Estoy fuera de ti y a un tiempo dentro
(Vuelta, 1988) |
Como una especie de búsqueda inconsciente del Paraíso perdido que más o menos trastoca el consabido y legendario pragmatismo del gringo promedio y el tipificado modo de vida norteamericano, en Piedras para Ibarra —novela de Harriet Doerr (abril 8 de 1910-noviembre 24 de 2002) cuya primera edición en inglés data de 1984, traducida al español por Juan Almela (seudónimo del poeta Gerardo Deniz) para la extinta Editorial Vuelta—, un matrimonio estadounidense, recuperando el espíritu aventurero y colonizador de sus ancestros, llega y se instala en Ibarra, un caserío semidesértico, casi despoblado y abandonado en las montañas del territorio mexicano, donde otrora, cincuenta años antes, el abuelo de él y su familia gozaron la explotación y la bonanza de la mina La Malagueña, hasta que la inestabilidad y el sangriento peligro que suscitó la Revolución de 1910 puso término a la empresa, obligándolos a abandonar la propiedad.
Cuando Piedras para Ibarra da inicio, el lector se entera que ya todo concluyó; es decir, que la estancia de Sara y Richard, el matrimonio gringo, pertenece al pasado y por ende lo que leerá es precisamente lo que ocurrió allí durante tal período. En este sentido, se trata de una novela evocativa, de un puñado de recuerdos que la obra conjunta y acomoda. Esto implica el título y lo que se apunta en las páginas finales: después de fallecido su esposo, mientras Sara está recogiendo sus cosas y haciendo los preparativos para marcharse a su país, observa que cuando en un sitio ha ocurrido un accidente (tardó muchísimo en advertirlo), los lugareños, al pasar por allí, recuerdan a los muertos y colocan piedras formando montículos (no se mencionan cruces ni veladoras ni flores de cempasúchil). Las evocaciones (la novela en sí) son entonces los pedruscos que la memoria de Sara amolda y deja al caminar y pasar nuevamente por los espacios e instantes que habitó en Ibarra o de los cuales tuvo noticia.
Piedras para Ibarra está contada por una voz narrativa omnisciente y ubicua emitida a través de una percepción y sensibilidad femenina. En primer lugar, al trazar los personajes y los hechos que se establecen entre ellos (creando así los rasgos que dibujan la cotidianidad del pueblo), hay un dejo implícito que denota y transluce a la mujer que los ve y piensa; en segundo lugar, la escritura está más inclinada hacia el mundo interior y exterior de Sara, que hacia el de Richard.
Harriet Doer (1910-2002) Foto: Anacleto Rapping |
La novela se desglosa en 18 capítulos que oscilan entre la vida casera del matrimonio (cuyo punto neurálgico es la leucemia de Richard que tratan de ocultar a los vecinos del pueblo), algunas alusiones (e incursiones) breves al orbe que se dejó en San Francisco, California, y, en mayor medida, el relato de diversos hechos acaecidos alrededor de varios personajes. Al cobrar estos cierta relevancia, conforman la visión superficial y fragmentaria de un extranjero, el anecdotario que registra la manera en que se observa la vida y los rasgos de un caserío confinado a su miseria y rezago social, político y económico, y a sus creencias y costumbres religiosas y paganas; y como complemento ineludible, dado el carácter subjetivo de lo que se aprecia y asienta, se anota y trasmina el modo en que el extraño, aun siendo aceptado, se mantiene ajeno y distante de la comarca que lo circunda.
La mirada del extranjero carece, en consecuencia, de una intuición y olfato antropológico o etnográfico, del que se compenetra y explora en la etnia para auscultar, entender e imprimir radiografías. Tiene el buen trato y el sentido común de cierto conquistador, del adinerado que busca modernizar e introducir su técnica y sus conocimientos a favor de su propio ideario y beneficio pecuniario. Su curiosidad es la del que llega en shorts y con la cámara fotográfica de las palabras para registrar la “estética de la pobreza”, las singularidades crueles y cruentas, el abandono, el aislamiento y las supersticiones. Observa con simpatía, retoca, pero sus retratos no son analíticos ni críticos, sino pintorescos y folcloristas. No hace una intromisión en el ser que lo recibe, en su otredad. No comprende ni se sumerge en su infierno ni en su dulzura ni en su cosmogonía ni en su esperanza ni en su resignación. Todo lo ve por fuera, a priori; e incluso a veces se burla o rechaza expresiones y comportamientos con el típico raciocinio, insensibilidad y escepticismo que hacen del individuo moderno un estereotipo común y corriente, un hombre masa (dizque globalizado) a merced de la manipulación industrial de las conciencias (diría Hans Magnus Enzensberger), aislado y maquillado con el solipsismo que caracteriza las contradicciones de su edad histórica y el basamento de su idiosincrasia occidental.
No obstante, Piedras para Ibarra tampoco incluye el panorama intrínseco de Sara (y mucho menos el de Richard). Existen contrapuntos que contrastan sus diferencias y antagonismos con los naturales del lugar, y que aluden hábitos, vivencias, comentarios, e interacciones entre ellos, y entre éstos y los pobladores y ciertos visitantes; pero nunca la narración se adentra, aunque lo mencione, en la angustia y la zozobra que significa para ambos, por ejemplo, el que Richard esté enfermo de leucemia y en consecuencia: con la villaurrutiana Muerte pisándole los talones, soplándole al oído o a la vuelta de la esquina y al unísono germinando en su interior (“Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:/ estoy tan cerca que no puedes verme,/ estoy fuera de ti y a un tiempo dentro”). Nunca el lector sabe lo que piensa y sufre él, ni lo que ocurre en el seno de la mina o en las relaciones laborales. Se tienen escuetos datos cuando se narran algunos fallecimientos o relatos de varios mineros o de la gente (el poblado en sí) que tiene que ver con La Malagueña y con la mejoría económica que proporciona su explotación; pero esto más bien son guiños, registros superficiales y anecdóticos que pretenden ser amables y gratos.
El atisbo de Ibarra, al ser un minúsculo pueblo perdido en el mapa del hipotético Estado de Concepción, se erige como una estereotipada provincia de tarjeta postal, bonita, impoluta, muy National Geographic o del Reader’s Digest o de la extinta Life. Un sitio remoto empeñado en vivir en el pasado y a la zaga del sincretismo urbano (por antonomasia: siempre tratando de ser “moderno”). Un Ibarra con su pequeña iglesia y su parquecito central, con su cura servil con los ricachones y dominando y manipulando a los pobres fieles que aún no se desprenden de atavismos precortesianos mistificados por el curso de la historia sepultando los residuos de la visión de los vencidos. Un Ibarra con sitios y personajes típicos y miserables que le dan color y que forjan un semblante de la fisonomía de un México rural; pero es, antes que todo, un México que evoca, mira y describe una turista gringa, que pese a vivir varios años allí, no se quitó su coraza norteamericana y nunca dejó que sus pensamientos y sentimientos personales dejaran de mirar con añoranza hacia los Estados Unidos.
Harriet Doerr, Piedras para Ibarra. Traducción del inglés al español de Juan Almela (Gerardo Deniz). Serie La imaginación, Editorial Vuelta. México, 1988. 244 pp.