martes, 26 de enero de 2021

Hermana del sueño




La piedra eternamente quiere ser piedra 
y el tigre un tigre



Érase que se era que en Eschberg, un hermoso y diminuto caserío de montaña del Voralberg, vivían un par de rancias vertientes familiares (sucesivamente atávicas y mezcladas entre sí): los Lamparter y los Alder (sin que se sepa si alguno o el último de las estirpes nació con cola de cochino). Allí, entre 1803 y 1825, vivió Johannes Elias Alder, un genio de la música que “a los 22 años puso fin a su vida, al haber decidido no volver a dormir”. Su patética muerte fue un solitario y desventurado voto de amor ante la imposibilidad amorosa que encarnó su prima Elsbeth, porque según él, decía en su locura: “quien duerme no ama”; es decir, según colige: “el tiempo del sueño es derroche y, por consiguiente, pecado, y algún día habría que pagarlo en el Purgatorio”. 
(Tusquets, Barcelona, 1994)
En la portada:
detalle de Armonía (1956),
óleo sobre masonite de Remedios Varo
       Esto es de lo primero que se lee en Hermana del sueño, opera prima de Robert Schneider (Austria, 1961), impresa en alemán en 1992 y español en 1994 (traducida por Miguel Sáenz), novela evocativa que narra las mórbidas y psicóticas razones que incidieron en la agonía del protagonista. Pero como al principio también se relata el incendio ocurrido en Eschberg, en 1892, el tercero y último del siglo XIX, más el fallecimiento, en 1912, de Comas Alder, el último habitante de la aldea, la novela también narra (con pintoresquismos etnográficos) los infortunios que propiciaron la extinción del poblado. 



Robert Schneider
  La voz narrativa es un modelo de sutil, bufa y descarada ironía. Con el bisturí en los dientes (que a veces tiene la apariencia de una pluma de ángel) tutea al lector y una y otra vez le recuerda que le está contando una historia a todas luces imaginaria y paródica. 
Así, traza la semblanza (exagerada, trágica, exultante) de un cantor y organista de iglesia, nacido y crecido en ese pueblito olvidado en la montaña, cuya morbidez, genio, locura, soledad, catolicismo, amor imposible, melancolía, precoz decadencia, más el desinterés por sus virtudes, delirio nihilista y suicidio, corresponden a ciertos signos definitorios del trasnochado y tipificado romanticismo decimonónico. 
Los endogámicos campesinos de Eschberg son una comunidad tradicional, de atavismos cerrados, ásperos, envidiosos, egoístas y excesivamente católicos. Creen que Dios es la causa de los bienes y males habidos y por haber; por ende: en el marasmo de sus pequeñas y grandes desventuras suponen (¡oh paradoja!) que “Dios nunca los había querido allí”. Y pese a su religiosidad, como suele suceder, supuran los casos de corrupción: Zilli Lamparter, por ejemplo, “la de las Almas”, una anciana viuda, decía que como vivía más cerca de Dios, en la parte más alta de Eschberg, podía hablar con los muertos. Así, inventaba que un muerto, Lamparter o Alder, le debía algo y el mensaje de éste a los vivos incluía el beneficio para su subsistencia: “Ocho huevos, diez padrenuestros. Tres libras de cera y cincuenta avemarías. Un quintal de paja de jergón y siete santas misas. Diez varas de lienzo y ocho salterios.” Hasta que un domingo de Hogueras de 1785, en lugar de arrojar al fuego brujas de paja, intentan arrojar a la vieja Zilli. 
El matrimonio Lamparter Haintz busca hacer creer, previo escenario dispuesto para obtener dinero, que al Haintz, el ciego sacristán, se le apareció el profeta Elías en una carroza de caballos y fuego. 
El cura Elias Benzer se sentía “padre de sus cristianos de Eschberg”, y no era vil retórica de púlpito oreada de incienso: además de añadirles su nombre a la hora del bautizo, se dedicó a sembrar el entorno de niños que eran su vivo retrato. El cura Benzer, además, el día de Pentecostés de 1800, dizque para conjurar la falta de limosnas, hizo estallar en la iglesia un barrilito de pólvora, cuyos estragos (dejó sordos, tullidos y ciego al sacristán) se refieren en las páginas.
       Johannes Elias Alder, hijo ilegítimo del cura Benzer, es un campesino de pocas luces, macerado y anquilosado en las costumbres, ignorancias, supersticiones y ruindades del lugar, reprimido e incapaz de comunicar sus sentimientos a su amada. Nunca salió de la aldea de Eschberg; sólo a Götzberg y a Feldberg, pueblitos cercanos. Su tío Oskar Alder, por envidia de sus dotes, se negó a enseñarle a leer y a escribir música, pero aún así es un genio para el canto y el órgano. La Seff y el Seff, sus padres oficiales, son un matrimonio aburrido y sin amor: la Seff, famélica y avara; y el Seff fue uno de los que lincharon al tallista Lamparter, inducido por el fanatismo, los celos y la brutalidad común; y, tras un ataque, termina sus días semiparalizado y mudo. 
El crimen y su padre enfermo hacen sufrir a Johannes Elias Alder. Tiene dos hermanos: el mayor, borroso y lejano; y el menor es un mongoloide al que le enseña un lenguaje de sonidos. Peter Elias, su único amigo y cómplice, está enamorado de él; es un sádico que humilla a sus progenitores y tortura animales. Tenía 12 años cuando su padre le rompió el brazo; en venganza provocó los horrores del incendio de 1815. 
Johannes Elias Alder, de talento oscuro y congénito, frecuenta una gran piedra pulida del río Emmer, quesque “parecía la suela del zapato de Dios”, y que para él es una especie de santuario del que “brota una fuerza extraordinaria”, una “piedra viva”, que según su visión panteísta y mágico-religiosa conduce hasta el cielo y por la cual todos los oriundos de Eschberg suben y aguardan a que Dios les abra las nubes.  
Allí, a los cinco años, precisamente al caer en las aguas a un lado de la piedra, tuvo una revelación auditiva-visual, una epifanía que parece la prueba del misterio metafísico de su genio: oyó que la piedra lo llamó, oyó cantar al Universo minucia tras minucia, detalle tras detalle; pero también oyó “el suave latir del corazón de una niña no nacida aún, de un feto, de un ser humano femenino”, que es Elsbeth, y a la cual él rescataría, siete años después, durante el incendio de 1815. 
En los instantes del fuego, con la niña en brazos, “el corazón de Elsbeth reposó sobre el corazón de Elias, y los latidos del corazón de Elsbeth penetraron en los latidos del corazón de Elias”. 
     
      
        Esto es un indicio del constante erotismo de los corazones que, para mala fortuna de Elias, sólo experimenta él; pero aún así, le sirve de leitmotiv para imaginar y recrear desde la mínima composición, tal como el coral Cristo estaba en la agonía, “construido sobre el ritmo de los latidos del corazón de Elsbeth”, que interpreta en el órgano de la iglesia de la aldea el día de su surgimiento público, en 1820, hasta su apoteósica magnum opus, el especie de poema sinfónico que improvisa en el órgano de la catedral de Feldberg a partir del cántico Ven muerte, hermana del sueño (el preámbulo de su suicido), en el que en medio de sus reminiscencias del bosque, de la naturaleza y de los episodios de su vida que transforma en una música que a los oyentes les resulta imposible, de cualidades demoníacas, vuelve a percibir esa nostalgia y plenitud edénica: los latidos del corazón de su inasible y evanescente amada; también los transforma en esa música etérea, celeste y gloriosa nunca antes oída por los rústicos infrahumanos y los mezcla con el ritmo de su propio corazón.
     
Robert Schneider
         Aunque Robert Schneider no lo dice, el lector puede especular que las prodigiosas virtudes de Johannes Elias Alder son un eco o minucias herederas o mínimamente semejantes a las virtudes de Orfeo, pese a que entre otros etcéteras no descienda al averno por ninguna Eurídice, y a que de hecho, ante Elsbeth, su música nunca tuvo ningún poder de seducción ni de encantamiento amoroso. Sin embargo, su música litúrgica, mística, celestial, que podría entenderse como “el último misterio de la fe, la religión plenamente revelada” (diría Ludwig Tieck), órficamente hechiza el corazón de las fieras del bosque y también el corazón de las pestilentes fieras humanas: el de los hombres brutos, rudos y hoscos que, a imagen y semejanza de fétidos hongos venenosos, infestan Eschberg, quienes lo oyen por primera vez en la iglesia y tratan de ser amables entre sí. Pero sobre todo, esas sonoridades eclesiásticas y diabólicas los remiten a zonas mágicas y profundas más allá de lo terrenal y de lo inescrutable; y esto también ocurre con los especialistas de Feldberg. 

Por si fueran poco, Johannes Elias Alder puede cantar con todas las voces que quiera, puede imitar todos los sonidos de la naturaleza y de la fauna. Por ello, minutos antes de morir, atado a un fresno y bajo los efectos del estramonio, de las setas de loco y de la belladona, los animales salvajes del bosque empiezan a rodearlo aparentemente sin motivo alguno, pero en realidad porque “su voz resonaba en las altas frecuencias de los animales. Cantaba con los ultrasonidos de los murciélagos, silbaba inaudiblemente con las vibraciones de los zorros y de los perros...”
         Después de la revelación o videncia que tuvo a los cinco años, el niño genio del canto y del órgano, quien tenía los ojos verdes, emergió del río Emmer con los ojos amarillo-pipí. Esto agudiza su impronta de réprobo. Su voz de pito avergüenza a sus padres y por sus nauseabundos ojos pis de vaca lo encierran en un cuarto. Y los romos del pueblo, sobre todo los niños, lo vuelven blanco de burlas y pullas. El amarillo-pipí de su mirada les da miedo a algunos e incluso incomoda a Elsbeth. Sus ojos siguen así hasta que Peter le lleva la amarga noticia: Elsbeth, su amada, está embarazada del Lukas Alder y ella le pide que toque el órgano el día de su boda.
Johannes Elias Alder acepta; pero más solitario y frustrado que nunca se arroja al abismo de la depresión, del enojo y del creciente desvarío. Va a la iglesia y arremete a gritos contra el epicentro del catolicismo: Elias es “una demencial caricatura de los errores de Dios”, ídem todas las miserias, sufrimientos y defectos que plagan la tierra.


         Y de pronto ocurre la nueva epifanía más o menos ambigua: ve o cree ver que Dios se le aparece convertido en un niño harapiento que llega a sangrar por todos dolores del mundo, sin que ello implique que Dios deje de ser “un niño malvado y sin ombligo”. Luego de esto sus ojos recobran su antiguo color verde y en esos momentos, asegura luego la Seff, su padre oficial (casi paralítico y afásico) se levantó y pudo hablar por más de media hora. 
Johannes Elias Alder ya no se recupera de la creciente melancolía y locura. Cree que la soledad y el sinsentido de su vida que le impuso Dios es el hecho irrefutable de que él no debía amar. La música, pese a su índole misteriosa y admirable, nunca es para él una religión, una ambrosía auditiva o una pócima mágica o consanguínea por la que valdría la pena vivir (o mal vivir), nunca es “el ángel de la luz” con poder “sobre los malignos demonios” (querría Kreisler, el personaje de Hoffmann). Y sólo el beatífico recuerdo de Elsbeth, a quien nunca deja de oír y ver con ojos de amor, como una esperanza que sabe imposible, logra sacarlo un poco de su abandono, del dolor, que sin embargo él, ya loco, apresura entregándose a los brazos de la muerte: la inequívoca hermana del sueño de irás y no volverás.


Robert Schneider, Hermana del sueño. Traducción del alemán al español de Miguel Sáenz. Colección Andanzas (205), Tusquets Editores. Barcelona, 1994. 200 pp.


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martes, 19 de enero de 2021

La gota de oro



En busca del rostro perdido

La gota de oro, novela de Michel Tournier (París, diciembre 19 de 1924-Choisel, enero 18 de 2016)), fue publicada en francés, en 1985, por Editions Gallimard. Y la traducción al español de Jacqueline y Rafael Conte impresa en Madrid, en 1988, por Alfaguara, denota el poder verbal, intelectual, poético, imaginario y narrativo de su autor. En La gota de oro confluye una veta signada por varias de sus obsesiones narrativas; por ejemplo, su atracción y reescrituración de mitos, supersticiones, leyendas y cuentos de tradiciones orales; pero también la fotografía, y la investigación y documentación a partir del tema y subtemas implícitos en la obra. 

Michel Tournier
Idriss, el protagonista de La gota de oro, es un adolescente de Tabelbala, un diminuto oasis perdido en las profundidades del desierto argelino. Cierto día, dunas adentro, mientras cuida su rebaño de ovejas y cabras, pasa un Land Rover, casi un espejismo, y de allí desciende una rubia inquietante que le toma una foto. Ella, a petición de él, le promete enviársela desde París, pero la foto nunca llega. Así que Idriss emprende la travesía y búsqueda de esa imagen que, según sus ágrafos y rupestres atavismos musulmanes, es parte suya y el no tenerla bajo control implica ser vulnerable a maleficios como el mal de ojo, por lo que puede enfermar, enloquecer e incluso morir.
      El itinerario de Idriss comienza en el mismo Tabelbala. Es un acto preparatorio (que sin embargo se prolonga hasta sus días parisinos). Entre las anécdotas iniciales se cuentan: la muerte de su amigo el camellero de una tribu Chaamba; las visitas a Mogadem ben Abderrahman, su tío, el ex cabo, dueño de la única foto que existe en el oasis; las burlas de Salah Brahim, el camionero que lleva y trae los enseres y el correo; el ambiente en la casucha familiar; las preocupaciones de su madre; la celebración de una boda tradicional a la que asiste un grupo de bailarines y músicos del Alto Atlas, entre ellos la negra Zett Zobeida, con velos rojos y rutilantes y cantarinas joyas, quien canta unos versos que Idriss evoca y varía una y otra vez hasta las páginas finales. 

(Alfaguara, Madrid, 1988)
       Pero durante la boda —luego de oír el relato “Barbarroja o el retrato del rey”, que narra Abdullah Fehr, un negro de los confines del Sudán y del Tibesti, en cuyas palabras Idriss encuentra un aliento más para partir—, resulta que al dirigirse a Zobeida y al grupo, éstos ya se han ido y sólo halla tirada y solitaria una gota de oro que pendía del cuello de la bailarina. La joya es una bulla áurea, un antiguo emblema que era colocado en el cogote de los niños que nacían libres y que sólo se quitaban al cambiar la toga pretexta por la toga viril. Es decir, es un símbolo de inocencia y libertad; así, Idriss lo hace suyo. Pero al unísono se trata de un metal que “excita la codicia y provoca el robo, la violencia y el crimen”; cuya imagen y recuerdo también evoca hasta el término, precisamente cuando el significado de los versos que cantaba Zobeida inextricablemente se urde a la cifra de su destino.
       Idriss, siempre en medio de ricas anécdotas y digresiones, atraviesa Béni Abbès, donde sin buscarlo observa su hábitat y a sí mismo entre las curiosidades del museo sahariano. Béchar, donde es el efímero ayudante de Mustafá, un fotógrafo de estudio. Orán, donde la vieja Lala Ramírez, eterna apestada y viajera, lo lleva al cementerio español e intenta que en él reencarne su hijo Ismaïl. Marsella, donde una prostituta disfrazada de rubia le arrebata la gota de oro, cumpliéndose así los venales signos implícitos en el metal y su forma. 
Ya en París, guiado por Achour, su primo diez años mayor, Idriss se instala en el hogar Sonacotra de un gueto musulmán. Francia es llamada “el país de las imágenes” y París: “capital de las pantallas”. No es fortuito, entonces, que se diga que “la imagen es el opio de Occidente”. 
Idriss, ingenuo y recién desempacado en la Ciudad Luz, es uno más de los inmigrantes árabes y bereberes sujetos a discriminaciones y subempleos, tan históricos, legendarios y pintorescos, como son, por ejemplo, la Torre Eiffel, el Louvre, la Plaza de la Concorde, o los pestilentes vagabundos de las subterráneas inmediaciones del Sena. “Creíamos que los habíamos alquilado [dice una voz sobre los inmigrantes árabes] y que luego podríamos devolverlos a sus casas cuando ya no les necesitáramos, y ahora resulta que los hemos comprado y que nos los tenemos que quedar en Francia.” 
La primera chamba de Idriss es la de barrendero. Pero como es un inocente y un supersticioso que busca su foto y no puede discernir el trasfondo y el sentido de los signos visuales, no sólo es atraído por los escaparates y las pantallas, sino que su propio hado lo introduce al mundo de las imágenes y de la reproducción en serie: recorre las calles mirando las vitrinas y anuncios; penetra, aunque no toque fondo, el mundillo del Electronic, un antro de videojuegos para jovencitos donde se instala un grupúsculo de delincuentes; se deja ir por la rue Saint-Denis, siente la llamada y el tufillo del sexo en los letreros que rezan: Sex shop, Live show y Peep show; entra en uno de éstos y a través de una pantalla mira los lascivos movimientos de una piruja. 
Por alguna droga que seguramente le dio uno de los mozalbetes del Electronic, mientras en el rincón de un café hojea un cómic, alucina que en los cuadros lee el diálogo que tuvo con la rubia que lo fotografió y lo que ésta se dijo con el hombre que conducía el Land Rover, y luego imagina que éste se dedica a explotar la imagen de ella y entonces Idriss asume el papel de héroe y trata de proteger y rescatar a la rubia del café y del cómic, pero para su sorpresa lo llevan a la cárcel, le toman fotos y lo fichan. Su primo Achour, al explicarle la magia onírica del cine, le dice: “¡Cuántos de nosotros no han hecho el amor más que en el cine! No tienes ni idea”.
El director de un grupo que filma anuncios para la televisión, ve a Idriss con su escoba y le paga para que figure de barrendero. Un poco después lo invita para otro anuncio, el del Palmeral, un refresco; pero a pesar de su creencia, no es parte del elenco, sino el beduino que tras bambalinas mueve a un escuálido camello que sí participa en el rodaje; y luego, como el nómada sahariano que no deja de ser, cruza París de un extremo a otro para llevar al camello a un matadero. 

Michel Tournier
Más tarde, Idriss va a los almacenes Tati por un overol, allí conoce a un fotógrafo y coleccionista de maniquíes (sólo efigies de muchachitos de los años 60 del siglo XX), de quien escucha su maniático y soporífero monólogo y al que acompaña a su pocilga. Pero también conoce a un decorador de escaparates, que al verlo, lo invita a que se preste para reproducir en serie un modelo idéntico a él. 
Después de asistir a los laboratorios de la Glyptoplástica (pese a su fobia) donde se somete al proceso para obtener su efigie, Idriss termina deprimido y se refugia en el hogar Sonacotra. Allí, al lado de los viejos musulmanes, como si tratara de recuperar algo muy suyo, muy profundo y recóndito, los escucha, comparte ciertos ritos, y oye las noticias y acentos árabes que los ancianos oyen en la radio a través de La Voix des Arabes. Pero sobre todo escucha a Mohammed Amouzine, un viejo egipcio que le habla de la historia de su país y de la cantante Oum Kalsoum. Mohammed Amouzine le presenta al calígrafo Abd Al Ghafari, del que Idriss se hace su discípulo. 
Abd Al Ghafari lo introduce en la mística de la antigua caligrafía árabe, que comprende la fabricación de la tinta, de las cañas, los estilos caligráficos, la sincronía entre la respiración y el trazo de los signos, los aforismos, los poemas en prosa, y el relato “La Reina Rubia”, que comienza con el clásico íncipit de los milenarios cuentos tradicionales: “Érase una vez”, y que el maestro, rodeado de sus alumnos, narra como “la conclusión de su enseñanza y de toda la sabiduría de la caligrafía”. 
En el relato hay un muchachito (alter ego de Idriss y de los otros discípulos) al que Ibn Al Houdaïda, el calígrafo, le enseña a leer las líneas del rostro. Es decir, así como la quiromancia supone que el destino de un hombre está escrito en la palma de la mano, la mística de la caligrafía supone que en las líneas de un rostro hay versos, los cuales, en conjunto, son un poema que revela los diferentes rostros de un mismo individuo; pero también revela su origen, pasado y futuro. 
Después de tal revelación, Idriss, al empuñar un taladro en la Plaza Vendôme, inesperadamente se encuentra ante un escaparate que exhibe la bulla áurea, la misma joya que vio por primera vez en el cuello de la negra bailarina Zett Zobeida; entonces, iluminado desde dentro y al zumbar y hundir la herramienta en una erógena fisura de Francia, comulga con el sentido profundo de sus líneas (proyectadas en las grietas de la vitrina), su signo, el poema escrito en su rostro, que no cifra y canta otra cosa más que a sí mismo, su destino, prefigurado en la forma de la gota de oro y en los versos del canto de Zett Zobeida, la negra de velos rojos y rutilantes y cantarinas joyas.


Michel Tournier, La gota de oro. Traducción del francés al español de Jacqueline y Rafael Conte. Alfaguara Literaturas (251). Madrid, 1988. 272 pp.