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lunes, 13 de enero de 2025

Diez Cuentos de Terror

Los horrorosísimos espantos del

Parque de Atracciones POEᵀᴹ

 

I de III

Con el número 77 de la colección Ilustrados de la editorial española Reino de Cordelia, “en el invierno de 2017” “se acabó de imprimir”, en Madrid, el volumen Diez Cuentos de Terror. Se trata de una antología a dos tintas, con sobrecubierta y en cartoné, que reúne una decena de relatos del norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) traducidos por la española Susana Carral, profusamente ilustrados por la artista gráfica María Espejo; cuya “Edición, selección y prólogo” se debe a Luis Alberto de Cuenca y Pardo.

           

Colección Ilustrados número 77, Reino de Cordelia
Madrid, invierno de 2017

         
Si bien se trata de un vistoso libro que focaliza y explota una mínima muestra de la obra narrativa de Edgar Allan Poe, llama la atención, y chirría con estridencia, el despropósito del antólogo al descalificar las reputadas traducciones del argentino Julio Cortázar, fallecido en París, a los 69 años, el 12 de febrero de 1984. Es decir, según apunta en su prefacio datado en “Madrid, 15 de noviembre de 2016”, en tándem con “Jesús Egido, director y propietario de Reino de Cordelia”, hizo ex profeso la selección de los diez cuentos de Poe, cuyos supuestos “Títulos originales” en inglés (con el año de su publicación) se leen al inicio de la página legal y en español en su texto con una serie de loas (“formidables, únicos e irrepetibles”): Berenice, Ligeia, La caía de la casa Usher, La máscara de la Muerte Roja, El pozo y el péndulo, El corazón delator, El gato negro, El entierro prematuro, La verdad sobre el caso del señor Valdemar y El barril de amontillado. Pero a la hora de ponderar (y pregonar) el trabajo de la traductora, el prologuista truena lapidario como si con su voz de trueno hiciera polvo la versión cortazariana (quizá dando por sentado que la sepulta por los siglos de los siglos con su venenoso y falaz rayo de malaleche): “Como la pulquérrima traducción de Cortázar nos parecía demasiado cortazariana y bastante alejada del original [sic], pensamos en una excelente traductora española, Susana Carral, para acometer la tarea de trasladar al castellano las diez joyas, arriba citadas, del sanctasanctórum de Poe.”

            Nadie ignora que a estas alturas del siglo XXI abundan, en el disperso ámbito del idioma español, las mil y una traducciones y antologías de la obra narrativa de Poe. Y entre tales descuella sobremanera la pulquérrima versión cortazariana, cuya primera edición se remonta a mediados de los años 50 del siglo XX en una remota isla del Caribe (en cuya Universidad de Río Piedras estaba refugiado el escritor granadino Francisco Ayala) y su boom a partir de 1970, cuando Alianza Editorial publicó en Madrid, por primera vez, el par de tomitos con los 67 Cuentos de Poe (números 277 y 278 de la serie El Libro de Bolsillo), con su prólogo biográfico (“Vida de Edgar Allan Poe”), con sus postreros y eruditos comentarios y apuntes bibliográficos, todo precedido por la breve advertencia que en la página legal aún canturrea a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y envirulada aldea global: “Esta obra fue publicada en 1956 por Ediciones de la Universidad de Puerto Rico en colaboración con la Revista de Occidente con el título Obras en prosa I. Cuentos de Edgar Allan Poe. La actual edición de Alianza Editorial ha sido revisada y corregida por el traductor.”

   

El libro de bolsillo números 277 y 278, Alianza Editorial
(Madrid, undécima edición: 1984. Y octava edición: 1983.)

         
El buqué, la tesitura y la eufonía de la versión cortazariana de la narrativa de Poe tiene prestigio (pese a ciertos bemoles) y se defiende sola (no necesita las porras de un infinitesimal reseñista vociferando en el silencio sordo y solitario del ciberespacio) y por ello se ha seguido reeditando hasta lo que va del siglo XXI. No obstante, vale citar varios ejemplos donde esto es más que fehaciente.

  Uno: Narración de Arthur Gordon Pym; libro editado por Libros del Zorro Rojo e impreso en Polonia, en “enero de 2015”, con espléndidas ilustraciones en blanco y negro del artista gráfico Luis Scafati; cuyo prólogo y traducción de Cortázar se publicaron por primera vez en 1956 a través de las Ediciones de la Universidad de Puerto Rico y la Revista de Occidente; traducción revisada por el autor ex profeso para Alianza Editorial, que la publicó en Madrid, en 1971, con el número 341 de la serie El Libro de Bolsillo.

El libro de bolsillo número 341, Alianza Editorial
(Madrid, treceava edición: 1998)

       Dos: La trilogía Dupin; libro que reúne la traducción que hizo Cortázar de los tres cuentos detectivescos de Poe protagonizados por el chevalier Auguste Dupin, publicado por Seix Barral, en Barcelona, en junio de 2006, con un “Prólogo” de Matthew Pearl (traducido por Vicente Villacampa), el prestigioso autor de El club Dante (México, Seix Barral, 2004) y La sombra de Poe (México, Seix Barral, 2006).

 

Aurora Bernárdez y Julio Cortázar

         
Tres: Cuentos de imaginación y misterio; volumen editado por Libros del Zorro Rojo, cuya “Quinta reimpresión” impresa en Polonia data de “septiembre de 2016” (la “Primera edición” se tiró en “septiembre de 2009”), ilustrado con láminas en blanco y negro del artista gráfico Harry Clarke (epígono de Aubrey Beardsley), que reúne 22 de los 67 cuentos de Poe traducidos por Cortázar, precedidos por un “Prefacio” suyo datado en “1972”, aliñados con sus postreros comentarios y correspondientes datos bibliográficos. Vale subrayar que ese preámbulo de Cortázar fue traducido por la argentina Aurora Bernárdez (su esposa y cómplice durante los años europeos en que él tradujo y prologó las narraciones y los ensayos de Edgar Allan Poe) y es un examen —crítico, analítico y agudo— sobre la controvertida personalidad y la obra del escritor norteamericano.

Cuatro: Antología universal del relato fantástico; volumen editado en 2013, en Girona, por Atalanta, con notas, “Edición y prólogo de Jacobo Siruela”, donde figura la traducción que Cortázar hizo del cuento de Poe: “Manuscrito hallado en una botella”.

Cinco: Cuentos completos de Edgar Allan Poe; anónimo volumen editado en Barcelona por Edhasa, cuya “Cuarta reimpresión” data de “mayo de 2015” (y la primera de “enero de 2009”), que reúne los 67 relatos de Poe traducidos por Cortázar (más otros textos traducidos por Gregorio Cantera), reordenados cronológicamente “siguiendo la edición llevada a cabo por Patrick E. Quinn y G.R. Thompson para The Library of America (Poe, Poetry, Tales & Selected Esssays, Nueva York, 1984)”, se dice en la anónima “Nota del Editor”.

Seis: Relatos de ciencia ficción; libro publicado en Madrid, en 2018, con el número 24 de la serie Letras Populares de Ediciones Cátedra, que reúne quince cuentos de Poe traducidos por Cortázar y tres poemas de Poe traducidos por José Francisco Ruiz Casanova, precedidos por una avezada “Introducción” de Julián Diez.

 

Bibliotheca AVREA, Ediciones Cátedra
(Madrid, octubre 7 de 2011)

         Siete:
Narrativa completa de Edgar Allan Poe; tomo publicado en Madrid, “el 7 de octubre de 2011”, por Ediciones Cátedra en la Bibliotheca AVREA, el cual agrupa, cronológicamente, las traducciones que Julio Cortázar hizo de los 67 cuentos de Poe; más La narración de Arthur Gordon Pym, traducido por éste, y Julius Rodman, traducido por Margarita Rigal Aragón, editora del volumen; quien además de su erudita “Introducción general”, incluyó una “Cronología” biográfica, una “Relación de los lugares en los que Poe vivió”, una comentada “Selección bibliográfica”, y un conjunto de sesudas notas: una por cada texto de Poe compilado en el volumen. Con su ojo clínico de experta, declara a la mitad de su nota “Criterios de esta edición”: “Para las narraciones breves y para la Narración de Arthur Gordon Pym seguimos la traducción que Julio Cortázar realizase a principios de los años cincuenta del siglo pasado y que fue publicada, inicialmente, en 1956 por Ediciones de la Universidad de Puerto Rico en colaboración con la Revista de Occidente. Sus traducciones son, no solo para esta editora, sino para el resto de los estudiosos de Poe, las mejores que se han realizado en nuestra lengua. Quedamos profundamente agradecidos a su viuda, que ha permitido su reproducción en este volumen. [Cabe puntualizar que Aurora Bernárdez, a esas alturas del tiempo, no era su viuda, sino su heredera universal y albacea literaria.] Julio Cortázar no tradujo, sin embargo, El diario de Julius Rodman, por ello la traducción ofrecida ha sido realizada por la editora.”

 

Colección Voces/Literatura número 113, Páginas de Espuma
(México, segunda edición, diciembre de 2008)

         
Ocho: Cuentos completos. Edición comentada; ladrillesco tomo que reúne los 67 relatos de Poe con la consabida Traducción y prólogo de Julio Cortázar (pero sin sus eruditas y postreras “Notas”, en cuyo inextricable proemio resume las razones del ordenamiento que hizo de los 67 cuentos), cuya “Segunda edición” impresa en México por Páginas de Espuma data de “diciembre de 2008” (la primera apareció en España un mes antes). Se trata de un adoratorio o volumen de culto: Poe-Cortázar, cuyos convocantes editores: Fernando Iwasaki y Jorge Volpi, bosquejan sus reglas editoriales en la nota preliminar “Poe & CÍA” (firmada por ambos en “México D.F.-Sevilla, otoño de 2008”), dando por resultado que 67 escritores de ambos lados del Atlántico (nacidos después de 1960 y por lo menos con un libro publicado) comenten, uno a uno, los 67 cuentos de Poe traducidos por Cortázar. Cada comentario no figura después del relato, sino antes de cada uno, como si tal comentario personal y egocéntrico (a veces bastante simplote o baladí) fuera más relevante que el cuento de Poe traducido por Cortázar. A esto se añade la postrera crónica egotista de Fernando Iwasaki, donde narra una efímera y ritual visita turística que hizo a los sitios del culto e idolatría poeiana en Baltimore. No obstante, los principales textos laudatorios sobre el binomio Poe-Cortázar son la “Presentación” del mexicano Carlos Fuentes y el texto del peruano Mario Vargas Llosa titulado “Poe y Cortázar”, firmado en “Madrid, 21 de agosto de 2008”, donde a la mitad afirma, muy docto, el también catedrático (en distintas universidades) y miembro de la Academia Peruana de la Lengua (desde 1975), de la Real Academia Española (desde 1994) y de la Academia Francesa desde el 25 de noviembre de 2021:

   “La traducción que hizo Cortázar de los cuentos, ensayos y novelas cortas de Poe merece figurar entre las obras maestras de la literatura contemporánea en lengua española, así como la traducción de los cuentos de Poe por Baudelaire es reconocida como uno de los monumentos literarios de la lengua francesa. Esta traducción, al mismo tiempo que una maestría absoluta en el dominio del inglés y el español y un conocimiento exhaustivo de la obra de Poe, delata una cercanía intelectual y un amor apasionado de Cortázar por el mundo de la fantasía, los fantasmas y los traumas con los que el genio de Poe construyó su obra. Su mayor mérito es que ella en ningún momento parece una traducción pues Cortázar ha conseguido recrear dentro del espíritu de la lengua de Cervantes y de Borges el lenguaje de Edgar Allan Poe, encontrando equivalencias lingüísticas y reconstruyendo dentro del genio de nuestra lengua las peculiaridades estilísticas inglesas y la riquísima orfebrería léxica con que Poe elaboró todos sus textos. Quiero decir que, como todas las grandes traducciones, la versión que el autor de Rayuela da de la obra del norteamericano pertenece tanto a Poe como al propio Cortázar.

 

Mario Vargas Llosa entre Aurora Bernárdez y Julio Cortázar
(Grecia, 1967)

         “Para comprobarlo vale la pena leer el largo y lúcido ensayo con que la traducción de Cortázar apareció en su primera edición, hecha por la Universidad de Puerto Rico. En ella Cortázar, además de examinar con erudición el mundo de Poe, sus fuentes, la manera como la vida de este perseguida por el infortunio y los reveses se volcó en las alucinaciones y pesadillas de sus cuentos macabros y en las aventuras extraordinarias que fraguó su imaginación, hace una defensa de la literatura fantástica, género en el que Cortázar escribió relatos tan originales y notables como los del propio Edgar Allan Poe. Al igual que Baudelaire, a Julio Cortázar Edgar Allan Poe no sólo le deparó el placer de una lectura, también fue un espejo que le permitió descubrir su propia cara.”

 

II de III

Fortunano y Montresor
(Ilustración: María Espejo)

Debajo del título de su prefacio (cuya asonancia rima con tótem): “POE
ᵀᴹ, Luis Alberto de Cuenta y Pardo —el antólogo y prologuista de los Diez Cuentos de Terror— se autopresenta como una especie de oráculo, pachá en otomana o eminencia con toga y birrete del “Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo”. Pero al término de su texto, para animar al desocupado lector a introducirse en los horrorosísimos espantos de una especie de Casa de los Horrores, parlotea, lúdico —quizá disfrazado de bufón (a la Fortunato)—, a imagen y semejanza de un popular y picaresco pregonero de una feria ambulante por las villas y despeñaderos de Españolandia: “Pasen, amigos, a esta selección de los diez mejores cuentos de Poe traducidos por Susana Carral, diviértanse como enanos, como caníbales en celo, leyendo el libro que comienza donde terminan estas líneas. La entrada al Parque de Atracciones POEᵀᴹ no tiene fecha de caducidad. Mientras el hombre lea, leerá al autor de El cuervo (aunque no sé decirles, la verdad, cuánto durará eso).”

    En este sentido, si el antólogo y prologuista Luis Alberto de Cuenca y Pardo no hubiera reprobado la pulquérrima versión cortazariana de los cuentos de Poe (dizque “bastante alejada del original”), el desocupado lector quizá hubiera accedido a los insólitos y horrorosísimos sucesos y locuras de la pulquérrima versión carraliana sin ningún prejuicio (o casi sin ninguno); es decir, sin que nadie (a no ser su consciencia individual) lo indujera y empujara a comparar y a elegir, a imagen y semejanza de un pelotudo juez de una justa literaria, cuál de las dos versiones es “la más cercana al original”.

   A priori parece que las dos versiones son válidas, que ambas merecen la croqueta de oro. Es decir, los intérpretes tradujeron con libertad a partir de sus decisiones y criterios intelectuales e idiosincrásicos. Si uno lee ambas versiones y las compara se tiene la certidumbre de que, esencialmente —con sus diferencias, variantes, limitaciones y antagonismos— son versiones parecidas de un mismo texto. Y esto resulta extensivo a otros reconocidos intérpretes que han traducido la obra narrativa de Poe; por ejemplo, Julio Gómez de la Serna, Doris Rolfe, Mauro Armiño, Elvio E. Gandolfo.

         

Diez Cuentos de Terror, p. 147
(Ilustración: María Espejo)
Nota: El loco descuartizando al viejo del corazón delator

       
 Si se trata de ser “lo más cercano al original” es notorio que a la versión carraliana de “Berenice” y de “El pozo y el péndulo” les metieron cuchillo; es decir, les mocharon un cachito. Y poniéndonos exigentes, el antólogo convalida tales mutilaciones: “estamos muy contentos con el resultado de nuestro encargo”, dice complaciente y pagado de sí mismo en su prefacio.

         

Diez Cuentos de Terror, p. 35
(Ilustración: María Espejo)
Nota: Los dientes extirpados al cadáver de Berenice

         
Es decir, “Berenice” inicia con un epígrafe en latín que Cortázar no tradujo, pero Carral sí en una nota al pie de página. Pero “Berenice” tiene una nota al pie de página del propio Poe que Cortázar sí tradujo, notoriamente eliminada en la versión carraliana y que en la versión cortazariana dice a la letra: “¹Pues como Júpiter, durante el invierno, da por dos veces siete días de calor, los hombres han llamado a este tiempo clemente y templado, la nodriza de la hermosa Alción (Simónides).” El cual corresponde al pasaje del cuento original donde se lee el nombre “Halcyon” y que en la versión cortazariana dice así: “Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno —en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción¹ [...]” Mientras que en la versión carraliana se lee así ese pasaje y con el nombre “Alcíone”: “Con el paso del tiempo se acercaba ya el momento de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno de uno de esos días anormalmente cálidos, tranquilos y neblinosos para la época del año que permiten criar a la hermosa Alcíone [...]”

     

Diez Cuentos de Terror, p. 111

       
  “El pozo y el péndulo”, por su parte, inicia con cuatro versos en latín que Cortázar no tradujo, pero Carral sí y cantan, exultantes y triunfalistas, en su correspondiente pie de página: “La impía muchedumbre de torturadores/ alimentó sus abundantes locuras con la sangre de los inocentes, sin saciarlas./ Ahora que la patria está a salvo y la cueva de la ruina destrozada,/ donde reinó una muerte espantosa surgen vida y salud.” Pero lo que al inicio le falta a la versión carraliana de “El pozo y el péndulo” es la apostilla del propio Poe que sigue (o corresponde) a tal cuarteta y que en la versión cortazariana dice entre paréntesis: “Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que había de ser erigido en el emplazamiento del Club de los Jacobinos en París.”

           

Cuentos/1 (Alianza, 1984), p. 74 (detalle)

         
 Quizá esas mutilaciones no son un mal desempeño de Susana Carral, sino de Jesús Egido, pues en la página legal figura como el autor del Diseño y maquetación. Y quizá le hundió el bisturí y le metió tijera a ese cuento para dizque “armonizar” con el sentido del aviso que se lee, entre paréntesis, al pie de la primera página de “Berenice”, pues es el relato que inicia los Diez Cuentos de Terror: “Todas las notas son de la traductora”. Este tipo de manoseos o meteduras de mano ajenas al traductor (que más bien son meteduras de pata) suelen ocurrir. Por ejemplo, en la 3ª edición de Narraciones extraordinarias, antología de doce relatos de Poe, número 133 de la serie El Club Diógenes, editado en Madrid por Valdemar en “marzo de 2019”, algún pseudocorrector le añadió entre paréntesis “N. del T.” a la susodicha nota de Poe colocada allí en un pie de página: “Cuarteta compuesta para las puertas de un mercado que había de erigirse en el emplazamiento del Club de los Jacobinos, en París.” Pues es difícil ver a un traductor profesional (en este caso Mauro Armiño) inflando la pechuga para colgarse y lucir un supraconsabido crédito que no le pertenece.

         

Narraciones extraordinarias (Valdemar, 2019), p. 247

           
Vale puntualizar que Edgar Allan Poe era proclive a escribir, en sus cuentos, epígrafes y notas al pie de página a veces en otros idiomas ajenos a la lengua inglesa, ya de índole verídica, apócrifa o imaginaria, como es el caso del fragmento en inglés, atribuido a Joseph Glanvill, que encabeza a “Ligeia”, pues según apunta Félix Martín en su antología de trece Relatos de Edgar Allan Poe publicada en Madrid por Ediciones Cátedra (Letras Universales, 1988; Mil Letras, 2009): “La cita es invención del autor, por más estratégica que resulte su función narrativa.” Y como al parecer es el caso de la citada cuarteta en latín que preludia a “El pozo y el péndulo”, pues según reporta Margarita Rigal Aragón en su correspondiente traducción y nota: “Según Baudelaire, el mercado al que alude Poe es el de St. Honoré, pero no tuvo puertas ni tal inscripción.”

       De igual modo, Poe era proclive a escribir extranjerismos en el texto de sus cuentos (ya sea títulos, frases, fragmentos o palabras sueltas). Un caso emblemático puede ser “El hombre de la multitud”, que incluye vocablos y líneas en alemán, francés, griego y latín. Cortázar no tradujo esos detalles lingüísticos del cuento (resaltados por él con cursivas, con excepción de los caracteres griegos) y se observa que, por regla, no tradujo más que lo estaba escrito en inglés por Poe; su intención, se deduce, era dar idea del uso de Poe de diversos extranjerismos (sobre todo en francés y latín) que, incluso, podían ser errados. Vale observar, entonces, que en esa vertiente idiomática gana la versión cortazariana versus versión carraliana.

         

Fortunato y Montresor
(Ilustración: María Espejo)

     
Veamos algunas minucias, tomando en cuenta que a diferencia de Cortázar —vale reiterarlo—, Carral sí tradujo (y por ende gana en esto) los epígrafes de “El pozo y el péndulo”, de “Berenice” y de “La caída de la casa Usher” (los dos primeros en latín y el tercero en francés). En tal sentido ganancioso, Cortázar tampoco tradujo, pero Carral sí, las líneas en francés y en latín que se leen en el texto de “Berenice”.  Y también tradujo, y Cortázar no, la significativa y trascendental divisa en latín del escudo de armas de los Montresor (“Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón.”) que en el texto de “El barril de amontillado” el vengativo Montresor —la voz narrativa— le recita a Fortunato como una especie de soterrado e  inminente vaticinio (o cuchillo sin hoja al que le falta el mango, diría Lichtenberg): Nemo me impune lacessit (“Nadie me ofende impunemente”).

       En la versión cortazariana de “La caía de la Casa Usher” se lee: “A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde estaba tendido cuan largo era y me recibió con calurosa vivacidad, que mucho tenía, pensé al principio, de cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del hombre de mundo ennuyé. Pero una mirada a su semblante me convenció de su perfecta sinceridad.”

            Mientras que en la versión carraliana se le mochó lo ennuyé (aburrido), pese a que Poe lo utilizó: “Al verme entrar, Usher se levantó del sofá en el que yacía y me saludó con un afecto jovial en el que había mucha cordialidad exagerada, según pensé en un principio, mucho empeño forzado del hombre de mundo que se siente incómodo. Sin embargo, al observar su semblante me convencí de su sinceridad.”

            Más adelante, en la misma versión cortazariana se lee: “He hablado ya de ese estado mórbido del nervio auditivo que hacía intolerable al paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los cuales se había confinado con la guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar de la misma manera la fogosa facilidad de sus impromptus.”

            Mientras que en la versión carraliana ese consabido y recurrente término musical utilizado por Poe en plural (impromptus) fue eliminado con sonora cacofonía: “Ya he hablado de esa afección mórbida del nervio auditivo que volvía intolerable cualquier tipo de música al enfermo, con la excepción de algunos efectos de los instrumentos de cuerda. Quizá los estrictos límites que él mismo se imponía con la guitarra fueran en gran medida el origen del carácter fantástico de sus representaciones. Pero eso no explicaba la ferviente facilidad de sus improvisaciones.”

            En la versión cortazariana de “La verdad sobre el caso del señor Valdemar” se lee: “Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el nom de plume) de Issachar Marx de las versiones polacas de Wallenstein y Gargantúa.”

            Mientras que en la versión carraliana se lee “seudónimo” por nom de plume, pese a que Poe así lo escribió: “Cuando empecé a buscar a un sujeto para comprobar esos datos pensé en mi amigo Ernest Valdemar, el famoso compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el seudónimo de Issachar Marx) de las versiones en polaco de Wallenstein y de Gargantúa.”

       En el mismo cuento, Cortázar transcribe, tal cual, como lo escribió Poe, el nombre del alumno de medicina que asiste al hipnotizador “P...”: “Theodore L...l”; pero Carral, que según el antólogo hizo una traducción bastante cercana al original, lo mocha, lo acorta y le añade un punto: “Theodore L.” Por ende, luego, en la versión cortazariana se lee: “señor L...l” o simplemente: “L...l”; mientras que en la versión carraliana se lee: “Sr. L.” Cabe recalcar que en español esto suena “Señor Ele”; “Pe” el apellido o nombre del hipnotizador “P...”; y “Ele-ele” o “Ele” el apelativo de “señor L...l”.

      En otro pasaje la versión cortazariana preserva el vocablo en latín verbatim (literal) que empleó Poe: “El señor L...l tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de todo lo que ocurriera. Lo que voy a relatar procede de sus apuntes, ya sea en forma condensada o verbatim.” Mientras que en la versión carraliana se eliminó verbatim: “El Sr. L. tuvo la amabilidad de acceder a mi deseo y tomó notas de lo ocurrido. Gracias a eso, todo lo que ahora contaré será una copia exacta o un resumen de lo que anotó.”

   

Diez Cuentos de Terror, p. 197

       
Vale observar que, sobre la versión carraliana de “La verdad sobre el caso del Sr. Valdemar”, en la página legal de Diez Cuentos de Terror se registra que su título “original” es The Facts in the Case of Mr. Valdemar (1845); pero en la correspondiente nota de la versión cortazariana se lee que el “Título original” fue The Facts of M. Waldemar’s Case, y que así se publicó en “diciembre de 1845” en American Review. Margarita Rigal Aragón, en su nota correspondiente, reitera esto; pero además, entre corchetes, añade un comentario bibliográfico que resulta interesante transcribir: “Posteriormente, y todavía en vida del autor, fue publicado bajo varios títulos diferentes. Así, en diciembre de 1845, aparecería en el Broadway Journal como ‘The Facts in the Case of Mr. Valdemar’; en el Morning Post de Londres, en enero de 1846, con el título de ‘Mesmerism in America’; también en Londres y en el año 1846 fue reimpreso como un panfleto independiente con el nombre de Mesmerism ‘in Articulo Mortis’. An Outstanding and Horrifying Narrative Showing the Extraordinary Power of Mesmerism in Arresting the Progress of Death; y en el Boston Museum [sic], el 8 de agosto de 1849, aparecería, de nuevo, con su primer título, ‘The Facts of M. Waldemar’s Case’.” No obstante, lo más llamativo y sorprendente de esa nota ocurre cuando Rigal apunta que el cuento “fue interpretado por los lectores como un caso verídico con gran sorpresa de Poe”; pese a que no bosqueja cuándo y dónde ocurrió tal cosa.

   Otra minúscula discrepancia de índole parecida es la siguiente. En la página legal de Diez Cuentos de Terror se dice que el “título original” de “La máscara de la Muerte Roja” es The Masque of the Red Death (1842). Pero en la correspondiente nota de Cortázar se lee: “título original: The Mask of the Red Death: A Fantasy”; publicado en “mayo de 1842” en Graham’s Lady´s and Gentleman’s Magazine. Margarita Rigal Aragón casi coincide con Cortázar, pues registra el título así: The Mask of the Red Death. A Fantasy; coincide con la fecha de su publicación; pero acorta el nombre de la revista: Graham´s Magazine; y comenta entre corchetes: “El subtítulo, ‘A Fantasy’, fue eliminado en la reimpresión del 19 de julio de 1845 del Broadway Journal.”

            Se observa, además, que ambas versiones coinciden al datar el año de publicación de los diez cuentos en inglés. (No obstante, según se lee en una nota de Félix Martín sobre El palacio encantado que Roderick Usher recita en “La caída de la Casa Usher”: “Este poema aparecería por primera vez en 1839, en la revista Baltimore Museum. Posteriormente fue incluido en el relato, en donde cumple una función narrativa crucial.” Pero no precisó en qué edición y cuándo: si fue primero el huevo o la gallina, pues el cuento apareció en septiembre del mismo año en Burton’s Gentleman´s Magazine.) También coinciden al escribir en español los títulos de siete de los diez relatos: “Berenice”, “Ligeia”, “La máscara de la Muerte Roja”, “El pozo y el péndulo”, “El corazón delator”, “El gato negro” y “El entierro prematuro”.

   Mientras que las tres excepciones son las siguientes: el título de la versión cortazariana de “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”, en la versión carraliana es “La verdad sobre el caso del Sr. Valdemar”; el título de la versión cortazariana de “La caída de la Casa Usher”, en la versión carraliana es “La caída de la casa Usher”; y el título de “El tonel de amontillado” de la versión cortazariana, en la versión carraliana es “El barril de amontillado”.

     Y así podríamos estarnos: bajo la sombra de Poe, castrando, descuartizando o degollando al diosecillo Cronos hasta la consumación de los tiempos.

 

Julio Cortázar

III de III

Con un buen tamaño (c. 23 x 18 cm), grueso papel mate de calidad y una esmerada tipografía a dos tintas (roja y negra), el visual volumen en cartoné Diez Cuentos de Terror, cuyo Diseño y maquetación es obra de Jesús Egido, le da relevancia al escritor norteamericano Edgar Allan Poe y al unísono a la ilustradora española María Espejo, quien además brinda una dedicatoria en una exclusiva e ilustrada página interior: “A mi hermano Ignacio,/ que siendo niño escondía mis dibujos/ entre sus tesoros más preciados.” De ahí que en la segunda de forros el escritor y la artista gráfica figuren con una imagen de sus rostros y una breve nota sobre ellos.

           

Diez Cuentos de Terror, p. 163

           
El dibujo que ilustra la primera de forros es un detalle de una estampa dispuesta a lo largo y ancho de la página 163, aledaña al pasaje de “El gato negro” donde el beodo alude la pesadilla que lo acosa en torno al segundo minino de gran tamaño: “¡Ay de mí! ¡Ni de día ni de noche pude volver a descansar! De día, el bicho no me dejaba a solas ni un momento, y de noche me despertaba cada hora entre horribles delirios para encontrarme el aliento de esa cosa sobre mi rostro y su enorme peso, como una pesadilla encarnada, apoyado eternamente en mi corazón.” Como se observa, esa inquietante y onírica imagen que se lee en el cuento de Poe (y que ilustra Espejo) es una reminiscencia de la ancestral y antigua creencia popular que personifica a la pesadilla en una vieja que oprime el cuerpo del que la sufre; lo cual encaja, además, con “la creencia antigua según la cual todos los gatos negros son brujas disfrazadas”, misma que solía repetir la esposa del beodo en los felices tiempos del primer gato negro, llamado Plutón en ambas versiones. Por otra parte, esa imagen escrita por Poe (ilustrada por Espejo) evoca la figuración que el pintor Füssli corporificó (e inmortalizó) en el lienzo La pesadilla (1781).

 

La pesadilla (1781), pintura de Füssli

           Pero, como si se tratase de una caja de sorpresas, al hacerle strip-tease; es decir, al deslizarle los forros al volumen, la portada y la contraportada de las pastas duras aparecen ilustradas con detalles de una lámina que, en “La máscara de la Muerte Roja”, ilustra un instante en el que los metálicos pulmones de latón del gigantesco reloj de ébano interrumpen la música y congelan la alharaca y los movimientos de la licenciosa y voluptuosa mascarada que el príncipe Próspero organizó en la larga encerrona en su excéntrica abadía almenada y fortificada con altos portones metálicos, fatalmente clausurados como una gran tumba abovedada de saludables y cachondos muertos vivientes. Esa imagen de María Espejo se observa, completa, a lo largo y ancho de las páginas 102 y 103.

   

Diez Cuentos de Terror, p. 102-103 (detalle)

         
Mientras que a lo largo y ancho de las páginas 134 y 135 se observa una pesadillesca, terrorífica y caricaturesca visión, relativa a los murales que el torturado, en “El pozo y el péndulo”, ve plasmados en las móviles y ardientes paredes metálicas del artilugio de tortura y muerte; en cuyo trazo y tamiz se translucen rasgos, ecos y evocaciones de los arquetípicos, pesadillescos, infernales, moralistas, alucinantes y fantásticos óleos de El Bosco; e incluso de los míticos empalados de Vlad Tepes El Empalador.

   

Diez Cuentos de Terror, p. 134-135 (detalle)

     
  Se observa que a lo largo del volumen Diez Cuentos de Terror confluyen dos clases de ilustraciones de María Espejo. Unos son los dibujos y láminas a color que mucho tienen de cómic o novela gráfica; y otros son los dibujos y viñetas en negro que devienen, por defecto, de las milenarias y anónimas sombras chinescas originadas en el mítico teatro de sombras chino; en cuya prolífica y vasta vertiente no escasean los reputados artistas gráficos, como es el caso del hacedor e ilustrador de libros infantiles Jean Piénkoski. (Recuerdo, particularmente, El cuento de la calle de una sola dirección, de la narradora británica Joan Aiken, donde las abundantes ilustraciones de Jean Piénkoski se hallan inmersas y ensambladas en las páginas donde discurre la narración.)

 

El cuento de la calle de una sola dirección (Alfaguara, 1985), p. 80-81

           
Diez Cuentos de Terror, p. 224-225 (detalle)

       
 Se nota que Jesús Egido procuró con desvelo cada detalle visual del volumen. En este sentido, descuella el diseño de la primera página de cada uno de los diez relatos numerados (no obstante, el resultado hubiera sido más congruente y mejor con números romanos y caracteres góticos): ilustración ex profeso, capitular con viñeta intrincada, y hoja cuyas tonalidades semejan la textura y el color del papel de estraza. Y al unísono destaca el diseño de varias páginas donde converge y se ensambla lo que se narra con la ilustración. Pero quizá el frijolillo en el arroz radique en las minúsculas y curiosas viñetas de calaveritas negras con el par de huesitos negros que caprichosamente dividen a “Berenice” en cuatro partes. Pues además de que en el cuento “original” esa división no existe, esas calaveritas con huesitos cruzados, que remiten a la legendaria y universal estampa de la bandera pirata, irían bien en “El escarabajo de oro”, pero en “Berenice” desentonan y están fuera de contexto, y sólo son un lúdico capricho visual. No menos caprichoso y lúdico que la proliferación de la repetitiva viñeta que se observa en las guardas negras, en la portadilla interior y en el lomo, y que es el logo de la editorial Reino de Cordelia.

 

Edgar Allan Poe, Diez Cuentos de Terror. Traducción de Susana Carral. Prólogo de Luis Alberto de Cuenca y Pardo. Ilustraciones y viñetas de María Espejo. Diseño y maquetación de Jesús Egido. Colección Ilustrados número 77, Reino de Cordelia. Madrid, invierno de 2017. 232 pp.

 

miércoles, 25 de diciembre de 2024

Gaspar, Melchor y Baltasar



        Nació de una ternera virgen a la que fecundó un trueno


I de III
En 1980, Michel Tournier (París, diciembre 19 de 1924-Choisel, enero 18 de 2016), en Éditions Gallimard, publicó, en francés y en Francia, su novela Gaspard, Melchior & Balthazar; y traducida al español por Carlos Pujol en 1996 apareció en España editada por Edhasa. Se trata, como lo indica el sonoro título, de una obra sobre los legendarios y míticos tres Reyes Magos, cuyo punto nodal es la noche de la Adoración, en un humilde pesebre de Belén, prosternados a los pies de José, de María y del recién nacido Niño Jesús, a quien le entregan, signados por una deslumbrante estrella en el cielo, el oro, el incienso y la mirra.

Narrativas Contemporáneas núm. 147, Edhasa
Barcelona, mayo de 1996
        Michel Tournier, desde luego, no hizo una novela de acérrima fe católica o cristiana, sino una obra fantástica, extraordinaria, libre, caprichosa, repleta de minucias y episodios lúdicos, poéticos y palimpsésticos, en cuyo trasfondo y tesitura circulan y laten una serie de mitos, leyendas, tradiciones, atavismos, supercherías, usos, costumbres, faunas, floras, geografías, arquitecturas, ruinas arqueológicas, historias, libros sagrados y no, Evangelios apócrifos, collages; en este sentido, en su postrero “Post-scriptum” alude cierta bibliografía que alimentó su imaginación y trascribe los versículos de “San Mateo, capítulo 2”, los únicos pasajes de la Biblia donde escuetamente se habla de los Magos de Oriente y su ofrenda.

Michel Tournier
Los tres primeros capítulos de la novela son: “Gaspar, rey de Meroe” (en el actual Sudán), “Baltasar, rey de Nippur” (en el actual Irak) y “Melchor, príncipe de Palmirena” (en la actual Siria). Cada uno traza los rasgos personales y las características biográficas e incidentales de cada majestad y las distintas e intrínsecas razones que los mueven y hacen viajar a Hebrón, donde coinciden —sin antes conocerse ni tener noticia uno de otro ni del Niño que pronto nacerá en un establo de Belén—. Y luego, ya juntos, se encaminan a Jerusalén, donde Herodes, rey de los judíos, los acoge en su palacio, opulento y espectacular lugar en el que impera una atmósfera de terror y sangrienta crueldad. 
Después de diez días de ser huéspedes en su gigantesco palacio, el viejo y enfermo Herodes por fin los recibe en una audiencia y con un fastuoso banquete, donde la voz narrativa y el propio monarca empiezan a esbozar las siniestras y macabras peculiaridades de su genocida, autoritario e intolerante poder (tiene 74 años de edad y 37 en el trono). Posee ojos y oídos por todas partes (incluso bajo las piedras y en los recodos de los caminos), por ende conoce la catadura y las secretas e íntimas pulsiones de los tres soberanos que lo visitan. Herodes ordena que “el narrador oriental Sangali”, con su laúd, les narre una historia sobre “un rey que ya es viejo y que se preocupa por su herencia”; pero ante todo lo amenaza con desorejarlo, si no lo hace reír o si delata “algún secreto de Estado”. Tal historia se titula “Barbadeoro o la sucesión”; es el cuarto capítulo de la novela y es un cuento maravilloso, urdido en la mejor tradición de las narraciones de origen oral compiladas en Las mil y una noches y por ende es sólo una gota de oro del excepcional talento narrativo de Michel Tournier. 
Prosigue el quinto capítulo de la novela: “Herodes el Grande”, que bosqueja el origen marginal y no judío del déspota, su cruento itinerario, su maligna entraña (“la ley del poder: ser el primero en matar a la menor duda”), la infeliz disgregación y eliminación de su consanguínea estirpe, y el hecho de que ya es un viejo achacoso y enfermo. Y dado que no confía en nadie de sus allegados y colaboradores, nombra, con su latente e implícita amenaza asesina, “plenipotenciarios del reino de Judea”, al negro Gaspar, al anciano y culto Baltasar y al joven y desposeído Melchor. Su misión: averiguar el secreto de su sucesión; pues Manahem, su nigromante, además de señalarle la aparición del “astro nuevo y caprichoso” (que desde sus respectivas e íntimas razones y vórtices geográficos siguen Gaspar y Baltasar, pero no Melchor), le habló de “una profecía de Miqueas que sitúa en Belén —pueblo natal de David— el nacimiento del salvador del pueblo judío.” 
“Id allí [les ordena], cercioraos de la identidad y del lugar exacto del nacimiento del Heredero. Prosternaos en mi nombre ante él. Y luego volved para contármelo todo. Sobre todo no dejéis de volver aquí [...] No se os ocurra traicionarme, ¿me oís? Creo haber hablado con mucha claridad esta noche, evocando para vosotros algunos episodios de mi vida. Sí, es cierto, tengo ya la costumbre de que me traicionen, siempre he sido traicionado. Pero ahora vosotros lo sabéis: cuando me engañan, me vengo, y aprisa, sin compasión. Os ordeno... no, os conjuro, os suplico: haced que en el umbral de mi muerte, una vez, una sola vez, no sea traicionado. Hacedme este último óbolo: un acto de fidelidad y de buena fe, gracias al cual no entraré en el más allá con un corazón totalmente desesperado.”
El sexto capítulo de Gaspar, Melchor y Baltasar se titula “El asno y el buey” y es una especie de fábula. Se trata de dos animales privilegiados por Dios, pues a tal buey y a tal borrico les toca, allí en el improvisado y humilde establo de Belén, ser testigos del nacimiento del Niño Jesús (mientras en el pueblo se sucede el censo de los judíos y por lo tanto proliferan los numerosos y efímeros fuereños). “El buey”, su breve preludio, es una especie de proemio donde la omnisciente y ubicua voz narrativa comienza diciendo no sin translúcida, agnóstica y lúdica acritud: “El asno es un poeta, un literato, un charlatán. El buey no dice nada. Es un rumiante, un meditativo, un taciturno. No dice nada, pero eso no quiere decir que no piense. Reflexiona y recuerda. Imágenes inmemoriales flotan en su cabeza, pesada y maciza como una roca. La más venerable viene del antiguo Egipto. Es la del Buey Apis. Nació de una ternera virgen a la que fecundó un trueno. Lleva una media luna en la frente y un buitre en el lomo. Bajo su lengua está oculto un escarabajo. Le alimentan en un templo. Después de eso, ¿verdad?, un pequeño dios nacido en un establo de una doncella y del Espíritu Santo no va a sorprender a un buey.”
Pero el meollo de tal capítulo se lee en lo que “El asno dice”, pues allí, el hablantín y reportero burro, llamado Kadi Chuya (“el sabio que no es nada”), narra ciertos pormenores de la Natividad, como son la aparición del cometa que en el misterio de la bóveda celeste señala e ilumina el sitio exacto del nacimiento (porque en la novela de Michel Tournier la luminosa estrella tiene cauda):
“Y bruscamente, en un momento, se produjo un acontecimiento formidable. Un estremecimiento de alegría irreprimible recorrió el cielo y la tierra. Un rumor de alas innombrables demostró que nubes de ángeles mensajeros se lanzaban en todas direcciones. La paja que nos cubría quedó iluminada por la deslumbrante luz de un cometa. Se oyó la risa cristalina de los arroyos y la majestuosa de los ríos. En el desierto de Judá un leve temblor de la arena cosquilleó los costados de las dunas. Una ovación que ascendía los bosques de terebintos se mezcló con los aplausos ahogados de los búhos. La naturaleza entera exultaba.

Natividad mística (temple sobre lienzo, 1500)
Sandro Botticelli (1445-1510)

Galería Nacional de Londres
“¿Qué había pasado? Casi nada. Se había oído, saliendo de la cálida sombra de la paja un ligero grito, y desde luego aquel grito no era ni del hombre ni de la mujer. Era el dulce vagido de un niño pequeñísimo. Al mismo tiempo una columna de luz apareció en medio del establo, el arcángel Gabriel, el ángel de la guarda de Jesús, ya estaba allí, y en cierto modo tomaba la dirección de las operaciones. Además, la puerta no tardó en abrirse, y se vio entrar a una de las criadas de la posada vecina, que llevaba apoyado en la cadera un lebrillo de agua tibia. Sin vacilar, se arrodilló y bañó al niño. Luego lo frotó con sal, a fin de fortalecerle la piel, y una vez envuelto en pañales, lo tendió a José, quien se lo puso sobre las rodillas, señal de reconocimiento paternal.”
Y además de varias digresiones de sabiondo testigo y clarividente y de otras proverbiales y coloridas anécdotas relativas a la Natividad, el parlanchín borrico testimonia que fue el arcángel San Gabriel quien “convenció a los Reyes Magos para que no fueran a informar a Herodes, y además organizó la huida a Egipto de la pequeña familia”.


El azúcar salado es más azucarado que el azúcar azucarado

                                  
II de II
“Taor, príncipe de Mangalore” es el séptimo y último capítulo de Gaspar, Melchor y Baltasar (Edhasa, Barcelona, 1996), novela de Michel Tournier, y se divide en dos partes. En la primera: “La edad del azúcar”, se narran las singularidades personales y biográficas de Taor, joven y caprichoso príncipe de veinte años, aficionado a los dulces y pasteles, cuya madre, la maharaní Taor Mamoré, procura mantenerlo frívolo y alejado del poder que ella ostenta y manipula. Siri Akbar, el esclavo y ambicioso consejero del príncipe Taor, le hace probar “un rahat-lukum de pistacho” (un laborioso cubito de azúcar con sabor a pistache), comprado en un cofrecillo a “unos navegantes árabes”. Tal dulcecillo encandila al joven e infantil Taor y quiere conocer la receta. Así que Siri, previsible, hizo que “dos hombre suyos” se embarcaran con los navegantes árabes en busca de la fórmula. Al cabo de varios meses de navegación y rastreo terrestre, los enviados regresan hasta la costa Malabar, al reino de Mangalore (en la actual India), sin la receta del rahat-lukum de pistacho, pero con dos cosas. Una es la noticia, oída entre los “anacoretas, estilistas y profetas solitarios” de “las tierras áridas de Judea y en los montes desolados de Neftalí”, de “la invención inminente de un manjar trascendente” que creará “el Divino Confitero”, a quien “Se le esperaba incesantemente en el pueblo de Judea, y algunos pensaban, apoyándose en ciertos textos sagrados, que nacería en Belén, un pueblo situado a dos días de camino al sur de la capital, donde había visto la luz el rey David.” La otra es un rústico tarro donde le trajeron al príncipe la golosina con que se alimentan tales ermitaños: “saltamontes confitados en miel silvestre”, que a Taor, tras catar y paladear, le hace decir y repetir en coro con sus rebuznantes súbditos: “El azúcar salado es más azucarado que el azúcar azucarado”. Es así que el joven Taor tiene la idea de una expedición (que aprueba su madre con tal de alejarlo del cetro y del trono) en busca de esas “maravillas que sólo se encuentran en el Occidente”, y de paso quizá hallen el “secreto del rahat-lukum” y algunos otros. Son cinco barcos, cada uno con un elefante, los que acometen esa travesía, esa miliunanochesca aventura que va del puerto de Mangalore al Mar Rojo y luego hasta el puerto idumeo de Elat, donde dejarán los navíos y en una caravana emprenderán la ruta a Belén. 
Son muchos los pormenores de esa aventura, no exenta de peligros y pérdidas (por ejemplo, un barco queda a la deriva con el paquidermo consumido por los quebrantahuesos; la elefanta albina se convierte en diosa de una tribu de baobalíes; otro elefante muere, en el camino a Belén, por el ataque de feroces avispas; y los dos últimos fallecen petrificados por las saladísimas aguas del Mar Muerto). Baste decir que en Etam, en torno a los estanques llamados pilones de Salomón, Taor se encuentra con Gaspar, Melchor y Baltasar, quienes le testimonian sobre quien aún supone “el Divino Confitero”: “Es un niño muy pequeño nacido sobre la paja de un establo, entre un buey y un asno”. Y además de que Melchor le dice que “el arcángel San Gabriel, que hacía de mayordomo del Pesebre”, les recomendó no regresar ni pasar por Jerusalén porque “Herodes albergaba intenciones criminales respecto al Niño”, cada uno le narra lo vivido ante el bebé, la entrega del correspondiente tributo (el oro, el incienso y la mirra) y la incidencia de su divino influjo en la secreta psique y código existencial de cada uno. De modo que tras oírlos, Taor colige que el Niño responde “con exactísima adivinación de nuestra íntima personalidad. Por eso lo que dice a uno en el secreto de su corazón es ininteligible para los demás.” 
Es así que el viejo, opulento y culto Baltasar, rey de Nippur, quien otorgó la mirra (un bloque guardado desde infancia que le regalara el entomólogo Maalek, especializado en mariposas) y quien en contra de la intolerante y violenta religión iconofóbica de su reino (ubicado en las inmediaciones del Éufrates, cerca de la actual Bagdad) por más de 50 años ha sido un coleccionista de arte al que sus fanáticos súbditos recién le destruyeron su museo (el Balthazareum), se propone reconstruirlo, pero no con “obras modernas”, sino con “las primeras obras maestras del arte cristiano”. Y “la primera pintura cristiana” será, le dice, “La Adoración de los Magos, tres personajes cargados de oro y de púrpura que vienen de un Oriente fabuloso para prosternarse en un miserable establo ante un niño recién nacido.” 

La Adoración de los Reyes Magos (óleo sobre tabla, 1504)
Alberto Durero (1471-1528)

Galería de los Oficios de Florencia
      El príncipe Melchor, veinteañero, despojado, desterrado y fugitivo, que depositó “a los pies del Niño la moneda de oro acuñada con la efigie” de su padre, el rey Teodemo (recién envenenado por su tío Atmar, príncipe de Hama), que además, le dice, “Era mi único tesoro, el único documento que atestiguaba mi calidad de heredero de Palmira” (en la actual Siria), le narra que renuncia a tal reino para ir en pos del reino que le “prometió el Salvador. Me retiraré al desierto con mi fiel Baktiar [su tutor y único acompañante a pie]. Fundaremos una comunidad con todos los que quieran unirse a nosotros. Será la primera ciudad de Dios, toda ella recogida en la espera del Advenimiento. Una comunidad de hombres libres cuya única ley común será la ley del amor...”
Por su parte, Gaspar, rey de Meroe (en el actual Sudán), que es de raza negra, muy rico, sujeto de epifanías y observador de secretas visiones fantásticas, quien emprendió el viaje desde su palacio-fortaleza con una caravana de camellos, le testimonia: 
“Al acercarme al Pesebre, deposité en primer lugar el cofrecillo de incienso a los pies del Niño, único ser en verdad que merece ese homenaje sagrado [‘El incienso armoniza con la corona, como el viento con el sol’]. Me arrodillé. Toqué con mis labios mis dedos, e hice ademán de enviar ese beso al Niño. Sonrió. Me tendió los brazos. Entonces supe lo que era el encuentro total del amante y del amado, esa veneración temblorosa, ese himno de júbilo, esa fascinación maravillada.
“Y había algo más que para mí, Gaspar de Meroe, sobrepasaba a todo en belleza, una sorpresa milagrosa que la Sagrada Familia evidentemente había preparado pensando tan sólo en mi llegada.”
Y esto es que Gaspar, nativo de la desértica África negra en las inmediaciones del Nilo, ve un “Jesús negro”, un bebé africano de nariz chata, hijo de María y José, que son blancos. Pero el efecto es que inducido por esa “primera lección de amor cristiano”, decide brindarles la libertad a una pareja de rubios y blancos fenicios, esclavos suyos, prisioneros en su fortaleza (donde en su harén tiene 17 mujeres negras), tras descubrir que no eran hermanos y que ella, Biltina, lo engañaba y traicionaba con él. Doloroso y ferviente amor no correspondido (Biltina, además, vomita de asco tras la primera cópula), que fue el leitmotiv que le hizo emprender, como una especie de terapia, la expedición en pos del cometa, el astro cabelludo, con “melena dorada”, del que le habló y señaló Barka Mai, su astrólogo de cabecera, quien oyó el anuncio de un viajero llegado “de las fuentes del Nilo”.  
Al día siguiente, Taor, que dice entender poco de los propósitos de cada monarca (“El arte, la política y el amor”), toma el camino a Belén con su caravana, porque supone que el Niño tiene una respuesta sólo para él (“El Niño me espera con su respuesta ya preparada para el príncipe de lo azucarado, que acude a él desde la costa de Malabar”). Y ya en Belén, con su séquito (quedan dos elefantes que asombran a la alharaquienta prole de chiquillos callejeros), el posadero que dio cobijo a José y a María en un improvisado y aledaño establo le informa que, tras el “censo oficial”, la pareja, con el bebé, debió tomar el camino “a Nazaret, de donde habían venido”. Pero “la moza de la posada”, que asistió el parto, le dice que los oyó decir “que iban a descender hacia el sur, en dirección a Egipto, para escapar a un gran peligro del que alguien les había avisado”. Taor se acuerda de la amenaza de Herodes y Siri Akbar, a quien le urge el regreso, le recomienda tomar “a la vez la dirección de Elat y la de la huida de la Sagrada Familia”. 
Pero ya a esas alturas del viaje, Taor ha madurado lo suficiente para deducir que “El Salvador no es como nosotros suponíamos”, que no se trata del Divino Confitero al que iban a ofrendar con las golosinas que llevan consigo. Así que antes de partir, decide deshacerse de toda esa carga organizando un gran banquete para los niños de Belén mayores de dos años. “En el bosque de cedros que domina la ciudad”, levantan un campamento y sus pasteleros y confiteros preparan esa merienda nocturna, cuyo meollo de las delicias es el pastel gigante que transportan cuatro hombres en una camilla, “obra maestra de la arquitectura repostera”, pues “estaba formado por almendrado, mazapán, caramelo y fruta escarchada, una fiel reproducción en miniatura del palacio de Mangalore, con estanques de jarabe, estatuas de membrillo y árboles de angélica. Ni siquiera habían olvidado a los cinco elefantes del viaje, modelados en pasta almendrada con colmillos de azúcar cande.”
Cuando el festín está en su apogeo y los chiquillos se dan la gran vida, oyen “el eco lejano de un gran clamor doloroso que venía de la invisible aldea” de Belén. Y es el esclavo Siri Akbar, “irreconocible, manchado de ceniza y de sangre, con las vestiduras desgarradas”, el que llega y le informa: “Hace una hora que los solados de Herodes han invadido la aldea, y matan, matan, matan sin compasión”. “Parecen tener órdenes de no dar muerte más que a los niños varones de menos de dos años.” 


La matanza de los inocentes
, según un códice del siglo X
     Y con tal convite y sangrienta matanza concluye para Taor, príncipe de Mangalore, “el fin de una edad, la del azúcar”.



Era agua dulce, la primera gota no salada que bebía

                                  
III de III
La última y segunda parte del séptimo y último capítulo de Gaspar, Melchor y Baltasar (Edhasa, Barcelona, 1996), novela de Michel Tournier, se titula: “El infierno de la sal” y es un descenso al fondo del laberíntico, subterráneo, espeluznante, salino y oscuro infierno. “En Belén —dijo sombríamente Siri— franqueamos las puertas del Infierno. Desde entonces no dejamos de adentrarnos en el Imperio de Satán.”


La matanza de los inocentes
        Después de la sádica y horrenda matanza en Belén de los niños menores de dos años “ejecutada por la legión cimeria de Herodes, un cuerpo de mercenarios de roja pelambrera”, el esclavo Siri Akbar, ansioso por regresar al puerto de Elat (donde se hallan los restantes cuatro navíos de la expedición que partió de la costa de Malabar, precisamente del puerto de Mangalore), le sugiere al príncipe Taor, que para eludir “las guarniciones militares de Hebrón y de Beersheba”, tomen el camino hacia la “aridez del desierto de Judá y de las estepas del Mar Muerto”. 
Y es allí, en los saladares del Mar Muerto (“que el profeta llamó ‘el gran lago de la cólera de Dios’), donde erigen un efímero campamento y mueren, tras bañarse en las mortíferas y saladas aguas, los dos últimos paquidermos (“dos enormes hongos de sal en forma de elefante se habían añadido a las demás concreciones salinas que llenaban la playa”). 
Luego de varios días de caminar en tal ámbito solitario y deletéreo, llegan a un paraje de “acantilados gigantescos perforados por grutas, algunas de las cuales [tiempo ha] habían debido de estar habitadas.”
Y más adelante, donde las “orillas del lago [el Mar Muerto] se iban acercando”, arriban a una magnífica ciudad desierta que parece haber sido “fulminada en un instante”. “Ni un ruido, ni un movimiento despertaban a esa inmensa necrópolis”, que Siri califica como el “último círculo del infierno”. En el resto de un altar de piedra de un derruido templo, Taor ordena y proclama la libertad de su séquito: “Esclavos, os doy la libertad”. Y durante la noche, mientras duermen en los escombros de una quinta, Taor ve, entre el sueño y la vigilia, a un hombre alto, con ropas negras seguido por un hombre desnudo, despellejado y teñido de rojo sangre y con un “pesado bastón en la mano”. El hombre de negro los hojea con una linterna y les da la socarrona bienvenida. “¡Nobles extranjeros —dijo—, sed bienvenidos en Sodoma!” 
Tras el amanecer y haber percibido y oído una ferviente y apresurada actividad nocturna en las calles de Sodoma, Taor advierte que sus hombres, ahora libertos, se han marchado a hurtadillas y que sólo resta uno: Draoma, que también se hubiera ido, pero por ser el “tesorero-contable de la expedición”, tuvo que quedarse porque está obligado a rendir cuentas a la maharaní Taor Mamoré, madre del príncipe. 
Ya en camino y por “el sur de la ciudad” los atrae un rumor en una explanada donde, en una caravana de camellos que transportan sal, un hombre, a instancias a otro que lleva “anudado a la cintura el rosario de calcular de los mercaderes”, es detenido y llevado “ante el juez de los miércoles”, pues por sus deudas, será juzgado y condenado a las minas de sal. Taor y Draoma se introducen entre la multitud que mira el subterráneo y perentorio juicio. El príncipe observa que el acusado tiene mujer y cuatro hijos pequeños. Levanta la mano y solicita pagar la deuda. El juez y el mercader convienen en que 33 talentos la saldan. Taor ordena a Draoma que pague, pero el dinero resulta mínimo. La gente se ríe de él. Taor vuelve a pedir la palabra; y dado que es joven (tiene 20 años) y fuerte y no tiene familia, se ofrece para cumplir la condena. El juez acepta. El acusado celebra la libertad con sus seres queridos y los verdugos empiezan a colocar grilletes en los pies de Taor, quien se despide de Draoma y le indica que se lleve el resto del dinero y que allá, en el reino de Mangalore (en la actual India), no diga nada de lo ocurrido. Cuando éste ya se ha marchado, Taor, cándido e ignorante, le pregunta al juez, quien “ya estaba estudiando el legajo de otro asunto”, por el tiempo que necesita un preso salinero para pagar 33 talentos. La respuesta literalmente lo derrumba y deja inconsciente: “¡Pues nada más sencillo de calcular, treinta y tres años!”
A partir de ese momento los días y las condiciones físicas de Taor se hacen auténticamente infernales. Michel Tournier, con su extraordinario poder imaginativo y narrativo (magnético, muy visual, y repleto de múltiples menudencias y detalles), cuenta las mil y una peripecias de ese avérnico y doloroso drama, salpimentado por las descripciones de las subterráneas galerías y de las orillas del Mar Muerto (en cuyas mortíferas aguas se realiza una letal pesca) y por los relatos de los atavismos, las costumbres y la vida social de los sodomitas (“la sodomía gozaba de particular favor entre las mujeres”). Primero porque ese subterráneo laberinto de minas salineras (97 minas, cuya carga transportan “las dos caravanas que cada semana salían de Sodoma”) se halla precisamente bajo las calles y construcciones de esa “ciudad maldita”, donde todos son sodomitas, “habitantes secretos”, ignorados por sus vecinos (en “virtud de una convención tácita”), “supervivientes de una población exterminada por el fuego del cielo mil años atrás”, quienes rinden culto a una fémina: “la esposa de Lot”, “aquel sodomita, que había renegado de su ciudad y elegido el bando de Yahvé, y que luego había sido embriagado y violado por sus propias hijas”.
Taor, porque así es la regla carcelaria, es recluido en una celda individual para evitar “la gran crisis inicial de la desesperación”. Encierro que puede durar “de seis días a seis meses”; al preso, además, “Si era necesario, le alimentaban a la fuerza por medio de una cánula”. Y más aún, “el salinero no debía volver a ver la luz del sol antes de cinco años” y la dieta de siempre se limita a dos invariables cosas: “salazón de pescado y agua salobre”. Y es ahí donde “Taor, —el príncipe del azúcar— fue donde tuvo que hacer la reforma más penosa de sus gustos y costumbres. Desde el primer día tuvo la garganta inflamada por una sed ardiente, pero aún no era más que una sed de garganta, localizada y superficial. Poco a poco desapareció, pero para ser sustituida por otra sed, menos dolorosa quizá, pero más profunda, esencial. Ya no eran su boca y su garganta las que reclamaban agua dulce, era todo su organismo, cada una de sus células que sufrían una deshidratación fundamental y se reunían en un clamor silencioso y unánime. Sabía bien que esa sed, cuando la oía surgir en su interior, iba a necesitar todo el resto de su vida para saciarse, si le ponían en libertad antes de su muerte.”
“La mina”, dice la omnisciente y ubicua voz narrativa, “no deja fácilmente a los que la sirven. El fuerte sol, al cual aquellos hombres ya no estaban acostumbrados, les quemaba la piel y los ojos, y tenían que volver a la penumbra subterránea con lesiones cutáneas o una oftalmia incurables. El colmo de la degeneración era adaptarse a la degeneración hasta el punto de que cualquier mejora resultaba imposible. Bajo la acción permanente de la humedad saturada de sodio, algunos mineros veían cómo su piel de desgastaba, se hacía más delgada, hasta convertirse completamente diáfana —como la que recubre una herida recién cicatrizada—, y eso les hacía parecer despellejados. Les llamaban los hombres rojos, y uno de ellos era el que había visto Taor la noche en que llegó a Sodoma. Generalmente iban desnudos —porque no soportaban ninguna ropa, y menos aún las de la mina, que debido a la sal eran muy ásperas—, y si se aventuraban a salir al exterior era en plena noche, por horror al sol. Sin duda debido a sus orígenes indios, Taor no conoció esa excoriación general, pero sus labios se apergaminaron, la boca se le resecó, los ojos se le llenaron de purulencias que no dejaban de supurar a los largo de las mejillas. Al mismo tiempo veía desaparecer su vientre, y el cuerpo se le convirtió en el de un viejo encorvado y encogido.”
Pasan los años y durante una breve semana, Taor tiene por compañero de celda a un tal Cleofante, “oriundo de Antioquía de Pisidia, ciudad de la Frigia gálica”, quien se dice “confitero de oficio” y “especialista en dulces orientales”. Una noche, Taor le pregunta por el rahat-lukum; y Cleofante, que es hablantín y detallista, les explica el proceso de elaboración de esa delicia, incluida la variedad del “rahat-lukum con pistacho”, que otrora incitó al príncipe de Mangalore a emprender su lejana expedición en busca del Confitero Divino.
Pero el encuentro trascendental en las infernales minas de Sodoma le ocurre a Taor cuando ya ronda los 33 años de su pena carcelaria. Dema, un pescador “oriundo de Merom, a orillas del pequeño lago Huleh que atraviesa el Jordán”, quien sólo estuvo allí un breve tiempo, “hizo una alusión incidental a cierto predicador al que había oído a orillas del lago de Tiberíades y en los alrededores de la ciudad de Cafarnaúm, y al que las gentes solían llamar el Nazareno”. Tras oírlo, Taor “comprendió que se trataba del mismo a quien no había podido encontrar en Belén, y por quien se había negado a regresar con sus compañeros”.
A través de las anécdotas que recita Dema con “las palabras del Nazareno”, Taor se entera de los milagros que ha hecho y oye los proverbios que ha esparcido y siente “que sin duda alguna era el mismo Jesús quien se dirigía a él por medio del pescador de Merom”. 
“Dijo: ‘Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra’.
“—¿Qué más dijo? —preguntó Taor en voz baja.
“—Dijo: ‘Bienaventurados quienes tienen sed de justicia porque ellos serán saciados’.
“Ninguna frase podía dirigirse más personalmente a Taor, el hombre que sufría sed desde hacía tanto tiempo para que se hiciera justicia. Suplicó a Dema que repitiera una y otra vez aquellas mismas palabras en las que se contenía toda su vida. Luego dejó que su cabeza reposara hacia atrás, apoyándola en la pared lisa y malva de su nicho, y entonces se produjo un milagro. ¡Oh, un milagro discreto, ínfimo, del que sólo podía ser testigo Taor!: de sus ojos corroídos, de sus párpados purulentos cayó una lágrima, que rodó por su mejilla y luego cayó en sus labios. Y probó el sabor de aquella lágrima: era dulce, la primera gota de agua no salada que bebía hacía más de treinta años.”
Poco después muere Dema y Taor es liberado. Pobre, disminuido y maltrecho se dirige a pie en pos de Jesús. Al duodécimo día llega a Betania preguntando por él. Y aún le toma otro tiempo para llegar a Jerusalén de “noche cerrada”. Pero como era la noche en que los judíos celebran la Pascua, le abrieron las puertas donde tocó y preguntó por “la casa de José de Arimatea”, donde Jesús, con sus amigos, se había reunido. Pero Taor llegó tarde: “La sala estaba vacía”: “Sobre la mesa quedaban también pedazos de aquel pan si levadura que los judíos comen en esa noche en recuerdo de la salida de Egipto de sus padres.”
“Taor sintió vértigo: ¡pan y vino! Alargó una mano hacia una copa y la alzó hasta sus labios. Luego cogió un trozo de pan ácimo y lo comió. Entonces se precipitó hacia adelante, pero sin llegar a caer. Los dos ángeles que velaban por él desde su liberación lo sostuvieron con sus grandes alas, mientras el cielo nocturno se cubría de inmensos fulgores, se llevaron a aquél que después de haber sido el último, el que siempre llegaba con retraso, acababa de ser el primero en recibir la eucaristía.”

Michel Tournier
(París, diciembre 19 de 1924-Choisel, enero 18 de 2016)


Michel Tournier, Gaspar, Melchor y Baltasar. Traducción del francés al español de Carlos Pujol. Serie Narrativas Contemporáneas núm. 147, Edhasa. Barcelona, mayo de 1996. 272 pp.