vivía en un sitio más grande y más lujoso. A Borges le ofendió el comentario. ‘A lo mejor en Lima hacen las cosas así —le contestó al indiscreto peruano—. Pero aquí, en Buenos Aires, somos menos devotos de la ostentación.”

         Una lectura de varios capítulos de El pez en el agua (Seix Barral, 1993) el libro de memorias de Mario Vargas Llosa o de alguna cronología sobre su vida y obra, revelan que a mediados de los años 50 aún era estudiante de derecho y literatura en la Universidad de San Marcos, en Lima (período en el que llegó a tener siete empleos: siete de un golpe.) Todavía faltaba para que publicara en Barcelona su primer libro: Los jefes (Editorial Rocas, 1959), cuentos. Y por entonces, en la capital peruana, su ídolo y modelo no era Borges (proclive a la literatura fantástica y a las divagaciones metafísicas, laberínticas y filosóficas) sino Jean-Paul Sartre (célebre arquetipo y gurú del escritor comprometido con su tiempo y su sociedad), de ahí el irónico apodo: el sartrecillo valiente que le endilgaron sus compinches Luis Loayza y Abelardo Oquendo, lo cual está implícito en la dedicatoria de la novela Conversación en La Catedral (Seix Barral, 1969): A Luis Loayza, el borgiano Petit Thouars, y a Abelardo Oquendo, el Delfín, con todo el cariño del sartrecillo valiente, su hermano de entonces y de todavía.

    

Luis Loayza y Abelardo Oquendo (Lima, 1956)
Mario Vargas Llosa en la foto de la repisa

   
(Alfaguara, 2020)

         La legendaria visita que “el joven Mario Vargas Llosa” hizo al departamento B del sexto piso de Maipú 994, no ocurrió “a mediados de los años cincuenta” sino mucho después y está reportada en dos crónicas: “Borges en su casa” y “Borges en su casa: una entrevista”, ambas datadas en Buenos Aires, junio de 1981, que el indiscreto peruano —Premio Nobel de Literatura 2010— publicó en varios medios latinoamericanos entre junio de 1981 y enero de 1982. Las cuales están compiladas en su libro Medio siglo con Borges (Alfaguara, 2020). En el primer párrafo de “Borges en su casa” se lee lo que, según la chismografía y el runrún, disgustó al autor de “El aleph”:

     “Vive en un departamento de dos dormitorios y una salita comedor, en el centro de Buenos Aires, con un gato que se llama Beppo (por el gato de Lord Byron) y una criada de Salta, que le cocina y sirve también de lazarillo. Los muebles son pocos, están raídos y la humedad ha impreso ojeras oscuras en las paredes. Hay una gotera sobre la mesa del comedor. El dormitorio de su madre, con quien vivió toda la vida, está intacto, incluso con un vestido lila extendido sobre la cama, listo para ponérselo. Pero la señora falleció hace varios años. Cuando le pregunto qué personas que haya conocido en la vida lo impresionaron más, es a ella a quien cita primero.”

     

Borges y doña Leonor

        
Lo que recuerda que Borges vivió apegado a su madre desde que su padre murió el 24 de febrero de 1938 (más aún al perder la vista en 1955) y que fue él quien decidió que la recámara de su progenitora se preservara intacta, para recordarla y hablarle, después de que falleciera allí, casi centenaria, el 8 de julio de 1975, y que Fanny, quien la vio morir en la madrugada, era quien la mantenía presentable (Borges incluido). Pero además el meollo remite a la dedicatoria a doña Leonor que Borges escribió para signar las Obras completas de toda su vida publicadas en Buenos Aires, por Emecé, en julio de 1974. De cuyo texto le dice a Antonio Carrizo a través de las comprimidas ondas hertzianas de Borges el memorioso (FCE, 1982): “[...] felizmente ella leyó eso; creo que fue lo último que leyó. Después, ella tenía este farragoso volumen a su lado, en la cama, y de vez en cuando yo noté que lo acariciaba. Claro, ya no podía leer; pero pensaba: ‘Bueno, esta es la obra de mi hijo. En todo caso es... voluminoso (sonríe); tiene el mérito de la cantidad, ya que no de la calidad’. Ella llegó a ver la primera edición de mis obras completas, en papel biblia. Después ha llegado a ocho o nueve ediciones, pero... más abultadas todavía: hubiera sido mejor para ella. Sí. ¿A ver?”.  

El entrañable tributo A Leonor Acevedo de Borges reza a la letra, por los siglos de los siglos: 

Borges y su madre

          Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos. Estoy hablando de algo ya remoto y perdido, los días de mi santo, los más antiguos. Yo recibía los regalos y yo pensaba que no era más que un chico y que no había hecho nada, absolutamente nada, para merecerlos. Por supuesto, nunca lo dije; la niñez es tímida. Desde entonces me has dado tantas cosas y son tantos los años y los recuerdos. Padre, Norah, los abuelos, tu memoria y en ella la memoria de los mayores
los patios, los esclavos, el aguatero, la carga de los húsares del Perú y el oprobio de Rosas—, tu prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos, las mañanas del Paso del Molino, de Ginebra y de Austin, las compartidas claridades y sombras, tu fresca ancianidad, tu amor a Dickens y a Eça de Queiroz, Madre, vos misma.

            Aquí estamos hablando los dos, et tout le reste est littétature, como escribió, con excelente literatura, Verlaine.

       Dedicatoria que también preludia la póstuma edición de sus Obras completas en cuatro tomos, orquestada entre María Kodama, heredera universal de sus derechos de autor (y de casi todos sus bienes), y Emecé Editores, empresa que los publicó en Buenos Aires, en 2005. E incluso también signa la 24ª edición en cartoné de su Obra poética (Emecé, 2005) —“Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril”—, pese a la manipulación que se observa en éste; por ejemplo, del poemario El hacedor (1960) fue extirpado (incluso del tomo) el celebérrimo y angular poema en prosa “Borges y yo”. Y el conjunto de textos, luego de la dedicatoria A Leopoldo Lugones, en vez de iniciar con la homónima prosa “El hacedor” —que tampoco está—, empieza con el “Poema de los dones”, pero sin la dedicatoria A María Esther Vázquez que aún se lee en las sucesivas reediciones del tomo único de las Obras completas editadas por primera vez en julio de 1974 con el acuerdo de Borges y del editor Carlos V. Frías.  

    Sobre esa dedicatoria recuerda María Esther Vázquez en la página 208 de su biografía: “En diciembre de 1958 Borges escribió el ‘Poema de los dones’ incluido en El hacedor, que apareció en 1960. Posteriormente y en ediciones sucesivas, Borges me lo dedicó. Dedicatoria que persistió hasta su muerte; luego fue borrada. El editor B. del Carril dijo que fue una orden dada por quien ha heredado los derechos de Borges, María Kodama.” (Eliminación, al parecer en la misma celosa e intolerante tesitura, en que fueron eliminados de La cifra el poema “Al olvidar un sueño” y la dedicatoria de Borges a la joven Viviana Aguilar; pues según narra María Esther Vázquez entre las páginas 311-312 de su biografía, donde transcribe el poema, en 1981 sí figuraron en la madrileña edición de Alianza, pero no en la bonaerense de Emecé.)

 

     

Obras completas (Emecé,  14ª ed., 1984), p. 808-809

            Vale añadir que esa dedicatoria A María Esther Vázquez tampoco se lee en el segundo volumen de las susodichas Obras completas editadas en 2005 en cuatro tomos, donde está El hacedor con todos los textos que Borges eligió y acordó en 1974. Autoritaria o
rden que recuerda el quebranto que subyace en la última cita que se lee en la “Cronología” del citado libro de entrevistas de María Esther Vázquez, la cual también se lee en la página 331 de su biografía:

           

Héctor Bianciotti, María Kodama y Aurora Bernárdez
en el entierro de Borges en  Ginebra
(Cementerio de Plainpalais, miércoles 19 de junio de 1986)

         “El día del sepelio en Ginebra [Borges fue sepultado en el cementerio de Plainpalais el miércoles 19 de junio de 1986], aparece en el diario La Nación de Buenos Aires una carta de Norah Borges de Torre, hermana del escritor, que dice: ‘Me he enterado por los diarios que mi hermano ha muerto en Ginebra, lejos de nosotros y de muchos amigos, de una enfermedad terrible que no sabíamos que tuviera. Me extraña mucho que su última voluntad fuera ser enterrado ahí, ya que siempre quiso estar con sus antepasados y con nuestra madre en la Recoleta (no en el Cementerio Británico, como dice el apoderado). Aunque él esté muerto, los recuerdos de toda una vida nos siguen uniendo’.”

           

Norah y Georgie

        
Con esa carta, comenta Alejandro Vaccaro en la página 121 de El señor Borges (Edhasa, 2005) —quien la leyó en La Razón el 19 de junio de 1986— “Norah Borges no hacía otra cosa que reflejar la sorpresa que tal decisión había causado en muchos amigos de Borges, teniendo en cuenta el profundo amor que éste sentía por su madre.” Es decir, no eran pocas las emotivas e intrínsecas razones de Norah, su única hermana, a quien vio por última vez “en Buenos Aires, el 28 [o el 27] de noviembre de 1985, cuando compartieron un almuerzo [de despedida] en el restaurante del Hotel Dorá” (“casi frente a su casa”, donde “se sintió tan mal que lo trajeron [de vuelta] entre dos mozos, sosteniéndolo para que no se cayera”), pues en la página 72 de El señor Borges, Fanny recuerda que después del entierro de doña Leonor, “el señor Borges empezó a ir con regularidad al Cementerio de la Recoleta. Yo siempre lo acompañaba y al principio tuvimos que pedir un cambio ya que la caja de doña Leonor la habían puesto abajo y yo pedí que la subieran. La colocaron bajo la mesita de mármol que hay en la entrada del panteón. En la parte de arriba está la cajita que contiene los restos de la hija de Luis, el otro hijo de la señora Norah [el otro es Miguel], y también del coronel Suárez y del padre del señor [Borges], entre otros.” Vale observar que la hija de Luis era una niña pelirroja fallecida a los cinco años en una pileta en Tortuguitas , a quien el tío abuelo le dedicó el poema ‘En memoria de Angélica’, incluido en La rosa profunda (Emecé, 1975). Y que el coronel Suárez, abuelo materno de doña Leonor y héroe en la mitología borgeana, está presente en diversos textos, desde la dedicatoria que preludia “Inscripción sepulcral” (Fervor de Buenos Aires, 1923), pasando por “Página para recordar al coronel Suárez, vencedor en Junín” y “Mateo XXV, 30” (El otro, el mismo, 1964), a su alusión en “Guayaquil” (cuento de El informe de Brodi, 1970), en An Autobiographical Essay (1970), en “Coronel Suárez” y “La suerte de la espada” (La moneda de hierro, 1976), hasta el inicio de “La Recoleta” (Atlas, 1984), donde al término ve enterrado el polvo de sus restos entre el evanescente polvo de los otros: Aquí no estaré yo. Estarán mi pelo y mis uñas, que no sabrán que lo demás ha muerto, y seguirán creciendo y serán polvo./ Aquí no estaré yo, que seré parte del olvido que es la tenue sustancia de que está hecho el universo.

Féretro de Leonor Acevedo de Borges
Cripta familiar en el cementerio de la Recoleta

         
 Decisión de Kodama —de enterrarlo en Ginebra e impedir la repatriación de sus restos—que recuerda, por default, el cuchillo sin hoja al que le falta el mango (diría Lichtenberg) que cita María Esther Vázquez en la página 302 de su biografía, casi para cerrar sus comentarios y bosquejo de Adrogué, una antología con trece poemas de Borges y nueve ilustraciones de su hermana Norah, aparecida en Buenos Aires “El 30 de diciembre de 1977” (“Edición en homenaje de Jorge Luis Borges y Norah Borges de Torre a Adrogué y un homenaje de Adrogué a Jorge Luis Borges y Norah Borges de Torre”): “Faltaban todavía doce años para que María [Kodama] le confesara al ABC de Madrid —12 de junio de 1990— que la familia de Borges, Norah incluida, era ‘la hez de la canalla’.”



        


VI de X

Curiosamente, en Medio siglo con Borges también descuella, como frijolillo saltarín en la sopa de letras peruanas, un olvido (y descuido) de Vargas Llosa. En “Borges en París”, artículo datado en la Ciudad Luz en mayo de 1999, que gira en torno a la parisina y rimbombante conmemoración del centenario de Borges, dice Mario el memorioso: “Tengo la coquetería de creer que yo fui testigo del coup de foundre o amor a primera vista de los franceses por Borges, el año de 1963. Vino a París a participar en un homenaje a Shakespeare organizado por la Unesco [...] Giuseppe Ungaretti [...] leyó, con talento histriónico, sus traducciones en italiano de algunos sonetos de Shakespeare [...] La revista L’Herne le dedicó un número memorable [...] La primera vez que hablé con él, en aquella entrevista de 1963, estoy seguro de que, por lo menos en algún momento de verdad hablé, contacté con él.” Lo cual remite, ipso facto, a “Preguntas a Borges”, la susodicha entrevista que sigue a su prefacio, datada al pie en París, noviembre de 1963. En ella, Borges le responde al reportero sobre su “visita a Francia”:

     “Fui invitado a dos congresos por el Congreso por la Libertad de la Cultura, en Berlín. Fui invitado también por la deutsche Regierung, por el gobierno alemán, y luego mi gira continuó y estuve en Holanda, en la ciudad de Ámsterdam, que tenía muchas ganas de conocer. Luego, mi secretaria María Esther Vázquez y yo seguimos por Inglaterra, Escocia, Suecia, Dinamarca y ahora estoy en París. El sábado iremos a Madrid, donde permaneceremos una semana. Luego, volveremos a la patria. Todo esto habrá durado poco más de dos meses.”

  

Vargas Llosa en la redacción de la Radio-Televisión Francesa


          
Y enseguida, el oscuro periodista de la radio-televisión francesa (dice de sí mismo) le comenta y le pregunta: “Tengo entendido que asistió al coloquio que se ha celebrado recientemente en Berlín entre escritores alemanes y latinoamericanos. ¿Quiere darme su impresión de este encuentro?”

         


            
El olvido (y descuido) de Mario Vargas Llosa se despeja por las alusiones que se leen en esa entrevista y en su artículo de 1999; por ejemplo, ese coloquio en Berlín y la mención de la revista francesa Cahiers de L’Herne dedicada a Borges, “cuyo pie de imprenta acredita que se acabó de imprimir el 20 de marzo de 1964 en Biarritz”, María Esther Vázquez dixit; lo cual se confirma en la primera ficha de su postrera “Bibliografía”: “Preguntas a Borges. París, noviembre de 1964. Expreso, Lima, 29 de noviembre de 1964.”

        

L’Herne (París, 1964)

          
Es decir, esa legendaria gira por Europa con María Esther Vázquez en el papel de secretaria, asistente y lazarilla, no ocurrió en 1963, sino en 1964, y está mencionada o esbozada (con contrastes y omisiones) por algunos biógrafos de Borges, entre ellos Emir Rodríguez Monegal, Marcos-Ricardo Barnatán, James Woodall, Alejandro Vaccaro, Edwin Williamson y la susodicha, quien apunta en la página 235 de su biografía: “En marzo de 1964, el Congreso por la Libertad de la Cultura invitó a Borges a un coloquio en Berlín Occidental.” Y en la página 240 recuerda:  

 

Borges y María Esther en Villa Silvina
(Mar del Plata, febrero de 1964)
Foto: Adolfo Bioy Casares

           “El motivo que había llevado a Borges a París era mucho más trascendente; la UNESCO lo había invitado con Giuseppe Ungaretti a hablar en el homenaje a William Shakespeare en el cuarto centenario de su nacimiento. Ya instalados en la casa de [Néstor] Ibarra [su primer traductor al francés, 
cuya traducción al español de El cementerio marino, de Paul Valéry, Borges prologó el “23 de noviembre de 1931”; presente, además, en las susodichas Œuvres complètes de Borges editadas por Gallimard, y, con Paul Verdevoye, en la traducción al francés de Fictions; libro publicado en 1951, en París, con el número 1 de La Croix du Sud, colección de Gallimard dirigida por Roger Callois; quien en la misma editorial, en 1953, publicó Labyrinthes, antología de Borges traducida por Callois], tuvimos tres días para preparar su charla. Empezó a dictarla; duraba alrededor de unos veinte minutos, el tiempo que le habían indicado como conveniente. Corregida esa primera versión en español, empecé a leerle frase por frase y él me dictaba la traducción al francés. Cuando estuvo terminada, la repetí frente al micrófono del grabador. Luego, le hice oír la grabación unas tres veces. Quise ponérsela una cuarta vez y él me dijo: ‘No hace falta, la aprendí’. Yo estaba aterrada y, contrariando su deseo, la víspera volví a pasar la cinta. Pese a su infalible memoria extraordinaria, también parecía muy asustado.

    “Cuando le llegó el momento de hablar ante la asamblea de la UNESCO, empezó titubeando y trabándose, según su estilo, y abriendo mucho los ojos en medio de una frase; pero no cambió ni una sola palabra y hasta respetó las pausas de la puntuación. El conjunto resultó perfecto y tan natural que todos la juzgaron una ‘improvisación’ brillante.”

         Cabe observar que durante esa estancia en París de 1964, Georges Charbonnier lo entrevistó para la radio francesa, cuyo resultado se trasladó al librito Entretiens avec Jorge Luis Borges (Gallimard, 1967), traducido al español por Martí Soler con el título Entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges (Siglo XXI, 1967). Y que  ese artículo periodístico de Mario el memorioso en torno a la parisina celebración del centenario de Borges, también figura en su Diccionario del amante de América Latina (Paidós, 2005); pero allí el memorioso no fija en “1963” la presencia de Borges en París, sino que la ubica “en 1960 o 1961”: “Tengo la coquetería de creer que yo fui testigo del coup de foundre o amor a primera vista de los franceses por Borges, en 1960 o 1961. Vino a París a participar en un homenaje a Shakespeare organizado por la Unesco [...]”, se lee en la página 64; lo cual implica que dizque “corrigió” para integrar el artículo a Medio siglo con Borges.

VII de X

En la página 33 de su librito dice Manguel sobre Borges: “Solía cantar o tararear un tango (sobre todo los más antiguos) o una milonga, pero detestaba a Astor Piazzolla. El tango, a su entender, había entrado en decadencia a partir de 1910. En 1965 escribió milongas, pero dijo que jamás escribiría una letra de tango. [Quizá; pero según apunta Nicolás Helft en su ‘Prefacio’ a Borges Buenos Aires (Sudamericana, 2019): Ulyses Petit de Murat recuerda que ‘Borges compuso un tango, Biaba con caldo’.] ‘El tango es nocturno y, para mis oídos, demasiado sentimental, demasiado próximo a los melodramas franceses como ‘Lorsque tout es fini...’”

        

(Emecé, 2ª ed., noviembre de 1970)

           Vale recordar que en noviembre de 1965, cuando Manguel era un joven de 17 años, Borges publicó a través de Emecé: Para las seis cuerdas (26.7 x 20.5 cm), un conjunto de milongas (con ilustraciones de Héctor Basaldúa), cuyo índice difiere del índice de la segunda edición de noviembre de 1970, que a su vez difiere del que ahora se lee en el volumen póstumo Obra poética (Emecé, 2005), el cual es idéntico al que figura en el citado tomo de sus Obras completas de 1974, cuya edición Borges revisó con el auxilio de Carlos V. Frías. En el “Prólogo”, datado en “Buenos Aires, junio de 1965”, Borges dice: “He querido eludir la sensiblería del inconsolable ‘tango-canción’ y el manejo sistemático del lunfardo, que infunde un aire artificioso a las sencillas coplas.” Pero también en 1965 apareció en Buenos Aires, con el membrete de Discos Polydor, un elepé titulado El tango, donde la música es del celebérrimo bandoneonista, compositor y director de orquesta Astor Piazzolla (1921-1992), ex profesa para textos de Borges, cantados y recitados, cuyo índice fue transcrito por Horacio Jorge Becco en la página 108 de Jorge Luis Borges. Bibliografía total (Casa Pardo, 1973):

        “Lado 1: El tango, poema musical, Luis Medina Castro y Quinteto Nuevo Tango; Jacinto Chiclana, milonga, Edmundo Rivero y Quinteto Nuevo Tango; Alguien le dice al tango, tango, ídem; El títere, milonga tanguera, ídem; A don Nicanor Paredes, milonga, E. Rivero con gran orquesta; Oda íntima a Buenos Aires, oda porteña, E. Rivero y Luis Medina Castro con gran orquesta y coro, dir. Astor Piazzolla.

        “Lado 2: El hombre de la esquina rosada, suite para recitante, canto y doce instrumentos. (Se divide en: 1. Aparición de Rosendo; 2. Rosendo y La Lujanera; 3. a) Aparición de Real; b) Tango para Real y La Lujanera; 4. Milonga nocturna; 5. Bailongo; 6. Muerte de Real; 7. Epílogo).”

        Y si Becco no incluyó una reproducción de la portada de ese elepé, en la página 129 de Borges. Una biografía en imágenes (Ediciones B, 2005), Alejandro Vaccaro la exhibe: pequeña y en blanco y negro, en la que figuran, fotografiados, los tres García: Borges, Edmundo Rivero y Astor Piazzolla con su bandoneón; precedida por un vago e impreciso comentario que reza: “Escribió letras de tangos y milongas a las que les puso música un artista joven e innovador [cumplió 44 el 11 de marzo del 65] que más tarde obtendría su consagración universal, Astor Piazzolla. Algunas letras de esas milongas se publicaron en el volumen Para las seis cuerdas.

         


       Cabe suponer, a priori, que a Borges no le gustó el resultado; de ahí el dardo del discreto argentino: “detestaba a Astor Piazzolla”. Alguna inficionada saeta le habrá oído recitar. (Quizá en octavas reales o en alejandrinos, luego de canturrear para sí sintiéndose el más garifo y el más guapo de los arrabales del Sur: Yo soy aquel que no miro/ Con quién tengo que pelear,/ Y a quien en milonguear,/ Ninguno se puso a tiro. O por lo menos la milonga del “Pejerrey con papas”: Pejerrey con papas,/ butifarra frita, / la china que tengo/ nadie me la quita.) Pues sobre ese meollo, Bioy, en la entrada del martes 30 de marzo de 1965 del voluminoso y retocado Borges, chismorrea la malaleche:

  “Refiere [Borges] que escribió milongas para que Ástor Piazzolla les ponga música y que Edmundo Rivero las cante. ‘Ya me habían dicho que los músicos no tenían oído. Piazzolla no sabe leer los versos. Cree que Aquí me pongo a cantar tiene siete sílabas. No le llegaron noticias de la función de la sinalefa. Un punto en la mitad de un verso lo persuade de que está ante dos versos escritos, por negligencia, en una sílaba. ¿Sabrá música o corresponderá en música a un pintor abstracto? Ya Wally [Zenner] me dijo que leer un verso por primera vez no era cosa fácil’ [...]

 

Dibujo de Borges

          “Dice que [Carlos] Gustavino le parece mejor músico que Piazzolla. Que tiene en la cartera una tarjeta de Julio De [sic] Caro: tal vez éste haga un trabajo más adecuado. Afirma: ‘La música de la milonga que Piazzolla hizo para Paredes, como éste es un difunto, es tristísima. Comprenderás que si [Nicolás] Paredes murió en el veintitantos yo no puedo estar muy apenado por su muerte. Además lo vi siempre a Paredes como un personaje genérico. Yo imaginé una milonga casi alegre, por cierto épica: ésta es quejumbrosa. Dijo Piazzolla que por primera vez se llevan los cantos gregorianos a una milonga. Así salió. También tiene final de cante jondo. Es una porquería. Las otras no me parecen mal. Piazzolla nunca había oído la palabra garifo; quería que la cambiara por pintado. Le dije que si escribía sobre temas criollos mejor era emplear modismos criollos. No entendió.’”  

     No obstante, según reporta Edwin Williamson en la página 397 de su biografía, la publicación de Para las seis cuerdas “fue acompañada por la distribución de un disco de tangos de Borges [subrayado del reseñista] con música de Astor Piazzolla y cantados por Edmundo Rivero, uno de los cantantes del tango más populares del momento.” Y luego, en 1968, Piazzolla publicó en Buenos Aires, con la Editorial Pigal, una plaquette (con una ilustración de Héctor Basaldúa) titulada Cuatro canciones porteñas, partituras compuestas con versos de Borges: “Alguien le dice al tango” (tango); “Jacinto Chiclana” (milonga); “El títere” (milonga tanguera) y “A don Nicanor Paredes” (milonga). Y en 1968, además, se publicó, a través de la Compañía Fabril Editora, la segunda edición aumentada de El compadrito, su destino, sus barrios, su música, antología armada entre Borges y Silvina Bullrich, cuya primera edición de Emecé data de 1945. De Borges, en la primera edición, antologaron “Hombre de la esquina rosada” y con el pseudónimo de Manuel Pinedo: “El compadre”. En la segunda eliminaron “Hombre de la esquina rosada” y de él añadieron “La intrusa”, “El tango”, “Milonga de Jacinto Chiclana” y “Los compraditos muertos”, par de milongas publicadas tres años antes en Para las seis cuerdas.

    Y ya encarrerado el gato, quizá vale apuntar que el “24 de agosto de 1983” —día de su 84 aniversario— Borges publicó, en Buenos Aires, el título Milongas, número 3 de la Colección Valle de las Leñas de la editorial Dos Amigos, cuyo índice enumera Helft en sus bibliografías, en donde apunta: “Ilustrado con grabados originales de Ana María Moncalvo. El epílogo es especial para esta edición. Fechado en ‘Buenos Aires, marzo 3 de 1983’. ‘Milonga del infiel’ es inédita. El resto de las milongas fue corregido, con la colaboración de Roberto Alifano.” Vale observar que el “Prólogo” de Borges para Milongas es el mismo que desde 1965 se lee en Para las seis cuerdas y que el “Epílogo” ex profeso puede leerse en Textos recobrados 1956-1986; en tanto que la “Milonga del infiel” fue compilada en Los conjurados, el último libro que Borges publicó en vida, editado en Madrid, en 1985, por Alianza Editorial con el número 159 de la serie Alianza Tres.

        Es consabido, a priori, que el joven Georgie repensó, incluso con poemas, la génesis y genealogía de ese reptil de lupanar: el tango; y lo siguió haciendo de manera anecdótica, crítica, parcial, arbitraria y prejuiciosa el resto de su vida. El desocupado lector del siglo XXI puede husmear, por ejemplo, en el póstumo tomo Textos recobrados 1919-1929 (Emecé, 1997), su “Soneto para un tango en la nochecita”, publicado el 3 de marzo de 1926 en Caras y Caretas; hincarle el diente, en el mismo tomo, a su reseña de Cosas de negros (1926) publicada en Buenos Aires, en agosto de 1926, en Valoraciones—, libro de Vicente Rossi, cuyo largo subtítulo revela sus objetivos (errados, según Borges): Los orígenes del tango y otros aportes al folklore rioplatense. Rectificaciones históricas. Luego pasar, si quiere, a “Carriego y el sentido del arrabal”, publicado en La Prensa el 4 de abril de 1926, reunido en El tamaño de mi esperanza (Proa, 1926), su segundo libro de ensayos, proscrito por él. Seguir con “Ascendencias del tango” (donde comienza diciendo: “El tango es la realización argentina más divulgada, la que con insolencia ha prodigado el nombre argentino sobre el haz de la tierra”), hecho público en Martín Fierro, en enero de 1927, luego reunido en El idioma de las argentinos (Gleizer, 1928), su tercer libro de ensayos (ilustrado con viñetas de Xul Solar), del que rescató dos textos: el homónimo del título para un delgado libro, publicado por Peña, Del Giudice—Editores, en 1952, junto con El idioma de Buenos Aires, ensayo de José Edmundo Clemente, subdirector de la Biblioteca Nacional cuando Borges la dirigió entre 1955 y 1973; y “El truco”, integrado a “Páginas complementarias” en la edición de Evaristo Carriego, impresa por Emecé “en Buenos Aires  el 19 de abril de 1955”. Y, por último, hojear su breve y miscelánea “Historia del tango”, incorporada, también en 1955, al biográfico y misceláneo Evaristo Carriego (cuya primera edición data de 1930), donde apunta: 

       

(Emecé, 1955)

        “Tangos de recriminación, tangos de odio, tangos 
de burla y de rencor se escribieron, reacios a la transcripción y al recuerdo. Todo el trajín de la ciudad [de Buenos Aires] fue entrando en el tango; la mala vida y el suburbio no fueron los únicos temas. En el prólogo de las sátiras, Juvenal memorablemente escribió que todo lo que mueve a los hombres —el deseo, el temor, la ira, el goce carnal, las intrigas, la felicidad— sería materia de su libro; con perdonable exageración podríamos aplicar su famoso quidquid agunt homines [cualquier cosa que hagan los hombres], a la suma de las letras del tango. También podríamos decir que éstas forman una inconexa y vasta comédie humaine de la vida de Buenos Aires. Es sabido que [Friedrich August] Wolf, a fines del siglo XVIII, escribió que la Ilíada, antes de ser una epopeya, fue una serie de cantos y rapsodias; ello permite, acaso, la profecía de que las letras de tango formarán, con el tiempo, un largo poema civil, o sugerirán a algún ambicioso la escritura de ese poema.”

 

(Lumen, 2017)

          No asombra, entonces, que su póstumo libro El tango. Cuatro conferencias (Lumen, 2017) revele que en Buenos Aires, los lunes de octubre de 1965, el viejo y ciego Borges dio una cuarteta de charlas “a las 19 horas en el primer piso, departamento 1, de la calle General Hornos 82”, donde según la titulación y anotada puesta en página de Martín Hadis, habló sobre “Los orígenes del tango”, de los “Compadritos y guapos”, de la “Evolución y expansión” (del tango) —en la que al inicio pregona, con aliento de payador del barrio Sur, que el auge del tango, no su decadencia, se sucedió “entre 1910 y 1914”— y de “El alma argentina”, donde, entre varios temas, habla del tango en la literatura, incluida la suya; y donde declara: “oyendo tangos como ‘El choclo’, ‘El Pollito’, ‘Las siete palabras’, ‘El apache argentino’, ‘El cuzquito’, uno siente esa felicidad del coraje” (del culto del coraje, que es la ética de los cuchilleros de las orillas, según la mitología borgeana); y donde concluye: “el tango fue, sobre todo la milonga, fue un símbolo de felicidad”. Y que “estudiar el tango no es inútil, es estudiar las diversas vicisitudes del alma argentina”.

       

(Emecé, 1976)

            
De ahí que si Borges “detestaba a Astor Piazzolla” lo llamaba “Pianola”, dice Volodia Teitelboim en la página 201 de Los dos Borges (Hermes, 1998); y en la página 91 del Diccionario privado de Jorge Luis Borges (Altalena, 1979), Blas Matamoro cita uno de sus corrosivos y coloquiales epigramas: “En Astor Piazzolla, que no tiene oído, se conjugan la sordera musical y la poética” no extrañaría que en algún momento lo conmovieran sus composiciones y su bandoneón (pese a que el “21 de diciembre de 1974” a Sabato le dice: “Nunca me gustó el bandoneón”; “sé que me gusta el tango cuando se toca sin bandoneón”: “Un amigo me llevó a un concierto de él en Córdoba. Tocó seis piezas. Las escuché y dije: Me voy, como no tocan tango”), en el mismo sentido en que Gardel, quien tampoco le gustaba 
—no obstante prologó el libro de Carlos Zubillaga: Carlos Gardel (Júcar, 1976)  lo conmovió, según narra María Esther Vázquez en su biografía cuando en la página 225 bosqueja su estancia en Texas, en 1961:

            “A veces extrañaba Buenos Aires y sus voces; entonces la nostalgia lo llevaba a situaciones que él calificaba de ridículas. Es bien sabido que a él no le gustaba Gardel, lo veía lacrimógeno y de un sentimentalismo subalterno. En Austin un profesor, no sé si oriental o paraguayo, lo invitó a comer a su casa. Ya de sobremesa y quizá para halagarlo, le hizo oír un disco de Gardel. Borges hizo todo lo posible para ocultar su desagrado y creía haberlo logrado con una sonrisa complaciente, pero promediando el tango Volver, sintió a su lado un sollozo contenido; tardó unos segundos en descubrir que era él quien gemía, totalmente derretido por la frase: ‘pero el viajero que huye, tarde o temprano detiene su andar’.”

   

Ilustración de Basaldúa para
“Milonga de los morenos”

          Cuarta charla entorno a “El alma argentina” a la que le siguen, como tributo al conferencista y para cerrar el ciclo, un par de sus coplas: “Milonga de Jacinto Chiclana” y “El tango”, que un invitado ex profeso recitó para la concurrencia. La primera copla apareció en Para las seis cuerdas en noviembre de 1965, donde también figuró la que cita en la “Segunda conferencia”: “Yo he escrito una ‘Milonga de los morenos’. En esa milonga digo: ‘Martín Fierro mató un negro’ y luego, ‘y es casi como si los hubiera matado a todos’, porque, realmente los negros son muy raros aquí.” Y la segunda copla se publicó por primera vez en la revista Sur, en julio-agosto de 1958 y diez años después fue antologada en la susodicha segunda edición de El compadrito, su destino, sus barrios, su música, y recién, en 1964, había sido incluida en El otro, el mismo (donde ahora se halla), poemario aparecido por primera vez en la cuarta edición de su Obra poética 1923-1964 (“Edición en papel Witcel Ledger, con ilustraciones de Héctor Basaldúa, Norah Borges, Horacio Butler y Raúl Soldi, en conmemoración del 25 aniversario de Emecé.”) Cuyas dos primeras estrofas cantan a quien quiera oírlas:
 ¿Dónde estarán?, pregunta la elegía/ de quienes ya no son, como si hubiera/ una región en que el Ayer pudiera/ ser el Hoy, el Aún y el Todavía./ / ¿Dónde estará? (repito) el malevaje/ que fundó en polvorientos callejones/ de tierra o en perdidas poblaciones/ la secta del cuchillo y del coraje?

 

(Losada, . 2ª ed., otoño de 1997)

         ¿Extraña, entonces, por todo lo que dijo y no dijo en torno al tango (En el tango soy tan taura/ que cuando hago un doble corte/ corre la voz por el Norte/ si es que me encuentro en Sur) que Ernesto Sabato haya querido dedicarle a Borges su libro Tango, discusión y clave (Losada, 1963)? En cuya parte final de la afectuosa dedicatoria le canta una milonga (que Borges se permitió oír hasta 1974, leída para él, tête à tête, por la traductora alemana Anneliese von der Lippen): “Y ahora, alejados como parece que estamos (fíjese lo que son las cosas), yo quisiera convidarlo con estas páginas que se me han ocurrido sobre el tango. Y mucho me gustaría que no le disgustasen. Creameló [sic].”

      Y además de que Borges figura en sus páginas nombrado o citado, reprodujo su soneto “Buenos Aires”, ese que milonguea al inicio: Y la ciudad, ahora, es como un plano/ de mis humillaciones y fracasos; y que finaliza: No nos une el amor sino el espanto;/ será por eso que la quiero tanto. Publicado primero en La Nación, el 11 de agosto de 1963 y casi al unísono en el número 75 de Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura (agosto de 1963); luego integrado a El otro, el mismo (1964); luego a Para las seis cuerdas, tanto en la primera edición de noviembre de 1965, como en la segunda de noviembre de 1970; y, finalmente, en julio de 1974, dentro del volumen de sus Obras completas, fue excluido de Para las seis cuerdas y sólo quedó en El otro, el mismo.

VIII de X

James Joyce
(Foto: Berenice Abbott)

En la página 44 de su librito, dice Manguel sobre Borges: “Fue un lector desordenado que se contentaba, muchas veces, con resúmenes del argumento y con artículos enciclopédicos, y por mucho que admitiera no haber terminado el Finnegans Wake, podía dar alegremente una conferencia sobre el monumento lingüístico de Joyce. Jamás se sintió obligado a leer un libro hasta la última página.”

         Quizá se trate del lapsus de un lector que puede dar alegremente mil y una conferencias de nunca acabar (Éste era un gato con su colita de trapo y sus ojos al revés. ¿Quieres que te lo cuente otra vez?) sobre el monumento literario de Borges sin haber desbrozado la totalidad de sus dispersas y variopintas páginas; haciéndolo, además, como si fuera el poseedor de turno de la memoria de Borges y, por ende, como si lo conociera y recordara minuto a minuto y de toda la vida a través de una pequeña esfera tornasolada cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, que, en un tris y al unísono, le permite ver, congelar, diseccionar y escudriñar cada uno de los instantes, sueños, pesadillas y secretos, incluso los más nimios, infinitesimales e inconfesables de la vida íntima, y no íntima, de Jorge Luis Borges. Pues de sobra es consabido (no sólo entre navegantes de siete mares) que en el ensayo “El Ulises de Joyce” publicado en 1925, primero en la revista Proa y luego en Inquisiciones, su primer libro de ensayos editado con el rubro de Proa comienza diciendo muy pagado con las ínfulas de sí mismo:  

Borges en 1924

         “Soy el primer aventurero hispánico que ha arribado al libro de Joyce: país enmarañado y montaraz que Valery Larbaud ha recorrido y cuya contextura ha trazado con impecable precisión cartográfica [...]” Preludio de su declaración de principios ontológicos: “Confieso no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran [lo que no impidió que enero de 1925, en Proa, publicara su traducción de “La última hoja de Ulises”], confieso haberlo practicado solamente a retazos y sin embargo sé lo que es, con esa aventura y legítima certidumbre que hay en nosotros, al afirmar nuestro conocimiento de la ciudad, sin adjudicarnos para ello la intimidad de cuantas calles incluye.”

       


     
(Tusquets, 1986)

               
No obstante, además de que un par de fragmentos del Ulysses figuran desde la Navidad de 1940 en la Antología de la literatura fantástica, en la biografía sintética sobre Joyce que publica el “5 de febrero de 1937” en la revista El Hogar, elogia la eufonía de esa novela que recrea “un solo día en Dublín: el 16 de junio de 1904. Más que la obra de un solo hombre, el Ulises parece la labor de muchas generaciones. A primera vista es caótico; el libro expositivo de Gilbert James Joyce’s Ulysses, 1930— declara sus estrictas y ocultas leyes. La delicada música de su prosa es incomparable [subrayado del reseñista].”

         Una lectura fragmentaria e inconclusa, se infiere, debió ser la que hizo con “el Finnegans Wake”, según se entrevé en la reseña “El último libro de Joyce”, publicada el “16 de junio de 1939” en El Hogar, donde comienza diciendo: “Ha aparecido, al fin, Work in Progress, que ahora se titula Finnegans Wake, y que constituye, nos dicen, el madurado y lúcido fruto de dieciséis enérgicos años de labor literaria. Lo he examinado con alguna perplejidad, he descifrado sin encanto nueve o diez calembours, y he recorrido los atemorizados elogios que le dedican la N.R.F. y el suplemento literario del ‘Times’. Los agudos autores de esos aplausos dicen haber descubierto la ley de tan complejo laberinto verbal, pero se abstienen de aplicarla o de formularla, y ni siquiera ensayan el análisis de una línea o de un párrafo... Sospecho que comparten mi perplejidad esencial y mis vislumbres inservibles, parciales. Sospecho que están clandestinamente a la espera (yo públicamente lo estoy) de un tratado exegético de Stuart Gilbert, intérprete oficial de James Joyce.” Y en el tercer párrafo concluye lapidario:  

    “Finnegans Wake es una concatenación de retruécanos cometidos en un inglés onírico y que es difícil no calificar de frustrados e incompetentes. No creo exagerar. Ameise, en alemán vale por hormiga: amazing, en inglés, por pasmoso; James Joyce, en Work in Progress, acuña el adjetivo ‘ameising’ para significar el asombro que provoca una hormiga. He aquí otro ejemplo, acaso un poco menos lúgubre. Banister, en inglés, vale por balaustrada; star, por estrella: Joyce funde esas palabras en una sola —la palabra banistar— que combina las dos imágenes.

          “Jules Laforgue y Lewis Carroll han practicado con mejor fortuna ese juego.”

          Ludismo verbal del que pregona, sin quitar el dedo flamígero del renglón, en el segundo párrafo de “Joyce y los neologismos”, artículo publicado en Sur, en noviembre de 1939:

         

(Emecé, 1999)

       
“Es sabido que el rasgo más evidente de Work in Progress (que ahora se titula Finnegans Wake) es la metódica profusión de portmanteau words —para usar el término de otro precursor: Humpty Dumpty
ˡ [Célebre personaje de A través del espejo y lo que Alicia que encontró allí (Through the Looking-Glass and what Alice found there, 1871)]. En esa profusión reside la novedad de James Joyce. Tan poderosa y general es la pasión jurídica (o tan débil la estética) que los mil y un comentadores de Joyce casi no examinan los neologismos inventados por él y se limitan a probar, o a negar, que el idioma requiere palabras nuevas. He aquí unas pocas de las imaginadas por Joyce; no simularé que son las mejores: son las que ha razonado Stuart Gilbert o las que he descifrado al hojear las 628 páginas de la obra.”



IX de X

Borges y Fanny en Maipú 994

Según se lee en El señor Borges —libro urdido por el coleccionista y biógrafo Alejandro Vaccaro—, Epifanía Uveda de Robledo (General Paz, abril 7 de 1922) conocida como Fanny, a principios de los años 50 empezó a trabajar en el departamento B del sexto piso de Maipú 994, donde vivía doña Leonor con su hijo el señor Borges, y donde luego comenzó a dormir y a vivir en el cuarto de servicio (lo hizo hasta después de la muerte del escritor). Según cuenta Stella la hija de Fanny, en la mueblería de unos amigos le regalaron un cachorro blanco: “El gatito me encantó, era un pomponcito chiquito y la mamá también era blanca, sólo que con el pelo más largo y tenía un ojo celeste y otro verde. Era hermosa. Y así llegué con el gato a la casa de la calle Maipú. Lo bauticé ‘Pepo’. Porque en aquellos años me gustaba un jugador de fútbol que se llamaba Rinaldi [sic], y le decían ‘la Pepona’.” El caso es que al señor Borges “Al principio no le gustaba, y cuando se fueron conociendo un poco más y se hizo amigo de Pepo, lo empezó a llamar ‘Beppo’.”

       

Beppo y Fanny

          
“En Borges [apunta Vaccaro] todo, una vez más, es literatura. Pepo no podía tener ningún significado para sus razones; en cambio Beppo lo remitía inmediatamente a Lord Byron, y aún más al paje del duque de Bomarzo: ‘Beppo era el muchacho del leopardo, vestido de azul, que se volvía a observarme, sujeto el felino por una cadena...’ que su amigo Mujica Láinez había inmortalizado en su magnífica novela Bomarzo [Sudamericana, 1962] tras sacrificarlo en el valle frondoso de Mugello. Ahora el nuevo sonido era una suave música para sus oídos.” Al parecer fue así, pues a ciertos visitantes Borges les advertía, como si maullara arqueando el lomo y erizando el pelambre: “No se sienten en el lugar de Beppo”.  

     Y además de las fotos donde se le ve en su casa con el gato albino, le inspiró el reflexivo poema “Beppo”, cuyo íncipit reza: El gato blanco y célibe se mira/ en la lúcida luna del espejo; publicado en La Nación el 5 de noviembre de 1978 y luego recogido en La cifra (Emecé, 1981). Y quizá también le inspiró el poema “Un gato”, hecho público en La Nación el 24 de octubre de 1971, luego integrado a El oro de los tigres (Emecé, 1972), donde recita: Tu lomo condesciende a la morosa/ caricia de mi mano. Has admitido,/ desde esa eternidad que ya es olvido,/ el amor de la mano recelosa./ En otro tiempo estás. Eres el dueño/ de un ámbito cerrado como un sueño.

           

Borges y Beppo

        Pero ¿cuántos años vivió Beppo? ¿Entre qué año y qué año? Orlando Barone, en su prefacio del Otoño de 1996, recuerda que el gato blanco Beppo asistió, cachorro, desde el regazo de Borges a las últimas correcciones de las partes correspondientes a su dueño de lo que en septiembre de 1976 fue la primera edición, editada por Emecé, de los siete Diálogos que Borges y Sabato sostuvieron entre el “14 de diciembre de 1974” y el “15 de marzo de 1975” (No eran amigos ni presumían de serlo). Según apunta Bioy en su ladrillesco Borges: el gato murió el domingo 17 de febrero de 1985. María Esther Vázquez, en su biografía, dice que la muerte de Beppo le dolió y lamentó que hubiera fallecido antes que él. Según Fanny: “Sufrió muchísimo ese gato. Un día, el señor Borges y María [Kodama] volvían de un viaje. Tocaron el timbre y yo les abrí la puerta. [María jamás podía entrar a la casa sola porque nunca tuvo llave.] El gato estaba acostado en la cama de la señora, que ya había muerto. Cuando vio que el señor entraba salió corriendo, pasó entre las piernas de él y de María y se desgarró la piel al tropezar con un mueble. Además tuvo tres operaciones y a raíz de eso se murió muy joven [subrayado del reseñista]. El gato tenía mucho pelo y se pasaba la lengua y se tragaba los pelos. La señora Pinky [Locutora y animadora de la televisión argentina] me ayudó mucho en ese momento. Lo llevamos a M.A.P.A. [Movimiento Argentino de Protección Animal] y cuando volvíamos el señor estaba ahí sentado, esperando, contento porque el gato estaba ya operado. La segunda vez también le fue muy bien, pero la tercera ya no.”

     

La P
La Pepona Reinaldi, el segundo de la fila

         
Vale observar, y recapitular, que el futbolista argentino (luego entrenador) José Omar “la Pepona” Reinaldi (Villa María, mayo 27 de 1949) debutó en 1968 como delantero del Belgrano de Córdoba (el Club Atlético Belgrano) y se retiró en 1984 cuando jugaba con el Rosario Central (el Club Atlético Rosario Central). Si Stella, la hija de Fanny, llamó Pepo al gato (pomponcito y chiquito) por la Pepona el entonces rubio futbolista que debutó en 1968 en la Primera División argentina de fútbol, cuyo Campeonato Nacional de ese año “Comenzó el 6 de septiembre y finalizó el 29 de diciembre”, ello implica, o incita a suponer, que la anécdota donde Beppo “se acurrucaba” en la cama de Borges también es un recuerdo inventado, puesto que casi al final de su librito dice Manguel: “La última vez que le leí fue en 1968” (p. 85), lo cual coindice cuando con antelación dijo: “dejé la Argentina en 1968” (p. 38) —pese a que en el prólogo dice otra cosa: “me fui de la Argentina en 1969” (p. 13)— luego de haber sido lector de Borges, tres o cuatro veces a la semana, en un lapso de cuatro años (cuando Borges no estaba indispuesto o de viaje fuera de Buenos Aires o de la Argentina o casado por la iglesia con Elsa Astete desde el 21 de septiembre de 1967); tarea que inició dice en la página 23 a sus 16 años (los cumplió el 13 de marzo de 1964). En este sentido, recuerda Manguel el memorioso en la página 32 (recuerdo que luce una impronta de lo que apunta Williamson en la página 465 de su biografía sobre el Borges que en 1976 ya había almorzado con el general golpista Jorge Videla y su junta de caballeros; condecorado, 
el 21 de julio de 1976”, con la Gran Cruz de la Orden del Mérito en la embajada chilena en Buenos Aires, y, en septiembre de ese año, como para celebrar en Santiago de Chile el tercer aniversario del golpe militar, recibido un doctorado honoris causa en la Universidad de Chile, cuyo rector era un general de las fuerzas armadas, y cenado con el dictador Pinochet, quien le otorgó la Gran Cruz de la Orden de Bernardo O'Higgins, el libertador de Chile“Por la noche se retiraba a su cuarto espartano, que parecía la celda de un monje con su estrecha cama de hierro, su única silla, y dos pequeñas bibliotecas donde guardaba su colección de libros anglosajones y escandinavos”):

    

Borges en su recámara de Maipú 994

        “El dormitorio de Borges (algunas veces me enviaba a buscar allí un libro) era lo que los historiadores militares llamarían ‘espartano’. Una cama de hierro [era de bronce, humilde pero hermosa, le dijo Fanny a Vaccaro] con una colcha blanca sobre la que Beppo a menudo se acurrucaba, una silla, un pequeño escritorio y dos bibliotecas de escasa altura conformaban el único mobiliario. En la pared colgaba un plato de madera con los escudos de armas de los diversos cantones de Suiza y el grabado de Durero El Caballero, la Muerte y el Diablo, celebrado en dos rigurosos sonetos. A lo largo de su vida, Borges repitió un mismo rito antes de dormir: se deslizaba dentro de un camisón blanco y, cerrando los ojos, recitaba en voz alta el Padrenuestro en inglés.”

X de X
(Emecé, 24ª ed.,  2005)

Además del citado retrato fotográfico de Pepe Fernández que ilustra la portada de la edición de
Con Borges impresa en diciembre de 2016, en Buenos Aires, por Siglo XXI Editores Argentina, en la segunda de forros se ve un retrato a color de Alberto Manguel, con sombrero y bufanda, del fotógrafo Melik Külekçi. Y en el interior sólo se halla un difuminado retrato de Borges escribiendo con bolígrafo, datado en 1963 por la fotógrafa Alicia D’Amico; icónica fotografía en blanco y negro que también se aprecia, sin el difuminado y pequeña, en la portada y en el lomo de la sobrecubierta del citado volumen en cartoné Obra poética de Borges, editado en Buenos Aires por Emecé en junio de 2005, bajo el supuesto “cuidado de Sara Luisa del Carril”.

           En contraste, la edición de Con Borges (también con sobrecubierta y en cartoné) editada en Madrid, en 2004, por Alianza Editorial en la serie Alianza Literaria, comprende diecisiete imágenes en blanco y negro de la fotógrafa argentina Sara Facio (San Isidro, abril 18 de 1932). En cuya página legal el copyright de la traducción del inglés de Eduardo Berti está datado en “2001, bajo licencia de Editorial Norma, S.A.” Lo cual remite a la edición del libro editado en Colombia, en septiembre de 2003, por el Grupo Editorial Norma.

           

(Norma, 2003)

        En la edición madrileña de Con Borges, las imágenes de Sara Facio no exhiben ningún pie de foto ni ninguna fecha. No obstante, varias de ellas son de sobra conocidas, dado que a lo largo del tiempo han sido reproducidas en libros, en galerías, en museos, en medios impresos y multimedia, en documentales televisivos y en la web.

          Algunas de esas imágenes, que también se reprodujeron en la edición colombiana de Con Borges, figuran, con mejor papel y mejor resolución —sin llegar al límite de lo más óptimo— en el libro fotográfico de Sara Facio: Jorge Luis Borges en Buenos Aires, editado en abril de 2005, en la capital argentina, en la Colección Imagen latente de La Azotea, Editorial Fotográfica, fundada (con María Cristina Orive) en 1973 y dirigida por ella hasta el presente, quien también fundó, en 1985, la FotoGalería del Teatro San Martín, en Buenos Aires, la cual dirigió hasta 1998 (donde presentó más de 160 exposiciones con sus catálogos). En su ensayo fotográfico (con diseño de Jackie Duprat), que también comprende imágenes en color y no sólo retratos de Borges (en el departamento de Maipú y en la Biblioteca Nacional, y encuadres y acercamientos a su rostro y al cristalino de sus ojos), las imágenes tampoco tienen fechas ni pies de foto. No obstante, su desglose está entreverado por frases y versos transcritos de diez poemarios de Borges, enumerados en la postrera “Bibliografía” (sin rigor bibliográfico): de Fervor de Buenos Aires (1923), el primero, a Los conjurados (1985), el último que publicó en vida. De ahí que la fotógrafa dedique su libro: A María Elena Walsh que me reveló la poesía de Borges.

       

(La Azotea, 2005)

          
En consonancia con el título del libro (donde las fotografías dialogan, narran o contrastan con los textos), se lee, casi al inicio, una frase suelta de Borges que parece determinante: Los años que viví en Europa son ilusorios, yo estuve siempre (y estaré) en Buenos Aires (variación de versos de “Arrabal”, poema de su primer libro); cuyo sentido —un círculo concéntrico— lo cierra otra frase suelta que se lee casi al término: En mis sueños no salgo nunca de Buenos Aires.

         En torno a la parte central del libro se lee, distribuido en varias páginas, el “Poema de los dones” (sin la dedicatoria A María Esther Vázquez), entreverado con fotos de Borges en la Biblioteca Nacional, ya sentado ante el escritorio semicircular que fuera de Paul Groussac, donde brilla, por su ausencia, el globo terráqueo de José Ingenieros que le regalara Delia, hija de éste y colaboradora de Borges en Antiguas literaturas germánicas (FCE, 1951); ya deambulando por los corredores del monumental edificio de la calle México 564; o dictándole algo a una secretaria parecida a Elsa Astete Millán, su esposa durante casi tres aciagos años; o a Claude Hornos de Azevedo, quien, apunta María Esther Vázquez en su biografía, era una señora discreta y encantadora que acompañó a Borges en su viaje a México, en 1973, para recibir el Premio Alfonso Reyes.  

Jorge Luis Borges en Buenos Aires (La Azotea, 2005), p. 36

     
(Alianza, 2004)

       Y luego de ese episodio, figuran tres imágenes, en dos páginas contiguas, en las que Borges posa que hurga o acomoda libros entre los anaqueles de la Biblioteca, entre las que se leen tres versos del poema “Junio, 1968”, localizable en el poemario Elogio de la sombra (Emecé, 1969): (Ordenar bibliotecas es ejercer,/ de un modo silencioso y modesto,/ el arte de la crítica.) Una de ellas, muy difundida y celebérrima —incluso figura antologada en el libro de Sara Facio: Foto de escritor 1963/1973 (La Azotea, 2013)— es la que ilustra la sobrecubierta del libro editado en Madrid por Alianza; elegida y asociada a los mismos versos en la página 129 del álbum Borges. Fotografías y manuscritos con 15 retratos (Ediciones Renglón, 1987), que es una compilación ordenada por Miguel de Torre Borges, con epílogo suyo y prefacio de Adolfo Bioy Casares. Icónica imagen que ilustra la contraportada de Borges en Revista Multicolor, exhumación y acopio de Irma Zangara, publicado en Buenos Aires, en agosto de 1995, por Editorial Atlántida.

        

Borges. Fotografías y manuscritos con 15 retratos (Renglón, 1987), p. 129

           
(Atlántida, 1995)
Contraportada

           En su breve “Prólogo”, Sara Facio dice que conoció a Borges en 1963. Entonces lo fotografió en la Biblioteca Nacional: “dócilmente posaba casi sin verme, mientras monologaba sobre el invento de la fotografía y la vida científica de Francia en el siglo XIX.” En 1968 lo fotografío de nuevo allí, pero “con más ambiciones”: “Paseamos por salas y salones, se sentó frente al escritorio que fuera de Paul Groussac, antecesor en la dirección de la Biblioteca, recorrimos las galerías donde se filtraba una tenue luz por los vitrales. Se mostraba contento y, como siempre, conversador.” Y en 1980, dice, acompañó a un periodista brasileño que iba a entrevistarlo en el departamento de Maipú. “La extensión del reportaje me dio la oportunidad de recorrer la casa, observar los objetos, salir al balcón y mirar el paisaje de la Plaza San Martín y el río que Borges ya no veía.” (Vale observar que entonces fotografío rincones y detalles decorativos del interior del departamento, pero no retrató al gato Beppo o quizá descartó una imagen donde se le ve.) Y, entre otros recuerdos en los que ella solía ver a Borges rutinariamente caminando por ciertas calles de Buenos Aires que nombra, comiendo en algún restaurante que cita (en ocasiones con María Kodama), tomando café por allí (a veces solitario y pensativo, sin que lo molestara una sola mosca), dice que “Solía visitar la librería Pardo o Letras donde canturreaba viejos tangos con sus propietarias.” En este sentido, frente al caso del conferencista parlanchín que habla de Borges hasta por los codos y por el hecho de que Sara Facio pergeñó su libro para conmemorar el 20 aniversario de la partida de Buenos Aires del ciego y viejo poeta (invitado por la Fundación Verdiglione voló a Milán con María Kodama el 28 de noviembre de 1985), se puede concluir la nota con la anécdota con que cierra su prefacio (datado en 2005), donde da constancia del magnetismo (o hechizo de encantador de serpientes vocingleras, pelotudas y venenosas) que suscitaba al dictar una conferencia (pese a que el Mario Vargas Llosa de 1999 vocee que el “Borges público” se convirtió, “obligado por la fama y para defenderse de sus estragos”, en una “Persona de gestos, dichos y desplantes algo estereotipados”); lo que, se infiere, le habrá ocurrido a más de uno (incluido el gallego que hizo las grabaciones magnetofónicas y las preservó en la sombra y el anonimato) que, en octubre de 1965, lo oyó hablar del tango y su historia, del tango en la literatura argentina (incluida la suya), e incluso recitar de memoria estrofas de poemas y de arcaicos tangos de la Guardia Vieja, incluso en lunfardo, pese a que no se atreve a recitar allí, frente al honorable y modosito público, la letra de “El choclo” (“aprendí a cantar el tango ‘El choclo’, pero la versión que yo conozco es inefable —no podré repetirla aquí, no puedo ofender a nadie”):

     “Finalmente, quisiera relatar un recuerdo imborrable de Jorge Luis Borges, aunque sin cámaras mediante. Fue cuando lo citaron como testigo de un juicio promovido por alguien que se creyó propietario de la ciudad de Buenos Aires.

     “El abogado por la demanda le preguntó (luego de recordarle que estaba bajo juramento) si sabía que se hubiera escrito sobre Buenos Aires, antes de dicho juicio (1969).

     Lo que me consta es que Jorge Luis Borges escribió Fervor de Buenos Aires, su primer libro, en 1923. Pero sé, además, que... y dio una cátedra de literatura con el tema de la ciudad que comenzó con Evaristo Carriego, siguió con Lucio V. Mansilla, se remontó a los viejos ingleses y continuó y continuó sin que el Juez, ni los abogados y mucho menos los protagonistas del juicio osáramos interrumpirlo. Estábamos totalmente interesados y perplejos ante semejante erudición y tal amenidad.

     “Ese Borges es que el que conocí.”