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jueves, 8 de diciembre de 2022

Diez Cuentos de Terror

Los horrorosísimos espantos del

Parque de Atracciones POEᵀᴹ

 

I de III

Con el número 77 de la colección Ilustrados de la editorial española Reino de Cordelia, “en el invierno de 2017” “se acabó de imprimir”, en Madrid, el volumen Diez Cuentos de Terror. Se trata de una antología a dos tintas, con sobrecubierta y en cartoné, que reúne una decena de relatos del norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) traducidos por la española Susana Carral, profusamente ilustrados por la artista gráfica María Espejo; cuya “Edición, selección y prólogo” se debe a Luis Alberto de Cuenca y Pardo.

           

Colección Ilustrados número 77, Reino de Cordelia
Madrid, invierno de 2017

         
Si bien se trata de un vistoso libro que focaliza y explota una mínima muestra de la obra narrativa de Edgar Allan Poe, llama la atención, y chirría con estridencia, el despropósito del antólogo al descalificar las reputadas traducciones del argentino Julio Cortázar, fallecido en París, a los 69 años, el 12 de febrero de 1984. Es decir, según apunta en su prefacio datado en “Madrid, 15 de noviembre de 2016”, en tándem con “Jesús Egido, director y propietario de Reino de Cordelia”, hizo ex profeso la selección de los diez cuentos de Poe, cuyos supuestos “Títulos originales” en inglés (con el año de su publicación) se leen al inicio de la página legal y en español en su texto con una serie de loas (“formidables, únicos e irrepetibles”): Berenice, Ligeia, La caía de la casa Usher, La máscara de la Muerte Roja, El pozo y el péndulo, El corazón delator, El gato negro, El entierro prematuro, La verdad sobre el caso del señor Valdemar y El barril de amontillado. Pero a la hora de ponderar (y pregonar) el trabajo de la traductora, el prologuista truena lapidario como si con su voz de trueno hiciera polvo la versión cortazariana (quizá dando por sentado que la sepulta por los siglos de los siglos con su venenoso y falaz rayo de malaleche): “Como la pulquérrima traducción de Cortázar nos parecía demasiado cortazariana y bastante alejada del original [sic], pensamos en una excelente traductora española, Susana Carral, para acometer la tarea de trasladar al castellano las diez joyas, arriba citadas, del sanctasanctórum de Poe.”

            Nadie ignora que a estas alturas del siglo XXI abundan, en el disperso ámbito del idioma español, las mil y una traducciones y antologías de la obra narrativa de Poe. Y entre tales descuella sobremanera la pulquérrima versión cortazariana, cuya primera edición se remonta a mediados de los años 50 del siglo XX en una remota isla del Caribe (en cuya Universidad de Río Piedras estaba refugiado el escritor granadino Francisco Ayala) y su boom a partir de 1970, cuando Alianza Editorial publicó en Madrid, por primera vez, el par de tomitos con los 67 Cuentos de Poe (números 277 y 278 de la serie El Libro de Bolsillo), con su prólogo biográfico (“Vida de Edgar Allan Poe”), con sus postreros y eruditos comentarios y apuntes bibliográficos, todo precedido por la breve advertencia que en la página legal aún canturrea a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y envirulada aldea global: “Esta obra fue publicada en 1956 por Ediciones de la Universidad de Puerto Rico en colaboración con la Revista de Occidente con el título Obras en prosa I. Cuentos de Edgar Allan Poe. La actual edición de Alianza Editorial ha sido revisada y corregida por el traductor.”

   

El libro de bolsillo números 277 y 278, Alianza Editorial
(Madrid, undécima edición: 1984. Y octava edición: 1983.)

         
El buqué, la tesitura y la eufonía de la versión cortazariana de la narrativa de Poe tiene prestigio (pese a ciertos bemoles) y se defiende sola (no necesita las porras de un infinitesimal reseñista vociferando en el silencio sordo y solitario del ciberespacio) y por ello se ha seguido reeditando hasta lo que va del siglo XXI. No obstante, vale citar varios ejemplos donde esto es más que fehaciente.

  Uno: Narración de Arthur Gordon Pym; libro editado por Libros del Zorro Rojo e impreso en Polonia, en “enero de 2015”, con espléndidas ilustraciones en blanco y negro del artista gráfico Luis Scafati; cuyo prólogo y traducción de Cortázar se publicaron por primera vez en 1956 a través de las Ediciones de la Universidad de Puerto Rico y la Revista de Occidente; traducción revisada por el autor ex profeso para Alianza Editorial, que la publicó en Madrid, en 1971, con el número 341 de la serie El Libro de Bolsillo.

El libro de bolsillo número 341, Alianza Editorial
(Madrid, treceava edición: 1998)

       Dos: La trilogía Dupin; libro que reúne la traducción que hizo Cortázar de los tres cuentos detectivescos de Poe protagonizados por el chevalier Auguste Dupin, publicado por Seix Barral, en Barcelona, en junio de 2006, con un “Prólogo” de Matthew Pearl (traducido por Vicente Villacampa), el prestigioso autor de El club Dante (México, Seix Barral, 2004) y La sombra de Poe (México, Seix Barral, 2006).

 

Aurora Bernárdez y Julio Cortázar

         
Tres: Cuentos de imaginación y misterio; volumen editado por Libros del Zorro Rojo, cuya “Quinta reimpresión” impresa en Polonia data de “septiembre de 2016” (la “Primera edición” se tiró en “septiembre de 2009”), ilustrado con láminas en blanco y negro del artista gráfico Harry Clarke (epígono de Aubrey Beardsley), que reúne 22 de los 67 cuentos de Poe traducidos por Cortázar, precedidos por un “Prefacio” suyo datado en “1972”, aliñados con sus postreros comentarios y correspondientes datos bibliográficos. Vale subrayar que ese preámbulo de Cortázar fue traducido por la argentina Aurora Bernárdez (su esposa y cómplice durante los años europeos en que él tradujo y prologó las narraciones y los ensayos de Edgar Allan Poe) y es un examen —crítico, analítico y agudo— sobre la controvertida personalidad y la obra del escritor norteamericano.

Cuatro: Antología universal del relato fantástico; volumen editado en 2013, en Girona, por Atalanta, con notas, “Edición y prólogo de Jacobo Siruela”, donde figura la traducción que Cortázar hizo del cuento de Poe: “Manuscrito hallado en una botella”.

Cinco: Cuentos completos de Edgar Allan Poe; anónimo volumen editado en Barcelona por Edhasa, cuya “Cuarta reimpresión” data de “mayo de 2015” (y la primera de “enero de 2009”), que reúne los 67 relatos de Poe traducidos por Cortázar (más otros textos traducidos por Gregorio Cantera), reordenados cronológicamente “siguiendo la edición llevada a cabo por Patrick E. Quinn y G.R. Thompson para The Library of America (Poe, Poetry, Tales & Selected Esssays, Nueva York, 1984)”, se dice en la anónima “Nota del Editor”.

Seis: Relatos de ciencia ficción; libro publicado en Madrid, en 2018, con el número 24 de la serie Letras Populares de Ediciones Cátedra, que reúne quince cuentos de Poe traducidos por Cortázar y tres poemas de Poe traducidos por José Francisco Ruiz Casanova, precedidos por una avezada “Introducción” de Julián Diez.

 

Bibliotheca AVREA, Ediciones Cátedra
(Madrid, octubre 7 de 2011)

         Siete:
Narrativa completa de Edgar Allan Poe; tomo publicado en Madrid, “el 7 de octubre de 2011”, por Ediciones Cátedra en la Bibliotheca AVREA, el cual agrupa, cronológicamente, las traducciones que Julio Cortázar hizo de los 67 cuentos de Poe; más La narración de Arthur Gordon Pym, traducido por éste, y Julius Rodman, traducido por Margarita Rigal Aragón, editora del volumen; quien además de su erudita “Introducción general”, incluyó una “Cronología” biográfica, una “Relación de los lugares en los que Poe vivió”, una comentada “Selección bibliográfica”, y un conjunto de sesudas notas: una por cada texto de Poe compilado en el volumen. Con su ojo clínico de experta, declara a la mitad de su nota “Criterios de esta edición”: “Para las narraciones breves y para la Narración de Arthur Gordon Pym seguimos la traducción que Julio Cortázar realizase a principios de los años cincuenta del siglo pasado y que fue publicada, inicialmente, en 1956 por Ediciones de la Universidad de Puerto Rico en colaboración con la Revista de Occidente. Sus traducciones son, no solo para esta editora, sino para el resto de los estudiosos de Poe, las mejores que se han realizado en nuestra lengua. Quedamos profundamente agradecidos a su viuda, que ha permitido su reproducción en este volumen. [Cabe puntualizar que Aurora Bernárdez, a esas alturas del tiempo, no era su viuda, sino su heredera universal y albacea literaria.] Julio Cortázar no tradujo, sin embargo, El diario de Julius Rodman, por ello la traducción ofrecida ha sido realizada por la editora.”

 

Colección Voces/Literatura número 113, Páginas de Espuma
(México, segunda edición, diciembre de 2008)

         
Ocho: Cuentos completos. Edición comentada; ladrillesco tomo que reúne los 67 relatos de Poe con la consabida Traducción y prólogo de Julio Cortázar (pero sin sus eruditas y postreras “Notas”, en cuyo inextricable proemio resume las razones del ordenamiento que hizo de los 67 cuentos), cuya “Segunda edición” impresa en México por Páginas de Espuma data de “diciembre de 2008” (la primera apareció en España un mes antes). Se trata de un adoratorio o volumen de culto: Poe-Cortázar, cuyos convocantes editores: Fernando Iwasaki y Jorge Volpi, bosquejan sus reglas editoriales en la nota preliminar “Poe & CÍA” (firmada por ambos en “México D.F.-Sevilla, otoño de 2008”), dando por resultado que 67 escritores de ambos lados del Atlántico (nacidos después de 1960 y por lo menos con un libro publicado) comenten, uno a uno, los 67 cuentos de Poe traducidos por Cortázar. Cada comentario no figura después del relato, sino antes de cada uno, como si tal comentario personal y egocéntrico (a veces bastante simplote o baladí) fuera más relevante que el cuento de Poe traducido por Cortázar. A esto se añade la postrera crónica egotista de Fernando Iwasaki, donde narra una efímera y ritual visita turística que hizo a los sitios del culto e idolatría poeiana en Baltimore. No obstante, los principales textos laudatorios sobre el binomio Poe-Cortázar son la “Presentación” del mexicano Carlos Fuentes y el texto del peruano Mario Vargas Llosa titulado “Poe y Cortázar”, firmado en “Madrid, 21 de agosto de 2008”, donde a la mitad afirma, muy docto, el también catedrático (en distintas universidades) y miembro de la Academia Peruana de la Lengua (desde 1975), de la Real Academia Española (desde 1994) y de la Academia Francesa desde el 25 de noviembre de 2021:

   “La traducción que hizo Cortázar de los cuentos, ensayos y novelas cortas de Poe merece figurar entre las obras maestras de la literatura contemporánea en lengua española, así como la traducción de los cuentos de Poe por Baudelaire es reconocida como uno de los monumentos literarios de la lengua francesa. Esta traducción, al mismo tiempo que una maestría absoluta en el dominio del inglés y el español y un conocimiento exhaustivo de la obra de Poe, delata una cercanía intelectual y un amor apasionado de Cortázar por el mundo de la fantasía, los fantasmas y los traumas con los que el genio de Poe construyó su obra. Su mayor mérito es que ella en ningún momento parece una traducción pues Cortázar ha conseguido recrear dentro del espíritu de la lengua de Cervantes y de Borges el lenguaje de Edgar Allan Poe, encontrando equivalencias lingüísticas y reconstruyendo dentro del genio de nuestra lengua las peculiaridades estilísticas inglesas y la riquísima orfebrería léxica con que Poe elaboró todos sus textos. Quiero decir que, como todas las grandes traducciones, la versión que el autor de Rayuela da de la obra del norteamericano pertenece tanto a Poe como al propio Cortázar.

 

Mario Vargas Llosa entre Aurora Bernárdez y Julio Cortázar
(Grecia, 1967)

         “Para comprobarlo vale la pena leer el largo y lúcido ensayo con que la traducción de Cortázar apareció en su primera edición, hecha por la Universidad de Puerto Rico. En ella Cortázar, además de examinar con erudición el mundo de Poe, sus fuentes, la manera como la vida de este perseguida por el infortunio y los reveses se volcó en las alucinaciones y pesadillas de sus cuentos macabros y en las aventuras extraordinarias que fraguó su imaginación, hace una defensa de la literatura fantástica, género en el que Cortázar escribió relatos tan originales y notables como los del propio Edgar Allan Poe. Al igual que Baudelaire, a Julio Cortázar Edgar Allan Poe no sólo le deparó el placer de una lectura, también fue un espejo que le permitió descubrir su propia cara.”

 

II de III

Fortunano y Montresor
(Ilustración: María Espejo)

Debajo del título de su prefacio (cuya asonancia rima con tótem): “POE
ᵀᴹ, Luis Alberto de Cuenta y Pardo —el antólogo y prologuista de los Diez Cuentos de Terror— se autopresenta como una especie de oráculo, pachá en otomana o eminencia con toga y birrete del “Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo”. Pero al término de su texto, para animar al desocupado lector a introducirse en los horrorosísimos espantos de una especie de Casa de los Horrores, parlotea, lúdico —quizá disfrazado de bufón (a la Fortunato)—, a imagen y semejanza de un popular y picaresco pregonero de una feria ambulante por las villas y despeñaderos de Españolandia: “Pasen, amigos, a esta selección de los diez mejores cuentos de Poe traducidos por Susana Carral, diviértanse como enanos, como caníbales en celo, leyendo el libro que comienza donde terminan estas líneas. La entrada al Parque de Atracciones POEᵀᴹ no tiene fecha de caducidad. Mientras el hombre lea, leerá al autor de El cuervo (aunque no sé decirles, la verdad, cuánto durará eso).”

    En este sentido, si el antólogo y prologuista Luis Alberto de Cuenca y Pardo no hubiera reprobado la pulquérrima versión cortazariana de los cuentos de Poe (dizque “bastante alejada del original”), el desocupado lector quizá hubiera accedido a los insólitos y horrorosísimos sucesos y locuras de la pulquérrima versión carraliana sin ningún prejuicio (o casi sin ninguno); es decir, sin que nadie (a no ser su consciencia individual) lo indujera y empujara a comparar y a elegir, a imagen y semejanza de un pelotudo juez de una justa literaria, cuál de las dos versiones es “la más cercana al original”.

   A priori parece que las dos versiones son válidas, que ambas merecen la croqueta de oro. Es decir, los intérpretes tradujeron con libertad a partir de sus decisiones y criterios intelectuales e idiosincrásicos. Si uno lee ambas versiones y las compara se tiene la certidumbre de que, esencialmente —con sus diferencias, variantes, limitaciones y antagonismos— son versiones parecidas de un mismo texto. Y esto resulta extensivo a otros reconocidos intérpretes que han traducido la obra narrativa de Poe; por ejemplo, Julio Gómez de la Serna, Doris Rolfe, Mauro Armiño, Elvio E. Gandolfo.

         

Diez Cuentos de Terror, p. 147
(Ilustración: María Espejo)
Nota: El loco descuartizando al viejo del corazón delator

       
 Si se trata de ser “lo más cercano al original” es notorio que a la versión carraliana de “Berenice” y de “El pozo y el péndulo” les metieron cuchillo; es decir, les mocharon un cachito. Y poniéndonos exigentes, el antólogo convalida tales mutilaciones: “estamos muy contentos con el resultado de nuestro encargo”, dice complaciente y pagado de sí mismo en su prefacio.

         

Diez Cuentos de Terror, p. 35
(Ilustración: María Espejo)
Nota: Los dientes extirpados al cadáver de Berenice

         
Es decir, “Berenice” inicia con un epígrafe en latín que Cortázar no tradujo, pero Carral sí en una nota al pie de página. Pero “Berenice” tiene una nota al pie de página del propio Poe que Cortázar sí tradujo, notoriamente eliminada en la versión carraliana y que en la versión cortazariana dice a la letra: “¹Pues como Júpiter, durante el invierno, da por dos veces siete días de calor, los hombres han llamado a este tiempo clemente y templado, la nodriza de la hermosa Alción (Simónides).” El cual corresponde al pasaje del cuento original donde se lee el nombre “Halcyon” y que en la versión cortazariana dice así: “Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno —en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción¹ [...]” Mientras que en la versión carraliana se lee así ese pasaje y con el nombre “Alcíone”: “Con el paso del tiempo se acercaba ya el momento de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno de uno de esos días anormalmente cálidos, tranquilos y neblinosos para la época del año que permiten criar a la hermosa Alcíone [...]”

     

Diez Cuentos de Terror, p. 111

       
  “El pozo y el péndulo”, por su parte, inicia con cuatro versos en latín que Cortázar no tradujo, pero Carral sí y cantan, exultantes y triunfalistas, en su correspondiente pie de página: “La impía muchedumbre de torturadores/ alimentó sus abundantes locuras con la sangre de los inocentes, sin saciarlas./ Ahora que la patria está a salvo y la cueva de la ruina destrozada,/ donde reinó una muerte espantosa surgen vida y salud.” Pero lo que al inicio le falta a la versión carraliana de “El pozo y el péndulo” es la apostilla del propio Poe que sigue (o corresponde) a tal cuarteta y que en la versión cortazariana dice entre paréntesis: “Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que había de ser erigido en el emplazamiento del Club de los Jacobinos en París.”

           

Cuentos/1 (Alianza, 1984), p. 74 (detalle)

         
 Quizá esas mutilaciones no son un mal desempeño de Susana Carral, sino de Jesús Egido, pues en la página legal figura como el autor del Diseño y maquetación. Y quizá le hundió el bisturí y le metió tijera a ese cuento para dizque “armonizar” con el sentido del aviso que se lee, entre paréntesis, al pie de la primera página de “Berenice”, pues es el relato que inicia los Diez Cuentos de Terror: “Todas las notas son de la traductora”. Este tipo de manoseos o meteduras de mano ajenas al traductor (que más bien son meteduras de pata) suelen ocurrir. Por ejemplo, en la 3ª edición de Narraciones extraordinarias, antología de doce relatos de Poe, número 133 de la serie El Club Diógenes, editado en Madrid por Valdemar en “marzo de 2019”, algún pseudocorrector le añadió entre paréntesis “N. del T.” a la susodicha nota de Poe colocada allí en un pie de página: “Cuarteta compuesta para las puertas de un mercado que había de erigirse en el emplazamiento del Club de los Jacobinos, en París.” Pues es difícil ver a un traductor profesional (en este caso Mauro Armiño) inflando la pechuga para colgarse y lucir un supraconsabido crédito que no le pertenece.

         

Narraciones extraordinarias (Valdemar, 2019), p. 247

           
Vale puntualizar que Edgar Allan Poe era proclive a escribir, en sus cuentos, epígrafes y notas al pie de página a veces en otros idiomas ajenos a la lengua inglesa, ya de índole verídica, apócrifa o imaginaria, como es el caso del fragmento en inglés, atribuido a Joseph Glanvill, que encabeza a “Ligeia”, pues según apunta Félix Martín en su antología de trece Relatos de Edgar Allan Poe publicada en Madrid por Ediciones Cátedra (Letras Universales, 1988; Mil Letras, 2009): “La cita es invención del autor, por más estratégica que resulte su función narrativa.” Y como al parecer es el caso de la citada cuarteta en latín que preludia a “El pozo y el péndulo”, pues según reporta Margarita Rigal Aragón en su correspondiente traducción y nota: “Según Baudelaire, el mercado al que alude Poe es el de St. Honoré, pero no tuvo puertas ni tal inscripción.”

       De igual modo, Poe era proclive a escribir extranjerismos en el texto de sus cuentos (ya sea títulos, frases, fragmentos o palabras sueltas). Un caso emblemático puede ser “El hombre de la multitud”, que incluye vocablos y líneas en alemán, francés, griego y latín. Cortázar no tradujo esos detalles lingüísticos del cuento (resaltados por él con cursivas, con excepción de los caracteres griegos) y se observa que, por regla, no tradujo más que lo estaba escrito en inglés por Poe; su intención, se deduce, era dar idea del uso de Poe de diversos extranjerismos (sobre todo en francés y latín) que, incluso, podían ser errados. Vale observar, entonces, que en esa vertiente idiomática gana la versión cortazariana versus versión carraliana.

         

Fortunato y Montresor
(Ilustración: María Espejo)

     
Veamos algunas minucias, tomando en cuenta que a diferencia de Cortázar —vale reiterarlo—, Carral sí tradujo (y por ende gana en esto) los epígrafes de “El pozo y el péndulo”, de “Berenice” y de “La caída de la casa Usher” (los dos primeros en latín y el tercero en francés). En tal sentido ganancioso, Cortázar tampoco tradujo, pero Carral sí, las líneas en francés y en latín que se leen en el texto de “Berenice”.  Y también tradujo, y Cortázar no, la significativa y trascendental divisa en latín del escudo de armas de los Montresor (“Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón.”) que en el texto de “El barril de amontillado” el vengativo Montresor —la voz narrativa— le recita a Fortunato como una especie de soterrado e  inminente vaticinio (o cuchillo sin hoja al que le falta el mango, diría Lichtenberg): Nemo me impune lacessit (“Nadie me ofende impunemente”).

       En la versión cortazariana de “La caía de la Casa Usher” se lee: “A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde estaba tendido cuan largo era y me recibió con calurosa vivacidad, que mucho tenía, pensé al principio, de cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del hombre de mundo ennuyé. Pero una mirada a su semblante me convenció de su perfecta sinceridad.”

            Mientras que en la versión carraliana se le mochó lo ennuyé (aburrido), pese a que Poe lo utilizó: “Al verme entrar, Usher se levantó del sofá en el que yacía y me saludó con un afecto jovial en el que había mucha cordialidad exagerada, según pensé en un principio, mucho empeño forzado del hombre de mundo que se siente incómodo. Sin embargo, al observar su semblante me convencí de su sinceridad.”

            Más adelante, en la misma versión cortazariana se lee: “He hablado ya de ese estado mórbido del nervio auditivo que hacía intolerable al paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los cuales se había confinado con la guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar de la misma manera la fogosa facilidad de sus impromptus.”

            Mientras que en la versión carraliana ese consabido y recurrente término musical utilizado por Poe en plural (impromptus) fue eliminado con sonora cacofonía: “Ya he hablado de esa afección mórbida del nervio auditivo que volvía intolerable cualquier tipo de música al enfermo, con la excepción de algunos efectos de los instrumentos de cuerda. Quizá los estrictos límites que él mismo se imponía con la guitarra fueran en gran medida el origen del carácter fantástico de sus representaciones. Pero eso no explicaba la ferviente facilidad de sus improvisaciones.”

            En la versión cortazariana de “La verdad sobre el caso del señor Valdemar” se lee: “Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el nom de plume) de Issachar Marx de las versiones polacas de Wallenstein y Gargantúa.”

            Mientras que en la versión carraliana se lee “seudónimo” por nom de plume, pese a que Poe así lo escribió: “Cuando empecé a buscar a un sujeto para comprobar esos datos pensé en mi amigo Ernest Valdemar, el famoso compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el seudónimo de Issachar Marx) de las versiones en polaco de Wallenstein y de Gargantúa.”

       En el mismo cuento, Cortázar transcribe, tal cual, como lo escribió Poe, el nombre del alumno de medicina que asiste al hipnotizador “P...”: “Theodore L...l”; pero Carral, que según el antólogo hizo una traducción bastante cercana al original, lo mocha, lo acorta y le añade un punto: “Theodore L.” Por ende, luego, en la versión cortazariana se lee: “señor L...l” o simplemente: “L...l”; mientras que en la versión carraliana se lee: “Sr. L.” Cabe recalcar que en español esto suena “Señor Ele”; “Pe” el apellido o nombre del hipnotizador “P...”; y “Ele-ele” o “Ele” el apelativo de “señor L...l”.

      En otro pasaje la versión cortazariana preserva el vocablo en latín verbatim (literal) que empleó Poe: “El señor L...l tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de todo lo que ocurriera. Lo que voy a relatar procede de sus apuntes, ya sea en forma condensada o verbatim.” Mientras que en la versión carraliana se eliminó verbatim: “El Sr. L. tuvo la amabilidad de acceder a mi deseo y tomó notas de lo ocurrido. Gracias a eso, todo lo que ahora contaré será una copia exacta o un resumen de lo que anotó.”

   

Diez Cuentos de Terror, p. 197

       
Vale observar que, sobre la versión carraliana de “La verdad sobre el caso del Sr. Valdemar”, en la página legal de Diez Cuentos de Terror se registra que su título “original” es The Facts in the Case of Mr. Valdemar (1845); pero en la correspondiente nota de la versión cortazariana se lee que el “Título original” fue The Facts of M. Waldemar’s Case, y que así se publicó en “diciembre de 1845” en American Review. Margarita Rigal Aragón, en su nota correspondiente, reitera esto; pero además, entre corchetes, añade un comentario bibliográfico que resulta interesante transcribir: “Posteriormente, y todavía en vida del autor, fue publicado bajo varios títulos diferentes. Así, en diciembre de 1845, aparecería en el Broadway Journal como ‘The Facts in the Case of Mr. Valdemar’; en el Morning Post de Londres, en enero de 1846, con el título de ‘Mesmerism in America’; también en Londres y en el año 1846 fue reimpreso como un panfleto independiente con el nombre de Mesmerism ‘in Articulo Mortis’. An Outstanding and Horrifying Narrative Showing the Extraordinary Power of Mesmerism in Arresting the Progress of Death; y en el Boston Museum [sic], el 8 de agosto de 1849, aparecería, de nuevo, con su primer título, ‘The Facts of M. Waldemar’s Case’.” No obstante, lo más llamativo y sorprendente de esa nota ocurre cuando Rigal apunta que el cuento “fue interpretado por los lectores como un caso verídico con gran sorpresa de Poe”; pese a que no bosqueja cuándo y dónde ocurrió tal cosa.

   Otra minúscula discrepancia de índole parecida es la siguiente. En la página legal de Diez Cuentos de Terror se dice que el “título original” de “La máscara de la Muerte Roja” es The Masque of the Red Death (1842). Pero en la correspondiente nota de Cortázar se lee: “título original: The Mask of the Red Death: A Fantasy”; publicado en “mayo de 1842” en Graham’s Lady´s and Gentleman’s Magazine. Margarita Rigal Aragón casi coincide con Cortázar, pues registra el título así: The Mask of the Red Death. A Fantasy; coincide con la fecha de su publicación; pero acorta el nombre de la revista: Graham´s Magazine; y comenta entre corchetes: “El subtítulo, ‘A Fantasy’, fue eliminado en la reimpresión del 19 de julio de 1845 del Broadway Journal.”

            Se observa, además, que ambas versiones coinciden al datar el año de publicación de los diez cuentos en inglés. (No obstante, según se lee en una nota de Félix Martín sobre El palacio encantado que Roderick Usher recita en “La caída de la Casa Usher”: “Este poema aparecería por primera vez en 1839, en la revista Baltimore Museum. Posteriormente fue incluido en el relato, en donde cumple una función narrativa crucial.” Pero no precisó en qué edición y cuándo: si fue primero el huevo o la gallina, pues el cuento apareció en septiembre del mismo año en Burton’s Gentleman´s Magazine.) También coinciden al escribir en español los títulos de siete de los diez relatos: “Berenice”, “Ligeia”, “La máscara de la Muerte Roja”, “El pozo y el péndulo”, “El corazón delator”, “El gato negro” y “El entierro prematuro”.

   Mientras que las tres excepciones son las siguientes: el título de la versión cortazariana de “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”, en la versión carraliana es “La verdad sobre el caso del Sr. Valdemar”; el título de la versión cortazariana de “La caída de la Casa Usher”, en la versión carraliana es “La caída de la casa Usher”; y el título de “El tonel de amontillado” de la versión cortazariana, en la versión carraliana es “El barril de amontillado”.

     Y así podríamos estarnos: bajo la sombra de Poe, castrando, descuartizando o degollando al diosecillo Cronos hasta la consumación de los tiempos.

 

Julio Cortázar

III de III

Con un buen tamaño (c. 23 x 18 cm), grueso papel mate de calidad y una esmerada tipografía a dos tintas (roja y negra), el visual volumen en cartoné Diez Cuentos de Terror, cuyo Diseño y maquetación es obra de Jesús Egido, le da relevancia al escritor norteamericano Edgar Allan Poe y al unísono a la ilustradora española María Espejo, quien además brinda una dedicatoria en una exclusiva e ilustrada página interior: “A mi hermano Ignacio,/ que siendo niño escondía mis dibujos/ entre sus tesoros más preciados.” De ahí que en la segunda de forros el escritor y la artista gráfica figuren con una imagen de sus rostros y una breve nota sobre ellos.

           

Diez Cuentos de Terror, p. 163

           
El dibujo que ilustra la primera de forros es un detalle de una estampa dispuesta a lo largo y ancho de la página 163, aledaña al pasaje de “El gato negro” donde el beodo alude la pesadilla que lo acosa en torno al segundo minino de gran tamaño: “¡Ay de mí! ¡Ni de día ni de noche pude volver a descansar! De día, el bicho no me dejaba a solas ni un momento, y de noche me despertaba cada hora entre horribles delirios para encontrarme el aliento de esa cosa sobre mi rostro y su enorme peso, como una pesadilla encarnada, apoyado eternamente en mi corazón.” Como se observa, esa inquietante y onírica imagen que se lee en el cuento de Poe (y que ilustra Espejo) es una reminiscencia de la ancestral y antigua creencia popular que personifica a la pesadilla en una vieja que oprime el cuerpo del que la sufre; lo cual encaja, además, con “la creencia antigua según la cual todos los gatos negros son brujas disfrazadas”, misma que solía repetir la esposa del beodo en los felices tiempos del primer gato negro, llamado Plutón en ambas versiones. Por otra parte, esa imagen escrita por Poe (ilustrada por Espejo) evoca la figuración que el pintor Füssli corporificó (e inmortalizó) en el lienzo La pesadilla (1781).

 

La pesadilla (1781), pintura de Füssli

           Pero, como si se tratase de una caja de sorpresas, al hacerle strip-tease; es decir, al deslizarle los forros al volumen, la portada y la contraportada de las pastas duras aparecen ilustradas con detalles de una lámina que, en “La máscara de la Muerte Roja”, ilustra un instante en el que los metálicos pulmones de latón del gigantesco reloj de ébano interrumpen la música y congelan la alharaca y los movimientos de la licenciosa y voluptuosa mascarada que el príncipe Próspero organizó en la larga encerrona en su excéntrica abadía almenada y fortificada con altos portones metálicos, fatalmente clausurados como una gran tumba abovedada de saludables y cachondos muertos vivientes. Esa imagen de María Espejo se observa, completa, a lo largo y ancho de las páginas 102 y 103.

   

Diez Cuentos de Terror, p. 102-103 (detalle)

         
Mientras que a lo largo y ancho de las páginas 134 y 135 se observa una pesadillesca, terrorífica y caricaturesca visión, relativa a los murales que el torturado, en “El pozo y el péndulo”, ve plasmados en las móviles y ardientes paredes metálicas del artilugio de tortura y muerte; en cuyo trazo y tamiz se translucen rasgos, ecos y evocaciones de los arquetípicos, pesadillescos, infernales, moralistas, alucinantes y fantásticos óleos de El Bosco; e incluso de los míticos empalados de Vlad Tepes El Empalador.

   

Diez Cuentos de Terror, p. 134-135 (detalle)

     
  Se observa que a lo largo del volumen Diez Cuentos de Terror confluyen dos clases de ilustraciones de María Espejo. Unos son los dibujos y láminas a color que mucho tienen de cómic o novela gráfica; y otros son los dibujos y viñetas en negro que devienen, por defecto, de las milenarias y anónimas sombras chinescas originadas en el mítico teatro de sombras chino; en cuya prolífica y vasta vertiente no escasean los reputados artistas gráficos, como es el caso del hacedor e ilustrador de libros infantiles Jean Piénkoski. (Recuerdo, particularmente, El cuento de la calle de una sola dirección, de la narradora británica Joan Aiken, donde las abundantes ilustraciones de Jean Piénkoski se hallan inmersas y ensambladas en las páginas donde discurre la narración.)

 

El cuento de la calle de una sola dirección (Alfaguara, 1985), p. 80-81

           
Diez Cuentos de Terror, p. 224-225 (detalle)

       
 Se nota que Jesús Egido procuró con desvelo cada detalle visual del volumen. En este sentido, descuella el diseño de la primera página de cada uno de los diez relatos numerados (no obstante, el resultado hubiera sido más congruente y mejor con números romanos y caracteres góticos): ilustración ex profeso, capitular con viñeta intrincada, y hoja cuyas tonalidades semejan la textura y el color del papel de estraza. Y al unísono destaca el diseño de varias páginas donde converge y se ensambla lo que se narra con la ilustración. Pero quizá el frijolillo en el arroz radique en las minúsculas y curiosas viñetas de calaveritas negras con el par de huesitos negros que caprichosamente dividen a “Berenice” en cuatro partes. Pues además de que en el cuento “original” esa división no existe, esas calaveritas con huesitos cruzados, que remiten a la legendaria y universal estampa de la bandera pirata, irían bien en “El escarabajo de oro”, pero en “Berenice” desentonan y están fuera de contexto, y sólo son un lúdico capricho visual. No menos caprichoso y lúdico que la proliferación de la repetitiva viñeta que se observa en las guardas negras, en la portadilla interior y en el lomo, y que es el logo de la editorial Reino de Cordelia.

 

Edgar Allan Poe, Diez Cuentos de Terror. Traducción de Susana Carral. Prólogo de Luis Alberto de Cuenca y Pardo. Ilustraciones y viñetas de María Espejo. Diseño y maquetación de Jesús Egido. Colección Ilustrados número 77, Reino de Cordelia. Madrid, invierno de 2017. 232 pp.

 

lunes, 17 de agosto de 2020

Pantaleón y las visitadoras

Un pendejo de siete suelas

I de III
Con motivo del 80 aniversario del escritor peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936) en febrero de 2016, en Villatuerta, Navarra, el consorcio Penguin Random House, a través de Alfaguara, terminó de imprimir su novela Pantalón y las visitadoras en una vistosa “Edición limitada”, cuya sobrecubierta y pastas duras fueron ilustradas con detalles de un prostibulario bailongo: Cuatro mujeres (1987), óleo sobre lienzo de Fernando Botero, celebérrimo pintor colombiano, que incluso tiene en su voluminoso y monumental haber un retrato del Premio Nobel de Literatura 2010, donde se le ve, algo caricaturesco, tecleando una minúscula máquina de escribir con regordetas manos y un ligero parecido al joven narrador de los años del boom en Barcelona.
Mario Vargas Llosa mirando su retrato pintado por Botero
        Tal “Edición limitada” tiene, además, un “Prólogo” que el novelista firmó en “Londres, 29 de junio de 1999”, donde queda claro su afán lúdico y ficcional (inextricable al marketing), translúcido no sólo en el quimérico cierre: “Algunos años después de publicado el libro —con un éxito de público que no tuve antes ni he vuelto a tener— recibí una llamada misteriosa, en Lima: ‘Yo soy el capitán Pantaleón Pantoja’, me dijo la enérgica voz. ‘Veámonos para que me explique cómo conoció mi historia’. Me negué a verlo fiel a mi creencia de que los personajes de la ficción no deben entrometerse en la vida real.”

Edición limitada con portada de Fernando Botero
Alfaguara, 2016
         Al principio del “Prólogo”, Mario Vargas Llosa declara a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y envirulada aldea global: “Escribí esta novela en una apretada casita de Sarrià, en Barcelona, entre 1973 y 1974, al mismo tiempo que su versión cinematográfica. Debía filmarla José María Gutiérrez, pero, por los absurdos malabares del cine, terminé dirigiendo la película al alimón con él (acepto toda la responsabilidad de la catástrofe).” Al parecer, la simiente del amistoso pacto de filmar el guion surgió del hecho de que José María Gutiérrez (cineasta español fallecido casi a los 74 años el 5 de febrero de 2007) estuvo cerca del génesis de la novela (y por ende se la dedicó), pues más adelante apunta el narrador: “A diferencia de mis libros anteriores, que me hicieron sudar tinta, escribí esta novela con facilidad, divirtiéndome mucho, y leyendo los capítulos a medida que los terminaba a José María Gutiérrez, y a Patricia Grieve y Fernando Tola, mis vecinos de la calle Osio.” 

       
Mario Vargas Llosa y José Sacristán durante el
rodaje de Pantaleón y las visitadoras (1975)
       Además de codirigirla y de actuar en un papel de militar del Ejército peruano, esa homónima versión fílmica, rodada en Santo Domingo con actores profesionales (José Sacristán, Katy Jurado) y estrenada en 1975, resultó un chasco y no tuvo la resonancia y el éxito de la parcial adaptación de la novela que el cineasta Francisco Lombardi estrenó en 1999. (Ni el focalizado éxito de la versión escénica que el actor y director Jorge Alí Triana estrenó, en 2009, en el teatro Repertorio Español de Nueva York. A la que se sumó la versión musical que, dirigida por Juan Carlos Fisher, se estrenó el 24 de mayo de 2019 en el Teatro Peruano Japonés, en Lima.) No obstante, se infiere que Mario el memorioso (la memoria es un forma del olvido, Borges dixit) no la escribió “entre 1973 y 1974”, pues la primera edición de Pantaleón y las visitadoras, su cuarta novela, Carlos Barral, a través de Seix Barral, la publicó en Barcelona en “mayo de 1973”. 

   
Primera edición en Seix Barral
(Barcelona, mayo de 1973)
        Y ya encarrerado con la infalible mercadotecnia del ficcional “olvido”, apunta al inicio del segundo párrafo de su “Prólogo”: “La historia está basada en un hecho real —un ‘servicio de visitadoras’ organizado por el Ejército peruano para desahogar las ansias sexuales de las guarniciones amazónicas—, que conocí de cerca en dos viajes a la Amazonía —en 1958 y 1962—, magnificado y distorsionado hasta convertirse en una farsa truculenta.” Vale recordar que en El pez en el agua (Seix Barral, 1993), Mario Vargas Llosa evoca que el primer viaje a la Amazonía lo hizo, efectivamente, en 1958, cuando él, casado con la tía Julia desde mediados de 1956, estaba en Lima organizándose y preparándose para viajar a Europa donde haría su doctorado en la Complutense tras obtener, ex profeso y en la Universidad de San Marcos, la beca Javier Prado. E imprevistamente lo invitaron a viajar a la Amazonía (de cuya estancia de tres semanas en la selva escribiría, en un hotel en Río de Janeiro y ya rumbo a Europa, una crónica para la revista Cultura Peruana, por petición de José Flórez Aráoz, su director, quien también viajó a la Amazonía en el mismo hidroavión, además del antropólogo mexicano José Matos Mar y del antropólogo y folclorista ayacuchano Efraín Morote Best): “Cuando ya estaban muy avanzados los preparativos, un día, en la Facultad de Letras, Rosita Corpancho [la secretaria] me preguntó si no me tentaba un viaje a la Amazonía. Estaba por llegar al Perú un antropólogo mexicano de origen español, Juan Comas, y con ese motivo el Instituto Lingüístico de Verano y San Marcos habían organizado una expedición hacia la región del Alto Marañón, donde las tribus aguarunas y huambisas, por las que él se interesaba. Acepté, y gracias a ese corto viaje conocí la selva peruana, y vi paisajes y gente, y oí historias que, más tarde, sería la materia prima de por lo menos tres de mis novelas: La casa verde [1966], Pantaleón y las visitadoras [1973] y El hablador [1987].”
     
Cuadernos marginales 21
Tusquets Editor
(Barcelona, 1971)
       Y la segunda vez que Mario Vargas Llosa viajó a la Amazonía no lo hizo en “1962”, sino en 1964; de sobra es consabido y así se data y documenta con fotos en el volumen colectivo Mario Vargas Llosa. La libertad y la vida (Editorial Planeta Perú/Pontificia Universidad Católica del Perú, 2008). Y así él lo registró en su conferencia, reflexiva y autobiográfica, Historia secreta de una novela, publicada en 1971, en Barcelona, por Tusquets Editor, con el número 21 de Cuadernos marginales (serie con portadas doradas), impresa con tinta verde y dedicada al escritor mexicano Carlos Fuentes, de la cual consigna al inicio en un breve fragmento: “Esta conferencia, originalmente escrita en un rudimentario inglés que mi amigo Robert B. Knox mejoró, fue leía en Washington State University (Pullman Washington, el 11 de diciembre de 1968.” (Sic.) Ese segundo viaje, Mario Vargas Llosa lo hizo por iniciativa propia, cuando aún tenía en sus manos el barajeado y trabajado borrador de La Casa Verde (obra que lo catapultaría aún más por la chismográfica aldea global: Premio de la Crítica en 1966, invitación al “congreso mundial del PEN Club en Nueva York”, y Premio Rómulo Gallegos en 1967) y quería constatar, de cuerpo presente y para su obra en ciernes, ese territorio mítico y legendario que desde 1958 bullía en su memoria y en su novelística imaginación: “Cuando terminé la novela, en 1964, me sentí inseguro, lleno de zozobra respecto al libro. Desconfiaba principalmente de los capítulos situados en Santa María de Nieva. Mi intención no había sido, desde luego, escribir un documento sociológico, un ensayo disfrazado de novela. Pero tenía la molesta sensación de que, a pesar de mis esfuerzos, había idealizado (para bien y para mal) el ambiente y la vida de la región amazónica. Tomé la determinación de no publicar el libro mientras no hubiera retornado a la selva. Ese año volví a Lima. Esa vez no fue tan fácil llegar a Santa María de Nieva, por la falta de comunicaciones. Seis años antes había viajado por la selva muy cómodamente, en el hidroavión-renacuajo del Instituto Lingüístico de Verano. Esta vez viajé por mi cuenta y acompañado de un amigo, el antropólogo José Matos Mar, que había formado parte de la expedición la primera vez.”

Mario Vargas Llosa con un nativo de Santa María de Nieva
(Perú, 1964)


II de III
Distanciado de la estructura tradicional de La ciudad y los perros (Seix Barral, 1963), con La Casa Verde (Seix Barral, 1966) y Conversación en La Catedral (Seix Barral, 1969), su segunda y tercera novela, y con su relato Los cachorros (Lumen, 1967), Mario Vargas Llosa les dijo, a los dispersos lectores del mundanal orbe, que no estaba dispuesto a urdir sus obras de una manera facilona y predecible. Y pese a que Pantaleón y las visitadoras es una ópera bufa, un divertimento risible y cómico (no obstante los incidentes, trasfondos y linderos dramáticos), muy accesible en relación a la laberíntica urdimbre y a las dificultades de lectura de las dos novelas precedentes, no por ello dejó de explorar varios procedimientos narrativos que parecían innovadores. A saber: el súbito y caprichoso cambio de voces y tiempos entre los párrafos y capítulos (algo muy frecuente en sus libros); recurrentes elipsis y estilística y repetitiva ruptura del orden lógico y sintáctico en numerosos enunciados; parodias de maneras de hablar y de escribir con yerros ortográficos o sin ellos; parodias de partes y órdenes militares; parodias de oficios y cartas; parodias de pesadillas y de alucinaciones por bebedizos y alcaloides; parodia de guion radiofónico y de reportajes periodísticos; abundancia de nombres y apodos en diminutivos; un sobrenombre (Pan-Pan), el par de apellidos de un coronel (López López) y los rótulos de un par de bares (Mao Mao y Camu Camu) parecen devenir y conmemorar el nombre del Negro Negro, ese mítico, oscuro y sombrío antro limeño que el autor conoció en los años 50, decorado con portadas de The New Yorker y donde él, con colegas de La Crónica y de Última Hora, se sentía bohemio y bebiendo y trasnochando en una boîte parisina; todo salpimentado con peruanismos, localismos, modismos y vulgarismos del habla cotidiana y popular; a lo que se añaden los episodios y entresijos eróticos y libertinos; las leyendas de bebedizos afrodisíacos y curativos y de seres míticos e híbridos del entorno selvático y amazónico de Iquitos; y la parodia e invención de un sangriento y fanático culto religioso y apocalíptico que sacrifica y crucifica animales, insectos, reptiles y seres humanos. De modo que el lector, de nueva cuenta, se ve inducido a reconstruir y a armar en la memoria el lúdico puzle narrativo. 
Mario Vargas Llosa entre Katy Jurado y José Sacristan
durante el rodaje de Pantaleón y las visitadoras (1975)
        Según dice Vargas Llosa en su “Prólogo”: “Por increíble que parezca, pervertido como yo estaba por la teoría del compromiso en su versión sartreana, intenté al principio contar esta historia en serio. Descubrí que era imposible, que ella exigía la burla y la carcajada. Fue una experiencia liberadora, que me reveló —¡sólo entonces!— las posibilidades del juego y el humor en la literatura.” Tal es así que en lo que va del siglo XXI y de sus 19 novelas, Pantaleón y las visitadoras —seguida por las vertientes lúdicas y humorísticas de La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, 1977)— es la más divertida, desenfadada, imposible e hilarante. De modo que no puede catalogarse de realista (de estricta transposición de la realidad a un libro), sino partícipe y contagiada del realismo mágico (y fantástico) del boom latinoamericano que en América Latina y Europa eclosionó la deslumbrante aparición de Cien años de soledad (Sudamericana, 1967), la novela central de Gabriel García Márquez y del idioma español del siglo XX, eje de Historia de un deicidio (Barral Editores/Monte Ávila Editores, 1971), la voluminosa investigación de Mario Vargas Llosa (que fue su tesis doctoral).

Barral Editores/Monte Ávila Editores
(Barcelona/Caracas, 1971)
      Los hechos medulares de Pantaleón y las visitadoras se sitúan en un promedio de tres años: entre 1956 y 1959. En el libro, cuando en 1959 casi concluye el tempo novelístico, el capitán Pantaleón Pantoja, reprendido en la oficina del general Collazos, rígido, sin mover los labios, “cuenta seis, ocho, doce condecoraciones en el frac del primer mandatario” que observa en un tácito retrato. Tal imagen, por defecto, remite a la estereotipada imagen del general Odría con la guerrera chapada de mellas (ídem el general Porfirio Díaz o algún histórico káiser), pues fue dictador del Perú durante el llamado ochenio (1948-1956); y por ende puede suponerse que en el Perú de la novela aún sigue siendo el “primer mandatario”. ¿O acaso la imagen del “primer mandatario” que observa el demudado capitán Pantalón Pantoja es el retrato del ministro de Guerra? En la vida real, en 1959, el presidente del Perú ya no era un militar, sino un civil, ingeniero de profesión: Manuel Prado. En la novela, además, la religión católica es la religión oficial y por ende la religión de las fuerzas armadas. De modo que en la jerarquía militar está imbricada la jerarquía católica. En este sentido, cuando el capitán Pantaleón Pantoja arriba a Iquitos con la secreta misión de organizar y dirigir un trashumante prostíbulo que dé servicio sexual a los calenturientos e irrefrenables soldados de las “Guarniciones, Puestos de Frontera y Afines”, sus primeros cuestionadores y opositores (en el mojigato e hipócrita entorno) son el par de jefes ante los que se cuadra y entrevista: el general Roger Scavino, “comandante en jefe de la V Región (Amazonía)”, y sobre todo el sacerdote y comandante Godofredo Beltrán Calila, “jefe del Cuerpo de Capellanes Castrenses de la V Región (Amazonía)”. No obstante, pese a sus objeciones, acatan las órdenes y se muerden la lengua; pero la moralina y el resquemor del cura son tales, que a la postre solicita su baja del Ejército (oficio que se lee en la obra). 

El capitán Pantaleón Pantoja y la Brasileña entre cachacos
(José Sacristán y Camucha Negrete)
Pantaleón y las visitadoras (1975)
         Según el dictamen del general Collazos: “soldado que llega a la selva se vuelve un pinga loca”. Y esto ocurre, dice, por el clima caluroso de la Amazonía, lo cual refleja la proliferación de violaciones, embarazos no deseados y abusos sexuales de todo tipo que sucesivamente comenten los cachacos, incluso en iglesias y lugares públicos, no importándoles que sus víctimas sean casadas, jóvenes o respetables ancianas. En este sentido, para canalizar y controlar ese caos y desenfreno, en Lima, el Tigre Collazos, o sea: “el general Felipe Collazos, jefe de Administración, Intendencia y Servicios Varios”, y su adjunto el coronel López López, “jefe del Departamento de Contabilidad y Finanzas”, (obviamente con la tácita e implícita anuencia del ministro de Guerra y del Estado Mayor), dada la impecable foja de formación e irreprochable conducta en la Escuela Militar de Chorrillos (“el único cadete que se lustraba los zapatos para salir a embarrárselos en las maniobras”) y la excelencia organizativa y administrativa recién demostrada en la Guarnición de Chiclayo, eligen al teniente Pantaleón Pantoja, recién ascendido a capitán de Intendencia, para que organice a todo vapor y ponga en funcionamiento el Servicio de Visitadoras.

Fotograma de Pantaleón y las visitadoras (1999)
         El capitán Pantaleón Pantoja viaja a Iquitos con la señora Leonor, su madre, y con Pochita, su esposa. Apenas bajan del avión y el matrimonio ocupa una recámara del Hotel Lima, Panta, casi poseso, pone en acción la mítica incidencia del clima caluroso y caliente de la Amazonía, pues aún antes de experimentar con afrodisíacos tradicionales y regionales, ni tardo ni perezoso induce a Pochita con una fogosidad nunca antes demostrada y con visos de concebir al cadetito cuanto antes. Encuentros sexuales que se intensifican y se hacen aún más frecuentes y exhaustivos cuando Panta, por sus investigaciones de campo, prueba diversos afrodisíacos, que incluso lo orillan al compulsivo onanismo. Es así que en la extensa carta que Pochita le envía a Chichi, su hermana, le cuenta sobre la índole sensual, cachonda y desinhibida de las féminas de Iquitos, y sobre los notorios e insaciables cambios de su marido: “Panta pisó la selva y se volvió un volcán”; lo cual confirma el supuesto dicho del general al subalterno: “la selva vuelve a los hombres unos fosforitos”. De modo que parece que en la Amazonía peruana tienen muy presente (y ponen en práctica día a día, noche tras noche y año tras año) ese milenario y sapientísimo axioma que se lee en el tercer tomo de Las mil y una noches (Aguilar, 1955), anotadas y traducidas del árabe por Rafael Cansinos Assens (el pontífice del madrileño Café Colonial, quien “podía saludar a las estrellas en once idiomas”, autor de un libro de psalmos eróticos editado por Renacimiento en 1914: El candelabro de los siete brazos, preceptor del joven Borges en el Madrid de 1919, quien cifró y cinceló en un pie que se lee en “Tlön” por toda la eternidad: “Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre.”): “La delicia de la vida en tres cosas se cifra: en comer carne, montar sobre carne y hacer entrar la carne en la carne.”  

Borges en Mallorca (1919)
      El caso es que el capitán Pantaleón Pantoja, un joven recto y sin vicios, es un obseso y maniático del orden y de la disciplina militar; ya en la manera en que planifica y ordena el Servicio de Visitadoras en todos sus renglones y menudencias, incluida la conducta y los vocablos de las rameras y de sus colaboradores, las responsabilidades laborales y sanitarias, los desplazamientos por agua y aire de cada convoy, el tipo, el lugar y el tiempo de cada sexoservicio, y los colores del vestuario de ellas (verde y rojo); ya en la verborrea y retórica castrense de sus minuciosos y risibles reportes y reglamentos; ya en la propuesta (y enmienda) del jocoso y chusco “Himno de las visitadoras”, cuyos versos se leen en la novela y que ellas cantan y corean con música de La Raspa; pero también en sus quiméricos proyectos para súper acrecentarlo y diversificarlo entre soldados, suboficiales y oficiales de toda laya.

Fotograma de Pantaleón y las visitadoras (1999)
        En un sucio y abandonado depósito del Ejército (que incluso fue reducto clandestino y escenario de un “brujo o curandero” y de los antihigiénicos ritos de un grupúsculo de la Hermandad del Arca), Panta, camuflado de civil y auxiliado por dos cachacos de civil sin inclinaciones por el sexo opuesto, limpia y acondiciona ese almacén ubicado en las inmediaciones del río Itaya. Él lo llama “centro logístico” (y la vox populi Pantilandia) y a su oficina “puesto de mando”. Solicita al Ejército y lo proveen de un barco y de una avioneta, que él camufla y bautiza con nombres de resonancias bíblicas y pecaminosas: Eva y Dalila; y ordena que los pinten de rojo y verde. Dispuesto por el general Scavino, el teniente Bacacorzo es su contacto con éste y su guía en los bares y bulines de Iquitos. A través de Bacacorzo contacta con el chino Wong, conocido como “el Fumanchú de Belén”, o sea: del “barrio de las casas flotantes, la Venecia de la Amazonía”; cuya divisa canturrea: Chino que nace pobletón/ Muele cafiche o ladlón. Personaje que “Consigue lavanderas a domicilio” y por ende se convierte en su “enganchador” a sueldo, quien lo pone en contacto con la patrona de Casa Chuchupe, o sea, con la madama Chuchupe, su “jefa de personal” en el Servicio de Visitadoras, quien se suma a la empresa junto con Chupito, un enano, su amante, mascota y socio. Y entre las rameras contratadas por Panta descuellan tres: Luisa Cánepa, que era sirvienta del teniente Bacacorzo, y, según dice, “la violó un sargento, y después un cabo y después un soldado raso [...] La cosa le gustó o qué se yo, mi comandante, pero lo cierto es que ahora se dedica al puterío con el nombre de Pechuga y tiene como cafiche a un marica que le dicen Milcaras.” Pechuga, además, tiene un hijo al que bautiza en el templo de San Agustín con el nombre de su padrino: Pantaleón, presente en la ceremonia, pese al pasmo de doña Leonor. Maclovia, quien antes de ser visitadora fue lavandera; o sea: hacía la calle pregonando su consabido servicio (el más antiguo del mundo) por callejuelas y barriadas de Iquitos. Y estando de visitadora en la Guarnición de Borja huyó, por amor, con el sargento primero Teófilo. Se casaron en Santa María de Nieva; allí, ella, creyente de la fanática secta de la Hermandad del Arca, lo convirtió a él; pero cuando los atraparon, Panta la despidió. Y a Teófilo, además de degradarlo a soldado raso, lo castigaron “con ciento veinte días de calabozo a pan y agua”. Pero en la celda se tornó puritano y fanático; así, decidido a convertirse en apóstol del Hermano Francisco, el mesías y profeta de la Hermandad del Arca, renuncia al sexo y a sus deberes matrimoniales. Maclovia, por su parte, para reinsertarse en el Servicio de Visitadoras y para visitar a Teófilo en la cárcel y para que sea restituido, infructuosamente le ruega a don Pantaleón Pantoja. Y para que incida en el criterio de éste, habla con Pocha en su casa, dando por supuesto que ella sabía que Panta era el cafiche de la boyante y famosa Pantilandia (“Zar de Pantilandia”, “Califa de Pantilandia”, “Farouk criollo”, “Gran Macró de la Amazonía”, “Emperador del Vicio”, “Barba Azul del río Itaya”, truena el Sinchi vociferando contra él, a todo gaznate y por toda la Amazonía, a través de las ondas hertzianas). Pero Pocha, al igual que doña Leonor, ignoraba el oficio de su marido y que no hacía encubierta inteligencia militar. Pocha se indigna y encolerizada y se larga de Iquitos con su hija, la pequeña y mofletuda Gladys, quien ya cumplió un añito. Por si fuera poca la adversidad, Maclovia es entrevistada en algún lugar por el Sinchi, el desvergonzado chantajista y lenguaraz pseudorreportero radiofónico, cuyo popular, sensacionalista e hipócrita programa se oye por todos los recovecos del departamento de Loreto y de la Amazonía a través de Radio Amazonas. Maclovia, que no es nada lista ni prudente, y sí extremadamente parlanchina, parlotea, sin pudor y sin pelos en la lengua, de todo lo que, para favorecerse, no debería parlotear. 

Fotograma de Pantaleón y las visitadoras (1999)
       Y por último la más notoria: la Brasileña, peruana de nacimiento (Olga Arellano Rosaura), pero apodada así por su etapa en los burdeles de Manaos. La Brasileña es la puta más atractiva y cachonda; la que trastorna los sentidos e induce al crimen; la más deseada, la más bella y requerida de las meretrices del Servicio de Visitadoras. (“En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua de los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que esa tarde sentí.”) Y la que trasmina las normas, el temple, el criterio, el sosiego y los deseos eróticos del capitán Pantaleón Pantoja, y la que, sin proponérselo, suscita que se resquebraje y haga trizas y polvo esa empresa solicitada, subvencionada y tolerada, en secreto, por el Ejército del Perú. Es decir, el 2 de enero de 1959, en un sorpresivo y violento asalto al barco Eva en las inmediaciones de Nauta (cuyo propósito era someter y fornicarse a las seis visitadoras del convoy), la Brasileña resultó asesinada en el tiroteo y luego, para inculpar a los fanáticos de la Hermandad del Arca, su cuerpo fue “clavado en el tronco de una lupuna”.

Pochita, Panta y la Brasileña
Pantaleón y las visitadoras: El musical (2019)
       La Brasileña fue velada en Pantilandia. Y el cortejo fúnebre desfiló por las calles, precedido por la “carroza de lujo de la principal agencia funeraria de Iquitos, la Modus Vivendi”; y su entierro se hizo en el “cementerio general”, en cuyo umbral esperaba, desde temprano, una multitud de curiosos y una escolta de seis soldados encabezados por el “teniente de Infantería Luis Bacacorzo”, que luego marcharía, en torno al féretro, rindiéndole solemnes honores como si se tratase de “un soldado caído en acción”. Pero la cereza del pastel de las pompas fúnebres es que el capitán Pantaleón Pantoja salió a la luz y comidilla pública ataviado con su flamante uniforme militar y de lentes oscuros, y así pronunció su sentida y conmovedora elegía con lagrimones en el rostro (se lee en la novela), reproducida por El Oriente, periódico que hizo, en un Número especial, una pormenorizada crónica y seguimiento de todos los sucesos que rodearon el hecho. Pese a su malhumor y a su contrariedad, “el ex capellán del Ejército y actual párroco encargado del cementerio de Iquitos, padre Godofredo Beltrán Calila”, “ofició con exagerada rapidez los responsos fúnebres, no pronunció sermón alguno, como se esperaba de él, y abandonó el lugar sin esperar el término de la ceremonia”.

El escándalo mediático de ese asesinato y llamativo entierro llegó a Lima y a las altas esferas del Estado Mayor y del ministro de Guerra. El Servicio de Visitadoras es cesado ipso facto. Por ende, Panta, a través del general Scavino, recibe la orden de desmantelar Pantilandia de inmediato, volar a la capital del Perú y presentarse en las oficinas del Ministerio. Ya allí, después de más de tres horas de espera en la antesala, el coronel López López “no le da la mano, no le hace una venia” y “le vuelve la espalda”. Y lo primero que le sorraja el Tigre Collazos reza al pie de la letra: “Creíamos que no mataba una mosca y resultó un pendejo de siete suelas”. Y entre lo que le echan en cara y le cuestionan revolcándolo hasta la saciedad (“Todavía no descubro si es usted un pelotudo angelical o un cínico de la gran flauta”), el coronel López López, el general Victoria y el Tigre Collazos ya tenían acordado que el capitán Pantalón Pantoja solicitara su baja del Ejército, porque allí tiene poco o ningún futuro. Pero Panta se niega. Y por sus “antecedentes personales” y para no acrecentar aún más el escándalo, lo confinan a la Puna, por “lo menos un año”. “La Guarnición de Pomata está necesitando un intendente”, dice el coronel López López. “En vez del río Amazonas tendrá el lago Titicaca.” “Y en vez del calor de la selva, el frío de la puna”, añade el general Victoria. “Y en vez de visitadoras, llamitas y vicuñas”, remata el Tigre Collazos.

III de III
En cuanto a las andanzas y sucedidos del Hermano Francisco y de los fanáticos de la Hermandad del Arca, se tienen visos y noticas desde la primera página de la novela, cuando Panta, Pochita y doña Leonor aún ignoran cuál es el intríngulis de esa supuesta “fraternidad religiosa” y cuál será su nuevo destino después de la Guarnición de Chiclayo, precisamente cuando Pocha les comenta: “Qué graciosa esta noticia en El Comercio”, “En Leticia un tipo se crucificó para anunciar el fin del mundo. Lo metieron al manicomio pero la gente lo sacó a la fuerza porque creen que es santo.”
Que hayan confinado al psiquiátrico al Hermano Francisco implica que la sociedad “normal” lo ve, clasifica y etiqueta como un loco. Al parecer, su cosmovisión, inextricable a su particular e insondable sesera, sí la signa alguna psicosis y megalomanía, pues por lo que fragmentariamente se va leyendo en el transcurso de la novela (incluida su “epístola” reproducida en El Oriente) se sabe que se siente mesías y profeta, un elegido que oye voces, y por ende es un itinerante misionero, supuestamente cristiano, que a sus feligreses les vaticina el inminente fin del mundo y el advenimiento del Juicio Final, y que ha conformado una especie de disperso y laberíntico culto religioso denominado la Hermanad del Arca. (En realidad es una vil superstición que se multiplica y degenera y que los protestantes y los católicos catalogarían de herejía.) Esto es así porque llaman “arcas” a los locales pueblerinos y a los reductos de la selva y de los caseríos donde el Hermano Francisco se presenta para sermonear y profetizar el fin del mundo. Pero el delirante meollo es que el Hermano Francisco, de origen incierto (al parecer brasileño), políglota que incluso habla en “lenguas de chunchos”, dicta sus homilías amarrado a una gran cruz. Y el culmen de los ritos, adoratorios y altares de la Hermandad del Arca es que se complementan con el sacrificio de seres vivos, entre los que descuellan los seres humanos, quienes son clavados en una cruz erigida ex profeso; y aún vivos son paulatinamente desangrados, mientras los “hermanos” dizque se “purifican” bañándose con esa sangre o embadurnándose con ella o bebiéndola.  
     
Marlon Brando
             En la carta a su hermana Chichi, Pocha le dice del fundador de la Hermandad del Arca: “En la Amazonía es más famoso que Marlon Brando”. De ahí que, por curiosidad, ella y su suegra hayan ido a verlo y a escucharlo en Moronacocha. Según le cuenta a Chichi en su carta: “Había muchísima gente, lo impresionante era que hablaba crucificado como Cristo, ni más ni menos. Anunciaba el fin del mundo, pedía a la gente que hiciera ofrendas y sacrificios para el Juicio Final. No se le entendía mucho, habla un español dificilísimo. Pero la gente lo oía hipnotizada, las mujeres lloraban y se ponían de rodillas. Yo misma me contagié de emoción y hasta solté mis lagrimones, y mi suegra no te imaginas, a sollozo vivo y no la podíamos calmar, el brujo la flechó Chichi. Después en la casa decía maravillas del Hermano Francisco y al día siguiente volvió al arca de Moronacocha para hablar con los hermanos y ahora resulta que la vieja también se ha hecho hermana. Mira por dónde le vino a salir el tiro: ella que nunca le hizo mucho caso a la religión verdadera, termina de beata de herejías. Figúrate que su cuarto está lleno de crucecitas de madera, y si fuera sólo eso tanto mejor que se distraiga, pero lo cochino del asunto es que la manía de esa religión es crucificar animales y eso ya no me gusta, porque en sus crucecitas cada mañana me encuentro pegadas cucarachas, mariposas, arañas y el otro día, hasta un ratón, qué asco espantoso.”
   
La madama Chuchupe y Pantaleón Pantoja
(Katy Jurado y José Sacristán)
Fotograma de Pantaleón y las visitadoras (1975)
          Doña Leonor no fue testigo del infanticidio, o sea, del momento en que un menor fue crucificado allí en el arca de Moronacocha, pero sí lo vio clavado en la cruz. “Tenía sus ojitos cerrados, la cabecita caída sobre el corazón, como un Cristo chiquito”. Dice. “De lejos parecía un monito, pero el cuerpo tan blanco me llamó la atención. Me fui acercando, llegué al pie de la cruz y entonces me di cuenta. Ay, Pochita, me estaré muriendo y todavía veré al pobre angelito.”

   
Marlon Brando y un niño de la selva
         Y al perecer será así, pues ese pequeño, bautizado por la vox populi como el “niño mártir de Moronacocha”, al que se le atribuyen milagros y poderes divinos, es reproducido en figurillas de bulto (“estatuas del niño mártir”), en medallas y en estampas que se llevan como protectores o milagrosos talismanes, se le hacen rezos y en su memoria un panadero, que es “hermano”, factura y comercia con unos panecillos llamados “panes del niño”, “panes del niño mártir de Moronacocha”, que, tras catarlos no sin cierta aprensión inicial, doña Leonor estipula con los carrillos batientes y repletos: “el pan del niño es el más rico de Iquitos”. Algo parecido ocurre con la imagen de una tal santa Ignacia, quien en vida fue la honorable “anciana Ignacia Curdimbre Peláez”, clavada viva en una cruz montada “en la placita de Dos de Mayo siendo las doce de la noche y estando presentes los doscientos catorce habitantes de la localidad [...] A dos guardias civiles que trataron de disuadir a los hermanos, les dieron una paliza terrible. Según los testimonios, la agonía de la viejita duró hasta el amanecer [...] La gente se embadurnaba caras y cuerpos con la sangre de la cruz y hasta se la bebían. Ahora han comenzado a adorar a la víctima. Ya circulan estampitas de la santa Ignacia.” Así que doña Leonor, cuando junto a su hijo se prepara y hace las maletas para irse de Iquitos, se surte de baratijas y artesanías amazónicas, “compra medallas del niño mártir, estampas de santa Ignacia, cruces del Hermano Francisco”.
Pantaleón y las visitadoras: El musical (2019)
Teatro Peruano Japonés
Lima, Perú
       Pese al poder de la Iglesia católica y a la serie de capellanes incrustados en la jerarquía del Ejército, la propagación de la Hermandad del Arca se disemina a vuelo de pájaro negro y nocturno (ídem el coronavirus del siglo XXI) entre los habitantes de la Amazonía (incluidos soldados y visitadoras; de ahí que el féretro de la Brasileña tenga forma de cruz y no la forma del consabido ataúd rectangular) y hay indicios de que, como peste negra o plaga de langostas, ya llegó hasta Lima, la “civilizada” capital del Perú. Sin embargo, pese a los sacrificios humanos y a los actos violentos de los fanáticos de la Hermandad del Arca, ni los militares ni la guardia civil tienen prioritario echarle el guante al Hermano Francisco y hacerle manita de puerco y encerrarlo en una mazmorra con aparatos de inquisidora tortura: el potro y la rueda. Pero la situación cambia cuando ocurre la crucifixión, en contra de su voluntad, del suboficial Avelino Miranda que iba de civil “en el caserío de Frailecillos”. Cuando por fin detienen al Hermano Francisco “por el río Napo, cerca de Mazán”, los fanáticos de Mazán, que son todos los habitantes del caserío, lo rescatan del encierro y se fugan con él a la selva. En Iquitos, al director de El Oriente, los fanáticos de la secta “le quemaron el auto y casi le queman la casa” porque lo suponen el delator del sitio donde se escondía. Pero en la huida, y para que no lo vuelvan a detener (y quizá enjuiciar o confinar de nuevo en el manicomio), el Hermano Francisco les ordena a sus feligreses que, vivito y coleando, lo claven “en las afueras de Indiana”. “Él mismo escogió el árbol”. “Bebe el cocimiento” (quizá que para amortiguar o suprimir el dolor y anular la conciencia); “se golpea el pecho” (quizá para bajar y soportar el buche impregnado y repleto de la amargura del bebedizo, y no por su culpa, por su gran culpa). “Dijo éste, córtenlo y hagan la cruz de este tamaño. Él mismo escogió el sitio, uno bonito, junto al río. Les dijo párenla, aquí ha de ser, así lo manda el cielo.”

La cruz donde poco a poco murió desangrado el Hermano Francisco no se tornará epicentro mundial de hormigueantes peregrinaciones de los fanáticos de la Hermandad del Arca, puesto “que los soldados se abrieron campo hasta la cruz a culatazos”, “la tiraron al suelo con un hacha” y la botaron al río para que las pirañas devoraran los malolientes restos del profeta, quien estuvo crucificado varios días. Pero el sitio quizá sí y el Hermano Francisco un aura divina, una presencia inmortal para los fanáticos. “Y dicen que en el mismo momento que murió se apagó el cielo, eran sólo las cuatro, todo se puso tiniebla, comenzó a llover, la gente estaba ciega con los rayos y sorda con los truenos”. “Los animales del monte se pusieron a gruñir, a rugir, y los peces se salían del agua para despedir al Hermano Francisco que subía”, pregona la ex visitadora Coca, quien “atiende el bar del Mao Mao, viaja en busca de clientes a campamentos madereros” y “se enamora de un afilador”. “Tenía la cabeza sobre el corazón, los ojitos cerrados, se le habían afilado las facciones y estaba muy pálido”; “Con la lluvia se había lavado la sangre de la cruz, pero los hermanos recogían esa agua santa en trapos, baldes, platos, se la tomaban y quedaban puros de pecado.” Testimonia y divulga la ex visitadora Rita, que “cambia tres veces de cafiche”. “Lo vi todo, yo estaba ahí, tomé una gota de su sangre y se me quitó el cansancio de caminar horas y horas por el monte. Nunca más probaré hombre ni mujer. Ay, otra vez siento que me llama, que subo, que soy ofrenda.” Dice el adicto al sexo y polimorfo Milcaras, el ex cafiche de Pechuga que alguna vez se vistió de mujer y se infiltró y camufló entre las visitadoras para que los cachacos, en fila india, lo sodomizaran hasta el cansancio o la náusea.
   
Elenco de Pantaleón y las visitadoras: El musical (2019)
Teatro Peruano Japonés
Lima, Perú
           Vale observar que si al capitán Pantaleón Pantoja le faltó malicia, agudeza, suspicacia, astucia y sigilo de jugador de ajedrez, y teatralización para capotear y sortear a su favor todas las amenazas e inconvenientes que dieron al traste con su querido puesto de jefe del Servicio de Visitadoras (él aprobaba sus cuerpos mirándolas desnudas o dándose un lujurioso festín), sí tuvo la inicial perspicacia para observar, reportar y sugerir sobre el Hermano Francisco y la Hermandad del Arca, según se lee en su Parte número uno, fechado el “12 de agosto de 1956”: 
“Que una semana para el acondicionamiento del lugar podría parecer excesivo, sintomático de lenidad o pereza, pero lo cierto es que el emplazamiento se encontraba en condiciones inutilizables, y, con permiso de la expresión, inmundas, por las razones que se exponen: aprovechando que el Ejército lo tenía abandonado, este depósito había venido sirviendo para prácticas heterogéneas e ilegales. Es así que se habían posesionado de él unos seguidores del Hermano Francisco, sujeto de origen extranjero, fundador de una nueva religión y presunto hacedor de milagros, que recorre a pie y en balsa la Amazonía brasileña, colombiana, ecuatoriana y peruana, alzando cruces en las localidades por donde pasa, y hasta haciéndose crucificar él mismo, para predicar en esta extravagante postura, sea en portugués, español o lenguas de chunchos. Acostumbra anunciar catástrofes y exhortar a sus devotos (innúmeros, pese a la hostilidad que le profesa la Iglesia católica y las protestantes, debido al carisma del sujeto, sin duda muy grande, pues su prédica no sólo hace mella en gente simple e inculta, sino también en personas de educación, como ha ocurrido por ejemplo y por desgracia con la propia madre del suscrito), a desprenderse de sus bienes y a construir cruces de madera y hacer ofrendas para cuando llegue el fin del mundo, lo que asegura será prontísimo. Aquí en Iquitos, por donde el Hermano Francisco ha pasado estos días, existen numerosas arcas (así llaman los templos de la secta creada por este individuo en quien, si la superioridad lo juzga adecuado, el Servicio de Inteligencia debería quizás interesarse) y un grupo de hermanos y hermanas, como se dicen entre ellos, habían convertido este depósito en arca. Tenían instalada una cruz para sus antihigiénicas y crueles ceremonias, que consisten en crucificar toda clase de animales a fin de que su sangre bañe a los adictos arrodillados al pie de la cruz. Es así que el suscrito encontró en el local incontables cadáveres de monos, perros, tigrillos y hasta loros y garzas, lamparones y manchas de sangre por doquier y, sin duda, enjambres de gérmenes infecciosos. Que el día que el suscrito ocupó el local hubo que recurrir a la fuerza pública para desalojar a los hermanos del Arca, en el momento que se disponían a clavar un lagarto, el mismo que fue decomisado y entregado a la Proveeduría Militar de la V Región;
  “Que, anteriormente, este infortunado local había sido usado por un brujo o curandero, al que los hermanos expulsaron por métodos compulsivos, el maestro Poncio, quien celebraba aquí ceremonias nocturnas con ese cocimiento de cortezas, la ayahuasca, que, al parecer, cura enfermedades y provoca alucinaciones, pero también, lamentablemente, trastornos físicos instantáneos, como abundantes esputos, caudalosos orines y masiva diarrea, excrecencias que, junto con los posteriores cadáveres de animales sacrificados y los muchos gallinazos y alimañas que llegaban hasta aquí, imantados por los desperdicios y la carroña, habían convertido este lugar en un verdadero infierno para la vista y el olfato.”



Mario Vargas Llosa, Pantalón y las visitadoras. Prólogo del autor. Portada de Fernando Botero. Edición limitada. Alfaguara/Penguin Random House Grupo Editorial. Febrero de 2016, Villatuerta, Navarra. 338 pp. 


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