miércoles, 29 de junio de 2022

Muerte lenta de Luciana B.

 

La extracción de la piedra de la locura

 

I de VII

Muerte lenta de Luciana B., novela del escritor argentino Guillermo Martínez (Bahía Blanca, 1962), se editó por primera vez en 2007 y, según pregona la mercadotecnia de Booket a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global, fue “elegida por El Cultural entre los diez libros de ese año”. Y aunque lo omite en la presente edición impresa en México en agosto de 2019, es la base de la película española Las siete muertes (2017), dirigida por Gerardo Herrero a partir del guion escrito entre Marisol Alonso y el propio Guillermo Martínez. Pero también es la base del filme argentino La ira de Dios (estrenado el 15 junio de 2022), dirigido por Sebastián Schindel, autor del guion junto con Pablo del Teso. (Dos exégesis repletas de omisiones, variantes y añadidos, muy por debajo de la calidad y de las menudencias argumentales y subyacentes de su fuente literaria; thrillers psicológicos de la churrería del recuerdo del inconsciente colectivo que imantan, guardando las proporciones, aquella frase lapidaria y epigramática de Milan Kundera, legendario profesor de la Escuela de Estudios Cinematográficos de Praga, antes de que el 21 de agosto de 1968 la Unión Soviética orquestara la invasión militar a Checoslovaquia: las versiones cinematográficas de las grandes novelas son versiones del Reader’s Digest.)

II de VII

Expuesta en doce capítulos y un “Epílogo”, lo neurálgico de la novela se ubica y desarrolla, durante unas semanas que concluyen a fines de agosto, en un hipotético Buenos Aires anterior al boom de los teléfonos móviles y de la ubicua plaga de las redes sociales, y muy rezagado de la tecnología informática inmersa en los archivos periodísticos y en la web. Y es narrada en primera persona por la memoriosa voz de un solitario y gris novelista que, solterón y cuarentón, se gana la vida dando clases de literatura en alguna universidad porteña. (En el decurso de la trama hace un paréntesis; es decir, realiza un vuelo y una estancia de quince días en la ciudad de Salinas, donde, invitado por un Departamento de Letras a impartir un seminario de postgrado en la Universidad del Oeste, recita su “curso sempiterno sobre Vanguardias Literarias”, cuyo raquítico y pálido quorum tuvo que ser nutrido por “varios estudiantes muy jóvenes, que asistían como oyentes”, entre ellos una jovencita con ojos de plato con la que vive un efímero affaire.)

         

(Booket, agosto de 2019)

          
Ese oscuro novelista del montón nunca apunta su nombre, ni nadie lo pronuncia al dirigirse a él; pero sí revela que, ante la impronta demoledora de un tal Kloster —un prolífico escritor condecorado con la Cruz de Honor de la Legión Francesa que para su generación de evanescentes suspirantes era “el escritor que había que matar”—, al unísono del vertiginoso y deslumbrante ascenso de éste durante la última década, él se convirtió en una gris nulidad, en un ser casi inexistente recluido en sí mismo (afantasmado, una sombra de la sombra que era antes). Es decir, hace diez años Kloster, ajeno a la alharaca mediática, era un novelista secreto y de culto, admirado por la generación de pelotudos del anónimo narrador, cuya imagen pública se limitaba a dos o tres difusos retratos que se repetían en los forros de sus libros. Pero, precisamente hace una década, Kloster salió del enigma con un título que se vendió como tóxicas y alucinantes rosquillas afrodisíacas y con celeridad se transmutó en una rutilante celebrity hacedora de múltiples best sellers traducidos a diversos idiomas; lo cual hizo que la generación del anónimo narrador pusiera en duda su calidad literaria y por ello el alharaquiento coro de boludos decidió cortar cartucho y liquidarlo ipso facto; es decir, agarrarlo por los pelos y arrastrarlo al paredón. Según consigna el anónimo pelotudo: “Los lectores rasos, por miles, se apoderaron de pronto de esas primeras ediciones que habían circulado como una contraseña entre conocedores. Esto sólo podía significar una cosa: que Kloster no podía ser tan bueno como habíamos creído. Que debíamos, rápidamente, rectificarnos y disparar contra él. Para mi vergüenza yo también había participado en el pelotón de fusilamiento, con un artículo en el que ensayaba todas las formas de la ironía contra el escritor que más admiraba [...] y si bien habían pasado casi diez años, y aunque el artículo había aparecido en una revista oscura que ya ni siquiera existía, yo conocía demasiado bien la red de redes de la intriga literaria: alguien, sin duda, se lo habría puesto en algún momento debajo de los ojos y si lo había leído —y era la mitad de vengativo de lo que Luciana creía—, nunca me lo habría perdonado.”

          

Guillermo Martínez

          
Vale decir que el solitario y anónimo pelotudo no oía la cantarina voz de Luciana desde hace un decenio (sólo la oyó durante un mes), quien por entonces era la chica, de unos 18 años, a quien Kloster, cuarentón y enigmático, le dictaba sus fulgurantes novelas. Y por ello el recuerdo de la Luciana de hace una década le resulta inextricable a la evocación del abrumador Kloster; de quien dice, previo al trazo de su asumida y actual marginalidad: “Kloster parecía demasiado distinto, separado por abismos de la galaxia argentina, como una estrella fría y lejana. Y en los años siguientes, cuando Kloster había consumado esa transformación espectacular y estaba frenéticamente en todos lados, yo había hecho mi propio viaje al fin de la noche, y a mi regreso, si alguna vez había regresado, había preferido apartarme de todo y de todos, para encerrarme casi como un fóbico entre las cuatro paredes de mi departamento. Nunca había vuelto al ruedo literario y apenas salía ahora para mis caminatas y mis clases.”

 III de VII

Quizá el anónimo y nulificado novelista nunca hubiera conocido a Kloster ni hablado con él. Pero la inesperada y sorpresiva llamada telefónica que un domingo de modorra le hace Luciana, lo catapulta a buscarlo y a propiciar un diálogo. Antes de que Luciana llegue al edificio, suba en el ascensor, entre a su departamento (que aún tiene la horrible alfombrita gris de hace diez años) y le revele las minucias de la angustia y la fobia que la aqueja, trasmina y corroe, el memorioso novelista recapitula los pormenores de ese indeleble mes de hace un decenio en que, debido al yeso en una mano accidentada y al diligente enlace que hizo Campari, su editor, pudo conocer a la chica del dictado y dictarle su inminente segunda novela durante cuatro horas por sesión. “La chica se llama Luciana”, le dijo Campari, “pero mucho cuidado; ya sabés que Kloster es nuestra vaca sagrada [de hecho, el único disco de oro que adorna la oficina del editor es un cuadro con la tapa de la primera novela de Kloster]: hay que devolverla a fin de mes, intacta.” Pues durante cuatro semanas estará en Italia enclaustrado “en una de esas residencias para artistas donde se recluye para corregir sus novelas antes de publicarlas”, y a su regreso seguirá teniendo en exclusiva las virtudes de esa “secretaria perfecta en todo sentido”.

          

En busca del espejo perdido

           
Hace una década Luciana, entonces una nínfula de dieciocho años, era una chica alta y atractiva, agradable de mirar con el ojo cuadrado y la baba caída, cuya nota discordante, observada por la idiosincrasia ineludiblemente masculina y machista del anónimo escritor, más que sus caderas excesivas, era la ausencia de magnéticas y prometedoras glándulas mamarias. Según apunta el pelotudo: “Cuando abrí el primero de los cuadernos para dictarle enderezó la espalda contra el respaldo, y corroboré, con algo de desaliento, lo que había intuido en la primera ojeada: la blusa caía recta sobre un pecho liso, liso por completo, como una tabla rasa.”

           

Fotograma de La ira de Dios (2022)

          Según el pelotudo, Kloster, profético, esculpió: “La venganza más cruel contra una mujer [...] era dejar pasar diez años para volver a mirarla.” Y por lo que observa, describe y reporta con elocuentes detalles, el vaticinio de ese profeta de la pampa se cumplió al pie de la letrina (como si hubiese sido un infalible cuchillo sin hoja al que le falta el mango soplado por Lichtenberg): el deterioro físico de Luciana resulta patético, cruel y lastimoso; parece obra de una mezcla de sádico y misógino cirujano plástico y torturador de la dictadura militar:

    “Podría decir que había engordado, pero eso apenas era una parte. Quizá lo más espantoso era ver cómo intentaba aflorar por los ojos la antigua cara que había conocido, como si quisiera buscarme desde un pasado remoto, hundido en el sumidero de los años. Me sonrió con algo de desesperación, para poner a prueba si podía contar aunque más no fuera con una parte de la atracción que había tenido sobre mí. Pero esa sonrisa equívoca duró apenas una fracción de segundo, como si también ella fuera conciente [sic] de que en una serie de amputaciones implacables había perdido todos sus encantos. Los peores presagios que yo había imaginado para su cuerpo se habían cumplido. La línea del cuello, el cuello terso que había llegado a obsesionarme, se había engrosado, y debajo del mentón tenía un abultamiento irremediable. Los ojos que antes eran chispeantes, ahora estaban empequeñecidos y abotagados. La boca se curvaba hacia abajo en una línea de amargura, y parecía que en mucho tiempo nada la hubiera hecho sonreír. Pero lo más atroz había ocurrido en su pelo. Como si hubiera sufrido alguna enfermedad nerviosa, o se lo hubiera arrancado en accesos de desesperación, todo un sector había desaparecido de su frente y sobre la oreja, donde estaba más ralo, se dejaban ver, como horribles costurones, partes grisáceas del cráneo. Creo que mi mirada se detuvo un instante más de lo debido con incredulidad horrorizada en esos despojos lacios y ella se llevó una mano sobre la oreja para ocultarlos, pero la dejó caer a mitad de camino, como si el daño fuera demasiado grande para disimularlo.”

     

Cartel de La ira de Dios (2022)

         No obstante, Luciana culpa de esa visible somatización a Kloster. Pero lo más demencial del intríngulis es que lo culpa de la muerte de Ramiro, su novio, ocurrida hace una década, cuando era salvavidas en una playa y se ahogó nadando en el océano; de envenenar con hongos a sus padres un año después; y de encausar la muerte de Bruno, su hermano mayor, asesinado hace cuatro años por un preso de la Penitenciaría de Buenos Aires que salía a robar con la complicidad de los custodios (y quizá de las autoridades policíacas). Pues según le cuenta, Kloster —una figura paterna para ella—, intentó besarla sin su consentimiento. Y ella, ofendida e incitada por su madre y por una belicosa y androfóbica abogada laboral, lo demandó por acoso. Y el término de las etapas de ese sañudo y colérico pleito judicial (Kloster paga la correspondiente indemnización) lo propició la súbita muerte de Pauli, su pequeña hija, quien era el ser que más quería; de cuyo deceso, dice, la culpa a ella y sólo a ella; lo cual es, dice, el epicentro de su venganza maniática y asesina, que culminará con su muerte y con la muerte del par de familiares que le quedan: su abuela Margarita, que hace una década ya estaba internada en un geriátrico; y su hermana Valentina, quien ahora tiene 17 años, y con la que cohabita en el último piso de un edificio con ascensor.

 

Cartel de Las siete muertes (2017)

          Según le cuenta Luciana al pelotudo, el anuncio (o declaración de guerra) de esa obsesiva vendetta está cifrada en la Biblia que Kloster le devolvió en el juzgado el día de la firma de la susodicha indemnización, pues el cordoncito rojo estaba colocado en el lugar del Antiguo Testamento donde Dios, con su estentórea voz de trueno, amenaza a los asesinos de Caín: “cualquiera que matare a Caín, recibirá un castigo siete veces mayor”. Y para ella esto significa: siete por uno. Y más aún: cree que algo terrible y asesino está por ocurrir, pues recién vio rondar y fisgonear a Kloster frente al geriátrico donde su abuela consume a fuego lento la última etapa; a lo que se añade el hecho de que su hermana menor, que se volvió fan de los libros de Kloster, está por entrevistarlo para la revista de la secundaria. Y más todavía (y para cerrar el neurótico y claustrofóbico cuadro SOS con agudos e histéricos decibeles): a lágrima pelada, con angustia, desesperación y temblorina en las manos, le dice que no quiere morir, que quiere saber por qué (no obstante le expuso que lo sabe en extremo). Y le pide que hable con Kloster y le pregunte. Y en el tácito e implícito trasfondo: que pare su manía persecutoria, vengativa y exterminadora.

            Pese a que el anónimo novelista en esa charla no tarda en inferir que Luciana “había sufrido alguna clase de trastorno mental por una sucesión de muertes desgraciadas” (y de hecho parece paranoica con delirio de persecución o esquizoide de atar con camisa de fuerza) y a que, según dice, “hasta cierto punto le había creído, tal como puede creerse en la revolución mientras se lee el Manifiesto comunista o Los diez días que conmovieron al mundo”, el pelotudo asume la heroica y detectivesca tarea de hablar con Kloster.

 IV de VII

Dándole vueltas a la biznaga: cómo acercarse a Kloster y jalarle la lengua (y quizá ponerle una zancadilla y atarle las manos), el anónimo novelista opta por llamarlo por teléfono, decirle que está por escribir, o está escribiendo, una novela donde Kloster es el personaje principal; que trata “De una sucesión de muertes inexplicables, alrededor de una persona”: Luciana, su fuente informativa; y que Kloster es la persona detrás de estas muertes y que quiere contrastar su versión. A esto Kloster le responde: “La versión mía... es curioso que lo diga. Yo también estoy escribiendo desde hace años una historia, digamos, con los mismos personajes. Claro que seguramente será muy distinta de la de usted.” En este sentido, el anónimo novelista le dice en su afán de persuasión: “Yo le mostraría estos papeles que escribí a partir de lo que me contó ella. Pero si usted me explica por qué no debería creerle, desistiría de toda idea. No querría, por supuesto, publicar algo que pudiera dañarlo de manera gratuita.”

            En resumidas cuentas, Kloster acepta el encuentro diciéndole que también quiere preguntarle por un detalle que incluirá en su novela en ciernes, pero no sin advertirle con cierta irritación: “Yo no tengo que convencerlo a usted de nada, yo no tengo que darle a nadie explicaciones. Si usted le da crédito a una loca, comprenderá que el problema no es mío. Será suyo.” Y el pelotudo, para apaciguar la ira in crescendo y lograr su objetivo y no regar el tepache fuera de la bacinilla, añade: “Por favor, no soy enviado de ella, no tengo ninguna relación con ella, me vino a ver después de diez años y como le dije antes, también a mí me pareció que estaba un poco trastornada.”

           

Fotograma de Las siete muertes (2017)

          Así que el pelotudo, para asistir al encuentro “mañana a las seis de la tarde” en casa de Kloster, se pasa la noche sin dormir y tomando café, mientras aporrea las teclas de la mastodóntica computadora con casi toda la historia que le contó Luciana durante esa charla dominguera que terminó en el departamento de ella, donde le mostró, como “prueba” dizque irrefutable contra Kloster, la Biblia donde en el Antiguo Testamento está cifrada y señalada la supuesta venganza; preciosista volumen anotado, heredado de su padre (jerarca de una secta religiosa), que ella manipula con unos guantes de látex, dizque para no borrar las huellas del presunto asesino, y que ella guarda desde su lejana época de alumna de biología. (No obstante, sus conocimientos micológicos los obtuvo primero a través de la praxis de su madre, quien solía recolectarlos en un bosquecillo del entorno de la casa de verano en Villa Gesell, ex profeso para la ritual tarta de aniversario de su matrimonio.)

            La casona de Kloster es una lujosa y onírica mansión de buen bourgeois con una biblioteca imponente. Y al ojearla, mientras Kloster va por el café, el anónimo novelista reporta: “En el hueco de un estante, entre dos enciclopedias, ni escondida ni ostentosa, reposaba con su cinta tricolor la Cruz de Honor de la Legión Francesa. Fui hasta otra biblioteca de cedro en medio de los ventanales, más angosta y con puertas vidriadas. Kloster había reunido allí las ediciones de sus propios libros, multiplicados en traducciones a docenas de lenguas, en toda clase de formatos, desde ediciones económicas de bolsillo a grandes tomos lujosos de tapa dura. Sentí otra vez, más agudo, el aguijón que me avergonzaba, el mismo sentimiento que, lo sabía, más allá de Luciana, me había espoleado contra Kloster en aquel artículo indigno y que podía resumirse en la queja silenciosa: ¿por qué él y yo no? Sólo puedo decir en mi defensa que era difícil, frente a esa biblioteca, no sentirse un Enoch Soames desposeído y borroso.”  

 V de VII

Max Beerbohm
(Retrato: William Nicholson)

El pelotudo no dice más de ese patético e infortunado poeta del cuento homónimo del escritor inglés Max Beerbohm —colocado por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo al inicio de la canónica Antología de la literatura fantástica, cuya edición príncipe de Editorial Sudamericana está datada en Buenos Aires el 24 de diciembre de 1940—. Ínfimo poeta a quien el pintor y retratista Will Rothenstein se niega a dibujar para la portada de un libro sin título por el visceral prejuicio de que es un hombre que no existe. Lo cual conlleva o implica el signo definitorio y póstumo de la breve obra de Enoch Soames, pues el memorioso personaje (homónimo del autor) que narra y lleva la voz cantante del relato, casi rotula su epitafio en el íncipit: “Cuando el señor Holbrook Jackson publicó un libro sobre la literatura de la penúltima década del siglo XIX, miré con ansiedad el índice, en busca del nombre SOAMES ENOCH. Temía no encontrarlo. En efecto, no lo encontré. Todos los otros nombres estaban ahí. Muchos escritores, así como sus libros ya olvidados, o que sólo recordaba vagamente, renacieron para mí en las páginas del señor Holbrook Jackson. Era un obra exhaustiva, brillantemente escrita. Aquella omisión confirmaba el fracaso total del pobre Soames.” Cuya diluida imagen el personaje Max Beerbohm describe cuando lo ve, impreciso, acercarse a la mesa del londinense Café Royal (dizque “centro de inteligencia y osadía”) que comparte con el joven Rothenstein: “Era una persona encorvada, vacilante, más bien alta, muy pálida, de pelo algo largo y negro [...] Usaba chambergo de corte clerical pero de intención bohemia, y una impermeable capa gris, que, tal vez por ser impermeable, no conseguía ser romántica.” Y dado que, vaporoso y trasparente epígono, vagabundeó entre los decadentistas de París y era aficionado a las frases en francés y al ajenjo, en el idioma de Mallarmé llama glauca hechicería a tal bebedizo. Y aunque era “cinco o seis años” mayor que Max Beerbohm, se hicieron conocidos y por ello brinda testimonio del pacto con el Diablo que Enoch Soames —un satanista católico por obra y gracia de Milton— hizo para viajar en un tris al futuro, precisamente a un siglo más tarde: al “3 de junio de 1997”, donde, en la biblioteca del salón de lectura del Museo Británico, al hojear el libro de un tal T. K. Nupton: “Literatura Britaniqa 1890-1900” (dizque “el mejor libro moderno sobre la literatura de fines del siglo XIX”), en la página 274 localiza una breve nota que transcribe y trae de regreso al presente, cinco horas más tarde, en un papel arrugado; exactamente a la mesa del minúsculo y “modesto Restaurant du Vingti
ème Siècle” de donde partió esfumándose en un pestañeo: “La silla de Soames estaba vacía. El cigarrillo flotaba en el vaso de vino. No quedaba otro rastro de Soames.” Sitio donde Max Beerbohm luego lo lee y comenta con Enoch Soames —quien incluso confirma rasgos de la uniformidad y masificación social que impera en ese futuro que en algo coincide en lo que luego se ve en la visionaria película silente Metrópolis (1927) de Fritz Lang y en la distópica novela Un mundo feliz (1935) de Aldous Huxley—, unos fugaces momentos antes de que retorne el Diablo y se le lo lleve para siempre a los infaustos horrores del Infierno.

       

Página 61 del Libro del Cielo y del Infierno (Emecé, 1999)
Antología de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares

        Pero tras leer la breve nota, al unísono de lo que parece y resulta en el presente una torpe, hilarante y rudimentaria redacción de un troglodita del futuro, lo que inquieta a Max, además de la coincidencia en los nombres —y pudo discutirlo con Enoch—, es que él no es cuentista, sino “un ensayista, un observador, un espectador”. Sin embargo, esa nota, datada y comentada en el futuro en ese libro de consulta del tal Nupton, sí fue escrita por el personaje Max Beerbohm unos años después de la desaparición de Enoch Soames, precisamente 78 años antes de 1997; o sea: en 1919, que es el año de la publicación del cuento en Seven men, libro del Max Beerbohm de carne y hueso. Ese extraño documento, traído del futuro sin la máquina del tiempo de H.G. Wells, que el personaje Max Beerbohm transcribe y dice tener a la vista (y que parece tecleado por un whatsappero del siglo XXI), reza al pie de la letra, tácitamente ratificando el shakesperiano y consabido apotegma: La vida no es más que una sombra que pasa [...] un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido:  

     

Páginas 40-41 de la Antología de la literatura fantástica
Colección Laberinto número 1, Editorial Sudamericana
Buenos Aires, diciembre 24 de 1940

           “De la p. 274 de Literatura Britaniqa 1890-1900 x T.K. Nupton, publicado x el Estado, 1992: x ehemplo, 1 sqritor de la epoqa, Max Beerbohm, qe bibió asta’öl siglo 20, sqribió 1 quento do ai 1 typo fiqtisio llamado Enoch Soames — 1 pueta de tersera qategoría qe se qreía 1 henio e iso 1 paqto con el Diablo para saber qé pensaría dél la posteridá. Es una satyra un poqo forsada pero no sin balor x qe muestra qen serio se tomaban los ombres hóbenes desa déqada. Aora qe la profesión literaria a sido organisada como 1 seqtor del serbisio públiqo, los sqritores an enqontrado su nibel y an aprendido a aser su obligasión sin pensar en el maniana. El hornalero stá a l’altura del hornal; i eso es todo. Felismente no qedan Enoch Soames en esta epoqa.”

 VI de VII

Tras la silenciosa lectura de las cuartillas aporreadas por el anónimo novelista, Kloster lo elogia, pero le reprocha: “¿Qué me parece? Un relato clínico asombroso. Como los que transcribe Oliver Sacks de sus pacientes. La extracción de la piedra de la locura. Supongo que tengo que agradecerle que yo no figure con mi verdadero nombre. Aunque el que eligió —y lo repitió despectivamente—, ¿a quién se le ocurriría?” Ante esto, el boludo apunta su humildona respuesta y comenta: “Sólo busqué un nombre que evocara por el sonido algo cerrado, como un convento. Nunca se me hubiera ocurrido que entre todas las acusaciones que acababa de leer pudiera molestarle aquello.”

           

La extracción de la piedra de la locura (c. 1475-1480)
Óleo sobre tabla de El Bosco
Museo del Prado, Madrid

         Vale observar que Kloster parece muy seguro de sí mismo y que, como si estuviera muy relajado y tendido panzarriba en el íntimo y claroscuro diván del terapeuta, no se muerde la viperina para soltarse el chongo, desgreñarse y sincerarse en un sin número de pormenores de su pensamiento irónico, mordaz y crítico, y de su vida interior, secreta y personal. Verborreico torrente que abunda aún más en un segundo diálogo en el club nocturno donde suele practicar la natación. (Fue un atlético nadador con medallas en el pecho y mucho le queda de esa fortaleza). Es decir, como si fueran entrañables amiguetes de parrandas y tragos, y casi sin respirar ni dar pie a que hable su interlocutor, hace un largo y pormenorizado strip-tease, una lega confesión de lo más oculto, cáustico y controvertido. De modo que parece que suelta la sopa y toda la recontra sopa de letras y de alusiones y condimentos literarios; es decir, le revela muchísimo más de las minucias que subyacen del otro lado de los episodios y versiones que al pelotudo le contó Luciana. (Por ejemplo, el empecinado rencor y la psicosis de la otrora bellísima actriz que entonces era su esposa, y luego ex esposa, y que propició, dice, el ahogo en la bañera de su hija Pauli con el único objetivo de dañarlo a él.)

 

Oliver Sacks

          Pero entre el caudaloso torrente verbal destaca, como piedra angular, la referencia a la consubstancial seducción y coquetería de Luciana al oscilar el cuello y hacer tronar las vértebras del cogote; singular hábito que al pelotudo convertía en una especie de ansioso y babeante perro de Pavlov con las orejas erectas en espera de oír clic para lanzarse al ataque. “El truco del cuello. A mí también me lo hacía.” Apostrofa el anónimo machín cuando Kloster toca el tema, (no sin haber aludido la ausencia de pechos grandes cuando recién la contrató porque “Era la única entre todas las postulantes que no tenía faltas de ortografía”: “No era la clase de chica por la que yo fuera a sentir atracción sexual. Para decirlo crudamente: no tenía tetas.”): “Entonces, otro día, ella empezó una pequeña actuación con el cuello. Movía la cabeza de un lado a otro para hacer crujir las vértebras y echaba cada tanto la nuca hacia atrás como si tuviera un pinzamiento doloroso.” Vale contrastar, entonces, que con ese seductor preámbulo que sugería e invitaba al relax con un erótico masajito de siete leches, el pelotudo logró un postrero beso consensuado, pese al novio de ella. Pero como no irían ni fueron a más, dedujo, dizque muy docto y dolido, que aún estaba “en esa edad, a la salida de la adolescencia, en que las mujeres quieren ensayar su atractivo hombre por hombre”. Mientras que Kloster, hace una década, recién desempacado de esa estancia de un mes en Italia, e ilusionado como un adolescente onanista con volcanes de acné en erupción e inducido por el pavloviano clic del truco del cuello, se dio de topes contra el agreste rechazo y contra la estrepitosa, inmediata e iracunda ruptura. Y luego contra las etapas y trasfondos de la pecuniaria demanda de acoso que preludió el psicótico desasosiego de ella.

          

Fotograma de Las siete muertes (2017)

          Pero además de las observaciones y cuestionamientos que Kloster le hace al anónimo novelista y de que en un tenso momento le argumenta la probabilidad de que sea la misma Luciana, quien, dada su demencia (que también supuso el comisario Ramoneda), buscando inculparlo, haya urdido, de manera sutil y encubierta, el ahogo de su novio, la muerte de sus padres con setas venenosas, y el asesinato de su hermano mayor (quien era médico y la canalizó con una siquiatra que la internó durante quince días en una clínica siquiátrica después de la mortal intoxicación de sus padres), lo más trascendente, retorcido y oscuro de las revelaciones que le hace se hunden y empantanan en las movedizas aguas negras de lo quimérico, mítico y supersticioso (y quizá psicótico, embustero o diabólico), pues le confiesa en torno a la novela de la secta de asesinos cainitas que le estaba dictando a Luciana cuando se suscitó la ruptura:

 

Grabado en Los demonios de la lengua (La Orquesta, 1987)
Ensayo de Alberto Ruy Sánchez

         “Mientras yo le dictaba a Luciana, alguien me dictaba a mí. Era un susurro imperioso que vencía todo escrúpulo, toda vacilación. La escena que tenía por delante, la escena en la que me había detenido, tenía que ser particularmente horrorosa. Sangrienta sí, pero también metódica: la ejecución de una venganza cainita. Nunca antes había tenido que escribir algo así, en general yo siempre preferí crímenes más civilizados [sic], menos estentóreos. Pensé que no estaba en mi naturaleza, que nunca podría hacerlo. Y de pronto, lo único que tenía que hacer era escuchar. Escuchar ese susurro sibilino y feroz que hacía comparecer con realidad perfecta el cuchillo y la garganta. Seguir esa voz, esa ilación milagrosa que no retrocedía ante nada, que mataba y volvía a matar [...] sentía aquello por primera vez. Pero no podría decir que esa voz me llevara benévola en brazos. Era más bien como si me arrastrara y me dominara, con una maldad primitiva y superior que no me permitía desobedecer. Una voz a la que yo en todo caso seguía a duras penas, que se había apoderado de todo, que parecía blandir por sí misma el cuchillo con una alegría salvaje, como si quisiera decirme: es fácil, es simple, se hace así y así y así. Cuando terminé de dictar esa escena estaba sorprendido de no tener manchas de sangre en las manos. Pero me había quedado algo de la euforia casi sexual que dan los raptos de inspiración. Un resto de ese impulso omnipotente. Creo que fue esa mala mezcla lo que me empujó sobre Luciana. Recién volví del todo a la realidad cuando percibí que ella se resistía.”  

   


           Vale recapitular que, por lo que apunta el pelotudo casi al inicio de la obra, Kloster, cuando aún era el escritor secreto y de culto de una minoría, ya era un legendario y mefistofélico hacedor de novelas malditas, de historias donde pululaba la muerte, el mal y la maldad; es decir, como si Kloster fuera ya el esotérico Gran Heresiarca adorado por su fanática cohorte de aspirantes a demiurgos menores y cada una de sus novelas: una temporada en el Infierno, un descenso al tétrico y negro corazón de las tinieblas. Según sopesa y pondera apologético: “En la contraportada de su primer libro se decía con cortesía que había algo ‘impiadoso’ en sus observaciones, pero quedaba claro, a poco que se leyera, que Kloster no era impiadoso: era despiadado. Sus novelas, desde los primeros párrafos, encandilaban, como los faros de un auto en la ruta, y demasiado tarde uno se daba cuenta que se había convertido en una liebre aterrada, quieta y palpitante, incapaz de hacer otra cosa que seguir, hipnóticamente, pasando las páginas. Había algo casi físico, y cruel, en la forma en que sus historias penetraban capas y removían miedos enterrados, como si Kloster tuviera un tenebroso poder de trepanador y a la vez las pinzas más sutiles para sujetarte. No eran tampoco exactamente —tranquilizadoramente— policiales (cómo hubiéramos querido poder descartarlo como un mero autor de meros policiales). Lo que había era, en su estado más puro, maldad. Y si la palabra no estuviera ya lavada e inutilizada por los teleteatros, ésa hubiera sido quizá la mejor definición para sus novelas: eran malvadas.”

     


        Y ahora, por lo que le revela al pelotudo, Kloster, con la novela que escribe, con interrupciones, desde hace un decenio —y que empezó a imaginar como una especie de expiación y venganza contra Luciana (por la pérdida de su hija que encausó la demanda de acoso que le impuso y que al unísono implicó la pérdida de la vida que llevaba) y que inició (para conjurar el vacío existencial y la página en blanco) haciendo primero una invocación a esa especie demonio tal si estuviera rezando en un subterráneo y oculto rito negro, y luego siguiendo la voz y el dictado frenético y delirante de esa variante de ángel exterminador que le sopla al oído, le agarra la mano y le mueve la pluma (algo como la sangre late y circula en ella)—, ha arribado a una latitud de suprema decantación y apoteosis estética (dice que es su mejor novela), y que funciona (aún antes de saber que ya era y es así) como si se tratase de una especie de rústica muñeca vudú a la que, por venganza, se le clava alfileres para causar daño (y aún más) en alguien focalizado en la vida real. Es decir, con el trazo y desarrollo de unos personajes equivalentes a él, a Luciana, a su novio, a sus padres, a su hermano mayor, y a su abuela, ocurre luego o enseguida la muerte de éstos. Pero ojo: Kloster no se atribuye la maquinación y ejecución de tales crímenes en la supuesta vida real donde vive y colea Luciana, sino que se los atribuye al otro, al ente maldito y asesino que lo habita y domina, como un poseso, a la hora de escribir esa obra en colaboración (y que por ende lo reduce a ser un mero ejecutante de la inspiración diabólica). Supuesto ser invisible que él llama: “mi Sredni Vashtar”, el críptico apelativo con que, en el homónimo cuento de Saki (H.H. Munro) —también seleccionado en 1940 en la Antología de la literatura fantástica—, el señorito inglés Conradín —un solitario, huérfano e hipocondríaco niño de diez años—, bautiza al hurón de los pantanos que, en el secreto altar del cobertizo de las herramientas del jardín —adora, ora y ruega—, como si fuese el dios pagano de su íntima religión (un dios que favorecía el impaciente lado feroz de las cosas) y que mata por él en el cobertizo —luego de gritar y cantar, a modo de ruego y maleficio, los versos de su particular peán de victoria y devastación—, a la persona que más odia y le hace imposible el día a día: la señora Ropp, su prima y tutora, que él apoda con desprecio “La Mujer”, quien lo oprimía y recluía en la casona (quizá ubicada en la Birmania Británica) atendida por la servidumbre y que, incluso, para dañarlo, vendió su querida “gallina del Houdán”. Y por ello ve por la ventana del comedor, antes paladear las tostadas que él mismo se prepara a la hora del té (según “La Mujer” las tostadas “eran malas para Conradín”), que esa idolatrada deidad sale del cobertizo casi como un intangible, evanescente y horrorosísimo espectro que se traslada al más allá: “Con una exultación furtiva, volvió a gritar el peán de victoria y devastación. Por la puerta salió una larga bestia amarilla y parda, baja, con ojos deslumbrados por la luz del atardecer y oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas y el cuello. Conradín cayó de rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió a una de las acequias del jardín, bebió, atravesó un puente de tablas y se perdió entre los arbustos. Ése fue el tránsito de Sredni Vashtar.”      

   

Páginas 238-239 de la Antología de la literatura fantástica
Colección Laberinto número 1, Editorial Sudamericana
Buenos Aires, diciembre 24 de 1940

         En este sentido, cuando el anónimo novelista regresa de sus quince días en Salinas (donde lo más memorable y sustancioso fue la aventura de Humbert Humbert con la jovencita alumna) y en Buenos Aires han ocurrido una serie de simultáneos incendios en varias mueblerías (semejantes a los incendios simultáneos ocurridos cuando hace dos semanas voló hacia allá), y la abuela de Luciana figura entre los primeros catorce cadáveres del geriátrico que se hallaba encima de una de las mueblerías consumidas por el fuego, ella culpa a Kloster de ser el causante, y por ello habla por teléfono con el anónimo narrador. Y, neurótica y aterrorizada, lo incita a que se haga cargo del féretro de su abuela, y a que busque a Kloster de inmediato y hable con él para que no mate a su hermana, pues además de que Valentina hizo migas con Kloster durante la citada entrevista que le hizo para la revista escolar, no le cree ni una pizca de la demencial historia de los supuestos asesinatos iniciados hace una década. “No se da cuenta de que ella es la próxima”, le dice.

   

Fotograma de Las siete muertes (2017)

         El anónimo novelista localiza a Kloster en el club nocturno donde hace su diaria rutina de natación y donde juega solitario en una mesa de pool. Y pese a que Kloster le argumenta con rispidez su inocencia y el asombroso paralelismo entre lo que acaba de escribir en su novela en ciernes y al unísono acaba de ocurrir en la realidad (la muerte de la abuela entre los 14 fallecidos en el geriátrico y quizá más), acepta la petición de ir a hablar con Luciana para calmarla y persuadirla de que él no tiene nada que ver en ese deceso; pues, según le afirma al pelotudo, dejó de guardarle rencor después de la muerte de sus progenitores; lo cual ocurrió, hace nueve años, el día después de que Kloster escribiera la muerte de los padres de la personaje que equivale a Luciana: los de ésta fallecieron al envenenarse con unas setas que parecían comestibles y que su madre recolectó (con Valentina) ex profeso para la tradicional tarta de aniversario de su matrimonio; los de su novela murieron envenenados por las deletéreas emanaciones de una estufa.  

   Mientras durante esa noche fatal y dantesca Buenos Aires está convulsionada y atrofiada por los simultáneos incendios en varias mueblerías, Kloster y el anónimo novelista van en un taxi hacia el departamento de Luciana. Y al llegar y oprimir el timbre, la que baja en el ascensor y abre la puerta del edificio es Valentina, quien, para sorpresa del pelotudo (y del desocupado lector, lectora o lectore) es idéntica a la Luciana de hace diez años. Y cuando los tres recién han subido al último piso, oyen que Luciana se lanza por la ventana y muere. Y entre la onomatopeya de la caída, el triangular shock, el nerviosismo y el desconcierto, el pelotudo rescata “un papel que Luciana había clavado en el picaporte”. Y antes de guardárselo, lee que, con “letras grandes y apresuradas”, reitera post mortem la petición que unos minutos antes le hizo por teléfono sobre Valentina: Que al menos se salve ella.

 VII de VII

En el desolado entierro de Luciana a fines de agosto sólo estuvieron presentes Kloster y Valentina, quienes colocaron un solitario ramo de flores. Y el anónimo novelista fue a meter las narices, no tanto para expresar sus sentidas condolencias, sino para constatar lo que entrevió (y le cala hasta los huesos) desde el momento en que los tres subían en el ascensor rumbo al departamento de las hermanas B (¿podrían ser Borges, Bioy o Biorges?): una complicidad e íntima cercanía entre Kloster y Valentina. Meollo que en el cementerio se hace patente y deja entrever las posibilidades eróticas y afectivas entre ese variante de Humbert Humbert y esa seductora nínfula que aún no cumple los 18; quien además fue corregida y aumenta por el dedo flamígero de la naturaleza, pues físicamente se diferencia de su hermana en los turgentes y prometedores senos que sí tiene.

 

Fotograma de Las siete muertes (2017)

         Allí en el panteón, Kloster discretamente le pide al pelotudo hacerse a un lado para cuchichear y le pregunta por lo que decía la nota que dejó Luciana antes de suicidarse. El boludo le recita la frase y le dice que entregó el papel a la policía y que habrá investigación. Cosa improbable, pues Kloster le hace ver que parece otro signo de locura. Y entre las asperezas que el pelotudo le espeta a quemarropa, destaca el hecho de que lo acusa de saber previamente lo que iba ocurrir. Kloster debate la imputación y vuelve a aludir al otro, al ser invisible que le dicta la escritura in progress, y lo que paralelamente o al unísono hace en la realidad sin consultarlo ni concordarlo con él: “Me daba cuenta de que no era yo el que escribía los hechos, sino alguien delante de mí.” Lo cual incita aún más la contenida rabia del boludo, quien, como si también echando chispas empezara a perder las tuercas y los tornillos, le echa en cara, alzando la voz y apuntando y blandiendo el dedo, ser el causante de todas las muertes: “¡Basta ya con eso! No lo creí ni la primera vez. Fue usted. Usted. Cada vez fue usted.” A lo que Kloster responde: “Muchacho: debería cuidarse”; “Está empezando a sonar como Luciana. Se lo voy a decir por última vez [...] lo único que hice, en todos estos años, fue escribir palabras sobre papel.”

            Y en ese rudo rifirrafe de compadritos de conventillo gruñendo y pelando los dientes en una taberna prostibularia en la esquina rosada del mítico y arrabalero barrio Sur de Palermo, el boludo lo amenaza para que se ponga a temblar y le agarren retortijones e insomnio de por vida: “Aunque no haya investigación”, “me voy a ocupar de escribirlo todo. Cada una de las muertes. Todo lo que Luciana me contó. Alguien tiene que saberlo.” Y Kloster, como si fuera un sonriente y ágil Cassius Clay porteño, le revira a ese aspirante a Monzón haciendo burlescos y sardónicos círculos en el ring:

           

Cassius Clay

        “Me parece muy bien que los novelistas escriban novelas [...] Casi le diría que me interesa ver cómo el campeón de lo aleatorio se las arregla para convertirme en el Gran Demiurgo. El que hunde bañeros sin tocarlos y sopla esporas en los bosques y saca asesinos de las cárceles y prende fuego a las ciudades. ¡Y tiene incluso poderes telepáticos para ordenar suicidios! Hará de mí un superhombre antes que un asesino. Vamos: usted lo sabe. No puede escribir todo eso sin caer en el ridículo.” Pero como el dogo argentino aprieta y no suelta la mandíbula, Kloster remata en el hígado buscando el nocaut:

           

Dogo argentino

         “Supongo que no puedo impedir que escriba lo que quiera. Pero quizás entonces yo también me decida a terminar mi manuscrito. Mi propia versión. Sólo lamento que todos creerán que está inspirada en los hechos. Que primero ocurrieron los hechos. Causa y efecto. Sólo usted y yo sabremos que están invertidos [...] Será una novela diferente de todas las que escribí hasta ahora. No sé la suya [...], pero la mía tendrá un final feliz.”

 

Guillermo Martínez, Muerte lenta de Luciana B. Novela Crimen y Misterio, Booket. México, agosto de 2019. 232 pp.

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Trailer de La ira de Dios (2022)

Trailer de Las 7 muertes (2017)

Las siete muertes (2017), película dirigida por Gerardo Herrero, basada en Muerte lenta de Luciana B. (2007), novela de Guillermo Martínez.

martes, 14 de junio de 2022

La memoria de Shakespeare


  Ser muchos y nadie
                        
I de VI
Nacido el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires, Argentina, y muerto en Ginebra, Suiza, el 14 de junio de 1986 a “consecuencia de un enfisema pulmonar y de cáncer hepático”, Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo publicó en 1974 el célebre tomo Obras completas, “un grueso volumen único encuadernado y en papel biblia” impreso en Buenos Aires por Emecé (que en distintas partes del mundo y en diferentes idiomas logró sucesivas ediciones masivas en offset), con dos textos originales ex profeso: el “Prólogo” y el “Epílogo”, donde reunió 18 libros escritos entre 1923 y 1972 —revisados entre 1972 y 1974 para el tomo—, que él dedicó a doña Leonor Acevedo de Borges, su madre, quien habría de morir a los 99 años el 8 de julio de 1975, y que ella conservaba amorosamente en la cabecera de la cama donde dormía y falleció, precisamente en el legendario departamento B del sexto piso de la calle Maipú 994, “a dos pasos de la Plaza San Martín”, donde madre e hijo vivieron desde 1944, pues Jorge Guillermo Borges, el padre del escritor, había fallecido a los 64 años el 24 de febrero de 1938 “a consecuencia de una hemiplejía y tras vivir ciego sus últimos años”.


(Emecé, 14ª ed., Buenos Aires, septiembre de 1984)
   
Borges y su madre doña Leonor Acevedo de Borges al pie de uno de sus
libreros en el departamento B del sexto piso de la calle Maipú 994
     La memoria de Shakespeare
, por su parte, es uno de los diez libros de Borges reunidos en el póstumo tomo II de sus Obras completas, impreso en Buenos Aires, en 1989, por Emecé. Pero sólo nueve de los diez libros fueron publicados por el autor cuando aún vivía: El libro de arena (Emecé, Buenos Aires, 1975), La rosa profunda (Emecé, Buenos Aires, 1975), La moneda de hierro (Emecé, Buenos Aires, 1976), Historia de la noche (Emecé, Buenos Aires, 1977), Siete noches (FCE, México, 1980), La cifra (Emecé, Buenos Aires, 1981), Nueve ensayos dantescos (Espasa-Calpe, Madrid, 1982), Atlas (Sudamericana, Buenos Aires, 1984) —con fotografías de María Kodama— y Los conjurados (Alianza Editorial, Madrid, 1985).
   
(Emecé, Buenos Aires, febrero de 1989)
    En este sentido, en el póstumo tomo II de las Obras completas de Borges, con el título La memoria de Shakespeare, Emecé Editores y María Kodama, la viuda y heredera universal de sus derechos de autor, compilaron cuatro cuentos dispersos de su ex marido, precedidos por una minúscula y vaga nota que no precisa las fechas y los sitios donde fueron publicados por primera vez: “Comprende tres cuentos aparecidos en distintas publicaciones, anteriores a 1983, y un cuento titulado ‘La memoria de Shakespeare’ (1980) no incluido hasta ahora en libro.” No obstante, “La memoria de Shakespeare”, con un tiraje de 36 ejemplares e ilustraciones de Mirta Ripoll, se publicó en Buenos Aires, en 1982, en una plaquette editada por Dos Amigos con el número 1 de la Colección Valle de las Leñas. Y “La rosa de Paracelso” y “Tigres azules” fueron publicados en 1977 por Sedmay, en Barcelona, en un libro sin paginar titulado Rosa y Azul, con ilustraciones de Alfredo González; y luego en otro de 74 páginas editado por Swan en 1986, en Barcelona, con el número 11 de la Colección El Compás de Oro. Pero además, para enmendar las omisiones, la edición del libro La memoria de Shakespeare —“al cuidado de Sara Luisa del Carril”— impresa en 2004, en Buenos Aires, por Emecé, está precedida por una nota que a la letra dice:
 
(Emecé, Buenos Aires, agosto de 2004)
    “Este libro reúne los últimos cuatro cuentos de Jorge Luis Borges, ya recogidos en el volumen III de sus Obras Completas. Ofrecemos aquí ‘Agosto 25, 1983’ y ‘Tigres azules’, a partir de los textos del diario La Nación; ‘La rosa de Paracelso’, según fue publicado en Rosa y azul, 1977, y ‘La memoria de Shakespeare’ que se reproduce del diario Clarín. Los textos presentan leves variantes de los publicados en las Obras Completas.” Y por ende al final de cada cuento se incluyeron datos y fechas que no figuran en los citados tomos de Obras Completas: ni en la edición de 1989 ni en la edición de 2005. Es decir, al final de “Agosto 25, 1983” se lee: “[Buenos Aires, 1977]”, “En La Nación, Buenos Aires, 27 de marzo de 1983.” Y al final de “Tigres azules” se lee: “En La Nación, Buenos Aires, 19 de febrero de 1978, con el título ‘El milagro perdido’.” Y al final de “La rosa de Paracelso” se lee: “En Jorge Luis Borges, Rosa y azul, Madrid, Sedmay ediciones, 1977.” Y al final de “La memoria de Shakespeare” se lee: “En Clarín, Buenos Aires, 15 de mayo de 1980.” 
   Vale puntualizar, además, que tal “volumen III de sus Obras Completas” no es el susodicho tomo II de 1989, sino el tomo 3 editado por Emecé en 2005, en Buenos Aires, correspondiente a la redistribución y revisión de las Obras Completas de Borges en 4 volúmenes “al cuidado de Sara Luisa del Carril”. 
(Emecé, Buenos Aires, abril de 2005)


II de VI
El cuento “25 de Agosto, 1983” (que en el libro de 2004 y en el tomo 3 de 2005 se titula “Agosto 25, 1983”) es el primero de los cuatro cuentos que figuran en La memoria de Shakespeare, libro creado y antologado ex profeso para el póstumo volumen II de las Obras completas de Borges. Según apunta Emir Rodríguez Monegal en la página 423 de Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus texto (FCE, México, 1985) —con “Edición, introducción, prólogos y notas” del crítico uruguayo fallecido por el cáncer el 14 de noviembre de 1985—, tal cuento se publicó el 27 de marzo de 1983 en el periódico La Nación y dizque “ya había sido anticipado en italiano por Franco Maria Ricci en 1977, en un volumen homónimo de la colección La Biblioteca di Babele”. Dato curioso y equivocado, pues en la página 146 de la biografía Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, Barcelona, 1996), María Esther Vázquez, quien fue secretaria y colaboradora de Borges en Introducción a la literatura inglesa (Columba, Buenos Aires, 1965) y en Literaturas germánicas medievales (Falbo, Buenos Aires, 1965), dice que le fue dictado por el autor “en diciembre del 78”. Y según anota en la “Cronología” incluida al término de Borges, sus días y su tiempo (Punto de lectura, España, 2001), en 1975, “En Italia, el editor Franco Maria Ricci inicia una colección titulada La Biblioteca di Babele de literatura fantástica dirigida por Borges, con la colaboración de María Esther Vázquez y que reuniría veintinueve títulos. Aparecen ese año tres volúmenes elegidos y prologados por Borges: Le morti concentriche, de Jack London; Lo specchio che fugge, de Giovanni Papini, y Storie sgradevoli, de Léon Bloy.” Pero además, en Prólogos de La Biblioteca de Babel (Alianza, Madrid, 2001), compilación prologada y anotada por Antonio Fernández Ferrer, se acredita que “Veinticinco Agosto, 1983”, en italiano y en Italia, se editó en el libro Venticinque Agosto 1983 e altri racconti inediti, impreso en 1980 con el número 19 de la serie La Biblioteca di Babele, junto con “La rosa de Paracelso”, “Tigres azules”, “Utopía de un hombre que está cansado”, “Borges igual a sí mismo (entrevista de María Esther Vázquez)”, una “Cronología” y una “Aproximación a la bibliografía borgiana”. Vale observar que Antonio Fernández Ferrer, además de ser el erudito autor de Ficciones de Borges. En las galerías del laberinto (Cátedra, Madrid, 2009), hizo la compilación de Borges A/Z, número 33 de La Biblioteca de Babel —el último de la serie—, editado en Madrid, en 1988; antología que corresponde a la versión en italiano del título Jorge Luis Borges A/Z dizionario a cura di Gianni Guadalupi, número 33 de La Biblioteca di Babele editado en Italia en 1985.   
   
(Siruela, Madrid, 1983)
       Dado el precio del libro, el limitado tiraje y la difícil distribución fuera de España, pocos mexicanos del siglo XX pudieron leer el libro Veinticinco Agosto 1983 y otros cuentos, número 2 de La Biblioteca de Babel editado en 1983, en Madrid, por Ediciones Siruela, con 136 páginas. Vale recapitular, entonces, que La Biblioteca de Babel, editada por Siruela, es la “colección de lecturas fantásticas dirigida por Jorge Luis Borges”, reedición en español de los 33 títulos que la integran, 30 de ellos prologados por Borges, dados a la luz pública entre 1983 y 1988, en cuya segunda de forros se repetía: 
    “Después de algunos días pasados con Borges en Buenos Aires, el editor Franco Maria Ricchi concibió la idea de una colección de literatura fantástica única en el panorama editorial contemporáneo.
  “Cada volumen, dedicado a la obra de un escritor, sería seleccionado y prologado por el gran escritor argentino. A lo largo de sus treinta títulos, el lector seguramente se verá sorprendido por una coherente reunión de textos insólitos, donde junto a las generosas fuentes orientales hallará algunos escritores secretos de Occidente y otros muy famosos que serán redescubiertos por el saber y la sensibilidad borgianos.
  “Para esta edición se ha querido respetar el diseño gráfico original haciendo honor a la colección ideada por Ricchi, así como recopilar todas la traducciones existentes de Borges para su Biblioteca personal, que será, sin duda, una apreciada rareza bibliográfica para los años futuros.”
   Es decir, Franco María Ricci primero los editó en italiano, impresos en Parma y en Milán entre 1975 y 1985. Pero además, en español y en Buenos Aires, Ediciones Librería de La Ciudad publicó seis títulos de la serie, entre 1978 y 1979.


III de VI
En el cuento “25 de Agosto, 1983”, Borges imagina o sueña a un Borges con 61 años cumplidos un día antes (es decir, el 24 de agosto de 1960), que llega a instalarse a la pieza 19 del hotel Las Delicias, en Adrogué. Para su sorpresa, allí se espejea con otro Borges idéntico a él, pero más viejo; un doble que al unísono es otro y él mismo, que está recostado en la cama, un día después de haber cumplido 84 años, junto al frasco vacío que implica su suicidio. La índole onírica y ambigua del encuentro se enfatiza cada vez más. Entre los dos dilucidan que hablan y se ven en un sueño. El Borges de 61 años, que vio su nombre ya escrito en el registro y subió las escaleras para encontrase con el otro, insiste en que están en la habitación 19 del hotel; pero el Borges más viejo le dice que él está soñando en el piso de la calle Maipú, en Buenos Aires, en la recámara que fue de Leonor Acevedo, su madre, y que además él está muriéndose. Los dos evocan la escritura de un lejano borrador que en realidad implica y escamotea un frustrado intento de suicidio del Borges de 1935, el día de su aniversario número 36, ocurrido allí mismo en la habitación 19 del hotel Las Delicias, en Adrogué, a donde había ido con una botella de ginebra, una novela policial y un revólver, pero no tuvo el coraje y lloró. 
   
Norman Thomas di Govanni y Borges
    El diálogo sobre el futuro, el olvido y los sueños que le esperan al Borges menos viejo, recuerda la conversación que sostienen los dos Borges de “El otro”, cuento de El libro de arena (Emecé, Buenos Aires, 1975) —urdido con el amanuense auxilio de Norman Thomas di Govanni—, donde al unísono, sentados en una banca frente al río, confluyen en dos tiempos y dos lugares distintos: el Borges ciego y viejo que narra se halla en 1969, en Cambridge, frente al río Charles; y el otro, el joven Borges, que puede ver, está en 1918, en Ginebra, frente al río Ródano, “un río verde y helado que corre por el centro mismo de la ciudad y que atraviesan siete puentes totalmente distintos entre sí”. El mayor en la vigilia y el menor en un sueño. 
    Pero en el caso de “25 de Agosto, 1983” la confluencia, materia y tiempo onírico queda refrendado aún más cuando el Borges más viejo concluye el diálogo profético, su último sueño y su suicido: 
     “Dejó de hablar, comprendí que había muerto. En cierto modo yo moría con él; me incliné acongojado sobre la almohada y ya no había nadie.
   “Huí de la pieza. Afuera no estaba el patio, ni las escaleras de mármol, ni la gran casa silenciosa, ni los eucaliptus, ni las estatuas, ni la glorieta, ni las fuentes, ni el portón de la verja de la quinta en el pueblo de Adrogué.
  “Afuera me esperaban otros sueños.”


IV de VI
En “Tigres azules”, el segundo cuento de La memoria de Shakespeare, Borges esboza los recuerdos de lector, los pensamientos y sueños, y el itinerario de la aventura de Alexander Craigie, la voz narrativa, un escocés radicado en el Punjab, donde es profesor de lógica occidental y estudioso de la oriental en la Universidad de Lahore, donde además consagra los domingos a un seminario sobre Spinoza. Baste decir que las minucias de la filiación libresca y los sueños de cazador que Alexander Craigie cultiva y colecciona desde la infancia ante la figura del mítico tigre, provienen de la legendaria y libresca atracción por el tigre vivida y soñada por Borges desde la niñez, presente en su obra y en sus memorias a lo largo de su vida. Todo sugiere y revela que el viejo magnetismo por el tigre es lo que hizo al profesor Craigie instalarse en Lahore. La noticia que lee a fines de 1904 sobre una variedad de tigres azules recién descubierta en la zona del delta del Ganges, más los sueños donde ve un tigre de un azul nunca antes visto por él (“sé que era casi negro”), y la información que le da un colega sobre una aldea lejana al Ganges en la que oyó hablar de los tigres azules, son, en resumen, los incentivos que lo llevan a aventurarse a esa remota y arcaica aldea de hindúes situada al pie de un cerro más ancho que alto, de la que anota con humor borgeseano: “En alguna página de Kipling tiene que estar el villorrio de mi aventura ya que en ellas está toda la India, y de algún modo todo el orbe.” 


Tigre dibujado por el pequeño Gegorgie
    En la aldea, Alexander Craigie sigue soñando con el tigre y se obstina en la caza del tigre azul, pese a que conjetura que los hindúes se lo esconden. Ante la propuesta de ir de caza a lo alto del cerro, el más viejo le advierte que la cumbre es sagrada y repleta de obstáculos mágicos: “Quienes la hollaban con pies mortales corrían el albur de ver la divinidad y de quedarse locos o ciegos.” Sin embargo, Alexander Craigie, solitario y furtivo, sube de noche a la cumbre, que resulta ser la terraza del flanco de una montaña. En el suelo descubre una nervadura de grietas y en ellas abundantes piedrecillas con el azul de sus sueños: “todas iguales, circulares, muy lisas y de pocos centímetros de diámetro”. Las piedrecillas azules, cuya maleabilidad recuerda al mercurio, tienen la virtud de multiplicarse, dividirse, sumarse o restarse a sí mismas. Esto aterroriza a los hindúes, quienes las llaman “las piedras que engendran”, cuyo azul “sólo es permitido ver en los sueños”. Alexander Craigie trata de comprender la insondable lógica de las piedras, que según él niegan la aritmética y el cálculo de probabilidades. Y el sueño que lo persigue y agobia, con el epicentro de las piedras, es la pesadilla del laberinto (de clara prosapia y estirpe borgeana) que podría abocetar Piranesi o Escher: “Una baranda y unos escalones de hierro que bajaban en espiral y luego un sótano o un sistema de sótanos que se ahondaban en otras escaleras cortadas casi a pico, en herrerías, en cerrajerías, en calabozos y en pantanos. En el fondo, en su esperada grieta, las piedras, que eran también Behemoth o Leviathan, los animales que significaban en la Escritura que el Señor es irracional. Yo me despertaba temblando y ahí estaban las piedras en el cajón, listas a transformarse.” 
   
Borges examina tigres en el laberinto
Ilustración de Osvaldo
     Así, Alexander Craigie, que fracasa en sus experimentos por entender la conducta de las piedras azules, sólo logra deshacerse de ellas y del desasosiego que le producen cuando durante un alba insomne entra en la mezquita de Wazil Khan (quizá un antiguo palacio azul que de algún modo evoca a la antigua Mezquita Azul de Estambul), y allí, pensando que “Dios y Alá son dos nombres de un solo Ser inconcebible”, pide ser librado de ellas. Un mendigo ciego se le acerca (al parecer una súbita forma adoptada por la Divinidad) y le pide de limosna las piedras azules (que quizá impliquen la secreta e insondable escritura del Dios). 
    “Mi limosna puede ser espantosa”, le dice Alexander Craigie. Pero la respuesta del ciego da visos de que la pesadilla donde el profesor Craigie se halla y queda no es menos terrible y enigmática: “No sé cuál es tu limosna, pero la mía es espantosa. Te quedas con los días y las noches, con la cordura, con los hábitos, con el mundo.” 


V de VI
En “La rosa de Paracelso”, el tercer cuento del libro La memoria de Shakespeare, Borges, de las cenizas de la historia hace un palimpsesto de la leyenda (leída en el tomo XIII de Thomas de Quincey) que supone que Paracelso, el alquimista y médico suizo (1493-1541), podía incendiar una rosa y revivirla de las cenizas, misma que el joven Borges alude en “La rosa”, poema de Fervor de Buenos Aires (Edición de autor, Buenos Aires, 1923), su primer libro, financiado por su padre Jorge Guillermo Borges y con una ilustración de su hermana Norah en la portada. 
Paracelso
  Paracelso, radicado en Basilea y con la facultad de transmutar la piedra en oro, pide “a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios”, que le envíe un discípulo. Y como si lo hubiera oído, incluso antes de que rece la solicitud, repentinamente llega a su rústico y subterráneo taller un joven, Johannes Grisebach, dispuesto a ser su discípulo; pero le pide, a cambio de entregarle su vida abandonada al aprendizaje, que ejecute, ante sus ojos, el prodigio de quemar y revivir la rosa que ha llevado consigo. Paracelso se niega y en el diálogo lo encuentra indigno de ser su discípulo. Y cuando el joven se ha ido, con una sola palabra dicha en voz baja hace renacer la rosa de un puñado de ceniza. 
La rosa de Paracelso



VI de VI
Borges y María Esther Vázquez
“La memoria de Shakespeare”,  el cuarto texto del libro, es el último cuento que escribió Borges en su vida. Esto lo afirman los biógrafos, entre ellos María Esther Vázquez, quien entre las páginas 306 y 308 de su citada biografía Borges. Esplendor y derrota, señala que fue publicado el “15 de mayo de 1980” en el diario Clarín, de Buenos Aires, y que el nombre de Hermann Soergel, el protagonista que narra el cuento, es el nombre de un crítico de Gustav Meyrinck. Cosa posible, pues El Golem (1915), novela de Gustav Meyrinck (1868-1932), es el primer libro que el joven Borges (aún en Europa) descifró en alemán, después de habérselo enseñado a sí mismo con el auxilio de un diccionario alemán-inglés y Lyriches Intermezzo (1823), de los primeros poemas de Heinrich Heine (1797-1856).  
    Pese a que en la segunda conversación de Borges el memorioso (FCE, México, 2ª ed. corregida, 1983), Borges les dice, a Antonio Carrizo y a Roy Bartholomew, que recién ha concluido el cuento “La memoria de Shakespeare” y que lo empezó en Michigan al soñar la frase “Te vendo la memoria de Shakespeare”, en realidad parece surgir de un cuento que según Hermann Soergel narra el mayor Barclay durante esa noche de los años 20 que los reúne en la taberna después de asistir al congreso shakesperiano: “En el Punjab me indicaron un pordiosero. Una tradición del Islam atribuye al rey Salomón una sortija que le permitía entender la lengua de los pájaros. Era fama que el pordiosero tenía en su poder la sortija. Su valor era tan inapreciable que no pudo nunca venderla y murió en uno de los patios de la mezquita de Wazil Kahn, en Lahore.”
   Y esto es así porque la memoria de Shakespeare es un don que se obtiene, posee y regala como un objeto mágico e invisible. Es decir, el que da la memoria la entrega sólo con decir: “Te doy la memoria de Shakespeare”. El que la acepta, la recibe; y el que la otorga, la pierde para siempre. Así, después de que el mayor Barclay se ha marchado, Daniel Thorpe, que exhuma una mórbida melancolía, le ofrece a Soergel “la sortija del rey”: “Le ofrezco la memoria de Shakespeare desde los días más pueriles y antiguos hasta los del principio de abril de 1616.” 
   Hermann Soergel, el flemático académico que supone que Shakespeare es su destino, acepta la memoria, que empieza a poseer en la medida en que Daniel Thorpe comienza a olvidarla, más aún con los estímulos de la lectura y relectura de la obra. “Shakespeare sería mío, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio. De algún modo yo sería Shakespeare. No escribiría las tragedias ni los intrincados sonetos, pero recordaría el instante en que me fueron reveladas las brujas, que también son las parcas, y aquel otro en que me fueron dadas las vastas líneas...”
   Pero al cabo de un mes, cuando “la memoria del muerto lo anima”, Hermann Soergel comprende la futilidad del bagaje, pues sólo le revela los entretelones humanos de Shakespeare, en contraposición al hecho trascendental de que “lo que importa es la obra que ejecutó con ese material deleznable”. Así, también discierne lo vano de escribir una novela biográfica, quizá tan inútil como la que escribió Daniel Thorpe. Pero además tal memoria (un vaciadero de basura semejante a la indeleble y descomunal memoria cinematográfica del memorioso Funes) se convierte en una carga terrible, pesadillesca, laberíntica y opresiva que invade y anula zonas de su propia memoria y personalidad. 
  En este sentido, Hermann Soergel se afirma a sí mismo con unas palabras que parafrasean y evocan un fragmento de “Borges y yo”: “Todas las cosas quieren perseverar en su ser, ha escrito Spinoza. La piedra quiere ser una piedra, el tigre un tigre, yo quería volver a ser Hermann Soergel.” 
 Y auxiliado con el oscuro azar que implica el directorio telefónico y el teléfono, ofrece la memoria de Shakespeare a “una voz culta” que la acepta. Y más adelante, dice, acude a la música de Bach para conjurar los rescoldos. Pero de vez en cuando, de un modo fugaz, onírico o no, descubre que no se apagan por completo.
Borges escucha la culta voz de María Kodama

Jorge Luis Borges, La memoria de Shakespeare, en Obras completas, tomo II, p. 375-392, Emecé Editores. Buenos Aires, 1989.


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