lunes, 25 de marzo de 2013

El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha



El silencio de la zarza ardiendo

Como lo sugiere el sonoro rótulo: El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha (Vuelta, 1989), de poeta egipcio Edmond Jabès, cuya primera edición en francés data de 1982, no se trata de ninguna herejía, ni de ningún panfleto con ántrax o con sonoros explosivos que amenace con estallar y hacer polvo el statu quo y el establihsment de la solitaria y pequeña aldea global que ahora, en plena navegación del año 2003, los Estados Unidos de América se empeñan en dominar y saquear con la amenaza de las armas “inteligentes” y del ejército más poderoso del orbe y de la historia.
Edmond Jabès
Edmond Jabès (nacido en El Cairo, en 1912; fallecido en París, en 1991) es un autor que por su estigma de judío en 1957 tuvo que salir de Egipto, dados los virulentos conflictos internacionales entre éste e Israel y la intolerancia intestina de Gamal Abdel Nasser (1918-1970), quien había asumido el poder absoluto de la república de un solo partido (primer ministro en 1954, elegido presidente en 1956). Se exilió en Francia y en 1967 obtuvo la ciudadanía francesa. 
En este sentido, y prosiguiendo las directrices meditativas que definen la escritura de Edmond Jabès, es como surge El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha. Exilio por partida doble: exilio de Dios y exilio de las míticas y legendarias arenas que lo vieron nacer. El hombre, en el refugio y desierto de su interior (y como prolongación del desierto de su país) se interroga e interroga al silencio de Dios y su ausencia, cuyo secreto e inescrutable nombre se desconoce y se contiene a sí mismo ante el desasosiego que implican las contradicciones y la incesante beligerancia de la progenie humana (“Dios, es de Dios, el Silencio que calla”; “Dios no es para Dios más que Él mismo”). 
El judío errante medita y se torna poeta, cifra su introspección en la escritura a imagen y semejanza de refracciones y centellas del desierto (“El gesto de escribir es un gesto solitario”); intuye el resplandor, el fuego negro sobre el fuego blanco, siente la Presencia, pero no ve ni oye ni es escuchado. Sus palabras son entonces espejismos hechos preguntas, reclamos, hipótesis, incertidumbres, certezas, telegrafía verbal, juego y música del lenguaje, devaneo del pensamiento y oquedad del espíritu, infinitesimales fosforescencias evanescentes perdidas en lo inmenso e insondable del arenal universal.
“Adentrarse en sí mismo es descubrir la subversión”, anota Edmond Jabès; es decir, su escritura es un cuestionamiento íntimo, revulsivo, ineludible, personal y exotérico hacia los postulados y dogmas que se inscriben en la tradición teológica del judaísmo y que tiene como núcleo más popular a la Torá, el Libro entre los libros, dado que se supone que además de tratarse de las palabras dictadas por la inteligencia divina, está urdido con la cifra de su impronunciable, disgregado y arcano nombre. “Crees soñar el libro. Eres soñado por él.”
La voz poética: el-judío-el-hombre vive sumergido en una crisis religiosa permanente en la que subyace la nostalgia y el parafraseo de la fe perdida. Sus aforismos, axiomas, versículos, parábolas, prosas y alegorías imitan o translucen ecos de la escritura de los libros sagrados; de modo que no pocas veces se entreven en la página como si se tratara de la transcripción de lo dicho y revelado en forma oral por un rabino solitario que habla no en una sinagoga, sino entre los vientos y entre las turbulentas arenas del solitario desierto, rodeado apenas por uno o dos rumiantes discípulos. Sus palabras, no por ser críticas y escépticas, no dejan de minar esa ansiedad ancestral y atávica que quitó el sueño a milenarias generaciones de místicos cabalistas empeñados en dominar los secretos de las emanaciones divinas, es decir, los inefables nombres de Dios al barajar y combinar las letras de la Escritura Sagrada: el alfabeto hebreo, y obtener así el enigmático nombre que los llevara ante la presencia de su divino e inmortal poseedor, incluida la posibilidad insuflarle vida al Golem, ese ser amorfo, tosco, enorme y tontorrón elaborado con barro que a Jorge Luis Borges (1899-1986) le sugirió un poema recogido en El otro, el mismo (Emecé, 1969) y una nota en el Manual de zoología fantástica (FCE, 1957), y cuya primera noticia que quizá tuvo de él se remonta a su primera lectura de Der Golem (1915), onírica novela del austriaco Gustav Meyrink (1868-1932), el primer libro que descifró completo en alemán, quizá en Ginebra, quizá en Lugano. 
(Vuelta, México, 1989)
El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha es un conjunto de anotaciones concéntricas y reiterativas de un escritor judío que critica y deduce sobre los antagonismos y distancias entre lo asentado en los libros sagrados del judaísmo y el silencio de Dios y su inaccesibilidad, y sobre la soledad y el abandono en que vive y fenece el hombre generación tras generación, siempre propenso a la sangrienta guerra y a la corrupción más sórdida (“El pensamiento no tiene ataduras: vive de encuentros y muere de soledad”). 
Así, también puede ser un cambiante y movedizo libro de arena, un ecuménico y utópico espejo, en el que el desterrado, el incrédulo, el protestante, el católico, el cristiano, el musulmán, el judío, el solitario, el proscrito, y el que ha tratado de explicarse el universo y el enigma de la vida y de sí mismo a partir de la idea de Dios (o no), puede reconocerse y encontrar coincidencias y paralelismos ante esa incertidumbre metafísica, inasible y evanescente entre los misterios y designios de la creación, que dicho como lo dice Edmond Jabès quizá puede resultar subversiva pero reconfortante, pese a que la destructiva, cruenta y desoladora invasión militar de Irak esté bullendo allá: lejos del Paraíso y no muy de lejos de aquí: apenas en la otra esquina del globo terráqueo. 


Edmond Jabès, El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha. Traducción del francés al español de Saúl Yurkiévich. Prólogo de Esther Seligson. Colección La Imaginación, Editorial Vuelta. México, 1989. 99 pp.







lunes, 18 de marzo de 2013

Aquellos tiempos con Gabo



       Mi personaje inolvidable: 
crónica de una amistad anunciada

Como el lector recordará, el 8 de diciembre de 1982, en Estocolmo, Suecia, el colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927) recibió el Premio Nobel de Literatura 1982. En mayo de ese año había aparecido en Colombia, impreso por La Oveja Negra con un tiraje de doscientos mil ejemplares, El olor de la guayaba, libro, aderezado con fotos en blanco y negro, que reúne un conjunto de entrevistas y crónicas biográficas que el también colombiano Plinio Apuleyo Mendoza (Tunja, 1932) le hizo a Gabriel García Márquez, el celebérrimo autor de Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967). Casi simultáneamente, El olor de la guayaba fue coeditado en México por La Oveja Negra y Diana, con un tiraje de cincuenta mil ejemplares. Y otro tanto, más o menos semejante, ocurrió en España a través de Bruguera y La Oveja Negra, además de que (gracias a la fama del entrevistado) fue traducido a diecisiete idiomas. 
(La Oveja Negra/Diana, México, 1982)
Contando con la aprobación y la complicidad de Gabriel García Márquez, El olor de la guayaba es el reconocimiento y el tributo que un entrañable y viejo amigo (periodista y narrador) le hace a otro (también periodista y narrador), cuya novela central (Cien años de soledad) lo convirtió con rapidez en un escritor masivamente traducido a muchas lenguas del orbe, además de rico, amigo de “las criaturas del poder supremo” (presidentes, generales y fauna por el estilo), y rutilante estrella de la jet set internacional. Cuando en El olor de la guayaba, García Márquez le responde a Plinio que nunca se ha puesto un frac y que no se lo pondría si llegara a ganar el Premio Nobel, el lector puede recordar que cumplió su palabra, pues en Estocolmo, ante el Rey y la Reina, Gabo asistió a la ceremonia de entrega “vestido de blanco liqui-liqui de algodón” y con una rosa amarilla en la mano, similar a las rosas amarillas que entre los centenares de desconocidos y celebridades que había en los palcos, los amigos de García Márquez (entre ellos Plinio) lucían en las solapas del frac (algunos rentados “por doscientas coronas en una sastrería de Estocolmo”), mismas que Mercedes Barcha Pardo (Magangué, noviembre 6 de 1932), la esposa de Gabo desde el 21 de marzo de 1958, les entregó a cada uno a modo de talismán de la buena suerte. 
Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha Pardo 
Gabriel García Márquez coronado con
Cien años de soledad (Sudamericana, 2da. ed., Buenos Aires, 1967)
Si el lector quiere leer el discurso que Gabriel García Márquez dijo en Estocolmo durante la recepción del Premio Nobel, puede consultar el volumen Cultura y creación intelectual en América Latina (Siglo XXI, México, 1984), antología de ensayos bajo la coordinación de Pablo González Casanova, donde se halla ampliado con el título “Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe” [o tal cual: “La soledad de América Latina”, antologado en su libro Yo no vengo a decir un discurso (Random House Mondadori, México, 2010)]. Pero en cuanto a lo que implican y significan las rosas amarillas, en El olor de la guayaba el cataquero dice que en la casa del mundo donde se encuentra siempre hay flores amarillas: “Mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme. Para estar seguro necesito tener flores amarillas (de preferencia rosas amarillas) o estar rodeado de mujeres.” Lo cual, según afirma, le sirve para desencadenar o incentivar la imaginación y la creatividad, pues se da por entendido que Mercedes Barcha pone siempre en su escritorio una rosa amarilla: “Siempre. Me ha ocurrido muchas veces estar trabajando sin resultado; nada sale, rompo una hoja de papel tras otra. Entonces vuelvo a mirar hacia el florero y descubro la causa: la rosa no está. Pego un grito, me traen la flor y todo empieza a salir bien.”
Gabriel García Márquez y las rosas amarillas
Como el rótulo del libro lo anuncia: Aquellos tiempos con Gabo (Plaza & Janés, Barcelona, 2000) es otro tributo y reconocimiento más que Plinio Apuleyo Mendoza le rinde a Gabriel García Márquez, donde retoma ciertas anécdotas contadas en El olor de la guayaba, en La llama y el hielo (Planeta, Bogotá, 1984) y en crónicas dispersas. Así, Aquellos tiempos con Gabo es un libro de memorias a través del cual el autor evoca y narra una serie de episodios y sucesos trascendentes en la vida de ambos (pues básicamente los vivieron los dos en calidad de amigos y compadres), a lo que se añade el hecho de que ciertos acontecimientos, vivencias, perspectivas ópticas e ideológicas le conciernen única y exclusivamente a la vida y al pensamiento de Plinio Apuleyo Mendoza. 
(Plaza & Janés, Barcelona, 2000)
La portada del libro tiene, bajo la reproducción del rostro de Gabo, un falaz slogan que a la letra dice: “Hallazgo de un García Márquez desconocido”. Pues a estas alturas del año 2000 ya han corrido tantos ríos y ríos de tinta sobre la vida y milagros del hijo del telegrafista de Aracataca, que casi nada de lo que rememora Plinio Apuleyo Mendoza sobre su personaje inolvidable lo ignora un anónimo lector, un minúsculo hijo de vecino metido (o no) a reseñista de libros en un semanario de Xalapa, la provincia jarocha donde a Gabo, la Universidad Veracruzana, le publicó su cuarto libro: Los funerales de la Mamá Grande (1962), cuando aún estaba recién llegado en la Ciudad de México (arribó por tierra desde de Nueva York, con Mercedes Barcha y Rodrigo, el primer hijo de ambos, “el domingo 2 de julio de 1961”, día del suicidio de Ernest Hemingway), libro dedicado “Al cocodrilo sagrado” (su mujer), que además contiene el cuento en que se basó la película homónima dirigida por el chileno Miguel Littin: La viuda de Montiel (1979), con guión de éste y José Agustín, protagonizada por Geraldine Chaplin (Adelaida, viuda de Montiel) y Nelson Villagra (José Chepe Montiel), rodada en locaciones de Tlacotalpan y Xalapa, Veracruz. Pero también, tal libro comprende el cuento en que está basado el filme homónimo En este pueblo no hay ladrones (1964), dirigido por Alberto Isaac en base al guión de éste y Emilio García Riera, entre cuyo notable reparto de escritores, pintores y cineastas haciendo pequeños papeles, figura, de fugaz boletero de cine, el propio Gabriel García Márquez. Protagonizada por Julián Pastor (Dámaso) y la entonces bellísima bailarina Rocío Sagaón (Ana), están allí, por ejemplo, Juan Rulfo y Carlos Monsiváis de jugadores de dominó; Leonora Carrington entre los fieles de la pequeña iglesia donde Luis Buñuel, el cura, dicta un furioso sermón contra los ladrones y pecadores de toda laya; José Luis Cuevas de jugador de billar; Emilio García Riera de experto en billar; María Luisa la China Mendoza de cabaretera; Héctor Ortega, que sí era actor, de mesero gay, amanerado y algo cómico. La pintoresca imagen de Gabo como boletero de cine, remite, quizá ineludiblemente, al rol que desempeñó en Roma, Italia, cuando en su fracasado intento por estudiar guión en el Centro Experimental de Cinematografía durante noviembre y diciembre de 1955 (quería convertirse en el Cesare Zavattini del Caribe), logró ser el flamante “tercer asistente del director Alexandro Blasetti en la película Lástima que sea un canalla”, según apunta Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997), su biografía de Gabriel García Márquez. Pero Gabo no pudo ni siquiera acercarse al oscuro objeto de su deseo: Sofía Loren, la estrella del filme, puesto que su chamba “consistió, durante un mes, en sostener una cuerda en la esquina para que no pasaran los curiosos”.
Gabriel García Márquez, Geraldine Chaplin y Miguel Littin
durante el rodaje de La viuda de Montiel (1979)
Abel Quezada y Juan Rulfo tomado cerveza
Fotograma de la película En este pueblo no hay ladrones (1964)
En la barra: Abel Quezada y Juan Rulfo
Jugando dominó: don Luis M. Rueda y Carlos Monsiváis
Fotograma del filme En este pueblo no hay ladrones (1964)
Lo singular, entonces, de las memorias y episodios de Aquellos tiempos con Gabo estriba en que la voz que evoca y narra fue (y es) un entrañable amigo del más notable y popular de los escritores latinoamericanos del boom, y por ende lo que recuerda, relata y comenta le atañe hasta la médula. Los hechos y las anécdotas que Plinio Apuleyo Mendoza rememora en su libro tienen un desglose más o menos cronológico; es decir, parten del año en que Plinio y Gabo se vieron por primera vez en Bogotá (Plinio no precisa la fecha, pero pudo ser en 1947 o en 1948), y casi concluyen con el bosquejo de lo ocurrido el 8 de diciembre de 1982, en Estocolmo, cuando Gabo recibió el Premio Nobel de Literatura. Pero la remembranza y la voz van y vienen por el tiempo y por el espacio, según el parecer del autor. 
(Alfaguara, Madrid, 1997)
Conforme a los registros que Dasso Saldívar consultó para El viaje a la semilla, Gabriel García Márquez se matriculó en el primer curso de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional, ubicada en Bogotá, el “25 de febrero de 1947”, y la abandonó en el segundo curso el “9 de abril de 1948”. En 1947 o en 1948, la vez que se vieron por primera vez en un cafetín de Bogotá, Gabo tendría 20 ó 21 años y Plinio 15 ó 16, y fue cuando Luis Villar Borda, condiscípulo de García Márquez en la Facultad de Derecho, le colgó el letrero de “caso perdido”: 
 “Es un masoquista típico. Un día aparece por la universidad diciendo que tiene sífilis. Otro día habla de una tuberculosis. Se emborracha, no presenta exámenes, amanece en burdeles.
  “Villar se queda contemplando taciturno el humo del cigarrillo que acaba de encender. Su tono es el de un médico que da un diagnóstico severo, irremediable.
 “—Lástima, tiene talento. Pero es un caso absolutamente perdido.” 
Anécdota (contada antes en La llama y el hielo) que Dasso Saldívar pone en tela de juicio diciendo: “Aunque estas palabras pueden traducir una opinión generalizada entre los compañeros del entonces estudiante de Derecho Gabriel García Márquez, parecen más bien una exageración de la memoria de Plinio Mendoza puesta en boca de Villar Borda, pues, como se ve, éste debió tener en la más alta estima a quien fue, sobre todo, su compañero de lecturas literarias y aventuras periodísticas.”
Pero tal imagen vuelve a ser recordada cuando casi al concluir Aquellos tiempos con Gabo, Plinio evoca la noche de la ceremonia del Premio Nobel, “con las cámaras de televisión de 52 países fijas” en Gabriel García Márquez: “La imagen queda fija, y yo vuelvo ahora atrás, al principio, al muchacho demacrado con un vistoso traje color crema que 35 años atrás, en un café sombrío de Bogotá, sin pedirnos permiso se ha sentado a nuestra mesa. El muchacho flaco y bohemio, con una carrera de derecho abandonada, secreto devorador de libros en pensiones de mala muerte, pasajero de tranvías dominicales que no van a ninguna parte, ardoroso fabricante de sueños desesperados, considerado por su padre y sus amigos un caso perdido.”
Gabriel García Márquez durante la recepción del Premio Nobel de Literatura 1982
Sin embargo, la amistad de Plinio y Gabo no empezó allí, en Bogotá, sino en París, a fines de diciembre de 1955, pues Gabriel García Márquez había llegado al Viejo Continente a mediados de julio de ese año como corresponsal en Europa de El Espectador, diario bogotano, para quedar varado en la Ciudad Luz a inicios de 1956 en medio del frío, el hambre, la pobreza y las crecientes deudas, pues el dictador Gustavo Rojas Pinilla clausuró el diario (y El Independiente, que lo sustituyó, cerró sus puertas el 15 de abril de 1956) y para Gabo no fue fácil conseguir empleo para sobrevivir después de que se le acabó el dinero del boleto de regreso que el diario le envió (entre otras cosas, “recogió botellas, revistas y periódicos viejos y los cambió por algunos francos”, cantó rancheras a dúo en un club nocturno y “llegó el día en que tuvo que pedir un franco en el metro”). No obstante, pese a las penurias y a las deudas de la rentada buhardilla en el séptimo piso del astroso Hotel de Flandre, en la Rue Cujas del Barrio Latino, Gabriel García Márquez (que a fines de 1956 dejó la estrecha buhardilla y se fue “a la Rue d’Assas, donde compartió una chambre de bonne [cuarto de criada] con Tachia Quintana”, una vasca que sobrevivía de actriz de teatro y empleada doméstica), no dejó de teclear por las noches (hasta el amanecer) en la máquina portátil roja que alguna vez Plinio le vendió por 40 dólares, y entre mediados de 1956 y enero de 1957 concluyó su segundo libro, mismo que escribió nueve veces: El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, Medellín, 1961), que muchos años después, en 1999, conocería una homónima, libre y somnífera adaptación fílmica, rodada en locaciones de Chacaltianguis, pueblo a orillas del río Papaloapan, Veracruz, con guión de Paz Alicia Garciadiego y la dirección de Arturo Ripstein. 
El joven periodista Gabriel García Márquez
En el verano de 1957 los amigos viajan por Alemania Oriental y luego por la URSS (Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas), recorridos recordados en forma muy parcial y resumida por el autor, donde según éste pierden la “inocencia respecto del mundo socialista”, pese a que Gabo en el otoño de 1955 ya la había perdido al viajar por Polonia y Checoslovaquia, a lo que se añade la circunstancia de que al retornar del tal viaje por la URSS, ambos se separaron en Kiev y García Márquez vive quince días en Hungría, donde aún eran visibles los vestigios del levantamiento húngaro y de la invasión rusa de octubre de 1956. Gabo, además, daría constancia de tal experiencia en la serie de diez reportajes (“90 días en la Cortina de Hierro”) que escribió en 1957 al regresar a París; y pese a que ese mismo año se los envió a su colega Ulises (Eduardo Zalamea Borda) para que los publicara en el resurgido El Independiente, sólo los pudo dar a conocer en la revista Cromos, de Bogotá, entre julio y septiembre de 1959. 
A fines de 1957, Plinio, quien ya estaba en Caracas, Venezuela, recién nombrado jefe de redacción de la revista Momento, celebra las virtudes periodísticas de García Márquez y gracias a la locura del loco MacGregor, el dueño, éste le paga a Gabo el boleto de avión de Londres a Caracas, lo cual, sin que el par de amigos pudieran preverlo, los hizo vivir, de cerca y como periodistas, la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez, ocurrida entre el primero y el 23 de enero de 1958.
Gabriel García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza
(París, 1981)
Como periodistas, primero en Caracas y luego en La Habana, en enero de 1959 los dos participan en la efervescencia que suscita la recién estrenada Revolución Cubana. Poco después, en Bogotá, con Plinio a la cabeza, a ambos les toca organizar la corresponsalía de Prensa Latina, sucursal de la agencia noticiosa de Cuba, entonces dirigida desde La Habana por el argentino Jorge Ricardo Masetti. Según se sabe y confirma el autor, su paso por Prensa Latina implica uno de los episodios más controvertidos vividos por el par, pues fueron testigos (y chivos expiatorios) de cómo la elemental ortodoxia y el ciego sectarismo de la burocracia comunista prosoviética se apoderó de Prensa Latina, lo que propició la renuncia del dúo dinámico, cuando ya Gabo, desde inicios de 1961 estaba en Nueva York como corresponsal de la agencia cubana (allí lo alcanzó Plinio), enfrentando una serie de amenazas telefónicas que incluían a su mujer Mercedes Barcha y al pequeño Rodrigo, hijo de los dos, quien había nacido en Bogotá, el 24 de agosto de 1959, apadrinado por Plinio y bautizado por Camilo Torres, el cura, amigo de Gabo desde la época en que fueron estudiantes de Derecho en 1947, año en que Luis Villar Borda y Camilo Torres le publicaron a García Márquez dos poemas en el suplemento estudiantil La Vida Universitaria, editado en el periódico La Razón; pero luego, anota Dasso Saldívar en El viaje a la semilla, Camilo Torres “abandonó el primer curso de derecho y se fue al Seminario Mayor de Bogotá”. Y en 1964 (siendo el prominente sociólogo graduado en 1958 en la Universidad de Lovaina, Bélgica, fundador de la Facultad de Sociología, en Bogotá, el año que bautizó al bebé Rodrigo) Camilo Torres se convirtió en un militante del Ejército de Liberación Nacional, lo cual lo haría morir en su papel de guerrillero durante su primer enfrentamiento con el ejército colombiano (el 15 de febrero de 1966 en Patio Cemento, Santander) cuando apenas tenía cuatro meses de empuñar las armas.
El sacerdote Camilo Torres
El guerrillero Camilo Torres
Fidel Castro y Gabriel García Márquez
Además de las razonables críticas que hace Plinio Apuleyo Mendoza a la Revolución Cubana, al dictador Fidel Castro, a los comunistas del partido y a los pseudocomunistas antropófagos de café, tal vertiente se entronca con otro hecho ocurrido en 1971, en París, cuando Plinio, gracias a las recomendaciones de Gabo —quien vivía en Barcelona y escribía El otoño del patriarca (Plaza & Janés, Barcelona, 1975)—, recién estaba a cargo de la coordinación de la revista latinoamericana Libre (aún en gestación y que sólo duraría hasta 1973), dirigida por Juan Goytisolo y financiada la Patiño (Albina du Boisrouvray), célebre productora de cine y heredera de un imperio minero boliviano, quien además “había realizado para el Nouvel Observateur un reportaje en Bolivia con motivo de la muerte del Che Guevara” (fue ejecutado el 9 de octubre de 1967). Según Plinio, Libre, con un directorio de plumas de primer nivel en América Latina y Europa, estaba “destinada a agrupar a todos los escritores en lengua castellana”, y “daría voz a la izquierda amordazada del mundo hispano”. Pero los problemas empezaron, dice, cuando en reuniones previas Julio Cortázar anteponía reparos, como exigir “una declaración política en la que explícitamente se diera respaldo a la Revolución Cubana”. Lo cual se agudizó, escribe Plinio, cuando el célebre “caso Padilla” les estalló “en las manos como una granada antes de que apareciera el primer número de Libre, dividiendo para siempre en dos bandos a los escritores de lengua castellana”. 
Ante tal controversia que también polariza la ideología de los dos amigos, destaca el hecho de que pese a ello (y a la distancia y a ciertos legendarios y oscuros equívocos) nunca han dejado de ser los grandes cuates, y que el reconocimiento que Plinio le rinde a Gabo implica mencionar las múltiples veces en que la amistad de García Márquez con Fidel Castro y su filiación por la Revolución Cubana, le ha servido al Premio Nobel de Literatura para auxiliar y rescatar de las mazmorras cubanas a escritores y a otras personas caídas en desgracia. 
Julio Cortázar
Pero Julio Cortázar, pese a la estima que suscitaba en Plinio, más de una vez es cuestionado y no sale sin un chichón en el trazo que hace de él: “Salvo en el humor y en la cortante ironía porteña que fulguraban a veces sus palabras, Cortázar no se parecía a Horacio Oliveira, el personaje central de Rayuela. Astrológicamente Oliveira tiene toda la pinta satánica, amarga y tierna de un escorpión, mientras que Julio, ordenado, ingenuo, sensitivo, con su vida, pese a todo, puesta como una camisa bien planchada en el ropero, con una prodigiosa capacidad de acumulación de conocimientos diversos y una fina aptitud hacia la especulación intelectual era un auténtico virgo. Un virgo fascinante por el que uno tenía sin remedio mucho afecto. Pero en política, por Dios, era como un boyscout confiado y limpio, con su silbato y su bastón, internándose sin saberlo, atrevidamente, en los parajes en donde reina Maquiavelo.”
Plinio Apuleyo Mendoza hojeando su libro
Gabo. Cartas y recuerdos (Ediciones B, Barcelona, 2013)
Como el lector supondrá, muchos detalles, intríngulis, pasajes y anécdotas no están reseñados en la presente nota, como lo vivido por Plinio con Marvel Moreno, su hermosa ex esposa, ya fallecida, quien mucho antes de ser escritora, fue reina del carnaval en Barranquilla, Colombia, con la que tuvo dos hijas y con quienes vivió en “una vieja casa de piedra en un pueblo de Mallorca, Deyá, con un fantasma en el desván y un limonero en el traspatio”. Mientras Plinio y Marvel escribían, sus hijas, “muy pequeñas, iban a su escuelita a través de un paisaje de cuento de hadas hasta un torrente que bajaba rápido de la montaña y corría entre casas y jardines por la parte baja del pueblo”. 
Cabe observar, para concluir, que Aquellos tiempos con Gabo carece de una iconografía que lo hubiera hecho más atractivo y memorable.


Plinio Apuleyo Mendoza, Aquellos tiempos con Gabo. Plaza & Janés Editores. Barcelona, 2000. 224 pp. 





     Enlace a un documental sobre la época en que Gabo escribió, en París, El coronel no tiene quie le escriba (1961): http://www.youtube.com/watch?v=8qHCc2tn9Qg

    Enlace al discurso que Gabriel García Márquez dijo el 8 de diciembre de 1982 al recibir el Premio Nobel de Literatura: http://www.youtube.com/watch?v=dDCz8iiNLAQ

sábado, 16 de marzo de 2013

Los Bioy




Me iría detrás de ese palo de escoba

Urdido entre la española Jovita Iglesias y la argentina Silvia Renée Arias, el libro Los Bioy resultó finalista en el XIV Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias. En junio de 2002 vio la luz por primera vez en Buenos Aires editado por Tusquets en la Colección Andanzas y en enero de 2003 apareció en Barcelona en la serie Fábula. 
En la foto: Adolfo Bioy Casares, Marta Bioy Ocampo y Silvina Ocampo
(Tusquets, Buenos Aires, 2002)
Nacida el 13 de septiembre de 1925 en Pacios de Toubes de Villa Rubín, Orense, Jovita Iglesias narra en Los Bioy que, a sus 24 años, el 22 de noviembre de 1949 llegó de España a Buenos Aires y, a través de una tía, el siguiente 23 de diciembre conoció a Silvina Ocampo en el edificio, propiedad de ésta, ubicado en “Santa Fe 2606, esquina Ecuador”, donde ella y Adolfo Bioy Casares vivían. Y dado que los Bioy emprenderían “un largo viaje a Francia en febrero”, unos días después se trasladó a vivir allí e inició su larga labor en ese núcleo familiar, la cual concluyó “casi dos años después de la muerte” de Adolfito, sucedida el 8 de marzo de 1999. Es por ello que fecha sus palabras en “Buenos Aires, marzo de 2001” y que al final de su último testimonio declara: 
Adolfo Bioy Casares y Jovita Iglesias en Posada 1650
“Apenas unos días antes de marcharnos de Posadas [1650], se colocó una placa en la puerta que recuerda que ése era el edificio de los Ocampo y que allí vivieron Silvina y Adolfito. Vinieron muchos amigos. Para Pepe y para mí, no podía haber una despedida mejor.
“He contado parte de sus vidas. Vidas que de alguna manera han sido la mía y la de Pepe [su esposo y chofer de los Bioy]. Siempre estaré agradecida a los dos por haberme dado su cariño y su confianza.
“Y nunca dejaré de darle las gracias a Dios por el enorme privilegio que me dio de haberlos conocido y compartido sus vidas. Hoy, todo eso representa para mí un maravilloso e inolvidable recuerdo.
“Pepe y yo fuimos los últimos en dejar el [quinto] piso de Posadas.
“Apagué la luz. Y cerré la puerta.”
Si bien la voz cantante es la de Jovita Iglesias, Los Bioy no hubiera sido posible sin la investigación, el acopio de fechas y datos, y el trabajo literario de la periodista y narradora Silvia Renée Arias (Tres Arroyos, Provincia de Buenos Aires, 1963). Ella es quien armó y le dio forma al libro y por ende dice, casi como una declaración de fe, al cierre de su “Prólogo” fechado en “Abril de 2001”: 
Marc Surer y Silvia Renée Arias
“Georges Belmont, de Editorial Laffont, a quien Bioy nombra como amigo en sus Memorias [Tusquets, Barcelona, 1994] y a quien decía deberle ‘la lectura de los libros de Buzzati’, tuvo a su cargo recoger los recuerdos de Céleste Albaret, ama de llaves de Marcel Proust, en el libro Monsieur Proust [‘Robert Laffont, Opera Mundi, París, 1973’]. En el prólogo, Belmont escribió que no habría llevado a cabo su tarea de no haber estado convencido de la exactitud absoluta de las palabras y de la franqueza de la señora Albaret.
“Puedo afirmar lo mismo con respecto a Jovita.”
Además del “Prólogo” y de una iconografía en blanco y negro, Los Bioy comprende una página de “Agradecimientos”, 20 capítulos con títulos y epígrafes, un “Epílogo” y 71 “Notas” que, además de los contrapuntos y datos que enriquecen la información, implican el soporte testimonial, bibliográfico y hemerográfico utilizado por Renée Arias, en el que destaca su polifónico libro Bioy en privado (Guías de Estudio Ediciones, Buenos Aires, 1998), de poca circulación fuera de la Argentina. 
En la imagen: Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
(Tusquets, Barcelona, 2003)
Los Bioy es un compendio testimonial en el que predominan las evocaciones y la perspectiva de Jovita Iglesias, tal es así que algunas de sus anécdotas son muy de ella y de su autobiografía (es el caso de su noviazgo con un estudiante de medicina al que le decían el mexicano y luego su casamiento, “el 17 de mayo de 1954”, con José Montes Blanco, alias Pepe). Y en lo que concierne a los episodios de la vida doméstica, íntima y familiar de Silvina Ocampo (1903-1993) y de Adolfo Bioy Casares (1914-1999), los célebres escritores de los que fue fiel y abnegada servidora (por más de 50 años) y a quienes procuró y ayudó en sus períodos terminales y a bien morir (teniendo por respaldo moral y apoyo afectivo a su esposo Pepe), si bien refiere claroscuros, antagonismos y momentos y rasgos críticos y neurasténicos en ciertas conductas y rencillas y en peculiaridades de la personalidad de cada uno, lo que descuella es el gran aprecio por sus patrones y por su hija Marta Bioy Ocampo (1954-1994) y los tres hijos que ésta tuvo: Florencio (1973), Victoria (1975) y Lucila (1980), e incluso por Genca, Silvia Angélica García Victorica (1919-1986), la sobrina de Silvina que vivía en el cuarto piso de Posadas 1650, otrora amante de Adolfito, famoso por su donjuanismo, “defecto” y “debilidad”, que alguna vez, se lee en el capítulo “15”: “Bioy, el héroe de las mujeres”, se lo cifró así: “Me gustan tanto las mujeres, que si a un palo de escoba lo disfrazan de mujer, me iría detrás de ese palo de escoba.”
Adolfo Bioy Casares y Elena Garro
Uno de los legendarios amoríos de Bioy fue el que vivió con Elena Garro (1916-1998) cuando era esposa de Octavio Paz (1914-1998). Jovita cuenta algunas anécdotas sobre tal vínculo (signado por las cartas que él le escribía, ahora en posesión de la Universidad de Princeton); por ejemplo, la suerte y el borroso destino de los ocho gatos de Angora que Elena le envió a Buenos Aires desde Europa. Pero además de que Silvia Renée Arias olvidó datar Testimonios sobre Mariana (Grijalbo, 1981), novela de Elena Garro de la que enlaza pasajes, en la nota 44 se leen algunos elementales yerros en los datos de la controvertida narradora y dramaturga poblana. Por ejemplo, fecha su nacimiento en 1920, error que la propia Elena cimentó y propagó. Y de “Un hogar sólido”, libreto teatral incluido en su libro homónimo editado en Xalapa, en 1958, por la Universidad Veracruzana, dice que es un “cuento incluido en la Antología de la literatura fantástica preparada por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares en 1940”; pero si bien la primera edición de la Antología (editada por Sudamericana) data del 24 de diciembre de 1940, el texto de Elena no apareció en la primera sino hasta la segunda edición, impresa en 1965, además de que no es un cuento sino un libreto teatral en un acto, cuyo estreno se sucedió, junto con “Andarse por las ramas” y “Los pilares de doña Blanca”, “el 19 de julio de 1957” en el Teatro Moderno de la Ciudad de México, dentro del cuatro programa de Poesía en Voz Alta.
Elena Garro, Adolfo Bioy Casares, Octavio Paz y Helena Paz Garro
(Nueva York, 1956)
Los testimonios de Jovita Iglesias, los recuerdos de las vacaciones en Rincón Viejo o en Villa Silvina (en Mar del Plata), algunas de las fotos, los viajes a Europa, y la información compilada por Silvia Renée Arias y en las citadas Memorias de Adolfito, dejan entrever el orbe de bonanza, riqueza y privilegios de los que en su plenitud gozaron Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Alicia Martínez Pardies, en un texto publicado el 15 de diciembre de 1996 en el suplemento del diario Página/12, dice del ámbito que solía visitar Jorge Luis Borges (1899-1986): “El piso de los Bioy en la calle Posadas es uno de los lugares más sobrios y elegantes de Buenos Aires, acaso uno de los pocos que restan como símbolo de la aristocracia porteña. Bibliotecas con miles de volúmenes en el living, los corredores y hasta su dormitorio; arañas con caireles de cristal en cada ambiente; buenas pinturas; un piano de cola en la recepción...” Y Oscar Hermes Villordo, en Genio y figura de Adolfo Bioy Casares (EUDEBA, 1983), dice del íntimo reducto del narrador, donde leía y escribía, incluso con Borges: “La habitación donde está el escritorio tiene ventanas que le dan luz durante el día y muestran, desde ese quinto piso, el paisaje de la plaza próxima [la San Martín de Tours en la Recoleta]. Está cubierta de libros, como otras partes de la casa: estantes (donde su dueño coloca fotografías interrumpiendo la monótona sucesión de una suerte de informalidad que sigue el mismo movimiento de otros objetos y recuerdos colocados allí: adornos dispuestos más por el tiempo que por la voluntad), mesas y mesitas. El aparente desorden, sin embargo, deja sitio para todo: los sillones de estar, los otros muebles. Sobre la chimenea de uno de los extremos se ve un reloj [...] Hay mucha paz, tranquilidad [...]” 
Silvina Ocampo


Foto de la boda de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
Testigos: Jorge Luis Borges, Enrique Drago Mitre y Oscar Pardo
Las Flores, enero 15 de 1940
Silvina Ocampo en Posadas 1650
Foto: Adolfo Bioy Casares
Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
Sin embargo, lo infausto no dejó de entrometerse y minar la vida, como fue el paulatino deterioro mental de Silvina a partir de 1987 o cuando “el sábado 24 de octubre de 1992”, en su casa, Bioy sufrió una caída que hizo que el fémur se le metiera en la pelvis. “Su accidente fue muy grave en todos los sentidos [le dijo Vadly Kociancich a Silvia Renée Airas]. Fue como si se embarcara en una serie de infortunios. Para mí, hasta ahí, había tenido una vida verdaderamente feliz, con algunas preocupaciones pero sin problemas mayores. Pero a partir de ese momento comenzó a sufrir golpe tras golpe. En el hospital, lo vi tristísimo.” O la súbita e inesperada muerte por el atropellamiento de un auto que, el 4 de enero de 1994, truncó la existencia de Marta Bioy Ocampo cuando sólo tenía 39 años y cuando aún no se cumplía un mes del deceso de Silvina (había muerto el 14 de diciembre de 1993). 
"Bioy, su hija Marta y Rodolfo, hijo de Flora, cocinera de la casa de Posadas"
(Rincón Viejo, 1965)
Marta, el Dr. Adolfo Bioy y Adolfito
(Rincón Viejo, Pardo, c. 1961)
Marta Bioy Ocampo en el parque de Villa Silvina
(Mar del Plata, 1967)
En ese doloroso y dramático contexto desconciertan las ambiciones de Alberto Frank, el segundo marido de Marta Bioy Ocampo y padre de Lucila (Florencio y Victoria son hijos de Eduardo Basavilbaso), del que ya se había divorciado, quien emprendió un juicio contra Bioy reclamando cierta herencia, por lo que se entrevía la posibilidad de que Adolfito tuviera que vender el piso de Posadas y dejar de vivir allí. Al respecto, Silvia Renée Arias cita un artículo periodístico de María Esther Vázquez, publicado en La Nación “el 3 de marzo de 1996”, donde dio “a conocer la situación por la que atravesaba” el narrador:
Georgie y Adolfito
“A los 81 años, y luego de cuarenta y dos de vivir en su piso de la calle Posadas, Bioy Casares teme que lo obliguen a dejarlo. En esa casa escribió lo mejor de su obra, compartió miles de horas felices a lo largo de cuatro décadas con su mujer, Silvina Ocampo. Ente esas paredes, forradas de libros y de fotografías, floreció la bella amistad que lo unió a Borges, creció su hija Marta, nacieron sus tres nietos, murió su padre. Al amparo de esas paredes lloró las muertes de su mujer y de su hija hace apenas dos años. Ahora, el segundo marido de Marta le cuestiona cierta herencia que Bioy recibió de su madre, y para hacer frente a sus pretensiones —si la Justicia fallara en su contra—, Adolfito tendría que vender el piso. El hecho conmueve a sus amigos. Es deplorable que esta pena, esta angustia, hayan caído sobre una persona tan bondadosa, quebrada e indefensa como Bioy, quien, además, y nada menos, es uno de nuestros mejores escritores.”
Visto desde lejos e ignorando el meollo, parece poco probable que el ex yerno reclamara algo de la susodicha herencia, pues Marta Casares, la madre de Bioy, cuya familia era dueña de La Martona, una de las empresas lecheras más grande de Argentina, murió a los 62 años “el 26 de agosto de 1952” y por ende no conoció a su nieta Marta, nacida “el 8 de julio de 1954”. No obstante, parece que hubo un acuerdo o negocio, pues Bioy pudo concluir sus días en ese quinto piso de Posadas 1650.
Jovita evoca varias anécdotas en torno a Fabián, el hijo natural que Adolfito tuvo con Sara J. Demaría, con quien comenzó a verse en 1994, en París, y a quien gracias a esa postrera amistad le otorgó su flamante y raro apellido Bioy (para que no se extinguiera), él, que en sus Memorias dice ser “el último Bioy”. No obstante, el aciago destinó planteó una póstuma jugada, pues Fabián murió a los 40 años el sábado 11 de febrero de 2006.

Adolfo Bioy Casares en Posadas 1650

Jovita Iglesias y Silvia Renée Arias, Los Bioy. Iconografía en blanco y negro. Fábula (203), Tusquets Editores. Barcelona, 2003. 192 pp.






jueves, 7 de marzo de 2013

García Márquez: el viaje a la semilla





    Donde hay un sol caliente que huele
 a guayabas y a caimán dormido

Quizá el título y el grueso del libro urdido por el colombiano Dasso Saldívar (San Julián, Antioquia, 1951): García Márquez. El viaje a la semilla. La biografía —la ladrillesca primera edición data de 1997 y fue impresa en Madrid por Alfaguara—, hagan suponer al lector que accederá a un largo y minucioso ensayo biográfico casi sobre el total de la vida, la leyenda, la obra y los milagros del legendario y mítico Gabriel García Márquez, nacido en Colombia, en el pueblo bananero de Aracataca, a las 8:30 de la mañana del domingo 6 de marzo de 1927. Sin embargo, pese a que Dasso Saldívar inextricablemente alude o bosqueja el contenido de buena parte de los libros de Gabriel García Márquez anteriores y posteriores a Cien años de soledad (1967), e incluso anécdotas y señalamientos que refieren aspectos de su vida ocurridos o adoptados muchos años después de la edición príncipe de tan angular novela, su biografía está orientada a narrar la génesis y un sinnúmero de intríngulis implícitos e inmersos en la creación y en el vertiginoso y multitudinario boom de Cien años de soledad en Buenos Aires, México, Latinoamérica, Europa y Estados Unidos, ponderándola, incluso, con los términos apoteósicos con que fue sopesada y deificada desde el inicio: “una obra maestra, una novela que, como en el caso del Quijote, partiría en dos la historia de la narrativa en lengua castellana”. 
(Alfaguara, Madrid, marzo de 1997)
(Folio, Barcelona, segunda edición revisada, 2007)


"Portada de la edición príncipe de Cien años de soledad, impresa
en Buenos Aires por Sudamericana el 30 de mayo de 1967."
"Portada de la segunda edición de Cien años de soledad, con diseño de Vicente
Rojo, impresa en Buenos Aires por Sudamericana en junio de 1967."
   De ahí que sobre la gabomanía de Dasso Saldívar se pueda decir casi lo mismo que él observa en Mario Vargas Llosa al bosquejar el diálogo sobre La novela en América Latina que el cataquero y el arequipeño sostuvieron en 1967, en Lima, Perú, “los días 5 y 7 de septiembre en el Auditorio de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Ingeniería” (apenas tres meses después de la pública aparición, en junio y en Buenos Aires, de la primera edición de Cien años de soledad impresa en mayo, en la capital argentina, por Editorial Sudamericana): “Con su visión abarcadora de la novela y su obsesión analítica de la misma, Vargas Llosa fue el brillante conductor e interrogador, aunque a veces se intercambiaban los papeles. Y es que el peruano tenía otra obsesión más reciente: entender y explicar en su conjunto el proceso múltiple que había conducido a García Márquez hasta Cien años de soledad, empresa que acometería dos años después en su monumental Historia de un deicidio [Barral Editores/Monte Ávila Editores, 1971], un libro que, aunque telegráfico y poco afinado en la parte biográfica, sigue siendo insuperable en la captación y análisis del entresijo literario.”
(Barral Editores/Monte Ávila Editores, Caracas, 1971)

La biografía de Gabriel García Márquez escrita por Dasso Saldívar, cuyo prologó lo firmó en “Madrid, 13 de agosto de 1996”, está dividida en trece capítulos; el conjunto de “Notas” a que remiten los pies de tales capítulos; una breve y anotada sección iconográfica en blanco y negro que incluye un plano y la reconstrucción dibujística de la casa de Aracataca, la casa de los abuelos maternos donde nació y vivió el escritor hasta los 10 años (se dice aquí), y que, como se sabe, tiene que ver con episodios de su medular novela, con otros textos y con sus nostalgias y evocaciones más íntimas, según se lee al inicio de sus memorias: Vivir para contarla (Diana, 2002) y en el primer fragmento de “Los suyos”, capítulo de El olor de la guayaba (La Oveja Negra/Diana, 1982), el libro de crónicas y conversaciones con Gabo escrito y publicado por Plinio Apuleyo Mendoza (Tunja, 1932) meses antes de que el cataquero recibiera el Premio Nobel de Literatura 1982. Luego sigue un grupo de “Árboles genealógicos”; un “Índice onomástico” y otro “de obras”.
(Diana, México, octubre de 2002)
La obsesión garciamarquina de Dasso Saldívar tras su lectura de Cien años de soledad, se remite al inicio de los años 70 y por ende implica el principio de su ardua, fervorosa y prolongada investigación. Si sus páginas, casi siempre amenas y repletas de minucias, translucen una indiscutible devoción y asombro por la obra narrativa y periodística de Gabriel García Márquez, por su leyenda y aventuras de trotamundos, lo cual a veces lo induce a la idolatría y a la mitificación, también se advierte en ello un autoimpuesto y maniático rigor por no equivocarse, por fundamentar y remitir a los documentos y fuentes de cada una de las cosas que sostiene y relata; de ahí su tenacidad por precisar el tiempo en que ocurrieron las anécdotas y las fechas de todo tipo de sucesos y publicaciones; por discutir, corregir o colocar los puntos sobre las íes ante un buen número de testimonios y versiones erradas o contrapuestas, dichas o escritas por el propio Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Plinio Apuleyo Mendoza y otros. 
    En este sentido, El viaje a la semilla supone la pormenorización del mundo de la infancia de Gabriel García Márquez en Aracataca y del orbe que lo antecede (como es el origen y los actos de los abuelos y de los padres del escritor) y más aún: todo un imbricado catálogo de elementos genealógicos, vivenciales, históricos, literarios e imaginarios que empezaron a transponerse y a fermentar en La casa (el legendario “mamotreto”), la trunca y seminal novela que el escritor comenzó a escribir en 1948, que es el lejano y borroso embrión de Cien años de soledad, la novela que escribiría, afiebrado y endeudándose, durante 14 meses (entre mediados de julio de 1965 y mediados de 1966) en “La cueva de la mafia”, el cuarto de la casa que los García Márquez rentaban en San Ángel, en la Ciudad de México, y al que sólo tenían acceso Mercedes Barcha Pardo (Magangué, noviembre 6 de 1932) —su esposa desde el 21 de marzo de 1958—, Álvaro Mutis, Carmen Miracle, Jomi García Ascot y María Luisa Elío, pero sólo a los dos últimos dedicaría Cien años de soledad, por el simple y singular hecho de que eran sus escuchas más entusiastas, sobre todo ella, a quien prometió dedicársela.
       Así, si durante más de 20 años el delirante biógrafo leyó, redactó borradores, viajó, hurgó en bibliotecas y hemerotecas, entrevistó, soñó, tuvo pesadillas e insomnios, y no obstante a que por antonomasia toda lectura implica una particular reescritura, se puede decir que a Dasso Saldívar sólo le faltó hacer lo que hizo “la mejor lectora de Cien años de soledad”, según le contó Gabo a Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba al responderle a la pregunta: “¿Quién ha sido el mejor lector del libro para ti?”: 
(La Oveja Negra/Diana, México, 1982)
“Una amiga soviética encontró una señora, muy mayor, copiando todo el libro a mano, cosa que por cierto hizo hasta el final. Mi amiga le preguntó por qué lo hacía, y la señora le contestó: ‘Porque quiero saber quién es en realidad el que está loco: si el autor o yo, y creo que la única manera de saberlo es volviendo a escribir el libro’. Me cuesta trabajo imaginar un lector mejor que esa señora.”
(Debate, Colombia, 2009)
Cabe observar que el británico Gerald Martin (Londres, 1944), autor de Gabriel García Márquez. Una vida (Debate, 2009), si bien bosqueja y biografía episodios personales, familiares, literarios, cinéfilos y periodísticos de Gabo, de su activismo ideológico y político de izquierdas (descollando su proclividad hacia el gobierno prosoviético y totalitario de la Revolución Cubana y en el epicentro de ello hacia el dictador Fidel Castro, no obstante ser un burgués cada vez más rico) y de sus actos públicos hasta 2007, en lo que concierne a sus ancestros y al lapso que parte de su niñez hasta la génesis y el boom de Cien años de soledad (“un cuento de hadas”, Jorge Ruffinelli dixit) —la mayor parte del volumen—, varias veces coincide o diverge, o cita y aprueba o cuestiona las aseveraciones de Dasso Saldívar o las abunda, como es, por ejemplo, todo lo que se desconocía de la relación amorosa (un amour fou) que el biografiado vivió en París, en 1956, con la española Tachia Quintana (País Vasco, 1929), mientras en la miseria urdía su novela El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, 1961). O el caso del legendario enfrentamiento, en Barrancas, del coronel Nicolás Márquez Mejía (el abuelo materno del escritor) con el joven Medardo Pacheco; para ambos biógrafos ocurrió el 19 de octubre de 1908; según Dasso fue un novelesco duelo de honor y según Gerald fue un asesinato artero, pues Medardo iba desarmado. O la fecha del trascendental viaje (para su obra) que el escritor hizo con su madre, de Barranquilla a Aracataca, para vender la casa de los abuelos donde Gabito vivió su primera infancia y a la cual no iba desde 1937 o 1938; para Gerald esto empezó el sábado 18 de febrero de 1950 y con tal fecha coincide con el propio García Márquez, quien narra la anécdota al inicio de Vivir para contarla; para Dasso, en cambio, tal seminal viaje ocurrió en 1952 cuando “la canícula de marzo estaba en su apogeo...”
(Diana, México, 2003)
En torno a tal fecha, en el tomo de Gabriel García Márquez: Textos costeños. Obra periodística I. 1948-1952 (con recopilación y prólogo de Jacques Gilard, editado en 1981 e impreso por Diana en 2003) hay una carta escrita en “Barranquilla, marzo de 1952” (publicada el 15 de tal mes en el “Magazín Dominical de El Espectador”, periódico de Bogotá), dirigida a Gonzalo González (Gog) y en la que Gabo le platica de su cuento “La mujer que llegaba a las seis”, listo para la rotativa; del rechazo que Editorial Losada hizo de La hojarasca (según Gerald esto sucedió a principios de febrero de 1952); de su cuento en ciernes “El ahogado que nos traía caracoles”; y en cuyos penúltimos fragmentos le habla de un reciente viaje a Aracataca y de la escritura de La casa:
“Acabo de regresar de Aracataca. Sigue siendo una aldea polvorienta, llena de silencio y de muertos. Desapacible; quizás en demasía, con sus viejos coroneles muriéndose en el traspatio, bajo la última mata de banano, y una impresionante cantidad de vírgenes de sesenta años, oxidadas, sudando los últimos vestigios del sexo bajo el sopor de las dos de la tarde. En esta ocasión me aventuré a ir, pero creo que no vuelva solo, muchos menos después de que haya salido La hojarasca [Ediciones S. L. B., 1955] y a los viejos coroneles se les dé por desenfundar sus chopos para hacerme una guerra civil personal y exclusiva.
“También estuve en la provincia de Valledupar. Allí la cosa cambia. Sigo perfectamente convencido de que esa gente se quedó anclada en la edad de los romances antiguos. Hay unas peloteras tremendas relatadas en los paseos, que todo el mundo canta. Definitivamente, Dios debe de estar medito en alguna de las tinajas de La Paz o Manaure. Había pensado escribir la crónica de este viaje, pero ahora dispuse reservar el material para La casa, el novelón de setecientas páginas que pienso terminar antes de dos años.”
Gabriel García Márquez con el ejemplar número uno de la Edición Conmemorativa
de Cien años de soledad (¡un millón de ejemplares!), editada en 2007 por la
Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española.


Dasso Saldívar, García Márquez. El viaje a la semilla. La biografía. Iconografía en blanco y negro. Ediciones Folio. 2ª edición revisada. Barcelona, 2007. 546 pp.