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viernes, 6 de enero de 2023

Los Magos



El niño no ha recibido ningún regalo

En la segunda de forros de Las formas de la memoria (I): Los Magos, libro póstumo del crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal impreso en México, en 1989, por la extinta Editorial Vuelta, Manuel Ulacia apunta: “En marzo de 1985, cuando Emir Rodríguez Monegal supo que el cáncer que lo invadía lo dejaría sin vida en poco tiempo, empezó un proyecto que había ido postergando por años: sus memorias. De los cinco tomos que había pensado escribir —el primero dedicado a su infancia y adolescencia; el segundo, a sus años como editor en el suplemento Marcha; el tercero, a su experiencia en Inglaterra; el cuarto, a sus años en París como director de Mundo Nuevo, y por último, el quinto, dedicado a su vida como profesor en los Estados Unidos—, desgraciadamente sólo terminó el primero.”

Emir Rodríguez Monegal
(Melo, Uruguay, julio 28 de 1921-New Haven, noviembre 14 de 1985)
No es gratuito que Emir Rodríguez Monegal —quien falleció a los 64 años, en New Haven, el 14 de noviembre de 1985— haya escogido el título Las formas de la memoria para designar, globalmente, su propósito de escribir las evocaciones sobre su vida personal y familiar y sobre su actividad de crítico, investigador, editor y profesor. El rótulo, más que la segmentación periódica signada por ciertos capítulos y epicentros relevantes de su itinerario, alude la particularidad de la memoria (acentuada con el incesante paso del tiempo) para seleccionar, sintetizar, enfocar, olvidar y transformar los recuerdos. En este sentido, no es extraño que en las páginas de Los Magos —el único tomo que alcanzó a escribir— el mismo Monegal se pregunte después de lo apuntado en torno a un pasaje de su niñez: “¿Pero sentí yo eso o estoy, ahora, leyendo en aquellas migajas de recuerdos una intencionalidad que no tenían?”. O que comente (otro ejemplo) sobre su estadía en Porto Alegre: “Tengo de ese viaje como instantáneas muy nítidas rodeadas por una zona espesa de sombra. Muchas de ellas tal vez ni sean mías sino restos de conversaciones que oí entonces o algo más tarde”. O que, incluso, llegue a escamotear o a evitar asuntos escabrosos como la versión de su abuela paterna sobre el por qué el padre de Emir fue desheredado y echado del núcleo familiar; o cuando se detiene, pudoroso, y anota al referirse sobre sus progenitores y a la temporada en Porto Alegre: “Años más tarde, me enteraría de los verdaderos entretelones de esta estancia pero no es éste el lugar para revelarlos”.
     
Miembros de la revista Número en casa de Emir Rodríguez Monegal.
De pie: Monegal, Zoraida Nebot, Manolo Claps, Idea Vilariño, Luz López de Benedetti y
Baíta Sureda de Cabrera. En cuclillas: Sarandi Cabrera y Mario Benedetti.
      
     El caso más significativo sobre la mixtura memoriosa confeccionada con el cedazo, el destilador, la omisión, la amputación y las preferencias electivas que se urden a través de la inteligencia, la moral, los sentimientos, las virtudes, y los objetivos escriturales y escenográficos, es la quinta parte del libro: “Los Magos”, que le da título al tomo uno y que es el pasaje más patético, donde Emir cuenta el drama desolador y lacrimógeno que sufrió toda la noche de entre el 5 y el 6 de enero de 1926 cuando súbita e inesperadamente le fue revelado que Melchor, Gaspar y Baltasar no existían y quiénes estaban detrás de éstos y de los regalos que esa vez no recibió.

(Editorial Vuelta, México, 1989)
      Los Magos es el resumen sobre la infancia y la adolescencia (acaecida en Uruguay y Brasil) con el que Emir Rodríguez Monegal comenzó a escribir la historia de su vocación de lector, crítico literario, editor, investigador, maestro universitario y biógrafo. El héroe de la travesía evocativa es él, no sólo porque funge como el narrador omnisciente y ubicuo que rememora su genealogía europea y latinoamericana, la vinculación con su tía abuela Piqueta, las relaciones con parientes y amigos, las andanzas en diferentes liceos, la pobreza de sus padres, los ires y venires entre Montevideo y distintas poblaciones brasileñas, sus entrenamientos librescos y dibujísticos de niño enfermizo y tímido, las atmósferas y entornos familiares y sociales, y sus primeras nociones de índole sexual, sino también porque siempre busca la oportunidad de lucir su memoria e imaginación erudita y cinematográfica, encontrando paralelos (no exentos de ironía) entre las situaciones que recuerda y narra, con la referencia a un libro en particular o a una película determinada, o con el dato biográfico perteneciente a un escritor o director de cine.
El cometido central, sin embargo, es relatar la gestación legendaria del futuro crítico, editor y profesor. Todo lo que rememora y narra tiene como finalidad enmarcar su temprano gusto por los libros y el placer que le suscita la lectura y el estudio.
Mario Vargas Llosa, Patricia Llosa, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti,
Emir Rodríguez Monegal y Pablo Neruda.
        El momento más trascendente de su empecinada filiación de lector le ocurre a los quince años cuando descubre, en Montevideo, a un tal Borges encargado de la sección “Libros y autores extranjeros” de la revista argentina para señoras elegantes El Hogar, lo cual, además de inducirlo a coleccionar paulatinamente (dados sus magros recursos) la serie completa de la revista Sur, lo llevó a encontrarse, entre los estantes de una librería de viejo, un ejemplar sin abrir de Historia universal de la infamia (Tor, Col. Megáfono núm. 13, Buenos Aires, 1935).

Jorge Luis Borges, César Fernández Moreno y Emir Rodríguez Monegal
(Montevideo, c.1948)

Foto incluida en Borges. Una biografía literaria (FCE,  México, 1987)
         Tales sucesos resultan los más relevantes de su adolescencia en lo que concierne a su adoctrinamiento literario y constituyen la simiente para que muchos años después, cumpliendo con su eterna filiación borgeseana (“perpetuo estudiante de Borges”, lo llama Enrique Sacerio-Garí) urdiera en inglés el libro Jorge Luis Borges. A Literary Biography (E.P. Dutton, New York, 1978), cuya traducción al español de Homero Alsina Thevenet —con correcciones, añadidos y modificaciones del propio Monegal— éste ya no vio, pues se terminó de imprimir “el 15 de marzo de 1987”, en México, por el Fondo de Cultura Económica; casa editorial que el “30 de agosto de 1985” le había publicado el libro Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos, su anotado compendio de la obra de Borges que, tal vez, alcanzó a hojear, cuya base fue la antología en inglés que en Estados Unidos publicó con el traductor y poeta escocés Alastair Raid (1926-2014): Borges. A reader. A selection from the writings of Jorge Luis Borges (Dutton, New York, 1981).  Y tampoco pudo ver el compendio Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939), antología impresa en Barcelona, en “septiembre de 1986”, por Tusquets Editores, planeada una década antes con el cubano Enrique Sacerio-Garí (a quien Monegal en la Universidad de Yale le dirigía una tesis doctoral sobre Borges) e iniciada entre ambos; pero Enrique, ante la muerte de Emir, tuvo que concluirla y prologarla. Años más tarde, en “febrero de 2000”, Emecé Editores publicó en Buenos Aires el libro Borges en El Hogar (1935-1958), donde se compilan los textos que quedaron sin antologar, también con ilustraciones extraídas de tal revista.

(FCE, México, 1987)
(FCE, México, 1985)
(Tusquets, Barcelona, 1986)
         Los Magos, por su parte, concluye con un tributo más a Borges, incluido en el “Apéndice: La muerte y las vidas de Aparicio Saravia”, donde Monegal no desvela por qué él es un personaje secundario de “La redención” —cuento publicado el 9 de enero de 1949 en el suplemento dominical de La Nación, periódico de Buenos Aires, luego incluido en El Aleph (Losada, Buenos Aires, 1949) con el título “La otra muerte”—, sino que esclarece un intríngulis personal, familiar e interpretativo con el que vivió durante mucho tiempo, hasta que en 1982 en una azarosa plática que sostuvo con Borges en un hotel de Nueva York  “protegidos por la presencia casi inviable de María Kodama”) descubrió el paradójico y oculto sentido del asunto.
Al término de Los Magos y ante la constatación de que Emir, como lo dijera el cubano Guillermo Cabrera Infante (1929-2005), era un hombre todo hecho de literatura, el reseñista se pregunta por qué, al parecer, no fue tentado por la ficción; si esto le ocurrió en la infancia o en la adolescencia o en la adultez, en Los Magos no lo dice. Material no le faltaba. Piénsese, por ejemplo, en la descripción novelesca que hace del ogro gallego que custodiaba la librería La bolsa de los libros, en Montevideo, donde un muchachito temeroso y escurridizo hurgaba con desatino.

 
         Alrededor de dos meses y medio antes de que se cumpliera el primer aniversario de su fallecimiento, en el número 118 de la extinta revista Vuelta (septiembre de 1986) aparecieron varios artículos dedicados a recordar la vida y obra de Monegal. Guillermo Cabrera Infante, en el suyo (“Cuando Emir estaba vivo”), no exento de humor, hilarantes anécdotas y juegos de palabras, evoca cómo lo conoció en París, en “noviembre de 1966” —cuando el uruguayo dirigía la revista Mundo Nuevo y donde le publicaría primicias de Tres tristes tigres—, más algunos encuentros y vivencias compartidas en alejadas partes del mundo, hasta el momento en que se entera del padecimiento que voraz y dramáticamente acabaría con él en pocos meses:

Guillermo Cabrera Infante
(Gibara, Cuba, abril 22 de 1919-Londres, febrero 21 de 2005)
        “Fue en abril del año pasado que supe de su enfermedad mortal. A la consternación de la noticia sucedió la convicción de que su cáncer sería curable. Coincidimos por última vez en Washington para dar dos charlas en el Wilson Center. En el hotel Emir fue casi una aparición. El hombre alto y fuerte que antes parecía un gaucho había sido cambiado ahora en un anciano encogido al que sólo el pelo negro delataba la edad. Estaba delgado en extremo, emaciado, con una cara que mantenía sus rasgos pero como en una caricatura, y el color amarillo de su piel siempre morena era otra transformación malsana. Al atravesar el lobby cojeaba de una pierna. Luego me explicó que el tumor, que aún no le habían extirpado, le oprimía un nervio o una vena de ese lado. Llevaba bajo la ropa una de las piadosas bolsitas de mierda que atormentaron a Artaud y en cuanto comía debía sufrir la humillación de vaciar la descarga excremental. Sólo la voz (y la voluntad, la voluntad) era la misma. En un aparte en un rincón del lobby me advirtió: ‘No debes hablar aquí de Castro. No te conviene’. ¡Extraña advertencia en Washington! Por su puesto que en mi charla hablé de la mala prensa americana que era buena prensa para Fidel Castro y cité ejemplos. Emir aprovechó para declararse uruguayo viejo, latinoamericano de siempre y ciudadano de América. Cuando nos despedimos fue una dura despedida. No nos volvimos a ver.
“Tarde en 1985, durante mi estancia en Wellesley Collage, en un suburbio de Boston, donde Emir había prometido visitarnos, ocurrió su última operación que reveló la fatalidad del cáncer que ya su cara anunciaba. Hablamos mucho por teléfono y su misma voz se fue apagando. Una noche de noviembre me llamó para decirme que sus médicos, a los que acusaba de misericordia in extremis, le habían dicho la verdad, para él terrible noticia, del diagnóstico último: no le quedaban siquiera dos semanas de vida. Emir tan sarcástico, tan ingenioso, tan fuerte me dio la noticia llorando: la forma fue casi más un shock que el contenido. Después me dijo que se iba al Uruguay por unos días, lo que me pareció primero un disparate, creyendo que debía ahorrar fuerzas, y después se vio como una consecuencia natural de su línea de la vida. Emir no iba ‘en coche al muere’, como dijo Borges, sino a encontrarse con su destino sudamericano. Amigos mutuos me contaron de su regreso a Yale y de su muerte dos días después: el uruguayo había ido y vuelto, a morir donde había hecho amigos y, sobre todo, alumnos. Yo, que creía que Emir era un maestrico, supe entonces que era un maestro. Creo que más que la de crítico fue la de maestro su profesión de fe.”

(Editorial Alfa Argentina, Buenos Aires, 1974)
     Quizá tenga razón Guillermo Cabrera Infante, quizá no. Lo cierto es que en el segundo volumen de Narradores de esta América (Editorial Alfa Argentina, Buenos Aires, 1974), se lee un extenso y brillante ensayo de Emir Rodríguez Monegal sobre la novela Tres tristes tigres (Seix Barral, Barcelona, 1967) en la que confluyen, amalgamados y de manera inextricable, el crítico y el profesor.


Emir Rodríguez Monegal, Las formas de la memoria (I): Los Magos. Prefacio en los forros de Manuel Ulacia. Prólogo de Haroldo de Campos. Editorial Vuelta. México, agosto de 1989. 192 pp.

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"Everness", poema de Jorge Luis Borges recitado por él mismo.
"Nene patudo", canción de Alfredo Zitarrosa cantada por él mismo.


martes, 4 de agosto de 2020

Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos

 El laberinto, la telaraña y el círculo
 (algo tan necesario como respirar)

Nacido en Melo, Cerro Largo, el 28 de julio de 1921, el crítico y ensayista uruguayo Emir Rodríguez Monegal falleció de cáncer en New Haven el 14 de noviembre de 1985, 7 meses antes de que el argentino Jorge Luis Borges muriera en Ginebra el 14 de junio de 1986 (había nacido en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899). Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos (México, FCE, 1985) basada en la antología que Monegal publicó en inglés, en Estados Unidos, con la colaboración del escocés Alastair Reid (1926-2014), traductor de Borges: Borges. A reader. A selection from the writings of Jorge Luis Borges (New York, Dutton, 1981), y Borges. Una biografía literaria (México, FCE, 1987) originalmente escrita en inglés y publicada en Nueva York, en 1978, por Dutton, son el par de libros, editados en México por el Fondo de Cultura Económica, que el crítico, profesor y editor uruguayo destinó a la vida y obra del celebérrimo argentino que nunca recibió el Premio Nobel de Literatura.
(Dutton, New York, 1978)
     
(FCE, México, 1987)
         A Emir Rodríguez Monegal la muerte le impidió observar los cambios que preparara especialmente para la traducción al español que por encomienda suya hizo Homero Alsina Thevenet de su citada Biografía literaria. En contraste, la introducción, los prólogos, la cronología, la bibliografía y las notas del Ficcionario (compendio firmado en “Yale University”) los concibió en castellano, así como la edición de los textos de Borges. Sin embargo, quizá no haya visto el libro impreso (pero tal vez sí), puesto que la primera edición de diez mil ejemplares “se terminó de imprimir el 30 de agosto de 1985”. La muerte de Emir Rodríguez Monegal también se interpuso en la edición final de los Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939) (Barcelona, Tusquets, 1986), antología de reseñas, biografías sintéticas y ensayos breves que Borges escribió en la revista bonaerense El Hogar, que el crítico uruguayo preparaba en la Universidad de Yale (donde era profesor de Literatura Iberoamericana) con la colaboración del cubano Enrique Sacerio-Garí (Sagua la Grande, Villa Clara, agosto 2 de 1945) y por ende fue éste quien la concluyó y prologó.

(Tusquets, Barcelona, 1986)
       La muerte de Monegal también interrumpió la escritura de sus memorias, proyecto iniciado después de que en marzo de 1985 supo que tenía cáncer (apunta Manuel Ulacia en la segunda de forros de Los Magos). Monegal había planeado escribir cinco tomos: “el primero destinado a su infancia y adolescencia; el segundo, a sus años como editor en el suplemento Marcha; el tercero, a su experiencia en Inglaterra; el cuarto, a sus años en París como director de Mundo Nuevo, y por último, el quinto, dedicado a su vida como profesor en los Estados Unidos”. Pero sólo alcanzó a escribir el primero, mismo que póstumamente publicó en México la extinta Editorial Vuelta, “el 30 de agosto de 1989”, con el título Las formas de la memoria (I): Los Magos.

     
(FCE, México, 1985)
        El ágil e interactivo sistema de llamadas-enlaces que en el Ficcionario llevan y traen al lector navegando de un lado a otro de la introducción, prólogos y notas de Emir Rodríguez Monegal y de los textos de Borges (incluidas la cronología y la bibliografía), hacía pensar, en los años 90 del siglo XX, en los botones interactivos de un CD-ROM (ahora anacrónico); y ya encarrerado el gato en lo que va del siglo XXI: en las páginas web que a través de Internet llevan y traen de un sitio a otro del ciberespacio. En este sentido, el Ficcionario traza un laberinto o telaraña que es “un círculo cuyo centro no está en ninguna parte y cuya circunferencia está en todas”; y por ende evoca o remite a la cabalística y ancestral “tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como la esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia) su noveno atributo, la eternidad —es decir, el conocimiento inmediato de todas las cosas que serán, que son y que han sido en el universo”. Dicho de un modo quizá más elemental y especular: el Ficcionario es “una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía” Borges, donde al instante y simultáneamente convergen “infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos”. Es decir, “Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades.”

Jorge Luis Borges, César Fernández Moreno y Emir Rodríguez Monegal
Montevideo, c. 1948
  En su introducción al Ficcionario, Emir Rodríguez Monegal, entre lo que argumenta para justificar la elección-discriminación que hizo de los textos de Borges, dice, con algo de razón paleográfica y arqueológica, que “casi no hay texto suyo (como el hueso que un antropólogo encuentra en el barro) que no pueda ser usado para reconstruir la fábrica entera de su obra”. Pero una de sus tesis principales (
derivada de la tesis “desarrollada por Gérard Genette en 1964” y que trasmina el total de las páginas), se lee cuando afirma que Borges con “el cuento ‘Pierre Menard, autor del Quijote’ funda una teoría de la literatura. Allí se demuestra que el lector de un clásico se convierte, en cierto sentido, en colaborador del mismo: su lectura altera el texto.” [...] “En vez de mero consumidor, el lector debe convertirse en colaborador. Es decir: en escritor del texto”. 
Borges es un clásico (al menos eso cree y cultiva una mínima tribu que subyace dispersa entre los oscuros y amnésicos trogloditas de la laberíntica y subterránea Ciudad de los Inmortales), y bajo tal perspectiva el simple lector, en calidad de demiurgo menor, de diosecillo bajuno o de nanohomúnculo umbelífero, colabora con él, realiza una doble lectura (o quizá triple, cuádruple o quíntuple), reescribe sus textos de cabo a rabo, es uno más de los incesantes Pierres Menards, autores de la obra de Borges, que infestan las catacumbas de la recalentada y laberíntica aldea global y que sin cesar reescriben (leyendo) —palabra por palabra, línea a línea, párrafo tras párrafo— una obra efímera, mental, cuyo evanescente palimpsesto de rapsoda impenitente acaso coincide con exactitud (sin que se trate de una copia fiel) con la obra única de Borges. 
     
(Dutton, New York, 1981)
         El Ficcionario no es una antojolía crítica que se lee de una sentada. Es un libro de consulta que se lee y relee por un insaciable hedonismo cognoscitivo y estético, y no por una ampulosa aspiración pseudoacadémica. Desde luego que tiene yerros y minucias que el tiempo ha vuelto evidentes y caducas y otras con las que se puede estar en desacuerdo. Por ejemplo, Monegal dice que “El general Quiroga va en coche al muere” y “El Golem” son “poemas que son notas a pie de página de estudios eruditos escritos por otros”. Pero si bien el primero implica un pasaje histórico que aborda Faustino Sarmiento en Facundo, civilización y barbarie (1845), y el segundo la indirecta e implícita lectura de El Golem (1915) —el primer libro que el joven Georgie descifró en alemán (aún en Europa)—, pero sobre todo de las Principales tendencias del misticismo judío (1941), de Gershom Scholem (que Borges leyó en inglés), y “el libro de Frachtenberg sobre supersticiones judías” (dice en el consabido comentario que preludia su grabada recitación de su poema “El Golem” al referirse a la póstuma obra de Abraham von Franckenberg), no son, precisamente, “poemas que son notas a pie de página de estudios eruditos escritos por otros”.

       
(Alfaguara, México, 1998)
          Siendo las cosas más o menos así (o no), el lector puede hacer sus propias modificaciones, parodias y añadidos. Por ejemplo, colocar en el supuesto final de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” la datación “1940, Salto Oriental”, pues por un descuido editorial se mutiló. O seguir al pie de la letra (o no) las observaciones críticas que Augusto Monterroso señala en “El otro aleph” —ensayo reunido en su libro La vaca (Alfaguara, México, 1998)—, donde cuestiona y hace polvo lo que Monegal asienta, en su nota 51, sobre el argumento de “El Aleph” y sus presuntos vínculos con la Divina Comedia y con el nombre de Dante Alighieri. O quizá, con humor borgesano, insertar en la cronología lo que una mano anónima redactó en Destiempo de Borges, el polifónico y monográfico número 188 de La Gaceta del FCE, correspondiente a agosto de 1986, al comentar la noticia de la muerte del escritor: “Recientes investigaciones permiten suponer que Borges murió hacia 1986 en la ciudad de Ginebra. Hay quien aventura que la fecha precisa fue el 14 de junio. La Redacción se limita a dar noticia de estas especulaciones, no se hace responsable de su veracidad, toda vez que cierto encabezado rezaba al día siguiente a ocho columnas: ‘Borges no ha muerto’.”

El Ficcionario, no obstante, y pese al tiempo y a sus yerros, es un buen libro para descubrir y empezar a conocer la vida y obra de Borges. En este sentido, quizá no falte el recién iniciado al que le suceda lo mismo (o algo parecido) a lo que Monegal narra en Los Magos cuando siendo un adolescente en la habitación de una de sus tías, en Montevideo, se tropezó con una página de El Hogar firmada por un tal Borges. Monegal dice, con la pátina y el aderezo del tiempo, que fue en 1936, a sus 15 años; pero quizá haya sido en 1937, por lo que afirma a continuación y porque el primer número donde colaboró Borges data del “16 de octubre de 1936”: 
(Vuelta, México, 1989)
        “Ese mismo año, sin embargo, estando en el cuarto de mi tía Nilza, me puse a hojear una revista femenina que ella solía comprar, El Hogar, y entre fotos de señoras de la mejor sociedad argentina que lucían sus pieles en Buenos Aires o se ventilaban en Mar del Plata, encontré una sección bibliográfica, sobriamente titulada ‘Libros y Autores Extranjeros’, y firmada por un tal Jorge Luis Borges. Una mera hojeada me reveló que aquello era lo que precisamente andaba buscando desde hacía algunos años: noticias críticas sobre literatura contemporánea. En el espacio de una página compacta, este tal Borges se las ingeniaba para resumir en treinta o cuarenta líneas la biografía de Virginia Woolf, además de dar un fragmento del Orlando en su propia versión. Reseñas de libros de mediana extensión marginaban estos textos, y hasta había lugar para unas cómicas apostillas sobre la vida literaria. Lo que primero me impactó fue la gracia del estilo, el uso impecable de la ironía y la capacidad de definir a un escritor en términos tan precisos que de desconocido se convertía en conocido. Nunca había oído hablar de Mrs. Woolf, pero a partir de esa biografía no sólo sabía qué había escrito sino cuál era la singularidad de su obra. Revolví entre los viejos números de la revista y encontré otras páginas, con reseñas sobre Wells (cuyas primeras novelas de ciencia y ficción ya había leído en portugués, en Río), sobre Oswald Spengler, otro desconocido, sobre William Bluter Yeats (ídem de ídem). Después de leer a Borges sabía perfectamente qué se proponía el filósofo alemán y cuáles eran los puntos más flacos de la brillante coraza del vate irlandés. Con avidez, empecé a coleccionar esas páginas, saqueando todas la revistas de casa y otras amigas.”

Ese mismo año, bajo tal deslumbramiento y devoción, al revolver los estantes de una antigua librería de viejo cercana a su casa familiar de Montevideo, La Bolsa de los Libros, encontró, dice, “un ejemplar aún virgen de la Historia universal de la infamia de Borges, publicado en 1935 y en edición popular por la Editorial Tor, casa que me era muy familiar por sus ediciones de los clásicos.” [...] “Decir que la lectura de la Historia universal me trastornó del todo, es decir poco. De golpe descubrí que se podía escribir en español con el ingenio, la velocidad, y la puntería de la mejor literatura francesa o inglesa. Descubrí que no estábamos condenados a la cacofonía, al pleonasmo, o a las migajas de la oratoria del siglo XIX.” 
Colección Megáfono número 3
Editorial Tor, Buenos Aires, 1935
  Resulta consecuente, entonces, que “en una librería más grande y moderna, El Palacio del Libro”, al descubrir accidentalmente “una colección completa de la revista Sur” (cuyo primer número data de enero de 1931) a Monegal le pareciera “sagrada porque tenía a Borges de colaborador. Fue una revelación. Como mis recursos eran limitados, decidí someterme a un riguroso racionamiento: cada mes, compraba el nuevo ejemplar de Sur, y uno de los atrasados. Así llegué a poseer la colección completa de la revista.” [...] “La mera existencia de Borges me probaba que había otros niveles de crítica.”

Revista Sur número 1
Buenos Aires, enero de 1931
        Vale añadir que tal deslumbramiento y fascinación evoca, y en algo o mucho coincide, con lo que Augusto Monterroso (1921-2003) bosqueja al inicio de su ensayo “Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges”, reunido en su libro Movimiento perpetuo (México Joaquín Mortiz, 1972), y que remite a una época en que en América Latina los dispersos y reducidos círculos intelectuales descubrían a Franz Kafka a través de La metamorfosis (Buenos Aires, Losada, 1938), libro de narraciones prologado por Borges (con varias traducciones suyas), y cuando aún no aparecía su libro El Aleph (Losada, Buenos Aires, 1949) y aún eran recientes sus libros de cuentos publicados en la capital argentina por la editorial de la influyente revista Sur, de la que era, desde el primer número de enero de 1931, un distinguido y notable colaborador: El jardín de senderos que se bifurcan (1941) y Ficciones (1944):

(Joaquín Mortiz, México, 1972)
     


        “Cuando descubrí a Borges, en 1945, no lo entendía y más bien me chocó. Buscando a Kafka, encontré su prólogo a La metamorfosis y por primera vez me enfrenté a su mundo de laberintos metafísicos, de infinitos, de eternidades, de trivialidades trágicas, de relaciones domésticas equiparables al mejor imaginado infierno. Un nuevo universo, deslumbrante y ferozmente atractivo. Pasar de aquel prólogo a todo lo que viniera de Borges ha constituido para mí (y para tantos otros) algo tan necesario como respirar, al mismo tiempo que tan peligroso como acercarse más de lo prudente a un abismo. Seguirlo fue descubrir y descender a nuevos círculos: Chesterton, Melville, Bloy, Swedenborg, Joyce, Faulkner, Woolf; reanudar viejas relaciones: Cervantes, Quevedo, Hernández; y finalmente volver a ese ilusorio Paraíso de lo cotidiano: el barrio, el cine, la novela policial.
Colección La Pajarita de Papel número 1
Editorial Losada, Buenos Aires, 1938

En Jorge Luis Borges. Bibliografía completa (FCE, 1997),
Nicolás Helft dice que 
“Borges figura como traductor del libro,
pero los textos de La metamorfosis, Un artista del hambre
 y Un artista del trapecio no fueron traducidos por él.
       “Por otra parte, el lenguaje. Hoy lo recibimos con cierta naturalidad, pero entonces aquel español tan ceñido, tan conciso, tan elocuente, me produjo la misma impresión que experimentaría el que, acostumbrado a pensar que alguien está muerto y enterrado, lo ve de pronto en la calle, más vivo que nunca. Por algún arte misterioso, este idioma nuestro, tan muerto y enterrado para mi generación, adquiría de súbito una fuerza y una capacidad para las cuales lo considerábamos ya del todo negado. Ahora resultaba que era otra vez capaz de expresar belleza; que alguien nuestro podía contar nuevamente e interesarnos nuevamente en una aporía de Zenón, y que también alguien nuestro podía elevar (no sé si también nuevamente) un relato policial a categoría artística. Súbditos de resignadas colonias, escépticos ante la utilidad de nuestra exprimida lengua, debemos a Borges el habernos devuelto, a través de sus viajes por el inglés y el alemán, la fe en las posibilidades del ineludible español.”



Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos. Edición, introducción, prólogos, notas, cronología y bibliografía de Emir Rodríguez Monegal. Colección Tierra Firme, FCE. 1ª edición. México, agosto 30 de 1985. 488 pp.


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