miércoles, 30 de diciembre de 2015

La caverna


 Los amorosos y el viaje de nunca jamás

Según la nota anónima que se lee en la cuarta de forros de la editorial Alfaguara, Ensayo sobre la ceguera (1995), Todos los nombres (1997) y La caverna (2000), novelas que el lusitano José Saramago urdió en portugués, forman “un tríptico en que el autor deja escrita su visión del mundo actual, de la sociedad humana tal como la vivimos.” Y dizque “En definitiva: no cambiaremos de vida sino cambiamos la vida.” Sin embargo, esto, además de retórico y demagogo (propio de la perorata de un político en campaña o de un hueco y prescindible libro de autoayuda), resulta un ardid publicitario para exacerbar las multitudinarias ventas en distintos países del ámbito del español, pues las novelas son independientes entre sí. Una cosa es la deshumanización, los estragos y crímenes que desencadena la súbita e inexplicable ceguera blanca en una ciudad sin nombre y en un manicomio utilizado a modo de campo de concentración de ciegos, epidemia que desaparece en un suspiro al término de la obra (Ensayo sobre la ceguera); otra es el patético y gris fetichismo, inextricable a la kafkiana, patética y gris pesquisa del patético, subterráneo y gris burócrata don José obsesionado por encontrar los datos de la mujer desconocida y quizá a ella, pero que resulta suicida (Todos los nombres); y otra cosa es lo que se narra en La caverna, cuyos sucesos trazan una situación utópica, particular y a todas luces improbable.
(Alfaguara, México, 2001)
  Traducida al castellano por la española Pilar del Río (Castril, provincia de Granada, 1950), entonces amorosa esposa del novelista (y ahora heredera de sus derechos de autor), La caverna también se distingue por el desbordante, apretado y fatigoso estilo narrativo de José Saramago (Azinhaga, Santarém, Portugal, noviembre 16 de 1922-Tías, Lanzarote, España, junio 18 de 2010), feliz Premio Nobel de Literatura 1998: páginas y páginas repletas de cabo a rabo, plagadas de palabrería, circunloquios, digresiones, largas enumeraciones, comentarios de la voz narrativa, bagazo que esponja la lineal trama y casi sin suspense.

Pilar del Río y José Saramago
  Cipriano Algor, un alfarero de 64 años de edad que parece ser el último alfarero que queda en una pequeña aldea sin nombre, vive con Marta, su joven hija recién embarazada, y Marcial Gacho, su yerno desde hace un par de años, quien aún no cumple los 30 y quien en etapas de diez días seguidos trabaja de guarda interno de segunda clase en el Centro comercial de la moderna ciudad sin nombre, cercana a la provinciana aldea donde Cipriano Algor posee la casa y la alfarería que fundara su abuelo y heredera su padre, quienes también se llamaron Cipriano Algor.

Al principio de la novela parece que hay cierta tensión y ciertas discrepancias entre Cipriano y su yerno, pero a lo largo de las páginas abundan los episodios que ilustran sobre el entrañable afecto, apoyo y respeto que ambos se brindan, lo que contrasta con las desavenencias y el poco entendimiento que Marcial Gacho tiene con sus propios padres, vecinos de la misma aldea, poco respetuosos de la vida individual y familiar del hijo y más necios que una mula, sobre todo la madre.
 Marta y Marcial se aman demasiado. Son un modelo ideal de pareja unida y fraterna. Marta heredó las virtudes artesanales de Cipriano Algor, su padre, quien es un buen hombre; Marta trabaja con él en la alfarería y ambos también se aman con el corazón en la mano, pero sin el Jesús en la boca. A tal amoroso y ejemplar núcleo familiar se une, y se torna protagonista en sus vidas, el amoroso y fiel perro Encontrado, de quien tampoco escasean las anécdotas, algunas sentimentales e incluso lacrimosas. Pero si entre ellos predomina la armonía, la comunicación y el amor, entre los humanoides que los rodean por aquí y por acullá, proliferan, a imagen y semejanza de una maloliente y supurante peste de cucarachas, los prototipos de gandallas, de bestias peludas y salvajes, de egoístas, competitivos, avaros, indiferentes y mezquinos entre sí, y los faltos de empatía y solidaridad con el otro, capaces de darle fría, calculada y paulatina o instantánea muerte de despanzurrado chinaguate. De ahí que no resulte gratuito que en un momento se diga que “cada persona es una isla”, que “cada persona es un silencio”, y que el dedo flamígero del Centro comercial, el todopoderoso y despiadado dios de los negocios de la ciudad, “escribe derecho con renglones torcidos”.
José Saramago y Pilar del Río
  Al parecer, todo iría sobre rieles, todo sería miel y leche de vaca sagrada sobre hojuelas de trigo integral, casi como un pequeño, verde, aséptico y aldeano Edén extraviado en la fétida y contaminada faz de la tierra, si no fuera porque el malvado y monstruoso Centro comercial de la metrópoli controla y devora todo lo que se le atraviesa, incluido el exterminio de las piezas de loza doméstica que produce el noble oficio de Cipriano Algor y su hija. Es decir, el Centro es una ciclópea y laberíntica construcción que monopoliza las actividades mercantiles de la ciudad, amén de ser una descomunal urbe dentro de la urbe, pues además de los mil y un sofisticados entretenimientos de cotidiana feria y cotidiano circo para niños y niñotes crónicos e incorregibles (elocuente es el hecho de que no hay megabiblioteca, pero sí un “catálogo comercial del Centro” de “cincuenta y cinco volúmenes de mil quinientas páginas de formato A-4 cada uno”), posee altísimos edificios de modernos departamentos y departamentitos (infinitesimales ratoneras) en los que viven o subsisten hacinados los trabajadores residentes.   

Dado el generalizado desinterés de los consumidores ante los cacharros que produce la alfarería de Cipriano Algor, el Centro decide disminuir y casi inmediatamente cancelar el contrato de compraventa que tiene con tal artesano, cosa que le da matarile o un fiero matamoscazo a su modus vivendi y fuente de ingresos, pues según los meandros de la novela de José Saramago, ya nadie quiere trabajar en una alfarería y a Cipriano Algor prácticamente le resultaría imposible vender por su cuenta sus trastos y baratijas (quizá dando vueltas y vueltas por las calles con su vetusta furgoneta y un altavoz), pues dizque ya ha fracasado en tales intentos. Asunto francamente inverosímil o casi inverosímil, pues paralelo y al margen del previsible, estandarizado y estereotipado consumo masivo que promueve y genera la sociedad industrial manipulando y cosificando el inconsciente colectivo, las ideas, los usos y las costumbres, el gusto estético y pseudoestético, e imponiendo la moda (muchas veces kitsch), siempre —un ancestral e infalible elemento consubstancial del ser humano y de su inextricable sentido artístico y poético— hay grupos étnicos e individuos citadinos (pensantes e incluso intelectuales) que preservan y tratan de cultivar las tradiciones y por ende optan por los objetos creados por las manos de los artesanos y de los artistas, ya sea cerámica, talla en madera, escultura, textiles, carpintería, talabartería, vidrio soplado, pintura naïf y no, hojalatería repujada, herrería forjada y demás. 
Pero en la novela de José Saramago, al unísono del generalizado desinterés por las vajillas y cacharros que produce la alfarería de Cipriano Algor (dizque han surgido unos productos plásticos que imitan el barro, pesan menos, no se rompen y tienen menor costo), el futuro del núcleo familiar se encamina en lo inmediato a que Marcial Gacho deje de ser guarda interno de segunda clase y ascienda a guarda residente (quizá de primera), lo que implica que la amorosa familia (no siempre feliz) tendrá que cerrar la alfarería y la casa y abandonar al queridísimo perro Encontrado (cuasi famélico, harapiento y titiritante expósito al pie de una iglesia) e irse a vivir a uno de los minúsculos y asépticos departamentuchos de los altos edificios del Centro.
Pocas horas después de recibir la noticia de la primera disminución de la compra y la amenaza de la inminente cancelación definitiva, Cipriano Algor va al cementerio de la aldea donde yace la tumba de Justa Isasca, su ex mujer, muerta hace tres años, con quien compartiera el arduo y antiguo oficio de la alfarería. Allí se encuentra con Isaura Estudiosa, una viuda de 45 años, con la que a partir de un cántaro roto comienza a tejerse un intermitente vínculo de atracción-rechazo, pues Cipriano, pese a que la fémina lo atrae y desde entonces habita sus fantasías oníricas y no, una y otra vez se siente viejo, sin futuro, sin empleo, y sin un clavo en el bolsillo para ofrecerle nada. 
Un poco más tarde, como una especie de tabla de salvación en medio del tempestuoso y furibundo océano, a Marta se le ocurre hacer estatuillas de ornato: un grupo de muñecos de barro pigmentado y que Cipriano Algor presente el proyecto al jefe del departamento de compras del Centro. El jefe del departamento de compras acepta el proyecto y le hace a Cipriano un encargo experimental de mil doscientos monigotes (doscientos de cada uno de los seis modelos: una enfermera, un esquimal, un payaso, un bufón, un mandarín y un asirio barbudo).
La novela abunda sobre los menesteres, los tropiezos y las minucias que supone el aprendizaje de la creación y del pintado de los monigotes de barro para estos dos alfareros cuyo hábito era hacer vajillas y otros cacharros domésticos, a quienes incluso Marcial Gacho, en su tiempo libre, les llega a ayudar, por ejemplo, introduciendo muñecos en el horno, acarreando leña para el fogón, facilitándoles dos mascarillas para el pintado, y con el transporte a una cueva de las ahora invendibles lozas que estaban almacenadas en las bodegas del departamento de compras del Centro. Vertiente que ejemplifica y más o menos da luces sobre lo laborioso y azaroso del oficio de alfarero; aunque curiosamente José Saramago pierde la cuenta de las estatuillas, pues en la página 302 Cipriano Algor está “solo en la alfarería y ya ocupado con los segundos trescientos muñecos de la primera entrega de seiscientos”. Y luego en la página 317 “Entró Cipriano Algor en la alfarería para comenzar el modelado de los trescientos muñecos de la segunda entrega”, que también es de seiscientos, pues el total del pedido es de mil doscientos monigotes (ya lo reportó el reseñista), según se lee en las páginas 172 y 173 de la novela. Sin embargo, José Saramago olvida lo escrito en la página 317 (quizá por un atisbo del Mal de Alzheimer) y da por hecho que Cipriano Algor nunca empezó “el modelado de los trescientos muñecos de la segunda entrega”, pues, por ejemplo, en la página 374 alude a “las seiscientas que ni siquiera estaban comenzadas”.
No obstante, a Cipriano Algor se le ocurre proponer y llevar al Centro y por adelantado trescientos monigotes y un poco después un subjefe del departamento de compras le anuncia la aplicación de un sondeo (se distribuirán gratis cincuenta de tales muñecos entre cincuenta clientes) que a la postre, cuando aún no han concluido los mil doscientos ni llevado otra entrega, confirma el rechazo de la mayoría de los consumidores ante las figuras de barro pigmentado creadas por Cipriano Algor y su hija Marta.
Esto casi coincide con el ascenso de Marcial Gacho a flamante guarda residente y con el casi inmediato traslado de éste, Marta y Cipriano Algor a uno de los minúsculos departamentos del piso 34 de uno de los rascacielos del Centro.
Poco antes de irse a vivir a tal departamentucho, la casa y la alfarería son cerrados y Cipriano Algor, pese a las lágrimas y al dolor ante la pérdida y dispuesto “a agotar el cáliz de la amargura hasta las heces”, lleva al perro Encontrado a casa de Isaura Estudiosa y allí, con besos y apapachos, se desatan los visos del apasionado amor entre el viejo viudo y la joven viuda; pero nuevamente Cipriano evita una relación con Isaura y le refrenda sus atavismos e impedimentos: “No tengo nada que ofrecerle, soy una especie en vías de extinción, no tengo futuro, ni siquiera tengo presente”, le dice. Y más claro que un vaso de agua: “un hombre no pide a una mujer que se case con él si no tiene medios para ganarse la vida”. Así que no acepta la invitación que ella le hace: “La única solución es que te quedes”; pues esto implicaría malvivir de lo que poco que gana la mujer como dependiente en una tienda de la aldea. Y todavía más recalcitrante: cuando esté sobreviviendo del sueldo del yerno en el pequeño departamento del edificio del Centro, donde no hay espacio para el futuro bebé de su hija y donde el dormitorio de él será un cuartito en el que apenas podrá estirar las piernas, Cipriano Algor no estará “dispuesto, aunque le cueste todas las penas y amarguras de la soledad, a representar ante sí mismo el papel del sujeto que periódicamente visita a la amasia y regresa sin más sentimentales recuerdos que los de una tarde o una noche pasadas agitando el cuerpo y sacudiendo los sentidos, dejando a la salida un beso distraído en una cara que ha perdido el maquillaje, y, en el caso particular que nos viene ocupando, una caricia en la cabeza de un canino, Hasta la próxima, Encontrado”. 
Ya en el liliputiense y claustrofóbico departamentucho del piso 34 de uno de los rascacielos del Centro (Marta tiene la secreta certidumbre de que no podrá vivir el resto de sus días en tal encierro), Cipriano Algor no se hunde en la depresión por el mundo perdido y por el golpe a su dignidad intrínseca (“Olvidas la bofetada que supone que te rechacen el fruto de tu trabajo”, le dijo al yerno) ni hace agua en el miasma de la melancólica nostalgia por la mujer imposible, sino que además de ver con la familia la aburrida y soporífera tele, se dedica a explorar, a imagen y semejanza un boquiabierto niño explorador, diferentes linderos de la eterna feria y del eterno circo (vil atolito con el dedo) que brinda el Centro comercial a los consumidores a ultranza (con doble descuento para él: por ser residente y por ser un ejemplar de la tercera edad). Así que cuando Marta, Marcial Gacho y Cipriano Algor tienen la noticia de que algo secreto recién se descubrió en una excavación bajo tierra (a partir del piso cero-cinco), el viejo alfarero, como si jugara a Sherlock Holmes, hace lo posible por investigar y descubrir lo que primero descubre y observa Marcial Gacho con sus propios ojos en su papel de guarda residente durante una jornada de “las dos de la madrugada hasta las seis de la mañana”. 
El meollo del secreto hallazgo en el fondo de la oscura caverna no resulta ser un monumental y terrorífico esqueleto de un dragón de siete cabezas, sino un dizque pesadillesco y horrorosísimo grupo de seis cuerpos petrificados: tres hombres y tres mujeres alrededor de una mesa de piedra blanca, “igualmente sentados, erectos todos como si un espigón de hierro les hubiese entrado por el cráneo y los mantuviese atornillados a la piedra”, con “restos de ataduras que parecían haber servido para inmovilizarles los cuellos” y “ataduras iguales les prendían las piernas”, a lo que se añade “una gran mancha negra” en el suelo, “como si durante mucho tiempo allí hubiera ardido una hoguera”. 
El sueño de la razón produce monstruos
Grabado de Goya
  Para Cipriano Algor tal tenebrosa y horrorosísima visión (“El sueño de la razón produce monstruos”, reza el celebérrimo grabado de Los Caprichos de Goya) es como ver un espejo que refleja la imagen de sí mismo y los suyos, y más aún: “el Centro todo, probablemente el mundo”. Por lo que casi de inmediato resuelve que su hija y Marcial Gacho deben decidir por sí mismos sobre su presente y su futuro, puesto que él no va a quedarse el resto de sus “días atado a un banco de piedra y mirando una pared”. 
Así, después de tres semanas de niño explorador en la entrañas del laberíntico Centro, el viejo alfarero toma su maleta, arranca su decrépita furgoneta que estaba guardada en el estacionamiento y se marcha a la cercana aldea de su vida y no tarda en reunirse, ya en su propia casa, con su querido perro Encontrado y con Isaura Estudiosa (cuyo apellido de soltera es Madruga) y ahora sí se entrega a vivir con ella el amoroso presente y el espejismo del amoroso futuro de Irás y no Volverás, quizá a imagen y semejanza de la inasible olla rebosante de monedas de oro al otro lado del fugaz arcoiris. 
Pilar del Río y José Saramago
  Cinco días después Marcial Gacho ha renunciado a su puesto de guarda residente del Centro y él y Marta dejan para siempre el departamentito del piso 34 y se reúnen con Cipriano Algor, Isaura y el perro Encontrado. Y puesto que la alfarería en el entorno de la aldea y de la ciudad ya no sirve para ningún carajo (a los lados de la carretera que del pueblo lleva a la metrópoli se divisa el extenso Cinturón Verde, que no tiene nada de verde, repleto de cubiertos invernaderos que al parecer cultivan productos transgénicos, luego sigue el humeante y tubular Cinturón Industrial y enseguida las caóticas casuchas de una miserable ciudad perdida), las dos amorosas parejas cargan la astrosa furgoneta con sus cosas más útiles y se lanzan con el perro Encontrado a un azaroso, feliz y maravilloso viaje de nunca jamás, un viaje que aún no tiene “destino conocido y que no se sabe cómo ni dónde terminará”, no sin antes distribuir (cuasi inspiración divina) los monigotes de barro, incluidos los malhechos, sobre el terreno de la casa y de la alfarería, quizá trazando una especie de abstruso ideograma o una inconsciente, idiosincrásica y palimpséstica manera de rubricar el fragmento de la sentencia dictada al arquetípico Adán, según el Génesis, después de haber probado el fruto del árbol prohibido, el árbol del conocimiento, el árbol de la ciencia del bien y del mal: “polvo eres, y al polvo volverás”. Pero ante el caso de las dos amorosas parejas y el amoroso perro, más cabe recordarlo a través del endecasílabo que concluye “Amor más allá de la muerte”, soneto de Góngora: “polvo serán, mas polvo enamorado.” A años luz de lo que la voz de “El suicida” cifra en el poema de Borges:


           Borraré las pirámides, las medallas,
           Los continentes y las caras.
           Borraré la acumulación del pasado.
           Haré polvo la historia, polvo el polvo.
           Estoy mirando el último poniente.
           Oigo el último pájaro.
           Lego la nada a nadie.

Jorge Luis Borges en Teotihuacán, México
Diciembre de 1973
Foto de Paulina Lavista
  Y ya encarrerado el gato, cuando los amorosos ya van de salida en la vetusta furgoneta podrían ir cantando a coro, y con aullidos del perro Encontrado, la vieja canción ecuatoriana “Vasija de barro” que otrora interpretara Atahualpa Yupanqui, e incluso Los folkloristas y Los calchakis: 


          Yo quiero que a mí me entierren
          como a mis antepasados
          en el vientre oscuro y fresco
          de una vasija de barro.
          Cuando la vida me cubra
          tras una cortina de años
          surgirán a flor de tiempo
          amores y desengaños.
          Arcilla cocida y dura
          alma de verdes collados
          sangre y sueño de mis hombres
          flor de mis antepasados.
          De ti nací a ti vuelvo
          arcilla
          vasija vaso de barro
          y en mi muerte yazgo en ti
          y en tu polvo enamorado.


 
Atahualpa Yupanqui 
    Pero lo cierto es que Marcial, al volante de la chocha furgoneta (tal velocípedo celeste de huitlacoche), les lee al suegro y a las dos mujeres un gran cartel que luce con bombo y platillo la fachada del Centro comercial: “EN BREVE, APERTURA AL PÚBLICO DE LA CAVERNA DE PLATÓN, ATRACCIÓN EXCLUSIVA, ÚNICA EN EL MUNDO, COMPRE YA SU ENTRADA.” Lo que implica la rapadísima explotación del hallazgo arqueológico por parte del Centro y quizá el ninguneo o la complicidad pecuniaria de los expertos e intelectualoides que supuestamente fueron convocados ante el recién y trascendental descubrimiento: “un equipo mixto de especialistas estará trabajando allí, habrá geólogos, arqueólogos, sociólogos, antropólogos, médicos, legistas, técnicos de publicidad, incluso me han dicho que forman parte del grupo dos filósofos, no me pregunten por qué”, les dijo el comandante al grupo de veinte guardas destinados a la vigilancia de la entrada de la caverna y a la custodia del secreto de los secretos. 
Busto de Platón
Pieza del siglo IV d. C.
Copia romana de un original griego
Museo Pío-Clementino del Vaticano


José Saramago, La caverna. Traducción del portugués al castellano de Pilar del Río. Alfaguara. México, 2001. 456 pp.


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sábado, 19 de diciembre de 2015

La leyenda del Santo Bebedor


 La última y nos vamos

Escrita en alemán, La leyenda del Santo Bebedor es una obra póstuma, una nouvelle concluida el mismo año de su publicación, poco antes de que Joseph Roth, su autor, muriera, a los 45 años, el 27 de mayo de 1939, atado a una cama del parisino Hospital Necker (para menesterosos), corroído por los males que en su cuerpo y mente propició y agudizó la falta del alcohol. Es por ello, y por el protagonismo de un alcohólico incurable, que ciertos lectores la consideran su testamento literario. Sin embargo, viéndolo bien, éste es el conjunto de sus escritos, de los cuales, La leyenda del Santo Bebedor es una minúscula parte, espléndida, célebre, y hasta adaptada al cine en italiano por Tullio Kezich y Ermanno Olmi para un homónimo filme de 1988 dirigido por éste, el cual, en Italia, ganó el León de Oro y cuatro premios David di Donatello. No obstante, tal nouvelle de Joseph Roth carece de las virtudes y la riqueza narrativa de, por ejemplo, Job. La novela de un hombre sencillo (1930) y La marcha de Radetzky (1932).
       
Joseph Roth
(Brody, Imperio Austrohúngaro, septiembre 2 
de 1894-
París, mayo 27 de 1939)
        Además de vivir en los altos del Café Tournon, éste era el sitio de tertulia parisina donde Joseph Roth oficiaba, bebía y escribía. Allí, frente a los escombros del Hotel Foyot (su casa entre 1933 y 1937), fue donde escribió su último libro y el sitio donde la muerte lo visitó con sus segundas llamadas. Sobre ello, en El imperio perdido (Cal y Arena, 1991), apunta José María Pérez Gay (1944-2013) en el ensayo que le destina a su vida y obra: “tenía la pierna derecha casi inmóvil, los pies hinchados y una infección estomacal crónica. No soportaba la luz. Lo estremecía el dolor de cabeza. Lo recorrían calosfríos y sentía náuseas. El cognac era el responsable. Cinco años antes se había internado en una clínica para alcohólicos, pero después de cuatro semanas de terapia fracasó y volvió a beber con mayor ansiedad. Sus paseos se limitaron entonces a una sola calle, su pequeña república de Tournon.”

     
Panorama de narrativas núm. 6, Editorial Anagrama, 3ª edición
Barcelona, 1989
        La leyenda del Santo Bebedor se sucede durante la primavera de 1934. Andreas Kartak, el protagonista, es, como Joseph Roth, un alcohólico incorregible; ambos, en París, son un par de inmigrantes, exiliados circunstanciales y decadentes que proceden del centro de Europa: Joseph Roth nació el 2 de septiembre de 1894 en Brody (hoy en Ucrania), pueblo de Galicia, “la provincia más extensa del Imperio Austro-Húngaro”, colindante con la Rusia zarista; mientras que Andreas Kartak es un ex minero de Olschowice, población de la Silesia polaca, cuyo permiso de residencia caducó. Andreas Kartak subsiste perdido y difuminado entre los clochards que se refugian y esconden su infortunio bajo los puentes del río Sena. La conjunción misteriosa o divina que define y ennoblece sus últimos días en una especie de delirium tremens, está signada por una serie de milagros que mucho tienen de fantasía onírica y etílica, de intrínseco deseo inconsciente y crepuscular, tal vez porque Joseph Roth (por lo desdichado que era, pese a su inteligencia e imaginación creativa) suponía que sólo un milagro lo salvaría del naufragio irremediable: la ruina de su cuerpo, el alcoholismo, la esquizofrenia de Friedl Reichler (su esposa desde los años veinte) y su confinamiento en el manicomio estatal de Viena al abandonarla en 1933, el desamor, y la nostalgia de la idealizada y derrumbada monarquía de los Habsburgo: el Imperio Austro-Húngaro, cuya casta dominó Europa entre marzo de 1867 y noviembre de 1918.

     
Friedl Reichler, esposa de Joseph Roth
         Andreas Kartak, el andrajoso clochard, se tropieza con un caballero elegante que le ofrece doscientos francos con la condición, única y exclusiva, de que los reponga en la alcancía de la estatuilla de Santa Teresita de Lisieux que se halla en la iglesia de Sainte Marie des Batignolles. Esto es así porque el caballero elegante, gracias a los favores de la Santa, dice, recién ha sido poseído por el milagro de la conversión al cristianismo, y como gratitud se ha abandonado a repartir su dinero, que es mucho, para encauzar así la infravida de los indigentes. Andreas Kartak, cuyos bolsillos desde hace tiempo no albergan tal cantidad, acepta el dinero porque dice ser un hombre de honor. Y lo es, puesto que sin ser cristiano, pero sí creyente de las señales y de los designios de Dios, una y otra vez intenta restituir el dinero ante los dichosos pies de Santa Teresita de Lisieux.

       Puro delirio etílico resultan los milagros que persiguen a Andreas Kartak, arquetipo de clochard, infeliz, desahuciado, sin ventura y sin esperanza. Son tan imposibles como ese fantaseo que una y otra vez imaginan y repiten ciertos alcohólicos que añoran les ocurra un prodigio sobrenatural, santificado, que cambie por siempre jamás el curso de su miserable vida. Así, algo tienen del anhelo de los borrachos que quieren dejar de serlo, salir de su abandono, pero que saben, dado su mórbido metabolismo, que nunca dejarán el alcohol como el alcohol no los dejará a ellos.
     
Stefan Sweig y Joseph Roth
(Ostende, Bélgica, 1936)
       Después del primer caballero, en un abrir y cerrar de ojos, se le aparece otro, que por un irrisorio trabajo de cargador, le ofrece otros doscientos francos. En una serie de rápidos absurdos se gasta el dinero, puesto que el sinsentido de tales actos, risibles y patéticos, más que la reminiscencia y recuperación efímera de un hedonismo imposible o tal vez perdido, son la confirmación del sinsentido de su vida trunca, aleatoria y fugaz, derruida y sepultada hace mucho entre el alcohol barato del Tari-Bari, su viejo bar ruso-armenio, y los periódicos que lo cubren bajo los puentes del río Sena. 

Y así como se le aparece Caroline, su ex amante y compatriota, para recordarle, con su presencia, que vivió dos años en la cárcel tras haber asesinado al marido de ésta, así también, más adelante, cuando supone que los milagros han concluido su cauda, descubre mil francos más en la cartera usada que había comprado en una tienda, para, absurdamente, resguardar y dignificar la posesión del dinero.
     Pese a la melancolía y al desamparo que rezuma y transpira Andreas Kartak, el lector no accede a los meollos que propiciaron tal decadencia y quebranto. En el ligero, infantil e irreflexivo desprendimiento con que derrocha y pierde el dinero, tal como si pensara que la vida es una enfermedad incurable a punto de esfumarse en un tris, se advierte su psicosis, su ansiedad, su angustia, su vacío, y lo poco que lo valoriza. Pero también, el tenerlo en la mano, contante y sonante, le da firmeza a sus actos (imaginaria, ridícula y absurdamente) y, al unísono, la palpable certidumbre (a un tiempo inasible y evanescente) de brindar y brindarse bebidas y cosas que de otra forma no podría adquirir en el fragor de la voraz sociedad capitalista y de consumo exprés.
       De este modo, para que los milagros empiecen a concluir la inescrutable cifra de su destino, se encuentra o se le aparece Kaniak, un famoso y enriquecido futbolista, su ex compañero de banca en la primaria, allá en el país de ambos, que se lo lleva de juerga al café de las furcias de Montmartre, le paga una habitación en un hotel de lujo y le envía dos trajes. 
      Y si bien los misteriosos designios cósmicos que parece consentir Dios con una sonrisa y su omnisciente y ubicuo ojo avizor, premian a Andreas Kartak con el encuentro (en el hotel) de una bella, disponible y joven dizque bailarina (que sin duda resucitaría al muerto con los consabidos siete masajes), esto también conlleva su retorcida y enroscada parte maldita, porque la mujer, que a todas luces es una prostituta, al parecer le robó buena parte de los mil francos. Así, también Woitech, otro paisano, le arrebata el dinero recién hallado en otra cartera que le entregó un policía confundiéndolo con el dueño y con el cual se disponía, por fin, cumplir su deuda ante la estatuilla de Santa Teresita de Lisieux. Pero creyéndose bendecido por el favor celeste, descubre y queda hechizado por una joven vestida de un azul, como sólo puede ser el cielo, quien dice llamarse Teresa y que Andreas Kartak confunde con la Santa que ha descendido, en persona, a cobrarle el préstamo. Pero la muchacha, sorprendida, le dice que no es tal, que espera a sus padres, y le regala a Andreas cien francos más, para, finalmente, ser “redimido” al depositar su vida, a imagen y semejanza de un deshecho social, frente a los socorridos pies de Santa Teresita de Lisieux.
     
Autorretrato de Joseph Roth, fechado en París el 3 de noviembre de 1938, donde
dijo de sí mismo: Así soy realmete: maligno, borracho, pero lúcido.
        El libro, cuya primera edición en la serie Panorama de narrativas, de Editorial Anagrama, data de 1981, incluye la reproducción de un dibujo, un autorretrato fechado en París, el 3 de noviembre de 1938, donde Joseph Roth se autocelebra y echa porras declarando a los cuatro pestíferos vientos de la ahora recalentada aldea global: “Así soy realmente: maligno, borracho, pero lúcido”. Lo cual revela, que además de excelente narrador y cronista periodístico, también poseía cualidades para el dibujo y la caricatura. 

Hermann Kesten
(1900-1996)
  A esto se añade un epílogo del novelista y dramaturgo alemán Hermann Kesten (1900-1996), transcrito y traducido de Meine Freunde die Poeten (Kindler Verlag, Munich, 1959), donde el autor refiere su afecto por Joseph Roth y el hecho de que en 1939, poco antes de que falleciera, le contó, en una mesa del parisino Café Tournon, que acababa de escribir La leyenda del Santo Bebedor

Carlos Barral
(1928-1989)
  Mientras que el prólogo ex profeso del legendario editor barcelonés Carlos Barral (1928-1989), fechado el 27 de julio de 1981, además de ser una apología de La leyenda del Santo Bebedor y de Joseph Roth, y muy dogmático y rígido al referir las virtudes etílicas, es también una página autobiográfica sobre su propio alcoholismo, y un panfleto con el que ataca a las nada indefensas legiones de abstemios habidas y por haber. Le daban asco, según se lee, y además afirma: “Son, en general, gentes dignas de lástima, a menudo enfermas de alergia”. O sea, todo sobre la suya, para puntualizarlo con humor cantinero.



Joseph Roth, La leyenda del Santo Bebedor. Traducción del alemán al español de Michael Faber-Kaiser. Panorama de narrativas núm. 6, Editorial Anagrama. 3ª edición. Barcelona, 1989. 96 pp.


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Enlace a La leyenda del Santo Bebedor (1988), película dirigida por Ermanno Olmi, doblada al francés, basada en la novela homónima de Joseph Roth.