domingo, 5 de marzo de 2017

Chiquita




La reina liliputiense cubana

El cubano Antonio Orlando Rodríguez (Ciego de Ávila, junio 30 de 1956) obtuvo con Chiquita el XI Premio Alfaguara de Novela 2008. Se trata de un divertimento que posee un descomunal, hilarante y caricaturesco sentido lúdico y humorístico que impera en casi todas las páginas y en sus mil y una historias, en algunas de las cuales se transluce su estudio y análisis de la literatura infantil no sólo de América Latina y del Caribe y por ende a veces conllevan una mixtura popular muy emparentada con los cuentos para niños, adolescentes y jóvenes.


Antonio Orlando Rodríguez
En su “Nota final”, firmada en “Miami, noviembre de 2007”, el autor vierte una especie de declaración de principios: “Soy un novelista; es decir, un mentiroso profesional. Aunque este libro se inspira en la vida de Espiridiona ‘Chiquita’ Cenda, dista mucho de reproducirla con fidelidad. Se trata de una obra concebida desde la libertad absoluta que permite la ficción, así que cambié a mi antojo todo lo que quise y añadí episodios que, probablemente, a la famosa liliputiense le hubiese gustado protagonizar.
“He entremezclado sin el menor escrúpulo verdad histórica y fantasía, y dejo al lector la tarea de averiguar cuánto hay de una y de otra en las páginas de esta suerte de biografía imaginaria de un personaje real. Ahora bien, le recomiendo que no se fíe de las apariencias: algunos hechos que parecen pura fabulación están documentados en libros y periódicos de la época.”
(Alfaguara, México, 2008)
Sin embargo, pese a la broma implícita en esto último, a tales alturas del libro lo que declara resulta perogrullesco, pues inextricablemente urdidos a un enorme acopio de datos, hechos, anécdotas y personajes históricos y de la farándula (básicamente extirpados de los anales de Cuba, Estados Unidos y Europa), se desglosa con muchísimos detalles, pasajes y elementos imaginarios, maravillosos y fantásticos para conformar una novela bufa y no una biografía novelada. Así, Espiridiona Cenda del Castillo, la Chiquita del divertido y desternillante volumen de Antonio Orlando Rodríguez es, simple y llanamente, el personaje literario que lo protagoniza.
En cierta página del libro se indica la diferencia entre enanos y liliputienses (no por casualidad Lemuel Gulliver fue el seudónimo con que concursó el autor): los primeros son deformes, con la cabeza muy grande, casi sin cuello, con el pecho combado y alguna porra en la espalda; los segundos son a imagen y semejanza de las personas de talla “normal”. En este sentido, la Chiquita de la novela fue una encantadora y atractiva liliputiense, muy bien hechecita, que desde los diez años hasta su muerte midió 26 pulgadas.
Estrella de vaudeville en teatros, pero también atracción en ferias y zoológicos, sobre todo en Estados Unidos, la cubana Espiridiona Cenda del Castillo nació en Matanzas el 14 de diciembre de 1869, y murió en su casa de Far Rockaway, en Long Island, el 11 de diciembre de 1945, tres días antes de cumplir 76 años, acompañada por Rústica, su fiel y abnegada criada negra de toda la vida.
Con la falda corta, en una tarjeta postal vendida en la feria del condado
Lake, en Ohio, en 1926. Aunque por entonces estaba cerca de los cincuenta
y siete años de edad, en la dedicatoria que escribió en el reverso Chiquita
dice tener sólo cuarenta y cuatro años.
En el “Preámbulo de la novela, el supuesto albacea final (alter ego y homónimo del autor) que hizo posible la transcripción y edición de la supuesta biografía de Chiquita, puntualiza su identidad (novelística) al término de la primera nota al pie de página (cuyo conjunto, a lo largo de las hojas, también son parte de la ficción, del juego y de las bufonadas): “Todas las notas al pie de página son de Antonio Orlando Rodríguez”.
En tal prefacio el tocayo del autor dice que supo de Chiquita, por primera vez, cuando en La Habana, en 1990, Cándido Olazábal, un octogenario que “había sido corrector de pruebas de la revista Bohemia”, puso en venta su biblioteca antes de retirarse al asilo Santovenia, y que el anciano, por saber que Antonio era escritor, le ofreció las viejas cajas sobrevivientes del furibundo huracán Fox que en 1952 azotó e inundó a Mantazas y su hábitat, mismas que contenían papeles amarillentos y apolillados de lo que el joven Cándido mecanografió durante tres años (en medio de la Depresión Económica desencadenada en 1929) sobre la vida y milagros de Chiquita, oyendo la viva voz y el dictado de ésta, quien para tal cosa le brindó honorarios y cobijo en su casa de Far Rockaway.
En este sentido, el cuerpo central del volumen se desarrolla en dos vertientes alternas: los capítulos numerados con romanos, que se supone son la transcripción de las hojas otrora mecanografiadas por el joven Cándido; y los capítulos que se perdieron durante el huracán, también numerados con romanos pero entre corchetes, y que el parlanchín viejito Cándido Olazábal evocó y reconstruyó de memoria, no sin digresiones, hablándole de tú a Antonio y por ende los modismos y los giros coloquiales son más frecuentes.


Tarjeta para publicitar sus presentaciones en el Lit Brother's Free
Theatre de Pensilvania. Curiosamente, en el manuscrito no se
hace alusión a este momento de su carrera.
A esto se añaden tres anexos compilados y anotados por el tocayo del autor de la novela. Unos versos en inglés y español de la matancera quezque transcritos del folleto Chiquita “Little One”, dizque “publicado en Boston, alrededor de 1897”. La nota y listado: “Liliputienses y enanos: mientas más pequeños, más grandes”, que el húngaro F. Koltai, erudito en notable gente pequeña, publicó hacia 1926 en el Rhode Island Lady’s Magazine. Más un “Testimonio gráfico” sobre Chiquita que reproduce 19 imágenes (no muy legibles) con sus correspondientes lúdicos y jocosos pies.
Si después de tres años de trabajar en la casa de Far Rockaway, el joven Cándido está cansado y siente nostalgia de su terruño cubano y por ende se apresuran y él y Chiquita terminan la biografía en dos meses (su encomienda fue mecanografiarla no a modo de memorias autobiográficas en primera persona, sino a la manera de un narrador despersonalizado, omnisciente y ubicuo), esto coincide con los capítulos finales del volumen, cuando entre 1906 y 1909 comienza a sucederse cierto declive artístico y anímico de Chiquita. Es decir, el lector tiene la impresión de que si bien el novelista de carne y hueso no pierde la pulsión amena, fabulosa, juguetona y humorística, sí parece que también él se cansó y apresuró el paso para concluir de prisa con pequeñas anécdotas y grandes huecos y omisiones.


Chiquita
En 1872, en Matanzas, el príncipe ruso Alejo Romanov de paso por Cuba con una comitiva en la que figura su viejo preceptor: el contrahecho y feo enano Arkadi Arkadievich Dragulescu, a través de sus padres le obsequia a la bebé Chiquita una cadenita de la que cuelga una diminuta esfera de oro que tiene grabados unos crípticos jeroglíficos y lo que les dice de la joya parece la cháchara de un vendedor de maleficios y pócimas mágicas, quizá médium y experto en la bola de cristal, la quiromancia y la cartomancia: “Es un talismán”. “La esfera es el mundo, pero también es Sphairos, el infinito y la perfección. Si su niña lo lleva siempre consigo, el universo será gentil con ella, la buena suerte la acompañará a donde vaya y tendrá una vida larga y feliz.” 
Pues bien, alrededor de tal objeto (cuyo oculto meollo ignoran Chiquita y su parentela) se entretejen, a lo largo de la novela, el suspense y las intrigas más relevantes, pues además de los indicios sobrenaturales: los jeroglíficos se mueven en ciertos instantes y la bolita de oro emite luz y destellos a manera de señal o de advertencia de algún peligro, ocurren varios misteriosos asesinatos (a cuyos cadáveres les clavan en la lengua trece alfileres) y el furtivo robo de la joya durante una madrugada de agosto de 1896, día en que Chiquita debuta en el neoyorquino Palacio del Placer, precisamente con un show que alude la guerra de independencia de los cubanos contra el imperio español, sangriento enfrentamiento conjurado gracias a la dizque noble y quezque desinteresada y samaritana intervención del Tío Sam.


Chiquita poseía una voz afinada y bastante más potente
de lo que su talla hacía suponer.
Si diez meses después del hurto la joya es recuperada en forma subrepticia, su intríngulis comienza a despejarse cuando a Chiquita, en la feria mundial de Omaha, en 1898, el chino Ching Ling Foo, mago y amante suyo con quien hace el amor levitando en medio de una nube, le dice que la alhaja es emblema de la secreta “secta de los pequeños” y que en algún momento le pedirán que se integre a ella; y opta por no decir una palabra más, porque no quiere aparecer muerto y con trece alfileres clavados en la lengua.
Tal requerimiento ocurre durante la noche del 14 de diciembre de 1900, día de su 31 aniversario, cuando en un ineludible viaje astral le es revelada la arcana existencia de La Orden de los Pequeños Artífices de la Nueva Arcadia, cuyo origen data del siglo XV, ídem la acuñación de su idioma secreto (los jeroglíficos). Y si bien sus cofrades de enanos y liliputienses otrora se infiltraron “en las cortes de emperadores, reyes y príncipes de Europa” con tal de incidir en las decisiones de los poderosos y en el rumbo de la historia, su objetivo último es apoderarse del gobierno del planeta, pero encabezado por la gente pequeña. 
Tal propósito megalómano y hegemónico es dirigido por una especie de diocescillo bajuno llamado Demiurgo (al parecer del más allá ¿subterráneo? o de un ámbito liminal entre el sueño y la vigilia o de una dimensión paralela a la nuestra); por su dedo flamígero y las conjunciones astrales Chiquita fue elegida al nacer. Es por ello que se le entregó la joya para que siempre la llevara consigo; y no es un talismán, sino el indicativo de la posición privilegiada y única que le corresponde dentro de la autoritaria, dogmática y excluyente Orden, que además le sirve para realizar las bilocaciones; es decir, que mientras el Maestro Mayor y los cuatro Artífices Superiores (quienes también tienen sus bolitas de oro) dejan su cuerpo físico en la cama o en otro sitio, éstos, con su cuerpo astral, viajan por el espacio y se reúnen y dialogan entre sí.


Medir mucho menos que los demás no significaba que pudieran
esclavizarla o arrogarse el derecho de decidir por ella.
Sin embargo, a Chiquita, pese a su designación ultraterrena y privilegiada en la jerarquía inamovible y dictatorial, la secta le importa un comino y con ello su cualidad paranormal de bilocación; y esto contrasta con el silencio y la indiferencia del Demiurgo (que al parecer se equivocó de títeres y sumos acólitos) y con la paulatina ruina y muerte de la Orden, antecedida por la extinción de un par de sectarios y cruentos desgajamientos: Los Auténticos Pequeños y Los Verdaderos Auténticos Pequeños.


¿Su última foto?


Antonio Orlando Rodríguez, Chiquita. Alfaguara. México, 2008. 510 pp.